ueves de la semana 19 de tiempo ordinario; año par
La deuda para con Dios
«Entonces, acercándose Pedro, le preguntó: Señor; ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano, cuando peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar; el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y así pagase. Entonces el servidor; echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. El señor; compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a tino de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: Págame lo que me debes. Su compañero, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré. Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la
cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor; irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.» (Mateo 18, 21-35)
cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor; irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.» (Mateo 18, 21-35)
I. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos, leemos en el Evangelio de la Misa. Habiendo comenzado su tarea, se presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa, imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación, por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia en nuestro lugar. Con la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó, directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación del alma y del cuerpo.
Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Angeles. Todo nos llega por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza, nuestro Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a salir en defensa de los más débiles...
Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien, la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo, y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...
En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos con qué pagar. Sólo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola: Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día, llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor.
»-Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo». Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos nosotros.
II. Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...
En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec. Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré.
La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy, porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro. Y en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de que sean repartidos a la multitud que espera. En la Ultima Cena tomó pan, dio gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias...
En el milagro de la curación de los leprosos podemos apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?, pregunta Jesús extrañado; y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud, en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios, acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice "dame de beber", tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva, hubo de aclarar el Señora la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia.
Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo: ¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos. ¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?, nos podemos preguntar cada día con el Salmista. Y no hallaremos mejor forma que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo, al que ‑a pesar de nuestra poquedad- uniremos nuestra personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola espiritual... La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo para darle gracias con el corazón lleno de alegría.
III. Aunque toda la Misa es acción de gracias, ésta queda particularmente señalada en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor.
Gracias siempre y en todo lugar... Ésa debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un "Te Deum" de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea -como lo llama el mundo- favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección». Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias.
Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios. Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia: en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.
Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios). Si nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que tenemos con Él. Ésta es la condición que nos pone Jesús al final de la parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada «nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón».
Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Esteban de Hungría. San Roque
SAN ESTEBAN DE HUNGRÍA
Este santo tiene el honor de haber convertido al catolicismo al reino de Hungría.
Fue bautizado por San Adalberto y tuvo la suerte de casarse con Gisela, la hermana de San Enrique de Alemania, la cual influyó mucho en su vida.
Valiente guerrero y muy buen organizador, logró derrotar en fuertes batallas a todos los que se querían oponer a que él gobernara la nación, como le correspondía, pues era el hijo del mandatario anterior.
Cuando ya hubo derrotado a todos aquellos que se habían opuesto a él cuando quiso propagar la religión católica por todo el país y acabar la idolatría y las falsas religiones, y había organizado la nación en varios obispados, envió al obispo principal, San Astrik, a Roma a obtener del Papa Silvestre II la aprobación para los obispados y que le concediera el título de rey. El sumo Pontífice se alegró mucho ante tantas buenas noticias y le envío una corona de oro, nombrándolo rey de Hungría. Y así en el año 1000 fue coronado solemnemente por el enviado del Papa como primer rey de aquel país.
El cariño del rey Esteban por la religión católica era inmenso; a los obispos y sacerdotes los trataba con extremo respeto y hacía que sus súbditos lo imitaran en demostrarles gran veneración. Su devoción por la Virgen Santísima era extraordinaria. Levantaba templos en su honor y la invocaba en todos sus momentos difíciles. Fundaba conventos y los dotaba de todo lo necesario. Ordenó que cada 10 pueblos debían construir un templo, y a cada Iglesia se encargaba de dotarla de ornamentos, libros, cálices y demás objetos necesarios para mantener el personal de religiosos allá. Lo mismo hizo en Roma.
La cantidad de limosnas que este santo rey repartía era tan extraordinaria, que la gente exclamaba: "¡Ahora sí se van a acabar los pobres!". El personalmente atendía con gran bondad a todas las gentes que llegaban a hablarle o a pedirle favores, pero prefería siempre a los más pobres, diciendo: "Ellos representan mejor a Jesucristo, a quien yo quiero atender de manera especial".
