sábado, 11 de agosto de 2018

Domingo 19 de tiempo ordinario; ciclo B


Domingo de la semana 19 de tiempo ordinario; ciclo B

El Pan vivo
«En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo, y decían: -¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?Jesús tomó la palabra y les dijo: -No critiquéis.  Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino aquél que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eterna- mente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.Discutían, pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Juan 6, 44-52)
I. Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Angel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Angel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.
A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí. Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Ésta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.
También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.
Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.
Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.
II. Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (...). Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.
No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre». Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.
El alma no cesa en su agradecimiento si -combatiendo toda rutina‑ trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También «por la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad». Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, «porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transfigurarnos en aquello que recibimos».
La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida ordinaria.
El Maestro está aquí y te llama, se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.
III. Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.
El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que «consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo hubiésemos recibido». Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.
También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es «prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor». Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad»; nos invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.
Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. «Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?».
Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella lo recibió, «con el espíritu y fervor de los santos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Juana Francisca de Chantal, religiosa

Santa Juana Francisca Fremiot nació en Dijon, Francia, el 23 de enero, de 1572, nueve años después de finalizado el Concilio de Trento. De esta manera, estaba destinada a ser uno de los grandes santos que el Señor levantó para defender y renovar a la Iglesia después del caos causado por la división de los protestantes. Santa Juana fue contemporánea de S. Carlos Borromeo de Italia, de Sta. Teresa de Ávila y S. Juan de la Cruz de España, de S. Juan Eudes y de sus compatriotas, el Cardenal de Berulle, el Padre Olier y sus dos renombrados directores espirituales, San Francisco de Sales y San Vicente de Paúl.  En el mundo secular, fue contemporánea de Catalina de Medici, del Rey Luis XIII, Richelieu, Mary Stuart, la Reina Isabel y Shakespeare. Murió en Moulins el 13 de diciembre, de 1641.
Su madre murió cuando tenía tan solo dieciocho meses de vida. Su padre, hombre distinguido, de recia personalidad y una gran fe, se convirtió así en la mayor influencia de su niñez. A los veintiún años se casó con el Barón Christophe de Rabutin-Chantal, de quien tuvo seis hijos. Dos de ellos murieron en la temprana niñez. Un varón y tres niñas sobrevivieron. Tras siete años de matrimonio ideal, su esposo murió en un accidente de cacería. Ella educó a sus hijos cristianamente.
En el otoño de 1602, el suegro de Juana la forzó a vivir en su castillo de Monthelon, amenazándola con desheredar a sus hijos si se rehusaba. Ella pasó unos siete años bajo su errática y dominante custodia, aguantando malos tratos y humillaciones. En 1604, en una visita a su padre, conoció a San Francisco de Sales. Con esto comenzó un nuevo capítulo en su vida.
Bajo la brillante dirección espiritual de San Francisco de Sales, nuestra Santa creció en sabiduría espiritual y auténtica santidad. Trabajando juntos, fundaron la Orden de la Visitación de Annecy en 1610. Su plan al principio fue el de establecer un instituto religioso muy práctico algo similar al de las Hijas de la Caridad, de S. V. de Paúl. No obstante, bajo el consejo enérgico e incluso imperativo del Cardenal de Marquemont de Lyons, los santos se vieron obligados a renunciar al cuidado de los enfermos, de los pobres y de los presos y otros apostolados para establecer una vida de claustro riguroso. El título oficial de la Orden fue la Visitación de Santa María.
Sabemos que cuando la Santa, bajo la guía espiritual de S. Francisco de Sales, tomó la decisión de dedicarse por completo a Dios y a la vida religiosa, repartió sus joyas valiosas y sus pertenencias entre sus allegados y seres queridos con abandono amoroso. De allí en adelante, estos preciosos regalos se conocieron como "las Joyas de nuestra Santa." Gracias a Dios que ella dejó para la posteridad joyas aún más preciosas de sabiduría espiritual y edificación religiosa.
A diferencia de Sta. Teresa de Ávila y de otros santos, Juana no escribió sus exhortaciones, conferencias e instrucciones, sino que fueron anotadas y entregadas a la posteridad gracias a muchas monjas fieles y admiradoras de su Orden.
Uno de los factores providenciales en la vida de Sta. Juana fue el hecho de que su vida espiritual fuera dirigida por dos de los más grandes santos todas las épocas, S. Francisco de Sales y S. Vicente de Paúl. Todos los escritos de la Santa revelan la inspiración del Espíritu Santo y de estos grandiosos hombres. Ellos, a su vez, deben haberla guiado a los escritos de otros grandes santos, ya que vemos que ella les indicaba a sus Maestras de Novicias que se aseguraran de que los escritos de Sta. Teresa de Ávila se leyeran y estudiaran en los Noviciados de la Orden.
Santa Juana fue una auténtica contemplativa. Al igual que Sta. Brígida de Suecia y otros místicos, era una persona muy activa, llena de múltiples proyectos para la gloria de Dios y la santificación de las almas. Estableció no menos de ochenta y seis casas de la Orden. Se estima que escribió no menos de once mil cartas, que son verdaderas gemas de profunda espiritualidad. Más de dos mil de éstas se conservan todavía. La fundación de tantas casas en tan pocos años, la forzó a viajar mucho, cuando los viajes eran un verdadero trabajo.
Sta. Juana le escribió muchas cartas a S. Francisco de Sales, en búsqueda de guía espiritual. Desafortunadamente, después de la muerte de S. Francisco la mayoría de las cartas le fueron devueltas a Sta. Juana por uno de los miembros de la familia de Sales. Como era de esperarse, ella las destruyó, a causa de su naturaleza personal sagrada. De este modo, el mundo quedó privado de lo que pudo haber sido una de las mejores colecciones de escritos espirituales de esta naturaleza.

