Lunes de la semana 2 de tiempo ordinario; año par
Dios es fiel, pero el hombre puede rechazarlo. Jesús es el esposo, como vino nuevo, vestido nuevo para el alma
“Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decirle a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?". Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo. Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán. Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!"” (Marcos 2,18-22).
1. Jesús, veo que te enfrentas con los fariseos: primero con el perdón de los pecados y luego con la elección de un publicano, ahora murmuran contra ti porque tus discípulos no ayunan. Los judíos ayunaban dos veces por semana -los lunes y jueves- dando a esta práctica un tono de espera mesiánica. También el ayuno del Bautista y sus discípulos apuntaba a la preparación de la venida del Mestas. Ahora que has llegado ya, Jesús, les dices que no tiene sentido dar tanta importancia al ayuno. Con unas comparaciones muy sencillas y profundas te retratas: - tú eres el Novio y por tanto, mientras esté el Novio, los discípulos están de fiesta; ya vendrá el tiempo de su ausencia, y entonces ayunarán; - tú eres la novedad: el paño viejo ya no sirve; los odres viejos estropean el vino nuevo. Frente a las costumbres judías, los odres nuevos son la mentalidad nueva, el corazón nuevo. Lo que les costó a Pedro y los apóstoles aceptar el vino nuevo, hasta que lograron liberarse de su formación anterior y aceptar la mentalidad de Cristo, rompiendo con los esquemas humanos heredados. La fiesta, la alegría, la gracia y la comunión son lo prioritario, aunque también el ayuno tiene su papel, como el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo como preparación e inauguración de la Pascua. También el amor supone muchas veces renuncia y ayuno (J. Aldazábal).
El paño nuevo es el Evangelio, Jesús nos ofrece una vida de amor, y se nos da en vocación esponsal, esposo de la Iglesia. El tema de la unión esponsal hace referencia al cuerpo humano como don. “La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente, la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo)” (Pablo Prieto).
Jesús nos acompaña en nuestro camino, hace historia con nosotros, y hemos de alegrarnos: “¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?” Esta presencia del esposo que ama, nos dará alegría y seguridad; y nos ayuda a colaborar con la gracia para superar el pecado, morir al hombre viejo, quitarnos el vestido viejo, y vestirnos del hombre nuevo, revistiéndonos de Jesucristo.
San Josemaría Escrivá recordaba la llamada de santidad que Jesús nos hace, en medio del mundo, que resumía así: «conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios». Y la filiación divina ocupa un lugar de fundamento: «-¿Qué podemos decir como lo más fundamental de nuestra vocación?: -Di lo que te parezca más adecuado, según cada persona. Para mí, lo más fundamental, lo mejor, lo más bonito es que me hace sentirme hijo de Dios. Da una gran serenidad, aunque se haga una tontería muy gorda. Todos somos hijos de Dios, pero algunos no quieren serlo o no lo saben. Nosotros tenemos la alegría de saberlo, y así podemos pedir ayuda. Cuando surge la dificultad: Abba, Pater!. Y viene inmediatamente la serenidad».
Entre los que escuchaban al Señor, la mayoría serían pobres y sabrían de remiendos en vestidos; habría vendimiadores que sabrían lo que ocurre cuando el vino nuevo se echa en odres viejos. Les recuerda Jesús que han de recibir su mensaje con espíritu nuevo, que rompa el conformismo y la rutina de las almas avejentadas, que lo que Él propone no es una interpretación más de la Ley, sino una vida nueva. Toda nuestro obrar moral se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios: “Mirad qué amor nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos” (1 Jn, 3, 1). Dios elige al hombre, y lo crea, para ser santo y gozar de la presencia de Dios siendo en la vida nueva de la gracia imitadores de Jesucristo como hijos queridísimos.
La novedad –el vino nuevo, la nueva alianza, la novedad esponsal- del obrar de los hijos de Dios se basa pues en la docilidad a la gracia. A un alma así, Dios le va llevando libre de temor; y la filiación divina se manifiesta en el amor: libre de temor, pues «un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina». No hay temor alguno sino confianza segura: «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom 8,15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo».
