Domingo II del tiempo
ordinario (A): Jesús es el Cordero pascual, que quita el pecado del mundo
“En aquel tiempo, vio
Juan venir Jesús y dijo: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo. Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha
puesto delante de mí, porque existía antes que yo’. Y yo no le conocía, pero he
venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como
una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía pero el que me
envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el
Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo
le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios»” (Jn
1,29-34).
1. Juan está aún a orillas del
Jordán junto a dos de sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de
gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de
Dios!». Los dos discípulos comprenden y, dejando para siembre al Bautista,
se ponen a seguir a Jesús.
En la Misa contemplamos esas
palabras: «Cordero de Dios que quitas el
pecado del mundo, ten piedad de nosotros / danos la paz». Entonces, antes
de recibir al Señor en la comunión, el sacerdote las pronuncia en uno de los
momentos más solemnes de la Misa, mostrando Jesús en la Eucaristía, como
Cordero, y nos unimos a la fe eucarística con aquellas otras: “Señor, no soy digno de que entres en mi
casa, pero una sola palabra tuya y mi alma quedará sanada”. La expresión
“cordero” aparece aquí unida a “el que sana mi alma”, el que me cura, me salva…
“Cordero” es una metáfora de carácter
mesiánico que habían usado los profetas, principalmente Isaías, y que era bien
conocida por todos los buenos israelitas. A orillas del Jordán (quizá por
Betaraba o Beth Abarah, el “lugar del pasaje”, en recuerdo del paso del Jordán
por los hebreos), Jesús se nos muestra como Pascua: el que pasa por este río de
la vida, para abrirnos el camino de la Vida. “La misericordia de Dios es
superior a toda expectativa”, decía san Leopoldo Mandic. El Cordero se nos
muestra como salvación. San Hipólito exclamaba admirado: “¡Oh, hecho que llena
de estupor! El río infinito, que alegra la ciudad de Dios, es bañado por unas
pocas gotas de agua. El manantial incontenible y perenne del que brota la vida
para todos los hombres, se sumerge en un hilo de agua escasa y fugaz. Aquél que
está en todas partes y no falta en ningún lugar, aquél que los ángeles no
pueden comprender y los hombres no pueden ver, se acerca voluntariamente a
recibir el bautismo”.
¿Por qué se bautiza el Mesías, si
es el cordero inmaculado en quien no hay sombra de pecado? Hemos visto que pasa
por las aguas para ser el Cordero pascual, que “se ha dado a sí mismo por
nosotros para rescatarnos de toda iniquidad” (Tit 2,14). “En este abajamiento
de Dios en el sublime momento de comenzar la predicación de la verdad y la
proclamación del Misterio de Dios, se pone de manifiesto la magnitud, la
generosidad de esta total donación de Dios en la Encarnación. ¿Por qué el
Inmaculado se acerca humildemente a recibir el signo de los que se confiesan
pecadores? Es mucho más fácil responder a esta pregunta que responder a la
pregunta infinitamente más radical que ésta: ¿Por qué Dios se ha hecho hombre y
se ha dado a los hombres que contra él pecaron? Ninguna de las cosas que hace
Cristo las hace porque Él las necesita, sino porque las necesitamos nosotros.
Todos los actos de Cristo son don a los hombres: Dios no tenía necesidad de
hacerse cercano a nosotros en la Encarnación, pero nosotros sí teníamos
necesidad de su cercanía, porque la lejanía de Dios es la muerte del alma;
Jesucristo no tenía necesidad de purificarse en las aguas del Jordán, pero
nosotros necesitábamos contemplar la humildad de Dios encarnado que se abaja hasta
nosotros, pecadores; nosotros teníamos la necesidad de escuchar, en este
ejemplo de Cristo, la invitación a expresar exteriormente nuestra penitencia
(...) No venía Él a purificarse sino a
purificarnos. Es el trasfondo de la maravillosa expresión que acuña Juan para
referirse a Jesús: ‘Ese es el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo’” (Miguel Á. Fuentes).