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SANTA JUANA FRANCISCA FREMIOT DE CHANTAL
VIUDA; COFUNDADORA DE LA CONGREGACIÓN DE LA VISITACIÓN (1641 P.C.)
Nació en el año 1572 en Dijon (Francia). Casada con el barón de Chantal, tuvo seis hijos, a los que educó cristianamente. Muerto su marido, llevó, bajo la dirección de san Francisco de Sales, una admirable vida de perfección, ejerciendo, sobre todo, la caridad con los pobres y enfermos. Fundó el Instituto de la Visitación, y lo gobernó sabiamente. Murió el año 1641.
Vida familiar
El padre de Santa Juana de Chantal era Benigno Frémiot, presidente del parlamento de Borgoña. El señor Frémiot había quedado viudo cuando sus hijos eran todavía pequeños, pero no ahorró ningún esfuerzo para educarlos en la práctica de la virtud y prepararlos para la vida. Juana, que recibió en la confirmación el nombre de Francisca, fue sin duda la que mejor supo aprovechar esa magnífica educación. Cuando la joven tenía veinte años, su padre, que la amaba tiernamente, la concedió en matrimonio al barón de Chantal, Cristóbal de Rabutin. El barón tenía veintisiete años, era oficial del ejército francés y contaba con un largo historial de victoriosos duelos; su madre descendía de la Beata Humbelina, cuya fiesta se celebra también el día de hoy. El matrimonio tuvo lugar en Dijon y Juana Francisca partió con su marido a Bourbilly. Desde la muerte de su madre, el barón no había llevado una vida muy ordenada, de suerte que la servidumbre de su casa se había acostumbrado a cierta falta de disciplina; en consecuencia, el primer cuidado de la flamante baronesa fue establecer el orden en su casa. Los tres primeros hijos del matrimonio murieron poco después de nacer; pero los jóvenes esposos tuvieron después un niño y tres niñas que vivieron. Por otra parte, poseían cuanto puede constituir la felicidad a los ojos del mundo y procuraban corresponder a tantas bendiciones del cielo. Cuando su marido se hallaba ausente, la baronesa se vestía en forma muy modesta y, si alguien le preguntase por qué, ella respondía: "Los ojos de aquél a quien quiero agradar están a cien leguas de aquí". Las palabras que San Francisco de Sales dijo más tarde sobre Santa Juana Francisca podían aplicársele ya desde entonces: "La señora de Chantal es la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén".
El dolor visita
Pero la felicidad de la familia sólo duró nueve años. En 1601, el barón de Chantal salió de cacería con su amigo, el señor D'Aulézy, quien accidentalmente le hirió en la parte superior del muslo. El barón sobrevivió nueve días, durante los cuales sufrió un verdadero martirio a manos de un cirujano muy torpe y recibió los últimos sacramentos con ejemplar resignación, La baronesa había vivido exclusivamente para su esposo, de modo que el lector puede suponer fácilmente su dolor al verse viuda a los veintiocho años. Durante cuatro meses estuvo sumida en el más profundo dolor, hasta que una carta de su padre le recordó sus obligaciones para con sus hijos. Para demostrar que había perdonado de corazón al señor D'Aulézy, la baronesa le prestó cuantos servicios pudo y fue madrina de uno de sus hijos. Por otra parte, redobló sus limosnas a los pobres y consagró su tiempo a la educación e instrucción de sus hijos. Juana pedía constantemente a Dios que le diese un guía verdaderamente santo, capaz de ayudarla a cumplir perfectamente su voluntad. Una vez, mientras repetía esta oración, vio súbitamente a un hombre cuyas facciones y modo de vestir reconocería más tarde, al encontrar en Dijon a San Francisco de Sales.En otra ocasión, se vio a sí misma en un bosquecillo, tratando en vano de encontrar una iglesia. Por aquel medio, Dios le dio a entender que el amor divino tenía que consumir la imperfección del amor propio que había en su corazón y que se vería obligada a enfrentarse con numerosas dificultades. La futura santa fue a pasar el año del luto en Dijon, a casa de su padre. Más tarde, se trasladó con sus hijos a Monthelon, cerca de Autun, donde habitaba su suegro, que tenía ya setenta y cinco años. Desde entonces, cambió su hermosa y querida casa de Bourbilly por un viejo castillo. A pesar de que su suegro era un anciano vanidoso, orgulloso y extravagante, dominado por una ama de llaves insolente y de mala reputación, la noble dama no pronunció jamás una sola palabra de queja y se esforzó por mostrarse alegre y amable.
Un guía espiritual excepcional
En 1604, San Francisco de Sales fue a predicar la cuaresma a Dijon y Juana se trasladó ahí con su suegro para oír al famoso predicador. Al punto reconoció en él al hombre que había vislumbrado en su visión y comprendió que era el director espiritual que tanto había pedido a Dios. San Francisco cenaba frecuentemente en casa del padre de Juana Francisca y ahí se ganó, poco a poco, la confianza de ésta. Ella deseaba abrirle su corazón, pero la retenía un voto que había hecho por consejo de un director espiritual indiscreto, de no abrir su conciencia a ningún otro sacerdote. Pero no por ello dejó de sacar gran provecho de la presencia del santo obispo, quien a su vez se sintió profundamente impresionado por la piedad de Juana Francisca. En cierta ocasión en que se había vestido más elegantemente que de ordinario, San Francisco de Sales le dijo: "¿Pensáis casaros de nuevo?" "De ninguna manera, Excelencia", replicó ella. "Entonces os aconsejo que no tentéis al diablo", le dijo el santo. Juana Francisca siguió el consejo.
Después de vencer sus escrúpulos sobre su voto indiscreto, la santa consiguió que Francisco de Sales aceptara dirigirla. Por consejo suyo, moderó un tanto sus devociones y ejercicios de piedad para poder cumplir con sus obligaciones mundanas en tanto que vivía con su padre o con su suegro. Lo hizo con tanto éxito, que alguien dijo de ella: "Esta dama es capaz de orar todo el día sin molestar a nadie". De acuerdo con una estricta regla de vida, consagrada la mayor parte de su tiempo a sus hijos, visitaba a los enfermos pobres de los alrededores y pasaba en vela noches enteras junto a los agonizantes. La bondad y mansedumbre de su carácter mostraban hasta qué punto había secundado las exigencias de la gracia, porque en su naturaleza firme y fuerte había cierta dureza y rigidez que sólo consiguió vencer del todo al cabo de largos años de oración, sufrimiento y paciente sumisión a la dirección espiritual. Tal fue la obra de San Francisco de Sales, a quien Juana Francisca iba a ver, de cuando en cuando, a Annecy y con quien sostenía una nutrida correspondencia. El santo la moderó mucho en materia de mortificaciones corporales, recordándole que San Carlos Borromeo, "cuya libertad de espíritu tenía por base la verdadera caridad", no vacilaba en brindar con sus vecinos, y que San Ignacio de Loyola había comido tranquilamente carne los viernes Por consejo de un médico, "en tanto que un hombre de espíritu estrecho hubiese discutido esa orden cuando menos durante tres días". San Francisco de Sales no permitía que su dirigida olvidase que estaba todavía en el mundo, que tenía un padre anciano y, sobre todo, que era madre; con frecuencia le hablaba de la educación de sus hijos y moderaba su tendencia a ser demasiado estricta con ellos. En esta forma, los hijos de Juana Francisca se beneficiaron de la dirección de San Francisco de Sales tanto como su madre.
Sueño hecho realidad
Durante algún tiempo, la señora de Chantal se sintió inclinada a la vida conventual por varios motivos, entre los que se contaba la presencia de las carmelitas en Dijon. San Francisco de Sales, después de algún tiempo de consultar el asunto con Dios, le habló en 1607 de su proyecto de fundar la nueva Congregación de la Visitación. Santa Juana acogió gozosamente el proyecto; pero la edad de su padre, sus propias obligaciones de familia y la situación de los asuntos de su casa constituían, por el momento, obstáculos que la hacían sufrir. Juana Francisca respondió a su director que la educación de sus hijos exigía su presencia en el mundo, pero el santo le respondió que sus hijos ya no eran niños y que desde el claustro podría velar por ellos tal vez con más fruto, sobre todo si tomaba en cuenta que los dos mayores estaban ya en edad de "entrar en el mundo". En esa forma, lógica y serena, resolvió San Francisco de Sales todas las dificultades de la señora de Chantal.
Antes de abandonar el mundo, Juana Francisca casó a su hija mayor con el barón de Thorens, hermano de San Francisco de Sales, y se llevó consigo al convento a sus dos hijas menores; la primera murió al Poco tiempo, y la segunda se caso más tarde con el señor de Toulonjon. Celso Benigno, el hijo mayor, quedó al cuidado de su abuelo y de varios tutores. Después de despedirse de sus amistades, Juana fue a decir adiós a Celso Benigno. El joven, que había tratado en vano de apartarla de su resolución, se tendió por tierra ante el dintel de la puerta de la habitación para cerrarle la salida, pero la santa no se dejó vencer por la tentación de escoger la solución más fácil y pasó sobre el cuerpo de su hijo. Frente a la casa la esperaba su anciano padre, Juana Francisca se postró de rodillas y, llorando, le pidió su bendición. El anciano le impuso las manos y le dijo: "No puedo reprocharte lo que haces. Ve con mi bendición. Te ofrezco a Dios como Abraham le ofreció a Isaac, a quien amaba tanto como yo a ti. Ve a donde Dios te llama y sé feliz en Su casa. Ruega por mí". La santa inauguró el nuevo convento el domingo de la Santísima Trinidad de 1610, en una casa que San Francisco de Sales le había proporcionado, a orillas del lago de Annecy. Las primeras compañeras de Juana Francisca fueron María Favre, Carlota de Bréchard y una sirvienta llamada Ana Coste. Pronto ingresaron en el convento otras diez religiosas. Hasta ese momento, la congregación no tenía todavía nombre y la única idea clara que San Francisco de Sales poseía sobre su finalidad, era que debía servir de puerto de refugio a quienes no podían ingresar en otras congregaciones y que las religiosas no debían vivir en clausura para poder consagrarse con, mayor facilidad a las obras de apostolado y caridad.
Naturalmente, la idea provocó fuerte oposición por parte de los espíritus estrechos e incapaces de aceptar algo nuevo. San Francisco de Sales acabó por modificar sus planes y aceptar la clausura para sus religiosas. A las reglas de San Agustín añadió unas constituciones admirables por su sabiduría y moderación, Año demasiado duras para los débiles y no demasiado suaves para los fuertes. Lo único que se negó a cambiar fue el nombre de la Congregación de la Visitación de Nuestra Señora, y Santa Juana Francisca le exhortó a hacer concesiones en ese punto. El santo quería que la humildad y la mansedumbre fuesen la base de la observancia. "Pero en la práctica", decía a sus religiosas, "la humildad es la fuente de todas las otras virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio de todas vuestras acciones.
Fuente de amor y alegría
Para bien de Santa Juana y de las hermanas más experimentadas, el santo obispo escribió el "Tratado del amor de Dios". Santa Juana progresó tanto en la virtud bajo la dirección de San Francisco de Sales, que éste le permitió que hiciese el voto de que, en todas las ocasiones, realizaría lo que juzgase más perfecto a los ojos de Dios. Inútil decir que la santa gobernó prudentemente su comunidad, inspirándose en el espíritu de su director.
La madre de Chantal tuvo que salir frecuentemente de Annecy, tanto para fundar nuevos conventos como para cumplir con sus obligaciones de familia. Un año después de la toma de hábito, se vio obligada a pasar tres meses en Dijon, con motivo de la muerte de su padre, para poner en orden sus asuntos. Sus parientes aprovecharon la ocasión para intentar hacerla volver al mundo. Una mujer exclamó al verla: "¿Cómo podéis sepultaros en dos metros de tela? Deberíais hacer pedazos ese velo". San Francisco de Sales le escribió entonces las palabras decisivas: "Si os hubiéseis casado de nuevo con algún señor de Gascuña o de Bretaña, habríais tenido que abandonar a vuestra familia y nadie habría opuesto en ese caso la menor objeción . . ." Después de la fundación de los conventos de Lyon, Moulins, Grénoble y Bourges Francisco de Sales, que estaba entonces en París, mandó llamar a la madre de Chantal para que fundase un convento en dicha ciudad. A pesar de las intrigas y la oposición, Santa Juana Francisca consiguió fundarlo en 1619. Dios la sostuvo, le dio valor y la santa se ganó la admiración de sus más acerbos opositores con su paciencia y mansedumbre. Ella misma gobernó durante tres años el convento de París, bajo la dirección de San Vicente de Paul y ahí conoció a Angélica Arnauld, la abadesa de Port-Royal, quien le consiguió permiso de renunciar a su cargo e ingresar en la Congregación de la Visitación.
Una dolorosa pérdida
En 1622, murió San Francisco de Sales y su muerte constituyó un rudo golpe para la madre de Chantal; pero su conformidad con la voluntad divina le ayudó a soportarlo con invencible paciencia. El santo fue sepultado en el convento de la Visitación de Annecy. En 1627, murió Celso Benigno en la isla de Ré, durante las batallas contra los ingleses y los hugonotes; el hijo de la santa, que no tenía sino treinta y un años, dejaba a su esposa viuda y con una hijita de un año, la que con el tiempo sería la célebre Madame de Sévigné. Santa Juana Francisca recibió la noticia con heroica fortaleza y ofreció su corazón a Dios, diciendo: "Destruye, corta y quema cuanto se oponga a tu santa voluntad". El año siguiente, se desató una terrible peste, que asoló Francia, Saboya y el Piamonte, y diezmó varios conventos de la Visitación. Cuando la peste llegó a Annecy, la santa se negó a abandonar la ciudad, puso a la disposición del pueblo todos los recursos de su convento y espoleó a las autoridades a tomar medidas más eficaces para asistir a los enfermos. En 1632, murieron la viuda de Celso Benigno, Antonio de Toulonjon (el yerno de la santa, a quien esta quería mucho) y el P. Miguel Favre, quien había sido el confesor de San Francisco y era muy amigo de las visitantinas. A estas pruebas se añadieron la angustia, la oscuridad y la sequedad espiritual, que en ciertos momentos era Dios que permite con frecuencia que las almas que le son más queridas atraviesen por largos períodos de bruma, oscuridad y angustia; pero a través de ellos las casi insoportables, como lo prueban algunas cartas de Santa Juana Francisca, lleva con mano segura a las fuentes de la felicidad y al centro de la luz.
Santa muerte
En los años de 1635 y 1636, la santa visitó todos los conventos de la Visitación, que eran ya sesenta y cinco, pues muchos de ellos no habían tenido aún el consuelo de conocerla. En 1641, fue a Francia para ver a Madame de Montmorency en una misión de caridad. Ese fue su último viaje.
La reina Ana de Austria la convidó a París, donde la colmó de honores y distinciones con gran confusión por parte de la homenajeada. Al regreso, cayó enferma en el convento de Moulins, donde murió el 13 de diciembre de 1641, a los sesenta y nueve años de edad. Su cuerpo fue trasladado a Annecy y sepultado cerca del de San Francisco de Sales.
La canonización de Santa Juana Francisca tuvo lugar en 1767. San Vicente de Paul dijo de ella: "Era una mujer de gran fe y, sin embargo, tuvo tentaciones contra la fe toda su vida. Aunque aparentemente había alcanzado la paz y tranquilidad de espíritu de las almas virtuosas, sufría terribles pruebas interiores, de las que me habló varias veces. Se veía tan asediada de tentaciones abominables, que tenía que apartar los ojos de sí misma para no contemplar ese espectáculo insoportable. La vista de su propia alma la horrorizaba como si se tratase de una imagen del infierno. Pero en medio de tan grandes sufrimientos jamás perdió la serenidad ni cejó en la plena fidelidad que Dios le exigía. Por ello, la considero como una de las almas más santas que me haya sido dado encontrar sobre la tierra".
Fuente Bibliográfica:
-Butler, Vidas de los Santos, Vol. III.
-Oficio Divino I, p. 1026