2. Samuel dijo a Saúl que la fuerza con la que es investido viene de Dios: "¡Basta! Voy a anunciarte lo que el Señor me dijo anoche". "Habla", replicó él. Samuel añadió: "Aunque tú mismo te consideres poca cosa, ¿no estás al frente de las tribus de Israel? El Señor te ha ungido rey de Israel. Él te mandó”… según la costumbre de la época, se atribuye a Dios lo que hizo el pueblo, pero debajo de esas palabras vemos una desobediencia de Saúl, y una falta de reconocimiento de sus errores…
3. “No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia! Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales”, reza el salmista, que alaba la sinceridad de corazón: “El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Llucià Pou Sabaté
Inicio Octavario Unidad de los cristianos
BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL
Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
Miércoles, 18 de enero de 2012
Aula Pablo VI
Miércoles, 18 de enero de 2012
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy comienza la Semana de oración por la unidad de los cristianos que, desde hace más de un siglo, celebran cada año los cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar el don extraordinario por el que el Señor Jesús oró durante la última Cena, antes de su pasión: «Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue introducida el año 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo. Esta cita espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo alto, que es preciso invocar siempre.
Cada año se encarga de preparar los materiales para la Semana de oración un grupo ecuménico de una región diversa del mundo. Quiero comentar este hecho. Este año, los textos fueron propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico polaco, que comprende varias Iglesias y comunidades eclesiales de ese país. La documentación fue revisada después por un comité compuesto por miembros del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y de la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias. También este trabajo, realizado en colaboración en dos etapas, es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la convicción de que la oración es el camino principal para alcanzar la comunión plena, porque caminando unidos hacia el Señor caminamos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año —como hemos escuchado— está tomado de la primera carta a los Corintios: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como nación, quiso subrayar la gran fuerza con que la fe cristiana sostiene en medio de pruebas y dificultades, como las que han caracterizado la historia de Polonia. Después de largos debates se eligió un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, especialmente a la luz de la importancia que esta fe reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Esta reflexión se inspiró en las palabras de san Pablo, quien, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la índole temporal de lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de «derrota» del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la «victoria» de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.
La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, en los últimos siglos ha estado marcada por invasiones y derrotas, pero también por la lucha constante contra la opresión y por la sed de libertad. Todo esto indujo al grupo ecuménico a reflexionar de modo más profundo en el verdadero significado de «victoria» —qué es la victoria— y de «derrota». Con respecto a la «victoria» entendida de modo triunfalista, Cristo nos sugiere un camino muy distinto, que no pasa por el poder y la potencia. De hecho, afirma: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el consuelo concreto ofrecidos a los últimos, a los olvidados, a los excluidos. Para todos los cristianos la más alta expresión de ese humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos participar en esta «victoria» transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida, y la transformación se realiza en forma de conversión. Por este motivo el grupo ecuménico polaco consideró especialmente adecuadas para el tema de su meditación las palabras de san Pablo: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58).
La unidad plena y visible de los cristianos, a la que aspiramos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de modo cada vez más perfecto, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos requiere una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación; hace falta fortalecer nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos habló y se hizo uno de nosotros; es preciso entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; es necesario abrirse unos a otros, captando todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y que siempre nos da de nuevo; es necesario sentir la urgencia de dar testimonio del Dios vivo, que se dio a conocer en Cristo, al hombre de nuestro tiempo.
El concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la acción de la Iglesia: «Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico» (Unitatis redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II puso de relieve la índole esencial de ese compromiso, diciendo: «Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad» (Enc. Ut unum sint, 9). Así pues, la tarea ecuménica es una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la comunión plena en la verdad y en la caridad. Por lo tanto, la oración por la unidad no se limita a esta Semana de oración, sino que debe formar parte de nuestra oración, de la vida de oración de todos los cristianos, en todos los lugares y en todos los tiempos, especialmente cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia y violación de la dignidad del hombre.
Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre ha habido una clara consciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar un testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, nos une mucho más de lo que nos divide. Pero las divisiones existen, y atañen también a varias cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, quien en su encíclica Ut unum sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cf. nn. 98-99). Este es un gran desafío para la nueva evangelización, que puede ser más fructuosa si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestros tiempos.
El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que él soportó y sufrió en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo él es capaz de transformarnos y cambiarnos, de débiles y vacilantes, en fuertes y valientes para obrar el bien. Sólo él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a uniros en oración de modo más intenso durante esta Semana por la unidad, para que aumente el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en que podremos profesar juntos la fe transmitida por los Apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias.
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AUDIENCIA GENERAL DE BENEDICTO XVI
Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
20 de Enero de 2010
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Aula Pablo VI
20 de Enero de 2010
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos a mitad de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, una iniciativa ecuménica, que se ha ido estructurando desde hace más de un siglo, y que cada año llama la atención sobre un tema, el de la unidad visible entre los cristianos, que implica la conciencia y estimula el compromiso de quienes creen en Cristo. Y lo hace, ante todo, con la invitación a la oración, como imitación de Jesús mismo, que pide al Padre para sus discípulos: "Que sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La exhortación perseverante a la oración por la comunión plena entre los seguidores del Señor manifiesta la orientación más auténtica y profunda de toda la búsqueda ecuménica, porque la unidad es ante todo don de Dios. En efecto, como afirma el concilio Vaticano II: "El santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas humanas" (Unitatis redintegratio, 24). Por lo tanto, además de nuestro esfuerzo por desarrollar relaciones fraternas y promover el diálogo para aclarar y resolver las divergencias que separan a las Iglesias y las comunidades eclesiales, es necesaria la confiada y concorde invocación al Señor.
El tema de este año está tomado del Evangelio de san Lucas, de las últimas palabras de Cristo Resucitado a sus discípulos: "Vosotros sois testigos de todo esto" (Lc 24, 48). La propuesta del tema la pidió el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, de acuerdo con la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias, a un grupo ecuménico de Escocia. Hace un siglo la Conferencia mundial para la consideración de los problemas relativos al mundo no cristiano tuvo lugar precisamente en Edimburgo, Escocia, del 13 al 24 de junio de 1910. Entre los problemas que se discutieron entonces estaba el de la dificultad objetiva de proponer con credibilidad el anuncio evangélico al mundo no cristiano por parte de los cristianos divididos entre sí. Si a un mundo que no conoce a Cristo, que se ha alejado de él o que se muestra indiferente al Evangelio, los cristianos se presentan desunidos, más aún, con frecuencia contrapuestos, ¿será creíble el anuncio de Cristo como único Salvador del mundo y nuestra paz? La relación entre unidad y misión ha representado desde ese momento una dimensión esencial de toda la acción ecuménica y su punto de partida. Y por esta aportación específica esa Conferencia de Edimburgo es uno de los puntales del ecumenismo moderno. La Iglesia católica, en el concilio Vaticano II, retomó y confirmó con vigor esta perspectiva, afirmando que la división entre los discípulos de Jesús no sólo "contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, sino que además es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura" (Unitatis redintegratio, 1).
En ese contexto teológico y espiritual se sitúa el tema propuesto para esta Semana dedicada a la meditación y la oración: la exigencia de un testimonio común de Cristo. El breve texto propuesto como tema, "Vosotros sois testigos de todo esto", hay que leerlo en el contexto de todo el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas. Recordemos brevemente el contenido de este capítulo. Primero las mujeres van al sepulcro, ven los signos de la resurrección de Jesús y anuncian lo que han visto a los Apóstoles y a los demás discípulos (v. 8); después el mismo Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús en el camino, luego a Simón Pedro y, sucesivamente, "a los Once y a los que estaban con ellos" (v. 33). Les abre la mente para que comprendan las Escrituras acerca de su muerte redentora y su resurrección, afirmando que "se predicará en su nombre a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados" (v. 47). A los discípulos que se encuentran "reunidos" y que han sido testigos de su misión, el Señor resucitado les promete el don del Espíritu Santo (cf. v. 49), a fin de que juntos lo testimonien a todas las naciones. De ese imperativo -"de todo esto", de esto vosotros sois testigos (cf. Lc 24, 48)-, que es el tema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, brotan para nosotros dos preguntas. La primera: ¿qué es "todo esto"? La segunda: ¿cómo podemos nosotros ser testigos de "todo esto"?
