viernes, 31 de agosto de 2018

Sabado semana 21 de tiempo ordinario; año par

Sábado de la semana 21 de tiempo ordinario; año par

Los pecados de omisión
«Es también como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno, fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Llegado el que había recibido los cinco talentos, presento otros cinco diciendo: Señor cinco talentos me entregaste, he aquí otros cinco que he ganado. Le respondió su amo: Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor. Llegado también el que había recibido los dos talentos, dijo: Señor dos talentos me entregaste, he aquí otros dos que he ganado. Le respondió su amo: Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor. Llegado por fin el que había recibido un talento, dijo: Señor sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo. Le respondió su amo, diciendo: Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así al venir yo, hubiera recibido lo mío junto con los intereses. Por tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez. Porque a todo el que tenga se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil arrojadlo a las tinieblas exteriores: allí será el llanto y el rechinar de dientes.» (Mateo 25, 14-30)
I. De Dios hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuáles sólo los poseeremos durante este corto tiempo de vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; sólo somos administradores de unos dones divinos. Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el uso del tiempo que también es un don y del que también tendremos qué dar cuenta.
II. El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. Lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. El mejor negocio que podemos hacer es ganar la vida eterna. No podemos enterrar nuestro talento en la tierra (Mateo 25, 14-30) sin negociar con él. No podemos llenar nuestra vida con omisiones, con oportunidades no aprovechadas, con bienes materiales y tiempo malgastados. No podemos presentarnos ante el Señor con las manos vacías. Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener la capacidad de amar y no haber amado, sin hacer felices a quienes están junto a nosotros, y dejarlos en la tristeza; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y no hacerlo. No basta, no es suficiente, con “no hacer el mal”, es necesario “negociar el talento”, hacer positivamente el bien. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad, de amor y de sacrificio.
III. Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social, y desarrollar la propia personalidad, todas nuestras posibilidades. Dios espera de nosotros una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa de acuerdo a las leyes laborales del país, y poniendo los medios para mejorar una legislación claramente injusta en materias fundamentales como la vida, la educación y la familia. La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida de un cristiano y llenar la vida de frutos para Dios.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Viernes semana 21 de tiempo ordinario; año par

Viernes de la semana 21 de tiempo ordinario; año par

El aceite de la caridad
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora»” (Mateo 25,1-13).
I. En el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor nos insiste acerca de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros mismos y sobre los demás, y se centra en la actitud que se ha de tener a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y debemos aguardarle con espíritu vigilante, despierto el amor, pues –dice San Gregorio Magno—“dormir es morir” (Homilías sobre los Evangelios) No basta haber iniciado el camino que nos lleva a Cristo: es preciso mantenernos en él con un alerta continuo, porque la tendencia del hombre, es la de suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana. Es necesario estar atentos porque puede ser muy fuerte la presión del ambiente que tiene como norma de vida la búsqueda insaciable de la comodidad. La virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre nuestros actos, en toda circunstancia, en todo momento. El aceite que mantiene encendida la caridad es la oración cuidada y llena de amor: la intimidad con Jesús.
II. El Señor nos pide perseverancia en el amor, que irá creciendo siempre, sintiendo en cada época y situación la alegría de servir a Cristo: sin desánimos, perseverantes en el esfuerzo diario, para que el Amor nos encuentre preparados cuando venga. Cuando el cristiano pierde esa actitud atenta, cuando cede al pecado venial y deja que se enfríe el trato de amistad con Cristo, cuando va dejando a un lado el espíritu de mortificación, se queda a oscuras; sin luz para sí mismo y para los demás que tenían derecho al influjo de su buen ejemplo. No está el amor a Dios en haber comenzado –incluso con mucho ímpetu-, sino en perseverar, en recomenzar una y otra vez.
III. De esta actitud vigilante que el Señor desea que mantengamos en el corazón han de beneficiarse quienes están más cerca. Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma (LITURGIA DE LAS HORAS) el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada, que el enemigo no puede asaltar. Es necesario que seamos lámparas encendidas, que alumbren el camino de muchos. Debemos amparar y proteger a esas personas con las que el Señor ha querido que tengamos unos vínculos más estrechos y un trato particular, ayudándolos con la oración, con la corrección fraterna, con un consejo oportuno, con una palabra de aliento... Hasta con el saludo podemos hacerles bien, pues “el saludo es cierta especie de oración” (SANTO TOMÁS, Catena aurea). Si somos fieles, el Señor nos introducirá en el banquete de bodas en el Amor sin medida y sin fin.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

lunes, 20 de agosto de 2018

Lunes semana 20 de tiempo ordinario; año par


Lunes de la semana 20 de tiempo ordinario; año par

Alegría y generosidad
En esto se le acercó uno y le dijo: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» Él le dijo: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.» «¿Cuáles?» - le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Dícele el joven: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme.» Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mateo 19,16-22).
I. Los planes de Dios no coinciden generalmente con los nuestros, con los que proyectamos en la imaginación, con aquellos que fabrica la vanidad o el egoísmo. Los planes divinos, formados desde la eternidad para nosotros, son los más bellos que nunca pudimos imaginar, aunque algunas veces nos desconcierten. Jesús nos invita a dejar libre el corazón para llenarlo todo de Dios, y nuestra alegría es fruto de la generosidad, de responder a las sucesivas llamadas que a cada uno en su estado dirige Cristo que pasa. La vida se llena de gozo y de paz en esa disponibilidad absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en momentos bien precisos de nuestra existencia; quizá ahora mismo. Una vez que alguien ha sentido posarse sobre él la mirada del Señor, ya nunca la olvida, ya no es posible vivir como antes: a Jesús se le sigue o se le pierde.
II. Nosotros nos entristecemos cuando nos negamos a entregar nuestra libertad a Dios, como en la parábola del joven rico del Evangelio de hoy (Mateo, 19, 16-22) Libertad que, si no nos sirve para llegar a la meta, a Cristo que pasa por nuestra vida, de poco habrá de servirnos. La tristeza nace en el corazón como una planta dañina cuando nos alejamos de Cristo, cuando le negamos aquello que de una vez, o poco a poco, nos va pidiendo, cuando nos falta generosidad. Puede haber enfermedad, puede haber cansancio, pero la tristeza del corazón es distinta; en su origen encontramos siempre la soberbia y el egoísmo. “Hay que saber entregarse, arder delante de Dios como esa luz que se pone sobre el candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se quedan junto al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)
III. La tristeza hace mucho daño al alma, un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados han tenido su origen en la tristeza! ¡Cuántos ideales ha roto! “Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino) Siempre podemos crecer en alegría, si estamos buscando seriamente al Señor en lo que cada día nos sucede, en la oración, en el empeño por mantener la presencia de Dios. Examinemos nuestra generosidad con los demás, y nos preguntamos: ¿me preocupo excesivamente de mí mismo, de mis cosas, de mi salud, de mi futuro, de mis pequeñeces? Muchas personas pueden encontrar a Dios a través de nuestra alegría. Santa María, Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia

