lunes, 9 de noviembre de 2015

Martes de la semana 32 de tiempo ordinario; año impar

Martes de la semana 32 de tiempo ordinario; año impar

El servicio a Dios no nos lleva al engreimiento, sino a la humildad de sentirnos instrumentos para ayudar a Dios y a los demás,
“En aquel tiempo, dijo el Señor: -«Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer" (Lucas 17,7-10).
1. “-Jesús decía: «Cuando un criado vuestro, labrador o pastor, vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dirá: "Ven enseguida a la mesa?" No, más bien le decís: «Prepárame de cenar, ponte el delantal y sírveme mientras yo como y bebo. Después comerás y beberás tú.» Jesús no justifica esa situación de desnivel social, sino que la constata. A partir del cap. 14, el evangelista nos pone en aviso contra los fariseos y los ricos, especialmente. Los fariseos creen tener derechos sobre Dios, y quizá lo que censuras, Señor, sea eso, más que a los discípulos, que no tienen esa costumbre de tiranizar a los sirvientes que ya han trabajado todo el día.
-“¿Se tendrá que estar agradecido al criado porque ha hecho lo que se le ha mandado?” El relato va hacia el consejo de «hacer todo lo que Dios ha mandado». Hemos de ver esa parábola en el contexto de un Dios «padre» amante y servicial que se desvivirá por sus servidores: «¿Qué hará el dueño de la casa? Yo os lo digo, se pondrá en actitud de servicio, hará que se coloquen a la mesa, y, pasando junto a ellos, los servirá» (Lc 12,37).
Pero aquí se subraya nuestra actitud de humildad; hemos de decir: «Somos servidores inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer.» Jesús, pienso que quieres destruir la arrogancia de los fariseos, que a fuerza de buenas obras, pensaban que adquirían unos derechos sobre Dios, por sus propios méritos. Otras veces nos decías: no os gloriéis de vuestras obras ante Dios... y ahora lo dices de otro modo. Santa Teresa de Lisieux había comprendido muy bien esa lección capital cuando decía que se presentaría ante Dios con «las manos vacías». Señor, quiero hacer las cosas gratuitamente, por ti, por amor: sin esperar recompensa. Concédenos, Señor, estar a tu servicio desinteresadamente (Noel Quesson).
Dice un dicho popular: "Nadie es necesario, pero todos podemos ser útiles". A veces pensamos que somos imprescindibles, que nuestra aportación es irremplazable. Pero en realidad, indispensable solo es el Señor. Y también podemos verlo al revés: si tenemos a Jesús, lo tenemos todo; mientras él no falte, todo va bien. Los ministerios, en la Iglesia, no son para crecimiento personal, sino para el crecimiento de la comunidad.
Jesús, veo que lo que esperas de nosotros es que estemos siempre dispuestos, como el Buen Pastor, a cuidar de los tuyos, que son nuestros también. No podemos sentarnos a la mesa mientras no lo sirvamos en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados.
Decía uno: “Siempre llamó mi atención aquella gente con un corazón sencillo, aquellos que hacen de lo complejo, de lo sofisticado, algo cotidiano, entendible por todos. Gente que quizás habla de cosas importantes, pero tiene en su forma de expresarse una capacidad de llegar al fondo de su mensaje de inmediato. Sea cual fuere el tema del que esas personas hablan, llegan al corazón, el alma se siente atraída. Gente muy sencilla, que quizás sólo nos sirve o ayuda en determinado punto de nuestras vidas. Rostros sonrientes, dispuestos a ayudarnos, adaptarse y comprender.
¡Dan ganas de sentarse a hablar con esa gente, a saber de su vida! Ellos no buscan complejidades, no desconfían más de la cuenta, hablan de modo abierto y claro, tienden a creer y a confiar, ven en la gente lo bueno. La simpleza de corazón se opone a esa otra postura, la de buscar siempre los motivos para no creer, la de dudar de todo, la de complicar las cosas, la de plantear siempre obstáculos y objeciones, la de esperar que finalmente algo nos de la excusa para descalificar.
Esta actitud frente a la vida, la de hacer lo complejo algo sencillo, la de creer, confiar, de poner una sonrisa y un deseo de hacerse entender y querer por el prójimo, es una parte importante del amor. Porque el amor es simple y Dios es simple, El hace las cosas de Su Reino sencillas para nosotros. Pero también pone un velo entre Sus misterios y nuestro entendimiento. Es por este motivo que es tan importante no querer ver o saber más allá de lo que Dios quiera que veamos. ¡Sólo creer en El!
Esta actitud, la de creer, proviene de un corazón sencillo. Creer, con un alma abierta a las cosas del Reino, más allá de que la mente, nuestro intelecto, no alcance a comprender lo que percibe. Es muy difícil tener fe en Dios si queremos procesar todo a través de nuestra razón”. Nuestro orgullo lo complica todo, queremos controlarlo todo. “Y que difícil es la prueba cuando Dios da la gracia de tener una mente desarrollada, una educación elevada. El propio don que Dios da se puede transformar en el motor de nuestra soberbia: vaya, si somos gente inteligente, ¿como podemos creer en estos tiempos en estas cosas, inexplicables para la ciencia del hombre? Cuanta soberbia se esconde en esta pregunta, pero cuan a menudo se la escucha, o se la piensa. El mundo moderno ha desarrollado tal soberbia, que ha dejado poco espacio para las cosas del Señor, que son por supuesto inexplicables, porque pertenecen a un nivel de pensamiento, el Pensamiento Divino, al que el hombre jamás podrá llegar”.