Si nos fijamos en el contexto del capítulo, "todo esto" significa ante todo la cruz y la resurrección: los discípulos han visto la crucifixión del Señor, ven al Resucitado y así comienzan a entender todas las Escrituras que hablan del misterio de la pasión y del don de la resurrección. "Todo esto", por lo tanto, es el misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, que murió por nosotros y resucitó, que vive para siempre y, de ese modo, es garantía de nuestra vida eterna.
Pero conociendo a Cristo —este es el punto esencial— conocemos el rostro de Dios. Cristo es sobre todo la revelación de Dios. En todos los tiempos, los hombres perciben la existencia de Dios, un Dios único, pero que está lejos y no se manifiesta. En Cristo este Dios se muestra, el Dios lejano se convierte en cercano. Por lo tanto, "todo esto" es, principalmente el misterio de Cristo, Dios que se ha hecho cercano a nosotros. Esto implica otra dimensión: Cristo nunca está solo; él vino entre nosotros, murió solo, pero resucitó para atraer a todos hacia sí. Cristo, como dice la Escritura, se crea un cuerpo, reúne a toda la humanidad en su realidad de la vida inmortal. Y así, en Cristo, que reúne a la humanidad, conocemos el futuro de la humanidad: la vida eterna. De manera que todo esto es muy sencillo, en definitiva: conocemos a Dios conociendo a Cristo, su cuerpo, el misterio de la Iglesia y la promesa de la vida eterna.
Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Cómo podemos nosotros ser testigos de "todo esto"? Sólo podemos ser testigos conociendo a Cristo y, conociendo a Cristo, conociendo también a Dios. Pero conocer a Cristo implica ciertamente una dimensión intelectual —aprender cuanto conocemos de Cristo— pero siempre es mucho más que un proceso intelectual: es un proceso existencial, es un proceso de la apertura de mi yo, de mi transformación por la presencia y la fuerza de Cristo, y así también es un proceso de apertura a todos los demás que deben ser cuerpo de Cristo. De este modo, es evidente que conocer a Cristo, como proceso intelectual y sobre todo existencial, es un proceso que nos hace testigos. En otras palabras, sólo podemos ser testigos si a Cristo lo conocemos de primera mano y no solamente por otros, en nuestra propia vida, por nuestro encuentro personal con Cristo. Encontrándonos con él realmente en nuestra vida de fe nos convertimos en testigos y así podemos contribuir a la novedad del mundo, a la vida eterna. El Catecismo de la Iglesia católica nos da una indicación también para entender el contenido de "todo esto". La Iglesia ha reunido y resumido lo esencial de cuanto el Señor nos ha dado en la Revelación, en el "Símbolo llamado niceno-constantinopolitano, que debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381)" (n. 195). El Catecismo precisa que este Símbolo "sigue siendo todavía hoy común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente" (ib.). En este Símbolo, por lo tanto, se encuentran las verdades de fe que los cristianos pueden profesar y testimoniar juntos, para que el mundo crea, manifestando, con el deseo y el compromiso de superar las divergencias existentes, la voluntad de caminar hacia la comunión plena, la unidad del Cuerpo de Cristo.
La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos lleva a considerar otros aspectos importantes para el ecumenismo. Ante todo, el gran avance logrado en las relaciones entre Iglesias y comunidades eclesiales después de la Conferencia de Edimburgo de hace un siglo. El movimiento ecuménico moderno se ha desarrollado de modo tan significativo que en el último siglo se convirtió en un elemento importante en la vida de la Iglesia, recordando el problema de la unidad entre todos los cristianos y sosteniendo también el crecimiento de la comunión entre ellos. No sólo favorece las relaciones fraternas entre las Iglesias y las comunidades eclesiales en respuesta al mandamiento del amor, sino que también estimula la investigación teológica. Además, implica la vida concreta de las Iglesias y las comunidades eclesiales con temáticas que tocan la pastoral y la vida sacramental, como, por ejemplo, el reconocimiento mutuo del Bautismo, las cuestiones relativas a los matrimonios mixtos, los casos parciales de comunicatio in sacris en situaciones particulares bien definidas. En la estela de este espíritu ecuménico, los contactos se han ido ampliando también a movimientos pentecostales, evangélicos y carismáticos, para un mayor conocimiento recíproco, si bien no faltan problemas graves en este sector.