“Cordero” tiene sin duda otros significados:
animal pacífico que se deja hacer, que se deja comer… también es suave y manso,
que se ofrece en sacrificio, inocente sobre el que se vierten las culpas como
sacrificio vicario, víctima expiatoria… recordamos el animal que sustituye la
muerte de Isaac en el altar del sacrificio, cuando Abraham puede recuperar a su
hijo, todos son símbolos mesiánicos, y el hijo recuperado somos nosotros,
salvados por la sangre redentora de Jesús. Es un cordero el del sacrificio
cotidiano en el templo (cf. Ex 29,38); también hace referencia al Siervo de
Yahvéh, de Isaías, llevado al matadero como corderito mudo (cf. Is 53,6.7); se
resalta en muchos sitios su cualidad de inocencia o su disposición al
sufrimiento. En el fondo Juan cifra todas estas cosas en ese solo nombre. De
Cristo dice que “quita” el pecado del mundo; en el sentido de “hacer
desaparecer”. Lo explicará también Juan Evangelista en sus cartas: “Sabéis que
(Cristo) apareció para quitar los pecados” (1 Jn 3,5). Juan de Maldonado
apunta: “Algunos siguiendo al Crisóstomo notan que Juan no dice ‘que quitará’,
sino ‘que quita’ los pecados del mundo, usando el presente para significar, más
que el hecho, la virtud natural de Cristo de quitar los pecados. A la manera
que no decimos ‘el fuego calentará’, sino ‘el fuego calienta’, para expresar
que el fuego, de su natural, como no halle impedimento, calienta cualquier cosa
en todo tiempo y lugar”.
¿Cómo quita los pecados? Juan, hablando
de la misión de Cristo dice: “Él os
bautizará en Espíritu Santo y fuego”. La obra de Jesucristo, a diferencia
de la de Juan, llega hasta el corazón, lo penetra y lo cambia. Por eso es comparada
con el fuego: el fuego quema y purifica la escoria, la destruye; limpia,
transforma. Cristo bautiza en el Espíritu Santo porque con su predicación no se
limita a decir a los hombres que no pueden seguir viviendo como lo hacían hasta
ese momento, sino que Él mismo los cambiará. Hará penetrar en los corazones el
Espíritu Santo, y el Espíritu Santo, penetra, transforma y santifica. Juan
prepara y Cristo lleva a plenitud la obra de la santificación de las almas
cuando las sumerge con Él en las aguas fecundantes del Jordán espiritual: con
Él hemos sido sepultados en el bautismo (Rom 6,4)” (Miguel Á. Fuentes).
Juan habla del bautismo del
Espíritu Santo, por el que recibimos la filiación divina. Mucho más que
cualquier otro talento o riqueza que podríamos desear o imaginar, es ser hijos
de Dios: constituye el único fin que consuma nuestra vida. Esto va unido a la
fraternidad, sentir como propias las cosas de los demás, y por tanto ser
apóstoles de tan gozosa verdad, que estamos llamados a ser hijos en el Hijo, al
camino de santidad, según nuestra condición ser consecuentes con esa filiación
divina.
La filiación es complicada, para
quien no tiene idea de padre, o ha perdido la confianza en ella, y considera
Dios, más que como un Padre amoroso al que debe la vida y todo lo que es y
tiene, como un obstáculo de la propia autonomía, o incluso un rival de la
libertad personal. A veces, en efecto, hay quien considera a Dios como una
complicación incómoda, que lamentablemente existe, que dificulta más aún la
vida, ya de suyo difícil de los hombres. La imagen del Padre que perdona, que
espera cada día la vuelta del hijo, dispuesto a restituirle su favor apenas
regrese arrepentido, es muy plástica para re-construir la idea de padre, viendo
al "padre misericordioso". La confesión será así una “actualización”
del bautismo, como en los programas informáticos, para reavivar el fuego de la
gracia, y cada vez que animamos a otro a "volver", se cumplen las
palabras con las que concluye Santiago su carta a una joven comunidad de
fieles: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa
que quien convierte a un pecador de su extravío, salvará su alma de la muerte y
cubrirá sus muchos pecados.