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EXHORTACIONES
Juana de Chantal
La mayoría de sus exhortaciones las dio en la sala de capítulo de sus conventos de manera formal.
"¿Queréis ser humilde, hija mía? Tratad de conoceros bien; desead que os reconozcan imperfecta; amad el desprecio, en todas sus formas y de cualquier parte que os venga. No ocultéis vuestros defectos; dejad que se vean, aceptando con cariño la abyección que de ellos os resulte. No dejéis nunca decaer vuestro corazón por alguna falta que podáis cometer. Desconfiad de vos misma y confiad única e incesantemente en Dios, persuadida de que, no pudiendo nada por vos, todo lo podéis con su gracia y poderosa ayuda." -a sus hijas espirituales de la Orden de la Visitación.
En un retiro de Navidad
"(Jesucristo) es un Señor tan grande, rico y poderoso, que no tiene necesidad de nuestros bienes. ¿Qué presentes podremos, pues, hacerle, si todo el mundo es suyo? Es preciso ofrecerle almas puras y corazones limpios y blancos y vacíos de todas las cosas terrenas; fijaos que nuestras almas han de estar muy limpias para ser ofrecidas a este Niño divino, que nace en este día, el cual es Autor de toda pureza y santidad. He aquí el más grato presente que podemos hacerle: un corazón limpio, contrito y humillado. Él no quiere de nosotras más que el corazón."

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Sobre las cualidades que debe tener nuestro trato y nuestro afecto hacia el prójimo
"Mis queridas Hermanas, no nos hagamos ilusiones; es preciso que nuestro afecto, para ser bendecido por Dios, sea común e igual, pues el Salvador no ha mandado que se amara más a unos que a otros, sino que ha dicho: Amarás al prójimo como a ti mismo.
Pensamos a veces que nuestros afectos son muy puros; pero delante de Dios es muy diferente; el afecto que es del todo puro no mira más que a Dios, no aspira más que a Dios y no pretende más que a Dios. Yo amo a mis Hermanas porque veo a Dios en ellas y porque Dios lo quiere así... Vuestra caridad es falsa si no es igual, general y completa con todas vuestras Hermanas, de manera que seáis tan suave con una como con otra. El motivo del amor que profesáis a vuestras Hermanas no debe estar fundado más que en el seno de Dios; si está fuera de ahí, no vale nada. ...cuanto esta unión con nuestras Hermanas sea más pura, más general y más entera, tanto mayor será nuestra unión con Dios."

