Domingo de la semana 15 de tiempo ordinario; ciclo C
Se nos pide ser prójimo a los demás, como el samaritano de la parábola, vivir el mandamiento más alto... el amor
“En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas 10,25-37).
1. Jesús va de camino a Jerusalén, la ciudad donde acabará su vida y su misión. También nosotros vamos de camino por la vida. ¿Hacia dónde? El letrado le pregunta sobre el fin: “¿Qué hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús usa la pregunta para hacerle pensar: “¿qué está escrito en la ley?” Y el letrado responde de carretilla: “amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo”. Jesús lo corrobora. Pero el letrado insiste: “¿quién es mi prójimo?”
Estamos de viaje, y tenemos compañeros. El prójimo es todo el que va de viaje con nosotros y como nosotros, todos somos caminantes, peregrinos, y vamos a la misma meta, aunque no lo sepamos ni queramos saberlo. El hombre en la cuneta maltratado, robado, medio muerto... sin nombre, ni nacionalidad, ni cargo, porque ese hombre somos todos, podemos ser todos: los “sin papeles”, que mueren en pateras antes de llegar a su destino, y los enfermos de cólera que caían por los caminos, en la África de los Grandes Lagos durante la guerra de hutus y tutsis... hay muchos, demasiados hombres en la cuneta. Mientras, los expertos montan una teoría económica para justificar la ley de la selva, la ley de los fuertes. Son los bandidos legalizados por las sociedades avanzadas: especuladores, explotadores, ambiciosos, usureros, desaprensivos, violentos, terroristas, radicales y desalmados, torturadores e inquisidores. Jesús denuncia a todos los bandidos que maltratan y explotan al hombre, a la mujer, al extranjero, a los niños, a los negros, a los parados o que buscan empleo, a los que están en extrema necesidad, dispuestos a pasar por todo. Pero denuncia también a los sacerdotes y a los levitas, o sea, a todos los que buscan coartadas para encogerse de hombros ante la miseria y necesidades de los otros. Denuncia a los que convierten la religión en un pretexto para inhibirse de la política y de la actividad sindical, y a los que convierten a su Dios en una excusa para encerrarse en sí mismos, porque piensan que primero es Dios y luego el prójimo, para el que nunca tendrán tiempo ni voluntad.
En el siglo I los judíos odiaban a los samaritanos, que fueron excluidos del culto de Jerusalén, se les echa en cara que no cumplen ni un mandamiento. Vemos a un samaritano que recoge a aquel hombre indefenso sin tener en cuenta para nada límites nacionales o religiosos. Su amor no conoce fronteras, y en ello se corresponde con el amor de Dios, como Jesús nos dice: amad a vuestros enemigos, Dios lo hace también, hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,44).
El que atiende a su hermano, ése es el buen samaritano. No importan sus siglas de identificación, ni su ideología, ni su partido o sindicato, ni su religión, lo que importa es el amor a los otros. Hay muchos que tienen buenas doctrinas, pero sus obras no lo son. Nosotros mismos, los cristianos, presumimos de algo tan maravilloso como el evangelio, pero ¿qué hacemos? ¡Cuántos rodeos y cábalas para no atender a los necesitados! ¡Cuánta doctrina social de la Iglesia y qué poca Iglesia aplicada a ponerla por obra!
Jesús deja en claro dos cosas: que todos somos compañeros, prójimos, porque todos vamos por el mismo camino, que todos deberíamos comportarnos como buenos compañeros, como el buen samaritano. Sobran pretextos para caminar en corros y encerrarnos en el corral de nuestros prejuicios religiosos, nacionalistas, regionales, partidistas, clasistas, etc. Por encima de todo lo que nos diferencia (lengua, religión, cargo público, jerarquía, nación, sexo...), hay algo, lo único importante, que nos hace iguales: todos somos personas, hijos de Dios. Por eso deben prevalecer el amor y la solidaridad por encima de cualquier otra consideración. Ni el papa ni el rey son más persona que “el último mono”, ni son más hijos de Dios. Todos vamos a la casa del Padre, aunque nuestra túnica sea de distinto color (Eucaristía 1989).
«Anda, haz tú lo mismo». La parábola del buen samaritano es aparentemente una historia en la que Jesús no aparece. Y sin embargo lleva claramente su marca; nadie más que él podía contarla en estos términos: que los que debían practicar la misericordia, el sacerdote y el levita, se muestren indiferentes y pasen de largo, y que sea precisamente el extranjero el que tenga compasión del malherido «medio muerto», lo cure, le vende las heridas, lo cuide y, tras su marcha, siga preocupándose de él. Sólo Jesús puede contar esto así, pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida. El samaritano es un pseudónimo de Jesús, y cuando se dice al letrado: «Haz tú los mismo», se le está invitando a imitar a Cristo. Un humanista habría hecho algo a medio camino entre la omisión descarada de los dos primeros y la maravillosa obra de misericordia del tercero: quizá se habría dirigido a un puesto de guardia de los samaritanos, habría dado su informe y después habría proseguido su camino. En la sobreabundancia de la obra de misericordia se encuentra el sello de Cristo, algo que remite a la respuesta que Jesús había dado cuando se le preguntó qué hay que hacer para heredar la vida eterna: «Amarás con todo tu corazón», no sólo a Dios, sino también al prójimo (von Balthasar).
La Madre Teresa de Calcuta solía repetir con frecuencia: “Nunca dejemos que alguien se acerque a nosotros y no se vaya mejor y más feliz. Lo más importante no es lo que damos, sino el AMOR que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso”.