San Bernardo, abad es, cronológicamente, el último de los Padres de la Iglesia, pero uno de los que mas impacto ha tenido. Nace en Borgoña, Francia (cerca de Suiza) en el año 1090.  Con sus siete hermanos recibió una excelente formación en la religión, el latín y la literatura.
Personalidad de Bernardo
Bernardo tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo.  Amable, simpático, Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto y vigor juvenil le causaba un reto en las tentaciones contra la castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres.
A grandes males grades remedios.
Como sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó sobre el hielo hasta sufrir profundamente el frío. Sabía que a la carne le gusta el placer y comprendió que si la castigaba así, no vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo remedio le trajo liberación y paz.  S
Una visión cambia su rumbo:
Una noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el templo se quedó dormido y le pareció ver al Niño Jesús en Belén en brazos de María, y que la Santa Madre le ofrecía a su Hijo para que lo amara y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día ya no pensó sino en consagrarse a la religión y al apostolado. Un hombre que arrastra con todo lo que encuentra, Bernardo se fue al convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos.
La familia que se fue con Cristo.
Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos mayores, a su tío y  31 compañeros. Dicen que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que se iban de religiosos, el muchacho les respondió: "¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en la tierra? Esto no lo puedo aceptar". Y un tiempo después, también él se fue de religioso. 
Antes de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que deseaban entrar al convento para  prepararlos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos fervorosos religiosos. En el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de Cister.  Mas tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo acuerdo decidieron también entrar en la vida religiosa.  Vemos en la historia la gran influencia de las relaciones tanto para bien como para mal.
En la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya sido dotado por Dios de un poder de atracción tan grande para llevar gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las muchachas tenían terror de que su novio hablara con el santo. En las universidades, en los pueblos, en los campos, los jóvenes al oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un convento, se iban en numerosos grupos a que él los instruyera y los formara como religiosos. Durante su vida fundó más de 300 conventos para hombres, e hizo llegar a gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban "el cazador de almas y vocaciones". Con su apostolado consiguió que 900 monjes hicieran profesión religiosa.
Fundador de Claraval. En el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de santo, que a los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un sitio apartado en el bosque donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su frente para poder cosechar algo, y le puso el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol ilumina fuerte todo el día. Supo infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de Claraval, que habiendo comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval salieron monjes a fundar otros 63 conventos.
La Predicación de santo.
Lo llamaban "El Doctor boca de miel" (doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen Santísima y su deseo de salvar almas lo llevaban a estudiar por horas y horas cada sermón que iba a pronunciar, y luego como sus palabras iban precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el efecto era fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un impulso fortísimo a volverse mejor.
Su amor a la Virgen Santísima.
Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella. Él fue quien compuso aquellas últimas palabras de la Salve: "Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María". Y repetía la bella oración que dice: "Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio recibir". El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e impresionante.
Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.
Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran provecho.
Viajero incansable
El más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento dedicado a la oración y a la meditación. Pero el Sumo Pontífice, los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda donde quiera que pudiera ser útil. Con una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se dedicó a hacer demasiadas penitencias y se le dañó la digestión) recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras, deteniendo las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa religión católica. Era el árbitro aceptado por todos. Exclamaba: A veces no me dejan tiempo durante el día ni siquiera para dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y sienten tanta paz cuando se les habla, que es necesario atenderlas (ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a la meditación).
De carbonero a Pontífice
Un hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio de Claraval. Para probar su virtud lo dedicó las primeras semanas a transportar carbón, lo cual hizo de muy buena voluntad. Llegó a ser un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice: Honorio III. El santo le escribió un famoso libro llamado "De consideratione", en el cual propone una serie de consejos importantísimos para que los que están en puestos elevados no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse solamente a actividades exteriores descuidando la oración y la meditación. Y llegó a decirle:
"Malditas serán dichas ocupaciones, si no dejan dedicar el debido tiempo
a la oración y a la meditación".
Despedida gozosa. Después de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y de haber conseguido varios milagros (como por Ej., Hacer hablar a un mudo, el cual confesó muchos pecados que tenía sin perdonar) y después de haber llenado varios países de monasterios con religiosos fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años más, exclamaba:
"Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca". Y a Dios le pareció que ya había sufrido y trabajado bastante y que se merecía el descanso eterno y el premio preparado para los discípulos fieles, y se lo llevó a sus eternidad feliz el 20 de agosto del año 1153. Tenía 63 años. El sumo pontífice lo declaró Doctor de la Iglesia.
San Bernardo: gran predicador, enamorado de Cristo y de la Madre Santísima: pídele al buen Dios que nos conceda a nosotros un amor a Dios y al prójimo, semejante al que te concedió a ti. Quiera Dios que así sea.
Nota interesante: San Bernardo escribió la vida de San Malaquías quién murió en sus brazos camino a Roma.

--------------------------------------------------------------------------------
DE LA CASA DE LA DIVINA SABIDURIA,
LA VIRGEN MARÍA
1. ... Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien , los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Cogeré a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención.
2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: "Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo"; y en seguida: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra". He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". Y otra vez: "El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros" . Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad.
3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza"  Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: "Dios te salve, llena de gracia", no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas .
4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura. También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda.
NO ERES MAS SANTO PORQUE NO ERES MAS DEVOTO DE MARÍA.(San Bernardo)

domingo, 19 de agosto de 2018

Domingo semana 20 de tiempo ordinario; ciclo B



“En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: -Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Juan 6,51-59).
I. La Sagrada Eucaristía, además de ser alimento del alma en su camino hacia Dios, es prenda de vida eterna y anticipo del Cielo. Prenda es la señal que se entrega como garantía del cumplimiento de una promesa (M. MOLINER, Diccionario del uso del español) La Comunión, como alimento del alma, aumenta la vida sobrenatural del hombre; a la vez y como consecuencia, da defensas para resistir a lo que en nosotros no es de Dios, aquello que se opone a la unión plena con Cristo. Ayuda a combatir la inclinación al mal y fortalece contra el pecado; aumenta la alegría que procede de Dios, el fervor y la fidelidad a la propia vocación. Al encender la caridad y despertar la contrición por nuestras faltas, borra los pecados veniales de los que estamos arrepentidos y preserva de los mortales. En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla, si no traicionamos la fidelidad al Señor.
II. Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre. (Juan 11, 25) Los Padre de la iglesia llaman a la Comunión “medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo” (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Efesios) La Eucaristía es garantía de la futura resurrección y actúa como semilla de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad de la vida eterna. Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida de la gracia se prolonga más allá de la muerte. Si alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte, debemos pensar, llenos de esperanza que más allá sigue la vida del alma y un poco más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado.
III. Es pequeño el espacio que nos separa de la vida definitiva junto a Dios, y las posibilidades de dejarse arrastrar por un ambiente que no conduce al Señor son abundantes. San Pablo nos invita (Efesios 5, 15-20) a aprovechar bien el tiempo, el que nos toca vivir; más aún, hemos de recuperar el tiempo perdido. Cristo en la Sagrada Comunión, nos enseña a contemplar el presente con una mirada de eternidad, y ahí encontramos las fuerzas necesarias para recorrer el camino que todavía nos falta hasta llegar a la casa del Padre; “es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo”. Cuando recibimos la Sagrada Comunión le pedimos al Señor, la fuerza para recorrer con garbo humano y sobrenatural nuestro camino en la tierra, con la mirada puesta en la meta.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan Eudes, presbítero