Mirar el Cordero de Dios es
participar de su misericordia (la que contemplamos en Semana Santa por ejemplo),
dejarnos transformar por el Cordero: es amar a Dios de verdad, participar en su
corazón, y nos dolerá que otros ofendan al Señor, aunque no sepan que lo hacen.
Saldrán propósitos de pedir la luz de la fe, también con nuestros sacrificios,
pues todos buscan la verdad y a Dios aún sin saberlo, todos intentan alcanzar
la felicidad que en Él está, la vida plena que la Trinidad nos ha
preparado, pues a esa vida nos eligió antes de la constitución del mundo para
que seamos santos y felices en su presencia por el amor.
2. Samuel era un niño al servicio
del templo y del sacerdote Elí, y acostado oyó que le llamaban, y “fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo:
—Aquí estoy; vengo porque me has llamado”.
Por tres veces
oyó voces Samuel y le dijo Elí: —“No te
he llamado; vuelve a acostarte”. Hasta que “Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a
Samuel: —Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que
tu siervo te escucha.» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó
y le llamó como antes: —¡Samuel, Samuel! El respondió: —Habla, Señor, que tu
siervo te escucha.
Samuel crecía, Dios estaba con él”, y fue
el último Juez, antes de que comenzara la dinastía de los Reyes. Samuel habla
con Dios
Nosotros, con el salmo, queremos
decirle de algún modo al Señor: aquí está "tu siervo que está dispuesto a
escucharte": "Aquí estoy para
hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en las entrañas”.
Dios se inclina hacia cada uno de nosotros, para escucharnos, y darnos
fortaleza: "afirmó mi pie sobre la
roca”, y darnos su palabra: “me puso
en la boca un canto nuevo", -"abriste mis oídos... para que escuchara tu voluntad", y
queremos serle fieles: "llevo tu
ley en mis entrañas... mira, no guardo silencio". Dios no quiere ya
sacrificios de animales... lo que agrada a Dios es la docilidad de cada
instante a su voluntad... El "don de sí por amor".
3. “Dios, con su poder, resucitó al Señor y
nos resucitará también a nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros
de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la
fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, queda fuera de su cuerpo.
Pero el que fornica, peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo?” Ser templos del Espíritu Santo, Dios
en nosotros respetando nuestro modo de ser, sabiendo que estamos edificando el
Templo: “Él habita en vosotros porque lo
habéis recibido de Dios. No os poseáis en propiedad, porque os han comprado
pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro
cuerpo!”
Es falso
pensar que el alma está destinada a la inmortalidad y el cuerpo a la
corrupción. También los cuerpos resucitarán. Por eso ya ahora los cuerpos de
los bautizados, de los creyentes, están unidos a Cristo como los miembros a su
cabeza. Cristo es la cabeza; a él le pertenecemos y con él estamos unidos en
cuerpo y alma. La separación del alma y la degradación del cuerpo a enemigo del
alma obedecen a una concepción platónica distinta de la cristiana. Para Pablo
el hombre nunca es pura interioridad; más aún, no puede ser interioridad, alma,
sin ser al mismo tiempo expresión corporal. Por eso, o nos unimos a Cristo en
cuerpo y alma o no estamos unidos a él de ningún modo. "Ser en
Cristo" es el fundamento de la conducta moral del cristiano y su
motivación. El fundamento decisivo y el motivo último de la conducta moral es
la unión personal con Cristo. No es una ética de normas abstractas sino una
vida desde la fe, la esperanza y el amor. "Ser en Cristo" abarca toda
la realidad del hombre, alma y cuerpo, todo lo que es y todo lo que hace (P.
Franquesa).
Llucià Pou
Sabaté
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