martes, 11 de agosto de 2009

Martes de la 19ª semana de Tiempo Ordinario: Dios despierta en nosotros la confianza humilde y la espera como actitudes básicas de nuestra vida en la tierra, sabedores que Él está a nuestro lado y hace las cosas perfectas

Martes de la 19ª semana de Tiempo Ordinario: Dios despierta en nosotros la confianza humilde y la espera como actitudes básicas de nuestra vida en la tierra, sabedores que Él está a nuestro lado y hace las cosas perfectas

 

Lectura del libro del Deuteronomio 31, 1-8. Moisés dijo estas Palabras a los israelitas: -«He cumplido ya ciento veinte años, y me encuentro impedido; además, el Señor me ha dicho: "No pasarás ese Jordán." El Señor, tu Dios, pasará delante de ti. Él destruirá delante de ti esos pueblos, para que te apoderes de ellos. Josué pasará delante de ti, como ha dicho el Señor. El Señor los tratará como a los reyes amorreos Sijón y Og, y como a sus tierras, que arrasó. Cuando el Señor os los entregue, haréis con ellos lo que yo os he ordenado. ¡Sed fuertes y valientes, no temáis, no os acobardéis ante ellos!, que el Señor, tu Dios, avanza a tu lado, no te dejará ni te abandonará.» Después Moisés llamó a Josué, y le dijo en presencia de todo Israel: -«Sé fuerte y valiente, porque tú has de introducir a este pueblo en la tierra que el Señor, tu Dios, prometió dar a tus padres; y tú les repartirás la heredad. El Señor avanzará ante ti. Él estará contigo; no te dejará ni te abandonará. No temas ni te acobardes.»

 

Salmo: Dt 32, 3-4a.7.8.9 y 12. R. La porción del Señor fue su pueblo.

Voy a proclamar el nombre del Señor: dad gloria a nuestro Dios. Él es la Roca, sus obras son perfectas.

Acuérdate de los días remotos, considera las edades pretéritas, pregunta a tu padre, y te lo contará, a tus ancianos, y te lo dirán.

Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad y distribuía a los hijos de Adán, trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios.

La porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad. El Señor solo los condujo, no hubo dioses extraños con él.

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 1-5.10.12-14. En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: -«¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?» Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: -«Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mi. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños.»

Palabra del Señor.

 

Comentario: 1.- Dt 31,1-8. En este pasaje aparecen, junto a una antigua tradición (vv. 1-3a), un texto añadido en el momento de la redacción definitiva del Deuteronomio (vv. 3b-8). Un jefe se va y le reemplaza otro. Dios convence a Moisés de que ha llegado el momento de transmitir sus poderes a Josué. Entiéndase bien esta intervención de Dios en el relevo de la autoridad y en la investidura de los jefes del pueblo. Dios, el invisible, no se asocia directamente a estas decisiones, pero, al hacerle intervenir de modo tan explícito, el autor quiere simplemente traducir la conciencia que hay de la presencia de Dios, y de sus intenciones, en lo más íntimo del ejercicio de la autoridad humana. Ahora bien, la autoridad de Josué será de orden profano: conquistar una tierra, ser fuerte para llevar a cabo la operación e infundir valor y confianza al pueblo. Ninguna misión específicamente religiosa le ha sido confiada y, sin embargo, el autor declara que Dios está con él.

Un jefe político no tiene necesidad de una responsabilidad religiosa y, menos aún, de una consagración litúrgica para que su autoridad revista una significación divina. El organiza, en efecto, la comunidad de tal manera que las opciones espirituales y el destino de cada uno pueda realizarse; y esto concierne eminentemente a Dios. No es tampoco necesario que el jefe político prevea y defienda, para cada uno, el ejercicio de la religión de sus preferencias. Nuestra marcha hacia Dios no la efectuamos exclusivamente por los caminos de la religión, sino también por la vida en sociedad. Desde el momento en que un jefe político se preocupa de las condiciones óptimas para mejorar esta vida en sociedad, su cometido reviste una dimensión divina (Maertens-Frisque).

-Moisés dijo: «Hoy he cumplido ciento veinte años, ya no puedo entrar ni salir y el Señor me ha dicho: "Tú no pasarás este río Jordán..."

Moisés ha llegado ya al final de su vida. «Ciento veinte años» es una cifra simbólica que indica «la perfección». Se reparten esos años en 3 bloques: 40 años en Egipto (Hch 7,23), otros tantos en Madián (Ex 7,7) y en el desierto. Quizá quieran indicar el tiempo de una generación, o cada una de las etapas de su vida y las que Dios manifiesta su poder y su elección, y el profeta responde con docilidad y eficacia.

Moisés se siente viejo y confiesa que no puede ya desplazarse; como muchos ancianos es un inválido. El análisis humano que hace de su estado, se transpone inmediatamente en él en interpretación religiosa: ve en ello la voluntad de Dios. Oye que Dios le habla a través de las limitaciones de su ancianidad: «el Señor me ha dicho...» Ayúdanos, Señor, a escuchar tu Palabra en los acontecimientos y las situaciones de nuestras vidas.

-Será Josué quien pasará delante de ti, como ha dicho el Señor. Así Moisés no cumplirá hasta el final la obra emprendida. ¿Quién de nosotros ve, de hecho, el resultado perfecto de sus proyectos? A un momento dado es preciso saberse retirar y dejar el lugar a los demás. Señor, me pides que yo represente plenamente mi papel durante el tiempo dado para ello. Ayúdame a no perder ese tiempo que compromete mi responsabilidad: Tú sólo, Señor, eres capaz de terminar lo que he comenzado.

-El Señor os entregará las naciones. Nos chocan esas promesas de destrucción de los pueblos que ocupará Israel en Canaán. Ya hemos visto que la Biblia le pone todo en la cuenta de Dios, sin hacer las distinciones necesarias entre los diversos planos. Recordemos, una vez más, que la historia profana tiene repercusiones profundas más allá de las apariencias. Todavía HOY Dios está comprometido en todo movimiento histórico... incluso si nos resulta más difícil que a los hebreos hacer una interpretación absolutamente cierta y justa del mismo.

-Sed fuertes y valerosos, porque el Señor tu Dios marcha contigo: no te dejará ni te abandonará. Detengámonos a considerar el equilibrio de esta frase. Vemos que, en la conquista de Canaán se conjugarán dos «acciones»:

1.° Dios estará presente allá, fiel a cumplir sus promesas poniendo su fuerza para ayudar a su pueblo a ganarse una tierra donde pueda vivir en libertad.

2.° Pero para ello ese pueblo ha de combatir y se le pide que sea fuerte y valeroso.

De hecho, sabemos que la Tierra prometida no fue un regalo para niños mimados. Israel tuvo que conquistarla en recia lid, después de largos y penosos esfuerzos.

En nuestras vidas juegan también dos «acciones» conjugadas e imposibles de separar.

-Dios no hace nada sin nosotros, es el papel de nuestra libertad...

-no hacemos nada bueno sin El, es el papel de la gracia…

-Luego llamó Moisés a Josué y le dijo: «Tú entrarás con ese pueblo en tierra que el Señor juró dar a sus padres... El Señor marcha delante de ti.

En esta transmisión de poderes, Dios está siempre presente.

Lo sabemos en teoría pero nos precisa que de nuevo lo meditemos y lo llevemos a la oración: toda responsabilidad, incluso la más humana -Josué es un simple jefe político-, tiene un alcance religioso. Reflexiono sobre mis responsabilidades.

Ruego por todos los que tienen responsabilidades mas amplias en la ciudad, en los diversos grupos humanos... en la Iglesia (Noel Quesson).

Este capítulo contiene diversos elementos superpuestos, y en él se entrecruzan varios temas (la ley que se pone por escrito es entregada a los levitas, los cuales la leerán luego al renovar la alianza, la sucesión de Josué, etc.). No se ahorran detalles con tal de provocar en el oyente una impresión de dramatismo: se supone a Moisés en el momento supremo de su vida, a punto de conducir al pueblo a la última etapa del éxodo, pero detenido frente a la tierra prometida por una orden de Yahvé («no pasarás ese Jordán»: v 2).

Nos puede dar la impresión de vacío de poder ante la ausencia de Moisés que adquiere un carácter dramático ante la perspectiva de conquistar una tierra enemiga. La exhortación que Moisés dirige al pueblo, vista con ojos demasiado fundamentalistas, podría leerse como una «guerra santa»: «Yahvé, tu Dios, pasará delante de ti. El destruirá delante de ti esos pueblos, para que te apoderes de ellos» (3). Esto nos hace pensar en que la lectura de la Palabra de Dios ha de hacerse según el sentir de Dios, que no quiere la guerra sino la paz, no quiere la muerte sino la vida, es decir el sentido global de la Biblia ha de iluminar el sentido de unos versículos, para vislumbrar el sentido oculto que hay debajo de los que redactaron aquello. Aquí me supera pensar si fueron los sacerdotes que en el exilio pusieron en boca de Dios la justificación de las hazañas de su pueblo, dándole un carácter épico, lo interesante está en la protección divina que subyace ahí: «Sé fuerte y valiente, que tú has de introducir a los israelitas en la tierra... Yo estaré contigo» (23).

El carisma de guiar al pueblo pasa ahora de Moisés a Josué: se suceden las personas; Yahvé y su fidelidad permanecen. Es la voz firme que resonará también en los profetas y sostendrá su vida: «No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte» (Jr 1,8; cf. Ez 2,6). Esa promesa llega intacta al Nuevo Testamento y se expresa en la paradoja cristiana: «Presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9). Las personas y las generaciones se suceden mientras permanece firme la promesa de Jesús: «Yo estoy con vosotros cada día...» (Mt 28,20; R. Vicent).

2. Siguiendo el género literario de los testamentos, el Deuteronomio pone en labios de Moisés, cuando ya está a punto de morir, las últimas recomendaciones para su pueblo y para Josué, a quien da la investidura como su sucesor. Moisés no va a poder entrar en la tierra prometida, por más que se lo haya pedido a Dios. Pero no va a producirse un «vacío de poder» en un momento tan delicado como éste, en que están ya a las puertas de Canaán y se disponen a iniciar su ocupación. En primer lugar, porque Moisés nombra a Josué como guía del pueblo en esta etapa de la entrada y el asentamiento en Palestina. Y, sobre todo, porque Dios sigue acompañándoles también ahora, como lo ha hecho a lo largo de todo el camino por el desierto. Moisés anima al pueblo y a Josué: «sed fuertes y valientes, no temáis, que el Señor tu Dios avanza a tu lado». Es la convicción que recoge el salmo: «acuérdate de los tiempos remotos... la porción del Señor fue su pueblo... el Señor solo los condujo».

Una lección que podemos aprender es de qué manera acepta Moisés el hecho de no poder entrar en la tierra prometida. Oíamos hace unos días -el jueves de la semana 18- cómo Dios se lo anunciaba. Allí se interpretó como un castigo por su poca fe en el episodio del agua de la roca. A Moisés le hacía una ilusión enorme completar su obra: conducir al pueblo desde la esclavitud de Egipto hasta la tierra prometida. Pero no, no puede entrar, aunque desde una altura ya se alcanza a ver. Moisés no reacciona con amargura. Lo que le preocupa es que el pueblo tenga un guía, que Dios le siga protegiendo, que realicen bien su entrada. A Josué le transmite la autoridad con sincero interés, sin rencor. No hay ninguna palabra agresiva ni de queja en sus labios. Como dice: "Las obras de Dios son perfectas (Dt 32,4), por eso, a quienes se da divinamente una potestad, se les dan también los medios para usarla dignamente" (s. Tomás), es lo que se dice en la ordenación en palabras de S. Pablo: el que ha comenzado la buena obra en ti la llevará a término. Así escribía de él mismo san Josemaría, cuando sufrió remordimientos de miseria y fue consolado al oír esta locución divina: "Escribía aquel amigo nuestro: "muchas veces pedí perdón al Señor por mis grandísimos pecados; le dije que le quería, besando el Crucifijo, y le di las gracias por sus providencias paternales de estos días. Me sorprendí, como hace años, diciendo —sin darme cuenta hasta después—: «Dei perfecta sunt opera» —todas las obras de Dios son perfectas. A la vez me quedó la seguridad plena, sin ningún género de duda, de que ésa es la respuesta de mi Dios a su criatura pecadora, pero amante. ¡Todo lo espero de El! ¡¡Bendito sea!!" / Me apresuré a responderle: "el Señor siempre se comporta como un buen Padre, y nos ofrece continuas pruebas de su Amor: cifra toda tu esperanza en El…, y sigue luchando"".

En nuestra vida también nos puede pasar lo mismo: en un momento determinado, lo que nosotros hemos sembrado vemos que lo van a cosechar otros. Un cambio de destino o una enfermedad -o la muerte- pueden truncar nuestros esfuerzos, y otros seguirán nuestro trabajo. ¿Reaccionamos con un corazón magnánimo como Moisés, o nos llenamos de amargura y depresiones? ¿somos capaces de animar al pueblo, de apoyar a nuestro sucesor? ¿o nos encerramos en la depresión, con sentimientos de envidia o de fracaso? Si reaccionamos como Moisés, será señal de que no nos estábamos buscando a nosotros mismos, sino que lo que nos interesaba era el bien de los demás y la gloria de Dios, que es quien salva y lleva a plenitud nuestra obra. Nosotros somos sólo colaboradores. No protagonistas. Ni imprescindibles. Tenemos que saber retirarnos a tiempo. Con la elegancia espiritual de Moisés.