Para conocer mejor la terrible situación de los más necesitados, se disfrazaba de sencillo albañil y salía de noche por las calles a repartir ayudas. Y una noche al encontrarse con un enorme grupo de menesterosos empezó a repartirles las monedas que llevaba. Estos, incapaces de aguardar a que les llegara a cada quien un turno para recibir, se le lanzaron encima, quitándole todo y lo molieron a palos. Cuando se hubieron alejado, el santo se arrodilló y dio gracias a Dios por haberle permitido ofrecer aquel sacrificio. Cuando narró esto en el palacio, sus empleados celebraron aquella aventura, pero le aconsejaron que debía andar con más prudencia para evitar peligros. El les dijo: " Una cosa sí me he propuesto: no negar jamás una ayuda o un favor. Si en mí existe la capacidad de hacerlo".
A su hijo lo educó con todo esmero y para él dejó escritos unos bellos consejos, recomendándole huir de toda impureza y del orgullo. Ser paciente, muy generoso con los pobres y en extremo respetuoso con la santa Iglesia Católica.
La gente al ver su modo tan admirable de practicar la religión exclamaba: " El rey Esteban convierte más personas con buenos ejemplos, que con sus leyes o palabras".
Dios, para poderlo hacer llegar a mayor santidad, permitió que en sus últimos años Esteban tuviera que sufrir muchos padecimientos. Y uno de ellos fue que su hijo en quien él tenía puestas todas sus esperanzas y al cual había formado muy bien, muriera en una cacería, quedando el santo rey sin sucesor. El exclamó al saber tan infausta noticia: "El Señor me lo dio, el Señor me los quitó. Bendito sea Dios". Pero esto fue para su corazón una pena inmensa.
Los últimos años de su vida tuvo que padecer muy dolorosas enfermedades que lo fueron purificando y santificando cada vez más.
El 15 de agosto del año 1038, día de la Asunción, fiesta muy querida por él, expiró santamente. Desde entonces la nación Húngara siempre ha sido muy católica. A los 45 años de muerto, el Sumo Pontífice permitió que lo invocaran como santo y en su sepulcro se obraron admirables milagros.
Que nuestro Dios Todopoderoso nos envíe en todo el mundo muchos gobernantes que sepan ser tan buenos católicos y tan generosos con los necesitados como lo fue el santo rey Esteban
SAN ROQUE
Aunque nació en Montpellier por el 1290, puede decirse que era aragonés porque esta ciudad pertenecía a los dominios del rey de Aragón, Jaime II. Su padre Juan, era el gobernador de la ciudad y su madre Libera, era una dama de la más alta alcurnia y adornada de las más envidiables cualidades. Pero una pena les afligía: No tenían hijos. Mientras oraba un día Libera se le manifestó el Señor y le dijo: "Confía, hija, tendrás un hijo que será la alegría de toda la familia y llevará mi nombre y mi amor a todas partes... Todos acudirán a él"...
El escudo de armas de esta familia decía: ¡La cruz ante todo!. Este lema lo heredará también este niño robusto y fuerte que por ello le impusieron al bautizarlo Roque, porque estaba llamado a ser como una roca, fuerte, en el servicio del Señor.
Cuando tenía doce años tuvo la pena de perder a su padre y cuando tenía veinte a su buena madre. Quedó huérfano de todos menos de Dios. Para que su corazón quedase todavía más desligado de todas aquellas ataduras del mundo, recordando el pasaje del Evangelio -él también era rico y bien apuesto como aquel joven- entregó todos sus riquezas a los pobres y se puso en camino para seguir a Jesucristo. Estaba entonces de moda el visitar los Sagrados Lugares: Palestina, Santiago de Compostela, Roma... Y a esta última se propuso nuestro joven dirigirse para, allí, entregarse a la oración, al sacrificio y a la caridad. El quería visitar los sagrados sepulcros de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y postrarse ante ellos para pedirles luz en el camino de la vida que debía recorrer. Pero antes de llegar a Roma le esperaba una sorpresa.
Al pasar por lo ciudad de Aquapendente encontró algo inesperado: La peste diezmaba la ciudad. Eran muchos los miles de hermanos apestados que morían cada día por aquellos contornos. Apenas se podía transitar por las calles, por los apestados que las llenaban. Para paliar un poco tanto mal se había instalado un hospital en la ciudad y a él se dirigió Roque suplicando al director del mismo que le aceptase para curar a los apestados. "- No, no, en tu porte se ve que eres un joven rico y delicado. No podrás resistir tanta miseria como hay aquí. Si te admitimos pronto caerás presa del mismo mal". "- Por caridad, admítame. Soy fuerte y podré resistir a la enfermedad y cargaré con los enfermos y los cuidaré con amor de hermano".
