martes, 8 de mayo de 2018

Miércoles semana 6 de Pascua

Miércoles de la semana 6 de Pascua

Los frutos en el apostolado
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,12-15).
I. La lectura de la Misa nos muestra el espíritu apostólico de San Pablo en medio de un mundo pagano. En Atenas, en el Areópago, el Apóstol predica la esencia de la fe cristiana teniendo en cuenta la mentalidad y la ignorancia de los oyentes, pero sin omitir las verdades fundamentales. Conocía bien que la doctrina que predicaba chocaría fuertemente en los oídos de los atenienses, pero no la adapta, deformándola, para hacerla más «comprensible». De hecho, al oír resurrección de los muertos, unos lo tomaban a broma y otros dijeron, mientras le abandonaban: De esto te oiremos hablar en otra ocasión.
San Pablo se marchó de allí y se dirigió a Corinto. Mucho tiempo después todavía tenía en su alma el suceso del Areópago, «ante unos atenienses que eran amigos de los nuevos sermones, pero que no hacían caso de ellos ni se preocupaban de su contenido: sólo les interesaba tener algo nuevo de qué hablar». A nosotros nos recuerda hoy este pasaje que el cristiano ha de enseñar la doctrina de Cristo, la única que salva, y no la más popular, la que podría tener más «éxito» en sentido humano, la que podría estar en consonancia con la moda del momento o con los gustos de los tiempos o de los pueblos.
Los Apóstoles predicaron la integridad del Evangelio, y así lo ha hecho también la Iglesia a través de los siglos. «Todas las verdades y todos los preceptos de Cristo, incluso los más exigentes, sin callar o desvirtuar nada, fueron las cosas enseñadas por San Pablo. Habló de la humildad, de la abnegación, de la castidad, del desprendimiento de las cosas terrenas, de la obediencia... Y no temió dejar bien claro que es necesario elegir entre el servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible servir a los dos. Que todos, después de la muerte, habrán de someterse a un juicio tremendo. Que nadie puede mercadear con Dios. Que sólo se puede esperar la vida eterna si se observan las leyes divinas. Que si se incumplen estas leyes haciendo concesiones a los placeres, no se puede esperar más que el fuego eterno... Jamás el Predicador de la verdad pensó que tenía que omitir estos temas porque podían parecer demasiado duros a quienes le escuchaban, dada la corrupción de aquellos tiempos». Igual nosotros.
Quien anuncia a Cristo tendrá que acostumbrarse a ser impopular en ocasiones, a no tener «éxito» en sentido humano, a ir contra corriente, sin ocultar los aspectos de la doctrina de Cristo que resultan más exigentes: sentido de la mortificación, honradez y honestidad en los negocios y en el desarrollo de la actividad profesional, generosidad en el número de hijos, castidad y pureza en el matrimonio y fuera de él, valor de la virginidad y del celibato por amor a Cristo... Porque no tenemos otras recetas para curar a este mundo enfermo: «¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a sus pacientes, porque tiene miedo de prescribir las que son útiles?».
En un mundo que se presenta en muchos aspectos alejado de Dios y del pensamiento cristiano, «se impone a todos los cristianos la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra». La primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. Y siempre con oportunidad, haciendo amable y atrayente la doctrina del Señor. Porque tampoco se atrae a los demás a la fe siendo intemperantes o intempestivos, sino con afecto, con bondad, con paciencia.
II. El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y nuestros esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano, nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección, quizá de lo que otros sembraron con su palabra, con su dolor oculto desde la cama de un hospital, o desde un trabajo escondido y sin brillo. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador.
Si los frutos tardaran en llegar o nos asaltara la tentación de juzgar el valor de nuestros esfuerzos por sus resultados inmediatos, no debemos olvidar que en ocasiones no veremos las espigas granadas; otros las recolectarán. Nos pide el Señor que sembremos sin descanso y que experimentemos la alegría del labrador, seguro de que ya brotará algún día la semilla que arrojó al surco. Así evitaremos el desánimo, síntoma muchas veces de falta de rectitud de intención, de no estar trabajando para el Señor, sino para afirmar nuestro yo. Lo que nosotros no podamos acabar, otros lo terminarán.
No pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que esté maduro. «No estropeemos la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se abrirá y el fruto madurará en la estación y en la hora que sólo Dios sabe. A nosotros nos toca sembrar, regar... y esperar». La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.
El hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta con el ritmo propio de la naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo oportuno: el arado, la siembra, el riego, el abonado, la escarda, la recolección: una serie de tareas previas, antes de ver la harina dispuesta para el pan que alimentará a toda la familia. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonáramos la lucha por la propia santidad y la de los demás porque no viéramos resultados, estaríamos manifestando una visión demasiado humana de nuestro quehacer apostólico, que contrasta abiertamente con la figura paciente de Jesús. Él sabe esperar días, semanas, meses y años antes de la conversión del pecador. Las almas necesitan un tiempo que nosotros no sabemos calcular. Hagamos bien la siembra y luego seamos pacientes; pidamos fortaleza para ser constantes.
III. De la predicación de San Pedro durante su estancia en Atenas surgió la primera comunidad cristiana en aquella ciudad: Algunos se le juntaron, entre ellos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más. Fueron la primera semilla plantada por el Espíritu Santo, de la que surgirían luego muchos hombres y mujeres fieles a Cristo.
La mujer convertida aparece consignada con su nombre: Dámaris. Es una de las numerosas mujeres que aparecen en el libro de los Hechos de los Apóstoles, como manifestación clara de que la predicación del Evangelio era universal. Los Apóstoles siguieron en todo el ejemplo del Señor, quien, a pesar de los prejuicios de la época, dirigió a mujeres y a hombres por igual el anuncio del Reino.
San Lucas también nos ha dejado escrito que la evangelización de Europa se inició por una madre de familia, Lidia, quien comenzó enseguida su tarea apostólica por su propia familia, consiguiendo que recibieran el Bautismo todos los de su casa. También entre los samaritanos fue una mujer la primera que recibió el mensaje de Cristo, y la primera que lo difundió entre los de su ciudad.
El Evangelio nos muestra cómo las mujeres siguen y sirven al Señor, cómo están al pie de la Cruz y son las primeras junto al sepulcro vacío. No encontramos en ellas el menor signo de hipocresía en el trato con el Señor, ni injurias o deserciones.
San Pablo tuvo una profunda visión del papel que la mujer cristiana había de desempeñar como madre, esposa y hermana en la propagación del cristianismo. Se refleja en el tratamiento que les concede en su predicación y en sus cartas. Algunas de ellas son especialmente señaladas con agradecimiento por la ayuda sacrificada que le prestaron en su tarea evangelizadora.
En todas las épocas, también en la nuestra, la mujer desempeña un papel extraordinario en el apostolado y en la custodia de la fe. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad...». La Iglesia espera de la mujer un compromiso y un testimonio en favor de todo aquello que constituye la verdadera dignidad de la persona humana y su felicidad más profunda.
Cuando estas cualidades, con las que Dios ha dotado a la personalidad de la mujer, son desarrolladas y actualizadas, «su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve». A Ella le pedimos por los frutos de esa labor de la mujer en la familia, en la sociedad, en la Iglesia, y que haya siempre abundantes vocaciones de entrega a Dios.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