La oración y los sacramentos son los medios para estar unirnos al Señor como una lapa, para vivir el amor a los demás que nos hace comprender este Amor de Dios, para dejarnos llenar de este Amor del Espíritu SanSanto. Con estos medios, con la oración tenemos experiencias de Dios, como tuvo Moisés cuanto se acercaba a aquella zarza que quemaba sin consumirse, y oyó: "Descálzate, porque este lugar es santo." Queramos sentir esta presencia, como San Pablo en el camino de Damasco: delante de la luz del Espíritu Santo, delante de la Stma. Trinidad. Queramos sentirnos mirados por Dios, que nos aprieta, que nos atrae hacia él; y queramos dejarnos arrastrar por este Amor de Dios que, nos va desplegando a una serie de virtudes. Pero que todo salga de esta fe que está viva por la caridad. Fe, de una forma que es necesaria: la santidad personal. Y fruto de esta interioridad, de esta oración viene la alegría, viene dejarse atraer por el amor; viene esta siembra de paz que necesita la sociedad. Por tanto, si es verdad que hay obstáculos: el mundo, el demonio y la carne, los medios son la buena voluntat, la lucha por la santidad, dejar hacer a Dios adentro nuestro, y concretar con correspondencia, lucha y esfuerzo, por ser mejores. Más que hacer cosas, debemos dejar que Dios haga en nosotros: El Espíritu SanSanto. Pilar Urbano decía: "Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios a fuerza de vaciarse de sí, un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza". No nos debemos sentir como perfeccionistes, sino vulnerables; mostrarnos con esta riqueza que Dios nos ha dado: "Un hombre que todo lo toma de Dios, un ladrón que le roba a Dios hasta el amor con que poder amarle". El "quid" de la santidad, es una cuestión de confianza. San Josemaría fue repitiéndolo: este dejarse amar por Dios, abandonar todo en Dios, dejar actuar Dios: "Lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto, el "yo hago", como "hágase en mí". "El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas, él siempre cuenta con el Otro." Decía una vez a Ratzinger, hablando de Sn. Josemaría: No hizo grandes cosas extraordinarias, fuera del día a día; todo que hizo cosas que son para nosotros extraordinarias, pero lo más importante, era dejar actuar Dios; no está en el Big-Bang -como esto que deiem, también, el otro día-, sino que está en el día a día. -Decía: "EL santo incluso cuánto cae, cae en manos de Dios. Se siente siempre en las manos de Dios. Por eso el santo confía, se pierde en Dios; pero hay que decir, que antes, Dios se ha apiadado de él.

3.- Mt 18, 1-5.10.12-14 (ver domingo 25, ciclo B,  y martes de la 2ª semana de adviento). El capitulo 18 de san Mateo, que leemos desde hoy al jueves, nos propone el cuarto de los cinco discursos en que el evangelista organiza las enseñanzas de Jesús. Esta vez, sobre la vida de la comunidad. Por eso se le llama «discurso eclesial» o «comunitario». La primera perspectiva se refiere a quién es el más importante en esta comunidad. Es una pregunta típica de aquellos discípulos, todavía poco maduros y que no han penetrado en las intenciones de Jesús. La respuesta, seguramente, los dejó perplejos. El más importante no va a ser ni el que más sabe ni el más dotado de cualidades humanas: «llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino». Lo pequeño, humilde… "si me preguntáis qué es lo más importante en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad, y lo tercdero la humildad" (S. Agustín). ¿Un niño el más importante?

Nos convenía la lección, si somos de los que andan buscando los primeros lugares y creen que los valores que más califican a un seguidor de Jesús son la ciencia o las dotes de liderazgo o el prestigio humano. Hacerse como niños. Los niños tienen también sus defectos. A veces, son egoístas y caprichosos. Pero lo que parece que vio Jesús en un niño, para ponerlo como modelo, es su pequeñez, su indefensión, su actitud de apertura, porque necesita de los demás. Y, en los tiempos de Cristo, también su condición de marginado en la sociedad. Hacerse como niños es cambiar de actitud, convertirse, ser sencillos de corazón, abiertos, no demasiado calculadores, ni llenos de sí mismos, sino convencidos de que no podemos nada por nuestras solas fuerzas y necesitamos de Dios. Por insignificantes que nos veamos a nosotros mismos, somos alguien ante los ojos de Dios. Por insignificantes que veamos a alguna persona de las que nos rodean, tiene toda la dignidad de hijo de Dios y debe revestir importancia a nuestros ojos: «Vuestro Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños». Jesús vino como el Siervo, no como el Triunfador. No vino a ser servido, sino a servir. Nos enseñó a no buscar los primeros lugares en las comidas, sino a ser sencillos de corazón y humildes. Los orgullosos, los autosuficientes como el fariseo que subió al Templo, ni necesitan ni desean la salvación: por eso no la consiguen (J. Aldazábal).

Mucha gente tiene quizá un comportamiento espiritual propio de un infantilismo malo, con una actitud ante Dios reduciéndolo al papel de policía o de contable que castiga las faltas o sopesa los méritos. La religión es para ellos una acumulación de ritos y preceptos a los que es necesario ser fiel si se quiere "ganar el cielo" y "salvar el alma"; los sacramentos, los medios para procurarse la buena conciencia o estar en regla; y el pecado, la trasgresión de una ley que debe evitarse por temor al castigo que le seguirá (Colete Hovase). Los escribas y fariseos no ven en el pecador más que a un enemigo de Dios. ¿No es también esa la actitud de aquellos que juzgan con excesiva severidad los fallos de los otros? En cambio Dios obra de muy distinta manera. No espera el arrepentimiento para amar al pecador sino que lo deja todo para ir en su búsqueda. El responsable de la comunidad es, pues, el encargado de revelar al pecador que Dios le ama primero (1 Jn 4, 10, 19; 2 Cor 5, 20), incluso sin aguardar a su arrepentimiento, y que se preocupa de la salvación de todos. ¿Se dan siempre cuenta los ministros de la Iglesia de esta responsabilidad? ¿No están acaso tan absorbidos por la administración del rebaño fiel que no encuentran tiempo de ocuparse de los "pequeños? ¿No da a veces también la Iglesia la impresión de ser una institución demasiado pesada de manejar para hacer entrar en su seno a los pobres y pecadores respetando su dignidad? (Maertens-Frisque).

A la actitud de los fariseos, arrebujados en su justicia, Jesús opone la alegría de Dios, que prefiere la conversión del pecador a la satisfacción de los justos estancados en sus hábitos adquiridos.

¿Qué os parece? Esto lo dice hoy Jesús a nosotros.

Una imagen sacada de la vida diaria de sus oyentes. Jesús se mantenía cercano a la vida de las gentes de su pueblo, de su tiempo. Había visto a los pastores abandonar la guarda del rebaño para ir a buscar la oveja perdida. La parábola de las cien ovejas y de la que se descarría parece que hay que interpretarla aquí en la misma linea que lo del niño: cada oveja, por pequeña y pecadora que parezca, comparada con todo el rebaño, es preciosa a los ojos de Dios: él no quiere que se pierda ni una. Así decía S. Asterio de Amasea: "jamás desesperemos de los hombres ni los demos por perdidos, uqe no los despreciemos cuando se hallan en peligro, ni seamos remisos en ayudarlos, sino que cuando se desvían de la rectitud y yerran, tratemos de hacerlos volver al camino, nos congratulemos de su regreso y los reunamos con la muchedumbre de los que siguen viviendo justa y piadosamente". Todos somos esa oveja al mismo tiempo, necesitados del Señor… oveja…

Dios es así, dice Jesús. Cuando un solo hombre se aleja de El, esto no le deja indiferente.

Debo hacer todo lo posible por sintonizar con este anhelo del corazón de Dios. Un Dios a la búsqueda... del hombre. Un Dios que mantiene el contacto. Este es Jesús.

Según el plan de Mateo, entraremos hoy en el cuarto gran discurso de Jesús; Mateo ha reagrupado en él unas enseñanzas, todas ellas versan alrededor del tema de la "vida comunitaria".

-Los apóstoles preguntan a Jesús: "¿Quién es más grande en el Reino de Dios?" Jesús llamó a un niño, lo puso en medio y contestó: "Si no cambiáis y os hacéis como estos niños, no entraréis en el Reino de Dios. Cualquiera que se haga tan "pequeño" como este chiquillo, ése es el más "grande"...

Es la primera regla de vida comunitaria: cuidar de los más pequeños... hacerse uno mismo pequeño... Hay que tratar de imaginarse bien esa escena: en medio de la asamblea de esos doce hombres graves y adultos tomándose muy en serio, y haciendo una pregunta a Jesús, sobre las "prelaciones" a respetar, y las "jerarquías" a establecer.

-"¿Quién es el más grande?"- Jesús llama a un chicuelo de la calle y ¡lo lanza, algo asustado, en medio de esos grandes personajes! "Haceos como él." ¡Qué cambio total! Cada uno de nosotros, según su temperamento, puede meditar sobre esta primera consigna: "haceos como niños." Lozanía, belleza, inocencia del niño... ¿por qué no? Pero el ápice del pensamiento de Jesús gira hacia otro aspecto: "grande" y "pequeño". Así lo esencial, para Jesús, parece ser el permanecer dependientes, no dárselas de listo, ni de grandes personas; el niño no puede vivir solo, no se basta a sí mismo, necesita sentirse amado, todo lo espera de su madre.

-Y el que acoge a un chiquillo como éste por causa mía, me acoge a mí.

Toda la gran doctrina del Cuerpo Místico, que desarrollará San Pablo, está ya en germen en esta sencilla fórmula.

Todo lo que se hace por el menor, por el más pequeño, es a Cristo a quien se hace.

¡El que toca a un niño, toca a Jesús! San Pablo descubrirá esto en el camino de Damasco: "¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues!" Esta es la base -y ¡cuán profunda!- de toda vida comunitaria: el respeto a todo hombre, en especial a los más débiles.

¡Cuán lejos estamos de esto, muchas veces!

-Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de esos, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial.

Tampoco importan a los ojos de los hombres... aquellos a quienes se considera como insignificantes... pero tienen un peso infinito ante Dios. ¿Cómo podríamos no darles importancia, olvidar su existencia?

-A ver, ¿qué os parece?

Procedimiento de libre discusión. De ese modo dialogaba Jesús. Que cada uno pueda exponer su parecer.

-Suponed que un hombre tiene cien ovejas y que una se le extravía; ¿no deja las noventa y nueve en el monte para ir en busca de la extraviada?

Esta es también una regla esencial de la vida "en la Iglesia".

Los fariseos eran unos "separados", y juzgaban severamente a los pecadores, a los caídos en alguna falta... Ios cuales eran excluidos de las comidas sagradas, como enemigos de Dios. Ahora bien, precisamente, Dios actúa completamente al revés: ni siquiera espera el arrepentimiento del pecador para amarle, ¡antes bien, abandona todo lo restante para ir en su búsqueda!

-Pues lo mismo es voluntad de vuestro Padre del cielo que no se pierda ni uno de esos "pequeños".

En nuestras comunidades ¿qué se hace por esos "pequeños", por esos débiles, por esos pecadores amados de Dios? ¿y por los que Jesús está dispuesto a ir hasta el final? Lo dice hoy. Pronto derramará su sangre por ellos (Noel Quesson).

Jesús nos propone hacernos como niños. Si no, no podremos entrar en el Reino. ¡Cómo cuesta aceptar estas palabras en aquellas etapas de la vida en que necesitamos exhibir nuestra condición de "adultos"! Y, sin embargo, nos están regalando la clave para entender por qué tan a menudo encontramos las puertas cerradas, por qué no nos dice nada todo lo que tiene que ver con El. Hay personas que necesitan 70 u 80 años en ser como niños. La vida misma los va haciendo cada vez más dependientes, más tiernos, más indefensos, más humildes. Hay otras que intuyen mucho antes que "este" es el camino y procuran ponerse en manos del Padre. Los itinerarios son muchos. El punto de llegada es siempre el mismo. Tal vez la sabiduría se parezca algo a esto. ¿Qué cualidades tiene un niño? Aparte de la sencillez, ¿qué valor puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener ninguno, ni pretender tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los fariseos (cf. Luc. 16, 15; 18, 9 ss.; etc.). Una sola cualidad tiene el niño, y es el no pensar que las tiene, por lo cual todo lo espera de su padre.

Al dictar severas leyes de pureza y al prescribir abluciones antes de las comidas, los fariseos habían excluido automáticamente de los banquetes sagrados a una serie de pecadores y publicanos. Cristo opone a ese ostracismo la misericordia de Dios, que trata incesantemente de salvar a los pecadores. Él mismo es, por tanto, fiel al deseo del Padre (v.14) cuando agudiza al máximo la búsqueda del pecador. Esta intención se refleja inmediatamente en la parábola de la oveja perdida.

Cierto que Mt es más reservado que Lc, puesto que no compara directamente la alegría del pastor que ha recuperado su oveja con la de Dios. Por lo demás, no dice que el pecador sea más amado que los demás: no hay que confundir alegría por las recuperaciones y amor a todos los hombres.

El hombre moderno experimenta, ante el tema clásico de la misericordia divina, cierta incomodidad. Existe la palabra misma que, en las lenguas modernas, evoca una actitud sentimental y paternalista; existe, sobre todo, la idea que provoca en la mente la impresión de una alienación religiosa, como si el cristiano que recurre fácilmente a la misericordia de Dios se dispensara también espontáneamente de sus verdaderas responsabilidades.