Pronto los enfermos encontraron "un ángel que ha bajado del cielo" como decían unos a otros. Nunca habían visto a un joven tan entregado y caritativo. Iba en busca de los más apestados, de los que todos huían. Les cuidaba, los mimaba, les daba de comer, limpiaba sus llagas asquerosas.
Terminada su misión en Aquapendente se dirigió hacia Roma y durante el trayecto encontró otras ciudades también apestadas: Rimini, Cesena... y en todas ellas repitió las escenas de Aquapendente... A todos ayudaba y alentaba.
Por fin llegó a Roma donde pasó tres años entregado a la caridad y a la oración y pronto empezó el pueblo a conocerle a pesar de que eran tantos los peregrinos que había en Roma. El Papa estaba en el destierro de Aviñón, en Francia, y pronto los cardenales y otras personalidades acudían a él para pedirle consejo. Por fin le vino la prueba más grande: Estando curando a los apestados de Plasencia le vino a él también la peste y se vio obligado a retirarse a una cueva abandonada y lejana de la ciudad. Pero un perro cada día entraba a ella trayéndole alimentos y ropa... La gente pronto descubrió al Santo y acudieron a visitarle. Lo llevaron al hospital donde él había sido enfermero y al verle los enfermos quedaban curados. Dios bendijo a su siervo hasta su gloriosa muerte acaecida por el 1327, llenas sus manos de obras de caridad.
El perro y San Roque
Si te fijas en la estampa, nuestro santo va acompañado de un simpático chucho. ¿Quien fue este perro?. Pues ... fue su salvador. Cuando hoy en día, sobre todo en verano, se abandonan por las calles tantos perros que nos han mostrado su cariño a lo largo del año, bueno será explicarles a aquellos que hacen este tipo de salvajadas la historia de este animal que le salvó la vida a un santo tan importante como fue Roque.
Se explica, que cuando nuestro santo se trasladó al bosque para no infectar de esta manera a los vecinos de Piacenza, recibía cada día la visita de un perro que le llevaba un panecillo. El animalito lo tomaba cada día de la mesa de su amo, un hombre bien acomodado llamado Gottardo Pallastrelli, el cuál, después de ver la escena repetidamente, decidió un día seguir a su mascota. De esta forma, penetró en el bosque donde encontró al pobre moribundo. Ante la sorpresa, se lo llevó a casa, lo alimentó y le hizo las curaciones oportunas. El mismo Gottardo, después de comprobar la sencillez de aquél hombre y de haber escuchado las palabras del evangelio que le enseñó, decidió peregrinar como el. La curación definitiva de Roque fue gracias a un ángel que se le apareció. Cabe decir que otras versiones populares afirman que fue el mismo perro quien le curó, después de lamerle la herida de su pierna varias veces cuando el santo estaba en el bosque. También cabe añadir, que para algunos historiadores, el redactor del "Acta brevoria" sería el mismo Gottardo.
Una vez curado, Roque decidió volver definitivamente a Montpellier, pero en el norte de Italia, en el pueblo Angera, a orillas del lago Maggiore, unos soldados, acusándolo de espía, lo arrestaron. Fue encerrado y moriría en prisión entre los años 1376 y 1379. Algunos cuentan que tenía 32 años de edad.
Cabe decir que San Roque había pertenecido a la Tercera Orden de los franciscanos, una rama de esta congregación reservada a las personas laicas que quieren vivir bajo la espiritualidad de San Francisco de Asís. Así lo reconoció el Papa Pío IV en 1547.
Tradiciones
Según cuenta el "Costumari Català" de Joan Amades, hace siglos, en la ciudad de Barcelona, se tenía una gran devoción al perro del santo. El día después de la onomástica de San Roque, se continuaban llevando cirios a los templos que tenían una imagen suya, pero con la diferencia de que dichos cirios votivos no iban dedicados a San Roque, sino ¡al perro!. Se cantaban oraciones, gozos y todo tipo de intenciones para el "chucho". Era tanta la devoción al perro de San Roque, que incluso, aquél día estaba permitida la entrada de estos animales en las iglesias.
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