El Papa Juan Pablo II, en su encíclica sobre el dolor humano, “Salvifici doloris”, nos hace una reflexión profunda sobre el buen samaritano: “El samaritano –dice— demostró ser, de verdad, el ‘prójimo’ de aquel infeliz que cayó en manos de los ladrones. ‘Prójimo’ significa también el que cumple el mandamiento del amor al prójimo… No nos es lícito ‘pasar de largo’ con indiferencia, sino que debemos ‘detenernos’ al lado del que sufre. Buen samaritano, en efecto, es todo hombre que se detiene al lado del sufrimiento de otro hombre, cualquiera que sea. Y ese detenerse no significa curiosidad, sino disponibilidad. Ésta es como el abrirse de una cierta disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva” (Salv. Dol., 28).
“Buen samaritano es –continúa el Papa— todo hombre sensible al dolor ajeno, el hombre que ‘se conmueve’ por la desgracia del prójimo. Si Cristo, profundo conocedor del corazón humano, subraya esta compasión, quiere decir que es ésta es importante en todo nuestro comportamiento de frente al sufrimiento de los demás. Es necesario, por tanto, cultivar en nosotros esta sensibilidad del corazón, que testimonia la ‘compasión’ hacia el que sufre”.
El buen samaritano por antonomasia es nuestro buen Jesús. Él “se compadecía y se enternecía de las muchedumbres porque andaban como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Y enseguida ponía manos a la obra para remediar sus necesidades espirituales y corporales: las consolaba, les predicaba el amor del Padre; y también curaba sus enfermedades físicas y sanaba toda dolencia, multiplicaba los panes para darles de comer, a los ciegos les devolvía la vista, curaba a los leprosos, resucitaba a los muertos. Y, al final de su vida terrena, Él mismo quiso darnos su ser entero en la Eucaristía y en el Calvario, muriendo por nosotros para darnos vida eterna.
Esto es ser buen samaritano. Y tú, ¿eres ya un buen samaritano? ¿te has detenido alguna vez a lo largo del camino de la vida para curar las heridas del que sufre en su cuerpo o en su alma? ¿quieres ser, a partir de hoy, un buen samaritano para tu prójimo? Ojalá que sí. ¡Haz esto y vivirás! Jesús, veo que cambias la perspectiva de lo que te preguntan: «¿Quién es mi prójimo?», pues nos indicas «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».
Hoy, nos preguntamos: «De quién soy prójimo?» Cuentan de unos judíos que sentían curiosidad al ver desaparecer su rabino en la vigilia del sábado. Sospecharon que tenía un secreto, quizá con Dios, y confiaron a uno el encargo de seguirlo... Y así lo hizo, lleno de emoción, hasta una barriada miserable, donde vio al rabino cuidando y barriendo la casa de una mujer: era paralítica, y la servía y le preparaba una comida especial para la fiesta. Cuando volvió, le preguntaron al espía: «¿Dónde ha ido?; ¿al cielo, entre las nubes y las estrellas?». Y éste contestó: «¡No!, ha subido mucho más arriba».
Amar a los otros con obras es lo más alto; es donde se manifiesta el amor. ¡No pasar de largo!: «Es el propio Cristo quien alza su voz en los pobres para despertar la caridad de sus discípulos», afirma el Concilio Vaticano II en un documento.
Hacer de buen samaritano significa cambiar los planes («llegó junto a él»), dedicar tiempo («cuidó de él»)... Esto nos lleva a contemplar también la figura del posadero, como dijo Juan Pablo II: «¡Qué habría podido hacer sin él? De hecho, el posadero, permaneciendo en el anonimato, realizó la mayor parte de la tarea. Todos podemos actuar como él cumpliendo las propias tareas con espíritu de servicio. Toda ocupación ofrece la oportunidad, más o menos directa, de ayudar a quien lo necesita (...). El cumplimiento fiel de los propios deberes profesionales ya es practicar el amor por las personas y la sociedad».
Dejarlo todo para acoger a quien lo necesita (el buen samaritano) y hacer bien el trabajo por amor (el posadero), son las dos formas de amar que nos corresponden: «‘¿Quién (...) te parece que fue prójimo?’. ‘El que practicó la misericordia con él’. Díjole Jesús: ‘Vete y haz tú lo mismo’» (Lc 10,36-37).
2. «El mandamiento está muy cerca de ti». Es precisamente esto lo que inculca ya la Antigua Alianza en la primera lectura, suprimiendo la aparente distancia entre Dios con su mandamiento y el hombre, que debe escucharlo y cumplirlo. La disculpa es tan fácil: el mandamiento del cielo es demasiado elevado, no es aplicable en la vida cotidiana, está demasiado lejos, más allá del mar, sólo pueden ponerlo en práctica los emigrantes y algunos ascetas especiales. No, porque todas las cosas tienen en Cristo su consistencia, el mandamiento está muy cerca de ti: tu conciencia puede percibirlo, está en tu espíritu, puedes comprenderlo, meditarlo, aplicarlo. Si el Logos es el arquetipo de todos los seres, entonces tú eres su imagen, llevas su impronta en ti.
El humanismo no niega la posibilidad de poseer esta ley primordial y de obedecer su imperativo; únicamente no ve que el hombre no es más que expresión y no el sello mismo, y que hay que mirar a este último para saber hasta dónde llega el deber del amor (H. von Balthasar).
Rezamos hoy: “por tu gran amor, oh Dios, respóndeme, por la verdad de tu salvación.” La ley está en nuestro corazón, Dios en nosotros: “tu amor es bondad; en tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos”…
3. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el primogénito» en el que "se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad, los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada, también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las palabras del final «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres eslabones es irrompible (von Balthasar).
Acudimos a la Virgen María y Ella -que es modelo- nos ayude a descubrir las necesidades de los otros, materiales y espirituales. Que sepamos llevar a las almas necesitadas a la posada, es decir a la Iglesia.
Llucià Pou i Sabaté
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