domingo, 10 de junio de 2018

Lunes semana 10 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 10 de tiempo ordinario; año par

La misericordia divina
“Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:-Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.-Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros” (Mateo 5,1-12).
I. San Pablo llama a Dios Padre de las misericordias, designando su infinita compasión por los hombres, a quienes ama entrañablemente. Pocas otras verdades están tan insistentemente repetidas, quizá, como ésta: Dioses infinitamente misericordioso y se compadece de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes -para que los hombres lo aprendamos bien-, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo, es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre.
La encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina. Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. Manso y humilde de corazón, brinda alivio y descanso a todos los atribulados. El Apóstol Santiago llama al Señor piadoso y compasivo. En la Epístola a los Hebreos, Cristo es el Pontífice misericordioso; y esta actitud divina hacia el hombre es siempre el motivo de la acción salvadora de Dios, que no se cansa de perdonar y de alentar a los hombres hacia su Patria definitiva, superando la flaquezas, el dolor y las deficiencias de esta vida. «Revelada en Cristo la verdad acerca de Dios como Padre de la misericordia, nos permite "verlo" especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad». Por eso, la súplica constante de los leprosos, ciegos, cojos... a Jesús es: ten misericordia.
La bondad de Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas humanas. «Aquel hombre que cayó en manos de los ladrones, que lo desnudaron, lo golpearon y se fueron dejándolo medio muerto, Él lo reconfortó, vendándole las heridas, derramando en ellas su aceite y vino, haciéndole montar sobre su propia cabalgadura y acomodándolo en el mesón para que tuvieran cuidado de él, dando para ello una cantidad de dinero y prometiendo al mesonero que, a la vuelta, le pagaría lo que gastase de más». Estos cuidados los ha tenido con cada hombre en particular. Nos ha recogido malheridos muchas veces, nos ha puesto bálsamo en las heridas, las ha vendado... y no una, sino incontables veces. En su misericordia está nuestra salvación; como los enfermos, los ciegos y los lisiados, también debemos acudir nosotros delante del Sagrario y decirle: Jesús, ten misericordia de mí... De modo particular, el Señor ejerce su misericordia a través del sacramento del Perdón. Allí nos limpia los pecados, nos acoge, nos cura, lava nuestras heridas, nos alivia... Es más, en este sacramento nos sana plenamente y recibimos nueva vida.
II. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia, leemos en el Evangelio de la Misa. Hay una especial urgencia por parte de Dios para que sus hijos tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la misericordia con nosotros guardará proporción con la que nosotros ejercitamos: con la medida con que midiereis seréis medidos. Habrá proporción, no igualdad, pues la bondad de Dios supera todas nuestras medidas. A un grano de trigo corresponderá un grano de oro; a nuestro saco de trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que perdonamos, los diez mil talentos (una fortuna incalculable) que nosotros debemos a Dios. Pero si nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más difícil y estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al mismo Dios. «Quien desee alcanzar misericordia en el Cielo debe él practicarla en este mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el Cielo una misericordia, a la cual se llega a través de la misericordia terrena».
En ocasiones, se pretende oponer la misericordia a la justicia, como si aquélla apartara a un lado las exigencias de ésta. Se trata de una visión equivocada, pues hace injusta a la misericordia, siendo así que es la plenitud de la justicia. Enseña Santo Tomás que cuando Dios obra con misericordia -y cuando nosotros le imitamos- hace algo que está por encima de la justicia, pero que presupone haber vivido antes plenamente esta virtud. De la misma manera que si uno diera doscientos denarios a un acreedor al que sólo debe cien no obra contra la justicia, sino que -además de satisfacer lo que es justo- se porta con liberalidad y misericordia. Esta actitud ante el prójimo es la plenitud de toda justicia. Es más, sin misericordia se termina por llegar a «un sistema de opresión de los más débiles por los más fuertes» o a «una arena de lucha permanente de los unos contra los otros».
Con la justicia sola no es posible la vida familiar, ni la convivencia en las empresas, ni en la variada actividad social. Es obvio que, si no se vive la justicia primero, no se puede ejercitar la misericordia que nos pide el Señor. Pero después de dar a cada uno lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar con prontitud los agravios (en ocasiones imaginarios, o producidos por la propia falta de humildad), a ayudar en su tarea a quien ese día tiene un poco más de trabajo o está más cansado, a dar una palabra de aliento a quien tiene una dificultad o se le ve más preocupado o inquieto (puede ser la enfermedad de un familiar, un tropiezo en un examen, un quebranto económico...), prestarnos para realizar esos pequeños servicios que tan necesarios son en toda convivencia y en todo trabajo en común...
III. Por muy justas que llegaran a ser las relaciones entre los hombres, siempre será necesario el ejercicio cotidiano de la misericordia, que enriquece y perfecciona la virtud de la justicia. La actitud misericordiosa se ha de extender a necesidades muy diversas: materiales (comida, vestido, salud, empleo...), de orden moral (facilitar a nuestros amigos el que se confiesen, combatir la gran ignorancia acerca de las verdades más elementales de la fe enseñando el Catecismo, colaborando en una tarea de formación...). La misericordia es, como dice su etimología, una disposición del corazón que lleva a compadecerse, como si fueran propias, de las miserias que encontramos cada día. Por eso, en primer lugar debemos ejercitarnos en la comprensión con los defectos ajenos, en mantener una actividad positiva, benevolente, que nos dispone a pensar bien, a disculpar fácilmente fallos y errores, sin dejar de ayudar en la forma que resulte más oportuna. Actitud que nos lleva a respetar la igualdad radical entre todos los hombres, pues son hijos de Dios, y las diferencias y peculiaridades de cada personalidad. La misericordia supone una verdadera compasión, el compartir efectivamente las desdichas de nuestros hermanos, tanto materiales como espirituales.
El Señor hizo de esta bienaventuranza el camino recto para alcanzar la felicidad en esta vida y en la otra. «Es como un hilillo de agua fresca que brota de la misericordia de Dios y que nos hace participar de su misma felicidad. Nos enseña, mucho mejor que los libros, que la verdadera felicidad no consiste en tomar y poseer, en juzgar y tener razón, en imponer la justicia a nuestro modo, sino más bien en dejarnos tomar y asir por Dios, en someternos a juicio y a su justicia generosa, en aprender de Él la práctica cotidiana de la misericordia». Entonces comprendemos que hay más gozo en dar que en recibir. Un corazón compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz. Así alcanzamos también esa misericordia que tanto necesitamos; y se lo deberemos a aquellos que nos han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por el Señor. San Agustín nos dice que la misericordia es el lustre del alma, la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa.
Al terminar este rato de oración, acudimos a nuestra Madre Santa María, pues Ella «es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia».
Aunque ya tengamos abundantes pruebas de su amor maternal por cada uno de nosotros, podemos decirle a la Santísima Virgen: Monstra te esse matrem!, muestra que eres madre, y ayúdanos a mostrarnos como buenos hijos tuyos y hermanos de todos los hombres.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bernabé, apóstol