La Iglesia católica, desde el concilio Vaticano II, ha entablado relaciones fraternas con todas las Iglesias de Oriente y las comunidades eclesiales de Occidente, especialmente organizando con la mayor parte de ellas diálogos teológicos bilaterales, que han llevado a encontrar convergencias o también consensos en varios puntos, profundizando así los vínculos de comunión. En el año que acaba de concluir los distintos diálogos han dado pasos positivos. Con las Iglesias ortodoxas, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico, en la XI Sesión plenaria que tuvo lugar en Paphos, Chipre, en octubre de 2009, comenzó el estudio de un tema crucial en el diálogo entre católicos y ortodoxos: El papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio, es decir, en el tiempo en que los cristianos de Oriente y de Occidente vivían en la comunión plena. Este estudio se extenderá sucesivamente al segundo milenio. Otras veces ya he solicitado la oración de los católicos por este diálogo delicado y esencial para todo el movimiento ecuménico. También con las antiguas Iglesias ortodoxas de Oriente (copta, etiópica, siria, armenia), la análoga Comisión mixta se reunió del 26 al 30 de enero del año pasado. Estas importantes iniciativas demuestran que se está llevando a cabo un diálogo profundo y rico de esperanzas con todas las Iglesias de Oriente que no están en comunión plena con Roma, en su propia especificidad.
Durante el año pasado, con las comunidades eclesiales de Occidente se han examinado los resultados alcanzados en los distintos diálogos de estos cuarenta años, deteniéndose especialmente en los diálogos con la Comunión anglicana, con la Federación luterana mundial, con la Alianza reformada mundial y con el Consejo mundial metodista. Al respecto, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos ha realizado un estudio para dilucidar los puntos de convergencia a los que se ha llegado en los relativos diálogos bilaterales, y señalar, al mismo tiempo, los problemas abiertos sobre los que será preciso comenzar una fase nueva de confrontación.
Entre los eventos recientes, quiero mencionar la conmemoración del décimo aniversario de la Declaración común sobre la doctrina de la justificación, celebrado conjuntamente por católicos y luteranos el 31 de octubre de 2009, para estimular la continuación del diálogo, como también la visita a Roma del arzobispo de Canterbury, doctor Rowan Williams, quien mantuvo también conversaciones sobre la situación particular en que se encuentra la Comunión anglicana. El compromiso común de continuar las relaciones y el diálogo son un signo positivo, que manifiesta cuán intenso es el deseo de la unidad, pese a todos los problemas que la obstaculizan. Así vemos que existe una dimensión de nuestra responsabilidad en hacer todo lo posible para llegar realmente a la unidad, pero también existe la otra dimensión, la de la acción divina, porque sólo Dios puede dar la unidad a la Iglesia. Una unidad "auto-confeccionada" sería humana, pero nosotros deseamos la Iglesia de Dios, hecha por Dios, el cual creará la unidad cuando quiera y cuando nosotros estemos preparados. Debemos tener presentes también los avances reales que se han alcanzado en la colaboración y en la fraternidad en todos estos años, en estos últimos cincuenta años. Al mismo tiempo, debemos saber que la labor ecuménica no es un proceso lineal. En efecto, problemas viejos, nacidos en el contexto de otra época, pierden su peso, mientras que en el contexto actual surgen nuevos problemas y nuevas dificultades. Por lo tanto, debemos estar siempre dispuestos para un proceso de purificación, en el que el Señor nos haga capaces de estar unidos.
