miércoles, 23 de mayo de 2018

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

En la santa Cena nos da el sacrificio de su entrega, que nos salva: “Esto es mi cuerpo. Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre”
Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo:–“He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios.” Y tomando una copa, dio gracias y dijo:–“Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.”Y tomando pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo:–“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.”Después de cenar, hizo lo mismo con la copa, diciendo:–“Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lucas 22,14-20).
1.  Hoy, Señor, nos invitas a adentrarnos en tu maravilloso corazón sacerdotal. Admiramos tu corazón de pastor y salvador, que se desvive por tu rebaño, al que no abandonarás nunca. Un corazón el tuyo, que manifiesta “ansia” por los suyos, por nosotros: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Jesús, con corazón de sacerdote y pastor manifiestas tus sentimientos, especialmente, en la institución de la Eucaristía, en la Última Cena, donde vas a instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, misterio de fe y de amor.
Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta maravilla, cuánta belleza!: "¡Oh montes y espesuras, / plantados por la mano del Amado!, / ¡oh, prado de verduras de flores esmaltado!, / decid si por vosotros ha pasado" (San Juan de la Cruz). Creó los hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron (Gén 3,9). El pecado es un desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como un hueso desplazado de su sitio, buscando el placer, la satisfacción del egoísmo, de la soberbia. Como un sol que se sale del camino buscando su independencia. Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio y el orden. Dios envía una Persona divina, su Hijo, a "aplastar la cabeza de la serpiente", haciéndose hombre para que ame como Dios, hasta la muerte de cruz, con el Corazón abierto.
Tú, Jesús, eres nuestro salvador, sacerdote para siempre, perfecto mediador por ser Hombre Dios, el Siervo de Yavé, que, "desfigurado no parecía hombre, como raiz en tierra árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero", inicias la redención de los hombres, sus hermanos. Tú eres la Cabeza, a la que quieres unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad has venido a cumplir, te ha constituido Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Para eso, antes de morir, eliges a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen tu palabra, perdonen los pecados y renueven tu propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus hermanos.
"Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor" (Prefacio).
El sacerdote intercede ante Dios, le hace propicio, le da gracias, da a Dios el culto debido. Impetra sus dones. El sacerdote ama. Ha reservado su corazón para ser para todos. El sacerdote es antorcha que sólo tiene sentido cuando arde e ilumina. El sacerdote hace presente a Cristo. En los sacramentos y en su vida. Es el alma del mundo. Donde falta Dios y su Espíritu él es la sal y la vida. No hace cosas sino santos. Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes difícilmente lo seremos. Es grano de trigo que si muere da mucho fruto. Hemos de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies.
2.  El canto de Isaías habla de ti, Jesús; está maravillosamente explicado como tomas nuestros pecados y los hace tuyos, al tomar la cruz cargas con ellos: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito”.
Este “evangelio” de la Pasión, escrito siglos antes de tu llegada, Jesús, explica paso a paso lo que te pasó en cada uno de tus sufrimientos… “como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron”…
Al contemplar este sacrificio que nos salva, que te costó tu sangre, quisiera, Jesús, pedirte que graves en mi alma tus sentimientos, para poder participar de tu misión, ser corredentor contigo: “Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados, y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”. Con estas últimas palabras abiertas a la esperanza, se ve tu obra, Señor, y que nos abres las puertas del cielo cuando te das por amor hasta la muerte.
Hebreos explica que por medio del Sacrificio expiatorio de Cristo hemos sido santificados de tal forma que, perdonados nuestros pecados, hemos sido consagrados para poder acercarnos al Dios vivo y poder, así, participar de la ciudad celeste. Así se ha cumplido lo que el Espíritu Santo prometió en las Sagradas Escrituras: Que nos perdonaría nuestras culpas y olvidaría para siempre nuestros pecados. Los que por medio de la fe aceptamos a Cristo y su oferta de salvación, junto con Él participamos ya desde ahora de la Vida que Él nos ofrece, y que llegará a su plenitud en nosotros cuando junto con Él, mediante su Sangre derramada por nosotros, estemos eternamente con Dios, santos como Él es Santo.
3. Es lo que hoy celebramos en tu fiesta, Cristo Sacerdote perfecto, y hoy nos cantas con el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, cuántos planes en favor nuestro; nadie se te puede comparar. Intento proclamarlas, decirlas, pero superan todo número”. Quisiera participar de tu corazón, Señor, y hacer también yo la voluntad de Dios.
Luego nos cuentas que tu alma estaba preparada para realizar este nuevo sacrificio que viene de tu obediencia: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio. Entonces yo digo: «Aquí estoy -como está escrito en mi libro para hacer tu voluntad.» Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas”.
Son las maravillas que Dios ha hecho a favor nuestro. No te has reservado nada, Señor, y por eso tu entrega ha dado fruto, el que tú como Hijo te ofrezcas consciente de ser instrumento de nuestra redención: “He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios; Señor, tú lo sabes. No me he guardado en el pecho tu defensa, he contado tu fidelidad y tu salvación, no he negado tu misericordia y tu lealtad ante la gran asamblea”.
Virgen Santísima, tú eres Madre del Sumo y eterno sacerdote, a ti nos acogemos para que se haga en nosotros la salvación que tu hijo nos ofrece.
Llucià Pou Sabaté
María Auxiliadora