Modelo de apóstol, hombre de bien y de fe
Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca.  Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. «En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros” (Mateo 10,7-13).
1. Jesús, acabas de elegir a doce discípulos que representan al nuevo Israel. Los envías al mundo dándoles unas recomendaciones previas: que se limiten, por el momento, a las ovejas de Israel, esto es, a remediar los males del pueblo que atraviesa una situación grave de abandono y descuido por parte de los pastores o maestros. Que ha llegado el reino de Dios debe notarse porque la gente comienza a liberarse, gracias a ellos, de la enfermedad (dolor físico), de la muerte (que acaba con toda vida), de la lepra (que separa de Dios y de los seres humanos) y de los demonios (símbolo de la ideología opresora que esclaviza al ser humano por dentro). Enseñas de lo que tú nos das con tu vida, Jesús. Nada del dios-dinero…, les prohíbes procurarse oro, plata o monedas, esto es, dinero como base de seguridad. Ni llevar dos túnicas (imagen de riqueza), ni bastón (símbolo de violencia). Y que no anden cambiando de casa para mejorar su situación. Pobres, por elección y convicción, deben confiar en que no les faltará el sustento necesario. Será la solidaridad de los otros la que remedie su carencia.
La misión es camino. Exige moverse de un lugar a otro, avanzar, superar obstáculos y no dejarse vencer por el cansancio o el rechazo de los seres humanos. Los Apóstoles deben confiar absolutamente en la gracia que poseen y que anuncian. Esta es su mayor fuerza: no apoyarse en ninguna seguridad humana para anunciar el mensaje de Dios, ir desprovistos de todo, confiando sólo en la fuerza del mensaje que llevan y abandonados totalmente a la providencia divina. Jesús, les pide además que “cuando lleguen a algún pueblo, averigüen quién hay en él digno de recibirlos y se queden hasta que se vayan”. Los evangelizadores deben estar dispuestos a recibir. Su pobreza no está sólo en el no poseer, sino en el depender de lo que los otros les ofrezcan. Aparecen como desprovistos de todo y necesitados de todo, cuando, en realidad, llevan consigo la mayor riqueza: el don del reino. De esta forma enseñan a los demás la actitud fundamental para acoger el don de Dios: la pobreza, la confianza y el abandono (Servicio Bíblico Latinoamericano; en mercaba.org).
Hechos  11: 21 – 26: 21  La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor.  22  La noticia de esto llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y enviaron a Bernabé a Antioquía.  23  Cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor,  24  porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se agregó al Señor.  25  Partió para Tarso en busca de Saulo,  26  y en cuanto le encontró, le llevó a Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de «cristianos».
Salmo  98: 1 - 6 :  1 Cantad a Yahvé un canto nuevo, porque ha hecho maravillas; victoria le ha dado su diestra y su brazo santo.  2  Yahvé ha dado a conocer su salvación, a los ojos de las naciones ha revelado su justicia;  3  se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel. Todos los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios.  4  ¡Aclamad a Yahvé, toda la tierra, estallad, gritad de gozo y salmodiad!  5  Salmodiad para Yahvé con la cítara, con la cítara y al son de la salmodia;  6  con las trompetas y al son del cuerno aclamad ante la faz del rey Yahvé. 
2. Hoy celebramos al apóstol José, «a quien los Apóstoles dieron el sobrenombre de Bernabé, que significa “hijo de la consolación”». Desde el principio fue generoso: «Tenía un campo, lo vendió, trajo el dinero y lo puso a los pies de los Apóstoles» (Hch 4,36-37). Llevó a san Pablo a los Apóstoles, cuando todos le tenían miedo, y con él abrió el apostolado a todos los pueblos. Primero, en Antioquía, donde «exhortaba a todos a permanecer en el Señor con un corazón firme, porque era un hombre bueno, lleno de fe y del Espíritu Santo. Y una gran muchedumbre se adhirió al Señor» (Hch 11,23-24). Su celo apostólico fue ejemplar, poniendo en práctica el mandato del Maestro: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,7).
«Separad a Pablo y Bernabé, para una tarea que les tengo asignada» (Hch 13,2), proclamó el Espíritu Santo: fueron a Chipre y Asia Menor, y sufrieron mucho por el Señor. Tuvieron también sus diferencias y se separaron por motivo de Marcos, que les abandonó a mitad de viaje, y Pablo ya no lo aceptaba en el siguiente; pero Bernabé supo confiar en él y veremos luego a Marcos como un gran colaborador de Pedro y Pablo. Aprendamos a no catalogar a la gente para siempre, que «las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»(San Josemaría), cuando se las sostiene con la confianza y se las quiere, ya que «nadie puede ser conocido sino cuando se le ama» (San Agustín). Cuando veamos que alguien flaquea o retrocede, perseveremos como Bernabé, sobrenombre que significa también “hombre esforzado”, y “el que anima y entusiasma”. Son características de las que hoy estamos necesitados. Por eso acudimos al Señor con las palabras de la colecta: «Concédenos anunciar fielmente con la palabra y con las obras el Evangelio que él [Bernabé] proclamó con valentía».
Bernabé, “justo” (persona íntegra y fiel a los mandamientos del Señor), “lleno del Espíritu Santo y fe”, es colocado en el ámbito de la nueva alianza presentándolo como alguien dócil a la acción de Dios en la obra de expansión del evangelio. El Espíritu Santo, en efecto, actuará eficazmente por mediación de Bernabé en la predicación del evangelio a los paganos. Cuando Bernabé llega a Antioquía se llena de alegría “al ver lo que había realizado la gracia de Dios” (Hch 11,23). Y “una considerable multitud se unió al Señor” (Hch 11,24).
Dichoso el hombre de bien que vive en servicio a los demás. Su nombre será una bendición. Bernabé fue uno de esos personajes. Personas como él caen bien en cualquier comunidad humana y de creyentes. Recordemos algo de él. Era chipriota, levita, propietario de campos que vendió para ayudar a la comunidad de Jerusalén (Hch 4, 36). Fue mediador en la presentación de Pablo en Jerusalén (Hch 9,27). Tenía la confianza del grupo y era buen dialogante en cuestiones disputadas. Por eso fue el elegido para dirigir a la comunidad de Antioquía en su seguimiento de Cristo. ¡Con qué gusto formaba él parte muy activa entre profetas y doctores de Antioquía, y cómo era correspondido por la comunidad! Él y san Pablo promovieron la primera gran empresa evangelizadora del cristianismo.
¿Queremos imitar su ejemplo? Para ello, seamos instrumentos de paz en armonía, diálogo, comprensión, audacia. En el siglo XXI son muchos los problemas que van surgiendo, incluso en el interior de las comunidades creyentes, igual que sucedía en Antioquía. Andamos muy necesitados de amor, celo apostólico, capacidad de comprensión, sentido de participación, comunicación fraterna, clarificación de las cuestiones en espíritu evangélico.
San Bernabé, compañero de correrías apostólicas de San Pablo, durante buena parte de sus idas y venidas, estableciendo, adoctrinando y confirmando en la fe las primeras comunidades de cristianos, se había destacado pronto como un discípulo generoso y de celo ardiente. Desde los primeros días de andadura de la Iglesia, Bernabé se manifestó como un cristiano comprometido, que no sólo asentía a la enseñanza de Jesús trasmitida por los Apóstoles, sino que, en coherencia con su fe y con la nueva vida en Dios que había descubierto –el Evangelio de Jesucristo– pone todo lo propio al servicio de ese ideal. Tiene total confianza de los Apóstoles, y la veremos cuando introduce a san Pablo después de convertirse en la comunión con la Iglesia, venciendo desconfianzas pues había perseguido atrozmente a los discípulos. Su vida será una permanente aventura, para toda la gloria de Dios. Confianza en Dios y olvido de sí podrían ser los soportes que mantienen la vida del apóstol. Bernabé es ejemplo de disponibilidad. Te pedimos, Señor, que sepamos redescubrir esa perla de gran valor, que nos lleve a empeñar cualquier otra riqueza por conseguirla.
3. Cantamos un cántico nuevo en el Salmo, y Orígenes interpreta el «cántico nuevo» del salmo como una celebración anticipada de la novedad cristiana del Redentor crucificado. Por eso, sigamos su comentario, que entrelaza el cántico del salmista con el anuncio evangélico: «Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado, algo hasta entonces inaudito. Una realidad nueva debe tener un cántico nuevo. "Cantad al Señor un cántico nuevo". En realidad, el que sufrió la pasión es un hombre; pero vosotros cantad al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero salvó como Dios». Prosigue Orígenes: Cristo «hizo milagros en medio de los judíos: curó paralíticos, limpió leprosos, resucitó muertos. Pero también otros profetas lo hicieron. Multiplicó unos pocos panes en un número enorme, y dio de comer a un pueblo innumerable. Pero también Eliseo lo hizo. Entonces, ¿qué hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre, para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado, para elevarnos hasta el cielo».
 Llucià Pou Sabaté