Cuando alguien ha de ejercer su autoridad, muchas veces se cubre de apariencia, por ejemplo un profesor intentará disimular lo que no sabe, para explicar las cosas dando la impresión de que controla toda su especialidad, porque necesita dar esa imagen de persona que sabe más de lo que sabe. En cambio, el sencillo es el que no quiere dar más imagen que mostrarse como es, sin aparentar, y qué mezcla más fascinante, cuando un sabio es sencillo y puede responder cuando algo no lo sabe con un sencillo “no lo sé”. Se llega así a superar una prueba importante, la de la apariencia, así los pastores nos enseñan el camino a Belén: “Sólo aceptar, orar, adorar al Señor, y disfrutar de los pequeños detalles que él nos permite ver, de Su maravilloso Reino.
Se me ocurre que una buena petición es: "Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de Ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a Ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a Ti" (S. Nicolás de Flüe). Te pido, Señor, lo que necesite para ser buen instrumentos tuyo: "De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes" (J. Escrivá, Camino 755).
Para ser buen instrumento he de ver como don divino las cualidades que tengo, y usar esos talentos. También se necesita humildad, una perfecta subordinación a la voluntad divina, y una unión con el artista, como el barro en manos del alfarero, como el pincel en manos del pintor, y para esto necesito vida interior y obediencia (más que decir o pensar, hacer las cosas). “Las obras de Dios son perfectas” (Dt 32,4), y cuando Dios nos da unos dones, también nos da los medios para usarlos dignamente” (s. Tomás de Aquino). Es lo que se dice en la ordenación en palabras de S. Pablo: el que ha comenzado la buena obra en ti la llevará a término.
Dame, Señor, la rectitud de intención y humildad en todas mis obras. “Soli Deo honor et gloria”, “sólo para Dios el honor y la gloria” (1 Tim 1,17). Esa humildad de instrumentos arraigará en mi corazón, si procuro la unión con la Voluntad de Dios en lo cotidiano. El modelo es la Virgen: “Illum oportet crescere, me autem minui” (conviene que Él crezca, y yo disminuya: Jn 3,30).
2. –“Dios creó al hombre para una existencia imperecedera, le hizo imagen de su misma naturaleza. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo”. Admirable expresión, con conceptos griegos de tipo abstracto, de una verdad tradicional de toda la Biblia; recordemos el relato concreto del Génesis que dice lo mismo. Dios creó al hombre para la vida, para la "¡existencia!", ¡para «existir»! Pues Dios «en Sí-Mismo» es el gran viviente, el gran Existente. Y el hombre participa de esa realidad de Dios, es "imagen de Dios". ¡La muerte no es normal! es un incidente de tránsito. Y el autor se atreve a escribir que no es Dios quien ha previsto y querido la muerte. Para aceptar estas Palabras hay que admitir que "la vida humana no se destruye, sino que se transforma" por ese momento que llamamos "la muerte". Ayúdanos, Señor, a creer. Nuestros difuntos están en una "existencia imperecedera".
-“La vida de los justos está en la mano de Dios. Ningún tormento puede alcanzarles”. No hay que tratar de imaginar esas cosas. Hay que recibirlas sencillamente tal como se nos dicen. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto, su partida de este mundo se tuvo como una desgracia, se los creía destruidos, pero ellos están en la paz. Aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigo por su esperanza poseen ya la inmortalidad. No se trata de "muertos", sino de "vivos": han partido, nos han dejado... Humanamente hablando es una desgracia, es como un aniquilamiento. Y así es. Sin embargo, «están en la paz», "tienen ya la inmortalidad". El evangelio lo dirá de manera sublime.
-“Por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de Él”. Se comprende que los mártires, los perseguidos, puedan hallar en esta certeza, un estímulo para su modo de morir.
-“Como un sacrificio ofrecido sin reserva, los «acogió»”... El cristiano puede pues ir a la muerte con confianza y remitirse a Dios. La muerte es un «pasaje hacia Dios». La muerte no es un caer en el vacío, en la nada, se nos «acoge»... Y podemos hacer de la muerte un acto libre y voluntario, una ofrenda, un sacrificio, un don de sí a Dios. Si nuestra fe en esas Palabras divinas fuese muy viva no tendríamos miedo alguno. No acaba todo con la muerte. Todo empieza. Todo continúa. En el fondo se trata de que, durante nuestra vida, vivamos ya en estado de ofrenda y de sacrificio a Dios. En este caso, la muerte es la consagración de la vida (Noel Quesson).
3. “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren”. Esa alabanza sale del corazón, gloriándose de la relación que le une a Dios, de su interés en él y de lo que espera de él: «En Yahweh se gloriará mi alma.»
Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria”.
Dios ha prometido librar a los justos de todas sus angustias y los salvará: “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos”.
            Llucià Pou Sabaté
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia

La soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa, que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia, educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.
  Debió nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes excepcionales.
  Parece que fue romano, (tusco le llama el Liber Pontificalis), y bien lo manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:
  "La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad... Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo."
  En el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.
  En una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del 440.
  Puso mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los discursos y cartas que de él conservamos.
  La carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo de obrar con los herejes priscilianistas.
  Aquellos días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad, con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior, combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.
  Ecos de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso, eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario. Si Nestorio afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión solamente una naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.
  Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos.
  Estalló violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y bravo obispo Eusebio de Dorilea. Un poco rezagado se presentó al fin Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la corte imperial.
  Fue condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber zanjado la cuestión. Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques, al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.
  No se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.
  Y aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea, defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes, dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir, Flaviano protesta ante el Pontífice.
  León Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de latrocinio efesiano, frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.
  Intenta el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria, emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III, emperador de Occidente.
  Pero con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.
  La Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los obispos perseguidos.
  Inmediatamente escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.
  Realmente no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola dogmática. Pero accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.
  El concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del 451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.
  Ya en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit, dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su excomunión. Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.
  Magnífica la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de la Epístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa profesión de fe todo el Concilio.
  —Esta es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus per Leonem locutus est.
  Frase lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y acatamiento a su autoridad apostólica.
  En las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro: el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los suyos.
  Solemnísima fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa. Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas doctrinales. Con ello se daba por terminado el concilio y los legados papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes de Roma y de Constantinopla. Llegadas las actas a Roma, protestaron los legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y doctrinales.
  Había salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.
  Mientras acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que "donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era "el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.
  Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del Papa.
  Se puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos, a retaguardia.
  Y el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila: le pide piedad y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y romanos.
  Apoteósico fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron.
  Y para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júpiter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.
Pero Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta en las mismas aulas imperiales.
  San León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.
  En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo".
  Y no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.
  Ahora venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.
  Pánico en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo, que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.
  No dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la emperatriz y sus hijas.
  Los seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.
  Luego su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.
  Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam sanctam... rationabile sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.
  Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.
  El 10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto, definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia, hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medievo.
  JOSÉ ARTERO

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