En el siglo XIX sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón, llevado por la ambición y el orgullo, se atrevió a encarcelar al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: "Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica".
Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón que había dicho: "Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados", vio con desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a acabar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
Novena a María Auxiliadora
(Recomendada por San Juan Bosco)
1º  Rezar, durante nueve días seguidos, tres Padresnuestros, Avemarías y Glorias con la siguiente jaculatoria: "Sea alabado y reverenciado en todo momento el Santísimo y Divinísimo Sacramento" y luego tres Salves con la jaculatoria: "María Auxilio de los Cristianos, ruega por nosotros".
2º Recibir los Santos Sacramentos de Confesión y Comunión.
3º Hacer o prometer una limosna en favor de las obras de apostolado de la Iglesia o de las obras salesianas.
San Juan Bosco decía "Tened mucha fe en  Jesús Sacramentado y en María Auxiliadora y estad persuadidos de que la Virgen no dejará de cumplir plenamente vuestros deseos, si han de ser para la gloria de Dios y bien de vuestras almas. De lo contrario, os concederá otras gracia iguales o mayores".
NOVENA DE LA CONFIANZA
Madre mía de mi vida,
auxilio de los cristianos,
la pena que me atormenta,
pongo en tus benditas manos.
(Ave María)
Tú que sabes mis secretos,
pues todos te los confío,
da la paz a los turbados
y alivio al corazón mío.
(Ave María)
Y aunque tu amor no merezco,
nadie recurre a Ti en vano,
pues eres Madre de Dios
y Auxilio de los cristianos.
(Ave María)
Finalmente, se reza la oración de San Bernardo:
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes! Y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. No desechéis, ¡oh Madre de Dios!, mis humildes súplicas, antes bien, inclinad a ellas vuestros oídos y dignaos atenderlas favorablemente.
Quince minutos con María Auxiliadora
¡María! ¡María! ¡Dulcísima María, Madre querida y poderosa Auxiliadora mía! Aquí me tienes; tu voz maternal ha dado nuevos bríos a mi alma y anhelosa vengo a tu soberana presencia... Estréchame cariñosa entre tus brazos... deja que yo recline mi cansada frente sobre tu pecho y que deposite en él mis tristes gemidos y amargas cuitas, en íntima confidencia contigo, lejos del ruido y bullicio del mundo, de ese mundo que sólo deja desengaños y pesares.
Mírame compasiva... estoy triste, Madre, bien lo sabes, nada me alegra ni me distrae, me hallo enteramente turbada y llena de temor...
Abrumada bajo el peso de la aflicción, sobrecogida de espanto, busco un hueco para ocultarme, como la tímida paloma perseguida por el cazador... y ese hueco, ese asilo bendito, ese lugar de refugio es, ¡oh Madre Augusta! tu corazón.
A ti me acerco llena de confianza... no me deseches ni me niegues tus piedades. Bien comprendo que no las merezco por mis muchas infidelidades; dignas de tus bondades son las almas santas e inocentes que saben imitarte y a las cuales yo tanto envidio sinceramente, mas Tú eres la esperanza y el consuelo, por eso vengo sin temor.
¡Madre mía! Permite que yo no toque, sino que abra de par en par la puerta de tu corazón tan bueno y entre de lleno en él, pues vengo cansada y sé que Tú no sabes negarte al que afligido viene a postrarse a tus pies.
¡Virgen Madre! Tu trono se levanta precisamente donde hay dolores que calmar, miserias que remediar, lágrimas que enjugar y tristezas que consolar... por eso, levantándome del profundo caos de mis miserias en que me encuentro sumergida imitando al Pródigo del Evangelio, digo también: "Me levantaré e iré a mi dulce Madre y le diré: ¡Madre buena, aquí está tu hija que te busca! perdona si en algo te he sido infiel, soy tu pobre hija que llora, aquí me tienes aunque indigna a tus favores... te pertenezco y no me separaré de Ti, hasta no llevar en mi pecho el suave bálsamo del consuelo y del perdón.
¿Me abandonarás dulce María? ¿No herirán tus oídos mis clamores? ¡Oh, no! tu apacible rostro ensancha mi confianza, tus castos ojos me miran compasivamente disipando las densas nubes de mi espíritu y de mi abatimiento y zozobra desaparecen con tu materna sonrisa.
Si majestuosa empuñas tu cetro en señal de poder, como eres mi Madre, es tan sólo para manifestarme que eres la dispensadora de las gracias y mercedes del cielo para derramarlas con abundancia sobre esta tu pobre hija que sólo desea amarte y agradecerte.
¡Oh sí! Tú eres el Océano, Madre, y yo el imperceptible grano de arena arrojado en él... Tú eres el rocío y yo la pobre flor mustia y marchita que necesita de Ti para volver a la vida. Que nada me distraiga, que nadie me busque... Yo estoy perdida en el mar inmenso de tu bondad, estoy escondida en el seno misterioso de mi bendita Madre.
Reina mía, confiando en tu Auxilio bondadoso y tierno quiero hablarte con la confianza del niño... quiero acariciarte, quiero llorar contigo... traer a mi memoria dulces recuerdos... derramar mi alma en tu presencia para pedirte gracias, arráncame, en una palabra el
corazón para regalártelo en prenda de mi amor.
Escucha pues, tierna María, mi dulce Auxiliadora, una a una todas mis palabras y deja que cual bordo de fuego penetre en tu corazón, porque quiero conmoverte... quiero rendirlo y quiero en fin que tu Jesús, que tan amable abre sus bracitos sonriendo con dulzura, repita en mi favor nuevamente aquella consoladora palabra que alienta al desvalido y hace temblar al demonio: "He aquí a tu Madre, he aquí a tu hija".
Sí, aquí estoy... aquí está tu pobre hija a quien has amado y amas aún con predilección y que te pertenece por todos títulos... la que descansó en tus brazos antes de reposar en el regazo maternal... la que probó tus caricias mucho antes que los maternos besos... ¿lo recuerdas? Yo dormí en tu seno el dulce sueño de la inocencia, viví tranquila bajo tu manto sin conocer ni sospechar siquiera los escollos de la vida, amándote con ardor y gozando de tus caricias con las que preparaste mi alma y corazón para los rudos ataques de mis enemigos y sinsabores de la vida. Tu mano salvadora no sólo me apartó del abismo en que tantas almas han perecido, sino que me regaló con gracias particularísimas y especiales, dones que reservas tan sólo para tus amados.
Todo... todo lo confieso para mayor gloria tuya y quisiera tener mil lenguas para cantar tus alabanzas, digna y elocuentemente, en fervorosos y tiernos himnos de santa gratitud.
¡Ah cuando me hallo cercada de tinieblas y sombras de muerte, sobrecogida de angustioso quebranto... cuando mi corazón tiembla ante la presencia del dolor, este pensamiento dulcísimo de tus tiernas muestras de predilección viene a ser el rayo luminoso que hace surgir mi frente, dándome alas para remontarme hasta lo infinito... ¡Oh recuerdo consolador! ¡Bendito seas! Eres la escala por la cual subo hasta el trono de la clemencia y del amor santo y verdadero.
Mas ¡ay!... pronto pasaron de aquella alma los días de encanto... con la velocidad del relámpago se disiparon mis goces infantiles y llegó para mí la hora del desamparo... Madre, no puedo soportar su peso... siento quebrantar al mismo tiempo todas mis fuerzas interiores y necesito que tu mano me sostenga para no sucumbir en la lucha... Ansiosa te busco como el pobre náufrago busca su tabla salvadora...
Levanto a Ti mis ojos y mi pesada frente como el marino en busca de la estrella que debe señalarle el puerto. Me siento como abandonada, semejante a una nave sin piloto a merced del oleaje tempestuoso e incesante... ¡Tengo miedo! mucho miedo de perecer, entre las turbias ondas del agitado mar del pecado... Tengo miedo de la justicia divina a quien soy deudora de tantas y tan especialísimas gracias... pero sobre todo tengo miedo... ¡Oh no quisiera ni decirlo... tengo miedo de serte ingrata, abandonándote algún día y olvidando tus ternuras, pagarlas con ingratitud!
¡Jamás lo permitas, Reina mía! Haz que viva siempre unida a Ti, como la débil yedra vive asida fuertemente a la robusta encina defendiéndose del furioso huracán... ¿Qué sería de ésta tu hija, ¡oh Madre!, sin Ti? Mil enemigos me acechan redoblando a cada paso sus infernales astucias... acosada me siento por todas partes y si Tú no me amparas, ¿quién se dolerá de mí? No me alejes, por piedad, sálvame... muestra que eres mi Madre Auxiliadora; olvida por piedad las veces que te he contristado, reduce a polvo mis pecados, lávame con tus lágrimas y límpiame más y más.
Tus brazos son el trono de la misericordia, en ellos descansa tu Jesús... sujétame entre ellos para que no haga uso de la justicia contra mí... dile que acepto el dolor que redime si Tú me lo envías, que venga, si es preciso, el sufrimiento aun cuando mi pobre carne
tiemble ante él, con tal que mi alma se torne blanca como la nieve.
Sí, dile a tu amado hijo que yo quiero desagraviar para alcanzar su clemencia, dile que eche un velo sobre mis faltas y miserias y que olvide para siempre lo mala que he sido... ¡María de mi vida! No resta más que la última etapa... mis ensangrentadas huellas van marcando mis pasos en la senda escabrosa de la vida que está por cortarse... mi cansado corazón late aún, sí, porque Tú les das vida y aliento, pero
derrama las últimas lágrimas que manan de él cual candente lava.
Terminará mi existencia y ¿qué será de mí, si mi Auxiliadora no viene en ese momento terrible? ¿A quién volveré mis ojos si te alejas en ese instante? La gracia que te he pedido y tanto deseo para mi agonía, es grandísima y no la merezco, pero la espero con plena confianza y tu sonrisa me alentará. Estoy segura de que aun cuando el demonio ruja a mi derredor, preparando su último asalto, tu mano maternal me acariciará y con sin par solicitud me prodigará los últimos consuelos en mi despedida de este triste valle de lágrimas.
Esto lo sé cierto, lo siento en mí y no fallará mi esperanza... ni un momento lo dudo. Los ángeles santos, al ver las ternuras de que seré objeto en el terrible trance exclamarán también enternecidos: "Mirad cómo la ama nuestra Reina". Esta es la gracia de las gracias, mi último anhelo, mi petición suprema. Haz ¡oh Madre mía! que tu dulcísimo nombre, que fue la primera palabra que supieron balbucir mis infantiles labios entre las caricias de mi buena madre, sea también la última expresión que suavice y endulce mi sedienta boca al entregar mi alma. ¡Madre!... que mi tránsito sea el postrer tributo de mi amor hacia Ti... que sea la última nota de mis cantos que tantas veces se elevaron en tu loor y el ósculo moribundo que te envíe sea el preludio de mi eterna e íntima unión con la Majestad divina y contigo, ¡oh mi dulce, mi santa y tierna Madre Auxiliadora...!

Video de TV Mindalia que recoge la mesa redonda sobre filosofía de la consciencia, con Javier Pérez de la Cruz


Hola! Aquí está la exposición en la mesa redonda sobre filosofía de la consciencia, con Javier Pérez de la Cruz (1er video) y diálogo posterior (2o video). 

Saludos!


https://youtu.be/eMMJ5Qzoh-Y



martes, 22 de mayo de 2018

Miércoles semana 7 de T.O, año par

Miércoles de la semana 7 de tiempo ordinario; año par

Unidad y diversidad en el apostolado
«Juan le dijo: Maestro, hemos visto a uno expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús le contestó: No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está con nosotros.»(Marcos 9, 38-40)
I. “Muchas son las formas de apostolado –proclama el Concilio Vaticano II- con las que los seglares edifican a la Iglesia y santifican al mundo, animándolo en Cristo” (CONCILIO VATICANO II, Apostolicam actuositatem) La única condición es “estar con Cristo”, con su Iglesia, enseñar su doctrina, amarle con obras. El espíritu cristiano ha de llevarnos a fomentar una actitud abierta ante formas apostólicas diversas, a poner empeño  en comprenderlas, aunque sean muy distintas a nuestro modo de ser o de pensar, y alegrarnos sinceramente de su existencia, entre otras razones, porque la viña es inmensa y los obreros, pocos (Mateo 9, 37).  No podemos vivir la fe y tener al mismo tiempo una mentalidad como de partido único. Nadie que trabaje con rectitud de intención estorba en el campo del Señor. Importa mucho que, entendiendo bien la unidad en la Iglesia, Cristo sea anunciado de modos bien diversos.