SAN BERNABE, Apóstol (Siglo I)
Nació en la Isla de Chipre, era Judío de la tribu de Leví.
Su nombre original era José. Los apóstoles le cambiaron por el de Bernabé, que según San Lucas significa "el esforzado", "el que anima y entusiasma".
Los Hechos de los Apóstoles nos narra que Bernabé vendió su finca y entregó todo el dinero a los Apóstoles para distribuir entre los pobres. (Hch,4)
Fue un gran colaborador de San Pablo quién a su regresó a Jerusalén, tres años después de su conversión, recibió de Bernabé el apoyo ante los demás Apóstoles que sospechaban de él.
No cuenta entre los doce elegidos por Nuestro Señor Jesucristo, pero probablemente fue uno de los setenta discípulos mencionados en el Evangelio. Bernabé es considerado Apóstol por los primeros Padres de la Iglesia y también por San Lucas, por la misión especial que le confió el Espíritu Santo.
Los Apóstoles lo apreciaban mucho por ser "un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo" (Hechos 11,24), por eso lo eligieron para la evangelización de Antioquía.
Con sus prédicas aumentaron los convertidos.
Se fue a Tarso, y se asoció con Pablo, Juntos obtuvieron un éxito extraordinario. Regresaron a Antioquía, donde permanecieron por un año. Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización y donde por primera vez se le llamó Cristianos a los seguidores de la doctrina de Cristo.
Volvieron a Jerusalén enviados por los Cristianos de la floreciente iglesia de Antioquía, con una colecta para los que estaban pasando hambre en Judea.
El Espíritu habló por medio de los maestros y profetas que adoraban a Dios: "Separad a Pablo y Bernabé, para una tarea que les tengo asignada".
Después de ayuno y oración Pablo y Bernabé recibieron la misión y la imposición de manos. Partieron acompañados de Juan Marcos, primo de Bernabé, futuro evangelista, a predicar a otros lugares, entre estos Chipre, la patria de Bernabé. Allí convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre para predicar entre los gentiles.
Fueron luego a Perga en Pamfilia, donde se inició el mas peligroso viaje misionero. Juan Marcos no estaba muy decidido y les abandonó, regresando solo a Jerusalén
Luego prosiguieron su viaje misionero por las ciudades y naciones del Asia Menor.
En Iconium, capital de Licaonia, estuvieron a punto de morir apedreados por la multitud. Se refugiaron en Listra, donde el Señor por medio de San Pablo curó milagrosamente a un paralítico y por esa razón los habitantes paganos dijeron que los dioses los habían visitado, haciendo lo imposible evitaron que la población ofreciera sacrificios en honor a ellos y por eso se pasaron al otro extremo y lanzaron piedras contra San Pablo y lo dejaron maltrecho.
Tras una breve estancia en Derne, donde muchos se convirtieron, los dos Apóstoles volvieron a las ciudades que habían visitado previamente, para confirmar a los convertidos y para ordenar presbíteros. Recordaban que "es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22). Después de completar la primera misión regresaron a Antioquía de Siria.
Poco después, algunos de los Judíos Cristianos, contrarios a las opiniones de Pablo y Bernabé, exigían que los nuevos cristianos, a parte de ser bautizados sean circuncidados. A raíz de eso, se convocó al Concilio de Jerusalén. Se declaró entonces que los gentiles convertidos estaban exentos del deber de la circuncisión.
Ante el segundo viaje misionero surgió un conflicto entre Pablo y Bernabé. Bernabé quería llevar a su primo Juan Marcos y Pablo se oponía por haberles abandonado en la mitad del primer viaje (por miedo a tantas dificultades).  Decidieron separarse. San Pablo se fue a su proyectado viaje con Silas y Bernabé partió a Chipre con Juan Marcos.
Mas tarde se volvieron a encontrar como amigos misionando en Corinto (1 Co. 9, 5-6), por lo que se deduce que Bernabé aún vivía y trabajaba en los años 56 o 57 P.C. Posteriormente San Pablo invita a Juan Marcos a unirse a él, cuando estaba preso en Roma, cosa que nos indica que Bernabé ya había muerto alrededor del año 60 o 61. Otros dicen que era predicador en Alejandría y Roma y primer obispo de Milán.
Escritos apócrifos hablan de un viaje a Roma y de su martirio, hacia el año 70, en Salamina, por mano de los Judíos de la diáspora que lo lapidaron. Tertuliano afirma que Bernabé escribió la Epístola a los Hebreos, otros creen que escribió en Alejandría la Epístola de Bernabé. En realidad, lo que se sabe de el es lo que aparece en el Nuevo Testamento.
Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. II.

