Martes de la semana 3 de Adviento
Somos invitados a vivir como hijos en la obediencia a la voluntad de Dios
“Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’. ’Y él respondió: ’No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ’Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él” (Mateo 21,28-32).
1. Hoy contemplamos al padre que tiene dos hijos y dice al primero: «Hijo, vete hoy a trabajar en la viña». Éste respondió: «”No quiero‟, pero después se arrepintió y fue». Al segundo le dijo lo mismo. Él le respondió: «Voy, señor»; pero no fue... Lo importante no es decir “sí”, sino “obrar”. Hay un adagio que afirma que «obras son amores y no buenas razones».
En otro momento, Jesús dará la doctrina que enseña esta parábola: «No todo el que me diga: „Señor, Señor‟, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Como escribió san Agustín, «existen dos voluntades. Tu voluntad debe ser corregida para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida para acomodarse a la tuya». En lengua catalana decimos que un niño “creu” (“cree”), cuando obedece: ¡cree!, es decir, identificamos la obediencia con la fe, con la confianza en lo que nos dicen. Obediencia viene de “ob-audire”: escuchar con gran atención. Se manifiesta en la oración, en no hacernos “sordos” a la voz del Amor. «Los hombres tendemos a “defendernos”, a apegarnos a nuestro egoísmo. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario estar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles» (San Josemaría Escrivá).
Cumplir la voluntad de Dios es ser santo; obedecer no es ser simplemente una marioneta en manos de otro, sino interiorizar lo que hay que cumplir: y así hacerlo porque “me da la gana”.
Nuestra Madre la Virgen, maestra en la “obediencia de la fe”, nos enseñará el modo de aprender a obedecer la voluntad del Padre.
Al Bautista le hicieron caso los pobres y humildes, la gente sencilla, los pecadores, los que parecía que decían que no. Los otros, los doctos y los poderosos, los piadosos, parecía que decían que sí, pero no fueron sinceros. Muchas veces en el evangelio Jesús critica a los «oficialmente buenos» y alaba a los que tienen peor fama, pero en el fondo son buenas personas y cumplen la voluntad de Dios. El fariseo de la parábola no bajó santificado, y elpublicano, sí. Los viñadores primeros no merecían tener arrendada la viña, y les fue dada a otros que no eran del pueblo. Los leprosos judíos no volvieron a dar las gracias por la curación, mientras que sí lo hizo el tenido por pecador, el samaritano. Aquí Jesús llega a afirmar, cosa que no gustaría nada a los sacerdotes y fariseos, que «los publicanos y prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios», porque sí creyeron al Bautista. Jesús no nos está invitando a ser pecadores, o a decir que no. Sino a decir sí, pero siendo luego consecuentes con ese sí. Y esto, también en tiempos de Jesús, lo hace mejor el pueblo «pobre, sencillo y humilde» que se está reuniendo en torno a Jesús, siguiendo su invitación: «venid a mí, que soy sencillo y humilde de corazón». Ahora puede pasar lo mismo, y es bueno que recojamos esta llamada a la autocrítica sincera. Nosotros, ante la oferta de salvación por parte de Dios en este Adviento, ¿dónde quedamos retratados?; ¿somos de los autosuficientes, que ponen su confianza en sí mismos, de los «buenos» que no necesitan la salvación?; ¿o pertenecemos al pueblo pobre y humilde, el resto de Israel de Sofonías, el que acogió el mensaje del Bautista? Tal vez estamos íntimamente orgullosos de que decimos que sí porque somos cristianos de siempre, y practicamos y rezamos y cantamos y llevamos medallas: cosas todas muy buenas. Pero debemos preguntarnos si llevamos a la práctica lo que rezamos y creemos. No sólo si prometemos, sino si cumplimos; no sólo si cuidamos la fachada, sino si la realidad interior y las obras corresponden a nuestras palabras. También entre nosotros puede pasar que los buenos -los sacerdotes, los religiosos, los de misa diaria- seamos poco comprometidos a la hora de la verdad, y que otros no tan «buenos» tengan mejor corazón para ayudar a los demás y estén más disponibles a la hora del trabajo. Que sean menos sofisticados y complicados que nosotros, y que estén de hecho más abiertos a la salvación que Dios les ofrece en este Adviento, a pesar de que tal vez no tienen tantas ayudas de la gracia como nosotros. Esto es incómodo de oír, como lo fueron seguramente las palabras de Jesús para sus contemporáneos. Pero nos hace bien plantearnos a nosotros mismos estas preguntas y contestarlas con sinceridad.
En la misa de estos días, en las invocaciones del acto penitencial, manifestamos claramente nuestra actitud de humilde súplica a Dios desde nuestra existencia débil y pecadora: «tú que viniste al mundo para salvarnos», «tú que viniste a salvar lo que estaba perdido», «luz del mundo, que vienes a iluminar a los que viven en las tinieblas del pecado... Señor, ten piedad». Empezamos la misa con un acto de humildad y de confianza. Y no es por adorno literario, sino porque en verdad somos débiles y pecadores. Sólo el humilde pide perdón y salvación, como decía el salmo de hoy: «los pobres invocan al Señor y él les escucha». El Adviento sólo lo toman en serio los pobres. Los que lo tienen todo, no esperan ni piden nada. Los que se creen santos y perfectos, no piden nunca perdón. Los que lo saben todo, ni preguntan ni necesitan aprender nada (J. Aldazábal). Piensan que Dios es de los suyos y que habla por ellos.
Para Jesús, son las „obras‟, no las „palabras‟, las que van hablando de nuestro espíritu auténtico, lo que definen a una persona. Se cuenta que en una ocasión, la hermana pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: –“¿Tomás, qué tengo yo que hacer para ser santa?”–. Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: “Hermanita, para ser santa basta querer”. ¡Sí!, querer. Pero querer con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un “quisiera”. La persona que “quiere” puede hacer maravillas; pero el que se queda con el “quisiera” es sólo un soñador o un idealista incoherente. Éste es el caso del segundo hijo: él “hubiese querido” obedecer, pero nunca lo hizo. Aquí el refrán popular vuelve a tener la razón: “del dicho al hecho hay mucho trecho” (Clemente González).
2. La ausencia de Dios y de lo divino en una sociedad se ve reflejado en la lectura de Sofonías: “¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No obedeció ni escarmentó, no aceptaba la instrucción, no confiaba en el Señor, no se acercaba a su Dios”. Dios se apoya en unos cuantos para salvar a todos, para que hagan de intercesores: “Entonces daré a los pueblos labios puros, para que invoquen todos el nombre del Señor, para que le sirvan unánimes. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis fieles dispersos me traerán ofrendas”. Es bonito ver como la llamada es para los dispersos, paganos, que están también invitados a esa fiesta, a la salvación.
“Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo”. Ante el ateísmo práctico, vemos ese desbordarse generoso de Dios en promesas de restauración mesiánica. Sobre todo habla de Jesús, de labios puros para invocar el nombre del Señor, que ha tenido ese corazón obediente para vivir cumpliendo la voluntad de Dios. En "aquel día", en la era mesiánica en que nos encontramos, nadie tendrá por qué avergonzarse de sus malas obras pasadas, pues estarán transformados en Cristo: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos».
3. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”, canta el salmo. Es un cantar lleno de alegría: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren”. Los pobres son los que hacen la historia, mueven el corazón de Dios.
“Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. Pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”. El Señor nunca nos va a abandonar, y cuando un hijo suyo indefenso no tiene a nadie a quien acudir, no está solo, pues Dios le escucha y le cuidará.
Llucià Pou Sabaté
No hay comentarios:
Publicar un comentario