En la segunda mitad del siglo XVI, vivía en Ri, Normandía (Francia), un granjero llamado Isaac Eudes, casado con Marta Corbin. Como no tuviesen hijos al cabo de dos años de matrimonio, ambos esposos fueron en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora. Nueve meses después tuvieron un hijo, al que siguieron otros cinco. El mayor recibió el nombre de Juan y, desde niño, dio muestras de gran inclinación al amor de Dios. Se cuenta que, cuando tenía nueve años, un compañero de juegos le abofeteó; en vez de responder en la misma forma, Juan siguió el consejo evangélico y le presentó la otra mejilla.
A los catorce años, Juan ingresó en el colegio de los jesuitas de Caén. Sus padres deseaban que se casara y siguiera trabajando la granja de la familia. Pero Juan, que había hecho voto de virginidad, recibió las órdenes menores en 1621 y estudió la teología en Caén con la intención de consagrarse a los ministerios parroquiales. Sin embargo, poco después determinó ingresar en la congregación del oratorio, que había sido fundada en 1611 por el futuro cardenal Pedro de Bérulle. Tras de recabar con gran dificultad el permiso paterno, fue recibido en París por el superior general en 1623. Juan había sido hasta entonces un joven ejemplar: su conducta en la congregación no lo fue menos, de suerte que el P. Bérulle le dio permiso de predicar, aunque sólo había recibido las órdenes menores. Al cabo de un año en París, Juan fue enviado a Aubervilliers a estudiar bajo la dirección del P. Carlos de Condren, el cual, según la expresión de Santa Juana Francisca de Chantal, "estaba hecho para educar ángeles". El fin de la congregación del oratorio consistía en promover la perfección sacerdotal y Juan Eudes tuvo la suerte de ser introducido en ella por dos hombres de la talla de Condren y Bérulle.
Al servicio de los enfermos
Dos años más tarde, se desató en Normandía una violenta epidemia de peste, y Juan se ofreció para asistir a sus compatriotas. Bérulle le envió al obispo de Séez con una carta de presentación, en la que decía: "La caridad exige que emplee sus grandes dones al servicio de la provincia en la que recibió la vida, la gracia y las órdenes sagradas, y que su diócesis sea la primera en gozar de los frutos que se pueden esperar de su habilidad, bondad, prudencia, energía y vida". El P. Eudes pasó dos meses en la asistencia a los enfermos en lo espiritual y en lo material. Después fue enviado al oratorio de Caén, donde permaneció hasta que una nueva epidemia se desató en esa ciudad, en 1631. Para evitar el peligro de contagiar a sus hermanos, Juan se apartó de ellos y vivió en el campo, donde recibía la comida del convento.
Predicador ungido
Pasó los diez años siguientes en la prédica de misiones al pueblo, preparándose así para la tarea a la que Dios le tenía destinado. En aquella época empezaron a organizarse las misiones populares en su forma actual. San Juan Eudes se distinguió entre todos los misioneros. En cuanto acababa de predicar, se sentaba a oír confesiones, ya que, según él, "el predicador agita las ramas, pero el confesor es el que caza los pájaros". Mons. Le Camus, amigo de San Francisco de Sales, dijo refiriéndose al P. Eudes: "Yo he oído a los mejores predicadores de Italia y Francia y os aseguro que ninguno de ellos mueve tanto a las gentes como este buen padre". San Juan Eudes predicó en su vida unas ciento diez misiones.
Confesor: Las gentes decían de él: "En la predicación es un león, y en la confesión un cordero".
Las mujeres atrapadas en mala vida
Una de las experiencias que adquirió durante sus años de misionero, fue que las mujeres de mala vida que intentaban convertirse, se encontraban en una situación particularmente difícil. Durante algún tiempo, trató de resolver la dificultad alojándolas provisionalmente en las casas de las familias piadosas, pero cayó en la cuenta de que el remedio no era del todo adecuado. Magdalena Lamy, una mujer de humilde origen, que había dado albergue a varias convertidas, dijo un día al santo: "Ahora os vais tranquilamente a una iglesia a rezar con devoción ante las imágenes y con ello creéis cumplir con vuestro deber. No os engañéis, vuestro deber es alojar decentemente a estas pobres mujeres que se pierden porque nadie les tiende la mano".
Estas palabras produjeron profunda impresión en San Juan Eudes, quien alquiló en 1671, una casa para las mujeres arrepentidas; en la que podían albergarse en tanto que encontraban un empleo decente. Viendo que la obra necesitaba la atención de religiosas, el santo la ofreció a las visitandinas, quienes se apresuraron a aceptarla.
Formación del clero
San Juan Eudes se dio cuenta de que para que el pueblo sea ferviente y llevarlo a la santidad era necesario proveerlo de muy buenos y santos sacerdotes y que para formarlos se necesitaban seminarios donde los jóvenes recibieran muy esmerada preparación. Por eso se propuso fundar seminarios en los cuales los futuros sacerdotes fueran esmeradamente preparados para su sagrado ministerio.