sábado, 9 de junio de 2018

Domingo semana 10 de tiempo ordinario;ciclo B

Domingo de la semana 10 de tiempo ordinario; ciclo B

Las raíces del mal
“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. Unos letrados de Jerusalén decían: -‘Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios’.Él los invitó a acercarse y les puso estas comparaciones: -‘¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se revela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa.Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre’.Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: -‘Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan’.Les contestó: -‘¿Quienes son mi madre y mis hermanos?’ Y, pasando la mirada por el corro, dijo: -‘Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”(Marcos 3,20-35).
I. Puso Dios al hombre en la cima de la Creación, para que dominase sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella. Por eso le dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para que tomara parte en su vida divina y conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la gracia santificante y de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente. Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo; aunque éste es un ejemplo imperfecto, pues la gracia realiza una transformación mucho más profunda que la que produce el fuego en el hierro.
Dios enriqueció además la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la inmortalidad, «no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a Dios». En Adán, Dios contempla a todo el género humano. El don de justicia y de la santidad originales «había sido dado al hombre, no como a persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres posteriores». Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su eterna felicidad en el Cielo.
Así derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y éste era el plan divino. Y para realizarlo, quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia, de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra hemos de ganarnos el Cielo, para toda la eternidad.
II. «La presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los demás seres espirituales, a la prueba de la libertad». Puso Dios una sola condición al hombre: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás. Conocemos por la Sagrada Escritura la triste transgresión de este mandato, y hoy leemos en la Primera lectura de la Misa el estado en que quedó el hombre. El diablo mismo, bajo la figura de serpiente, incitó a la primera mujer a desobedecer el mandato divino: tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió. Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de la inmortalidad, y cayó «en el cautiverio de aquel que tiene el imperio de la muerte (Hebr 2, 14), es decir, del diablo; y toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma». Fue expulsado del paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien, porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga por generación a cada hombre que viene a este mundo. Es una verdad de fe declarada en ocasiones diversas por la Iglesia.
La realidad del pecado original y el conflicto que crea en la intimidad de cada hombre es un dato comprobable. La fe explica su origen, y todos experimentamos sus consecuencias. «Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador». Sin la gracia, la criatura humana se percibe impotente para recuperar su propia dignidad.
Pablo VI enseña que el hombre nace en pecado, con una naturaleza caída, sin el don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte. Además, «el pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación», y «se halla como propio en cada uno».
Se da una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que «todos se pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma naturaleza recibida del primer padre». La solidaridad de la gracia que unía a todos los hombres en Adán antes de la desobediencia original, se transformó en solidaridad en el pecado. «Por esto, de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia original, se ha transmitido en cambio el desorden».
El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón, nos convencen de la profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueven a luchar contra el pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo. «¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...
»Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas...
»Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.
»¿Necesitas más motivos para la contrición?».
III. Dios expulsó a nuestros primeros padres del paraíso, indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de Dios: en lugar de los dones sobrenaturales, Adán y Eva transmitieron el pecado. Perdieron la herencia que después habrían de dejar a sus descendientes; ya entre los primeros hijos de Adán y Eva se dejaron sentir enseguida las consecuencias del pecado: Caín mata por envidia a Abel. Del mismo modo, todos los males, personales y sociales, tienen su origen en el primer pecado del hombre. Aunque el Bautismo perdona totalmente la culpa y la pena del pecado original y de los pecados personales que pudieran haberse cometido antes de recibirlo, sin embargo no libra de los defectos del pecado: el hombre sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte.
El pecado original fue un pecado de soberbia. Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de Dios: seréis como dioses; son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos y potencias. Como en los principios, busca también ahora -en muchas ocasiones- la autonomía que le convierta en árbitro del bien y del mal, y se olvida de su mayor bien, que consiste en el amor y sumisión a su Creador. Es en Él donde recupera la paz, la armonía de sus instintos y sentidos, y todos los demás bienes.
Nuestro apostolado en medio del mundo nos moverá a situar a cada hombre y a sus obras (el ordenamiento jurídico, el trabajo, la enseñanza...) en el legítimo lugar que les corresponde con relación a su Creador. Cuando Dios está presente en un pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución alguna para los conflictos que asolan el mundo, para una mayor justicia social, que no pase antes por un acercamiento a Dios, por una conversión del corazón. El mal está en la raíz -en el corazón del hombre-, y es ahí donde es necesario curarle. La doctrina sobre el pecado original operante hoy en el hombre y en la sociedad, es un punto fundamental en la catequesis y en toda formación que no conviene olvidar.
Ante un mundo que, en ocasiones, parece profundamente desquiciado, no podemos cruzarnos de brazos como el que nada puede ante una situación que le supera. No es necesario que intervengamos en las grandes decisiones, que quizá no nos competen, pero sí hemos de hacerlo en esos campos que Dios ha puesto a nuestro alcance para que les demos una orientación cristiana.
Nuestra Madre Santa María, que «fue preservada inmune de toda mancha de la culpa del pecado original en el primer instante de su concepción inmaculada por singular gracia y privilegio» de Dios, nos enseñará a ir ala raíz de los males que nos aquejan, fortaleciendo ante todo, en cada situación, la amistad con Dios.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

viernes, 8 de junio de 2018

Inmaculado Corazón de Maria

Inmaculado Corazón de María

El Inmaculado Corazón de la Virgen María
“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua.  Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres.  Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» El les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas  2,41-51).   
I. En mí está toda gracia del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Como considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón.
El Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación; inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua profecía de Ezequiel -os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo-, revestido de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo, que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; sencillo, libre de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios según la Bienaventuranza del Señor; firme en la aceptación de la voluntad de Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón, cuando se desató la persecución contra su Hijo o llegó el momento de su Muerte; dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa del Cantar de los Cantares, estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.
El Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu Santo, en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres. Por su Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.
Ella nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no vamos a acudir diariamente a Ella? «"Sancta Maria, Stella maris" -Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú! »-Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento». En él encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.
II. María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Angel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Éste les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazaret y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón. Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Éste mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.
Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino, dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora de los milagros, Ella sabe adelantarla.
María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona, Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!
Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no sólo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas -las madres- lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.
III. Al considerar el esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas.
De nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro, humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos», y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos más fuertes.
Recordamos hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o las familias. Siempre hemos tenido la intuición de que sólo en su Dulce Corazón estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame..., prepárales un camino seguro.
Terminamos nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que, sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a los hermanos en sus necesidades.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia

San Efrén de Nisibe es un doctor de la Iglesia universal, declarado como tal por Benedicto XV el 5 de octubre de 1920. Antes de esta declaración, San Efrén era ya valorado como una autoridad y una referencia grande por todas las Iglesias de Oriente, especialmente, como es natural, las de tradición siríaca. En occidente, sus obras fueron descubiertas en el siglo XVIII, y tras un par de ediciones no suficientemente críticas, una en el mismo siglo XVIII y otra a finales del XIX, han sido en su inmensa mayoría críticamente editadas en la segunda mitad del siglo XX por el benedictino alemán Edmund Beck.
San Efrén vivió en Nisibe y en Edesa (ciudades que hoy se hallan en el este de Turquía, cerca de la frontera con Irak), en la Alta Mesopotamia, en el siglo cuarto. Su lengua nativa era un dialecto del arameo, el siríaco. La tradición sitúa su nacimiento hacia el 307, y su muerte en el 373. La Iglesia celebra su fiesta el 9 de junio.
San Efrén escribió sobre todo poesía, especialmente himnos para ser cantados en la liturgia, aunque también homilías en verso y comentarios a la Escritura, así como ciertas obras en prosa de una gran belleza, como la Homilía sobre Nuestro Señor. Sebastian Brock, curator de los manuscritos orientales de la British Library, y uno de los mayores expertos del mundo en literatura y en teología siríaca y bizantina, ha dicho de San Efrén que tal vez sea el mejor poeta teólogo de la historia de la Iglesia, junto a Dante. Un español tendría que añadir: y junto a San Juan de la Cruz.
El tema fundamental de sus poesías es cantar la presencia de Cristo en todas las cosas, en la creación y en la carne. También en el Antiguo Testamento veía él "esbozos" y "tipos" de Cristo. Con ello se oponía a tendencias "gnósticas" y "helenizantes" de la fe cristiana, como el arrianismo. Naturalmente, su canto a la Encarnación le hace ser un cantor excelente de la Virgen María, escogida por Dios para la unión más estrecha entre Cristo y la carne, y figura de la Iglesia.