II. La doctrina de la Iglesia debe llegar a todas las gentes, y muchos lugares que fueron cristianos necesitan ser evangelizados de nuevo. En todos podemos sembrar la doctrina de Cristo, separando con delicadeza extrema los espinos que harían infructuosa la semilla: “no excluimos a nadie, no apartamos ninguna alma de nuestro amor a Jesucristo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta). El cristiano es, por vocación, un hombre abierto a los demás, con capacidad para entenderse con personas bien diferentes por su cultura, edad o carácter. El trato con Jesús en la oración nos lleva a tener un corazón grande en el que caben las gentes más próximas y las más lejanas, sin mentalidades estrechas y cortas que no son de Cristo.

III. La diversidad, lejos de quebrantar la unidad de la Iglesia, representa su condición fundamental. Hemos de pedir al  Señor advertir y saber armonizar de modo práctico estas realidades sobrenaturales en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo: unidad en la verdad y en la caridad; y simultáneamente, reconocer para todos en la Iglesia la variedad pluriforme en espiritualidades, en enfoques teológicos, en acciones pastorales, en iniciativas apostólicas. La doctrina del Señor nos mueve no sólo a respetar la legítima variedad de caracteres, de gustos, de enfoques en lo opinable, en lo temporal, sino a fomentarla de modo activo. Así, todos los cristianos unidos en Cristo, en su amor y en su doctrina, fieles cada uno a la vocación recibida, seremos sal y luz, brasa encendida, verdaderos discípulos de Cristo.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

lunes, 21 de mayo de 2018

Martes semana 7 de T.O año par

Martes de la semana 7 de tiempo ordinario; año par

El Señor, rey de reyes
«Una vez que salieron de allí cruzaban Galilea, y no quería que nadie lo supiese; pues iba instruyendo a sus discípulos y les decía: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto, resucitará a los tres días. Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor Entonces se sentó y llamando a los doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me envió»(Marcos 9,30-37).
I. Los salmos fueron las oraciones de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. También nosotros podemos repetir con entera realidad. ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Porqué tanto odio y tanto mal? ¿Porqué también –en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Los poderosos del mal se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (1 Corintios 10, 4). Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo la fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.I. Los salmos fueron las oraciones de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. También nosotros podemos repetir con entera realidad. ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Porqué tanto odio y tanto mal? ¿Porqué también –en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Los poderosos del mal se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (1 Corintios 10, 4). Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo la fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.

II. Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo (Salmo 2, 3), parece repetir un clamor general. El Papa Juan Pablo II ha  señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia.

III. A mí me ha dicho el Señor: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” Dios Padre se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Éste es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas, la vara de hierro es la Santa Cruz. La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: ésta es el arma para vencer. A nuestro Ángel Custodio, fiel servidor de Dios, le pedimos que nos mantenga cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Joaquina Vedruna, religiosa

SANTA JOAQUINA VEDRUNA DE MAS
(† 1854)
Hermosa, pura y blanca era la niña a los seis años: jugaba y revoloteaba en los jardines de la casa paterna, y, si acontecía manchársele el vestido con tierra o lodo, escondíase luego y solita lavaba su traje, poníalo al sol y poníase ella a rezar candorosamente al Niño Jesús y a las benditas almas para que se secara pronto". Era un espejo de limpieza: no podía sufrir manchas ni aun en su ropa, ni quería con ellas ofender por un momento la vista de su buena madre.
 Tan buena y delicada era Joaquinita de Vedruna. Había nacido el 16 de abril de 1783 en Barcelona, la gran urbe condal. Sus padres, don Lorenzo de Vedruna y doña Teresa Vidal, formaron su hogar como un nido de amores cristianos a prueba de todos los sacrificios. Eran ricos y nobles. Don Lorenzo ejercía el cargo de procurador de número en la Audiencia del principado y vio bendecida su sagrada unión con numerosa prole. Doña Teresa era una de aquellas mujeres fuertes alabadas por el sabio: noble, hacendosa y abnegada en sus deberes maternales. Cuando nació Joaquinita todo fue alegría y pura felicidad: huyó el dolor ante aquel ser que nacía para aliviar a cuantos encontrase al paso en su larga y fecunda vida.
 Criada en el regazo materno dócil y sumisa, sintió al despertar su razón en los besos amorosos de su cristiana madre el aliento de lo divino, y brotó en su alma la primera, revelación de su destino en cuanto supo amar a Dios. Así, a los doce años, notando el vacío que dejaba en su alma lo de acá abajo, lanzándose con valor fuera del nido donde había nacido, llamó a las puertas del convento de madres carmelitas de Barcelona, pidiendo con insistencia el santo hábito.
 No fue, por cierto, admitida su humilde demanda: era jovencita y las religiosas no creyeron prudente ni aun mantener sus ilusiones para un corto plazo. Volvióse, pues, al hogar paterno: allí haría otro indefinido noviciado que la preparase para los designios de Dios sobre ella. ¡Designios realmente inescrutables! Dios tiene muchos caminos, y, nueva Juana de Lestonnac o Francisca Frémiot de Chantal, será como ellas una santa viuda y madre de familia, además de religiosa y fundadora, pasando así por todos los estados.
 Efectivamente, el 24 de marzo de 1799 se casa con don Teodoro de Mas, rico hacendado de Vich, procurador de los Tribunales al igual que su suegro —con el que le unía de antes, por su mismo oficio, gran amistad—, y que había reparado en las excepcionales dotes y sencillez de la menor de las tres hijas de don Lorenzo. Dieciséis años vive santamente con él, con una descendencia de ocho hijos, hasta que su esposo fallece el 5 de marzo de 1816.
 La estampa de sus hijos es fiel retrato de tan buenos padres. Dos mueren en temprana edad; pero de los seis supervivientes, cuatro hijas se consagran a Dios por medio del estado religioso: dos franciscanas en Pedralbes, dos religiosas cistercienses en Vallbona, y hasta su hijo José Luis llegó a entrar en la Trapa, pero su salud no le permitió seguir, habiendo sido luego un ferviente católico y modelo de padres cristianos. La otra hija, casada también, Inés, tuvo seis hijos, varios de ellos religiosos.
 Entretanto, tiempos aciagos corrían para España en el primer decenio del siglo XIX. Las tropas de Napoleón habían invadido la Península, sembrando la desolación y la muerte doquiera hallaban resistencia; y... la hallaron por todas partes, más o menos. Todos fueron soldados y héroes; se organizaron milicias nacionales, y el heroísmo dejó de parecer tal en fuerza de practicarlo todos hasta la muerte. Don Teodoro de Mas, noble por tradiciones de sangre y de valor militar, no desmintió su linaje, y, dejando las pingües ganancias que le daba su ocupación en la Magistratura de Barcelona, se retiró con su familia a su posesión "El Manso de El Escorial”, de Vich, para tomar parte en la defensa desesperada de la Patria. Alistóse en las filas del heroico barón de Sabassona, que le nombró su ayudante de campo, y en el mes de abril de 1807 se le encuentra en cinco batallas sangrientas. En Vich entraron los franceses el 17 de abril a sangre y fuego, y don Teodoro batióse en retirada épica, causando al enemigo no pocas bajas. Entretanto doña Joaquina hubo de abandonar la casa solariega de Mas, refugiándose en las montañas del Montseny con sus pequeños hijos hasta que pasó la tromba bélica.
 De doña Joaquina como esposa y madre nos hace el más cumplido elogio el mismo decreto de beatificación por Su Santidad Pío XII (19 de mayo de 1940): “Unida en matrimonio, cuanto le fue permitido, detestó las vanidades y cosas del mundo, estuvo completamente sometida a su marido, cumplió diligentemente sus obligaciones de esposa y madre, y educó a sus hijos con admirables resultados, formándolos en sus deberes religiosos y ciudadanos".
 Mas era necesario que la tribulación templara su espíritu, y así la divina Providencia amorosamente probó aquel feliz hogar con la muerte del esposo y del padre. Privada de su marido y conformada en su viudez, entregóse ahincadamente al cuidado de sus hijos y de su hacienda por espacio de diez años, consagrándose totalmente a su educación, a las obras de piedad para con Dios y de caridad para con el prójimo, mientras con oraciones y ásperas penitencias imploraba luz y fuerzas para conocer claramente la voluntad de Dios y para seguirla. Así, por cama tenía una estera, y por almohada una piedra; frecuentaba los hospitales de Vich e Igualada, confortando a los enfermos con su palabra, sonrisa y limosnas. Doña Joaquina vino a ser pronto popular entre los pobres y asilados.
 Mas su corazón se iba despegando cada vez más de los bienes terrenos. Ahora ella es solamente esposa de Cristo. Un director espiritual, muerto en olor de santidad, el capuchino padre Esteban de Olot, conocido por el “apóstol del Ampurdán", es el que la llevará por la más alta senda de la perfección. Y aunque ella prefiere la vida contemplativa, el santo fraile le advierte que Dios la llama para fundadora de una Orden religiosa de vida activa, de enseñanza y de caridad. En esto un personaje providencial tercia entre las dos almas: el obispo de Vich, doctor Corcuera. No habrá de llevar hábito de terciaria capuchina, sino de religiosa carmelita; es lo que decide el virtuoso prelado. Aquel su deseo infantil de los doce años se cumple ahora, tras un largo rodeo. ¡Rutas maravillosas del Señor!
 El padre Esteban de Olot redacta las reglas, reglas sapientísimas que a lo largo de un siglo no han sufrido la menor variación, y después de su profesión religiosa ante el obispo de Vich (6 de enero de 1826) inicia su obra de fundadora el 26 de febrero del mismo año con ocho doncellas. Pronto surgen contrariedades; le toca beber el cáliz de Jesús, en frase suya. Dos incipientes vuelven la vista atrás. No se desanima; pronto serán trece, y a no tardar, como el grano de mostaza, pasarán del centenar. Vich es la primera fundación: la cuna de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, Luego el hospital de Tárrega (1829), y en el mismo año la Casa de Caridad de Barcelona, donde permanece hasta 1830; Solsona, Manresa, hospital de peregrinos de Vich y Cardona son otras tantas fundaciones tras no pocas peripecias.
 En esto la guerra civil se echa encima. Después de fundar en el hospital de Berga, plaza ocupada por los carlistas, tiene que internarse en Francia al caer aquella población en manos de las tropas liberales. Después de penoso calvario por los Pirineos llega a Prades (1836) y sigue hasta Perpiñán, donde halla a una señora conocida suya, de Barcelona, que fue el ángel protector en el destierro de la pequeña comunidad. Pasada la ráfaga, vuelve a España en 1842, reabre el noviciado, y, después de nuevas fundaciones, tiene el consuelo de ver aprobar canónicamente la Congregación en 1850. Otro obispo español, el santo padre Claret, antes de salir para su sede de Cuba aporta su granito de arena a los estatutos de la Congregación, aunque siguiendo indicaciones del doctor Casadevall, prelado vicense a la sazón.
 Vuelve entonces a Barcelona, su ciudad natal, donde Dios la reclamará para sí. En efecto, en la Casa de Caridad le sobreviene un ataque de apoplejía, y hasta el cólera morbo, que entonces domina en la ciudad condal, se ceba en ella, y así muere santamente el 28 de agosto de 1854. Dios permitió que su cadáver no padeciera los trastornos de los apestados para consuelo de cuantos acudieron a implorar favores por medio de su sierva. En 1881 se trasladaron sus restos a Vich, donde aún hoy yacen. Beatificada por el papa Pío XII, ha sido la primera santa canonizada, el 12 de abril de 1959, por S. S. Juan XXIII.
 Después de su muerte siguió desde el cielo estimulando su obra. Rápido fue el incremento de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, rebasando primero los lindes de Cataluña y luego los de la Península para saltar más allá de las fronteras y de los mares. Ahora son 160 casas con un total de 2.218 religiosas, 40.739 las niñas educadas en sus colegios y 4.443 las personas asistidas en diversos hospitales.
 La madre Vedruna vive en un siglo turbulento, siglo de impiedad filosófica, de revolución y discordias civiles e intestinas. Su vida no contiene milagros ni cosas extraordinarias, ciertamente; pero esa su vida abnegada, paciente, humilde y laboriosa, santificando todos los estados en que puede encontrarse una mujer, contiene una gran dosis de callado heroísmo y sacrificio, secreto de la santidad de esa humilde y fragante violeta.
 LUIS SANZ BURATA.