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También les dio Conferencias, las cuales representan las conversaciones espirituales con las Hermanas durante sus tiempos de recreación diaria, en un estilo informal y conversacional.
Sobre la reforma del alma
"En verdad, mis queridas hijas, es por falta de conocernos bien por lo que nos asombramos de vernos defectuosas, pues presumimos tanto de nosotras, que siempre esperamos algo bueno; nos engañamos, y Ntro. Señor mismo permite que caigamos, algunas veces bien torpemente, a fin de que nos conozcamos...
Este conocimiento de nosotras mismas consiste en que debemos creer, con gran certidumbre de fe, que no somos nada, que no podemos nada; que somos débiles, flacas e imperfectas, aficionando nuestra voluntad a amar nuestra pobreza y miseria.
La reforma del alma comienza: por el conocimiento de sí misma y la confianza en Dios; el propio conocimiento nos hará ver que hay en nosotras muchas cosas que corregir y reformar, y que, sin embargo, no podremos llevarlo a cabo por nosotras mismas; la confianza en Dios nos hará esperar que todo lo podemos en Él y que, con su gracia, todas las cosas nos serán posibles y fáciles."

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Sobre la caridad y la pureza de intención
"Alguna vez podrá ocurrir que una Hermana nos haya molestado, que nos haya hecho alguna mala partida, o que no le tengamos simpatía; otra vendrá a hablarnos bien de ella, y contestaremos con medias palabras que rebajarán todo aquel bien y harán como una gota de aceite que cae en la tela, una mancha irremediable en el corazón de aquella Hermana con quien hablamos. Y notad que todo el mal que haga la Hermana a consecuencia de esa mala impresión que nosotras le hayamos causado cargará sobre nuestra conciencia, y seremos culpables de ello y castigadas severamente. Dios dice que odia seis cosas, pero que la séptima la abomina, y son aquellos que desunen los corazones y siembran la discordia entre los hermanos."

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Sobre el amor propio y los perjuicios que causa en el alma
"Cuando uno se ha vencido o ha ejecutado alguna buena acción, se siente cierta complacencia y satisfacción que lo estropea todo, y nos lo hace perder todo, si no ponemos mucho cuidado. ¡Qué desgracia cuando, después de haber hecho algunos sacrificios, alguna auto-negación de actitudes o palabras o cualquier otra cosa, terminamos complaciéndonos en nosotras mismas! Pero mirad: si no se puede nunca, o rara vez, hacer el bien sin que nos quede alguna satisfacción, esto no es malo; la que echa a perder todo es el entretenerse y complacerse en ello.
Y ¿qué hacer entonces? Hay que ahuyentar y aniquilar todos los pensamientos de complacencia y vana satisfacción, humillarse y procurar su desprecio, dar a Dios la gloria de todo y reconocer que nada podemos por nosotras mismas. O sea que no se debe buscar más que la gloria de Dios en todas las cosas y no hacer nada sino para complacerle."

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Les inculcaba y transmitía a sus hijas un amor profundo al Corazón de Jesús y al Corazón de María. Las Instrucciones sobre la oración y la vida espiritual se dirigían a las novicias y a sus maestras.
Sobre "la confianza que debemos tener
en la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia de Dios":
"...Consideraba que Ntro. Señor ha permitido que desde el tiempo de los Apóstoles haya habido siempre herejías, y toleraba que se adorara a los perros, gatos y otra suerte de ídolos, como si fueran verdaderos dioses; y pensar que nosotras, miserables criaturas como somos, nos queremos preferir a las demás; queremos que nos estimen, y nos disgustamos cuando no hacen más caso de nosotras que de las demás; ¡y, no obstante, vemos que el Hijo de Dios ha sufrido tantos desprecios!

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Sobre las palabras de Ntro. Señor:
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo..."
"Estas palabras son el fundamento de toda la perfección cristiana y religiosa. Negarse a sí mismo es renunciar a toda la voluntad de la carne, a todas nuestras inclinaciones, deseos, contentos, satisfacciones, delicadezas, gustos, placeres, humores, hábitos, propensiones, aversiones y repugnancias a las cosas ásperas; en fin, renunciar en todo y por todo a ese perverso yo. Luchar por destruir vuestros caracteres, pasiones e inclinaciones; en una palabra, toda nuestra naturaleza; y esto, con enérgica voluntad y con una generosa y perseverante mortificación de todo vuestro ser.
Es necesario saber que solamente hay que mortificar las inclinaciones imperfectas o de cosas malas, y no las buenas o las que tenemos a cosas buenas; por ejemplo: me mandan hacer un trabajo y yo me siento inclinada a hacer otro; hay que mortificar esta inclinación y sujetarla a la obediencia. Pero me dan a hacer un trabajo que me gusta: no debo entonces, bajo el pretexto de mortificar mi inclinación, rehusar dicho trabajo, sino ofrecer a Dios esta labor y decir: la hago, no por la inclinación que a ella siento, sino porque la obediencia me lo manda (o, en el caso de los laicos: Lo hago por amor a ti, Señor; o, porque es mi obligación)."

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Es necesario aclarar que todos estos pasos de la vida espiritual hacia la santidad, los vivía y enseñaba Santa Juana, al igual que todos los santos, con gran gozo y amor, ya que los mandatos del Señor, lejos de ser una carga, "son dulces como la miel para quien ama a Dios", como decía S. Francisco de Sales.
En todas las conversaciones y cartas de Sta. Juana de Chantal, el pensamiento más importante era, sin duda, la mayor gloria de Dios y la santificación de las almas.

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Podemos concluir compartiendo una visión que experimentó San Vicente de Paul
"San Vicente de Paúl me contó que, habiendo tenido noticias de la gravedad de la enfermedad de nuestra desahuciada Madre (Sta. Juana Fca. De Chantal), cayó de rodillas para rogar a Dios por ella, y el primer pensamiento que le vino, fue el de hacer un acto de contrición por los pecados que ella hubiera cometido, y que inmediatamente después, se le apareció un globito de fuego, que se levantaba de la tierra y se absorbía en la parte superior del aire con otro globo más grande y más luminoso y ambos se unieron en uno solo, fueron elevados más alto, entrando y ardiendo dentro de otro globo infinitamente más grande y más luminoso que los otros; y que él supo interiormente que el primer globo era el alma de Nuestra Carísima Madre, el segundo la de nuestro Bienaventurado Padre (S. F. de Sales) y el otro, la Esencia Divina, que el alma de nuestra queridísima Madre se había vuelto a unir a la de nuestro Padre, y las dos, con Dios, su Principio Soberano."
Él contó más adelante, que, "en la celebración de la Santa Misa por nuestra querida Madre apenas se enteró de que había pasado a mejor vida, se le ocurrió que debería rezar por ella, ya que podría estar en el purgatorio por ciertas palabras que había dicho hacía un tiempo, las cuales, al parecer, contenían pecado venial, y al instante volvió a tener la visión, los mismos globos y su unión, y tuvo la convicción interior de que el alma de nuestra Madre estaba bendecida, que no tenia necesidad de oraciones."
Deseamos que el conocer sobre la vida y algunos rasgos de las enseñanzas de Sta. Juana de Chantal, cuyos restos descansan en el Monasterio de Annecy, Francia junto a los de San Francisco de Sales, sean de gran provecho para el lector, lo lleven a amar más y a desear las virtudes del Corazón de Ntro. Señor Jesucristo y de su Santísima Madre y a promover el reinado de estos Dos Corazones, a través de una vida de virtud auténtica, oración y sacrificio.