jueves, 7 de junio de 2018

Sagrado Corazón de Jesús; ciclo B

Sagrado Corazón de Jesús; ciclo B

El amor de Jesús
“En aquel tiempo los judíos, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron»” (Juan 19,31-37). 
I. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él, se lee en una lectura de la Misa.
La plenitud de la misericordia divina hacia los hombres se expresa en el envío de la Persona de su Hijo Unigénito. No sólo hemos conocido que Dios nos ama por ser ésta la continua enseñanza de Jesús, sino que su presencia entre nosotros es la prueba máxima de este amor: Él mismo es la plena revelación de Dios y de su amor a los hombres. Enseña San Agustín que la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado no sólo con palabras, sino también con obras. El hecho supremo de este amor tuvo lugar cuando su Hijo Unigénito asumió carne mortal y se hizo hombre como nosotros, excepto en el pecado.
Hoy hemos de pedir nuevas luces para, de un modo más hondo, entender el amor de Dios a todos los hombres, a cada uno. Debemos suplicar al Espíritu Santo que, con su gracia y nuestra correspondencia, cada día podamos decir personalmente y con más hondura: he conocido el amor que Dios me tiene. A esa sabiduría -la que verdaderamente importa- llegaremos, con la ayuda de la gracia, meditando muchas veces la Humanidad Santísima de Jesús: su vida, sus hechos, lo que padeció por redimirnos de la esclavitud en la que nos encontrábamos y elevarnos a una amistad con Él, que durará por toda la eternidad. El Corazón de Jesús, un corazón con sentimientos humanos, fue el instrumento unido a la Divinidad para expresarnos su amor indecible; el Corazón de Jesús es el corazón de una Persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y, «por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene ahora. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la fe cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que Él mismo afirmó: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí (Jn 14, 6)».
No hubo un solo acto del alma de Cristo o de su voluntad que no estuviera dirigido a nuestra redención, a conseguirnos todas las ayudas para que no nos separemos jamás de Él, o para volver si nos hubiéramos extraviado. No hubo una parte de su cuerpo que no padeciera por nuestro amor. Toda clase de penas, injurias y oprobios las aceptó gustoso por nuestra salvación. No quedó una sola gota de su Sangre preciosísima que no fuese derramada por nosotros.
Dios me ama. Ésta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más resonancias prácticas en mi vida. ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de la bondad de Jesús manifestada en la llamada que hemos recibido a compartir con Él su misma Vida, su amistad...? Una Vida y una amistad que ni la muerte logrará romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura.
«Dios me ama... y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"...
»-Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!».
II. En la Misa de esta Solemnidad rezamos: Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una amplia reparación.
De este rato de oración hemos de sacar la alegría inmensa de considerar, una vez más, el amor vivo y actual, de Jesús, por cada uno. ¡Un Dios con corazón de carne, como el nuestro! Jesús de Nazaret sigue pasando por nuestras calles y plazas haciendo el bien como cuando estaba en carne mortal entre los hombres: ayudando, curando, consolando, perdonando, otorgando la vida eterna a través de sus sacramentos... Son los infinitos tesoros de su Corazón, que sigue derramando a manos llenas. San Pablo enseña que, al subir a lo alto, llevó cautiva a la cautividad, y derramó sus dones sobre los hombres. Cada día son inconmensurables las gracias, las inspiraciones, las ayudas, espirituales y materiales, que recibimos del Corazón amante de Jesús. Sin embargo, Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas». ¡Con cuánta frecuencia se lo hemos negado! ¡Cuántas veces ha esperado más amor, más fervor, en esa Visita al Santísimo, en aquella Comunión...! Mucho debemos reparar y desagraviar al Corazón Sacratísimo de Jesús. Por nuestra vida pasada, por tanto tiempo perdido, por tanta tosquedad en el trato con Él, por tanto desamor... «Te pido -le decimos con palabras que dejó escritas San Bernardo- que acojas la ofrenda del resto de mis años. No desprecies, Dios mío, este corazón contrito y humillado, por todos los años que malgasté de mala manera». Dame, Señor, el don de la contrición por tanta torpeza actual en mi trato y amor hacia Ti, aumenta la aversión a todo pecado venial deliberado, enséñame a ofrecerte como expiación las contrariedades físicas y morales de cada día, el cansancio en el trabajo, el esfuerzo para dejar las labores terminadas, como Tú quieres.
Ante tantos que parecen huir de la gracia, no podemos quedar indiferentes. «No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...
»Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido.
»Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier».
III. Aquellos dos discípulos a quienes acompaña Jesús camino de Emaús le reconocen por final partir el pan, después de unas horas de viaje. Y se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?. Sus corazones, que poco antes estaban apagados, desalentados y tristes, ahora están llenos de fervor y de alegría. Esto hubiera sido motivo suficiente para reconocer que Cristo los acompañaba, pues éste es el efecto que Jesús produce en aquellos que están cercanos a su Corazón amabilísimo. Ocurrió entonces y tiene lugar cada día.
En esta «arca preciosísima» del Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda caridad. Ésta, don por excelencia «del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta derramar por ella su sangre». De ahí sacamos nosotros la firmeza necesaria para dar a conocer a Cristo. Es en el trato con Jesús donde se enciende el verdadero celo apostólico, el que es capaz de perdurar por encima de los aparentes fracasos, de los obstáculos de un ambiente que en ocasiones parece que huye de Jesús.
El amigo hace llegar al amigo lo mejor que tiene. Nosotros nada poseemos que se pueda comparar al hecho de haber conocido a Jesús. Por eso, a nuestros parientes, a los amigos, a los compañeros de profesión hemos de darles a conocer a Cristo.
En el Corazón de Jesús hemos de encender nuestro celo apostólico por las almas. En Él encontramos un horno ardiente de caridad por las almas, como rezamos en las Letanías del Sagrado Corazón. «El horno arde -comentaba el Papa Juan Pablo II-. Al arder, quema todo lo material, sea leña u otra sustancia fácilmente combustible.
»El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Jesús, quema con el amor que lo colma. Y éste es el amor al Eterno Padre y el amor a los hombres: a las hijas y los hijos adoptivos.
»El horno, quemando, poco a poco se apaga. El Corazón de Jesús, en cambio, es horno inextinguible. En esto se parece a la zarza ardiente del libro del Éxodo, en la que Dios se reveló a Moisés. La zarza que ardía con el fuego, pero... no se consumía (Ex 3, 2).
»Efectivamente, el amor que arde en el Corazón de Jesús es sobre todo el Espíritu Santo, en el que Dios Hijo se une eternamente al Padre. El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue.
»Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. El horno, mientras arde, ilumina las tinieblas de la noche y calienta los cuerpos de los viandantes ateridos.
»Hoy queremos rogar a la Madre del Verbo Eterno, para que en el horizonte de la vida de cada una y de cada uno de nosotros no cese nunca de arder el Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. Para que Él nos revele el Amor que no se extingue ni se deteriora jamás, el Amor que es eterno. Para que ilumine las tinieblas de la noche terrena y caliente los corazones.
»Dándole las gracias por el único amor capaz de transformar el mundo y la vida humana, nos dirigimos con la Virgen Inmaculada, en el momento de la Anunciación, al Corazón Divino que no cesa de ser horno ardiente de caridad. Ardiente: como la zarza que Moisés vio al pie del monte Horeb».