lunes, 7 de mayo de 2018

Martes semana 6 de Pascua

Martes de la semana 6 de Pascua

Mayo, el mes de María
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado». (Jn 16,5-11)
I. «Mes de sol y de flores (...), mes de María, coronando el tiempo pascual. Desde el Adviento nuestro pensamiento había seguido a Jesús; ahora que se ha hecho en nuestra alma la gran paz que sigue a la Resurrección, ¿cómo no volvernos hacia aquella que nos lo ha dado? »Ha aparecido sobre la tierra para preparar su venida; ha vivido a su sombra, hasta el punto de que no la vemos intervenir en el Evangelio más que como Madre de Jesús, siguiéndole, velando por Él, y cuando Jesús nos deja, Ella desaparece suavemente.
»Ella desaparece, pero queda en la memoria de los pueblos, porque le debemos a Jesús...».
Como en otras ocasiones, Jesús se encuentra hablando de los misterios del reino de Dios. Las gentes le rodean, le miran y guardan un profundo silencio. De pronto, inesperadamente, una mujer grita con toda su alma: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron¡.
La profecía contenida en el Magníficat comienza a cumplirse: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones, había manifestado la Virgen, movida por el Espíritu Santo. Y en esta ocasión, una mujer, con la frescura del pueblo, ha comenzado lo que no terminará hasta el final del mundo. Aquellas palabras de Santa María en los comienzos de su vocación tendrían su más acabado cumplimiento a través de los siglos: poetas, intelectuales, reyes y guerreros, artesanos, madres de familia, hombres y mujeres, de edad madura y niños que apenas han aprendido a hablar; en el campo, en la ciudad, en la cima de los montes, en las fábricas y en los caminos; en situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales (¡cuántos millones de cristianos han entregado su alma a Dios mirando una imagen de la Virgen, o recitando con sus labios o sólo en su pensamiento el dulce nombre de María!), o sencillamente al doblar una esquina en la que apenas se distingue una imagen de la Señora; en tantas y en tan diversas situaciones, millares de voces, en lenguas diversísimas, han cantado las alabanzas a la Madre de Dios. Es un clamor ininterrumpido en toda la tierra, que atrae cada día la misericordia de Dios sobre el mundo, y que no se explica sino por un expreso querer divino. «Desde los tiempos más antiguos -recuerda el Concilio Vaticano II- la Bienaventurada Virgen María es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones».
Todo el pueblo cristiano ha sabido siempre llegar a Dios a través de su Madre. Con una experiencia constante de sus gracias y favores la ha llamado Omnipotencia suplicante, y ha encontrado en Ella el atajo -«senda por donde se abrevia el camino»- para llegar a Dios. El amor ha inventado numerosas formas para tratarla y honrarla. La Iglesia ha fomentado y bendecido constantemente esta devoción a Santa María como camino seguro para llegar hasta el Señor, «porque María es siempre camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos que terminar en un encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el continuo recurso a María sino buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y con Ella a Cristo, Nuestro Salvador, a quien los hombres -en los desalientos y peligros de aquí abajo- tienen el deber y experimentan la necesidad de dirigirse como a puerto de salvación y fuente transcendente de la vida?».
II. En este mes de mayo muchos buenos cristianos tienen singulares manifestaciones de piedad a la Virgen Santa María, que alegran todos los días del mes. Siguen de cerca aquella recomendación del Concilio Vaticano II: «ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo presente con sus oraciones en las primicias de la Iglesia, también ahora, ensalzada en el cielo sobre todos los santos y los ángeles, interceda ante su Hijo». Y en otro lugar: «tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos».
Preguntémonos hoy en nuestra oración qué propósitos tenemos y cómo los estamos llevando a cabo para tratar a Nuestra Madre Santa María a lo largo de este mes en que tradicionalmente los cristianos honran más especialmente a la Virgen.
La dedicación a la Virgen en el mes de mayo nació del amor, que siempre buscó nuevas maneras de expresarse, y de la reacción contra las costumbres paganas que existían en muchos lugares en el «mes de las flores». Entre las Cantigas de Santa María del Rey sabio existe una que comienza con las palabras: «¡Bienvenido mayo!...». En ella, Alfonso X exalta ya el retorno de mayo porque nos invita a rogar con más honor a María, para que nos libre del mal y nos colme de bienes.
En nuestros días, los cristianos, que queremos estar siempre muy cerca de Ella, le ofrecemos especiales obsequios durante el mes: romerías, visitas a alguna iglesia a Ella dedicada, pequeños sacrificios en su honor, ofrecimiento del estudio o del trabajo bien acabado, el rezo más atento del Santo Rosario... «De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo (...).
»¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas.
»En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar -no hace falta la palabra, el pensamiento basta- las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el Santo Rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana (el sábado) (...), ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad».
III. Una manifestación tradicional de amor a nuestra Madre es la romería a un santuario o ermita de la Virgen, con carácter penitencial -expresado quizá en un pequeño sacrificio: ir andando desde un lugar oportuno, vivir algunos detalles de sobriedad que cuesten sacrificio...- y con sentido apostólico, procurando acercar más a Dios a aquellas personas que nos acompañan, y rezando con particular piedad el Santo Rosario.
La romería puede ser un momento muy oportuno para hacer un apostolado fecundo con nuestros amigos. En esos santuarios y ermitas, miles de personas han encontrado gracias ordinarias y extraordinarias de la Madre de Dios: unos han comenzado una vida nueva, después de realizar una buena Confesión de sus pecados, quizá después de muchos años; otros han vislumbrado la llamada del Señor a una entrega más plena al servicio de Dios y de las almas; otros han encontrado ayuda para salir adelante de dificultades graves del alma o del cuerpo... Nadie se marchó nunca de esos lugares con las manos vacías. Pablo VI señalaba cómo la Providencia, «por caminos frecuentemente admirables, ha distinguido a los santuarios marianos con un sello particular».
A estos lugares, pequeños o grandes, donde hay una especial presencia de la Virgen acuden personas para dar gracias, para alabar a María, para pedir (¡cuántas veces Santa María habrá escuchado allí peticiones urgentes y esperanzadas!) y también para recomenzar de nuevo después de haber vivido quizá lejos de Dios. Porque, como dice Juan Pablo II, la herencia de fe mariana de tantas generaciones no es en esos lugares marianos mero recuerdo de un pasado, sino punto de partida hacia Dios. «Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana. Porque en esa continuidad religiosa, la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia».
Estas metas de peregrinación, que se remontan a los primeros siglos, son hoy incontables y están esparcidas por toda la tierra. Han sido fruto de la piedad y del amor de los cristianos hacia su Madre a través de los siglos. Preparemos nosotros en la oración nuestra romería, con sentido apostólico, con carácter penitencial (que facilita la oración y la eleva con más prontitud a Dios) y con una gran devoción mariana, expresada en el rezo lleno de piedad del Santo Rosario. No olvidemos que nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía que un día hiciera nuestra Señora: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones... No olvidemos en este mes tener, cada día, singulares muestras de amor con Nuestra Señora.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Nuestra Señora de los Desamparados

Fue en la mañana del primer domingo de Cuaresma de 1409, cuando se dirigía a predicar en la homilía de la Misa mayor en la Catedral de Valencia, el religioso de la orden mercedaria, Fray Juan Gilabert Jofré, coetáneo y amigo de San Vicente Ferrer, observó, durante el trayecto, que un grupo de muchachos maltrataba cruelmente a un pobre loco. Intervino el buen fraile en socorro del desgraciado y tras detener y reprender a los jóvenes, prosiguió su camino vivamente impresionado por el suceso. Tanto fue así que modificó el contenido de su sermón, incluyendo en él una emotiva llamada a la caridad y a favor de los “ignoscentes” que abandonados a su miseria por las calles, eran sujeto de toda clase de abusos y, asimismo, proteger a los ciudadanos de sus inconscientes acciones.

No cayeron en vacío sus palabras pues sus encendidas razones calaron en el ánimo de los presentes, entre los cuales se encontraba un mercader llamado Lorenzo Salom, que se erigió en principal valedor y promotor efectivo de la idea, de tal manera que diecinueve días después el Consejo General de la Ciudad estudiaba la iniciativa y dos meses y medio más tarde comenzaban las obras de un hospital con esta finalidad. El documento de su fundación, firmado por el rey Martín V el Humano, el 15 de marzo de 1410, establece, y en esto radica la originalidad de la propuesta, que a la atención humanitaria dispensada a los allí acogidos, se les proporcionara además asistencia médica, lo cual significaba, cultural y científicamente, la fundación del primer hospital psiquiátrico del mundo. La institución recibió el nombre en valenciano de “Hospital dels Ignocens, Folls e Orats” que, según la moderna psiquiatría, corresponde a “oligofrénico, psicósico y demenciados”.