viernes, 10 de agosto de 2018

Sábado semana 18 de tiempo ordinario año par


Sábado de la semana 18 de tiempo ordinario; año par

El poder de la fe
“En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: -«Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo.» Jesús contestó: -« ¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.» Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: -«¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: - «Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible»” (Mateo 17,14-20).  
I. Entre una inmensa muchedumbre que espera a Jesús, se adelantó un hombre y, puesto de rodillas, le suplicó: Señor, ten compasión de mi hijo... Es una oración humilde la de este padre, como reflejan su actitud y sus palabras. No apela al poder de Jesucristo sino a su compasión; no hace valer méritos propios, ni ofrece nada: se acoge a la misericordia de Jesús.
Acudir al Corazón misericordioso de Cristo es ser oídos siempre: el hijo quedará curado, cosa que no habían logrado anteriormente los Apóstoles. Más tarde, a solas, los discípulos preguntaron al Señor por qué ellos no habían logrado curar al muchacho endemoniado. Y Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: trasládate de aquí allá, y se trasladaría y nada os sería imposible. Cuando la fe es profunda participamos de la Omnipotencia de Dios, hasta el punto de que Jesús llegará a decir en otro momento: el que cree en Mí, también hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas, porque Yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si pidiereis algo en mi nombre, Yo lo haré. Y comenta San Agustín: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo».
El Señor dice a los Apóstoles en este pasaje del Evangelio de la Misa que podrían «trasladar montañas» de un lugar a otro, empleando una expresión proverbial; entre tanto, la palabra del Señor se cumple todos los días en la Iglesia de un modo superior. Algunos Padres de la Iglesia señalan que se lleva a cabo el hecho de «trasladar una montaña» siempre que alguien, con la ayuda de la gracia, llega donde las fuerzas humanas no alcanzan. Así sucede en la obra de nuestra santificación personal, que el Espíritu Santo va realizando en el alma, y en el apostolado. Es un hecho más sublime que el de trasladar montañas y que se opera cada día en tantas almas santas, aunque pase inadvertido a la mayoría.
Los Apóstoles y muchos santos a lo largo de los siglos hicieron admirables milagros también en el orden físico; pero los milagros más grandes y más importantes han sido, son y serán los de las almas que, habiendo estado sumidas en la muerte del pecado y de la ignorancia, o en la mediocridad espiritual, renacen y crecen en la nueva vida de los hijos de Dios. «"Si habueritis fidem, sicut granum sinapis!" -¡Si tuvierais fe tan grande como un granito de mostaza!...
»-¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!». Promesas para la vida sobrenatural de nuestra alma, para el apostolado, para todo aquello que nos es necesario...
II. Señor, ¿por qué no hemos podido curar al muchacho? ¿Por qué no hemos podido hacer el bien en tu nombre? San Marcos, y muchos manuscritos en los que se recoge el texto de San Mateo, añade estas palabras del Señor: Esta especie (de demonios) no puede expulsarse sino por la oración y el ayuno.
Los Apóstoles no pudieron librar a este endemoniado por falta de la fe necesaria; una fe que había de expresarse en oración y mortificación. Y nosotros también nos encontramos con gentes que precisan de estos remedios sobrenaturales para que salgan de la postración del pecado, de la ignorancia religiosa... Ocurre con las almas algo semejante a lo que sucede con los metales, que funden a diversas temperaturas. La dureza interior de los corazones necesita, según los casos, mayores medios sobrenaturales cuanto más empecinados estén en el mal. No dejemos a las almas sin remover por falta de oración y de ayuno.
Una fe tan grande como un grano de mostaza es capaz de trasladar los montes, nos enseña el Señor. Pidamos muchas veces a lo largo del día de hoy, y en este momento de oración, esa fe que luego se traduce en abundancia de medios sobrenaturales y humanos. Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. «Ante ella caen los montes, los obstáculos más formidables que podamos encontrar en el camino, porque nuestro Dios no pierde batallas. Caminad, pues, in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega también la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio opongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)».
Las mayores trabas a esos milagros que el Señor también quiere realizar ahora en las almas, con nuestra colaboración, pueden venir sobre todo de nosotros mismos: porque podemos, con visión humana, empequeñecer el horizonte que Dios abre continuamente en amigos, parientes, compañeros de trabajo o de estudio, o conocidos. No demos a nadie por imposible en la labor apostólica; como tantas veces han demostrado los santos, la palabra imposible no existe en el alma que vive de fe verdadera. «Dios es el de siempre. -Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura.
»-"Ecce non est abbreviata manus Domini" -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!». Sigue obrando hoy las maravillas de siempre.
III. «Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis (Mt 21, 22)».
La fe es para ponerla en práctica en la vida corriente. Habéis de ser no sólo oyentes de la palabra, sino hombres que la ponen en práctica: estote factores verbi et non auditores tantum. Haced, realizad en vuestra vida la palabra de Dios y no os limitéis a escucharla, nos exhorta el Apóstol Santiago. No basta con asentir a la doctrina, sino que es necesario vivir esas verdades, practicarlas, llevarlas a cabo. La fe debe generar una vida de fe, que es manifestación de la amistad con Jesucristo. Hemos de ir a Dios con la vida, con las obras, con las penas y las alegrías... ¡con todo!.
Las dificultades proceden o se agrandan con frecuencia por la falta de fe: valorar excesivamente las circunstancias del ambiente en que nos movemos o dar demasiada importancia a consideraciones de prudencia humana, que pueden proceder de poca rectitud de intención. «Nada hay, por fácil que sea, que nuestra tibieza no nos lo presente difícil y pesado; como nada hay tampoco tan difícil y penoso que no nos lo haga del todo fácil y llevadero nuestro fervor y determinación».
La vida de fe produce un sano «complejo de superioridad», que nace de una profunda humildad personal; y es que «la fe no es propia de los soberbios sino de los humildes», recuerda San Agustín: responde a la convicción honda de saber que la eficacia viene de Dios y no de uno mismo. Esta confianza lleva al cristiano a afrontar los obstáculos que encuentra en su alma y en el apostolado con moral de victoria, aunque en ocasiones los frutos tarden en llegar. Con oración y mortificación, con el trato de amistad, con nuestra alegría habitual, podremos realizar esos milagros grandes en las almas. Seremos capaces de «trasladar montañas», de quitar las barreras que parecían insuperables, de acercar a nuestros amigos a la Confesión, de poner en el camino hacia el Señor a gentes que iban en dirección contraria. Esa fe capaz de trasladar montes se alimenta en el trato íntimo con Jesús en la oración y en los sacramentos. Nuestra Madre Santa María nos enseñará a llenarnos de fe, de amor y de audacia ante el quehacer que Dios nos ha señalado en medio del mundo, pues Ella es «el buen instrumento que se identifica por completo con la misión recibida. Una vez conocidos los planes de Dios, Santa María los hace cosa propia; no son algo ajeno para Ella. En el cabal desempeño de tales proyectos compromete por entero su entendimiento, su voluntad y sus energías. En ningún momento se nos muestra la Santísima Virgen como una especie de marioneta inerte: ni cuando emprende, vivaz, el viaje a las montañas de Judea para visitar a Isabel; ni cuando, ejerciendo de verdad su papel de Madre, busca y encuentra a Jesús Niño en el templo de Jerusalén; ni cuando provoca el primer milagro del Señor; ni cuando aparece -sin necesidad de ser convocada- al pie de la Cruz en que muere su Hijo... Es Ella quien libremente, como al decir Hágase, pone en juego su personalidad entera para el cumplimiento de la tarea recibida: una tarea que de ningún modo le resulta extraña: los de Dios son los intereses personales de Santa María. No es ya sólo que ninguna mira privada suya dificultase los planes del Señor: es que, además, aquellas miras propias eran exactamente estos planes».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Clara, virgen