Después de mucho orar, reflexionar y consultar, San Juan Eudes abandonó la congregación del oratorio en 1643. La experiencia le enseñó que el clero necesitaba reformarse antes que los fieles y que la congregación sólo podría conseguir su fin mediante la fundación de seminarios. El P. Condren, que había sido nombrado superior general, estaba de acuerdo con el santo; pero su su-
cesor, el P. Bourgoing, se negó a aprobar el proyecto de la fundación de un seminario en Caén.
Entonces el P. Eudes decidió formar una asociación de sacerdotes diocesanos, cuyo fin principal sería la creación de seminarios con miras a la formación de un clero parroquial celoso. La nueva asociación quedó fundada el día de la Anunciación de 1643, en Caén, con el nombre de "Congregación de Jesús y María". Sus miembros, como los del oratorio, eran sacerdotes diocesanos y no estaban obligados por ningún voto. San Juan Eudes y sus cinco primeros
compañeros se consagraron a "la Santísima Trinidad, que es el primer principio y el último fin de la santidad del sacerdocio". El distintivo de la congregación era el Corazón de Jesús, en el que estaba incluido místicamente el de María; como símbolo del amor eterno de Jesús por los hombres.
La congregación encontró gran oposición, sobre todo por parte de los jansenistas y de los padres del oratorio. En 1646, el P. Eudes envió a Roma al P. Manoury para que recabase la aprobación pontificia para la congregación, pero la oposición era tan fuerte, que la empresa fracasó.
En 1650, el obispo de Coutances pidió a San Juan que fundase un seminario en dicha ciudad. El año siguiente, M. Oliver, que consideraba al santo como "la maravilla de su época", Ie invitó a predicar una misión de diez semanas en la iglesia de, San Sulpicio de París. Mientras se hallaba en esa misión, el P. Eudes recibió la noticia de que el obispo de Bayeux acababa de aprobar la congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad del Refugio, formada por las religiosas que atendían a las mujeres arrepentidas de Caén. En 1653, San Juan fundó en Lisieux un seminario, al que siguió otro en Rouen en 1659. ¡En seguida, el santo se dirigió a Roma a tratar de conseguir la aprobación pontificia para su congregación; pero los santos no siempre tienen éxito, y San Juan Eudes fracasó en Roma.
Un año después, una bula de Alejandro VII aprobó la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad del Refugio. Ese fue el coronamiento de la obra que el P. Eudes y Magdalena Larny habían emprendido treinta años antes en favor de las pecadoras arrepentidas. San Juan siguió predicando misiones con gran éxito; en 1666, fundó un seminario en Evreux y, en 1670, otro en Rennes.
Al afro siguiente, publicó un libro titulado "La Devoción al Adorable Corazón de Jesús". Ya antes, el santo había instituido en su congregación una fiesta del Santísimo Corazón de María. En su libro incluyó el propio de una misa y un oficio del Sagrado Corazón de Jesús. El 31 de agosto de 1670, se celebró por primera vez dicha fiesta en la capilla del seminario de Rennes y pronto se extendió a otras diócesis. Así pues, aunque San Juan Eudes no haya sido el primer apóstol de la devoción al Sagrado Corazón en su forma actual, fue sin embargo él "quien introdujo el culto del Sagrado Corazón de Jesús y del Santo Corazón de María"', como lo dijo León XIII en 1903. El decreto de beatificación añadía: "El fue el primero que, por divina inspiración les tributó un culto litúrgico."
Clemente X publicó seis breves por los que concedía indulgencias a las cofradías de los Sagrados Corazones de Jesús y María, instituidas en los seminarios de San Juan Eudes.
Durante los últimos años de su vida, el santo escribió su tratado sobre "el Admirable Corazón de la Santísima Madre de Dios"; trabajó en la obra mucho tiempo y la terminó un mes antes de morir. Su última misión fue la que predicó en Sain-Lö, en 1675, en plena plaza pública, con un frío glacial. La misión duró nueve semanas. El esfuerzo enorme acabó con su salud y a partir de entonces se retiró prácticamente de la vida activa.
Su muerte ocurrió el 19 de agosto de 1680.
Fue canonizado en 1925 y su fiesta fue incluida en el calendario de la Iglesia de occidente en 1928.
-Fuente: Vida de los Santos, Butler, vol. III

viernes, 17 de agosto de 2018

Sábado semana 19 de tiempo ordinario; año par


Sábado de la semana 19 de tiempo ordinario; año par

La bendición de los niños
«Entonces le presentaron unos niños, para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús, dijo: Dejad a los niños que vengan a mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí» (Mateo 19, 13-15).
I. Jesús amó con predilección -así nos lo muestra el Evangelio en repetidas ocasiones- a los enfermos, a quienes más le necesitaban y a los niños. A éstos los amó con verdadera ternura porque, además de estar siempre precisados de ayuda, reúnen las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte de su Reino.
Dos veces en el Evangelio de la vida pública aparece Jesús bendiciendo a los niños y presentándolos a sus discípulos como ejemplo. Una fue en Galilea, en Cafarnaún, y la otra en Judea, probablemente cerca de Jericó, cuando se disponía a subir a Jerusalén. El relato de esta última lo leemos en el Evangelio de la Misa: le presentaron unos niños, refiere San Mateo. Quienes los llevan son, seguramente, las mujeres: las madres, abuelas o hermanas. Han entrado en la casa donde está Jesús, empujando probablemente a los pequeños delante de ellas, y los colocan cerca del Señor, para que les impusiera las manos y orase por ellos, como si fueran los gestos y atenciones habituales de Jesús con los niños. Quizá han distraído a los oyentes que escuchan al Maestro; por eso, los discípulos les reñían. Pero el Señor interviene: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí. Al declarar que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, en primer lugar nos enseña, con el sentido propio de las palabras, que los niños no están excluidos en absoluto del Reino y que, por tanto, hemos de tener gran cuidado en prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes, como repetidas veces, en todas las épocas, ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos cuanto antes en su seno. "El común sentir y la autoridad de los Santos Padres -enseña el Catecismo Romano- prueba que esta ley debe entenderse no sólo de los que están en edad adulta, sino también de los niños en la infancia, y que ésta la ha recibido la Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer, además, que Cristo Nuestro Señor no quiso que se negase el sacramento y la gracia del Bautismo a los niños, de quienes decía: dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí...". El deber de los padres se inicia con "la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas".
En el Bautismo reciben la misma vida de Cristo, se hacen hijos de Dios de una manera completamente nueva, y reciben el Cielo como herencia. El Señor mirará con especial aprecio y benevolencia a las madres que procuraron que sus hijos recibieran este sacramento con prontitud y, más tarde, supieron poner todos los medios, incluso extraordinarios, para que recibieran la oportuna catequesis de los misterios de la fe.
Nos dice el Señor también en este pasaje del Evangelio que su Reino pertenece a quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él. "El niño está, al principio de la vida, abierto a cualquier aventura. También tú; no pongas ningún obstáculo para avanzar en la vida del Evangelio y para continuar durante tu vida en esa novedad".
II. En su primera venida a la tierra, en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos presenta no como un ángel, ni como un poderoso; viene bajo la débil y frágil condición de un niño. Aunque pudo manifestarse de otra forma, quiso escoger la debilidad de un niño; como si necesitara protección y amor.
Dios ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello que somos: hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda. El Padre quiere que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos, y en estas pocas palabras se encierra uno de los puntos centrales de nuestra fe, que nos da la pauta para comportarnos ante Dios. Para ser como niños, se requiere un cambio profundo, que comporta dejar de pensar, de juzgar, de actuar de aquel modo menos propio de un hijo pequeño; y asimilar la enseñanza divina, para ejercitarse en ella de continuo. ¿Qué se nos pide en este proceso de hacernos como niños? En primer lugar, una firme voluntad de comportarse como hijos de Dios, dócil a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y sencillo de espíritu. Ese empeño se manifiesta en la lucha que vivieron los Apóstoles y los santos: a medida que iban siendo transformados por el Espíritu Santo, se iban reconociendo, cada vez más claramente, como hijos de Dios. Hacerse como niños en la vida espiritual es más que una buena devoción: es un querer expreso del Señor. Aunque no todos los santos lo hayan manifestado de una manera explícita, ésa ha sido la actitud de todos ellos, porque el Espíritu Santo la origina siempre, inspirándonos esa rectitud de corazón que los niños tienen en su inocencia.
"El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas -porque la carne es flaca-, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.
"-Jesús, que sea yo un niño discreto", le pedimos en este rato de oración: que sepa comprender que en la enfermedad, el dolor, el aparente fracaso profesional..., se encuentra la mano providente de un Padre que nunca ha dejado de velar por sus hijos. Aceptemos con corazón alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien más nos quiere.
Esta vida de infancia espiritual comporta sencillez, humildad, abandono, pero no es inmadurez. "El niño bobo llora y patalea...": el infantilismo es inmadurez de la mente, del corazón, de las emociones, está estrechamente ligado a la falta de autodisciplina, a la falta de lucha. Esa actitud puede acompañar a muchas personas durante toda su vida, hasta la vejez, hasta la muerte, sin ser de verdad niños delante de Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo madurez en la mente -visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a la luz de la fe y con la asistencia de los dones del Espíritu Santo- y, junto a esta madurez, la sencillez, la descomplicación: "El niño discreto mira agradecido...". Por contraste, no progresa en esa senda de la vida de infancia quien vive en la maraña de la complicación, con todas las fluctuaciones de la inmadurez en sus deseos, sus ideas sus ocurrencias, sus emociones, con una conducta variable en cada momento y permanentemente preocupada por su "yo"... En cambio, el niño discreto, en su sencillez, en su debilidad, está totalmente ocupado en la gloria de su Padre Dios, como vivió siempre su Maestro en su vida terrena, el verdadero niño, el hijo verdadero, vive y habla con su "Abba", con su Padre.
III. Nuestra piedad debe ser filial, llena de amor, y ¿cómo podríamos servir a Dios con amor, si no se comienza por reconocerle como un Padre lleno de amor hacia sus hijos? Quizá muchos cristianos viven alejados de Dios, o con unas relaciones obstaculizadas por la inmadurez de los caprichos o señaladas por la rigidez y la frialdad, porque no han descubierto en su vida el sentido de la filiación divina y el camino de la infancia espiritual, que para tantas almas ha sido el comienzo definitivo de una verdadera vida interior. Danos, Señor, el sentido de la filiación divina, ayúdanos a considerarla frecuentemente.
En verdad os digo: quien no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. "¿Por qué se dice -se pregunta San Ambrosio- que los niños son aptos para el Reino de los Cielos? Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a engañarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas e ignoran la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez".
En la vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre y Señor.
Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce, al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.
Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la experiencia nos van dando.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