Ahora bien, la Biblia propone un concepto de la misericordia mucho más profundo. Este término pertenece rigurosamente al lenguaje más elevado de la fe. En cuanto al amor, evoca tanto el aspecto de fidelidad al compromiso adquirido como el aspecto de ternura del corazón. En una palabra, designa una actitud profunda de todo el ser.

La experiencia de la condición miserable y pecadora del hombre ha dado cuerpo a la noción de la misericordia de Dios, que se nos presenta como la actitud de Dios ante el pecado del hombre. No se trata tan sólo de pasar la esponja: la misericordia de Dios no es ingenuidad, sino invitación a la conversión e invitación a practicar a su vez la misericordia respecto a los demás hombres, especialmente respecto a los paganos (Si 23. 30-28. 7).

En este punto Jesús es fiel a las perspectivas del A.T. Presenta la misericordia de Dios en todas sus consecuencias, vinculándola al ejercicio de la misericordia humana para hacer de ella una empresa combinada de Dios y del hombre, respuesta activa del hombre a la iniciativa previsora de Dios. Refleja una misericordia sin fronteras, accesible a los pecadores y a los excomulgados.

Los cristianos son invitados, en primer lugar, a hacer la experiencia espiritual de la misericordia divina para con ellos: Dios los acepta tal como son; nunca llega a consumarse la ruptura entre Dios y ellos: Dios está siempre allí, anda incluso siempre en su busca. Por tanto, siempre es posible el recurso a la buena disposición paterna. Pero, entiéndase bien: el pecador no es realmente un arrepentido si la misericordia divina no le llama no sólo a la conversión, sino también al ejercicio de la misericordia para con las demás miserias humanas. De igual modo, la Iglesia, en cuanto cuerpo, no habrá comprendido realmente la misericordia divina que la fundamenta en la existencia, hasta el día en que aparte los obstáculos a que da origen la institución eclesial para llegar hasta los pobres y los pecadores de su tiempo, al mismo tiempo que respeta su dignidad (Maertens-Frisque).

10 de agosto. Fiesta de San Lorenzo: fiel a Cristo, es modelo de coherencia en la verdad y caridad sin límites

10 de agosto. Fiesta de San Lorenzo: fiel a Cristo, es modelo de coherencia en la verdad y caridad sin límites

 

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 9,6-10. Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia.

 

Salmo 111,1-2.5-6.7-8.9. R. Dichoso el que se apiada y presta.

Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita.

Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo.

No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor. Su corazón está seguro, sin temor, hasta que vea derrotados a sus enemigos.

Reparte limosna a los pobres; su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad.

 

Santo evangelio según san Juan 12,24-26. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.»

 

Comentario: Hoy celebramos la fiesta de San Lorenzo, que es un mártir muy popular. A pesar de ser lejano en el tiempo (murió en el año 258), su memoria está viva en el pueblo cristiano.

A lo largo de los cuatro primeros siglos de la historia del cristianismo la Iglesia se vio fecundamente abonada con la sangre de los mártires, hombres y mujeres, que valientes y llenos de fe eran cruelmente torturados y dados muerte por unos gobernantes intolerantes con otras de religiosidad o de vida. Algunos de estos mártires, por su valentía ante la muerte o por haber sufrido los peores tormentos adquirían gran importancia para la comunidad cristiana y alcanzaban mayor devoción. San Lorenzo fue uno de ellos. Su posición en la jerarquía eclesiástica (no olvidemos que era el diácono arcediano, esto es, la "mano derecha" del Papa), su categoría humana que se vislumbra en los diálogos martiriales atribuidos a san Lorenzo, su talla espiritual de una fe robusta, madura, puesta la confianza plena en Dios y su celo y caridad a favor de los más pobres y necesitados, hicieron de él un auténtico modelo para la cristiandad de la época. La fama de la que ya san Lorenzo gozaba como el "administrador bueno y fiel" de las escasas economías de la Iglesia del momento, se unió a la que alcanzó tras su martirio, uno de los más macabros y duros. Tanta fama tiene su lado bueno y su lado menos bueno para el que pretende escribir, en síntesis, la vida de san Lorenzo. Porque a los datos reales se van añadiendo testimonios que, con la sana intención de engrandecer la figura del santo, carecen de historicidad y engendran tal maraña de datos que ensombrecen la contemplación de un gran hombre, pero sobre todo, de un gran cristiano. ¿Qué tenemos o sabemos sobre la vida de san Lorenzo? Según la pasión de Policronio san Lorenzo se dice de origen español. Después la tradición y el corazón de los oscense lo sitúan en Huesca, que "desde la lejanía de los tiempos" ha proclamado ser la patria de tan insigne mártir. Esta tradición oscense dice que los padres de san Lorenzo se llamaban Orencio y Paciencia (ambos inscritos en el martirologio romano), dedicados a la agricultura tenían dos casas: una situada en Huesca, en el lugar que hoy ocupa la Basílica, y otra en las afueras, donde se levantó al ermita de Loreto. En su viaje por España el futuro Sixto II, todavía no era Papa, se fijó en san Lorenzo y deseó llevárselo a Roma con él. Al llegar a Roma se encontraron con la muerte reciente del papa Esteban y fue elegido para sucederle Sixto. Éste nombró arcediano a san Lorenzo cuya misión era la de la administración de los bienes económicos, y responsable de las obras de caridad. Los últimos años del reinado del emperador Valeriano fueron de una situación financiera muy grave, con una inflación muy elevada y unos gastos militares elevadísimos. Había que buscar recursos y pensaron en los "tesoros" de la Iglesia. Así, en el año 258, se desató una nueva persecución dirigida particularmente contra la jerarquía eclesiástica: En esta persecución fueron martirizados, entre otros muchos, el papa Sixto II (el 6 de agosto) y su diácono Lorenzo (10 de agosto). Un detalle singular, que dice mucho de san Lorenzo en cuanto a su grandeza humana y religiosa, es que cuando fue llamado ante el emperador y urgido a que llevase todos los tesoros de la Iglesia, san Lorenzo se presentó con los más pobres de la ciudad de Roma diciendo: "estos son los tesoros de la Iglesia". Esto causaría una gran rabia en el emperador que ordenó fuese torturado cruelmente. Según el papa Inocencio III los diez tormentos con que fue martirizado san Lorenzo fueron: cárcel, herido con escorpiones, atado con cadenas, golpeado con palos, quemado con láminas incandescentes, azotado con látigos emplomados, puesto en el potro y desconyuntado, herido con piedras, comprimido con horcas y asado en el fuego, en la vía Tiburtina, que es el que más se conoce y con el que habitualmente se representa. Otro detalle, con palabras del poeta Prudencio, que nos habla de su categoría humana: cuando estaba siendo quemado vivo dijo a su verdugo: "Ya estoy asado por este lado; da la vuelta y come".

La fama de san Lorenzo se extendió rápidamente. Tanto es así que pasados unos pocos años, Constantino mandó edificar, en su honor, en el lugar del enterramiento, una basílica martirial que se ha convertido en uno de los lugares más importantes de Roma. De san Lorenzo hablaron en sus homilías grandes santos, doctores y padres de la Iglesia: san Ambrosio, san Agustín, san León Magno, etc. y su nombre fue incluido en el Canon Romano de la Misa. Ya en el siglo XXI al entrar en el tercer milenio, el testimonio de la vida y de la muerte de san Lorenzo, lejos de quedar en el olvido, sigue siendo para todos un testimonio de rabiosa actualidad (Francisco Raya Ibar).

En los días de su vida sembró con generosidad: la semilla del amor, de la fe, de la esperanza en el corazón de sus hermanos. Cuando soportaba los crueles tormentos  recordó la compasión del Señor y se acogió a su misericordia eterna. Cayó y murió como grano de trigo en la tierra pero el Padre premió su servicio generoso y dio mucho fruto: el ciento por uno. Dichosos nosotros si, como San Lorenzo, escuchamos la Palabra Dios y la cumplimos. Gracias Lorenzo, por el testimonio de tu vida y de tu muerte. Tu fuerza fue más grande que la de los que te mataban. Tu valentía y coraje más auténtico que el de aquél que te mandaba matar. Gracias Señor por darnos santos que, como Lorenzo, nos ayudan a vencer las dificultades de la vida. Gracias Señor, porque en el testimonio y valentía de tus mártires, nosotros podemos contemplar tu grandeza. Multiplica en nosotros, Señor, los dones de tu amor. Haznos fuertes y generosos, al estilo de San Lorenzo. Que sepamos compartir con los demás los verdaderos tesoros de tu Iglesia: la fraternidad, la justicia, el amor, la verdad. Que procuremos no tanto ser servidos sino servir, para que siempre y en todo lugar se haga tu voluntad. "En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo, pero si muere llevará mucho fruto" (Jn 12,24). Sí. Aquel morir a fuego lento de Lorenzo, el Diácono, ha germinado en el sazonado fruto de SAN LORENZO.

1. 2 Cor 9,6-10. Cuando nosotros extendemos nuestras manos para socorrer a los más desprotegidos, en esos momentos estamos sembrando una buena simiente que producirá abundantes frutos de salvación. Al final escucharemos aquel llamado del Señor para ser "almacenados" en los graneros eternos: "Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estuve desnudo y me vistieron; enfermo y me asistieron; encarcelado y fueron a verme." Todo lo bueno que hagamos a favor de los demás que no sea para ostentación y alabanza nuestra, sino para la gloria de Dios, de tal forma que nuestra mano izquierda no sepa lo que haga la derecha; de lo contrario nuestra recompensa se habrá perdido en un aplauso humano. Procuremos el bien de todos; pero que nuestro servicio de caridad sea hecho siempre con alegría, sabiendo que, especialmente en el servicio a los pobres, necesitados y enfermos, estamos sirviendo y asistiendo al mismo Cristo. "Si Dios colma de bendiciones temporales a quienes cultivan la tierra y se ocupan de las necesidades de sus cuerpos, con más razón bendecirá a quienes cultivan el Cielo y se aplican a la salvación de sus almas… por tanto, quiere no solamente que demos limosna, sino que la demos con generosidad. Por eso llama "semilla" a la limosna. El grano echado en tierra produce espigas; así la limosna producirá frutos de justicia y una cosecha abundante" (S. Juan Crisóstomo). Y como apunta el apóstol "Dios ama a quien da con alegría", "si das el pan entristeciéndote pierdes el pan y la recompensa" (S. Agustín).

2. Sal 111. Se proclama feliz a quien sigue la ley del Señor y luego se va exponiendo en qué consiste esta dicha por comportarse con rectitud, y en el Neuvo Testamento se nos habla de un motivo más alto, que no es el reconocimiento de los demás sino la recompensa de Dios que ve en lo secreto (Mt 6,1-4).  El v. 1 es lapidario y fue lema de las "terceras moradas" de Teresa de Jesús, explica cómo el hombre no ha de confiar en sus fuerzas sino en la misericordia divina: "A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la perseverancia entrado a las terceras moradas ¿qué les diremos, sino bienaventurado el varón que teme al Señor? No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso (…) la bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los bienaventurados; que con estos temores ¿qué contento puede tener quien todo su contento es contentar a Dios? Y considerad que éste, y muy mayor, tenían algunos santos que cayeron en graves pecados; y no tenemos seguro que nos dará Dios la mano para salir de ellos y hacer la penitencia que ellos (entiéndese del auxilio particular) (…). Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio, sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras. Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente; y así no tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin, pues tenéis tan buena madre (…). Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón; (7) ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas. Bueno es todo esto, mas no basta como he dicho para que dejemos de temer; y así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum".

Juan Pablo II comentaba: "El salmo 111, composición de índole sapiencial, nos presenta la figura de estos justos, los cuales temen al Señor, reconocen su trascendencia y se adhieren con confianza y amor a su voluntad a la espera de encontrarse con él después de la muerte. A esos fieles está reservada una "bienaventuranza": "Dichoso el que teme al Señor" (v. 1). El salmista precisa inmediatamente en qué consiste ese temor: se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios. Llama dichoso a aquel que "ama de corazón sus mandatos" y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.

La docilidad a Dios es, por tanto, raíz de esperanza y armonía interior y exterior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la "retribución", sobre el justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus descendientes: "Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia" (vv 2-3; cf v 9). Ciertamente, a esta visión optimista se oponen las observaciones amargas del justo Job, que experimenta el misterio del dolor, se siente injustamente castigado y sometido a pruebas aparentemente sin sentido. Job representa a muchas personas justas, que sufren duras pruebas en el mundo. Así pues, conviene leer este salmo en el contexto global de la sagrada Escritura, hasta la cruz y la resurrección del Señor. La Revelación abarca la realidad de la vida humana en todos sus aspectos.

Con todo, sigue siendo válida la confianza que el salmista quiere transmitir y hacer experimentar a quienes han escogido seguir el camino de una conducta moral intachable, contra cualquier alternativa de éxito ilusorio obtenido mediante la injusticia y la inmoralidad.

El centro de esta fidelidad a la palabra divina consiste en una opción fundamental, es decir, la caridad con los pobres y necesitados: "Dichoso el que se apiada y presta (...). Reparte limosna a los pobres" (vv 5.9). Por consiguiente, el fiel es generoso: respetando la norma bíblica, concede préstamos a los hermanos que pasan necesidad, sin intereses (cf Dt 15,7-11) y sin caer en la infamia de la usura, que arruina la vida de los pobres. El justo, acogiendo la advertencia constante de los profetas, se pone de parte de los marginados y los sostiene con ayudas abundantes. "Reparte limosna a los pobres", se dice en el versículo 9, expresando así una admirable generosidad, completamente desinteresada (…).