domingo, 20 de mayo de 2018

Lunes semana 7 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 7 de tiempo ordinario; año par

Implorar mas fe
“Al llegar junto a los discípulos, vieron a una gran muchedumbre que les rodeaba y a unos escribas que discutían con ellos. En seguida, al verle, todo el pueblo quedó sorprendido y corrían a saludarle. Y Él les preguntó: ¿Qué discutíais entre vosotros? A lo que respondió uno de la muchedumbre: Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; y en cualquier sitio se apodera de él, lo tira al suelo, le hace echar espuma y rechinar los dientes y lo deja rígido; pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido. Él les contestó: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que sufriros? ¡Traédmelo! Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, agitó violentamente al niño, que cayendo a tierra se revolcaba echando espuma. Entonces preguntó al padre: ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? Le contestó: Desde muy niño; y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua, para acabar con él; pero si algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús dijo: ¡Si puedes...! ¡Todo es posible para el que cree! En seguida el padre del niño exclamó: Creo, Señor; ayuda mi incredulidad. Al ver Jesús que aumentaba la muchedumbre, increpó al espíritu inmundo diciéndole: ¡Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando, sal de él y ya no vuelvas a entrar en él! Y gritando y agitándole violentamente salió; y quedó como muerto, de manera que muchos decían: Ha muerto. Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y se mantuvo en pie. Cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos a solas: ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Y les respondió: Esta raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración”(Marcos 9,14-29).
I. La fe es un don divino; sólo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad. Nosotros acudimos a la compasión y misericordia divinas: ¡Señor, ayúdanos, ten compasión de nosotros!. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!I. La fe es un don divino; sólo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad. Nosotros acudimos a la compasión y misericordia divinas: ¡Señor, ayúdanos, ten compasión de nosotros!. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!

II. Aquellos que se cruzaron con Jesús por caminos y aldeas, vieron los que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta. La Confesión frecuente de nuestras faltas y pecados nos limpia y nos dispone para ver con claridad al Señor aquí en la tierra; es el gran medio para encontrar el camino de la fe, la  claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del perdón, Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión, el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuantos mejores son las disposiciones de su voluntad.

III. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos. Acompañemos la oración con buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo que queremos acercar al Señor. Esta actitud ante Dios abre camino a un aumento de fe en el alma. Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos propios y ajenos, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Él quiere de nosotros. Y nos dirigimos a María, Maestra de fe:  ¡Bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán  las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lucas 1, 45)
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Cristóbal Magallanes y compañeros, mártires

SAN CRISTOBAL MAGALLANES, y compañeros
Mártires de la persecución contra los cristeros
 
"Soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos" 
Nace en Totalice, México el 30 de julio de 1869, de familia muy humilde.
Trabaja en el campo hasta los 19 años.
En 1888 ingresa al seminario de Guadalajara donde se distingue por su piedad, honradez y aplicación.
Es ordenado sacerdote en septiembre del 1899 en la iglesia de Santa Teresa en Guadalajara.
Desempeña el cargo de capellán y subdirector de la escuela de artes y oficios en Guadalajara.
Organiza centros de catecismo y escuelas en las rancherías.
Construye una presa para favorecer el riego, funda un asilo para huérfanos y pequeños fraccionamientos de tierra para ayudar a los pobres.
Es párroco de Totalice por 17 años hasta que es fusilado.
El 21 de mayo de 1927 el padre va a celebrar una fiesta religiosa en un rancho cuando se inicia una balacera entre los cristeros y las fuerzas federales comandadas por el general Goñi. Es arrestado y conducido a Totalice donde lo encarcelan junto a su vicario el P. Caloca.
Los trasladan al palacio municipal de Colotitlán donde los fusilan el 25 de mayo de 1927. El P. Cristóbal, antes de ser fusilado dijo: "soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos".
Beatificado: 22 de noviembre de 1992
Canonizado por el Papa Juan Pablo II el 21 de mayo del 2000.