Clara significa: "vida transparente"
"El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre" Santa Clara. De sus cartas:  Atiende a la pobreza, la humildad y la caridad de Cristo
Clara nació en Asís, Italia, en 1193. Su padre, Favarone Offeduccio, era un caballero rico y poderoso. Su madre, Ortolana, descendiente de familia noble y feudal, era una mujer muy cristiana, de ardiente piedad y de gran celo por el Señor. Desde sus primeros años Clara se vio dotada de innumerables virtudes y aunque su ambiente familiar pedía otra cosa de ella, siempre desde pequeña fue asidua a la oración y mortificación. Siempre mostró gran desagrado por las cosas del mundo y gran amor y deseo por crecer cada día en su vida espiritual.
Ya en ese entonces se oía de los Hermanos Menores, como se les llamaba a los seguidores de San Francisco. Clara sentía gran compasión y gran amor por ellos, aunque tenía prohibido verles y hablarles. Ella cuidaba de ellos y les proveía enviando a una de las criadas. Le llamaba mucho la atención como los frailes gastaban su tiempo y sus energías cuidando a los leprosos. Todo lo que ellos eran y hacían le llamaba mucho la atención y se sentía unida de corazón a ellos y a su visión.
La conversión de Clara hacia la vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón de San Francisco de Asís. En 1210, cuando ella tenía 18 años, San Francisco predicó en la catedral de Asís los sermones de cuaresma e insistió en que para tener plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas y bienes materiales. Al oír las palabras: "este es el tiempo favorable... es el momento... ha llegado el tiempo de dirigirme hacia El que me habla al corazón desde hace tiempo... es el tiempo de optar, de escoger..", sintió una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior.
Durante todo el día y la noche, meditó en aquellas palabras que habían calado lo más profundo de su corazón. Tomó esa misma noche la decisión de comunicárselo a Francisco y de no dejar que ningún obstáculo la detuviera en responder al llamado del Señor, depositando en El toda su fuerza y entereza.
Cuando su corazón comprendió la amargura, el odio, la enemistad y la codicia que movía a los hombres a la guerra comprendió que esta forma de vida eran como la espada afilada que un día traspasó el corazón de Jesús. No quiso tener nada que ver con eso, no quiso otro señor mas que el que dio la vida por todos, aquel que se entrega pobremente en la Eucaristía para alimentarnos diariamente. El que en la oscuridad es la Luz y que todo lo cambia y todo lo puede, aquel que es puro Amor. Renace en ella un ardiente amor y un deseo de entregarse a Dios de una manera total y radical.
Clara sabía que el hecho de tomar esta determinación de seguir a Cristo y sobre todo de entregar su vida a la visión revelada a Francisco, iba a ser causa de gran oposición familiar, pues el solo hecho de la presencia de los Hermanos Menores en Asís estaba ya cuestionando la tradicional forma de vida y las costumbres que mantenían intocables los estratos sociales y sus privilegios. A los pobres les daba una esperanza de encontrar su dignidad, mientras que los ricos comprendían que el Evangelio bien vivido exponía por contraste sus egoísmos a la luz del día. Para Clara el reto era muy grande. Siendo la primera mujer en seguirle, su vinculación con Francisco podía ser mal entendida. 
Santa Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo de 1212, un Domingo de Ramos, empezando así la gran aventura de su vocación. Se sobrepuso a los obstáculos y al miedo para darle una respuesta concreta al llamado que el Señor había puesto en su corazón. Llega a la humilde Capilla de la Porciúncula donde la esperaban Francisco y los demás Hermanos Menores y se consagra al Señor por manos de Francisco.
De rodillas ante San Francisco, hizo Clara la promesa de renunciar a las riquezas y comodidades del mundo y de dedicarse a una vida de oración, pobreza y penitencia. El santo, como primer paso, tomó unas tijeras y le cortó su larga y hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza un sencillo manto, y la envió a donde unas religiosas que vivían por allí cerca, a que se fuera preparando para ser una santa religiosa.
Días más tardes fue trasladada temporalmente, por seguridad, a las monjas Benedictinas, ya que su padre, al darse cuenta de su fuga, sale furioso en su búsqueda con la determinación de llevársela de vuelta al palacio. Pero la firme convicción de Clara, a pesar de sus cortos años de edad, obligan finalmente al Caballero Offeduccio a dejarla. Días más tardes, San Francisco, preocupado por su seguridad dispone trasladarla a otro monasterio de Benedictinas situado en San Angelo. Allí la sigue su hermana Inés, quien fue una de las mayores colaboradoras en la expansión de la Orden y la hija (si se puede decir así) predilecta de Santa Clara. Le sigue también su prima Pacífica.
Desde que fue nombrada Madre de la Orden, ella quiso ser ejemplo vivo de la visión que trasmitía, pidiendo siempre a sus hijas que todo lo que el Señor había revelado para la Orden se viviera en plenitud.
Siempre atenta a la necesidades de cada una de sus hijas y revelando su ternura y su atención de Madre, son recuerdos que aún después de tanto tiempo prevalecen y son el tesoro mas rico de las que hoy son sus hijas, Las Clarisas Pobres.
Por el testimonio de las misma hermanas que convivieron con ella se sabe que muchas veces, cuando hacía mucho frío, se levantaba a abrigar a sus hijas y a las que eran mas delicadas les cedía su manta. A pesar de ello, Clara lloraba por sentir que no mortificaba suficiente su cuerpo.
Cuando hacía falta pan para sus hijas, ayunaba sonriente y si el sayal de alguna de las hermanas lucía más viejo ella lo cambiaba dándole el de ella. Su vida entera fue una completa dádiva de amor al servicio y a la mortificación. Su gran amor al Señor es un ejemplo que debe calar nuestros corazones, su gran firmeza y decisión por cumplir verdaderamente la voluntad de Dios para ella.
Tenía gran entusiasmo al ejercer toda clase de sacrificios y penitencias. Su gozo al sufrir por Cristo era algo muy evidente y es, precisamente esto, lo que la llevó a ser Santa Clara. Este fue el mayor ejemplo que dio a sus hijas.
La humildad brilló grandemente en Santa Clara y una de las mas grandes pruebas de su humildad fue su forma de vida en el convento, siempre sirviendo con sus enseñanzas, sus cuidados, su protección y su corrección. La responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos no la utilizó para imponer o para simplemente mandar en el nombre del Señor. Lo que ella mandaba a sus hijas lo cumplía primero ella misma con toda perfección. Se exigía mas de lo que pedía a sus hermanas.
Hacía los trabajos mas costosos y daba amor y protección a cada una de sus hijas. Buscaba como lavarle los pies a las que llegaban cansadas de mendigar el sustento diario. Lavaba a las enfermas y no había trabajo que ella despreciara pues todo lo hacía con sumo amor y con suprema humildad.
"En una ocasión, después de haberle lavado los pies a una de las hermanas, quiso besarlos. La hermana, resistiendo aquel acto de su fundadora, retiró el pie y accidentalmente golpeó el rostro a Clara. Pese al moretón y la sangre que había salido de su nariz, volvió a tomar con ternura el pie de la hermana y lo besó."
Para Santa Clara la pobreza era el camino en donde uno podía alcanzar mas perfectamente esa unión con Cristo. Este amor por la pobreza nacía de la visión de Cristo pobre, de Cristo Redentor y Rey del mundo, nacido en el pesebre. Aquel que es el Rey y, sin embargo, no tuvo nada ni exigió nada terrenal para si y cuya única posesión era vivir la voluntad del Padre. La pobreza alcanzada en el pesebre y llevada a su cúlmen en la Cruz. Cristo pobre cuyo único deseo fue obedecer y amar.
La vida de Sta. Clara fue una constante lucha por despegarse de todo aquello que la apartaba del Amor y todo lo que le limitara su corazón de tener como único y gran amor al Señor y el deseo por la salvación de las almas.
La pobreza la conducía a un verdadero abandono en la Providencia de Dios. Ella, al igual que San Francisco, veía en la pobreza ese deseo de imitación total a Jesucristo. No como una gran exigencia opresiva sino como la manera y forma de vida que el Señor les pedía y la manera de mejor proyectar al mundo la verdadera imagen de Cristo y Su Evangelio.
Con su gran pobreza manifestaba su anhelo de no poseer nada mas que al Señor. Y esto lo exigía a todas sus hijas. Para ella la Santa Pobreza era la reina de la casa. Rechazó toda posesión y renta, y su mayor anhelo era alcanzar de los Papas el privilegio de la pobreza, que por fin fue otorgado por el Papa Inocencio III.
