sábado, 19 de marzo de 2016

Domingo de Ramos: Homilias

(Is 50,4-7) "No retiré mi rostro de los que me injuriaban"
(Fil 2,6-11) "Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo"
(Lc 22,14-23,56) "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en el Domingo de Ramos (30-III-1980)
--- Entrada “solemne”
--- Comienzo de la Pasión
--- Obediencia al Padre
--- Entrada “solemne”
Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a Jerusalén. Lo hace como los demás peregrinos, hijos e hijas de Israel, que en esta semana, precedente a la Pascua, van a Jerusalén. Jesús es uno de tantos.
Este acontecimiento, en su desarrollo externo, se puede considerar, pues, normal. Jesús se acerca a Jerusalén desde el Monte llamado de los Olivos, y por lo tanto viniendo de las localidades de Betfagé y de Betania. Allí da orden a dos discípulos de traerle un borrico. Les da las indicaciones precisas: dónde encontrarán el animal y cómo deben responder a los que pregunten por qué lo hacen. A los que preguntan por qué desatan al borrico, les responden: “El Señor tiene necesidad de él” (Lc 19,31), y esta respuesta es suficiente. El borrico es joven; hasta ahora nadie ha montado sobre él. Jesús será el primero. Así, pues, sentado sobre el borrico, Jesús realiza el último trecho del camino hacia Jerusalén. Sin embargo, desde cierto momento, este viaje, que en sí nada tenía de extraordinario, se cambia en una verdadera “entrada solemne en Jerusalén”.
Las palabras de veneración según el Evangelio de San Lucas, dicen así: “Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lc 19,38).
El hecho de que Jesús sube hacia Jerusalén con sus discípulos asume un significado mesiánico. Los detalles que forman el marco del acontecimiento, demuestran que en él se cumplen las profecías. Demuestran también que pocos días antes de la Pascua, en ese momento de su misión pública, Jesús logró convencer a muchos hombres sencillos en Israel. Le seguían los más cercanos, los Doce, y además una muchedumbre: “Toda la muchedumbre de los discípulos”, como dice el Evangelista Lucas (19,37), la cual hacía comprender sin equívocos que veía en Él al Mesías.
Jesús al subir de este modo hacia Jerusalén, se revela a Sí mismo completamente ante aquellos que preparan el atentado contra su vida. Por lo demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar con los milagros todo lo que proclamaba y al enseñar, como doctrina de su Padre, todo lo que enseñaba. Las lecturas litúrgicas de las últimas semanas lo demuestran de manera clara: la “entrada solemne en Jerusalén” constituye un paso nuevo y decisivo en el camino hacia la muerte, que le preparan los ancianos de los representantes de Israel.
Las palabras que dice “toda la muchedumbre” de peregrinos, que subían a Jerusalén con Jesús, no podían menos de reforzar las inquietudes del Sanedrín y de apresurar la decisión final.
El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo cuanto hace, lo hace con esta conciencia, siguiendo las palabras de la Escritura, que ha previsto cada uno de los momentos de su Pascua.
--- Comienzo de la Pasión
Jesús de Nazaret se revela, pues, según las palabras de los Profetas, que Él sólo ha comprendido en toda su plenitud. Esta plenitud permaneció velada tanto a “la muchedumbre de los discípulos”, que a lo largo del camino hacia Jerusalén cantaban “Hosanna”, alabando “a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto” (Lc 19,37), como a esos Doce más cercanos a Él. A estos últimos, el amor por Cristo no les permite admitir un final doloroso; recordemos cómo en una ocasión dijo Pedro: “Esto no te sucederá jamás” (Mt 16,22).
En cambio, para Jesús las palabras del Profeta son claras hasta el fin, y se revelan con toda la plenitud de su verdad; y Él mismo se abre ante esta verdad con toda la profundidad de su espíritu. La acepta totalmente. No reduce nada. En las palabras de los Profetas encuentra el significado justo de la vocación del Mesías: de su propia vocación. Encuentra en ellas la voluntad del Padre.
“El Señor Dios me ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás” (Is.50,5).
De este modo la liturgia del Domingo de Ramos contiene ya en sí la dimensión plena de la pasión: la dimensión de la Pascua.
“He dado mis espaldas a los que me herían, mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los esputos” (Is 50,6).
“Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza... me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica” (Sal 21(22),8.17-19).
En medio de las exclamaciones de la muchedumbre, del entusiasmo de los discípulos que, con las palabras de los Profetas, proclaman y confiesan en Él al Mesías, sólo Él, Cristo, lee hasta el fondo lo que sobre Él han escrito los Profetas.
Y todo lo que han dicho y escrito se cumple en Él con la verdad interior de su alma. Él, con la voluntad y el corazón, está ya en todo lo que, según las dimensiones externas del tiempo, le queda todavía por delante. Ya en este cortejo triunfal, en su “entrada en Jerusalén”, Él es “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil.2,8).
--- Obediencia al Padre
Entre la voluntad del Padre, que lo ha enviado, y la voluntad del Hijo hay una profunda unión plena de amor, un beso interior de paz y de redención. En este beso, en este abandono sin límites, Jesucristo que es de naturaleza divina, se despoja de Sí mismo y toma la condición de siervo, humillándose a Sí mismo (cfr. Fil. 2,6-8). Y permanece en este abatimiento, en esta expoliación de su fulgor externo, de su divinidad y de su humanidad, llena de gracia y de verdad. ÉL, Hijo del hombre, va, con esta aniquilamiento y expoliación, hacia los acontecimientos que se cumplirán, cuando su abajamiento, expoliación, aniquilamiento revistan precisas formas exteriores: recibirá salivazos, será flagelado, insultado, escarnecido, rechazado del propio pueblo, condenado a muerte, crucificado, hasta que pronuncien el último: “todo está cumplido”, entregando el espíritu en las manos del Padre.