Domingo de Pentecostés; ciclo B

Domingo de Pentecostés; ciclo B

La venida del Espíritu Santo
“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»” (Juan 20, 19-23)
I. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.
Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos.
Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego.
El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...
El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho. Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: «habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino».
En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.
San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado por los Profetas: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne... Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés, o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría.
II. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a través de innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna». Su actuación en el alma es «suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a iluminar.
En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios, y llevan a cabo su doctrina.
Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.
Al comprender que la santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar.
Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.
III. Para ser más fieles a la constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma «podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión con la Cruz».
Docilidad, «en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera».
El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.
Vida de oración, «porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas».
Unión con la Cruz, «porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos».
Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles(...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.
Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bernardino de Siena, presbítero

Nacido en Massa Marittima, territorio de Siena, (hoy en región Toscana, Italia), el año 1380.
Queda huérfano y es criado por una tía. Ya desde chico le gustaban las cosas de Dios. Componía altares e imitaba a los predicadores. De adolescente era se cuidaba de hablar y actuar con pureza.
Cuando tenía 20 años hubo una gran peste en Italia que arrasó a Siena. El y otros jóvenes amigos suyos fueron al hospital y sirvieron por 3 meses hasta que acabó la epidemia.
A los 22 años lo dejó todo para entrar en la comunidad franciscana. Tanto movía los corazones con su prédica que se cerraban las tiendas y hasta las clases en la universidad para escucharle. Se convirtieron innumerables pecadores que venían a el arrepentidos.
Entró en la Orden de los Frailes Menores, se ordenó sacerdote y desplegó por toda Italia una gran actividad como predicador, con notables frutos.
Propagó la devoción al santísimo nombre de Jesús. Tuvo un papel importante en la promoción intelectual y espiritual de su Orden; escribió, además, algunos tratados de teología.
Propaga la devoción a la Eucaristía. Acostumbraba a llevar consigo una tablilla, mostrando la Eucaristía con rayos saliendo de ella y en el medio, el monograma IHS que el ayudó a popularizar como símbolo de la Eucaristía. Fue gran reformador de la Orden Franciscana.

No faltan las pruebas: El Papa Martín V lo suspende como predicador pero San Juan Capistrano, le ayuda a arreglar su situación.
Rechazó 3 episcopados, fundó más de 200 monasterios e intervino para traer la paz entre dos bandos, los güelfos y los gibelinos.
A los 63 años se le apareció San Pedro Celestino que le avisa de su muerte ya cercana, la que acontece en la vigilia de la Ascensión. Muere en 1444 y seis años después es canonizado por el papa Nicolás V.
Está sepultado en Aquila. Estuvo incorrupto y su ataúd sangró sin cesar hasta que vino la paz entre los bandos que peleaban en la ciudad.
SAN ARCÁNGELO TADINI
 «La caridad no conoce el orgullo salvo para triunfar sobre él, no conoce el amor propio sino para sacrificarlo, ni a la naturaleza sino para hacerla perfecta, ni al hombre sino para hacerle santo». Quién esto expresaba quemó las naves para alzar el vuelo conquistando la eternidad. 
Nació en Verolanuova, Brescia, Italia, el 12 de octubre de 1846. Era fruto del segundo matrimonio de su padre, que fue secretario del ayuntamiento, y que había enviudado muy joven de sus primeras nupcias; fruto de esta unión vinieron al mundo siete hijos. Desde el principio Arcángel tuvo una salud delicada, al punto de que a los 2 años se temió por su vida ya que estuvo al borde de la muerte. En 1864 inició los estudios eclesiásticos en el seminario de Brescia, donde le había precedido su hermano Julio. Precisamente en la primera misa oficiada por éste en la casa familiar de Verola, Arcángel se había sentido particularmente conmovido y llamado a ser sacerdote como él. Aunque en esta decisión influyeron otros factores históricos. Porque la Italia de su tiempo estaba inmersa en una lucha anticlerical. La Revolución francesa dejó un reguero de mártires en la Iglesia, tanto de religiosos como de sacerdotes, sufriendo destierro otros muchos. Y estos hechos calaron en el santo: «fue entonces cuando me decidí a ser clérigo». En el seminario se distinguió por su piedad y por su obediencia. En esa época sufrió una funesta caída quedando afectada su pierna derecha; le dejó marcado de por vida con una cojera.

Culminó los estudios en 1870 y fue ordenado sacerdote. Su fidelidad a la Iglesia y al Santo Padre le infundían el anhelo de poner a su servicio cualquier medio que tenía a su alcance para defenderlos. Abrió brecha en el apostolado en consonancia con los nuevos tiempos. Observaba que en medio de tantos contratiempos y de situaciones tensas creadas por los incrédulos –esto es, los que tenían a la Iglesia en el punto de mira crítico–, la llama de la caridad cristiana y los rasgos de piedad se mantenían vivos en el hogar de numerosas personas. El primer año de su ministerio Arcángel tuvo que permanecer en el domicilio familiar restableciéndose de la lesión contraída. De 1871 a 1873 estuvo afincado en Lodrino. Después, fue trasladado al santuario de Santa María de la Nuez, de Brescia, y durante ese tiempo ejerció como maestro. Sumamente atento con las personas necesitadas, les ayudó siempre; especialmente se ocupó de las que perdieron todos los enseres por causa de una riada, consiguiendo comida para varios centenares que alojó en la parroquia. Su celo apostólico y su buen hacer hizo que se pensase en él para ocuparse de una parroquia con feligresía delicada, la de Botticino Sera. Llegó en 1885 para ser su coadjutor. Enseguida constató el escaso cuando no nulo entusiasmo que los ciudadanos mostraban hacia la fe. Pero le animaba un ímpetu y espíritu de entrega tales que fue conquistándolos y, a su tiempo, una mayoría se irían convirtiendo. Frágil de salud, confiándose a la divina providencia, estaba inmerso en la oración y la penitencia. Muchas horas del día las dedicaba a la confesión, cuidaba la liturgia, y era especialmente devoto de la Eucaristía. Fue un hombre austero, un predicador excepcional, tenía grandes dotes de oratoria de las que se aprovechó para inculcar principios morales en los fieles con fuerza y persuasión. Muchas personas acogían sus palabras con gran emoción y deseos de penitencia. Fue nombrado párroco arcipreste de esta Iglesia a los 41 años, y allí celebraría, poco antes de sorprenderle su muerte, las bodas de plata sacerdotales.

Una de sus líneas de acción apostólicas fueron los niños. No solo les instruía en la fe, también se ocupaba de su salud, de que tuviesen buenas pautas higiénicas y les animaba en sus estudios. Además, hizo de ellos buenos monaguillos. Para niños y jóvenes Arcángel fue como un buen padre. Entre otras muchas acciones apostólicas, estableció la escuela de canto, introdujo el canto gregoriano e incluso fundó una banda que tuvo gran éxito. Al reparar en la explotación que sufrían las mujeres en las fábricas –trabajaban catorce horas diarias en un ambiente moralmente degradante para recibir un mísero sueldo–, se empeñó en resolver la injusticia. Con sus bienes, fundó la Sociedad obrera católica del mutuo socorro, e inauguró así una fábrica hilandera en la cual generó decenas de empleos dotándolas de condiciones dignas para sus obreras. Dejó todo solventado para que se les reconocieran los derechos mientras que estuviesen en activo y que no tuvieran problemas tampoco después de la jubilación. En este sentido, Arcángel aplicó fructíferamente la Rerum novarum de León XIII. El jesuita P. Maffeo Franzini, amigo suyo, le aconsejó que fundara una nueva orden para asistir a las operarias. Compartiendo con ellas su trabajo y fatigas creaba un ambiente propicio para difundir el Evangelio. En 1900 con un grupo de mujeres creó la congregación de las Hermanas operarias de la santa Casa de Nazaret a quienes puso como modelo la Sagrada Familia. Esta iniciativa apostólica contó con la oposición de algunos potentados de la localidad, pero él no se arredró y siguió adelante. En un momento dado quisieron fusionar su fundación con la de las Hermanas de la Caridad de Brescia, pero el asunto no prosperó. Arcángel sufrió muchas penalidades. Fue calumniado, vilipendiado y generalmente incomprendido incluso en estamentos eclesiales. Y aunque murió sin ver reconocida su obra dentro de la Iglesia, decía: «Dios la ha querido, la guía, la perfecciona, la lleva a término». Falleció el 20 de mayo de 1912. Fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999. Y canonizado por Benedicto XVI el 26 de abril de 2009.

