Viernes de la 25ª semana de
Tiempo Ordinario (impar). La confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios” está
apoyada en la oración de Jesús y en su sacrificio
“Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos,
les preguntó: -«¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: -«Unos que
Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de
los antiguos profetas.» Él les preguntó: -«Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: -«El Mesías de Dios.» Él les prohibió
terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: -«El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día»” (Lucas 9,18-22).
1. –“Un día, mientras Jesús estaba orando en un
lugar solitario, estaban con El los discípulos”... Jesús, te pones en
oración siempre que va a suceder algo importante, luego no te basta con tu
unión con Dios sino que necesitas esos momentos de estar con el Padre a solas.
Ayúdame a aprender de ti.
-“Les preguntó: "¿Quién dice la gente
que soy Yo?" Contestaron ellos: "Juan Bautista. Otros, en cambio, que
Elías, y otros un profeta de los antiguos, que ha resucitado."”
Encontramos hoy los mismos fenómenos de opinión pública.
-“Jesús les preguntó; "Y vosotros,
¿quién decís que soy?"” Jesús, les pides una respuesta personal. ¡Hay
que tomar posición! Pues no basta ir repitiendo las opiniones oídas, si uno no
se compromete personalmente. Sabemos que están muy influenciados por la idea
del establecimiento del Reino por la violencia y por un juicio de las naciones.
Juan Pablo II nos invitaba a entrar en este misterio del conocimiento del
Redentor: “En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía
franquear el misterio de aquel rostro. Ésta era una experiencia que los
discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las
preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por
sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por
la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien
conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como
haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la
«gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno
de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún -¡y
cuánto!- de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa
realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no
consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de
Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto!
”Es
precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo
de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe
profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega
realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
(Mt 16,16).
”¿Cómo llegó
Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada
vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las
palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el
modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una
gracia de «revelación» que viene del Padre. Lucas nos ofrece un dato que sigue
la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se
desarrolló mientras Jesús «estaba orando
a solas» (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho
de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con
nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del
silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y
desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel
misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del
evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo
carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria
que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14)”.
La oración de Jesús, el misterio de la muerte como
camino a la resurrección y salvación de muchos, están en el centro de este
texto de hoy, de esa pregunta que nos hace, Señor: ¿Quién soy yo para ti?
Quiero aprender, Jesús, de tu revelación del Padre y de su amor, pues ahí está
el centro, como recuerdas más tarde en tu oración: "Padre, les he dado a conocer tu nombre". Conocer a Dios es una
pasión; un amor inmenso y un profundo sufrimiento a la vez. Conocer a Dios es
una vocación, una llamada que exige: "El
que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo". Ayúdame,
Señor, a ser discípulo tuyo, corresponder a tu amor en obediencia, pero sobre
todo a abrirme al amor de Dios, dejar hacer a tu amor en mí.
-“Pedro contestó: "El Mesías de Dios:"”
"el Ungido de Dios", "el Cristo de Dios". Esto era lo que
Jesús había ya afirmado al principio de su ministerio, cuando leyó, en la
sinagoga de Nazaret, el pasaje de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha conferido la unción
para llevar la buena nueva a los pobres" (Lc 4, 18). Ahora Pedro,
después de estar un año viviendo con Jesús, lo reconoce en nombre de los Doce.
Sobre Jesús, sobre su persona, sobre su identidad profunda, sólo podemos
atenernos a lo que Él nos ha revelado de sí mismo. Señor, dinos "quién
eres". Y concédenos tener plena confianza en ti.
-“Pero Jesús les prohibió terminantemente
decírselo a nadie”. Los sueños populares sobre el Mesías eran demasiado
políticos y revanchistas. Jesús, quizá dices esto porque no querías representar
el papel de mesías potente y victorioso.
-“Y añadió: "Es preciso que el Hijo del
hombre padezca mucho, sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y
los letrados, sea ejecutado y resucite al tercer día."” Seguramente
pensaste en la oración en tu Pasión, y rezaste para que tus apóstoles no vacilaran
en su fe por causa de la cruz (Noel Quesson).
2. –“El día veintiuno del séptimo mes, la
palabra del Señor se dejó oír por medio del profeta Ageo”. Estamos en
octubre del 520. Han pasado dos meses desde que se empezó la reconstrucción del
templo, y queda tanto trabajo por hacer que entran ganas de cruzarse de brazos.
¡Esta es, a menudo nuestra situación, Señor! Por lo tanto, toma la palabra,
Señor. ¡Haznos de nuevo valientes!