Sta. Clara acostumbraba tomar los trabajos mas difíciles, y servir hasta en lo mínimo a cada una. Pendiente de los detalles más pequeños y siendo testimonio de ese corazón de madre y de esa verdadera respuesta al llamado y responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos. Siguiendo las enseñanzas y ejemplos de su maestro San Francisco, quiso Santa Clara que sus conventos no tuvieran riquezas ni rentas de ninguna clase. Y, aunque muchas veces le ofrecieran regalos de bienes para asegurar el futuro de sus religiosas, no los quiso aceptar. Al Sumo Pontífice que le ofrecía unas rentas para su convento le escribió: "Santo padre: le suplico que me absuelva y me libere de todos mis pecados, pero no me absuelva ni me libre de la obligación que tengo de ser pobre como lo fue Jesucristo". A quienes le decían que había que pensar en el futuro, les respondía con aquellas palabras de Jesús: "Mi Padre celestial que alimenta a las avecillas del campo, nos sabrá alimentar también a nosotros". 
Si hay algo que sobresale en la vida de Santa Clara es su gran mortificación. Utilizaba debajo de su túnica, como prenda íntima, un áspero trozo de cuero de cerdo o de caballo. Su lecho era una cama compuesta de sarmientos cubiertos con paja, la que se vio obligada a cambiar por obediencia a Francisco, debido a su enfermedad.
Siempre vivió una vida austera y comía tan poco que sorprendía hasta a sus propias hermanas. No se explicaban como podía sostener su cuerpo. Durante el tiempo de cuaresma, pasaba días sin probar bocado y los demás días los pasaba a pan y agua. Era exigente con ella misma y todo lo hacía llena de amor, regocijo y de una entrega total al amor que la consumía interiormente y su gran anhelo de vivir, servir y desear solamente a su amado Jesús.
Por su gran severidad en los ayunos, sus hermanas, preocupadas por su salud, informaron a San Francisco quien intervino con el Obispo ordenándole a comer, cuando menos diariamente, un pedazo de pan que no fuese menos de una onza y media.
Para Santa Clara la oración era la alegría, la vida; la fuente y manantial de todas las gracias, tanto para ella como para el mundo entero. La oración es el fin en la vida Religiosa y su profesión.
Ella acostumbraba pasar varias horas de la noche en oración para abrir su corazón al Señor y recoger en su silencio las palabras de amor del Señor. Muchas veces, en su tiempo de oración, se le podía encontrar cubierta de lágrimas al sentir el gran gozo de la adoración y de la presencia del Señor en la Eucaristía, o quizás movida por un gran dolor por los pecados, olvidos y por las ingratitudes propias y de los hombres.
Se postraba rostro en tierra ante el Señor y, al meditar la pasión las lágrimas brotaban de lo mas íntimo de su corazón. Muchas veces el silencio y soledad de su oración se vieron invadidos de grandes perturbaciones del demonio. Pero sus hermanas dan testimonio de que, cuando Clara salía del oratorio, su semblante irradiaba felicidad y sus palabras eran tan ardientes que movían y despertaban en ellas ese ardiente celo y encendido amor por el Señor.
En 1241 los sarracenos atacaron la ciudad de Asís. Cuando se acercaban a atacar el convento que está en la falda de la loma, en el exterior de las murallas de Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y Santa Clara que era extraordinariamente devota al Santísimo Sacramento, tomó en sus manos la custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los atacantes. Ellos experimentaron en ese momento tan terrible oleada de terror que huyeron despavoridos.
En otra ocasión los enemigos atacaban a la ciudad de Asís y querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.
Cuando solo tenían un pan para que comieran cincuenta hermanas, Santa Clara lo bendijo y, rezando todas un Padre Nuestro, partió el pan y envió la mitad a los hermanos menores y la otra mitad se la repartió a las hermanas. Aquel pan se multiplicó, dando a basto para que todas comieran. Santa Clara dijo: "Aquel que multiplica el pan en la Eucaristía, el gran misterio de fe, ¿acaso le faltará poder para abastecer de pan a sus esposas pobres?"
En una de las visitas del Papa al Convento, dándose las doce del día, Santa Clara invita a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió. Entonces ella le pide que por favor bendiga los panes para que queden de recuerdo, pero el Papa respondió: "quiero que seas tu la que bendigas estos panes". Santa Clara le dice que sería como un irrespeto muy grande de su parte hacer eso delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le ordena bajo el voto de obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo los panes haciéndole la señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa sobre todos los panes.
Hizo fuertes sacrificios los cuarenta y dos años de su vida consagrada. Cuando le preguntaban si no se excedía, ella contestaba: Estos excesos son necesarios para la redención, "Sin el derramamiento de la Sangre de Jesús en la Cruz no habría Salvación". Ella añadía: "Hay unos que no rezan ni se sacrifican; hay muchos que sólo viven para la idolatría de los sentidos. Ha de haber compensación. Alguien debe rezar y sacrificarse por los que no lo hacen. Si no se estableciera ese equilibrio espiritual la tierra sería destrozada por el maligno". Santa Clara aportó de una manera generosa a este equilibrio.
Santa Clara estuvo enferma 27 años en el convento de San Damiano, soportando todos los sufrimientos de su enfermedad con paciencia heroica. En su lecho bordaba, hacía costuras y oraba sin cesar. El Sumo Pontífice la visitó dos veces y exclamó "Ojalá yo tuviera tan poquita necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita".
San Francisco ya había muerto pero tres de los discípulos preferidos del santo, Fray Junípero, Fray Angel y Fray León, le leyeron a Clara la Pasión de Jesús mientras ella agonizaba. La santa repetía: "Desde que me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me consuelan".
El 10 de agosto del año 1253 a los 60 años de edad y 41 años de ser religiosa, y dos días después de que su regla sea aprobada por el Papa, se fue al cielo a recibir su premio. En sus manos, estaba la regla bendita, por la que ella dio su vida.
Cuando el Señor ve que el mundo está tomando rumbos equivocados o completamente opuestos al Evangelio, levanta mujeres y hombres para que contrarresten y aplaquen los grandes males con grandes bienes.
Podemos ver claramente en la Orden Franciscana, en su carisma, que cuando el mundo estaba siendo arrastrado por la opulencia, por la riqueza, las injusticias sociales etc., suscita en dos jóvenes de las mejores familias el amor valiente para abrazar el espíritu de pobreza, como para demostrar de una manera radical el verdadero camino a seguir que al mismo tiempo deja al descubierto la obra de Satanás, aplastándole la cabeza.  Ellos se convirtieron en signo de contradicción para el mundo y a la vez, fuente donde el Señor derrama su gracia para que otros reciban de ella.
En el convento de San Damiano, se recorren los pasillos que ella recorrió. Se entra al cuarto donde ella pasó muchos años de su vida acostada, se observa la ventana por donde veía a sus hijas. También se conservan el oratorio, la capilla, y la ventana por donde expulsó a los sarracenos con el poder de la Eucaristía.
El Señor en su gran sabiduría y siendo el buen Pastor que siempre cuida de su pueblo y de su salvación, nunca nos abandona y manda profetas que con sus palabras y sus vidas nos recuerdan la verdad y nos muestran el camino de regreso a El. Los santos nos revelan nuestros caminos torcidos y nos enseñan como rectificarlos.
En la Basílica de Sta. Clara encontramos su cuerpo incorrupto y muchas de sus reliquias.
Cuando se trasladan las primeras Clarisas a San Damián, San Francisco pone al frente de la comunidad, como guía de Las Damas Pobres a Santa Clara. Al principio le costó aceptarlo pues por su gran humildad deseaba ser la última y ser la servidora, esclava de las esclavas del Señor. Pero acepta y con verdadero temor asume la carga que se le impone, entiende que es el medio de renunciar a su libertad y ser verdaderamente esclava. Así se convierte en la madre amorosa de sus hijas espirituales, siendo fiel custodia y prodigiosa sanadora de las enfermas.Para Santa Clara la humildad es pobreza de espíritu y esta pobreza se convierte en obediencia, en servicio y en deseos de darse sin límites a los demás.San Francisco les reconstruye la capilla de San Damián, lugar donde el Señor había hablado a su corazón diciéndole, "Reconstruye mi Iglesia". Esas palabras del Señor habían llegado a lo más profundo de su ser y lo llevó al más grande anonadamiento y abandono en el Señor. Gracias a esa respuesta de amor, de su gran "Si" al Señor, había dado vida a una gran obra, que hoy vemos y conocemos como la Comunidad Franciscana, de la cual Santa Clara se inspiraría y formaría parte crucial, siendo cofundadora con San Francisco en la Orden de las Clarisas.