Queridos hermanos y hermanas, pido la oración de todos por la compleja realidad ecuménica, por la promoción del diálogo, como también para que los cristianos de nuestro tiempo den un nuevo testimonio común de fidelidad a Cristo ante nuestro mundo. Que el Señor escuche nuestra invocación y la de todos los cristianos, que en esta semana se eleva a él con especial intensidad".
Estamos a mitad de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, una iniciativa ecuménica, que se ha ido estructurando desde hace más de un siglo, y que cada año llama la atención sobre un tema, el de la unidad visible entre los cristianos, que implica la conciencia y estimula el compromiso de quienes creen en Cristo. Y lo hace, ante todo, con la invitación a la oración, como imitación de Jesús mismo, que pide al Padre para sus discípulos: "Que sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La exhortación perseverante a la oración por la comunión plena entre los seguidores del Señor manifiesta la orientación más auténtica y profunda de toda la búsqueda ecuménica, porque la unidad es ante todo don de Dios. En efecto, como afirma el concilio Vaticano II: "El santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas humanas" (Unitatis redintegratio, 24). Por lo tanto, además de nuestro esfuerzo por desarrollar relaciones fraternas y promover el diálogo para aclarar y resolver las divergencias que separan a las Iglesias y las comunidades eclesiales, es necesaria la confiada y concorde invocación al Señor.
El tema de este año está tomado del Evangelio de san Lucas, de las últimas palabras de Cristo Resucitado a sus discípulos: "Vosotros sois testigos de todo esto" (Lc 24, 48). La propuesta del tema la pidió el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, de acuerdo con la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias, a un grupo ecuménico de Escocia. Hace un siglo la Conferencia mundial para la consideración de los problemas relativos al mundo no cristiano tuvo lugar precisamente en Edimburgo, Escocia, del 13 al 24 de junio de 1910. Entre los problemas que se discutieron entonces estaba el de la dificultad objetiva de proponer con credibilidad el anuncio evangélico al mundo no cristiano por parte de los cristianos divididos entre sí. Si a un mundo que no conoce a Cristo, que se ha alejado de él o que se muestra indiferente al Evangelio, los cristianos se presentan desunidos, más aún, con frecuencia contrapuestos, ¿será creíble el anuncio de Cristo como único Salvador del mundo y nuestra paz? La relación entre unidad y misión ha representado desde ese momento una dimensión esencial de toda la acción ecuménica y su punto de partida. Y por esta aportación específica esa Conferencia de Edimburgo es uno de los puntales del ecumenismo moderno. La Iglesia católica, en el concilio Vaticano II, retomó y confirmó con vigor esta perspectiva, afirmando que la división entre los discípulos de Jesús no sólo "contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, sino que además es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura" (Unitatis redintegratio, 1).
En ese contexto teológico y espiritual se sitúa el tema propuesto para esta Semana dedicada a la meditación y la oración: la exigencia de un testimonio común de Cristo. El breve texto propuesto como tema, "Vosotros sois testigos de todo esto", hay que leerlo en el contexto de todo el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas. Recordemos brevemente el contenido de este capítulo. Primero las mujeres van al sepulcro, ven los signos de la resurrección de Jesús y anuncian lo que han visto a los Apóstoles y a los demás discípulos (v. 8); después el mismo Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús en el camino, luego a Simón Pedro y, sucesivamente, "a los Once y a los que estaban con ellos" (v. 33). Les abre la mente para que comprendan las Escrituras acerca de su muerte redentora y su resurrección, afirmando que "se predicará en su nombre a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados" (v. 47). A los discípulos que se encuentran "reunidos" y que han sido testigos de su misión, el Señor resucitado les promete el don del Espíritu Santo (cf. v. 49), a fin de que juntos lo testimonien a todas las naciones. De ese imperativo -"de todo esto", de esto vosotros sois testigos (cf. Lc 24, 48)-, que es el tema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, brotan para nosotros dos preguntas. La primera: ¿qué es "todo esto"? La segunda: ¿cómo podemos nosotros ser testigos de "todo esto"?