jueves, 16 de agosto de 2018

Jueves semana 19 de tiempo ordinario:

ueves de la semana 19 de tiempo ordinario; año par

La deuda para con Dios
«Entonces, acercándose Pedro, le preguntó: Señor; ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano, cuando peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar; el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y así pagase. Entonces el servidor; echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia  conmigo y te pagaré todo. El señor; compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a tino de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: Págame lo que me debes. Su compañero, echándose a sus pies,  le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré. Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la
cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor; irritado, lo entregó a los  verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.» 
(Mateo 18, 21-35)
I. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos, leemos en el Evangelio de la Misa. Habiendo comenzado su tarea, se presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa, imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación, por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia en nuestro lugar. Con la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó, directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación del alma y del cuerpo.
Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Angeles. Todo nos llega por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza, nuestro Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a salir en defensa de los más débiles...
Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien, la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo, y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...
En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos con qué pagar. Sólo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola: Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día, llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor.
»-Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo». Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos nosotros.
II. Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...
En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec. Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré.
La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy, porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro. Y en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de que sean repartidos a la multitud que espera. En la Ultima Cena tomó pan, dio gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias...
En el milagro de la curación de los leprosos podemos apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?, pregunta Jesús extrañado; y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud, en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios, acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice "dame de beber", tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva, hubo de aclarar el Señora la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia.
Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo: ¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos. ¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?, nos podemos preguntar cada día con el Salmista. Y no hallaremos mejor forma que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo, al que ‑a pesar de nuestra poquedad- uniremos nuestra personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola espiritual... La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo para darle gracias con el corazón lleno de alegría.
III. Aunque toda la Misa es acción de gracias, ésta queda particularmente señalada en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor.
Gracias siempre y en todo lugar... Ésa debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un "Te Deum" de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea -como lo llama el mundo- favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección». Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias.
Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios. Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia: en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.
Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios). Si nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que tenemos con Él. Ésta es la condición que nos pone Jesús al final de la parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada «nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón».
Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Esteban de Hungría. San Roque