Nosotros fijamos nuestra mirada en el rostro sereno del hombre fiel, que "reparte limosna a los pobres" y, para nuestra reflexión conclusiva, acudimos a las palabras de Clemente Alejandrino, el Padre de la Iglesia del siglo II, que comenta una afirmación difícil del Señor. En la parábola sobre el administrador injusto aparece la expresión según la cual debemos hacer el bien con "dinero injusto". Aquí surge la pregunta: el dinero, la riqueza, ¿son de por sí injustos?, o ¿qué quiere decir el Señor? Clemente Alejandrino lo explica muy bien en su homilía titulada "¿Cuál rico se salvará?" Y dice: Jesús "declara injusta por naturaleza cualquier posesión que uno conserva para sí mismo como bien propio y no la pone al servicio de los necesitados; pero declara también que partiendo de esta injusticia se puede realizar una obra justa y saludable, ayudando a alguno de los pequeños que tienen una morada eterna junto al Padre (cf Mt 10,42; 18,10)". Y, dirigiéndose al lector, Clemente añade: "Mira, en primer lugar, que no te ha mandado esperar a que te rueguen o te supliquen; te pide que busques tú mismo a los que son dignos de ser escuchados, en cuanto discípulos del Salvador". Luego, recurriendo a otro texto bíblico, comenta: "Así pues, es hermosa la afirmación del Apóstol: "Dios ama a quien da con alegría" (2 Co 9,7), a quien goza dando y no siembra con mezquindad, para no recoger del mismo modo, sino que comparte sin tristeza, sin hacer distinciones y sin dolor; esto es auténticamente hacer el bien" (…) dichoso el hombre que da; dichoso el hombre que no utiliza la vida para sí mismo, sino que da; dichoso el hombre que es "justo, clemente y compasivo"; dichoso el hombre que vive amando a Dios y al prójimo. Así vivimos bien y así no debemos tener miedo a la muerte, porque tenemos la felicidad que viene de Dios y que dura para siempre".

La abundancia de bienes en el antiguo Israel se consideraba como una bendición de Dios para los justos. Sin embargo esos dones de Dios no deberían hacer egoístas a quienes los habían recibido, sino que, en sus préstamos no se comportarían como usureros, y ante los pobres siempre estarían dispuestos a socorrerlos. Entonces podrían levantar la frente no de modo orgulloso, sino como la manifestación de la Gloria de Dios desde aquellos que lo aman y se compadecen de su prójimo. Recordemos que sólo somos administradores de los bienes de Dios. Al final, aun cuando hayamos sido dueños del mundo entero, nada nos llevaremos de todos esos bienes materiales, sino solo nuestras buenas obras. Por eso no trabajemos sólo por el pan que perece, sino por aquello que realmente vale ante Dios.

3. Jn 12,24-26. En esta fiesta se nos propone un evangelio luminoso. Jesús nos recuerda que "el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante". Estas palabras retratan a la perfección al diácono Lorenzo. Él supo entregar la vida y por eso es fuente de vida. Pero caigamos en la cuenta de que las palabras de Jesús no son pronunciadas en el vacío. Son la respuesta a Felipe, a Andrés y a unos griegos que habían mostrado mucho interés en conocerlo. Jesús no aprovecha su tirón popular para presentar un mensaje acomodaticio, al gusto de sus admiradores. No lo hace porque no quiere engañarlos. Los ama tanto que les revela dónde está el secreto de la verdadera vida. Se lo dice con la parábola del trigo y se lo dice también abiertamente, para que no se sientan frustrados en su griega racionalidad: "Quien vive preocupado por su vida, la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna". ¿Se puede decir más claro? (Gonzalo Fernández).

No se produce vida / fruto sin dar la propia; amar es darse sin escatimar, hasta desaparecer, si es necesario. Solamente el don total libera las capacidades del hombre. Esta muerte no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de donación de sí mismo. La fecundidad no depende de la transmisión de una doctrina, sino de una muestra extrema de amor (si no muere, permanece él solo).

El Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección. Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía crucis puede entenderse como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con Jesús, sin la cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía crucis se muestra, pues, como recorrido «mistagógico» (Ratzinger).

Jesús anuncia su glorificación con su muerte, poco antes de los versículos que ahora leemos. Y es que "fue conveniente que se manifestara la exaltación de su gloria de tal manera, que estuviera unida a la humildad de su pasión" (S. Agustín). No podemos contemplar la cruz sin unirla a la gloria de la resurrección. La cruz es inseparable de la exaltación (cf Fil 2,8-9), el sufrimiento y morir a sí mismo por amor no se concibe sin la unión con el amado. v. 25: Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva.

Sólo quien no teme a la muerte puede entre garse hasta el fin, llevando su vida a su completo éxito. Infundir temor, la gran arma del orden injusto; el apego a la vida lleva a todas las abdi caciones.

v. 26: El que quiera ayudarme, que me siga, y así, allí donde yo estoy, estará también el que me ayuda. A quien me ayude lo honrará el Padre.

Ser discípulo significa colaborar en la tarea de Jesús, aun en medio de la hostilidad y persecución; el que colabora se encuentra, como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre (7,34; 8,29). El hombre libre posee su vida, su presente, y en cada presente puede entregarse del todo: la entrega total en cada momento es el significado de «morir». A éste lo honrará el Padre, como a hijo.

En esta declaración solemne y central Jesús explica cómo se producirá el fruto de su misión y la de sus discípulos. No se puede producir vida (dar fruto) sin dar la propia vida (morir). La vida es fruto del amor y no brota si el amor no es pleno, si no llega al don total. Amar es darlo todo, entregarlo todo, sin escatimar nada; hasta desaparecer, si es necesario. Jesús va a entregarse por los demás, es solidario con los necesitados y por ellos ha aceptado la muerte y prevé ya el fruto. En la metáfora del grano de trigo que muere en la tierra, la muerte es la condición para que se libere toda la energía vital que la semilla contiene y la vida allí encerrada se manifieste plenamente. Con esta metáfora Jesús afirma que el hombre tiene muchas potencialidades y que solamente el don del sí total las libera para que ejerzan toda su eficacia. El fruto comienza paradójicamente en el mismo grano que muere porque si no cae en la tierra no muere, no da vida, no fructifica, es infecundo. La muerte de la que habla Jesús no es un acontecimiento aislado, es la culminación de un proceso, es el camino que se ha ido recorriendo como donación de la propia vida. Es el último acto de una donación constante, que sella definitivamente la entrega de la propia vida. Por eso, dar la propia vida es condición para la fecundidad, es la suprema medida del amor. Jesús le explica a sus discípulos que tal decisión no es una pérdida para el hombre, sino una máxima ganancia; no significa frustrar la propia vida, sino llevarla a su completo éxito. "El que se ama a sí mismo pierde su vida, pero el que ofrece su vida por los demás la salvará.". El temor a perder la vida es el gran obstáculo al compromiso por los demás porque el amor a la propia vida lleva a todas las abdicaciones, a la injusticia, al silencio cómplice ante la realidad. El que ofrece su vida por los demás, ama de verdad, se olvida del propio interés y seguridad, lucha por la vida, la dignidad y la libertad en medio de una sociedad donde reina la muerte. Como Jesús, muchos hombres y mujeres de ayer y de hoy, para dar vida han dado su propia vida porque han estado convencidos que el fruto supone una muerte y la entrega exige una fe en la fecundidad del amor.

Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (Juan Pablo II). La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente. Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una "moral a la carta", donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta "moral", lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para nosotros (cf Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del "relativismo moral", donde absolutamente todo se puede pactar y justificar. Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador» (Juan Pablo II). En el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el diácono «san Lorenzo amó a Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de san Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas interpretaciones de su camino (Antoni Carol).

Cuando uno teme morir puede encontrar serios obstáculos en su forma de amar. La fecundidad viene del amor verdadero, que Dios ha infundido en nuestros corazones. El verdadero discípulo de Jesús debe seguirlo a Él hacia su glorificación en Dios, sabiendo que, sin miedo a los riesgos, sin miedo a las amenazas de quienes quieran silenciar al enviado de Dios, debe incluso afrontar la propia muerte como un signo de amor fecundo que haga brotar en uno mismo y en los demás la vida eterna; y esto no por nosotros mismos, sino por nuestra unión fiel y constante a Aquel que nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos vida. Este amor, llevado hasta el extremo, es lo que hizo que el Hombre Jesús llegara a su perfección a través de su obediencia y de su muerte en cruz. Sólo aquel que va entregando su vida para la perfección de los demás va creciendo en el amor hasta llegar a la plenitud en el Señor, hasta poder llegar a ser reconocido por el Padre Dios como su hijo amado, en quien Él se complace. Vivamos, pues, en un amor verdadero, constante y cada vez más perfecto no sólo a Dios, sino también a nuestro prójimo, a quien hemos sido enviados tanto para anunciarle el Evangelio como para transmitirle la Vida y el Espíritu de Dios que Él nos ha comunicado a nosotros.

En la Eucaristía celebramos el Memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo; así Él nos manifieste el amor que nos tiene, y que es llevado hasta el extremo. Ese amor no es un amor estéril sino fecundo, pues nos ha ganado a todos para su Dios y Padre, para nuestro Dios y Padre. La Redención, así, no es algo del pasado sino del hoy de cada día en la historia, pues ha quedado atemporizada de tal forma que es eficaz siempre, como algo presente para el hombre de todos los tiempos y lugares. Nosotros hacemos nuestra la Redención de Cristo de un modo especial en la Eucaristía. En este momento de gracia estamos siendo testigos de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Nuestra fe nos ha de llevar a apropiarnos toda su eficacia, de tal forma que en adelante seamos, en Cristo, unas criaturas nuevas que se esfuercen no sólo por dar a conocer a los demás el Nombre del Señor, sino que lleven a ellos la salvación para que todos podamos vivir como hijos del único Dios y Padre; y, fortalecidos por su Espíritu Santo, seamos dignos instrumentos puestos en las manos de Dios, capaces de entregar, día a día, nuestra vida para que todos tengan en sí la Vida que procede de Él.

La Diaconía (Servicio) en la Iglesia ha tenido siempre un punto relevante. Es un servicio en la asamblea litúrgica. Pero no todo queda ahí. También es un servicio en la caridad de todos los días. Dar la propia vida, no sólo administrar los bienes en favor de los demás, eso es lo que se espera de una Iglesia que, como san Lorenzo y muchos otros santos Diáconos, ha de entregar su vida para que el mundo entero tenga Vida, y Vida en abundancia. Un poco antes de la perícopa del Evangelio de este día se nos habla de unos griegos que quieren ver a Jesús; y el Señor da la respuesta: Todos lo contemplarán cuando sea levantado en alto; pero todos lo contemplarán cuando sus discípulos, como Él y por su unión a Él, entreguen el Evangelio de salvación a los demás no sólo con sus palabras, sino con su vida misma, convertida en frutos mediante los cuales los demás alimentarán su fe, su esperanza, su amor, su justicia, sus deseos y su trabajo por la paz, su capacidad de perdonar y de ser misericordiosos para con todos. Entonces la Iglesia no será estéril sino fecunda, pues no sólo estará alimentando e ilustrando la mente de los demás, sino que, por obra del Espíritu Santo, estará engendrando hijos de Dios en Cristo Jesús.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de no sólo hacer el bien a los demás, sino de procurar para todos la salvación, amándolos de tal forma que lleguemos, incluso si es necesario, a entregar con alegría nuestra vida por ellos (Homiliacatolica.com).

Ciertamente Dios ha creado todo, como lo asegura el libro del Génesis: "Muy bien y muy bueno". Sin embargo, el pecado ha hecho que a pesar de esta realidad, como dice san Pablo, no todo nos es conveniente. Y es aquí en dónde se prueba realmente quién es o no verdaderamente cristiano. La tentación se presenta indistintamente para todos, sin embargo el cristiano, ejercitado en la oración y en la renuncia a sí mismo, convencido que la vida en Cristo vale la pena cualquier renuncia, es capaz de renunciar a todo aquello que, aunque se presenta bajo la apariencia de bien, sabe que lo conducirá irremisiblemente a perder la amistad con Dios. Si no nos ejercitamos en la renuncia, si no somos capaces de negarnos ni siquiera las pequeñas cosas, los pequeños gusto, será muy difícil renunciar a las más grandes y peligrosas tentaciones, lo que hará que nuestra vida quede estéril y sin fruto. Empieza por poco… ¡Pero empieza hoy! (Ernesto María Caro).