En principio, el Papa Benedicto XIII dio por titulares y patronos del nuevo hospital a los Santos Inocentes Mártires, por ser los únicos santos a quien la iglesia tributa culto sin haber alcanzado el uso de razón en su breve vida mortal. Sin embargo, llevado por el fervor de su espíritu mariano, el pueblo valenciano empezó a tomar la costumbre de denominar al nuevo hospital con el nombre de “Nostra Dona Sancta Maria dels Innocens”, es decir, Nuestra Señora de los Inocentes. Tal fue el arraigo que alcanzó el nombre que el propio pontífice aceptó el nombre en el privilegio de fundación de una Cofradía. De este curioso modo nació una advocación de la Virgen antes que su imagen representativa.

La citada Cofradía o hermandad surgió con la idea de apoyar al Hospital con mayores recursos materiales y humanos. Sus miembros se propusieron practicar las mismas obras de misericordia del hospital y además, asistir al entierro de los dementes y cofrades, sufragar gastos del Hospital y de actos religiosos. El celo y entusiasmo de esta Cofradía pronto quiso ampliar el campo de sus asistencias más allá del Hospital y, así, se establece entre sus normas la ayuda a los condenados a muerte, proporcionándoles consuelo espiritual y cristiana sepultura, también se establecieron socorros y ayudas para los propios cofrades en caso de enfermedades, viudedad o defunción. Pronto empezó a atender a náufragos, desamparados y prostitutas por expresa gracia de Doña María de Castilla, esposa de Alfonso el Magnánimo, Rey de la Corona de Aragón.

La Cofradía alcanzó gran expansión, creándose otro hospital donde tenían acogida y eran atendidos toda clase de marginados. Se estipularon ayudas para dotes de huérfanas, para los encarcelados y necesitados, para los expósitos, y cantidades destinadas al pago de rescate de cautivos en tierras de infieles.

En este contexto, se vio la necesidad de proporcionar una nueva imagen de la Virgen para representar el patrocinio sobre los dementes del Hospital y la piadosa Cofradía, por lo que, sin pretenderse, había surgido una nueva advocación la Santísima Virgen destinada a tener un alcance universal. Por decreto del Rey Fernando el Católico firmado en Barcelona el 3 de junio de 1493, la advocación recibió el título de Nuestra Señora de los Inocentes y de los Desamparados.

La imagen, que se diseñó en tamaño natural y con dorso plano con el propósito de poderse acomodar sobre el féretro de los cofrades fallecidos en posición yacente, aunque en fiestas y solemnidades aparecía en posición vertical y con un manto de sedas, origen del actual, para disimular esta circunstancia. En un principio la imagen se guardaba y veneraba en casa del Clavario de la Cofradía, pero tras doscientos años de pervivencia de esta costumbre, y ante los graves inconvenientes que ello presentaba, se destinó una pequeña capilla en la Plaza de la Seo, lugar donde se alzó más tarde, en 1652, la actual Basílica menor, dignidad otorgada por el Papa Pío XII, mediante la que se reconocía, más que su valor artístico, su valor espirtitual como centro y símbolo de la devoción mariana de Valencia y aliento de innumerables obras de misericordia. Ya en pleno siglo XX el Papa San Juan XXIII, declara “... a la BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA bajo el título de NUESTRA SEÑORA DE LOS DESAMPARADOS, Celestial PATRONA PRINCIPAL ante Dios DE TODA LA REGIÓN VALENCIANA...”

La onomástica de las “Amparos” se celebra el 8 de Mayo, aunque en la ciudad de Valencia se celebra con grandes solemnidades y festejos el segundo domingo de ese mes. La devoción a esta advocación de la Virgen ha llegado hasta L’Alguer (Sicilia), Manila (Filipinas), Iglesia de Santa Ana, Buenos Aires (Argentina) Basílica de San Nicolás; una población de Costa Rica lleva el nombre de “Desamparados”; también en Llobasco (El Salvador), varias poblaciones de Guatemala, Nicaragua y Venezuela; Méjico conserva vestigios en Puebla y le han dedicado la “Ciudad de los Muchachos” y la fructífera obra del Padre Álvarez en Monterrey. Asimismo, se le reza en diversas misiones de la India y África.

«Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: -Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: -Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.» (Juan 19, 25-27)
1º. El Evangelio nos dice que María estuvo al pie de la Cruz: “Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena” (Juan 19,25).
María contempló con el alma desgarrada de dolor los preparativos de la Crucifixión.
Vio cómo clavaban las manos y los pies de Cristo.
Contempló cómo se burlaban de Él los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos.
Y cómo los soldados, ajenos a la grandeza de aquellos momentos, se jugaban a los dados la túnica de Jesús.
Oyó cómo Cristo pedía perdón para los que le crucificaban.
Y cómo prometía el Paraíso al Buen Ladrón.
Cristo quiso pasar por los más dolorosos tormentos de cuerpo y alma para llegar hasta el colmo del amor.
Por eso, también María sufrió tanto.
Hay un hondo misterio en estos padecimientos del Hijo y de la Madre.
Jesucristo, por infinito amor a Dios Padre y a los hombres, asumió todo el dolor y así se ofreció como víctima por nosotros a Dios Padre y nos reconcilió con Él.
María, su Madre, fue asociada íntimamente a este dolor y María también lo asumió con amor y por amor a Dios y a los hombres.
Así, a una con Cristo se ofreció a Dios Padre por la humanidad.
De esta manera, cooperó de modo único y excepcional, por gracia de Cristo y a una con Él, en la misma redención del género humano.
Por eso María es la Corredentora.
No es que Jesucristo tuviera necesidad de Ella. No. Cristo satisfizo sobreabundantemente a Dios Padre con su vida, pasión y muerte.
Es que Cristo quiso tener unida con Él a su Madre para que se ofreciera junto con Él a Dios.
Así “cooperó con él en forma del todo singular en la restauración de la vida sobrenatural de las almas Por tal motivo es nuestra Madre en orden de la gracia” (Vaticano II.-L. G.-61).          
El dolor, desde que fue asumido por Cristo y por María, es sobre todo redentor.
Y vale no por sí mismo sino por el amor con que lo aceptamos.
Pidámosle a María que sepamos ofrecerlo por nuestros pecados y por la salvación del mundo.
2º. Vio cómo su Hijo se dirigía a Ella y luego a San Juan con unas palabras que suponían una tremenda despedida llena de contenido.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, le dijo a María refiriéndose a San Juan, y a San Juan le dijo: “He ahí a tu Madre” (Juan 19,25-27), refiriéndose a María.
En estas palabras hay algo de suma trascendencia que se refiere a María y a todos los hombres.
Porque en San Juan estaba representada toda la humanidad.
Lo que hace Cristo es proclamar solemnemente a la faz del mundo que María es Madre de todos los hombres y que todos los hombres somos hijos de María.
Pero la Maternidad de María sobre todos los hombres no empieza en este momento.
Cristo proclama abiertamente lo que es una realidad desde el momento de la Encarnación de Cristo.
Cuando el Hijo de Dios se hizo Hombre en el seno de la Santísima Virgen, Cristo asumió una naturaleza humana, su naturaleza de hombre.
Pero además quedó constituido en Cabeza espiritual de toda la humanidad.
Así, cuando María engendraba a Cristo corporalmente, engendraba espiritualmente a todos los miembros de aquella cabeza.
Cuando en Belén María daba a luz corporalmente a Cristo, daba a luz espiritualmente a todos los miembros de aquella cabeza, es decir, a Cristo con todos los hombres.
Y ahora viene otra afirmación importante. Los dolores de parto que no padeció María en Belén ni por Cristo ni por nosotros, los sufrió únicamente por nosotros en el Calvario.
Aquí se completó la Maternidad espiritual de María.
Por eso dicen los Padres de la Iglesia que la Maternidad espiritual de María se cumplió en dos momentos: En Nazaret con la Encarnación y en el Calvario con los dolores sufridos por todos nosotros.
María es así verdadera Madre nuestra en el orden del espíritu y de la gracia.
Y como Madre, nos quiere entrañablemente.
Nos quiere porque somos sus hijos.
Y como hace la madre buena, aunque quiere a todos los hijos por igual, se preocupa más y cuida con más solicitud del hijo que está enfermo.
Recurramos, pues, humildemente a su misericordia, porque en Ella encontraremos siempre el auxilio oportuno.
Cristo, cuando sufría por nosotros en la Cruz nos conocía, veía nuestros pecados y nuestros buenos deseos.
María no nos veía.
Pero sufrió y se ofreció por nosotros.
Hoy nos ve y nos conoce desde el cielo y está más pendiente de cada uno.
Ella, siempre como Madre buena.
Nosotros debemos ser buenos hijos de su corazón.