Si nos fijamos en el contexto del capítulo, "todo esto" significa ante todo la cruz y la resurrección: los discípulos han visto la crucifixión del Señor, ven al Resucitado y así comienzan a entender todas las Escrituras que hablan del misterio de la pasión y del don de la resurrección. "Todo esto", por lo tanto, es el misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, que murió por nosotros y resucitó, que vive para siempre y, de ese modo, es garantía de nuestra vida eterna.
Pero conociendo a Cristo —este es el punto esencial— conocemos el rostro de Dios. Cristo es sobre todo la revelación de Dios. En todos los tiempos, los hombres perciben la existencia de Dios, un Dios único, pero que está lejos y no se manifiesta. En Cristo este Dios se muestra, el Dios lejano se convierte en cercano. Por lo tanto, "todo esto" es, principalmente el misterio de Cristo, Dios que se ha hecho cercano a nosotros. Esto implica otra dimensión: Cristo nunca está solo; él vino entre nosotros, murió solo, pero resucitó para atraer a todos hacia sí. Cristo, como dice la Escritura, se crea un cuerpo, reúne a toda la humanidad en su realidad de la vida inmortal. Y así, en Cristo, que reúne a la humanidad, conocemos el futuro de la humanidad: la vida eterna. De manera que todo esto es muy sencillo, en definitiva: conocemos a Dios conociendo a Cristo, su cuerpo, el misterio de la Iglesia y la promesa de la vida eterna.
Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Cómo podemos nosotros ser testigos de "todo esto"? Sólo podemos ser testigos conociendo a Cristo y, conociendo a Cristo, conociendo también a Dios. Pero conocer a Cristo implica ciertamente una dimensión intelectual —aprender cuanto conocemos de Cristo— pero siempre es mucho más que un proceso intelectual: es un proceso existencial, es un proceso de la apertura de mi yo, de mi transformación por la presencia y la fuerza de Cristo, y así también es un proceso de apertura a todos los demás que deben ser cuerpo de Cristo. De este modo, es evidente que conocer a Cristo, como proceso intelectual y sobre todo existencial, es un proceso que nos hace testigos. En otras palabras, sólo podemos ser testigos si a Cristo lo conocemos de primera mano y no solamente por otros, en nuestra propia vida, por nuestro encuentro personal con Cristo. Encontrándonos con él realmente en nuestra vida de fe nos convertimos en testigos y así podemos contribuir a la novedad del mundo, a la vida eterna. El Catecismo de la Iglesia católica nos da una indicación también para entender el contenido de "todo esto". La Iglesia ha reunido y resumido lo esencial de cuanto el Señor nos ha dado en la Revelación, en el "Símbolo llamado niceno-constantinopolitano, que debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381)" (n. 195). El Catecismo precisa que este Símbolo "sigue siendo todavía hoy común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente" (ib.). En este Símbolo, por lo tanto, se encuentran las verdades de fe que los cristianos pueden profesar y testimoniar juntos, para que el mundo crea, manifestando, con el deseo y el compromiso de superar las divergencias existentes, la voluntad de caminar hacia la comunión plena, la unidad del Cuerpo de Cristo.
La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos lleva a considerar otros aspectos importantes para el ecumenismo. Ante todo, el gran avance logrado en las relaciones entre Iglesias y comunidades eclesiales después de la Conferencia de Edimburgo de hace un siglo. El movimiento ecuménico moderno se ha desarrollado de modo tan significativo que en el último siglo se convirtió en un elemento importante en la vida de la Iglesia, recordando el problema de la unidad entre todos los cristianos y sosteniendo también el crecimiento de la comunión entre ellos. No sólo favorece las relaciones fraternas entre las Iglesias y las comunidades eclesiales en respuesta al mandamiento del amor, sino que también estimula la investigación teológica. Además, implica la vida concreta de las Iglesias y las comunidades eclesiales con temáticas que tocan la pastoral y la vida sacramental, como, por ejemplo, el reconocimiento mutuo del Bautismo, las cuestiones relativas a los matrimonios mixtos, los casos parciales de comunicatio in sacris en situaciones particulares bien definidas. En la estela de este espíritu ecuménico, los contactos se han ido ampliando también a movimientos pentecostales, evangélicos y carismáticos, para un mayor conocimiento recíproco, si bien no faltan problemas graves en este sector.