Jesucristo dice: "Si el grano de trigo no muere, no dará fruto". El grano que quiera seguir como grano, que le tenga miedo a la humedad, que no esté dispuesto a desaparecer como grano, ¿cómo ha de dar fruto? Si el grano muere, nacerá una nueva planta. Si es de maíz, dará muchos elotes, que tendrán muchos granos cada uno. Pero es necesario dejar de ser grano para dar todo ese fruto. Así, Jesucristo habría de morir para darnos un gran fruto: la salvación de nuestras almas, el perdón de los pecados, la apertura nuevamente del Cielo para nosotros, la vida eterna, la gracia santificante, recobrar nuevamente la amistad con Dios. Todo ello es parte del fruto que Jesucristo dará al morir como grano de trigo en la cruz. Luego, inmediatamente, el mismo Jesús dice: "El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna". Estas palabras son muy importantes para un cristiano, para un verdadero seguidor de Jesucristo, para todos aquellos que quieren imitarle en sus vidas. Él nos dice que las personas que son egoístas, que piensan en su comodidad, en su bienestar, en su placer, olvidándose de los demás no obtendrán la vida eterna. Si pasarán esta vida con placer, con comodidad, cumpliéndose todos sus caprichos, pero perderán los más importante, la vida eterna. Aquél que busca lo mejor para sí mismo, que no le importa dañar a los demás, u ofenderlos, o maltratarlos con tal de lograr sus placeres no vivirá con el Señor la vida eterna. Cambia el placer que se va pronto, que dura "nada", por toda la vida eterna. Por el contrario, quien no se interesa por los placeres, por las comodidades, por cumplir sus caprichos y egoísmos, quien piensa en los demás, se entrega por ellos y los ama, ese alcanzará lo más importante, lo que nunca ha de acabarse: la vida eterna. Y Jesucristo que nos dice esas palabras, es el primero en darnos el ejemplo: pues Él ha de ofrecer su vida, ha de perderla, ha de morir, para darnos la vida eterna, para perdonarnos los pecados, para darnos la salvación. "El que se aborrece a sí mismo". Nuestro Señor, un verdadero ejemplo de amor por nosotros. No le importó morir, ni sufrir tanto, ni ser despreciado, abofeteado, escupido, azotado, ridiculizado, golpeado, coronado de espinas, despreciado, crucificado y ajusticiado en la cruz, con tal de buscar nuestro bien. ¡Eso es amor! ¡Eso es amar al prójimo! ¡¡Eso es vivir la ley de Dios: amar a Dios y al prójimo! Por eso nuestro Señor será capaz de decirnos: "Ámense como yo los he amado" ¡Hasta dar la vida por los demás! Recordemos lo que decían de los primeros cristianos hace ya dos mil años: ¡Miren cómo se aman!". Los pueblos paganos quedaban maravillados por el amor con que se trataban entre sí los cristianos y el amor con que trataban a todos los demás. El verdadero cristiano ha de ser como Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. ¿Acaso Jesucristo no hizo eso en la cruz por todos y cada uno de nosotros? Imitémosle. El auténtico cristiano, el verdadero católico es quien ama al prójimo y no se preocupa de sí mismo. Tengamos cuidado de los placeres, de las comodidades, de los caprichos, de los deseos, pues lo único que hacen es convertirnos en el centro de nuestro amor: nos buscaremos a nosotros mismos. Quien verdaderamente ama a su prójimo pensará en ellos continuamente: el esposo, en su esposa; la esposa, en el esposo; los padres, en los hijos; el ciudadano, en sus conciudadanos; el maestro, en sus alumnos. El mundo pagano se distingue por el egoísmo. El mundo cristiano se ha de distinguir por el amor. ¿Cuál mundo estamos construyendo? ¿Soy pagano o soy cristiano? El mundo pagano termina con la muerte. El mundo cristiano empieza con la vida eterna. Jesucristo muere en la cruz para perdonarnos los pecados, para darnos nuevamente la amistad con Dios, nos vuelve a abrir las puertas del Cielo, nos hace partícipes de la vida eterna, nos da su gracia. El Señor nos enseña: "El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna", y ""Si el grano de trigo no muere, no dará fruto". El distintivo de todo verdadero cristiano es el amor (Clemente González).

Domingo de la 19ª semana de Tiempo Ordinario, B: Jesús es el pan de vida, que nos da fuerza para caminar, y nos anticipa la gloria del cielo mediante la fe

Domingo de la 19ª semana de Tiempo Ordinario, B: Jesús es el pan de vida, que nos da fuerza para caminar, y nos anticipa la gloria del cielo mediante la fe

 

Lectura del primer libro de los Reyes 19,4-8. En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: - «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: - «¡Levántate, come!» Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: - «¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.» Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.

 

Salmo 33,2-3.4-5.6-7.8-9. R. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.

Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno, es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

 

Carta del apóstol san Pablo a los Efesios 4,30-5,2. Hermanos: No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.

 

Santo evangelio según san Juan 6,41-51. En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: - «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» Jesús tomó la palabra y les dijo: - «-No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios." Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»

 

Comentario: 1. 1 R 19,4-8. Elías es uno de los grandes profetas de Israel. Pero a Elías le tocan tiempos difíciles. Se ha consumado la división del reino de David. Y el reino separado va de mal en peor. El pueblo decepcionado vuelve la espalda a Dios y busca consuelo en los "baales". Elías es el encargado por Dios para mantener en la fe a su pueblo, pero la palabra del profeta se estrella contra las intrigas de Jezabel, casada con el poder. Poco importa el éxito de Elías frente a los sacerdotes de Baal. En el cap. 18 Elías ha puesto en ridículo a los sacerdotes de los dioses baales sobre el Carmelo, pero su triunfo sólo es momentáneo. No hay victorias permanentes, y la reacción no se deja esperar: Elías se ve forzado a huir de la pérfida Jezabel (vs. 1-3). El yavismo no ha ganado aún su batalla definitiva contra los baales, protegidos por la corte real. -La situación del pueblo de Israel es peligrosa, casi dramática: imbuido en las ideas cananeas, está a punto de suplantar al Dios de la Historia (Yahveh) por las fuerzas ocultas de la naturaleza (dioses cananeos). Por eso Elías confiesa: "Me consume el celo por el Señor de los ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y asesinado a tus profetas; sólo quedo yo, y me buscan para matarme"(19, 10.14). Jezabel trama y consigue su destierro. En la huida, Elías se siente desfallecer, incapaz de sacar adelante la causa de Dios. En esos momentos de abatimiento pide a Dios la muerte, pues su vida ya no tiene sentido. Este cansancio del profeta, amigos míos, bien pudiera expresar situaciones análogas por las que atravesamos a veces los creyentes. El camino de la fe es arduo y a veces insoportable. ¿Qué sacamos con ser creyentes? ¿Para qué sirve la fe? ¿qué hemos conseguido los cristianos después de dos mil años? ¿No parece que vamos hacia atrás? Nos asusta en ocasiones este mundo pluralista y secularizado, donde la religión parece aparcada.

En el desierto de la soledad, en el desierto de la desolación se puede escuchar la voz de Dios. Un ángel despierta al profeta y le invita a comer y beber, porque el camino es superior a sus fuerzas. Elías recupera las fuerzas con aquel elemental alimento, pan y agua, pero sobre todo recuerda el ánimo tras el consuelo de Dios. Cuarenta días caminará por el desierto, es decir, toda la vida, hasta llegar al monte de Dios. Los creyentes tampoco podemos recorrer toda la vida sin la ayuda de Dios. Creer nos resulta casi evidente en ocasiones, pero en otras nuestra fe se estrella en las dificultades de la vida. A veces tenemos la impresión de que creer implica una desventaja respecto de los no creyentes. Nosotros tenemos la vida más complicada, más difícil. Y a veces volvemos la espalda a nuestra responsabilidad y tenemos la dura impresión de que Dios está mudo, ausente. ¿Cómo perseverar en la fe? ¿Cómo traducir nuestra fe en circunstancias difíciles?.

"Caminante no hay camino, se hace camino al andar". Las palabras de Machado resumen bien el sentido de la marcha de Elías hacia el desierto. En efecto, se tiene la impresión de que Elías no medía desde el comienzo todo el alcance de su viaje. La cosa empezó por una vulgar huida para salvar la vida: "Tuvo miedo, se levantó y se fue para salvar su vida" (19,3). La huida se convirtió luego en caminar desorientado por el desierto a la manera del autómata que marcha sin rumbo fijo. Y al final, con la aparición del ángel y la presencia de la comida y la bebida, la huida inicial y el ulterior caminar desorientado se convirtieron en una auténtica peregrinación hacia los lugares santos del yahvismo. En el comienzo del viaje: un vulgar miedo. Al final: toda la fuerza de la montaña santa que actuaba sobre el alma del profeta a la manera de un poderoso imán.

En la vida de Elías, el campeón del yahvismo, el viaje al Monte Horeb es todo un símbolo: es la vuelta a las fuentes de la fe pura. En el Horeb el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se había empezado a revelar bajo el nombre de Yahveh (Ex 3; 6); el Horeb había sido el monte de las confidencias entre Moisés y Yahveh (Ex 33, 18-34,9); en el Horeb se había sellado la alianza, que estaba en la base de la religión yahvista (Ex 19-24).

Relacionados en el monte santo de la alianza, Moisés y Elías lo estarán también en el monte de la transfiguración (Mc 9, 2-8 y par.). La marcha de Elías a través de los reinos del norte y del sur primero, y luego a través del desierto no es tanto un desplazamiento a través de una geografía cuanto un símbolo de la existencia humana, que pasa por una serie de altibajos, bien reflejados en las actitudes y sentimientos que se suceden en el ánimo de Elías a lo largo del camino: miedo, tedio, hastío, hambre, desesperación, conciencia de culpabilidad y al final, fortalecido con el alimento y la bebida, el caminar ilusionado y decidido hasta el monte donde Dios se le va a mostrar (coment., edic. Marova).

Describe la peregrinación del profeta Elías al monte Sinaí, en donde una teofanía coronará su caminar durante cuarenta días.

a) El primer tema de esta lectura es del lapso de tiempo de los cuarenta días (v. 8) aprovechado por el profeta para reunirse con Dios, tema representativo de la distancia que ha de salvar el hombre para llegar hasta un Dios que se le escapa continuamente (Ex 24, 16-18).

b) Un segundo tema es el del desaliento (v. 3), tentación clásica del profeta (Gén 21,14-21; Jon 4,3-8; Núm 11,15; Jer 10-11; Mt 26,36-46). Eso no obstante, Elías ha conseguido una gran victoria en el Carmelo (1 Re 18), pero la reina Jezabel no ha querido comprender; hace una leva contra el profeta, y el pueblo, deslumbrado un instante por el prodigio del Carmelo, se coloca borreguilmente del lado del poder. Elías se encuentra pues, solo, lo mismo que más tarde Cristo, y no le queda más que una cosa que hacer: ponerse en manos de Dios. Pero Dios da al profeta una señal para arrancarle de su desesperación; no abandona a su elegido, como tampoco abandonará a su Cristo (Lc 22,43): un panecillo y un agua milagrosa (v. 6) recuerdan a Elías el maná del desierto y el agua de la roca (Ex 16,1-35; 17,1-7). Así, el memorial de la Pascua del pueblo es el medio más seguro de curar el desaliento.

c) El último tema de esta lectura lo sugiere la relación entre Elías y Moisés: el profeta se dirige, en efecto, en peregrinación al lugar mismo en donde el legislador recibió comunicación de los secretos de Dios. Este tema marcará profundamente la tradición cristiana que se complacerá frecuentemente en encontrar a los dos personajes asociados en actitudes comunes (Mt 17, 3; Ap 11, 1-13). La asociación de Elías y de Moisés está destinada a convencer al pueblo de que cuando un profeta fulmina contra ciertas instituciones surgidas de la alianza y de la ley, no hace más que defender el espíritu que ha presidido ésta. Elías es así un Moisés siempre vivo que recuerda al Dios batallador del desierto a las gentes enriquecidas en Palestina, al Dios de los nómadas (tema de la marcha exageradamente larga de Elías, v. 8) al pueblo instalado. Mientras el cristiano posee la certeza de poseer una "virtud" de poseer la "verdad", mientras el sacerdote está seguro de sí, de su papel y de su influencia, no hay lugar para Dios. Estas seguridades y estas certezas son demasiado humanas para ser signos de Dios. Cuando todo eso se derrumba de repente -y toda vida válida conoce esa quiebra-, cuando las virtudes que se creían poseer se convierten de pronto en pecados y debilidades, cuando las verdades tranquilizadoras son puestas de golpe en tela de juicio, es cuando al fin puede actuar Dios. La acción de Dios adopta sistemas precisos: en primer lugar, una larga marcha del hombre al fondo de sí mismo, lo suficientemente larga como para que tenga tiempo de despojarse de todo lo que creía necesario; después, un poco de pan y de agua: el memorial de una intervención fundamental de Dios, y comer ese pan y beber esa agua no es ya sustentar la vida física, sino estructurar toda su vida en torno a un polo muy firme: la apertura a la iniciativa de Dios siempre presente, incluso en una vida de pecado, siempre activo, incluso en una vida en quiebra. Con ese pan y esa agua penetra en el hombre toda la densidad de la vida divina y "transfigura su cuerpo de miseria". La Eucaristía está así hecha para las gentes desposeídas de sus certezas y de su buena conciencia. Solo entonces tiene posibilidades de ser plenamente eficaz (Maertens-Frisque).

-Como Moisés, Elías también huye hacia el desierto que lo acoge y lo libera del poder real, pero aún sigue prisionero de sí mismo. Después de una jornada de desierto, Elías, exhausto y desilusionado, se tumba a la mejor sombra posible de aquellos lares, la de una retama, y se desea la muerte (v. 4). Ha perdido la confianza en sí mismo y en los demás, se siente sólo (v.10).Cansado del duro bregar, sólo desea que Dios le envíe la muerte; está atravesando su prueba de Getsemaní.

- En medio de la angustia, un acontecimiento va a transformar su vida. La voz del ángel y la comida milagrosa (vs. 5-8) harán que la huida que conducía a la desesperación y a la muerte desemboque en peregrinación hacia el Horeb (v. 9a): comienzo de la vida del pueblo y también de Elías (el Horeb de las fuentes E y D se identifica con el Sinaí de J y P). Hay, pues, un retorno al origen del pueblo, al origen de la fe.