SAN ESTEBAN DE HUNGRÍA
Este santo tiene el honor de haber convertido al catolicismo al reino de Hungría.
Fue bautizado por San Adalberto y tuvo la suerte de casarse con Gisela, la hermana de San Enrique de Alemania, la cual influyó mucho en su vida.
Valiente guerrero y muy buen organizador, logró derrotar en fuertes batallas a todos los que se querían oponer a que él gobernara la nación, como le correspondía, pues era el hijo del mandatario anterior.
Cuando ya hubo derrotado a todos aquellos que se habían opuesto a él cuando quiso propagar la religión católica por todo el país y acabar la idolatría y las falsas religiones, y había organizado la nación en varios obispados, envió al obispo principal, San Astrik, a Roma a obtener del Papa Silvestre II la aprobación para los obispados y que le concediera el título de rey. El sumo Pontífice se alegró mucho ante tantas buenas noticias y le envío una corona de oro, nombrándolo rey de Hungría. Y así en el año 1000 fue coronado solemnemente por el enviado del Papa como primer rey de aquel país.
El cariño del rey Esteban por la religión católica era inmenso; a los obispos y sacerdotes los trataba con extremo respeto y hacía que sus súbditos lo imitaran en demostrarles gran veneración. Su devoción por la Virgen Santísima era extraordinaria. Levantaba templos en su honor y la invocaba en todos sus momentos difíciles. Fundaba conventos y los dotaba de todo lo necesario. Ordenó que cada 10 pueblos debían construir un templo, y a cada Iglesia se encargaba de dotarla de ornamentos, libros, cálices y demás objetos necesarios para mantener el personal de religiosos allá. Lo mismo hizo en Roma.
La cantidad de limosnas que este santo rey repartía era tan extraordinaria, que la gente exclamaba: "¡Ahora sí se van a acabar los pobres!". El personalmente atendía con gran bondad a todas las gentes que llegaban a hablarle o a pedirle favores, pero prefería siempre a los más pobres, diciendo: "Ellos representan mejor a Jesucristo, a quien yo quiero atender de manera especial".
Para conocer mejor la terrible situación de los más necesitados, se disfrazaba de sencillo albañil y salía de noche por las calles a repartir ayudas. Y una noche al encontrarse con un enorme grupo de menesterosos empezó a repartirles las monedas que llevaba. Estos, incapaces de aguardar a que les llegara a cada quien un turno para recibir, se le lanzaron encima, quitándole todo y lo molieron a palos. Cuando se hubieron alejado, el santo se arrodilló y dio gracias a Dios por haberle permitido ofrecer aquel sacrificio. Cuando narró esto en el palacio, sus empleados celebraron aquella aventura, pero le aconsejaron que debía andar con más prudencia para evitar peligros. El les dijo: " Una cosa sí me he propuesto: no negar jamás una ayuda o un favor. Si en mí existe la capacidad de hacerlo".
A su hijo lo educó con todo esmero y para él dejó escritos unos bellos consejos, recomendándole huir de toda impureza y del orgullo. Ser paciente, muy generoso con los pobres y en extremo respetuoso con la santa Iglesia Católica.
La gente al ver su modo tan admirable de practicar la religión exclamaba: " El rey Esteban convierte más personas con buenos ejemplos, que con sus leyes o palabras".
Dios, para poderlo hacer llegar a mayor santidad, permitió que en sus últimos años Esteban tuviera que sufrir muchos padecimientos. Y uno de ellos fue que su hijo en quien él tenía puestas todas sus esperanzas y al cual había formado muy bien, muriera en una cacería, quedando el santo rey sin sucesor. El exclamó al saber tan infausta noticia: "El Señor me lo dio, el Señor me los quitó. Bendito sea Dios". Pero esto fue para su corazón una pena inmensa.
Los últimos años de su vida tuvo que padecer muy dolorosas enfermedades que lo fueron purificando y santificando cada vez más.
El 15 de agosto del año 1038, día de la Asunción, fiesta muy querida por él, expiró santamente. Desde entonces la nación Húngara siempre ha sido muy católica. A los 45 años de muerto, el Sumo Pontífice permitió que lo invocaran como santo y en su sepulcro se obraron admirables milagros.
Que nuestro Dios Todopoderoso nos envíe en todo el mundo muchos gobernantes que sepan ser tan buenos católicos y tan generosos con los necesitados como lo fue el santo rey Esteban

SAN ROQUE
Aunque nació en Montpellier por el 1290, puede decirse que era aragonés porque esta ciudad pertenecía a los dominios del rey de Aragón, Jaime II. Su padre Juan, era el gobernador de la ciudad y su madre Libera, era una dama de la más alta alcurnia y adornada de las más envidiables cualidades. Pero una pena les afligía: No tenían hijos. Mientras oraba un día Libera se le manifestó el Señor y le dijo: "Confía, hija, tendrás un hijo que será la alegría de toda la familia y llevará mi nombre y mi amor a todas partes... Todos acudirán a él"...
El escudo de armas de esta familia decía: ¡La cruz ante todo!. Este lema lo heredará también este niño robusto y fuerte que por ello le impusieron al bautizarlo Roque, porque estaba llamado a ser como una roca, fuerte, en el servicio del Señor.
Cuando tenía doce años tuvo la pena de perder a su padre y cuando tenía veinte a su buena madre. Quedó huérfano de todos menos de Dios. Para que su corazón quedase todavía más desligado de todas aquellas ataduras del mundo, recordando el pasaje del Evangelio -él también era rico y bien apuesto como aquel joven- entregó todos sus riquezas a los pobres y se puso en camino para seguir a Jesucristo. Estaba entonces de moda el visitar los Sagrados Lugares: Palestina, Santiago de Compostela, Roma... Y a esta última se propuso nuestro joven dirigirse para, allí, entregarse a la oración, al sacrificio y a la caridad. El quería visitar los sagrados sepulcros de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y postrarse ante ellos para pedirles luz en el camino de la vida que debía recorrer. Pero antes de llegar a Roma le esperaba una sorpresa.
Al pasar por lo ciudad de Aquapendente encontró algo inesperado: La peste diezmaba la ciudad. Eran muchos los miles de hermanos apestados que morían cada día por aquellos contornos. Apenas se podía transitar por las calles, por los apestados que las llenaban. Para paliar un poco tanto mal se había instalado un hospital en la ciudad y a él se dirigió Roque suplicando al director del mismo que le aceptase para curar a los apestados. "- No, no, en tu porte se ve que eres un joven rico y delicado. No podrás resistir tanta miseria como hay aquí. Si te admitimos pronto caerás presa del mismo mal". "- Por caridad, admítame. Soy fuerte y podré resistir a la enfermedad y cargaré con los enfermos y los cuidaré con amor de hermano".
Pronto los enfermos encontraron "un ángel que ha bajado del cielo" como decían unos a otros. Nunca habían visto a un joven tan entregado y caritativo. Iba en busca de los más apestados, de los que todos huían. Les cuidaba, los mimaba, les daba de comer, limpiaba sus llagas asquerosas.
Terminada su misión en Aquapendente se dirigió hacia Roma y durante el trayecto encontró otras ciudades también apestadas: Rimini, Cesena... y en todas ellas repitió las escenas de Aquapendente... A todos ayudaba y alentaba.
Por fin llegó a Roma donde pasó tres años entregado a la caridad y a la oración y pronto empezó el pueblo a conocerle a pesar de que eran tantos los peregrinos que había en Roma. El Papa estaba en el destierro de Aviñón, en Francia, y pronto los cardenales y otras personalidades acudían a él para pedirle consejo. Por fin le vino la prueba más grande: Estando curando a los apestados de Plasencia le vino a él también la peste y se vio obligado a retirarse a una cueva abandonada y lejana de la ciudad. Pero un perro cada día entraba a ella trayéndole alimentos y ropa... La gente pronto descubrió al Santo y acudieron a visitarle. Lo llevaron al hospital donde él había sido enfermero y al verle los enfermos quedaban curados. Dios bendijo a su siervo hasta su gloriosa muerte acaecida por el 1327, llenas sus manos de obras de caridad.
El perro y San Roque
Si te fijas en la estampa, nuestro santo va acompañado de un simpático chucho. ¿Quien fue este perro?. Pues ... fue su salvador. Cuando hoy en día, sobre todo en verano, se abandonan por las calles tantos perros que nos han mostrado su cariño a lo largo del año, bueno será explicarles a aquellos que hacen este tipo de salvajadas la historia de este animal que le salvó la vida a un santo tan importante como fue Roque.
Se explica, que cuando nuestro santo se trasladó al bosque para no infectar de esta manera a los vecinos de Piacenza, recibía cada día la visita de un perro que le llevaba un panecillo. El animalito lo tomaba cada día de la mesa de su amo, un hombre bien acomodado llamado Gottardo Pallastrelli, el cuál, después de ver la escena repetidamente, decidió un día seguir a su mascota. De esta forma, penetró en el bosque donde encontró al pobre moribundo. Ante la sorpresa, se lo llevó a casa, lo alimentó y le hizo las curaciones oportunas. El mismo Gottardo, después de comprobar la sencillez de aquél hombre y de haber escuchado las palabras del evangelio que le enseñó, decidió peregrinar como el. La curación definitiva de Roque fue gracias a un ángel que se le apareció. Cabe decir que otras versiones populares afirman que fue el mismo perro quien le curó, después de lamerle la herida de su pierna varias veces cuando el santo estaba en el bosque. También cabe añadir, que para algunos historiadores, el redactor del "Acta brevoria" sería el mismo Gottardo.
Una vez curado, Roque decidió volver definitivamente a Montpellier, pero en el norte de Italia, en el pueblo Angera, a orillas del lago Maggiore, unos soldados, acusándolo de espía, lo arrestaron. Fue encerrado y moriría en prisión entre los años 1376 y 1379. Algunos cuentan que tenía 32 años de edad.
Cabe decir que San Roque había pertenecido a la Tercera Orden de los franciscanos, una rama de esta congregación reservada a las personas laicas que quieren vivir bajo la espiritualidad de San Francisco de Asís. Así lo reconoció el Papa Pío IV en 1547.
Tradiciones
Según cuenta el "Costumari Català" de Joan Amades, hace siglos, en la ciudad de Barcelona, se tenía una gran devoción al perro del santo. El día después de la onomástica de San Roque, se continuaban llevando cirios a los templos que tenían una imagen suya, pero con la diferencia de que dichos cirios votivos no iban dedicados a San Roque, sino ¡al perro!. Se cantaban oraciones, gozos y todo tipo de intenciones para el "chucho". Era tanta la devoción al perro de San Roque, que incluso, aquél día estaba permitida la entrada de estos animales en las iglesias.