domingo, 6 de mayo de 2018

Coloquio sobre el Tao el 14 de mayo (encuentros sobre ecología, espiritualidad e interculturalidad)





Hola!
   Te invitamos al coloquio sobre el Tao, dentro de los encuentros sobre ecología, espiritualidad e interculturalidad que hemos comenzado. 
   Se adjunta el libro, por si quieres leerlo para aportar al coloquio.
   Saludos cordiales,
   Luciano




Lunes semana 6 de Pascua

Lunes de la semana 6 de Pascua

Los dones del Espíritu Santo
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho» (Jn 15,26-16,4).
I. Vivimos rodeados de regalos de Dios. Todo lo bueno que tenemos, las cualidades del alma y del cuerpo..., todo son dones del Señor para que nos ayuden a ser felices en esta vida y alcancemos con ellos el Cielo. Pero fue sobre todo en el momento de nuestro Bautismo cuando nuestro Padre Dios nos llenó de bienes incontables. Borró la mancha del pecado original en nuestra alma. Nos enriqueció con la gracia santificante, por la que nos hacía partícipes de su misma vida divina y nos constituía en hijos suyos. Nos hizo miembros de su Iglesia.
Junto con la gracia, Dios adornó nuestra alma con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes nos dan el poder, la capacidad de actuar de una manera sobrenatural, de juzgar el mundo y los acontecimientos desde un punto de vista más alto, desde la fe, y de portarnos como verdaderos hijos de Dios. Nos dan la posibilidad de conocer íntimamente a Dios, de amarle como Él se ama, y de realizar obras meritorias para la vida eterna. Bajo el influjo de estas virtudes nuestro trabajo, aunque humanamente parezca de escaso relieve, se convierte en un tesoro de méritos para el Cielo.
Las virtudes sobrenaturales nos dan la capacidad, de manera semejante a como las piernas nos permiten caminar y los ojos contemplar el mundo que nos rodea. Con todo, no basta tener piernas para emprender un viaje, ni ojos para contemplar un cuadro. Es necesaria la cooperación de nuestra libertad, nuestro querer y nuestro esfuerzo para ponernos en camino en el caso del viaje, y poner la atención necesaria para captar la belleza de un cuadro.
Los dones del Espíritu Santo son un nuevo regalo que Dios otorga al alma para que pueda realizar de modo más perfecto y como sin esfuerzo las obras buenas en las que se manifiesta el amor a Dios, la santidad: presencia de Dios, caridad, ofrecimiento del trabajo, pequeñas mortificaciones a lo largo del día.
El alma es investida «de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera, como indicio y presagio de la eterna bienaventuranza».
Los dones del Espíritu Santo van conformando nuestra vida según las maneras y modos propios de un hijo de Dios, nos dan una finura y sensibilidad mayor para oír y poner en práctica las mociones e inspiraciones del Paráclito, que así va gobernando con prontitud y facilidad nuestra vida, que entonces se guía por el querer de Dios, y no por nuestros gustos y caprichos.
Hoy le pedimos al Espíritu Santo que doblegue en nosotros lo que es rígido, particularmente la rigidez de la soberbia; que caliente en nosotros lo que es frío, la tibieza en el trato con Dios; que enderece lo extraviado, porque son muchos los apegamientos terrenos, el peso de los pecados pasados, la flaqueza de la voluntad, la ignorancia de lo que en tantas ocasiones sería más grato a Dios... De aquí provienen los fracasos y debilidades, los cansancios y derrotas. Por eso, le pedimos en nuestra oración que arranque de nuestra alma «el peso muerto, resto de todas las impurezas, que le hace pegarse al suelo (...); para que suba hasta la Majestad de Dios, a fundirse en la llamarada viva de Amor, que es Él».
II. Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. El Evangelio de la Misa recoge este nuevo anuncio del Señor, y la liturgia de la Iglesia nos invita de muchas maneras a preparar nuestras almas a la acción del Espíritu Santo.
La lucha decidida contra todo pecado venial deliberado nos dispone para recibir la luz y la protección del Paráclito a través de sus dones. La claridad que recibimos en la inteligencia nos hace conocer y comprender las cosas divinas; la ayuda que alcanza nuestra voluntad nos permite aprovechar con eficacia las oportunidades de realizar el bien que se nos presentan cada día y rechazar las tentaciones de todo aquello que nos alejaría de Dios.
El don de inteligencia nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe; el don de ciencia nos lleva a juzgar con rectitud de las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él; el don de sabiduría nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones; el don de consejo nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los demás; el don de piedad nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre; el don de fortaleza nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios; el don de temor nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir.
En estos días en que nos preparamos para celebrar el envío solemne del Espíritu Santo sobre la Iglesia, representada por los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, junto a Santa María, Madre de Dios, pedimos insistentemente que seamos dóciles a la acción del Paráclito en nuestra alma y que no cese su acción y sus inspiraciones sobre los hombres de esta época nuestra, «particularmente sedienta del Espíritu Santo» y tan necesitada de su protección y de su ayuda. Le decimos: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones (...). Concede a tus fieles, que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.
III. Para aumentar la devoción al Espíritu Santo, empecemos por practicar las virtudes humanas y cristianas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Si el cristiano «lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo (...). La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima ‑dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)- regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (Cfr. Is 11, 2)».
El Espíritu Santo desea -como nunca podremos nosotros llegar a quererlo- darnos sus dones en tal abundancia que formen un río impetuoso en nuestra vida sobrenatural y que produzcan en nosotros sus admirables frutos. Sólo espera que quitemos los posibles obstáculos de nuestra alma, que le pidamos a Él mismo más deseos de purificación, que le digamos desde lo más hondo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu Amor. No desea otra cosa que llenarnos de su gracia y de sus dones. Si vosotros -decía el Señor-, siendo malos, sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que le piden?.
A lo largo de estos días en los que preparamos la fiesta de Pentecostés debemos rogar con humildad al Padre de las luces que envíe a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace exclamar: Abba! ¡Padre!. Debemos pedir a Cristo que, desde el seno del Padre, mande al que es Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, dulce refrigerio.
En el Decenario que comenzaremos después de la solemnidad de la Ascensión, queremos disponernos para ser más dóciles a las gracias que continuamente nos otorga el Paráclito. Pidámosle cada uno de sus dones para ser buenos instrumentos suyos en la familia, en nuestras ocupaciones, en la sociedad. «Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.
»Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en testimonio de su fe».
Nuestra fidelidad a las inspiraciones y gracias que recibimos del Espíritu Santo se concretará, en muchas ocasiones, a la docilidad en la dirección espiritual, con un esfuerzo diario para sacar adelante las metas y sugerencias que nos señalan.
Acercarse a la Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo, es un modo seguro de disponer nuestra alma a los nuevos dones que el Paráclito quiera darnos.