-Su peregrinar durante cuarenta días y cuarenta noches coincide con la permanencia de Moisés en el monte (v. 8; Ex. 34, 28). Así se convierte su caminar en un peregrinaje que conduce a la revelación de Dios en el monte (vs. 11-13; cfr. Ex. 33, 18-21).

En este momento Elías va a encontrar la respuesta divina a su angustia y desazón. Huracán, terremoto y fuego son elementos clásicos de teofanía (cfr. Ex 19, 16 ss.; Jue. 5, 4; Sal. 18, 7-15...), pero el Señor no estaba en medio de estas espectaculares y bravías fuerzas de la naturaleza.

-En la lista de Elías podemos inscribir a muchos hombres que luchan, con ahínco, por la causa del Evangelio y que también se sienten desfallecidos, casi frustrados porque sus hermanos los cristianos, jerarcas o no, en vez de ofrecer el mensaje límpido de amor y de justicia evangélico, se dedican más al culto de los baales. Y, como Elías, piden el final de sus días.

-El fogoso Elías encuentra a Dios en la suave brisa, en el dulce susurro; Dios no es un ser espectacular y milagrero; se le encuentra en el curso ordinario de la historia y de la vida humana. Y el profeta ha aprendido que aunque le persiga la muerte, Dios está con él. Por eso ha de continuar luchando, la vida ordinaria tiene pleno sentido (A Gil Modrego).

Elías está al borde de la desesperación. No vale la pena seguir luchando. El poder del rey, manejado por una mujer ambiciosa y desaprensiva, es más fuerte que él: su vida está en peligro. Pero en la lucha entre su fe en Dios y el miedo al rey, vence la fe. Dios sostiene a su profeta. Parece que Elías huye, pero esta huida es algo más, es también una peregrinación, un éxodo. Este hombre, que representa lo mejor de Israel, abandona la nueva esclavitud de los baales y sale en busca del Dios que en otro tiempo liberó a su pueblo de la esclavitud de los faraones. Y ahora, como entonces, se repetirán las maravillas del éxodo: el pan que sustentará a Elías en su peregrinación ("de cuarenta días, hasta el monte santo...") recuerda el maná, aunque sólo es el anticipo del "verdadero pan bajado del cielo" (Jn 6, 31-58).

En la vida sentimos, a veces, que no vale la pena molestarse más: nada cambia e incluso todo va peor. En esta situación encontramos a Jesús que fue capaz de seguir hasta el final. Su pan y su vino, la eucaristía, sostienen nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor ("Eucaristía 1988").

En este mismo libro se dice del rey que "hizo el mal a los ojos de Yavé más que todos los que le precedieron" (16, 30). Este hombre impío se casó con la hija del rey fenicio Betbaal, llamada Jezabel, y reinó entre los años 875 y 854 a. C. Influido por su esposa, fomentó en tierras de Israel el culto a los "baales". Pero esto no ocurrió sin la decidida oposición del gran profeta Elías. Este hombre de Dios consiguió con su oración que terminara una pertinaz sequía y puso en ridículo a todos los sacerdotes de Baal y a cuantos habían puesto sus esperanzas en los cultos idolátricos. De esta manera se ganó la confianza del pueblo que, siguiendo sus indicaciones, acabó con los sacerdotes de Baal. Pero Jezabel, que mandaba más que su marido, se vengó dando muerte a todos los profetas de Yavé. Sólo Elías pudo escapar de la matanza. Con esto parecía que se iba a consolidar definitivamente el culto idolátrico y que había fracasado la reforma religiosa intentada por Elías. Esta es la razón que explica la gran depresión del profeta que con esfuerzo intentó volver a la pureza de los orígenes de Israel. La marcha al monte santo, al Horeb (o Sinaí), es todo un símbolo de la lucha que mantuvo Elías por restaurar la tradición religiosa de Israel. La marcha de Elías a través del desierto no es sólo una huida, sino una peregrinación y un éxodo. Este hombre, que representa lo mejor de Israel, abandona la nueva esclavitud de los baales y sale en busca del Dios que en otro tiempo liberó a su pueblo de la esclavitud de los faraones. Y ahora, como entonces, se repiten las maravillas del éxodo: el pan que sustentará a Elías en su peregrinación recuerda el maná, pero es sólo el anticipo del "verdadero pan bajado del cielo" (Jn 6, 31-58). Elías camina cuarenta días por el desierto y llega por fin al monte santo, donde se le manifiesta el Dios vivo, el Dios de sus padres. Cualquier reforma religiosa es una vuelta a los orígenes, pero es también una marcha hacia el futuro. La conversión a Yavé, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, es siempre conversión al Dios vivo, que marcha delante de nosotros abriendo camino. A diferencia de los baales, dioses de la naturaleza, que consagran los montes y sacralizan las instituciones, el verdadero Dios es el Señor de la historia, que no permite nunca a su pueblo que se detenga hasta llegar a la verdadera tierra prometida, en donde habita la justicia ("Eucaristía 1982").

Elías, después del éxito ante los profetas de Baal, siente miedo ante la amenaza de Jezabel y huye. Fugitivo, desesperado, en plena crisis, invoca a la muerte como única solución. La elaboración de la escena tiene un parecido con la de Agar (Gn 21, 14-16). También Agar, en el desierto, lanza un lamento desesperado y el ángel del Señor hace surgir una fuente de agua. Elías encuentra un pan y el agua... En la historia bíblica muchos personajes pasan por estos momentos de crisis. Moisés pide a Yavhé que le haga desaparecer y mande a otro (Nm 11, 15). Jeremías maldice el día de su nacimiento (Jr 20, 14). El siervo de Yavhé está convencido de que todas sus fatigas por Dios han sido inútiles (Is 49, 4). Juan Bautista, en la cárcel, se pregunta si aquél a quien ha anunciado es verdaderamente el profeta-Mesías (Mt 11,3). Elías, en este momento de desaliento, experimenta la salvación que viene de Dios. Se le ofrece bajo el signo de un pan que le da fuerza para llegar al monte de la revelación y del encuentro con Dios. La misión de Elías era defender la pureza de la fe en una época de sincretismo. Israel ha de vivir en medio de los pueblos. La motivación de su fe ha sido la experiencia histórica de su Dios. Ahora Israel se encuentra ante una opción, que debe decidir su existencia: Yahvé o Baal. El rechazo de los dioses de los países culturalmente más avanzados, no significa el rechazo de la civilización, pero hay que decidir si la experiencia del Sinaí continúa siendo el fundamento de su fe, o si quiere inserirse totalmente en la civilización que le rodea (Pere Franquesa).

Este fragmento del gran viaje de Elías hacia el monte Horeb ha sido escogido en función del discurso eucarístico de Jn. 6, del que está tomado el evangelio del día. Eso explica el carácter fragmentario de una perícopa que quiere concentrar nuestra atención sobre el alimento del viaje o viático. Comienza en el momento en que Elías, huyendo de Jezabel, atravesando dos reinos, ha llegado al límite de la cultura urbana. Beerseba es frontera del desierto: allí abandona Elías su última compañía y se adentra solitario por la soledad. Cargado sólo con una vida amenazada y con una misión que le empieza a resultar insoportable. Si la persecución de la reina Jezabel lo ha mantenido en la fuga, para salvar nada más la vida, ahora siente que la misión está aplastando o estrujando su vida y que así no vale la pena vivir. Más valdría morir a manos de Dios, en el desierto. Consumido por su lealtad apasionada a ese Dios, a quien lleva y enarbola en su nombre como una bandera (Elías = Mi Dios es Yavheh). Esta fatiga espiritual, tedio de la vida que lo lleva a rendirse, es la clave del fragmento. Si se tratara de un cansancio físico, de hambre y sed, bastaría un alimento normal. Elías acepta la escueta cena, como una última cena de condenado voluntario a muerte, y se echa a dormir, para empalmar el sueño con la muerte. Acabar serenamente en la última soledad del hombre. Dios no está de acuerdo, porque la misión de Elías no ha concluido. Lo que parecía una fuga a ras de tierra, es desde la perspectiva celeste una cita que Dios tiene con el profeta. En realidad, el profeta no se mueve empujado por la persecución, sino atraído por el vértigo no pronunciado de Dios. Elías tiene que remontarse al pasado, a los orígenes del pueblo en el monte Sinaí. Solitario, lleva la representación del pueblo, y esa jornada histórica no puede quedar cortada por la muerte. Por eso el ángel vuelve a despertarlo y lo invita de nuevo a comer. No tanto para reparar las fuerzas físicas, cuanto para devolverle el ánimo y el brío de la misión. Así podrá Elías recomenzar la marcha, atravesar el desierto, subir la montaña, hasta enfrentarse con Dios. Para la Iglesia, para la comunidad cristiana y para cada uno de sus miembros, la Eucaristía tiene que recobrar ese sentido dramático y esperanzador. Es un alimento para seguir realizando una misión histórica, cada generación en su etapa histórica. No dejándose llevar, empujados por los acontecimientos, sino sintiéndose atraídos y arrastrados por la gran cita que tenemos con Dios (Dabar 1982).

2. "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos" comprendemos mejor, en salmos como éste, hasta qué punto Jesús estaba impregnado de la oración de su pueblo... Como María, de quien reconocemos aquí el "Magnificat". La acción de gracias, la alabanza, era el clima dominante del alma de Jesús. Una de sus oraciones es de igual tonalidad que este salmo: "Padre, te doy gracias porque revelaste estas cosas a los pobres y humildes y las ocultaste a los sabios y prudentes" (Lc 10,21).

"Un desgraciado gritó: Dios lo escucha". Una corriente de opinión cada vez más fuerte se abre paso en las sociedades modernas. Se pide una mayor igualdad social en favor de los más pobres. Mediante toda clase de leyes se trata de ayudar a las clases menos favorecidas. Esta corriente aunque no sea lo suficientemente eficaz, es un "signo de los tiempos". Quienes en esta época no quieren escuchar el "grito de los pobres" se colocan abiertamente fuera del plan de Dios. "Un pobre ha gritado, y ¡Dios lo escucha!" Por decir eso lo acusan a uno de "hacer política". Esto es ignorar totalmente la revelación religiosa de la Escritura. Quien no está con los pobres, contra las injusticias y las desigualdades, no puede llamarse realmente un hombre religioso. Ante esta toma de posición global, no hay alternativa posible. Caben opciones diferentes únicamente en los "medios concretos", para realizar este fin, en la selección de tal o cual política. Y tratándose de estas cuestiones sociales candentes no olvidemos que el verdadero y gran problema de nuestro tiempo, no se sitúa solamente dentro de los sistemas occidentales, sino en todas las sociedades industrializadas (que han vencido el hambre), y los países del tercer mundo (¡que gritan de hambre!). Releyendo el salmo 33 en esta perspectiva, toma una fuerza extraordinaria de "oración en el corazón del mundo".

Invitación a la acción para "liberar", "salvar", "abolir el mal". ¿Cómo podríamos sin hipocresía decir: "óiganlo y alégrense hombres humildes" si al mismo tiempo no nos comprometemos de veras para que de alguna manera esto sea realidad?

Promesas de felicidad. Quien quiere ser feliz debe "huir del mal", "practicar el bien", "adorar a Dios", "buscar a Dios". ¡Ingenuidad! dirán ciertos espíritus fuertes. ¡Y si esto es verdad! ¡Si los únicos felices son aquellos de quienes habla el salmo! Hagamos la experiencia (Noel Quesson).

El Salmo 33 es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al Dios providente de Israel. Las pruebas que Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad. El salmista tiene experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios. Por esto este salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo. Como muchos salmos de tipo sapiencial, el salmo 33 tiene en su original hebreo forma acróstica o alfabética.

Alabanza y agradecimiento sinceros: el salmista alaba incesantemente, en todo tiempo, al Señor; su alabanza está siempre en sus labios. En Dios tiene puesta su gloria: su orgullo y su felicidad es Yahvé, su todo. Este inicio nos recuerda el comienzo del Magníficat de María: también la Virgen se sentía dichosa y feliz viendo las maravillas del Señor. Salmo: "Bendigo al Señor en todo momento... mi alma se gloría en el Señor..."

Magníficat: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador..."

El autor invita a los humildes a que le escuchen y se alegren, y también ellos se sumen a su alabanza: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre": él se siente insuficiente para aclamar y agradecer al Señor, y por esto recurre a sus fieles para que le acompañen en su alabanza.

La vida interior intensa, la experiencia de Dios se traslucen siempre, se irradian espontáneamente, se comunican. Es como la lámpara que arde e ilumina.

El salmista invocó al Señor, y Dios se inclinó hacia él, le escuchó, y respondiéndole le libró de todas sus ansias, de todos sus males y angustias. "Yo consulté al Señor y me respondió". Su confianza en Yahvé se vio correspondida. Dios no desatiende jamás las súplicas de aquellos que le invocan. Por esto de nuevo el autor exhorta: "Contempladlo y quedaréis radiantes": mirar a Dios es mirar la luz y por tanto, reflejarla (como Moisés y Esteban). Quien camina en la luz se halla iluminado, irradia él mismo luz, luz de alegría, de confianza, de seguridad. La frente de los justos no tiene de qué avergonzarse, puede ir siempre alta.

"El ángel del Señor acampa en torno a los fieles": manera poética de expresar la protección divina y su providencia. Donde los otros caen, tropiezan o se encallan, el justo lo supera sin dificultad. Aquello que es insoportable e inexplicable para los demás, resulta ligero y suave para él: porque el ángel del Señor está con él, lo defiende y ayuda. Lo dirá también Jesús: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30).