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

miércoles, 6 de junio de 2018

Invitación a la presentación de mi libro "La pérdida del ser querido" con intervenciones de Nieves Acosta y Javier Barros

Hola!
   Te mando una Invitación a la presentación de mi libro "La pérdida del ser querido". Entrada libre. Quien lo desee puede aquirir el libro (10 euros).
   Me encantará poder saludarte en esta ocasión tan especial para mí.       Saludos cordiales,
   Luciano

Jueves semana 9 de tiempo ordinario; año par

Jueves de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

El primer mandamiento
“En aquel tiempo, se llegó uno de los escribas y le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: ‘Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que éstos».Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas” (Mc 12,28-34).
I. El Evangelio de la Misa narra la pregunta de un escriba, quien, lleno de buena voluntad, quiere saber cuál de los preceptos de la ley es el esencial, el más importante. Jesús ratifica lo que ya había expresado con claridad la Antigua Ley: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El escriba se identifica plenamente con la enseñanza de Jesús, y a continuación repite despacio las palabras que acaba de oír. El Señor tiene para él una palabra cariñosa que incita a la definitiva conversión: No estás lejos del Reino de Dios.
Este mandamiento, en el que se resumen toda la Ley y los Profetas, comienza por la afirmación de la existencia de un único Dios, y así ha sido recogido en el Credo: credo in unum Deum. Es una verdad conocida por la luz natural de la razón, y el pueblo elegido sabía bien que todos los dioses paganos eran falsos; y, sin embargo, los ídolos fueron para ellos una tentación constante, y una causa frecuente de su alejamiento del Dios verdadero, el que les sacó de la tierra de Egipto. Los Profetas se sentirán impulsados a recordarles la falsedad de aquellas deidades que conocían al ponerse en contacto con naciones cuyo poder y cultura, muy superior a la de ellos, les atraía y deslumbraba. Se trataba de pueblos más ricos, materialmente más avanzados, pero sumidos en la oscuridad de la superstición, de la ignorancia y del error. Con frecuencia, el pueblo elegido no supo apreciar la riqueza incomparable de la revelación, el tesoro de la fe. Dejaron la única Fuente de las aguas vivas para ir a cisternas rotas y agrietadas que ni tenían agua, ni capacidad para retenerla.
Los antiguos paganos, hombres civilizados para la época en que vivieron, se inventaron ídolos a los que adoraban de formas diversas. Muchos hombres civilizados de nuestros días, nuevos paganos, levantan ídolos mejor construidos y más refinados: parece producirse en nuestros días una verdadera adoración e idolatría por todo aquello que se presenta bajo capa de «progreso» o que proporciona más bienestar material, más placer, más comodidad..., con un olvido prácticamente completo de su ser espiritual y de su salvación eterna. Son actuales aquellas palabras de San Pablo en la Carta a los Filipenses: su Dios es el vientre, y su gloria la propia vergüenza, pues ponen el corazón en las cosas terrenas. Es la idolatría moderna, a la que se ven tentados también muchos cristianos, olvidando el inmenso tesoro de su fe, la riqueza del amor a Dios.
El primer mandamiento del Decálogo se lesiona cuando se prefieren otras cosas a Dios, aunque sean buenas, pues entonces se las está amando desordenadamente. En estos casos, el hombre pervierte la ordenación de las criaturas, usando de ellas para un fin opuesto o distinto de aquel para el que fueron creadas. Al romper el orden divino que el Decálogo nos señala, el hombre ya no encuentra a Dios en la creación; fabrica entonces su propio dios, detrás del cual radicalmente se esconde en su propio egoísmo y soberbia. Más aún, el hombre intenta neciamente colocarse en lugar de Dios, erigirse a sí mismo como fuente de lo que está bien y de lo que está mal, cayendo en la tentación que el demonio puso a nuestros primeros padres: seréis como dioses si no obedecéis los mandatos de Dios. De aquí la necesidad -porque la tentación es real para cada hombre, para cada mujer- de preguntarnos muchas veces, y lo hacemos hoy en nuestra oración, si verdaderamente Dios es lo primero en nuestra vida, lo más importante, el Sumo Bien, que orienta nuestra conducta y nuestras decisiones. Y esto lo veremos mejor si examinamos el interés que ponemos en conocerle cada vez mejor, pues nadie ama lo que no conoce; si respetamos el tiempo que destinamos a nuestra formación doctrinal religiosa...; si vivimos un desprendimiento efectivo de los bienes que poseemos o usamos para que nunca se conviertan en el bien primero... Amarás al Señor tu Dios... y a Él sólo adorarás: el empeño en seguir el camino que Él quiere para nosotros -la vocación personal de cada uno- es el modo concreto de vivir ese amor y esa adoración.
II. Son muchas y muy poderosas las razones que nos mueven a amar a Dios: porque Él nos sacó de la nada y Él mismo nos gobierna, nos facilita las cosas necesarias para la vida y el sustento... Además, esta deuda que tenemos con Él por el mero hecho de existir, se vio aumentada al elevarnos al orden de la gracia y al redimirnos del poder del pecado por la Muerte y Pasión de su Hijo Unigénito y los incontables beneficios y dones que constantemente recibimos de Él: la dignidad de ser hijos suyos y templos del Espíritu Santo... Sería una tremenda ingratitud, si no le agradeciéramos lo que nos ha dado. Más aún -señala Santo Tomás-, sería como si nos fabricáramos otro Dios, como cuando los hijos de Israel, saliendo de Egipto, se hicieron un ídolo.
El verdadero amor -el humano, y de modo eminente el amor a Dios-ennoblece y enriquece siempre al hombre, le hace parecerse un poco más a su Creador.
La historia personal de cada hombre pone de manifiesto cómo la dignidad y la felicidad, incluso humana, se logran en el camino del amor a Dios, nunca fuera de él; y cuando la razón última de una vida se cifra en cualquier otro motivo se está expuesto a caer bajo el dominio de las propias pasiones. Se ha dicho con verdad que «el camino del infierno es ya un infierno»; se cumplen aquellas palabras del Profeta Jeremías a quienes se sentían deslumbrados por los ídolos de las naciones vecinas: los dioses ajenos -decía el Profeta- no os concederán descanso.
Dejar de amar a Dios es entrar por una senda en la que una cesión llama a otra, pues quien ofende al Señor «no se detiene en un pecado, sino, por el contrario, es empujado a consentir en otros: quien comete pecado esclavo es del pecado (Jn 8, 34). Por eso no es nada fácil salir de él, como decía San Gregorio: "el pecado que no se extirpa por la penitencia, por su mismo peso arrastra a otros pecados"». El amor a Dios lleva a detestar el pecado, a alejarse ‑con el auxilio de su gracia, con la lucha ascética- de cualquier ocasión en la que pueda haber ofensa a Dios, a hacer penitencia por las faltas y pecados de la vida pasada.
Debemos hacer con frecuencia actos positivos de amor y de adoración al Señor: llenando de contenido cada genuflexión -signo de adoración-ante el Sagrario, o quizá repitiendo las palabras Adoro te devote, o las que decimos al recitar el Gloria en la Santa Misa: Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias.
Se falta al amor de Dios cuando no se le da el culto debido, cuando no se ora o se ora mal, en las dudas voluntarias contra la fe, en la lectura de libros, periódicos o revistas que atentan a la fe o a la moral, al dar crédito a supersticiones o a doctrinas -aunque se presenten como científicas- que se oponen a la fe, ambas fruto de la ignorancia; al exponerse -o exponer a los hijos, a aquellas personas que tenemos a nuestro cuidado- a influencias dañinas para la fe o la moral; al desconfiar de Dios, de su poder o de su bondad... «Y éste es el índice para que el alma pueda conocer con claridad si ama a Dios o no, con amor puro. Si le ama, su corazón no se centrará en sí misma, ni estará atenta a conseguir sus gustos y conveniencias. Se dedicará a buscar la honra y gloria de Dios y a darle gusto a Él. Cuanto más tiene corazón para sí misma menos lo tiene para Dios». Nosotros queremos tener puesto el corazón en el Señor y en las personas y en las tareas que realizamos por Él y con Él.
III. El amor a Dios no sólo se expresa dando a Dios el culto que le es debido, de modo particular en la Santa Misa, sino que debe abarcar todos los aspectos de la vida del hombre, y tiene muchas manifestaciones. Amamos a Dios a través de nuestro trabajo bien hecho, del cumplimiento fiel de nuestros deberes en la familia, en la empresa, en la sociedad; con nuestra mente, con el corazón..., con el porte exterior, propio de un hijo de Dios... Este mandamiento exige en primer lugar la adoración, dar gloria a Dios, que no es una actividad más entre otras diversas, sino la finalidad última de todas nuestras acciones, incluso de lo que puede parecer más vulgar: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios. Esta actitud fundamental de adoración exige en la práctica hacerlo todo, al menos desear hacerlo, para agradar a Dios: es decir, actuar con rectitud de intención.
El amor a Dios, y el verdadero amor al prójimo, se alimenta en la oración y en los sacramentos, en la lucha constante por superar nuestros defectos, en el empeño por mantenernos en Su presencia a lo largo del día. De modo particular, la Sagrada Eucaristía debe ser la fuente donde se alimente continuamente nuestro amor al Señor. Así podremos decir, con las palabras del Adoro te devote: tibi se cor meum totum subiicit: Te adoro, Señor..., a Ti se somete mi corazón por completo.
Pensemos en qué tenemos puesto el corazón a lo largo del día. Veamos en nuestra oración si tenemos «industrias humanas» para acordarnos mucho del Señor en nuestras jornadas y así amarle y adorarle.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