viernes, 18 de mayo de 2018

Sábado semana 7 de Pascua

Sábado de la semana 7 de Pascua

El Espíritu Santo y María
Volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te entregará? Viéndole Pedro dijo a Jesús: Señor, ¿y éste qué? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Por eso surgió entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además,  otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir” (Jn 21,20-25).
I. Mientras dura la espera de la venida del Espíritu Santo prometido, todos perseveraban unánimemente en la oración juntamente con las mujeres y con María, la Madre de Jesús... Todos están en un mismo lugar, en el Cenáculo, animados de un mismo amor y de una sola esperanza. En el centro de ellos se encuentra la Madre de Dios. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad espiritual de María sobre toda la Iglesia. «La era de la Iglesia empezó con la "venida", es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor».
Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, una espera, que prepara la comunicación plena del Espíritu Santo y de sus dones a la naciente Iglesia. Este Adviento es a la vez muy semejante y muy diferente al primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. Muy parecido porque en ambos se da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que ésta se realice. María, llevando a Jesús oculto en su seno, permanecía en el silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a su Hijo glorificado.
Esta segunda espera es muy diferente a la primera. En el primer Adviento, la Virgen es la única que vive la promesa realizada en su seno; aquí, aguarda en compañía de los Apóstoles y de las santas mujeres. Es ésta una espera compartida, la de la Iglesia que está a punto de manifestarse públicamente alrededor de nuestra Señora: «María, que concibió a Cristo por obra del Espíritu Santo, el amor de Dios vivo, preside el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, cuando el mismo Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y vivifica en la unidad y en la caridad el Cuerpo místico de los cristianos».
El propósito de nuestra oración de hoy, víspera de la gran solemnidad de Pentecostés, es esperar la llegada del Paráclito muy unidos a nuestra madre, «que implora con sus oraciones el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto a Ella con su sombra», convirtiéndola en el nuevo Tabernáculo de Dios. Antes, en los comienzos de la Redención, nos dio a su Hijo; ahora, «por medio de sus eficacísimas súplicas, consiguió que el Espíritu del divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara con sus prodigiosos dones a la Iglesia, recién nacida el día de Pentecostés».
«Quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo».
Para estar bien dispuestos a una mayor intimidad con el Paráclito, para ser más dóciles a sus inspiraciones, el camino es Nuestra Señora. Los Apóstoles lo entendieron así; por eso los vemos junto a María en el Cenáculo.
Examinemos cómo es nuestro trato habitual con Nuestra Señora; concretemos para el día de hoy algún propósito: cuidemos mejor el rezo del Santo Rosario, contemplando sus misterios; ofrezcámosle alguna pequeña mortificación distinta a las que acostumbramos durante la semana; cuidemos mejor el saludarla a través de sus imágenes, que encontraremos en la calle, en la habitación...
II. La Virgen Santísima recibió el Espíritu Santo con una plenitud única el día de Pentecostés, porque su corazón era el más puro, el más desprendido, el que de modo incomparable amaba más a la Trinidad Beatísima. El Paráclito descendió sobre el alma de la Virgen y la inundó de una manera nueva. Es el «dulce Huésped» del alma de María. Nuestro Señor había prometido al que ame a Dios: Vendremos sobre él y en él haremos nuestra morada. Esta promesa se realiza, ante todo, en Nuestra Señora.
Ella, «la obra maestra de Dios», había sido preparada con inmensos cuidados por el Espíritu Santo para ser tabernáculo vivo del Hijo de Dios. Por eso el Angel la saluda: Salve, llena de gracia. Y ya poseída por el Espíritu Santo y llena de su gracia, recibió todavía una nueva y singular plenitud de ella: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. «Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo y, por eso, Hija predilecta del Padre y Sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria que aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas».
Durante su vida, Nuestra Señora fue creciendo en amor a Dios Padre, a Dios Hijo (su Hijo Jesús), a Dios Espíritu Santo. Ella correspondió a todas las inspiraciones y mociones del Paráclito, y cada vez que era dócil a estas inspiraciones recibía nuevas gracias. En ningún momento opuso la más pequeña resistencia, nunca negó nada a Dios; el crecimiento en las virtudes sobrenaturales y humanas (que estaban bajo una especial influencia de la gracia) fue continuo.
Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Ninguna criatura se dejó llevar y guiar por el Espíritu Santo como nuestra Madre Santa María: ninguna vivió la filiación divina como Ella.
El Espíritu Santo, que ha habitado en María desde el misterio de su Concepción Inmaculada, en el día de Pentecostés vino a fijar en Ella su morada, de una manera nueva. Todas las promesas que Jesús había realizado acerca del Paráclito se cumplen plenamente en el alma de la Virgen: Él os recordará todas las cosas. Él os guiará a la verdad completa.
La Virgen es la Criatura más amada de Dios. Pues si a nosotros, a pesar de tantas ofensas, nos recibe como el padre al hijo pródigo; si a nosotros, siendo pecadores, nos ama con amor infinito y nos llena de bienes cada vez que correspondemos a sus gracias, «si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?
»Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano -traidor, con frecuencia- es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?».
III. Todo cuanto se ha hecho en la Iglesia desde su nacimiento hasta nuestros días, es obra del Espíritu Santo: la evangelización del mundo, las conversiones, la fortaleza de los mártires, la santidad de sus miembros... «Lo que el alma es al cuerpo del hombre ‑enseña San Agustín-, eso es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Jesucristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo hace en la Iglesia lo que el alma hace en los miembros de un cuerpo», le da vida, la desarrolla, es su principio de unidad... Por Él vivimos la vida misma de Cristo Nuestro Señor en unión con Santa María, con todos los ángeles y los santos del cielo, con quienes se preparan en el Purgatorio y los que peregrinan aún en la tierra.
El Espíritu Santo es también el santificador de nuestra alma. Todas las obras buenas, las inspiraciones y deseos que nos impulsan a ser mejores, las ayudas necesarias para llevarlas a cabo... Todo es obra del Paráclito. «Este divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro». «Su actuación en el alma es suave, su experiencia es agradable y placentera, y su yugo es levísimo. Su venida va precedida de los rayos brillantes de su luz y de su ciencia. Viene con la verdad del genuino protector; pues viene a salvar, a curar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar, en primer lugar la mente del que lo recibe y después, por las obras de éste, la mente de los demás».
Y del mismo modo que el que se hallaba en tinieblas, al salir el sol, recibe su luz en los ojos del cuerpo y contempla con toda claridad lo que antes no veía, así también al que es hallado digno del don del Espíritu Santo se le ilumina el alma y, levantado por encima de su razón natural, ve lo que antes ignoraba.
Después de Pentecostés la Virgen es «como el corazón de la Iglesia naciente». El Espíritu Santo, que la había preparado para ser Madre de Dios, ahora, en Pentecostés, la dispone para ser Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros.
El Espíritu Santo no cesa de actuar en la Iglesia, haciendo surgir por todas partes nuevos deseos de santidad, nuevos hijos y a la vez mejores hijos de Dios, que tienen en Jesucristo el Modelo acabado, pues es el primogénito de muchos hermanos. Nuestra Señora, colaborando activamente con el Espíritu Santo en las almas, ejerce su maternidad sobre todos sus hijos. Por eso es proclamada con el título de Madre de la Iglesia, «es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos -proclamaba Pablo VI- que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».
Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros y ayúdanos a preparar la venida del Paráclito a nuestras almas.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