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

sábado, 5 de mayo de 2018

Domingo 6 de Pascua; ciclo B

Domingo de la semana 6 de Pascua; ciclo B

Jesús nos hace el regalo del Espíritu Santo, Amor y causa de felicidad, para que lo demos a todos
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,9-17).
1. «A vosotros os he llamado amigos», nos dices hoy, Jesús: en este último último domingo antes de la de la Ascensión y Pentecostés, ya al final de la Pascua, nos abres tu corazón después de que Te nos has manifestado como el Buen Pastor y la vid a quien hay que estar unido como los sarmientos, para darnos hoy el amor, el misterio más profundo de Dios, el Amor que os une Padre e Hijo. Todo lo que has hecho, desde la creación hasta la redención, es por amor. Todo lo que esperas de nosotros como respuesta a Tu acción es amor. Por esto, tus palabras resuenan hoy: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor». Que sepa amar, Jesús, con tu corazón, como nos lo recuerda san Agustín: «El Maestro bueno nos recomienda tan frecuentemente la caridad como el único mandamiento posible. Sin la caridad todas las otras buenas cualidades no sirven de nada. La caridad, en efecto, conduce al hombre necesariamente a todas las otras virtudes que lo hacen bueno».
Te doy gracias, por tu amor inmenso: me amas hasta dar la vida. No quiero darte poco, Jesús, sino como tú, entregarme por entero. Los enamorados se dicen: “daría la vida por ti”, y esto hasta morir por amor; pero tú Jesús nos enseñas que tan importante o más que “morir” en un momento es “vivir” toda la vida, cuidar el amor cada día: en el trabajo y en la familia, con los amigos y en el descanso… Cuentan de dos hermanos, que como eran pobres sólo podían mandar a uno de los dos a la escuela, mientras el otro trabajaba para colaborar en que el hermano pudiera estudiar. Las manos del que trabajaba se ajaron, mientras las del estudiante se volvieron ágiles con el pincel, pues el estudiante fue Durero, gran dibujante y pintor, que pintó las manos de su hermano, agradecido de que por él, llegó a ser lo que era. Jesús, que yo también esté agradecido, viendo el esfuerzo que hacen los demás por ayudarme, por sacar las cosas adelante.
Que no se pierda lo bueno por no cuidarlo, como el amor que se marchita por no atender los detalles. Cuentan de un niño que tenía un periquito que sabía hablar muchos idiomas, pero en su contento al que olvidó darle de comer, y el pobre pajarito se murió. Hemos de alimentar el amor cada día, para que no crezca el odio y otras malas hierbas. También a otro niño se olvidaba de echar de comer a los peces hasta que vio que uno se iba comiendo a todos los demás y vio que lo que tenía era hambre… Así, Jesús, te pido que sepa hacer las cosas que debo, cumplir por amor. Tú nos enseñas a dar la vida por amor, minuto a minuto, día a día. Que sepa atender las necesidades de los demás, como visitar a los enfermos, no marginar a nadie…
Recuerdo también un cuento antiguo, de un abuelo que murió antes de dar la bendición que tanto apreciaban los nietos, niño y niña, que vivían en un castillo pues eran nobles. Recibieron una carta cada uno, y con alegría fueron a contarse uno al otro que tenían por herencia un tesoro, y la carta decía dónde estaba lo que les tocaba y tenía una llave. Encontraron el tesoro, que estaba en un cofre, en los sótanos del castillo. Abrieron las viejas cerraduras, la de cada uno, y encontraron el tesoro, y también otra carta, una en cada compartimento, que decía, dirigidos a él y ella: “si lees esto solo, recibe mi herencia; si estás con tu hermano-con tu hermana, recibe además mi bendición”… ellos se abrazaron al recibir –como premio a su amor, a su confianza, a contarse las cosas- lo que más deseaban, la bendición del abuelo...
2. “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado”. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de Cornelio, que mandó llamar a Pedro, que se encontraba en Joppe donde tuvo unos sueños de manjares, que no se atrevía a comer porque estaban impuros, y Dios le dijo que comiera, pues para Él eran puros. Pedro fue a casa de Cornelio “cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras”. Los que fueron con Pedro “se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles”. Pedro “mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo”. Fue la gran alegría de que los no judíos recibían el Espíritu Santo. Estamos contentos, Jesús, de que muchos sean llamados a tratar a Dios como Padre que está en los cielos y nos quiere como hijos suyos. Y de que el Espíritu Santo haya venido a nuestra alma, por eso hemos cantado este Salmo: “Cantad al Señor un cántico nuevo, / porque ha hecho maravillas, / su diestra le ha dado la victoria, / su santo brazo”. Queremos cantarte, Señor, este cántico nuevo, porque Tú nos da la vida del alma, porque estábamos en la tierra con frío y soledad, a oscuras… y nos llenas con la lluvia de tu misericordia, que es el mismo Jesús, que ha nacido para que nosotros vayamos al cielo con Él.
3. La carta de San Juan nos insiste en este Amor de Dios: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor”. Nos dice aquí también cómo es Dios. El que no ama no conoce a Dios porque Dios es Amor. Y «el amor de Dios ha sido derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado». Se es cristiano en la medida en que se responde al amor de Dios. "El que ama conoce a Dios". Y luego dice que todo lo hemos recibido en Jesús, la salvación, y que así “vivamos por medio de Él”. Y añade algo muy especial: que podemos amar si nos ama Dios primera; pues para poder amar con entusiasmo, hemos de recibir amor: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, para salvarnos de nuestros pecados”. Y la conclusión está clara: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros”. Sigue S. Juan continuando el tema central del domingo pasado, estar en Cristo, dejarnos posesionar de Jesús, que ha venido del cielo a la tierra para que la tierra pueda comenzar a ser un cielo: “A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud”. Gracias, Jesús, por haber venido al mundo, por haber vivido por mí y haber muerto por mí, y porque sigues viviendo por mí. Tu amor me da fuerza para vivir, para luchar cuando algo me cuesta.
“¿Donde vive Jesús?” Lo pregunté el otro día a los niños de primera comunión, y me contestó enseguida uno: -“En el cielo”. -“¿Y dónde más?” –“En la misa, en el sagrario”- “-Y…” –“En nuestro corazón, al comulgar…”.
Una vez vi a un padre muy alto y un niño muy pequeño, muy bajito, el padre se fue agachando hasta que se puso a su altura… hasta que se puso cara a cara y le miró a los ojos. Pensé en ti, Señor, que te “agachas” y te haces pequeño, hasta ponerte a mi altura. Incluso te haces comida, pan para que podamos comerle… has bajado del cielo, vienes a la misa, vienes a nuestro corazón, en la comunión, y nos hablas del amor, de hacer lo que tú has hecho por nosotros: dar la vida por amor. Nos dices que quien ama conoce a Dios. Y nos mandas que nos amemos. Señor, ayúdame a perdonar, para sentirme perdonado… ayúdame a ver que te pones a nuestra altura para hacerte comida que nos dé fuerza y nos dices: “toma, cómeme”. Quiero decirte que sí, tenerte dentro por tu Espíritu. “En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, para ser Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios”.

Llucià Pou Sabaté

viernes, 4 de mayo de 2018

Sábado semana 5 de Pascua

Sábado de la semana 5 de Pascua

Santo Rosario
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado» (Jn 15,18-21).
I. El amor a la Virgen se manifiesta en nuestra vida de formas muy diversas. En el Santo Rosario, la oración mariana más recomendada durante siglos por la Iglesia, la piedad nos muestra un resumen de las principales verdades de la fe cristiana; a través de la consideración de cada uno de los misterios, Nuestra Señora nos enseña a contemplar la vida de su Hijo. Ella, íntimamente unida a Jesús, ocupa en ocasiones el primer lugar; otras, es Cristo mismo quien atrae en primer término nuestra atención. María nos habla siempre del Señor: de la alegría de su Nacimiento, de su muerte en la Cruz, de su Resurrección y Ascensión gloriosa.
El Rosario es la oración preferida de Nuestra Madre, y «con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación».
Según su etimología, el Rosario «es una corona de rosas, costumbre encantadora que en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría». «Es el modo más excelente de oración meditada, constituida a manera de mística corona en donde la salutación angélica, la oración dominical y la doxología a la Augusta Trinidad se entrelazan con la consideración de los más altos misterios de nuestra fe: en él, por medio de muchas escenas, la mente contempla el drama de la Encarnación y de la Redención de Nuestro Señor».
En esta plegaria mariana se funden la oración vocal y la meditación de los misterios cristianos, que es como el alma del Rosario. Esta meditación pausada hace posible que, con las mismas palabras, cada uno exprese su oración personal. Ayuda a rezarlo bien «el meterse, como un personaje más», dentro de las escenas que se consideran. Así, «viviremos la vida de Jesús, María y José.
»Cada día les prestaremos un nuevo servicio. Oiremos sus pláticas de familia. Veremos crecer al Mesías. Admiraremos sus treinta años de oscuridad... Asistiremos a su Pasión y Muerte... Nos pasmaremos ante la gloria de su Resurrección... En una palabra: contemplaremos, locos de Amor (no hay más amor que el Amor), todos y cada uno de los instantes de Cristo Jesús».
Con la consideración de los misterios, la oración vocal -el Padrenuestro y las Avemarías- queda vivificada; la vida interior se enriquece con un hondo contenido, que es fuente de oración y de contemplación a lo largo del día. Poco a poco nos identifica con los sentimientos de Cristo y nos permite vivir en un clima de intensa piedad: gozamos con Cristo gozoso, nos dolemos con Cristo paciente, vivimos anticipadamente en la esperanza la gloria de Cristo resucitado. «Aunque sea en planos de realidad esencialmente diversos -decía Pablo VI- (la liturgia y el Rosario), tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo. La primera hace presentes (...) los misterios más grandes de nuestra redención; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida».