jueves, 9 de agosto de 2018

Viernes semana 18 de tiempo ordinario; año par

Viernes de la semana 18 de tiempo ordinario; año par

El amor y la cruz
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad»” (Mateo 16,24-28).  
I. Jesús había llamado a sus discípulos y éstos, dejándolo todo, le siguieron. Iban tras el Maestro por los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y aldeas, compartiendo con Él alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en ocasiones, expusieron su vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa se fue convirtiendo, poco a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando una transformación de sus almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más que el desprendimiento, e incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia, bienes... Así se lo manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse a sí mismo significa renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro del verdadero discípulo sólo puede ser Cristo, a Quien se dirigen constantemente los pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se convierte en una verdadera ofrenda al Señor.
Cargar con la Cruz indica que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo pone sobre sus hombros acepta su destino, sabe que su vida terminará en esa cruz. Tomar la cruz expresa una decisión resuelta, indica que estamos dispuestos a seguirle, si fuera preciso, hasta la muerte, que queremos imitarle en todo, sin poner límite alguno. Para seguir a Cristo hemos de identificar nuestra voluntad con la suya, que tomó con decisión el madero y lo llevó hasta el Calvario, donde se ofrecería a Dios Padre en una oblación de valor y amor infinitos.
Hemos de considerar frecuentemente que la Pasión y Muerte en la Cruz es la máxima expresión de su entrega al Padre y de su amor por nosotros. Ciertamente, el menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de sus obras, aun niño, tenía un valor meritorio infinito para obtener a todos los hombres, pasados y presentes y los que habrían de venir a lo largo de los siglos, la gracia de la redención, la vida eterna y todas las ayudas necesarias para llegar a ella. Pero, a pesar de todo, quiso sufrir todos los horrores de la Pasión y de la Muerte en la cruz para mostrarnos cuánto amaba al Padre, cuánto nos amaba a cada uno de nosotros. En ocasiones, manifestó a sus discípulos esta urgencia de amor que le llenaba el alma: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!. El Espíritu Santo nos ha dejado escrito a través de San Juan que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Jesús entregó voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos.
Jesucristo revela las ansias incontenibles de entregar su vida por amor. Y si queremos seguirle, no ya externamente sino hondamente, identificándonos con Él, ¿cómo podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que tan íntimamente está relacionado con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo de cerca nos llevará a la abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la alegría más grande. La abnegación, la identificación con su santa voluntad en todo, limpia, purifica, clarifica el alma y la diviniza. «Tener la Cruz, es tener la alegría: ¡es tenerte a Ti, Señor!».
II. Se cuenta de un alma santa que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y a una prueba le sucedía otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió con ternura al Señor y le preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?, y oyó en su corazón estas palabras: Me has amado. Pensó entonces en el Calvario y comprendió un poco mejor cómo el Señor quería purificarla y asociarla a Él en la redención de tantas gentes que andaban perdidas, lejos de Dios. Y se llenó de paz y de alegría.
En nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos los hombres. «Si vienen contradicciones, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el Señor te tiene». Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y contemplar a Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: «a ti te quiero más», «de ti espero más». Quizá sea una enfermedad dolorosa que rompe todos nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que más queríamos, o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos responderá calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su santa voluntad, que tiene una «lógica» distinta a la humana. Llega el momento de la aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso bien. ¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!.
Muchas veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en asuntos pequeños, que salen a nuestro paso los más de los días: el cansancio, el no disponer del tiempo que desearíamos, el tener que renunciar a un plan más agradable que nos habíamos forjado, el llevar con caridad los defectos de otras personas con las que convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no esperábamos, la aridez en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos pide que sepamos aceptar esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas estériles, sin malhumor, sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos contraría y ofrecerlo como una joya de mucho valor. Nuestros pequeños sufrimientos, unidos a los de Cristo en la Cruz, cobran un valor infinito para reparar por tantos pecados que se cometen cada día en la tierra, y por los nuestros también.
El dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos frutos: satisface por nuestros pecados, purifica el alma, «y profundiza y refuerza nuestro carácter y nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una capacidad de simpatía por nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra manera. De hecho nos abre la vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así nos une más estrechamente a Él. A menudo el sufrimiento profundo es también un punto decisivo en nuestras vidas, y conduce al principio de un nuevo fervor y una nueva esperanza», a una nueva manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia. Pero dolor y sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo, llena el alma de paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones. La vida de los santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce porque hunde sus raíces en Dios.
III. Si alguno quiere venir en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que seguir a Cristo de cerca; ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que ésta: identificarnos con Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que tuvo aquí en la tierra. Estamos junto a Él no sólo cuando todo nos va bien, sino también al aceptar con paciencia las adversidades, contentos de poder acompañarle en su camino hacia la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos.
Pero si nos limitáramos solamente a esperar las tribulaciones, las contrariedades, el dolor que no podemos evitar, faltaría generosidad a nuestro amor. Sería una actitud que escondería el deseo de contentarnos con lo mínimo. «Sería actuar con una disposición remisa, que bien podría expresarse con estas palabras: ¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes preocupaciones!
»Sin embargo, la vida interior necesita demasiado de la mortificación, como para no buscarla activamente. La mortificación que nos viene dada es importante y valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una generosa expiación voluntaria, que será señal de un verdadero espíritu de penitencia: Yo te ofreceré voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!, tu nombre, porque es bueno (Sal 53, 8)».
Precisamente la Iglesia nos propone un día ala semana, el viernes, para que examinemos el sentido penitencial de nuestra vida, a la luz de la Pasión de Cristo. En este día, muchos cristianos consideran más detenidamente los misterios de dolor de la vida de Cristo, o hacen el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o meditan o leen la Pasión del Señor... Es un día para que examinemos cómo llevamos habitualmente las contradicciones, y la generosidad, fruto del amor, con que buscamos esa mortificación voluntaria, en cosas quizá pequeñas, que vence constantemente el egoísmo, la pereza, el deseo de quedar bien en todo, de ser habitualmente el centro... Mortificaciones pequeñas para hacer más amable la vida a los demás: ser cordiales en el trato, vencer los estados de ánimo que nos llevarían quizá a tener un tono más adusto en el trato, sonreír cuando quizá tendemos a mostrarnos serios, cuidar la puntualidad en el trabajo o estudio, comer algo menos de aquello que más nos gusta o tomar un poco más de aquello que menos nos apetece, no comer entre horas, mantener el orden en la mesa de trabajo, en el armario, en la habitación... Mortificar la curiosidad, cuidar con particular esmero la guarda de los sentidos, no quejarse ante el calor, el frío o el excesivo tráfico...
Al terminar hoy la meditación sobre las palabras de Jesús: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, le decimos en la intimidad de nuestra oración: «Dame, Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante...
»-Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo te digo, Señor, que Contigo estaría alegremente triste». «No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que sea pena».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Lorenzo, diácono y mártir

Tres días después del martirio del Papa San Sixto II (7 de agosto) a quién servía, San Lorenzo también llegó a la gloria del martirio.
Según la tradición, fue asado vivo sobre una parrilla.
San Lorenzo ha sido venerado tanto en el Oriente como en el Occidente como el más conocido de los diáconos romanos.
De el escribieron los santos Ambrosio, León el Grande, Agustín y otros. Por lo que es evidente que su martirio impresionó profundamente a la Iglesia y fue utilizado por Dios como una gran inspiración a la santidad.  Según Prudencio, su muerte fue la muerte de la idolatría romana, que desde entonces declinó.
Fue enterrado en la Via Tiburtina, en el Campus Veranus donde hoy se encuentra la basílica en su honor. 
Su nombre se menciona en la primera plegaria Eucarística.
Del Oficio de Lectura, 10 de agosto, San Lorenzo, Diácono mártir
Administró la sangre sagrada de Cristo
De los sermones de san Agustín, obispo
Sermón 304, 1-4
La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica. Él, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo, en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso claramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras: Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.
También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprovechara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.
Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los linos de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refiriéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad!
Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿cómo vas tú a enorgullecerte? Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. Oigamos lo que dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.
Oración
Señor Dios nuestro, encendido en tu amor, san Lorenzo se mantuvo fiel a tu servicio y alcanzó la gloria en el martirio; concédenos, por su intercesión, amar lo que él amó y practicar sinceramente lo que nos enseñó. Por nuestro Señor Jesucristo.