jueves, 17 de mayo de 2018

Viernes semana 7 de Pascua

Viernes de la semana 7 de Pascua

Los frutos del Espíritu Santo
Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer con ellos, dice a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.» Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Él le dice: «Pastorea mis ovejas.» Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme.» (Juan 21,15-19)
I. Cuando el alma es dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo se convierte en el árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Esos frutos sazonan la vida cristiana y son manifestación de la gloria de Dios: en esto será glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, dirá el Señor en la Ultima Cena.
Estos frutos sobrenaturales son incontables. San Pablo, a modo de ejemplo, señala doce frutos, resultado de los dones que el Espíritu Santo ha infundido en nuestra alma: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.
En primer lugar figura el amor, la caridad, que es la primera manifestación de nuestra unión con Cristo. Es el más sabroso de los frutos, el que nos hace experimentar que Dios está cerca, y el que tiende a aligerar la carga a otros. La caridad delicada y operativa con quienes conviven o trabajan en nuestros mismos quehaceres es la primera manifestación de la acción del Espíritu Santo en el alma: «no hay señal ni marca que distinga al cristiano y al que ama a Cristo como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas».
Al primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo , pues el que ama se goza en la unión con el amado». La alegría es consecuencia del amor; por eso, al cristiano se le distingue por su alegría, que permanece por encima del dolor y del fracaso. ¡Cuánto bien ha hecho en el mundo la alegría de los cristianos! «Alegrarse en las pruebas, sonreír en el sufrimiento..., cantar con el corazón y con mejor acento cuanto más largas y más punzantes sean las espinas (...) y todo esto por amor... éste es, junto al amor, el fruto que el Viñador divino quiere recoger en los sarmientos de la Viña mística, frutos que solamente el Espíritu Santo puede producir en nosotros».
El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios, que supera todo conocimiento; es -como la define San Agustín- «la tranquilidad en el orden». Existe la falsa paz del desorden, como la que reina en una familia en la que los padres ceden siempre ante los caprichos de los hijos, bajo el pretexto de «tener paz»; como la de la ciudad que, con la excusa de no querer contristar a nadie, dejase a los malvados cometer sus fechorías. La paz, fruto del Espíritu Santo, es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien. Esta paz supone lucha constante contra las tendencias desordenadas de las propias pasiones.
II. La plenitud del amor, del gozo y de la paz sólo la encontraremos en el Cielo. Aquí tenemos un anticipo de la felicidad eterna en la medida en que somos fieles. Ante los obstáculos, las almas que se dejan guiar por el Paráclito producen el fruto de la paciencia, que lleva a soportar con igualdad de ánimo, sin quejas ni lamentos estériles, los sufrimientos físicos y morales que toda vida lleva consigo. La caridad está llena de paciencia; y la paciencia es, en muchas ocasiones, el soporte del amor. «La caridad ‑escribía San Cipriano- es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad... Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y de la resignación, y perderá las raíces y el vigor». El cristiano debe ver la mano amorosa de Dios, que se sirve de los sufrimientos y dolores para purificar a quienes más quiere y hacerlos santos. Por eso, no pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las calumnias... y ni siquiera ante los propios fracasos espirituales.
La longanimidad es semejante a la paciencia. Es una disposición estable por la que esperamos con ecuanimidad, sin quejas ni amarguras, y todo el tiempo que Dios quiera, las dilaciones queridas o permitidas por Él, antes de alcanzar las metas ascéticas o apostólicas que nos proponemos.
Este fruto del Espíritu Santo da al alma la certeza plena de que -si pone los medios, si hay lucha ascética, si recomienza siempre- se realizarán esos propósitos, a pesar de los obstáculos objetivos que se pueden encontrar, a pesar de las flaquezas y de los errores y pecados, si los hubiera.
En el apostolado, la persona longánime se propone metas altas, a la medida del querer de Dios, aunque los resultados concretos parezcan pequeños, y utiliza todos los medios humanos y sobrenaturales a su alcance, con santa tozudez y constancia. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros -los más flojos- quedarán al menos alertados».
El Señor cuenta con el esfuerzo diario, sin pausas, para que la tarea apostólica dé sus frutos. Si alguna vez éstos tardan en aparecer, si el interés que hemos puesto por acercar a Dios a un familiar o a un colega pareciera estéril, el Espíritu Santo nos dará a entender que nadie que trabaje por el Señor con rectitud de intención lo hace en vano; mis elegidos no trabajarán en vano. La longanimidad se presenta como el perfecto desarrollo de la virtud de la esperanza.
III. Después de los frutos que relacionan el alma más directamente con Dios y con la propia santidad, San Pablo enumera otros que miran en primer lugar al bien del prójimo: revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente...
La bondad de la que nos habla el Apóstol es una disposición estable de la voluntad que nos inclina a querer toda clase de bienes para otros, sin distinción alguna: amigos y enemigos, parientes o desconocidos, vecinos o lejanos. El alma se siente amada por Dios y esto le impide tener celos y envidias, y ve en los demás a hijos de Dios, a los que Él quiere, y por quienes ha muerto Jesucristo.
No basta querer el bien para otros en teoría. La caridad verdadera es amor eficaz que se traduce en hechos. La caridad es bienhechora, anuncia San Pablo. La benignidad es precisamente esa disposición del corazón que nos inclina a hacer el bien a los demás. Este fruto se manifiesta en multitud de obras de misericordia, corporales y espirituales, que los cristianos realizan en el mundo entero sin acepción de personas. En nuestra vida se manifiesta en los mil detalles de servicio que procuramos realizar con quienes nos relacionamos cada día. La benignidad nos impulsa a llevar paz y alegría por donde pasemos, y a tener una disposición constante hacia la indulgencia y la afabilidad.
La mansedumbre está íntimamente unida a la bondad y a la benignidad, y es como su acabamiento y perfección. Se opone a las estériles manifestaciones de ira, que en el fondo son signo de debilidad. La caridad no se aíra, sino que se muestra en todo con suavidad y delicadeza y se apoya en una gran fortaleza de espíritu. El alma que posee este fruto del Espíritu Santo no se impacienta ni alberga sentimientos de rencor ante las ofensas o injurias que recibe de otras personas, aunque sienta -y a veces muy vivamente, por la mayor finura que adquiere en el trato con Dios- las asperezas de los demás, los desaires, las humillaciones. Sabe que de todo esto se sirve Dios para purificar a las almas.
A la mansedumbre sigue la fidelidad. Una persona fiel es la que cumple sus deberes, aun los más pequeños, y en quien los demás pueden depositar su confianza. Nada hay comparable a un amigo fiel -dice la Sagrada Escritura-; su precio es incalculable. Ser fieles es una forma de vivir la justicia y la caridad. La fidelidad constituye como el resumen de todos los frutos que se refieren a nuestras relaciones con el prójimo.
Los tres últimos frutos que señala San Pablo hacen referencia a la virtud de la templanza, la cual, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, produce frutos de modestia, continencia y castidad. Una persona modesta es aquella que sabe comportarse de modo equilibrado y justo en cada situación, y aprecia los talentos que posee sin exagerarlos ni empequeñecerlos, porque sabe que son un regalo de Dios para ponerlos al servicio de los demás. Este fruto del Espíritu Santo se refleja en el porte exterior de la persona, en su modo de hablar y de vestir, de tratara la gente y de comportarse socialmente. La modestia es atrayente porque refleja la sencillez y el orden interior.
Los dos últimos frutos que señala San Pablo son la continencia y la castidad. Como por instinto, el alma está extremadamente vigilante para evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior, tan grata al Señor. Estos frutos, que embellecen la vida cristiana y disponen al alma para entender lo que a Dios se refiere, pueden recogerse aun en medio de grandes tentaciones, si se quita la ocasión y se lucha con decisión, sabiendo que nunca faltará la gracia del Señor.
A la Virgen Santísima nos acercamos al terminar nuestra oración, porque Dios se sirve de Ella para, por influjo del Paráclito, producir abundantes frutos en las almas. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Venid a mí cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel...
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan I, papa y mártir

Nació en Toscana, y en el año 523 fue elegido Sumo Pontífice. En Italia gobernaba el rey Teodorico que apoyaba la herejía de los arrianos. Asimismo, el emperador Justino de Constantinopla decretó cerrar todos los templos de los arrianos de esa ciudad y prohibió que los que pertenecían a la herejía arriana ocuparan empleos públicos. El rey Teodorico obligó entonces al Papa a que fuera a Constantinopla a convencer al emperador de derogar las últimas leyes, pero el Papa Juan I se negó rotundamente.
El Sumo Pontífice realizó una visita pastoral a Constantinolpla donde fue recibido por más de 15,000 fieles con velas encendidas en las manos, y estandartes. El Papa presidió solemnemente las fiestas de Navidad, y luego exhortó a los feligreses a mantenerse firmes en la fe, evitando caer en las herejías. Paralelamente, el emperador Justino se mantuvo firme en su decisión, lo cual enfureció al rey italiano quien mandó a llamar al Papa Juan y lo encerró en un oscuro calabozo. Los constantes maltratos y suplicios sufridos por el santo Papa en la cárcel, junto con otros mártires más, provocó su muerte a los pocos meses de haber sido tomado prisionero.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Jueves semana 7 de Pascua