-“Les dirás: ¿queda alguno entre vosotros que
haya visto este templo en su primitivo esplendor? Y ¿qué es lo que véis ahora?
¿No es como nada, a vuestros ojos?” Dios es realista; no nos pide nunca que
cerremos los ojos ante las dificultades. Hay que mirar de frente. «¿Quién se
acuerda del pasado?» Está ya tan lejos, tan acabado... pero lo importante es
mirar hacia el futuro. Dejad de mirar al ayer... nos dice de alguna manera:
“¡Vamos, ánimo! Construid la Iglesia de los siglos futuros":
-“Mas ahora, ¡ten ánimo, Zorobabel! ¡Animo,
Josué, sumo sacerdote! ¡Animo, pueblo todo de la tierra! ¡A trabajar!” Cuán
saludable es para nosotros, Señor, oír estas palabras tuyas que resuenan
continuamente en nuestra época. Se reconstruye siempre sobre ruinas. En mi
oración, evoco mis proyectos, las tareas que esperan al mundo del mañana, la
renovación de la Iglesia contemporánea. Pero repítenos, Señor, las razones
sólidas que Tú propones a nuestro desánimo.
-“Estoy con vosotros, declara el Señor del
universo, según la palabra que pacté con vosotros”. La presencia de Dios,
su proximidad, ese «Dios con nosotros», es el fundamento del nuevo Templo, que
es Jesús, que somos nosotros su cuerpo. Si realmente lo creyéramos así, ¿no es
verdad que desaparecería toda desesperanza? ¿Podría Dios fracasar? Nada es
imposible a Dios. Y ¡Dios se muestra en las situaciones más desesperadas! La
resurrección de Jesucristo, surgiendo vivo de la muerte, es la realización más
radical de ello. Oro a partir de las situaciones que estimo por el momento «sin
salida». Y creo también, Señor, que Tú estás conmigo... con tu Iglesia... con
los oprimidos de cualquier clase.
-“Mi espíritu se mantiene en medio de
vosotros: no temáis. Dentro de muy poco sacudiré el cielo y la tierra, el mar y
los continentes”. Anuncia un momento en que «Dios sea todo en todos». El
cosmos entero, cielo, tierra, mar, es remodelado para llegar a ser una nueva
creación.
-“Sacudiré todas las naciones paganas y
llenaré el Templo de esplendor. El esplendor futuro de este Templo superará el
primero, y en este lugar os haré don de mi paz”. Tercer motivo de aliento:
La elevación de los pueblos hacia la unidad en Dios (Noel Quesson). Es el
momento en que Jesús será el Templo, que supera todo anuncio anterior. La
gloria del nuevo templo, que ahora es la Iglesia, será plena en la unión por
medio de quien tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu; así
lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos
trabajen en la edificación de mi templo, señala san Cirilo de Alejandría, que añade: así somos el templo del
Espíritu, formando un sacerdocio sagrado.
Cuando se dice
“vendrán los tesoros de las naciones”,
en hebreo es desear, querer, complacerse en esos tesoros, incluso como traduce
la Vulgata “vendrá el Deseado de todas
las gentes”. Y S. Bernardo excamaba en este sentido: “abre, Virgen dichosa,
el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al
Criador. Mira que el Deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta”.
3. “Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío»”, reza el salmo. La ausencia hace sufrir,
pero la esperanza anuncia la llegada, donde el Señor mismo será el fin último
del viaje: “Hazme justicia, oh Dios,
defiende mi causa contra gente sin piedad, sálvame del hombre traidor y malvado”.
Allí se hará
la justicia, pues “Tú eres mi Dios y
protector, ¿por qué me rechazas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por
mi enemigo?” Tres verbos marcan su intervención implorada: "Hazme
justicia", "defiende mi causa" y "sálvame". Son como
tres estrellas de esperanza, que resplandecen en el cielo tenebroso de la
prueba y anuncian la inminente aurora de la salvación.
En medio de la
oscuridad, hay confianza plena: “Envía
tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo,
hasta tu morada”.
“Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios
de mi alegría; que te dé gracias al son de la citara, Dios, Dios mío”. En
el original hebraico se habla del "Dios
que es alegría de mi júbilo": el Señor es la fuente de toda felicidad,
la alegría suprema, la plenitud de la paz. La traducción griega tradujo: "al Dios que alegra mi juventud",
introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de la alegría que da el
Señor (Juan Pablo II). Y san Agustín observa: "Espera en Dios, responderá
a su alma aquel que por ella está turbado. (...) Mientras tanto, vive en la
esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; pero, si esperamos lo que no
vemos, por la paciencia esperamos (cf. Rm 8,24-25)".
Llucià Pou
Sabaté
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