La Iglesia católica, desde el concilio Vaticano II, ha entablado relaciones fraternas con todas las Iglesias de Oriente y las comunidades eclesiales de Occidente, especialmente organizando con la mayor parte de ellas diálogos teológicos bilaterales, que han llevado a encontrar convergencias o también consensos en varios puntos, profundizando así los vínculos de comunión. En el año que acaba de concluir los distintos diálogos han dado pasos positivos. Con las Iglesias ortodoxas, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico, en la XI Sesión plenaria que tuvo lugar en Paphos, Chipre, en octubre de 2009, comenzó el estudio de un tema crucial en el diálogo entre católicos y ortodoxos: El papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio, es decir, en el tiempo en que los cristianos de Oriente y de Occidente vivían en la comunión plena. Este estudio se extenderá sucesivamente al segundo milenio. Otras veces ya he solicitado la oración de los católicos por este diálogo delicado y esencial para todo el movimiento ecuménico. También con las antiguas Iglesias ortodoxas de Oriente (copta, etiópica, siria, armenia), la análoga Comisión mixta se reunió del 26 al 30 de enero del año pasado. Estas importantes iniciativas demuestran que se está llevando a cabo un diálogo profundo y rico de esperanzas con todas las Iglesias de Oriente que no están en comunión plena con Roma, en su propia especificidad.
Durante el año pasado, con las comunidades eclesiales de Occidente se han examinado los resultados alcanzados en los distintos diálogos de estos cuarenta años, deteniéndose especialmente en los diálogos con la Comunión anglicana, con la Federación luterana mundial, con la Alianza reformada mundial y con el Consejo mundial metodista. Al respecto, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos ha realizado un estudio para dilucidar los puntos de convergencia a los que se ha llegado en los relativos diálogos bilaterales, y señalar, al mismo tiempo, los problemas abiertos sobre los que será preciso comenzar una fase nueva de confrontación.
Entre los eventos recientes, quiero mencionar la conmemoración del décimo aniversario de la Declaración común sobre la doctrina de la justificación, celebrado conjuntamente por católicos y luteranos el 31 de octubre de 2009, para estimular la continuación del diálogo, como también la visita a Roma del arzobispo de Canterbury, doctor Rowan Williams, quien mantuvo también conversaciones sobre la situación particular en que se encuentra la Comunión anglicana. El compromiso común de continuar las relaciones y el diálogo son un signo positivo, que manifiesta cuán intenso es el deseo de la unidad, pese a todos los problemas que la obstaculizan. Así vemos que existe una dimensión de nuestra responsabilidad en hacer todo lo posible para llegar realmente a la unidad, pero también existe la otra dimensión, la de la acción divina, porque sólo Dios puede dar la unidad a la Iglesia. Una unidad "auto-confeccionada" sería humana, pero nosotros deseamos la Iglesia de Dios, hecha por Dios, el cual creará la unidad cuando quiera y cuando nosotros estemos preparados. Debemos tener presentes también los avances reales que se han alcanzado en la colaboración y en la fraternidad en todos estos años, en estos últimos cincuenta años. Al mismo tiempo, debemos saber que la labor ecuménica no es un proceso lineal. En efecto, problemas viejos, nacidos en el contexto de otra época, pierden su peso, mientras que en el contexto actual surgen nuevos problemas y nuevas dificultades. Por lo tanto, debemos estar siempre dispuestos para un proceso de purificación, en el que el Señor nos haga capaces de estar unidos.
Queridos hermanos y hermanas, pido la oración de todos por la compleja realidad ecuménica, por la promoción del diálogo, como también para que los cristianos de nuestro tiempo den un nuevo testimonio común de fidelidad a Cristo ante nuestro mundo. Que el Señor escuche nuestra invocación y la de todos los cristianos, que en esta semana se eleva a él con especial intensidad".
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