Invitación a la confianza en Dios. El conocido versículo: "Gustad y ved qué bueno es el Señor" es una enseñanza en que pretende el salmista que tengamos una experiencia de Dios se diría incluso física, material, de tan conocida, de tan probada. Dicen los entendidos que esta expresión hebrea derivaría de una más antigua de la literatura ugarítica que rezaría así: "Comed y bebed qué bueno es el Señor", el Dios de nuestra fe, que debería ser algo tan conocido, tan cercano, tan experimentado como el comer o el beber. Feliz mil veces el hombre que a este Dios se acoge, que tiene en él puesta su entera confianza, que acude siempre a él, cuyo primer pensamiento es Dios y su primera invocación, el nombre del Señor.

Nada falta a aquellos que le temen, los que le buscan no carecen de nada. Dios vela por ellos y se preocupa de su vida y de sus cosas (Mt 6,25-34). De nuevo el paralelo con el Magníficat.

Salmo: "nada les falta a los que le temen, los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada".

Magníficat: "A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos".

Si durante tres mil años este salmo ha ido dando su lección a los corazones de los fieles, tal vez en nuestro tiempo es cuando esta lección se hace más apremiante. El mundo moderno parece alejado de Dios, inmerso en la inquietud, en la angustia, en la inseguridad. La confianza parece ausente, y la paz como desterrada de un mundo lleno de convulsiones y de guerras. Pues sobre este mundo resuena una palabra de esperanza, de confianza: es el salmo 33, magnífica lección que alimenta el corazón del hombre creyente, y estupendo preludio a la gran doctrina de Cristo, que nos enseñó el sermón de la montaña y la oración del padrenuestro (J. M. Vernet).

Dejo que las palabras resuenen en mis oídos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Gustad y ved. Es la invitación más seria y más íntima que he recibido en mi vida: invitación a gustar y ver la bondad del Señor. Va más allá del estudio y el saber, más allá de razones y argumentos, más allá de libros doctos y escrituras santas. Es invitación personal y directa, concreta y urgente. Habla de contacto, presencia, experiencia. No dice «leed y reflexionad», o «escuchad y entended», o «meditad y contemplad», sino «gustad y ved». Abrid los ojos y alargad la mano, despertad vuestros sentidos y agudizad vuestros sentimientos, poned en juego el poder más íntimo del alma en reacción espontánea y profundidad total, el poder de sentir, de palpar, de «gustar» la bondad, la belleza y la verdad. Y que esa facultad se ejerza con amor y alegría en disfrutar radicalmente la definitiva bondad, belleza y verdad que es Dios mismo.

«Gustar» es palabra mística. Y desde ahora tengo derecho a usarla. Estoy llamado a gustar y ver. No hay ya timidez que me detenga ni falsa humildad que me haga dudar. Me siento agradecido y valiente, y quiero responder a la invitación de Dios con toda mi alma y alegría. Quiero abrirme al gozo íntimo de la presencia de Dios en mi alma. Quiero atesorar las entrevistas secretas de confianza y amor más allá de toda palabra y toda descripción. Quiero disfrutar sin medida la comunión del ser entre mi alma y su Creador. El sabe cómo hacer real su presencia y cómo acunar en su abrazo a las almas que él ha creado. A mí me toca sólo aceptar y entregarme con admiración agradecida y gozo callado, y disponerme así a recibir la caricia de Dios en mi alma.

Sé que para despertar a mis sentidos espirituales tengo que acallar el entendimiento. El mucho razonar ciega la intuición, y el discurrir humano cierra el camino a la sabiduría divina. He de aprender a quedarme callado, a ser humilde, a ser sencillo, a trascender por un rato todo lo que he estudiado en mi vida y aparecer ante Dios en la desnudez de mi ser y la humildad de mi ignorancia. Sólo entonces llenará él mi vacío con su plenitud y redimirá la nada de mi existencia con la totalidad de su ser. Para gustar la dulzura de la divinidad tengo que purificar mis sentidos y limpiarlos de toda experiencia pasada y todo prejuicio innato. El papel en blanco ante la nueva inspiración. El alma ante el Señor.

El objeto del sentido del gusto son los frutos de la tierra en el cuerpo, y los del Espíritu en el alma: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. (Gal 5,22). Cosecha divina en corazones humanos. Esa es la cosecha que estamos invitados a recoger para gustar y asimilar sus frutos. La alegría brotará entonces en nuestras vidas al madurar las cosechas por los campos del amor; y las alabanzas del Señor resonarán de un extremo a otro de la tierra fecunda.

«Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza siempre está en mi boca. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Carlos G. Vallés).

3. Efesios 4,30-5,2.1. Aparece un nuevo motivo: "toda expresión pecaminosa entristece al Espíritu Santo", al que es el lazo de unión en el amor de Cristo (cf. 4, 4; 1 Cor 12, 13: el Espíritu es el sello que marca a los miembros de Cristo como propiedad de Dios; él es el rescate pagado para la entrada en el reino: 1, 31 s. Esta es, pues, la tristeza: dañar la unidad del cuerpo). En la fuerza del Espíritu ha de afianzarse el cristiano para no perder el dominio de sí mismo. Sólo en él puede encontrar sentimientos de reconciliación frente al enemigo que le ofende. A esto obliga el propio actuar de Dios que entregó a su Hijo para salvación de los hombres (2 Cor 5, 19-21). Se trata aquí de exhortaciones (Mt 6,12.14; 18,21-35; etc) que Pablo recoge y no se cansará de acentuar en sus cartas. En Rom 12,21 se encuentra una expresión característica y definitiva: "No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien". La apelación de "hijos queridos" determina las exhortaciones que siguen. Los creyentes, en el bautismo, han sido tomados por Dios como hijos y creados de nuevo a su imagen (4, 23s); ahora ellos deben probar esta igualdad de imagen divina en el ejercicio moral de las virtudes para responder plenamente al don (cf. Gn 8, 21; Ex 29, 18; etc.: "Eucaristía 1988").

Pablo acaba de referirse a los deberes de cuantos han sido llamados para formar en Cristo un solo cuerpo, que es la iglesia. Ha denunciado igualmente aquellos defectos que, como la mentira, la ira y el robo, destruyen la unidad de ese cuerpo y, por lo tanto, entristecen al Espíritu Santo. Porque la unidad del cuerpo de Cristo, que es la iglesia, es obra del Espíritu Santo (4, 4; 1 Co 12, 13) y nada le contraría tanto como la desunión de los creyentes. El Espíritu es también el sello que nos marca y nos distingue como posesión de Dios y la prenda de nuestra liberación final. Esta liberación no se opone a la unidad verdadera; pero hay una falsa unidad, que encubre las diferencias injustas y que se opone a la liberación final de los oprimidos. Romper esa falsa unidad no puede entristecer al Espíritu, aunque sí entristece a los que tienen otro espíritu muy poco cristiano. No es fácil vivir en comunidad, pues nadie es perfecto. Por eso, y aunque debamos de luchar contra todos los males y pecados, debemos ser comprensivos y estar dispuestos al perdón. Si Dios nos ha perdonado a todos en Jesucristo, también nosotros debemos perdonarnos los unos a los otros. Si somos hijos de Dios, debemos imitarle, sabiendo que nuestro Padre "hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 45-48). Debemos aspirar a la perfección del amor, de un amor que sabe perdonar sin hacerse cómplice del pecado, de un amor redentor que libera al opresor y al oprimido. Es así como imitaremos también el amor de Cristo, que se entrega por todos nosotros al Padre haciéndose sacerdote de sí mismo, haciéndose sacerdote y víctima al mismo tiempo ("Eucaristía 1982").

El texto 4, 22-5,20 describe la conducta de los hijos de la luz en la plenitud del Espíritu. La división de este texto en tres partes que ha hecho la liturgia dificulta la comprensión. Los efectos que el plan de salvación realizado por Cristo causa en la comunidad, no se limitan a enmendar algunos comportamientos, sino que comportan un nuevo estilo de vida. El principio dinámico fundamental del cristiano es el bautismo. El sello del bautismo permanece activo hasta la redención total. La vida del cristiano es la respuesta a la acción y al don del Espíritu en el sacramento. La vida moral del cristiano es un camino que va hasta la plenitud. Poner triste al Espíritu o destruir el gozo del Espíritu, por los cinco vicios enumerados en el v. 3, significa no que el Espíritu se entristezca, sino que es la comunidad la que se encuentra afligida si el bautismo no se traduce en una vida de santidad. El gozo de la existencia cristiana viene deteriorado si dejamos que mengüe o se oscurezca la luz de la nueva vida que es amor y gracia. El amor es el único medio que nos ayuda a vencer el mal que se ha insinuado en nosotros. Hay que recordar los vicios enumerados en 4, 17-19. Los catálogos de vicios y virtudes son frecuentes en las cartas de san Pablo. Estos forman parte de los trece catálogos de vicios y de los diez de virtudes. Estos catálogos están sacados de la cultura griega y del mundo hebreo del AT, pero en Pablo tienen un sentido netamente cristiano. Son una invitación a pasar de las tinieblas a la luz de Cristo y son también un programa coherente de actuación del bautismo (P. Franquesa).

Ya el domingo pasado nos recordaba la novedad de nuestra vida en Cristo. S. Pablo continúa su exhortación. No debemos contristar al Espíritu de Dios que nos ha marcado con su sello para el día de la redención. Aunque la carta parece que está pensando en los que han recibido recientemente el bautismo, se dirige también a toda la comunidad entera. S. Pablo enumera lo que podría contristar al Espíritu que vive en nosotros y piensa sobre todo en las actitudes que turban la vida de comunidad: amarguras, cólera, arrebatos de ira, etc. Por el contrario, hay que mostrarse buenos y compasivos y perdonarse mutuamente. Hay que vivir en el amor como Cristo y ser así imitadores de Dios (Adrien Nocent).

4. Jn 6, 41-52. El episodio de Elías nos ayuda a entender el mensaje del evangelio, que hemos proclamado y escuchado. Jesús es el pan que baja del cielo, es el maná del éxodo, el pan elemental de Elías, pero es mucho más. Porque el maná y el pan eran símbolos. Así como el hombre recobra las fuerzas por el alimento, así el creyente recupera el ánimo por toda palabra que procede de la boca de Dios. Así superó Jesús la tentación en el desierto. Y así podemos vencer el desaliento los creyentes. Dios permanece oculto. En realidad, a Dios nadie lo ha visto. Pero sí se ha dejado ver Jesús. Los apóstoles son testigos de excepción. Y Jesús es la palabra de Dios, o sea, la revelación de Dios hecha de un modo definitivo en la historia para los hombres. Quien me ve a mí, decía Jesús a Felipe, ve al Padre. Quien me escucha a mí, repetía, escucha al que me envió. Jesús es la palabra de Dios a los hombres. Por eso es el pan vivo que ha bajado del cielo a la tierra, se ha acercado a los hombres. Es el pan vivo, porque es pan de vida y para la vida. Por eso añade Jesús que quien come de ese pan vivirá eternamente y no sólo unos años, como ocurrió con el maná y el propio Elías.

El pan que yo daré, dice Jesús, es mi carne para la vida del mundo. Todo este discurso que desarrolla Juan a partir de la multiplicación de los panes tiene aquí su conclusión: en el anuncio de la eucaristía. Pan y agua, poca cosa, fue el alimento de Elías para caminar por el desierto. Pan y vino, poca cosa también, es el alimento de los cristianos para recorrer todo el camino de la fe. Pan y vino, símbolos para expresar el cuerpo y la sangre de Jesús, la persona de Jesús, el Hijo de Dios, obediente hasta la muerte en la cruz.

En la eucaristía se resume el misterio de la vida de Jesús que, por obediencia al Padre, se entrega a la muerte para poner de manifiesto la resurrección y la vida eterna. Por eso la eucaristía es, lo proclamamos solemnemente todas las veces, "el sacramento de nuestra fe".

Porque en la eucaristía expresamos y celebramos nuestra fe, que es confianza en la promesa de Dios. Y porque la eucaristía deviene así el alimento que reanima y sostiene a los creyentes en la fe.

Celebrar la eucaristía no es simplemente venir a misa, y menos aún cumplir con una obligación sagrada. Celebrar la eucaristía es sabernos invitados y aceptar la invitación de Dios para sentarnos con él a la mesa, hoy simbólicamente, mañana realmente, en la casa de Dios. Es traer aquí nuestra fe y nuestros problemas de fe para esclarecerlos a la luz de la palabra de Dios y recuperar el aliento. Es venir aquí con nuestra vida y los problemas de la vida, para confrontarlos con la de Jesús y así entrar en comunión con él y los hermanos. No podemos comulgar con Jesús, si no comulgamos con su causa, que es la causa del hombre. Pero si lo hacemos así, con esa buena disposición, con ese sentido de compromiso... ¡Dichosos nosotros! Porque saldremos reanimados, reconfortados, dispuestos, como Elías, a recorrer durante cuarenta días todo el desierto de la vida ("Eucaristía 1988").

Los oyentes de Jesús son judíos: todos creen en Dios y en la Biblia. Pero una cosa es creer en los profetas del pasado, celebrados después de su muerte, y otra cosa es reconocer a esos enviados de Dios mientras viven y son discutidos, especialmente cuando el enviado de Dios es un simple carpintero: ¿Cómo es posible que diga el hijo de José y María semejantes palabras? Es evidente que Jesús les habla de comer su carne y beber su sangre.