II. El Concilio Vaticano II pide «a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen (...); que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos». Y bien sabemos con qué insistencia ha recomendado la Iglesia el rezo del Santo Rosario. Concretamente, es «una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar», y en muchos casos será un objetivo de vida cristiana para muchas familias. En ocasiones bastará comenzar con el rezo de un misterio solamente, aprovechando quizá ocasiones tan singulares como es el mes de mayo, la visita a un santuario o ermita de la Virgen... Mucho se tiene ganado si se empieza a enseñarlo a los hijos desde que son pequeños.
El Rosario en familia es una fuente de bienes para todos, pues atrae la misericordia del Señor sobre el hogar. «Tanto el rezo del Angelus como el del Rosario -decía Juan Pablo II- deben ser para todo cristiano y aún más para las familias cristianas como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para tomar valor y confianza». Y pocos días más tarde volvía a insistir el Santo Padre: «conservad celosamente ese tierno y confiado amor a la Virgen, que os caracteriza. No lo dejéis nunca enfriar (...). Sed fieles a los ejercicios de piedad mariana tradicionales en la Iglesia: la oración del Angelus, el mes de María y, de modo muy especial, el Rosario. Ojalá resurgiese la hermosa costumbre de rezar el Rosario en familia».
Hoy podemos examinar en nuestra oración si acudimos al Santo Rosario como «arma poderosa» para conseguir de la Virgen aquellas gracias y favores que tanto necesitamos, si lo rezamos con la necesaria atención, si procuramos ahondar en su riquísimo contenido, particularmente deteniéndonos y meditando durante unos momentos cada uno de los misterios, si procuramos que nuestros familiares y amigos comiencen a rezarlo y así traten y amen más a nuestra Madre del Cielo.

III. A veces, cuando los cristianos tratamos de difundir el rezo del Santo Rosario como una forma de tratar a la Virgen cada día, nos encontramos con personas, incluso de buena voluntad, que se excusan diciendo que se distraen con frecuencia en él y que «para rezarlo mal es mejor no rezarlo», o algo similar. Enseñaba el Papa Juan XXIII que «el peor de los rosarios es el que no se reza». Nosotros podemos decir a nuestros amigos que, en vez de dejarlo, es más grato a la Virgen procurar rezarlo lo mejor que podamos, aunque tengamos distracciones. También puede ocurrir que-como escribe San Alfonso Mª de Ligorio- «si tú tienes muchas distracciones durante la oración, puede ser que al diablo le moleste mucho esa oración».
Algunos han comparado el Rosario a una canción: la canción de la Virgen. Por eso, aunque alguna vez no tengamos del todo presente «la letra», la melodía nos llevará, casi sin darnos cuenta, a tener puesto el pensamiento y el corazón en Nuestra Señora.
Las distracciones involuntarias no anulan los frutos del Rosario, ni de otra oración vocal, con tal de que se luche por evitarlas. Santo Tomás señala que en la oración vocal puede ponerse una triple atención: la correcta pronunciación de todas las palabras de que consta, el fijarse más en el sentido de esas palabras y el poner especial empeño en el fin de la oración, es decir, en Dios y en aquello por lo que se ora. Esta última es la atención más importante y necesaria, y pueden tenerla incluso personas de pocas letras o que no entienden bien el sentido de las palabras que pronuncian, y «puede ser tan intensa que arrebate la mente a Dios».
Si nos esforzamos, cada vez podemos rezar mejor el Santo Rosario: cuidando la pronunciación, las pausas, la atención, deteniéndonos unos instantes para considerar el misterio que iniciamos, ofreciendo quizá esas diez Avemarías por una intención concreta (la Iglesia Universal, el Romano Pontífice, las intenciones del obispo de la diócesis, la familia, las vocaciones sacerdotales, el apostolado, la paz y la justicia en determinado país, un asunto que nos preocupa...), tratando de que esas «rosas» ofrecidas a la Virgen no estén ajadas o marchitas por la rutina, o por dejar paso a distracciones más o menos voluntarias... Evitar todas las distracciones será muy difícil; en ocasiones, prácticamente imposible, pero la Virgen también lo sabe y acepta nuestro deseo y nuestro esfuerzo.
Para rezarlo con devoción, convendrá reservarle una hora oportuna. «Un triste medio de no rezar el Rosario: dejarlo para última hora.
»Al momento de acostarse se recita, por lo menos, de mala manera y sin meditar los misterios. Así, difícilmente se evita la rutina, que ahoga la verdadera piedad, la única piedad». «Siempre retrasas el Rosario para luego, y acabas por omitirlo a causa del sueño. -Si no dispones de otros ratos, recítalo por la calle y sin que nadie lo note. Además, te ayudará a tener presencia de Dios».
El Rosario tiene la ventaja de que puede rezarse en cualquier parte: en la iglesia, en la calle, en el coche..., solo o en familia, mientras se espera en la sala de visitas del médico, o en la cola para retirar unos impresos. Pocos cristianos podrán decir con sinceridad que no encuentran tiempo para rezar «la oración más querida y recomendada por la Iglesia».
Un día, el Señor nos mostrará las consecuencias de haber rezado, con devoción, aunque con algunas distracciones también, el Santo Rosario: desastres que se evitaron por especial intercesión de la Virgen, ayudas a personas queridas, conversiones, gracias ordinarias y extraordinarias para nosotros y para otros, y los muchos que se beneficiaron de esta oración y a quienes ni siquiera conocíamos.
Esta oración tan eficaz y grata a la Virgen será en muchos momentos de nuestra vida el cauce más eficaz para pedir, para dar gracias. También para reparar por nuestros pecados: «"Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...". Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!».

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Viernes semana 5 de Pascua

Viernes de la semana 5 de Pascua

El valor de la amistad
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,12-17).
I. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos (...). Ya no os llamo siervos (...), a vosotros os llamo amigos, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa.
Jesús es nuestro Amigo. En Él encontraron los Apóstoles su mejor amistad. Era alguien que les quería, con quien podían comunicar sus penas y alegrías, a quien podían preguntar con entera confianza. Sabían bien lo que deseaba expresar cuando les decía: amaos los unos a los otros... como Yo os he amado. Las hermanas de Lázaro no encuentran mejor título que el de la amistad para solicitar su presencia: tu amigo está enfermo, le mandan decir. Es el mayor argumento que tienen a mano.
Jesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que encontró por los caminos de Palestina. Aprovechaba siempre el diálogo para llegar al fondo de las almas y llenarlas de amor. Y además de su infinito amor por todos los hombres, manifestó su amistad con personas bien determinadas: los Apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Lázaro y su familia... Al mismo Judas no le negó el honroso título de amigo en el mismo momento en que éste le entregaba en manos de sus enemigos. Estimaba mucho la amistad de sus amigos; a Pedro le preguntará después de las negaciones: ¿me amas?, ¿eres mi amigo?, ¿puedo confiar en ti? Y le entrega su Iglesia: Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas. «Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva». Él, que ha compartido nuestra vida, quiere compartir también nuestras cargas: Yo os aliviaré, nos dice a todos. Es el mismo que desea ardientemente que compartamos su gloria por toda la eternidad.
Jesucristo es el Amigo que nunca traiciona, que cuando vamos a verle, a hablarle, está siempre disponible, que nos espera con el mismo calor de bienvenida, aunque por nuestra parte haya habido olvido y frialdad. Él ayuda siempre, anima siempre, consuela en toda ocasión.
La amistad con el Señor, que nace y se acrecienta en la oración y en la digna recepción de los sacramentos, nos hace entender mejor el significado de la amistad humana, que la Sagrada Escritura califica como un tesoro: Un amigo fiel -dice el Eclesiastés- es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable. Los Apóstoles aprendieron de Cristo el verdadero sentido de la amistad. Y los Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo San Pablo tuvo muchos amigos, a quienes quería entrañablemente, los echa de menos cuando están ausentes y se llena de alegría cuando tiene noticias de ellos. La antigüedad cristiana nos ha dejado testimonios de grandes amistades entre los primeros hermanos en la fe.