ueves de la semana 7 de Pascua

El don de temor de Dios
En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.«Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos». (Jn 17,20-26)
I. Dice Santa Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos otorga dos remedios: «amor y temor». «El amor nos hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando a dónde ponemos los pies para no caer».
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor mundano, propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las desventajas sociales que pueden afectarles en esta vida. Huyen de las incomodidades de aquí abajo, mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana puede causarles alguna contrariedad. De ese temor se originan los «respetos humanos», y es fuente de incontables capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy diferente el llamado temor servil, que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno o por cualquier otro motivo interesado de orden sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos que están alejados de Dios puede ser el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor. No debe ser éste el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el mal.
El que teme no es perfecto en la caridad -nos dejó escrito el Apóstol San Juan-, porque el cristiano verdadero se mueve por amor y está hecho para amar. El santo temor de Dios, don del Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás dones, en el Alma santísima de Cristo, el que llenó también a la Santísima Virgen; el que tuvieron las almas santas, el que permanece para siempre en el Cielo y lleva a los bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza continua a la Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es consecuencia del don de sabiduría y como su manifestación externa.
Este temor filial, propio de hijos que se sienten amparados por su Padre, a quien no desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante, puesto que es el único que se dio en Cristo y en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo sentido de lo sagrado y una complacencia sin límites en su bondad de Padre. En virtud de este don las almas santas han reconocido su nada delante de Dios. También nosotros podemos repetir con frecuencia, reconociendo nuestra nulidad, y quizá a modo de jaculatoria, aquello que con tanta frecuencia repetía el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!, a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo de Dios. Durante la vida terrena, se da otro efecto de este don: un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de cometerlo, una vivísima contrición. Con la luz de la fe, esclarecida por los resplandores de los demás dones, el alma comprende algo de la trascendencia de Dios, de la distancia infinita y del abismo que abre el pecado entre el hombre y Dios.
El don de temor nos ilumina para entender que «en la raíz de los males morales que dividen y desgarran la sociedad está el pecado». Y el donde temor nos lleva a aborrecer también el pecado venial deliberado, a reaccionar con energía contra los primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o el aburguesamiento. En determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos necesitados de repetir con energía, como una oración urgente: «¡No quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!" -¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar!».
II. Amor y temor. Con este bagaje hemos de hacer el camino. «Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se transforma en amor». Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere separarse de Él por nada del mundo. Entonces, el alma comprende mejor la distancia infinita que la separa de Dios, y a la vez su condición de hijo. Nunca como hasta ese momento ha tratado a Dios con más confianza, nunca tampoco le ha tratado con más respeto y veneración. Cuando se pierde el temor santo de Dios, se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la tibieza en las almas. Se pierde el sentido del poder, de la Majestad de Dios y del honor que se le debe.
Nuestro acercamiento al mundo sobrenatural no lo podemos llevar a cabo intentando inútilmente eliminar la trascendencia de Dios, sino a través de esa divinización que produce la gracia en nosotros, mediante la humildad y el amor, que se expresa en la lucha por desterrar todo pecado de nuestra vida.
«El primer requisito para desterrar ese mal (...), es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir -en el corazón y en la cabeza- horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega». Muchos parecen hoy haber perdido el santo temor de Dios. Olvidan quién es Dios y quiénes somos nosotros, olvidan la Justicia divina y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos. La meditación del fin último, de los Novísimos, de aquella realidad que veremos dentro quizá de no mucho tiempo: el encuentro definitivo con Dios, nos dispone para que el Espíritu Santo nos conceda con más amplitud ese don que tan cerca está del amor.
III. De muchas formas nos dice el Señor que a nada debemos tener miedo, excepto al pecado, que nos quita la amistad con Dios. Ante cualquier dificultad, ante el ambiente, ante un futuro incierto... no debemos temer, debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios. Un cristiano no puede vivir atemorizado, pero sí debe llevar en el corazón un santo temor de Dios, al que por otra parte ama con locura.
A lo largo del Evangelio, «Cristo repite varias veces: No tengáis miedo... no temáis. Y a la vez, junto a estas llamadas a la fortaleza, resuena la exhortación: Temed, temed más bien al que puede enviar el cuerpo y el alma al infierno (Mt 10, 28). Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor de Dios, y éste debe ser temor de amor, temor filial. Y solamente cuando este temor penetre en nuestros corazones, podremos ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores».
Entre los efectos principales que causa en el alma el temor de Dios está el desprendimiento de las cosas creadas y una actitud interior de vigilia para evitar las menores ocasiones de pecado. Deja en el alma una particular sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar al Espíritu Santo.
El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a la infinita Majestad de Dios, situándonos siempre en nuestro lugar, sin querer ocupar el lugar de Dios, sin recibir honores que son para la gloria de Dios. Una de las manifestaciones de la soberbia es el desconocimiento del temor de Dios.
Junto a la humildad, tiene el don de temor de Dios una singular afinidad con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. La raíz más frecuente del pecado se encuentra precisamente en la búsqueda desordenada de los placeres sensibles o de las cosas materiales, y ahí actúa este don, purificando el corazón y conservándolo entero para Dios.
El don de temor es por excelencia el de la lucha contra el pecado. Todos los demás dones le ayudan en esta misión particular: las luces de los dones de entendimiento y de sabiduría le descubren la grandeza de Dios y la verdadera significación del pecado; las directrices prácticas del don de consejo le mantienen en la admiración de Dios; el don de fortaleza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal.
Este don, que fue infundido con los demás en el Bautismo, aumenta en la medida en que somos fieles a las gracias que nos otorga el Espíritu Santo; y de modo específico, cuando consideramos la grandeza y majestad de Dios, cuando hacemos con profundidad el examen de conciencia, descubriendo y dando la importancia que tiene a nuestras faltas y pecados. El santo temor de Dios nos llevará con facilidad a la contrición, al arrepentimiento por amor filial: «amor y temor de Dios. Son dos castillos fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los demonios».
El santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de las ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con todo lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante este don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de ellas. Que nos haga reaccionar como el salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley (16). Pidámosle que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Pascual Bailón, religioso

Hermano lego de los Frailes Menores Descalzos de San Francisco. Nació en Torrehermosa, no lejos de Calatayud; y murió en 1592 en Villarreal, a poca distancia de Castellón de la Plana. El Papa León XIII lo nombró Patrono de las asociaciones eucarísticas y posteriormente fue declarado Patrono de los Congresos Eucarísticos Internacionales. —Fiesta: 17 de mayo. Misa propia.
Cada siervo de Dios tiene su virtud característica. La que más intensamente cultivó el Patrono de los Congresos Eucarísticos, glorioso San Pascual, fue el amor a la Santísima Eucaristía. Sus biógrafos afirman que antes de cumplir un año de edad saltaba de la cama y arrastrándose acudía delante del Santísimo Sacramento, donde permanecía largos ratos. «De rodillas y manos por tierra se iba medio arrastrando, y asistía a las Misas y Divinos Oficios».
A medida que crecía en edad, se acrecentaba todavía más el amor que sentía hacia el augusto Sacramento, y ello en tal forma, que cuando se veía imposibilitado de visitarlo en las iglesias, oraba fervientemente en honor del Santísimo Misterio, elevando sus ojos al cielo; y —se dice— mereció que algunas veces se le apareciese en forma de viril o como estrella luminosa, satisfaciendo de esta manera las vehementes ansias eucarísticas de aquel corazón enamorado.
Su nombre era el de Pascual, por haber nacido en la vigilia de Pentecostés. Fue hijo de Martín Bailón, con cuyo patronímico se le conoce; y está bien lejos de ser llamado por este nombre, como algunos, sin ningún fundamento, afirman, por haber bailado ante el Sagrario.
Muy niño aún, por carecer sus padres de fortuna, Pascual se vio obligado a vigilar el ganado, y durante las largas horas de pastoreo aprendía él mismo a leer y escribir. Su oficio de pastorcillo no impidió jamás su trato con Jesús Sacramentado, y para avivar en su pecho el amor eucarístico que le consumía, era suficiente la vista de una iglesia, la silueta de un campanario o el tañido de una campana; al punto reconcentraba sus potencias, enviando sus mensajes al Santísimo, valiéndose de ardientes y encendidas jaculatorias.
A los veinticuatro años de edad pudo ingresar en el convento de los Frailes Menores de Albatera, y luego prestó sus servicios en Valencia, Elche, Játiva, Villena, Almansa y Jerez.
Sus fervores eucarísticos se acrecentaron aún más con su ingreso en la Orden franciscana.
Durante el día, Pascual padecía horriblemente por no poder acudir, a causa de sus muchas ocupaciones de fraile lego, ante el divino Sacramento, como ardientemente deseaba; pero al llegar la noche, cuando todos sus hermanos descansaban, él pasaba largas horas de oración junto al Sagrario desahogando el ímpetu de sus afectos.
Con ocasión de un viaje a París, para llevar una carta del Provincial de Aragón al General de la Orden, sufrió muchas dificultades; incluso en el camino tuvo que vencer atropellos de todas clases; los muchachos le apedreaban o le tiraban inmundicias, e incluso los herejes hugonotes llegaron a insultarle y apalearle. Fray Pascual Bailón llegó al término de su viaje sin proferir la más mínima queja.
Nada le producía más gozo que ayudar la Santa Misa. La Misa fue su último pensamiento en este mundo. Y murió en el preciso momento de la consagración durante la Misa Mayor, el día de la Pascua de Pentecostés.
Su fama se extendió por todo el orbe católico, y no tardaron en verse claras las pruebas de su santidad.
La fragua del amor eucarístico que abrasaba constantemente el corazón del lego franciscano era tal que, aun después de muerto, estando su cuerpo insepulto, abrió los ojos por dos veces a la doble elevación de las Sagradas Especies.
Bendecido con el don de la ciencia infusa, cuentan sus biógrafos que estando en el convento de Valencia, en más de una oportunidad, a pesar de saber escasamente leer y escribir, los profesores de Teología propusieron al Santo cuestiones dificilísimas acerca del misterio de la Santísima Trinidad, y las resolvía con tal precisión y claridad que era la admiración de todos. Unos versos que le fueron dedicados expresan algo de su extraordinaria personalidad:
De ciencia infusa dotado,
siendo lego sois Doctor,
Profeta y Predicador,
Teólogo consumado...
Dios se complace en los humildes...