Esta es la entrada “interior” de Jesús en Jerusalén, que se realiza dentro de su alma en el umbral de la Semana Santa.
En cierto momento se le acercan los fariseos que no pueden soportar más las exclamaciones de la muchedumbre en honor de Cristo, que hace su entrada en Jerusalén, y dicen: “Maestro, reprende a tus discípulos”; Jesús contestó: “Os digo que, si ellos callasen, gritarían las piedras” (Lc 19,39-40).
En esta ciudad (Roma) no faltan las piedras que hablan de cómo ha llegado aquí la cruz de Cristo y de cómo ha echado sus raíces en esta capital del mundo antiguo.
Que nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que ellas.
DP-86 1980
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Acabamos de escuchar con religiosa emoción el relato de la Pasión de Cristo que constituye la expresión más elocuente de su amor por los hombres. Para el interés histórico profano, la muerte de Jesús no pasó de ser un drama de odios y celos provincianos, de crueldad y mezquindades de gente fanática que habitaba en una pequeña región alejada de las grandes rutas de entonces. A los ojos de Dios, verdadero artífice de la Historia, era el acontecimiento hacia el que converge todo y del cual irradia todo.
Todo pecado tiene -como el de Adán y Eva- su raíz en la soberbia, en el equivocado deseo de independencia. Jesús, en cambio y como nuevo Adán, se hizo obediente "hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (2ª Lectura). De esta forma  y como reza la Liturgia: "de donde salió la muerte de allí surgió la vida; y el que venció en un árbol fue en un árbol vencido" (Prefacio de la Sta Cruz).
Se roza aquí un misterio insondable que, no obstante pone de relieve la gravedad del pecado y la hondura del amor de Dios. Amor que brota, como un río caudaloso de arrolladora fuerza, del Corazón de Cristo y que llevó a escribir al Apóstol: "Después de esto, ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquier otra cosa? Y ¿quién puede acusar a los elegidos de Dios? Dios mismo es el que los justifica. ¿Quién osará condenarlos? (Rom 8,31).
"Es el amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte", afirma S. Josemaría Escrivá, y añade: "Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito".
Esta increíble manifestación del Amor de Dios por nosotros está reclamando por nuestra parte algo más que un desleído entusiasmo por la causa del Evangelio. Quien no se entregara de corazón a Dios y a los demás por Él pondría de manifiesto que tiene un interior muy rústico y se haría merecedor de aquella acusación de Séneca: "No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud".
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Murió por nuestros pecados, según las Escrituras»
I. LA PALABRA DE DIOS
Procesión de Ramos: Lc 19, 28-40: Bendito el que viene en nombre del Señor
Misa: Is 50, 4-7: No oculté el rostro a insultos; y sé que no quedaré avergozado
Sal 21, 8-9.17-18a.19-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Flp. 2, 6-11: Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo
Lc 22, 14-23, 56: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
II. LA FE DE LA IGLESIA
«La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del reino, que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección...» (560).
«La Iglesia en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos no ha olvidado jamás que "los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor". Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo, la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos, con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos» (598).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Cuando se hizo hombre recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán... lo recuperamos en Cristo Jesús (S. Ireneo...)» (Cf 469). «La noche pascual de la resurrección pasa por la de la agonía y la del sepulcro. Son estos tres tiempos fuertes de la Hora de Jesús los que su Espíritu (y no la "carne que es débil") hace vivir en la contemplación. Es necesario aceptar el "velar una hora"...» (2719). 
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
En la entrada en Jerusalén, Lucas destaca, por un lado, el recibimiento triunfal y, por otro, las lágrimas de Jesús sobre la ciudad (cf Lc 19, 28-42).
La lectura de la Pasión, que comienza en la última Cena, invita a interpretar los dos acontecimientos en mutua referencia. Lucas subraya el carácter sacrificial de la Cena: sacrificio expiatorio (cf Lc 22, 19 e Is 53, 4-12); sacrificio de la Nueva Alianza (cf Lc 22, 19 y Ex 24, 8); sacrificio memorial de la Nueva Pascua (cf Lc 22, 14-19 y Ex 12, 14).
La Pasión en Lucas presenta, entre otras, las siguientes variantes: en el huerto, «el sudor a goterones, como de sangre»; en el proceso, Jesús ante Herodes; en el camino de la cruz, el lamento de las hijas de Jerusalén y las palabras de Jesús que anuncian el juicio de Dios; en la cruz, como en la vida pública, el evangelio del perdón para los verdugos y el ladrón arrepentido; y en la muerte, la oración con «gran voz» «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». 
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
La subida a Jerusalén y la entrada mesiánica: 557-560.
La muerte de Jesús designio divino de salvación: 599-605.
La ofrenda de Cristo por nuestros pecados: 606-617.
La respuesta:
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo: 618.
participación sacramental: 1227; 1362-1372
participación contemplativa: 2718-2719
participación constante: 2028s.
participación en la muerte: 1005-1014.
C. Otras sugerencias

Todo bautizado debe decir en las pruebas de la vida: «Me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).
S. Ignacio de Antioquía dice que la Muerte del Señor fue un misterio resonante que sucedió «en el silencio de Dios». Para adentrarnos en ese Misterio, la Iglesia celebra el Santo Triduo Pascual, en el que todo bautizado debe participar cordialmente.

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