martes, 5 de junio de 2018

Miércoles semana 9 de tiempo ordinario; año par

Miércoles de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

Resucitaremos con nuestros propios cuerpos
“En aquel tiempo, se le acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer».Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error»” (Mc 12,18-27).
I. La resurrección de los muertos estaba ya asentada desde en Antiguo Testamento (Isaías 26, 19; 2 Macabeos 7, 23; Job 19, 25-26). “La Iglesia cree en la resurrección de los muertos y entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología): también a su cuerpo. El Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta carne “en que vivimos, subsistimos y nos movemos” (CONCILIO XI DE TOLEDO). Por eso, “las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección de la carne son complementarias de la misma tradición primitiva de la Iglesia”, y deben seguirse usando los dos modos de expresarse (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración acerca de la traducción del artículo “carnis resurrectionem” del Símbolo Apostólico). La liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la Trinidad Beatísima!
II. Toda alma, después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el que, por toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán diferentes características, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán u n lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. La fe y la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo debidamente. Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al infierno. Más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.
III. Es conforme con la misericordia y justicia divinas que el alma vuelva a unirse al cuerpo, para que ambos, el hombre completo, participe del premio o castigo merecido en su paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el momento de la resurrección del cuerpo. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro, templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado por Dios a ser glorificado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Norberto, obispo

San Norberto de Xanten es un santo cristiano, fundador de la orden de canónigos regulares Norbertinos o Premonstratenses.
Nació hacia el año 1080 en Xanten (Alemania), en la ribera del Río Rin. Su padre, Heriberto, Conde de Gennep, estaba relacionado con la casa imperial alemana. Su madre se llamaba Hedwig de Guise.
Fue asignado a la corte de Enrique V, donde fue el encargado imperial de distribuir las obras de caridad.
Después de un grave accidente a caballo, su fe se profundizó y renunció a su puesto en la corte. Volvió a Xanten, donde llevó una vida de penitencia bajo la dirección de Cono, Abad de Siegburg.
En 1115, Norberto fundó la Abadía de Fürstenberg y poco después fue ordenado sacerdote.
En el Concilio de Reims, en octubre de 1119, el Papa Calixto II le pidió que fundara una orden religiosa en la diócesis de Laon. En 1120, Norberto eligió el valle de Prémontré para fundar la abadía de Prémontré. Al año siguiente, la comunidad alcanzaba los 40 miembros.
En el año 1125 el papa Honorio II aprobó la constitución para la Orden.
Norberto murió en Magdeburgo (Alemania), el 6 de junio de 1134. Fue canonizado por el papa Gregorio XIII en 1582.

lunes, 4 de junio de 2018

Martes semana 9 de tiempo ordinario; año par

Martes de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

Al César lo que es del César. Ciudadanos ejemplares
«Le enviaron algunos de los fariseos y de los herodianos para sorprenderle en alguna palabra. Acercándose, le dicen: Maestro, sabemos que eres veraz y que no te dejas llevar de nadie, pues no haces acepción de personas, sino que enseñas el camino de Dios de verdad. ¿Es lícito dar tributo al César o no? ¿Pagamos o no pagamos? Pero él, advirtiendo su hipocresía, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Traedme un denario para que lo vea. Ellos se lo mostraron, y les dice: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: Del César Jesús les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y se admiraban de él».(Marcos 12, 13-17)
I. La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión dar soluciones concretas a los asuntos temporales. Sigue así a Cristo, quien, afirmando que su reino no es de este mundo ( Juan 19, 36), se negó expresamente a ser constituido juez en cuestiones terrenas cuando algunos fariseos le preguntan maliciosamente si es lícito pagar el tributo al César. Así no caeremos nunca los cristianos en lo que Jesucristo evitaba con todo cuidado: unir el mensaje evangélico, que es universal, a un sistema, a un César. Es decir, debemos evitar que cuantos no pertenecen al sistema, al partido al César, se sientan con dificultades comprensibles para aceptar un mensaje que tiene como fin último la vida eterna. Nos toca a los cristianos, metidos en la entraña de la sociedad. Con plenitud de derechos y de deberes, dar solución a los problemas temporales, formar a nuestro alrededor un mundo cada vez más humano y más cristiano, siendo ciudadanos ejemplares que exigen sus derechos y cumplen todos sus deberes con la sociedad.
II. El hombre es uno, con un solo corazón y una sola alma, con sus virtudes y sus defectos que influyen en todo su actuar, y “tanto en la vida pública como en la privada, el cristiano debe inspirarse en la doctrina y seguimiento de Jesucristo” ( CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos en la vida pública), que tornará siempre más humano y noble su actuar. El cristiano elige sus opciones políticas, sociales, profesionales, desde sus convicciones más íntimas. Y lo que aporta a la sociedad en la que vive es una visión recta del hombre y de la sociedad, porque sólo la doctrina cristiana le ofrece la verdad completa del hombre, sobre su dignidad y el destino eterno para el que fue creado. Nuestro testimonio en medio del mundo se ha de manifestar en una profunda unidad de vida. El amor a Dios ha de llevarnos a cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos; lo contrario sería una falta contra la justicia, pues supone la dejación de unos derechos que, por sus consecuencias de cara a los demás, son también deberes.
III. De Dios es toda nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras preocupaciones, nuestras alegrías... Todo lo nuestro es suyo. Ser buenos cristianos nos impulsará a ser buenos ciudadanos pues nuestra fe nos mueve constantemente a seguir el ejemplo de Cristo. El amor a Dios, si es verdadero, es garantía del amor a los hombres, y se manifiesta en hechos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bonifacio, obispo y mártir