¿Cómo es posible que exija a sus discípulos algo que está prohibido por la ley...? La Sagrada Escritura utiliza el verbo murmurar en el Éxodo: en el desierto, los israelitas desconfiaban de Dios y, a cada momento, criticaban las decisiones de Moisés (Ex 15, 24; 16, 2; 17, 3).

Hoy todavía tendremos que superar las mismas dudas y escuchar a los enviados de Dios que nos enseñan una misión concreta en el mundo de hoy. Son muchos los que creen en Cristo, en la palabra de Dios, y no quieren escuchar a sus profetas o a sus ministros. Esta escena que nos describe el evangelio está rodeada de sencillez y crudeza al mismo tiempo: Jesús es el enviado de Dios que nos pide creer en él. Creer que él es el pan de vida y que hay que comerlo. Para esto basta la fe por la caridad. Porque Jesús no explicará cómo habrá que comer su carne, cómo habrá que usar ese alimento divino que es él. Únicamente busca una respuesta de fe. Y no suaviza nada la exigencia de su verdad ("Eucaristía 1988").

Juan llama frecuentemente "judíos" a todos los que se oponen a la predicación de Jesús. Por lo tanto, no hay que pensar en un cambio de auditorio. Estos "judíos" que conocen muy bien la familia de Jesús son en realidad galileos. Precisamente es este conocimiento de su origen humano lo que les impide creer que Jesús sea "el pan bajado del cielo". Jesús pide fe en su persona, pero los "judíos" responden con la crítica y la murmuración. Sucede aquí lo mismo que en los tiempos del Éxodo cuando los israelitas alzaron su crítica y su murmuración en contra de Moisés y desconfiaron de las promesas de Dios (Ex 16, 2-12; 17, 3-7).

Jesús no se extiende dando más explicaciones sobre su origen divino; pero advierte que la fe es la aceptación de su persona como enviado del Padre y que esto no es posible si el mismo Padre, que le envía, no conduce los hombres hacia su enviado. No se puede creer en Jesús sin la gracia de Dios, pero esta gracia no quita el riesgo y la libertad de la fe.

Citando a los profetas, concretamente a Is 54, 13, Jesús declara que todos los hombres son discípulos de Dios; es decir, que el Padre habla al corazón de todos los hombres y quienes le escuchan también escucharán al que el Padre ha enviado al mundo. Hay una correspondencia entre la palabra interior que Dios pronuncia en el corazón y esa otra palabra explícita que proclama Jesús predicando el evangelio.

La fe llega a su perfección cuando es fe en Dios, que se revela en su enviado Jesucristo. El que cree alcanza vida; pues, aunque todos puedan escuchar a Dios, solamente lo ha visto aquel que viene de Dios. Y éste es Jesús, el testigo y la misma Palabra de Dios hecha carne: la plenitud de la revelación, que hace posible la plenitud de la fe. Los que creen así alcanzan vida eterna.

Jesús, él mismo y no otra cosa, se presenta como "el pan de la vida". En cada una de sus palabras y de sus obras Jesús se da y se comunica a todos los que creen en él, y éstos reciben a Jesús y no sólo las palabras de Jesús.

Es probable que Jesús haga ya referencia al don eucarístico. El "pan de vida", el que "ha bajado del cielo", es la misma realidad de Jesús, su propia carne y una carne que se entrega para la vida del mundo. Si escuchar a Jesús es ya recibir a Jesús y no sólo sus palabras, recibir el cuerpo de Jesús ha de ser también escucharle con fe. El sacramento es una palabra visible, un signo. El que come el pan eucarístico sin discernir, sin creer lo que esto significa, come su propia condenación. Comulgar es recibir el cuerpo de Cristo "que se entrega por la vida del mundo"; por lo tanto, es incorporarse personalmente a Cristo y enrolarse en su misión salvadora y en su sacrificio. La eucaristía fue instituida "la noche antes de padecer" para que los discípulos quedaran comprometidos en la misma entrega que Jesucristo, que se iba a realizar definitivamente al día siguiente. El que comulga debe saber que siempre se halla en esta situación: "antes de padecer" y que recibe "el cuerpo que se entrega para la vida del mundo". Comulgar no es sólo comer, es creer, y esto significa comprometerse ("Eucaristía 1982").

En Jn 6, 37-40, Cristo ha defendido una concepción original de su papel de rabí y de la actitud ideal del discípulo. La perícopa de hoy supone conocida esta posición.

a) La originalidad del Maestro consiste en su dependencia con respecto del Padre: el oyente no puede llegar a ser su discípulo si no le "ve" en esta relación con el Padre (vv. 40, 46). Este tema del discípulo no es menos importante en esta lectura que en la precedente: las expresiones "venir a Mí", "ver", "enseñados por Dios" (vv. 44-46) son una prueba de ello. En contraste, el que "murmura" (v. 41), no "ve" las relaciones de Cristo con su Padre y se niega a reconocer en el hijo de José a alguien que ha "bajado del cielo" (vv. 42-43).

b) Cristo responde a estas murmuraciones proclamándose "Pan de vida bajado del cielo" (vv. 48-49), continuando con esto lo que ya había dicho antes (Jn 6, 31-33). Esta expresión le designa a El mismo en su relación con el Padre y en su misión de traer la vida divina a los hombres. Pero el sermón pasa, sin transición, del Pan-Palabra al Pan eucarístico (v. 31). Las relaciones entre el discípulo y el Maestro se instauran, pues, por la Eucaristía, donde se "ve" de mejor forma el lazo que une a Jesús y su Padre. El misterio eucarístico aparece desde entonces con justo título como el "misterio de la fe".

c) Ver a Dios: La afirmación de Jesús de que El ve al Padre (v. 46) no debe conducir a una definición de la visión beatífica. La misión reveladora de Jesús sobre la tierra no requiere, en efecto, este tipo de visión. Requiere solamente un conocimiento particular de los secretos de Dios, el cual ha sido una gracia en El, y es este conocimiento particular el que la Biblia expresa por la metáfora "ver a Dios" (Jn 1, 18). "Ver a Dios", en efecto, en la Escritura, designa una especie de proximidad del hombre y Dios, estando el primero capacitado para comprender el designio del segundo. Esta proximidad le ha sido denegada al hombre desde la caída (Ex 33, 20; 1 Re 19, 11-15). Jesús restablece esta proximidad y esta amistad. Celebrar la Eucaristía significa para la Iglesia detentar los signos auténticos del amor y del conocimiento que unen al Hijo al Padre y que nos unen al Hijo. Y la Eucaristía es este signo decisivo porque es la respuesta perfecta del Hombre-Dios a su Padre y porque contiene la respuesta de la Iglesia a la misma exigencia de fidelidad y de amor. Al movimiento de descenso del pan de vida en la encarnación y en la Eucaristía corresponde un movimiento de atracción de los discípulos hacia Cristo. Dios envía a Jesús a los suyos, pero le asegura al mismo tiempo la fe de estos últimos (Maertens-Frisque).

"Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo". Y decían: ¿No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿cómo puede decir ahora: "He bajado del cielo? Jesús, les respondió; no murmuréis entre vosotros". Los judíos murmuraran de Jesús. Adoptan así, a los ojos del evangelista, la actitud del pueblo de Israel, durante su peregrinación por el desierto, en contra de Dios. Esta murmuración del pueblo contra Dios que lo conduce, que empieza a considerar la salida de Egipto como una fatalidad desgraciada, es la expresión de la resistencia suprema a la acción de Dios: es no querer seguir colaborando con Dios: o sea, todo lo contrario de la voluntad de creer. Por eso la tradición judía afirmaba que la generación del desierto no tendría participación alguna en el mundo venidero. S. Pablo recoge esta tradición en su primera carta a los Corintios (10, 1-11) y la pone ante los ojos de los cristianos como un ejemplo que debía servirles de aviso. Tampoco los cristianos tienen una seguridad absoluta de salvarse; también ellos pueden correr el peligro de la inseguridad, la resistencia y la apostasía, de modo que se alcen contra Dios y pongan en peligro su fe (Heb 3, 7-11). Lo mismo que hicieron sus padres, estos judíos protestan contra el designio de Dios que se manifiesta en las palabras de Jesús y rechazan la aceptación creyente de su palabra. "Yo soy el pan que ha bajado del cielo" sencillamente absurdo. El auditorio sabía muy bien quién era Jesús. O, más bien, creían saberlo. ¿Cómo se presenta diciendo que ha bajado del cielo aquel a quien hemos visto nacer? La fe no tiene nada que ver con la experiencia humana. La piedra de escándalo es, por tanto, la humanidad de Jesús. Y, sin embargo, es precisamente en esa carne y sangre, recibida de su linaje humano, donde está la plenitud del Espíritu (1, 32) que lo hace la presencia de Dios en la tierra. "Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado". Creer que Jesús es hombre totalmente como nosotros y creer, no obstante que "no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios", (Jn 1,13). Esto sólo puede lograrse mediante el don de la fe, que Dios regala. Nadie puede ir a El si no fuera "traído" por el Padre. La frase suena a determinismo fatalista. Es preciso, para evitarlo, tener en cuenta el "modo" como Dios "trae" al hombre. No lo trae por la fuerza, sino por la invitación a la decisión ante su manifestación en la Escritura. Jesús se halla testimoniado en la Escritura. Es decir, se halla abierto para todos el camino para ser traídos por el Padre a Jesús. En este sentido llegan a Jesús todos los que leen rectamente la Escritura, los que escuchan al Padre, los que son adoctrinados por Dios. La docilidad para creer. Lo opuesto a la murmuración: la señal más clara de no querer creer. Sólo cuando existe una verdadera apertura a Dios, cuando se cesa de murmurar, puede tener lugar la "tracción" que Dios hace del hombre hacia Jesús. Jesús toma un texto profético y le da una interpretación diferente: No se trata ya de que Dios va a inculcar al pueblo la fidelidad a la Ley: "todos serán discípulos de Dios" (Is 54, 13). Porque Dios pondrá la Ley dentro del corazón del hombre y nadie tendrá que enseñar a nadie sino que todos conocerán a Dios, del más chico al más grande (Jer 31, 33-34). Jesús viene a decir: Dios no enseña a observar la Ley, sino a adherirse a El: "todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí". "No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios; ese ha visto al Padre". Es decir, no hace falta una experiencia de Dios fuera de lo ordinario; basta fiarse de Jesús. Jesús que conoce al Padre porque procede del Padre es el único que puede manifestar su designio sobre el hombre y establecer las condiciones para realizarlo: "ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en El tenga vida eterna y que yo le resucite el último día (Jn 6, 40).

La ciencia no es capaz de recrear por sí sola la presencia del pasado, ni siquiera una relación personal, sino que evidencia y fija la distancia, la ausencia. De esta suerte podemos formular la siguiente tesis: puesto que la oración es el centro de la persona de Jesús, el presupuesto para conocer y comprender a Jesús es la participación en su plegaria. El conocer depende, por su naturaleza misma, de una cierta conformidad entre el que conoce y lo conocido. A esto se refiere el antiguo axioma que afirma que el igual es conocido por su igual. Respecto a las alturas del espíritu y respecto a las personas, esto significa que el conocer exige una cierta relación de simpatía (syn-pathein), mediante la cual el hombre, por así decir, entra en la persona en cuestión, en su realidad espiritual, se hace una cosa con ella y, de este modo, es capaz de entenderla (intellegere=intus legere). Aclaremos un poco más este hecho con algunos ejemplos. Se accede a la filosofía sólo filosofando, es decir, desarrollando el pensamiento filosófico; la matemática se abre únicamente al pensamiento matemático; la medicina se aprende practicando el arte de curar, y no sólo por medio de los libros y de la mera reflexión. Del mismo modo, no puede comprenderse la religión más que mediante la religión; es éste un axioma indiscutible de la filosofía de la religión. El acto fundamental de la religión es la oración, la cual conserva en la religión cristiana un carácter totalmente específico: ella es entrega de sí en el Cuerpo de Cristo y, por consiguiente, acto de amor que, en cuanto que es amor por y con el Cuerpo de Cristo, reconoce y completa el amor de Dios, necesariamente y siempre, incluso como amor al prójimo, como amor a los miembros de este Cuerpo. La oración es el acto central de la persona de Jesús, su persona se identifica por el acto de orar, por la constante comunicación con aquel a quien él llama «Padre». Si esto es así, únicamente es posible una comprensión real de su persona entrando en este acto de oración, participando en él. A esta realidad aluden las palabras de Jesús: «Nadie puede venir a mí si el Padre no le trae» (Jn 6,44). Donde no está presente el Padre, tampoco está presente el Hijo. Donde no hay relación alguna con Dios, permanece también incomprensible aquel hombre cuya existencia misma dice relación con Dios, con el Padre; y ello, por muchos datos concretos que acerca de él puedan llegar a conocerse. En consecuencia, la participación en la intimidad de Jesús, es decir, en su oración, que, como ya hemos visto, es acto de amor, don y entrega de sí mismo a los hombres, no puede eliminarse como si se tratara de un acto devoto cualquiera, que no aporta gran cosa a una verdadera comprensión de su persona y que podría incluso obstaculizar la rigurosa pureza del conocimiento crítico. Al contrario, esta participación constituye el presupuesto fundamental para alcanzar una comprensión real de Jesús en el sentido de la hermenéutica actual, es decir, para entrar en su tiempo y en su espíritu, abordándolos como ellos son en sí mismos (Joseph Ratzinger).