II. El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud..., virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
La amistad verdadera es desinteresada, pues más consiste en dar que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo: «El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos».
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos. Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, «hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma». Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
La amistad es un bien humano y, a su vez, ocasión para desarrollar muchas virtudes humanas, porque crea «una armonía de sentimientos y gustos que prescinde del amor de los sentidos, pero, en cambio, desarrolla hasta grados muy elevados, e incluso hasta el heroísmo, la dedicación del amigo al amigo. Creemos -enseñaba Pablo VI- que los encuentros (...) dan ocasión a almas nobles y virtuosas para gozar de esta relación humana y cristiana que se llama amistad. Lo cual supone y desarrolla la generosidad, el desinterés, la simpatía, la solidaridad y, especialmente, la posibilidad de mutuos sacrificios».
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar, consolar, ayudar con el ejemplo.

III. A lo largo de los siglos, la amistad ha sido un camino por el que muchos hombres y mujeres se han acercado -se están acercando-a Dios y han alcanzado el Cielo. Es un sendero natural y sencillo, que elimina muchos obstáculos y dificultades. El Señor tiene en cuenta con frecuencia este medio para darse a conocer. Los primeros que le conocieron fueron a comunicar esta buena nueva a quienes amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su amigo Natanael; Juan seguramente llevó al Señor a su hermano Santiago...
Así se difundió la fe en Cristo en la primera cristiandad: a través de los hermanos, de padres a hijos, de los hijos a los padres, del siervo a su señor y a la inversa, del amigo al amigo. La amistad es una base excepcional para dar a conocer a Cristo, porque es el medio natural para comunicar sentimientos, compartir penas y alegrías de quienes están junto a nosotros por razones de familia, de trabajo, de aficiones...
Es propio de la amistad dar al amigo lo mejor que se posee. Nuestro más alto valor, sin comparación posible, es el haber encontrado a Cristo. No tendríamos verdadera amistad si no comunicáramos el inmenso don de nuestra fe cristiana. Nuestros amigos deben encontrar en nosotros, los cristianos que quieren seguir de cerca a Jesús, apoyo y fortaleza y un sentido sobrenatural para su vida. La seguridad de encontrar comprensión, interés, atención les moverá a abrir su corazón confiadamente, con la seguridad de que se les quiere, de que se está dispuesto a ayudarles. Y esto, mientras realizamos nuestras tareas normales de todos los días, procurando ser ejemplares en la profesión o en el estudio, fomentando siempre la amistad, estando abiertos al trato y al afecto con todos, impulsados por la caridad.
La amistad nos lleva a iniciar a nuestros amigos en una verdadera vida cristiana si están lejos de la Iglesia, o a que reemprendan el camino que un mal día abandonaron, si dejaron de practicar la fe que recibieron. Con paciencia y constancia, sin prisa, sin pausa, se irán acercando al Señor, que les espera. En ocasiones podremos hacer junto con ellos un rato de oración, una obra de misericordia visitando a un enfermo o a una persona necesitada, les pediremos que nos acompañen a hacer una visita a Jesús sacramentado... Cuando sea oportuno les hablaremos del sacramento de la misericordia divina, la Confesión, y les ayudaremos a prepararse para recibirlo. ¡Cuántas confidencias al abrigo de la amistad son caminos abiertos al apostolado por el Espíritu Santo! «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es "apostolado de la confidencia"».
La amistad todo lo puede con la ayuda de la gracia; ayuda que debemos implorar del Señor con oración y mortificación. Como nunca les hemos ocultado nuestra fe en Cristo, les parecerá natural que les hablemos con frecuencia de lo más esencial de nuestra vida, lo mismo que ellos nos hablan de los asuntos que consideran de más importancia.
El Señor desea que tengamos muchos amigos porque es infinito su amor por los hombres y nuestra amistad es un instrumento para llegar a ellos. ¡Cuántas personas con las que cada día nos relacionamos están esperando, aun sin saberlo, que les llegue la luz de Cristo! ¡Qué alegría la nuestra cada vez que un amigo nuestro se hace amigo del Amigo! Jesús, que pasó haciendo el bien, y que se ganó el corazón de tantas personas, es nuestro Modelo. Así hemos de pasar nosotros por la familia, el trabajo, los vecinos, los amigos. Hoy es un día oportuno para que nos preguntemos si las personas que habitualmente se relacionan con nosotros se sienten movidas por nuestro ejemplo y nuestra palabra a estar más cerca del Señor, si nos preocupa su alma, si se puede decir con verdad que, como Jesús, estamos pasando por su vida haciendo el bien.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

miércoles, 2 de mayo de 2018

Jueves semana 5 de Pascua

Jueves de la semana 5 de Pascua

Ofrecer las obras de cada día
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,9-11).
I. Para ordenar nuestra vida, el Señor nos ha dado los días y las noches. El día habla al día y la noche comunica sus pensamientos a la noche. Y cada nuevo día, al despedirse el día pasado, nos recuerda que hemos de continuar nuestros trabajos interrumpidos y renovar nuestros proyectos y nuestras esperanzas. «El hombre sale a trabajar hasta el anochecer: entonces llega la noche y, con una amable sonrisa, (Dios) nos manda dejar todos nuestros juguetes, con los cuales nos alborotamos tanto nosotros (...), nos cierra los libros, nos esconde las distracciones, extiende un gran manto negro sobre nuestra vida...; cuando la oscuridad se cierra a nuestro alrededor, vivimos un ensayo general de la muerte; el alma y el cuerpo se dan las buenas noches... Luego llega la mañana y con la mañana el renacimiento».
Cada día comienza, en cierto modo, con un nacimiento y acaba con una muerte; cada día es como una vida en miniatura. Al final, nuestro paso por el mundo habrá sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada fuera grata a Dios, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del mismo modo la hemos ofrecido al Señor. El hoy es lo único de que disponemos para santificarlo. El día habla al día; el día de ayer susurra al de hoy, y nos dice de parte del Señor: Comienza bien. «Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti». El día de ayer ha desaparecido para siempre, con todas sus posibilidades y con todos sus peligros. De él sólo han quedado motivos de contrición por las cosas que no hicimos bien, y motivos de gratitud por las innumerables gracias, beneficios y cuidados que recibimos de Dios. El «mañana» está aún en las manos del Señor.
Lo que debemos santificar es el día de hoy. ¿Y cómo vamos a empezarlo si no es ofreciéndoselo a Dios? Sólo quienes no conocen a Dios y los cristianos tibios comienzan sus días de cualquier manera. El ofrecimiento de obras por la mañana es un acto de piedad que orienta bien el día, que lo dirige a Dios desde sus comienzos, de la misma manera que la brújula señala al Norte. El ofrecimiento de obras nos dispone desde el primer momento para escuchar y atender las innumerables inspiraciones y mociones del Espíritu Santo en este día, que ya no se repetirá nunca más. Hoy si oís su voz no queráis endurecer vuestros corazones. Y en cada jornada nos habla Dios.
Le decimos al Señor que le queremos servir en el día de hoy, que le queremos tener presente. «Renovad cada mañana, con un serviam! decidido -¡te serviré, Señor!-, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero», Nuestras obras llegarán antes a Dios si hacemos el ofrecimiento a través de su Madre, que es también Madre nuestra. «Aquello poco que desees ofrecer, procura depositarlo en aquellas manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor sin sufrir de Él repulsa».