Llamado el "apóstol de Alemania", nació en Crediton, Devonshire. Pertenecía a una buena familia y ya manifestó a muy temprana edad y en contra de la voluntad de su padre, su deseo de entrar en la vida monástica. Empezó sus estudios teológicos en los monasterios de Exeter y Nutcell, y profesó a los treinta años.
En 715 realiza una expedición misionera a Frisia, con el fin de convertir a los paganos del Norte de Europa predicando en su lengua, su propia lengua anglo-sajona, muy similar a la lengua frisona, pero sus esfuerzos resultaron vanos a causa de la guerra que enfrentaba a Carlos Martel y a Radbol, rey de los frisones.
En 718, Bonifacio visita Roma y el Papa Gregorio II le encarga la misión de organizar la Iglesia en Alemania y evangelizar a los paganos. Durante cinco años recorre Turingia, Hesse y Frisia, y regresa a Roma para informar de todo ello al Papa. En esta ocasión el Papa le nombra obispo y Bonifacio retorna a Alemania con plenos poderes. Bautiza a miles de paganos y se implica en los problemas de numerosos cristianos que habían perdido el contacto con la jerarquía de la Iglesia católica.
En 738 acude a Roma nuevamente donde, el sucesor de Gregorio II, Gregorio III le nombra arzobispo y delegado Papal. Continúa su misión por Baviera, y funda los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau. En 742, con uno de sus principales discípulos, Sturm, funda la abadía de Fulda, no muy lejos de la misión de Fritzlar, y el obispado de Büraburg, ambos creados por Bonifacio, se interesó con gran celo en el desarrollo de esta abadía que llegó a ser el centro principal para la formación de los monjes. El financiamiento inicial de la abadía fue asignado por Pipino el Breve, el hijo de Carlos Martel. El apoyo de los Mayordomos de palacio y, más tarde, de los primeros Pipinides y reyes carolingios, fue crucial para Bonifacio que logró mantener el equilibrio entre su ayuda y la del papado, así como la de los gobernadores de Agilolfing de Baviera. En 746 obispo de Maguncia.
Cuando regresa de su misión en Baviera, Bonifacio prosigue con sus misiones en Alemania, donde funda las diócesis de Würzburg, Erfurt y Buraburg. Nombra a sus discípulos obispos y consigue que éstos tengan una cierta independencia con respecto al poder carolingio. Organiza unos sínodos provinciales en la Iglesia franca y aunque sus relaciones con el rey de los francos son a veces azarosas, corona a Pipino el Breve en Soissons, en 751 consagrándole en marzo del año siguiente. Continúa ocupándose de los asuntos internos de su país de origen, y envía, en 746, una larga carta de reprimenda al rey Aethelbald de Mercie, en la que muestra su disconformidad por las costumbres sexuales que le parecen un mal ejemplo para los pueblos no cristianizados todavía.
Nunca renunció, en su interior, a convertir a los frisones. En 750, nombra a su discípulo, Gregorio, abad de la abadía de San Martín de Utrecht, enseñándole y ayudándole en la administración de la diócesis, la menos cristianizada de su vasto campo de apostolado. Pasa un largo tiempo en Frisia y, en 754, bautiza a un gran número de habitantes de esta región que, en su mayoría, es todavía, pagana.
El 5 de junio de 754, Bonifacio, por entonces cercano a los setenta años, junto con una cincuentena de sus compañeros, es asesinado en Flandes, cerca de la ribera de Borré Becque, entre Kassel y Hazebrouck, al este de Saint-Omer, a unos cuarenta kilómetros de Dunkerque. El hecho de que ciertos escritos históricos actuales sitúen el lugar de su muerte en Dokkum, en Frisia (Países Bajos) nace de la falsificación de un antiguo texto escrito por un monje de Utrecht del siglo XIII que cambió el nombre original de Dockynchirica (Dunkerque) por el de Dockinga, nombre primitivo de Dokkum. El departamento de Dokkum que no existía en 754, se menciona siempre como el lugar en el que murió Bonifacio, pese a que, hoy en día, un gran número de historiadores medievalistas refutan esta afirmación.
Se encuentran, recogidos por Serrarius, 1605 in-4, Sermones y Cartas de Bonifacio, que fueron reeditadas por Giles, en Londres, en 1844. Su discípulo, Willibal, escribió su Vida en latín.
sus ultimas palabras fueron "animo en Cristo" Sus principales atributos son: el hábito de obispo, la mitra y un libro cruzado por una espada. En ocasiones se le representa bautizando a los conversos, con un pie encima de un roble abatido que simboliza el sometimiento de la religión pagana.
A Bonifacio se le atribuye la invención del árbol de Navidad. Según la leyenda, cortó un fresno decorado, consagrado a los dioses de los germanos; y lo cambió por un pino, cambiándole su significado por completo.

domingo, 3 de junio de 2018

Lunes semana 9 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

La piedra angular
“Y se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores, y se ausentó. Envió un siervo a los labradores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos de la viña. Ellos le agarraron, le golpearon y le despacharon con las manos vacías. De nuevo les envió a otro siervo; también a éste le descalabraron y le insultaron. Y envió a otro y a éste le mataron; y también a otros muchos, hiriendo a unos, matando a otros. Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: "A mi hijo le respetarán". Pero aquellos labradores dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle, y será nuestra la herencia." Le agarraron, le mataron y le echaron fuera de la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá y dará muerte a los labradores y entregará la viña a otros. ¿No habéis leído esta Escritura: La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido;      fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos?» Trataban de detenerle - pero tuvieron miedo a la gente - porque habían comprendido que la parábola la había dicho por ellos. Y dejándole, se fueron” (Marcos 12,1-12).
I. San Pedro se refiere a veces a Jesús como la piedra que, rechazada por vosotros los constructores, ha llegado a ser piedra angular (Hechos 4, 10-11). Jesucristo es la piedra esencial de la iglesia, y de cada hombre: sin ella el edificio se viene abajo. La piedra angular afecta a toda la construcción, a toda la vida: negocios, intereses, amores, tiempo...; nada queda fuera de las exigencias de la fe en la vida del cristiano. Seguir a Cristo influye en el núcleo más íntimo de la personalidad. Ser cristianos es la característica más importante de nuestra existencia, y ha de influir incomparablemente más en nuestra vida que el amor humano en la persona más enamorada. Jesucristo es el centro al que hacen referencia nuestro ser y nuestra vida. Con relación a Él queremos construir nuestra existencia.
II. Cristo determina esencialmente el pensamiento y la vida de sus discípulos. Por eso, sería una gran incoherencia dejar nuestra condición de cristianos a un lado a la hora de enjuiciar una obra de arte o un programa político, en el momento de realizar un negocio o de planear las vacaciones. Si en esos planes, en ese acontecimiento o en esa obra no se guarda la debida subordinación a Dios, su calificación no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sean sus acertados valores parciales. El error se presenta frecuentemente vestido con nobles ropajes de arte, de ciencia, de libertad... Pero la fuerza de la fe ha de ser mayor: es la poderosa luz que nos hace ver que detrás de aquella apariencia de bien hay en realidad un mal. Cristo ha de ser la piedra angular de todo edificio. Pidamos al Señor su gracia para vivir coherentemente nuestra vocación cristiana; así la fe no será nunca limitación. Para tener un criterio formado, además de poner los medios, es preciso tener una voluntad recta que quiera llevar a cabo, ante todo, el querer de Dios.
III. El cristiano –por haber fundamentado su vida en esa piedra angular que es Cristo- tiene su propia personalidad, su modo de ver el mundo y los acontecimientos, y una escala de valores bien distinta al hombre pagano que no vive la fe y tiene una concepción puramente terrena de las cosas. Por eso, a la vez que está metido en medio de las tareas seculares, necesita estar “metido en Dios”, a través de la oración, de los sacramentos y de la santificación de sus quehaceres. Jesús sigue siendo la piedra angular en todo hombre. El edificio construido a espaldas de Cristo está levantado en falso. Hoy podemos preguntarnos: ¿La fe que profesamos influye cada vez más en nuestra propia existencia?

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.