miércoles, 15 de agosto de 2018

La Asunción de la Virgen Maria

La Asunción de la Virgen María

Ap (1,19; 12,1.3-6.10) "Una mujer cubierta de sol, la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas".
1 (Cor 15,20-26) "Así como en Adán mueren todos, así también todos serán vivificados en Cristo".
Lc (1,39-56) "Ha hecho cosas grandes en Mí, el que es Poderoso".
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de Castelgandolfo (15-VIII-1980)
--- Coronación de la llena de gracia
--- Cristo glorifica a su Madre
--- María, Inmaculada. Esperanza para el cristiano que lucha
--- Coronación de la llena de gracia
Verdaderamente, resultaría difícil encontrar un momento en que María hubiera podido pronunciar con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez después de la Anunciación, cuando hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó la casa de Zacarías para atender a Isabel:
“Mi alma engrandece al Señor.../ porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso,/ cuyo nombre es santo” (Lc 46,49).
Si estas palabras tuvieron su motivo, pleno y superabundante, sobre la boca de María cuando Ella, Inmaculada, se convirtió en Madre del Verbo Eterno, hoy alcanzan la cumbre definitiva. María que, gracias a su fe (realzada por Isabel) entró en aquel momento, todavía bajo el velo del misterio, en el tabernáculo de la Santísima Trinidad, hoy entra en la Morada eterna, en plena intimidad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la visión beatífica, “cara a cara”. Y esa visión, como inagotable fuente del amor perfecto, colma todo su ser con la plenitud de la gloria y de la felicidad. Así, pues, la Asunción es, al mismo tiempo, el “coronamiento” de la fe que Ella, “llena de gracia”, demostró durante la Anunciación y que Isabel, su pariente, subrayó y exaltó durante la Visitación.
--- Cristo glorifica a su Madre
Verdaderamente podemos repetir hoy, siguiendo el Apocalipsis: “Se abrió el templo de Dios que está en el cielo, y dejose ver el arca del Testamento en su templo... Oí una gran voz en el cielo que decía: ‘Ahora llega la salvación, el poder el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo’ “ (Ap 11,19; 12,10).
El Reino de Dios en aquella que siempre deseó ser solamente “la esclava del Señor”. La potencia de su Ungido, es decir, de Cristo, la potencia del amor que Él trajo sobre la tierra como un fuego (cfr. Lc 12,49); la potencia revelada en la glorificación de la que, mediante su “fiat”, le hizo posible venir a esta tierra, hacerse hombre; la potencia revelada en la glorificación de la Inmaculada, en la glorificación de su propia Madre.
"Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida" (1 Cor 15,20-23).
La asunción de María es un especial don del Resucitado a su Madre. Si, en efecto, “los que son de Cristo”, recibirán la vida “cuando él venga”, he aquí que es justo y comprensible que esa participación en la victoria sobre la muerte sea experimentada en primer lugar por Ella, la Madre; Ella, que es “de Cristo”, de modo más pleno, ya que, efectivamente, Él pertenece a Ella, como el hijo a la madre. Y Ella pertenece a Él; es, en modo especial, “de Cristo”, porque fue amada y redimida de forma totalmente singular. La que, en su propia concepción humana, fue Inmaculada -es decir, libre de pecado, cuya consecuencia es la muerte-, por el mismo hecho, ¿no debía ser libre de la muerte, que es consecuencia del pecado? Esa “venida” de Cristo, de que habla el Apóstol en la segunda lectura de hoy, ¿no “debía” acaso cumplirse, en este único caso de modo excepcional, por decirlo así, “inmediatamente”, es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? ¿Para Ella, repito, en la cual se había cumplido su primera “venida” en Nazaret y en la noche de Belén? De ahí que ese final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien dormición.
--- María, Inmaculada. Esperanza para el cristiano que lucha
“Assumpta est Maria in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia!”.
Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua; de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:
“Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap.12,1).
Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, del que habla el mismo libro de la Sagrada Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original, es decir, desde el día en que comió “del árbol del conocimiento del bien y del mal”, como leemos en el libro del Génesis (2,17; 3,12); aunque esa lucha adquiera a veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.
Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.
Nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva, al mal y al pecado, en espera del día en que todo será cumplido por Aquel que trajo la victoria sobre la muerte: el Hijo de María. Entonces Él “entregará a Dios Padre el Reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder” (1 Cor 15,24) y pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último enemigo, a la muerte (cfr. 1 Cor 15,25).
¡Participemos con alegría en la Eucaristía de hoy! Recibamos con confianza el Cuerpo de Cristo, acordándonos de sus palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Veneremos hoy a la que dio a Cristo nuestro cuerpo humano: la Inmaculada y Asunta al cielo, ¡que es la Esposa del Espíritu Santo y nuestra Madre!
DP-218 1980
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Aleluya, aleluya. Hoy es la Asunción de María: se alegra el ejército de los ángeles. Aleluya”. Celebramos con toda la Iglesia la glorificación de María, preludio también de la de todos los redimidos por Jesucristo.
María es aquella Mujer prometida en el Paraíso para aplastar la cabeza del enemigo de la Humanidad (Cfr Gen 3,15); la Mujer que en las bodas de Caná intercede ante Jesús para remediar las necesidades de los hombres (Cfr Jn 2,1-11); la Mujer que en el Calvario nos entregó Jesucristo como Madre (Cfr Jn 19,26) y que reúne en torno suyo a sus hijos para orar, preparando así la venida del Espíritu Santo (Cfr Act 1,14); la Mujer del Apocalipsis, vestida de sol, la luna a sus pies y una diadema de doce estrellas en su cabeza, que defiende la vida cristiana amenazada por el dragón infernal (Ap 12,1). María es la virgen que concebirá un hijo que se llamará Enmanuel: Dios con nosotros (Cfr Is 7,14), y que, cuarenta días después de resucitado, entrará en el Cielo. Ella ha introducido lo humano en el Reino de los Cielos. Ella misma será llevada en cuerpo y alma a los Cielos. Es lo que celebramos hoy.
“Convenía -enseña S. Juan Damasceno- que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad, conservara también su cuerpo después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial... Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura”. Esta enseñanza que recoge el sentir de la Tradición, tiene un eco en el Prefacio de la Misa de hoy: “Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro”.
Jesús había dicho a los suyos: “En la casa de mi Padre hay mucho sitio..., cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14,2-3). Cristo se lleva a su Madre a ese sitio, porque Ella “se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (L. G. ,56).
Hoy es un día para que brote espontáneo del corazón una encendida alabanza a María que sea, al mismo tiempo, expresión de nuestra gratitud y alegría. “¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave, Maria, gratia plena, Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardan y que tantos labios pronuncian en todo el mundo... Son las palabras con las que Dios mismo, a través de su mensajero, te ha saludado a Ti” (Juan Pablo II).
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Reina asumpta al cielo: hoy te felicitan todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por ti»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ap 11,19a; 12,1-6a.10ab: «Una Mujer vestida del sol, la luna por pedestal»
Sal 44,10bc.11-12 ab.16: «De pie a tu derecha está la Reina enjoyada con oro».
1Co 15, 20-26: «Primero, Cristo como principio; después, todos los cristianos»
Lc 1,39-56: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
El libro del Apocalipsis recoge y desvela una larga tradición que arranca de Gn 3. Se habla de una victoria. Las coincidencias son demasiadas como para pasarlas por alto: algunos han querido ver en «las alas de águila grande» que «le fueron dadas a la Mujer», una alusión a la Asunción de la Virgen. Aunque estas palabras no están incluídas en la lectura, las mencionamos por la relación con la fiesta.