II. La costumbre de ofrecer el día a Dios también la vivían los primeros cristianos: «apenas despertar, antes de enfrentarse de nuevo con el trasiego de la vida, antes de concebir en su corazón cualquier impresión, antes incluso de acordarse del cuidado de sus intereses familiares, consagran al Señor el nacimiento y principio de sus pensamientos».
San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a ofrecer todo su día a Dios. Recomendaba a los primeros cristianos de Corinto: Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. Y a los colosenses: Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él.
Muchos buenos cristianos tienen el hábito adquirido de dirigir su primer pensamiento a Dios. Y enseguida el «minuto heroico», que es una buena ayuda para hacer bien el ofrecimiento de obras y comenzar bien el día. «Sin vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! -El minuto heroico: ahí tienes una mortificación que fortalece tu voluntad y no debilita tu naturaleza». «Si, con la ayuda de Dios, te vences, tendrás mucho adelantado para el resto de la jornada.
»¡Desmoraliza tanto sentirse vencido en la primera escaramuza!».
Aunque no hay por qué adaptarse a una fórmula concreta, es conveniente tener un modo habitual de hacer esta práctica de piedad, tan útil para que marche bien toda la jornada. Unos recitan alguna oración sencilla aprendida de pequeños...o de mayores. Es muy conocida esta oración a la Virgen, que sirve a la vez de ofrecimiento de obras y de consagración personal diaria a Nuestra Señora: ¡Oh Señora mía! ¡Oh madre mía! yo me ofrezco del todo a Vos, y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, ¡oh Madre de bondad!, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén. Aparte del ofrecimiento de obras, cada cual verá lo que estima oportuno añadir a sus oraciones al levantarse: alguna oración más a la Virgen, a San José, al Angel de la Guarda. Es un momento también oportuno para traer a la memoria los propósitos de lucha que se concretaron en el examen de conciencia del día anterior, renovando el deseo y pidiendo a Dios la gracia para cumplirlos.
Señor, Dios todopoderoso, que nos has hecho llegar al comienzo de este día: sálvanos hoy con tu poder, para que no caigamos en ningún pecado; sino que nuestras palabras, pensamientos y acciones sigan el camino de tus mandatos.

III. Hemos de dirigirnos al Señor cada día pidiéndole ayuda para tenerle siempre presente; y no sólo en los momentos expresamente dedicados a hablar con Él, sino también en las normales actividades diarias, pues queremos que además de estar bien realizadas sean oración grata a Dios. Por eso podemos decir con la Iglesia: Te pedimos, Señor, que prevengas nuestras acciones y nos ayudes a proseguirlas, para que todo nuestro trabajo empiece en Ti y por Ti alcance su fin.
En la Santa Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de nuestra vida y de las obras del día. Cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino, nosotros ofrecemos cuanto somos y poseemos, y todo aquello que nos proponemos hacer en esa jornada que comienza. En la patena ponemos la memoria, la inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, dolor, preocupaciones... Y las jaculatorias y actos de desagravio, las comuniones espirituales, las pequeñas mortificaciones, los actos de amor con que esperamos llenar el día. Siempre resultarán pobres y pequeños estos dones que ofrecemos, pero al unirse a la oblación de Cristo en la Misa se hacen inconmensurables y eternos. «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (Cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor».
En el altar, junto al pan y al vino, hemos dejado cuanto somos y poseemos: ilusiones, amores, trabajos, preocupaciones... Y en el momento de la Consagración se lo entregamos definitivamente a Dios. Ahora, ya nada de eso es sólo nuestro, y por tanto -como quien lo ha recibido en depósito y administración- deberemos utilizarlo para el fin al que lo hemos destinado: para la gloria de Dios y para hacer el bien a quienes están cerca de nosotros.
El haber ofrecido todas nuestras obras a Dios nos ayudará a hacerlas mejor, a trabajar con más eficacia, a estar más alegres en la vida de familia aunque estemos cansados, a ser mejores ciudadanos, a vivir mejor la convivencia con todos. El ofrecimiento de nuestras obras podemos repetirlo, aunque sólo sea con el pensamiento, muchas veces a lo largo del día; por ejemplo, cuando iniciamos una nueva actividad, o cuando lo que estamos haciendo nos resulte particularmente dificultoso. El Señor también acepta nuestro cansancio, que así adquiere un valor redentor.
Vivamos cada día como si fuera el único que tenemos para ofrecer a Dios, procurando hacer las cosas bien, rectificando cuando las hemos hecho mal. Y un día será el último y también se lo habremos ofrecido a Dios nuestro Padre. Entonces, si hemos procurado vivir ofreciendo continuamente a Dios nuestra vida, oiremos a Jesús que nos dice, como al buen ladrón: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Santos Felipe y Santiago, apóstoles

«Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora te conocéis y le habéis visto. Felipe le dijo: Señor; muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le contestó: Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza las obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí, y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré». (Juan 14, 7-14)
1º. Jesús, hoy me prometes tu intercesión ante Dios Padre.
Te vas, pero no me dejas solo.
Te vas con el Padre pero sigues pendiente de mí: de mis necesidades, de las necesidades de los que me rodean.
«Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré».
Jesús, éste es tu nombre.
A Ti te tengo que pedir ayuda cuando lo necesite.
Gracias porque no te olvidas de mí, porque me haces más fácil pedir cosas a Dios: qué fácil pedirte a Ti, Jesús, sabiendo que me escuchas siempre.
Yo te pido lo que creo que necesito o que necesitan los demás.
Te pido que les soluciones este problema o aquel otro; que me saques de un apuro; que logre aquel objetivo.
Lo que no sé es si lo que te pido soluciona realmente lo más importante: el crecimiento interior, la felicidad verdadera y eterna, la unión contigo.
«Podéis pedir cosas temporales, nos dice san Agustín; mas siempre con la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos lo que pedís, es porque no quiere perderos»
Por eso, cuando te pido algo, siempre añado: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22, 42); haz lo que más convenga.
Tú sabes mejor que yo qué conviene y qué no.
Los ojos humanos son bastante torpes.
A veces, un fracaso a lo humano es la mejor medicina espiritual, como una operación quirúrgica que, aunque duele, cura.
2º. «El Rosario no se pronuncia sólo con los labios, mascullando una tras otra las avemarías. Así, musitan las beatas y los beatos. -Para un cristiano, la oración vocal ha de enraizarse en el corazón, de modo que, durante el rezo del Rosario, la mente pueda adentrarse en la contemplación de cada uno de los misterios» (Surco, 477.)
Jesús, aún me has dado otro camino más fácil para pedir cosas a Dios: pedírselas a la Virgen María, que es mi madre y tu madre, la Madre de Dios.
Es muy típico en una familia que, cuando hay que pedir algo difícil de conseguir, se empiece pidiéndoselo a la madre, para que, cuando ella esté convencida, se lo diga al padre.
¡Qué cosa más natural pedir lo que necesito a mi madre, Santa María!
Ella me comprende, me quiere como sólo las madres saben querer, y ella puede conseguir todo lo que quiera, porque Dios no le niega nada de lo que pide.
Madre mía, yo sé que te gusta que te recen el Rosario.
Lo sé porque lo has dicho en tus últimas pariciones, especialmente en Lourdes y en Fátima.
Quieres que te rece el Rosario y que te pida muchas cosas: una intención en cada misterio, como mínimo.
Y no sólo que te pida cosas para mí o para los míos, sino también grandes intenciones: por la Iglesia y el Papa; por la unidad de los cristianos; por la paz en el mundo.
Y luego, Madre, también he de aprovechar cada misterio para pensar un poco en la escena que se contempla: cómo estarías en esa circunstancia de gozo, de dolor o de gloria; y acompañarte lo mejor que sepa en esas alegrías o penas.
Y decirte que te quiero; y darte gracias por tus cuidados maternales; y pedirte perdón porque no sé comportarme como un buen hijo.