La alabanza que brota de María, bendiciendo a Dios con el canto del «Magníficat», revela la inmensa gratitud de quien se siente objeto de la infinita benevolencia de Dios. La Iglesia quiere hacer suyas las alabanzas de María porque se sabe peregrina hacia el mismo cielo que Ella en cuerpo y alma ocupa. Mirando a María, encuentra su destino último. «Ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada» (Prefacio).
III. SITUACIÓN HUMANA
La antropología cristiana proyecta sobre el hombre necesariamente ese mundo de las realidades últimas que hace que no se agote aquí en este mundo nuestra capacidad humana, María Asumpta en cuerpo y alma al cielo tiene mucho que decir al hombre de hoy. Porque en María alcanza la humanidad el grado sumo de perfección. Porque la victoria de Cristo Resucitado, no se refiere sólo al espíritu. No hay dimensión de la realidad humana fuera del alcance de la Resurrección. La carne misma llega a la gloria de Dios.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– María, icono escatológico de la Iglesia:
"Después de haber hablado de la Iglesia, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su «peregrinación de la fe», y lo que será al final de su marcha, donde le espera, «para la gloria de Santísima e indivisible Trinidad», «en comunión con todos los santos», aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre: «Entre tanto la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y el comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68)" (972).

– La Maternidad divina en la Asunción: (966).
La respuesta
– La esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva: «La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo... cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48) (1042; cf 1043).
– Creo en la Resurrección de la carne: 988. 989. 990. 991.
El testimonio cristiano
– «Si Cristo Nuestro Señor, Justo Juez, reparte los premios, según el apóstol, con arreglo a las obras de cada uno, justo es que María, su Madre, por lo incomparable de su obra recibiera un don inefable, premio y gloria que excede a toda comparación. Tal fue su entrada corporal en el cielo, en donde se colocó a la diestra de Dios in vestito deaurato, circumdata varietate» (San Ildefonso, Sermo 2 de Assumptione B.M.)

«Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu Santo, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor Nuestro» (Prefacio).
Homilía IV: Homilía pronunciada por S.S. Benedicto XVI
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA A LOS CIELOS
Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Lunes 15 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta de su asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.
Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. Quiero reflexionar, en particular, sobre una imagen que encontramos en la primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la que se hace eco el Evangelio de san Lucas: la del arca.
En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el cielo el santuario de Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál es el significado del arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera arca de la alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios no habita en un mueble, Dios habita en una persona, en un corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el arca —como sabemos— se conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el arca de la alianza, porque acogió en sí a Jesús; acogió en sí la Palabra viva, todo el contenido de la voluntad de Dios, de la verdad de Dios; acogió en sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre recibidos de María. Con razón, por consiguiente, la piedad cristiana, en las letanías en honor de la Virgen, se dirige a ella invocándola como Foederis Arca, «Arca de la alianza», arca de la presencia de Dios, arca de la alianza de amor que Dios quiso establecer de modo definitivo con toda la humanidad en Cristo.
El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo, a quien acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su gloria del cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el cielo de Dios con todo su ser, alma y cuerpo.
San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, no construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la Dormición, 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que aquella que había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los tabernáculos de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido habitara en la estancia nupcial del cielo» (ib., 14: PG 96, 742).
Hoy la Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya: la eligió como verdadera «arca de la alianza», como Aquella que sigue engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que en el cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma de Dios y, al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro modo modesto, «arca» en la que está presente la Palabra de Dios, que es transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios, para que los hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del cielo.
El Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39-56) nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. Me parece importante subrayar la expresión «de prisa»: las cosas de Dios merecen prisa; más aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son precisamente las de Dios, que tienen la verdadera urgencia para nuestra vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre. Ciertamente, en aquella casa la esperaban a ella y su ayuda, pero el evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza, aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla. Así, la pariente anciana la acoge diciéndole «a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista san Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16). Juan Bautista en el seno de su madre danza ante el arca de la Alianza, como David; y así reconoce: María es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el «arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.
Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros: también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó —ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a María. En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.