viernes, 18 de abril de 2014

Homilía IV: Homilía pronunciada por S.S. Benedicto XVI
VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA
Basílica Vaticana
Sábado Santo 23 de abril de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien concientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.
El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio existía el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo Dios…”. El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. “Logos” significa “razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31). Amén
Semana Santa, Vigilia Pascual (ciclo A): Jesús pasa de la muerte a la Vida, y con su glorificación nos abre las puertas del paraíso

“Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. El ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: «Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis." Ya os lo he dicho.» Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!» Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán»” (Mateo 28,1-10).

1. “Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro”. Un poeta francés escribió un sueño, de quien se encontraba sin Dios, sin Padre… al despertar, alabó al Señor por el don de su misericordia, de su resurrección y la nuestra, pues la pesadilla le hizo valorar más la fe… así pienso que las santas mujeres vivirían una alegría inmensa cuando “de pronto se produjo un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. El ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: «Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis." Ya os lo he dicho.»”
Se desarrolla una guerra en el mundo, y nuestro corazón es «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. Fromm). La muerte es el absurdo, la desesperación. La vida es la esperanza, la alegría de acoger a todos, la pasión por gozar de todo y comunicarlo a los demás: “Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!» Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán»”.
El himno “Victimae paschali laudes” («Alabanzas a la víctima pascual»), del siglo Xl, incluye un diálogo con María Magdalena: "¿Qué has visto de camino, María en la mañana?". Y María responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua». María Magdalena es la gran protagonista de las primeras apariciones del Resucitado. Aquí la vemos con otras mujeres, a diferencia del evangelio de Juan, que acude sola al sepulcro. Desde siempre, en las distintas manifestaciones del arte popular, la Magdalena es una figura atrayente, modelo de conversión, y de cercanía a Jesús. A ella hoy queremos acudir también nosotros: «Dinos, María», cómo te transformó Jesús, cómo viviste su presencia resucitado, y lo que sentiste cuando Jesús te miraba a los ojos y al corazón… dinos  que valió la pena estar junto a la cruz del Señor, intentándole dar aunque sólo sea tu compañía y tu amor, y que el seguidor del maestro tiene que estar junto a las cruces del hombre de nuestro tiempo. Y «dinos, sobre todo, María», en esta noche de pascua, que podemos sentir que Cristo resucitado nos llama por nuestro propio nombre y nos dice siempre al corazón una palabra de aliento y esperanza. Que Cristo resucitó de veras que sigue hoy vivo ante mi propia vida (Javier Gafo).
2. Las lecturas del Antiguo Testamento tienen un ritmo interno bien conocido: la Ley y los Profetas, con los Salmos. En el primer grupo, la creación, el sacrificio de Abrahán y el paso del mar Rojo. En el segundo, la llamada al amor renovador (con una alusión intencionada a los días de Noé y al diluvio: referencia bautismal y eclesial) y las imágenes sapienciales de la alianza (el agua, el alimento, la Palabra) en los dos textos de Isaías; la llamada entusiasta a la fe, en el texto de Baruc; la promesa del don escatológico (un pueblo, un agua pura, un corazón y un espíritu nuevos), en el maravilloso texto de Ezequiel. En los salmos resuenan los temas de las lecturas que les preceden, destacándose los dos cánticos bíblicos: el de Moisés para la lectura del Éxodo y el de Isaías 12 como cántico bautismal (Pere Tena).
El Génesis nos narra el principio, cuando “creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: "Que exista la luz."” Y así cada día de su trabajo… separó el día y la noche, y puso lumbreras en la bóveda del cielo, “para señalar las fiestas, los días y los años… para dar luz sobre la tierra”. Y así hasta su obra maestra, vio Dios que era bueno. Y dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos, los reptiles de la tierra." Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: "Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo, los vivientes que se mueven sobre la tierra…" Y les hizo señores de todo. “Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día sexto”.
Y descansó el día séptimo, anuncio del octavo que hoy celebramos, la nueva creación. Obra de Dios, por amor. Como el enamorado que busca al ser amado con una pasión que da sentido a su vida. Vive sólo para él y por él; piensa en él, existe con referencia a lo que el otro piensa, experimenta y vive. Ser buscado por alguien es la felicidad del que es amado. Somos buscados por Dios desde el principio. Y con impaciencia y pasión. Sí, somos fruto de la pasión de Dios, que nos dice: "La fuerza con que te amo no es distinta de la fuerza por la cual existes"” (Paul Claudel).
“Dios y Padre creador, / bendito sea tu nombre; / Tú nos has hecho a tu imagen / y nos has moldeado a semejanza tuya. / Llevamos ya estos nombres gloriosos: / hijos amados, / hombres nacidos de una palabra de amor. / Haz que nada desfigure nuestra belleza original, / sino que ésta florezca esplendorosa, / sin mancha ni arruga, / en la resurrección eterna” (“Dios cada día”, Sal terrae). De todas las cosas creadas, sólo el hombre es llamado "imagen de Dios". La faz del Dios invisible se halla sobre el frágil rostro del hombre.
"Vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno". Es una visión positiva de la creación, la realidad material no es mala sino buena, la idea maniqueísta de que lo corporal es malo, no es bíblica ni cristiana. El tapiz de la creación, de la catedral de Gerona, habla con pinturas de esta realidad teológica: el mundo es bueno, salido de las manos de Dios, y las realidades de nuestro mundo son buenas, no hemos de renegar de nada, ni reprimir, sino –como dice el texto- trabajar el jardín, cuidar de la creación, dar gloria al Creador trabajando con Él en la superación del caos: Dios pone orden, separa, distingue. El Salmo canta por eso: “bendice, alma mía, al Señor: / ¡Dios mío, qué grande eres!... ¡Qué magníficas son tus obras, Señor! / Todas las cosas hiciste con sabiduría”.
El Génesis nos sigue contando que Abraham fue a sacrificar a su hijo, pero el Señor le mando a un ángel para impedirlo. Dios no quiere la muerte. Abraham tomó un carnero “y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo”. Anunciaba tu sacrificio, Jesús. Y escuchó la divina bendición: “te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa… Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido." También ahí habla de ti, Señor, del nuevo pueblo de tu Iglesia. Nos hablas ahí de la obediencia de la fe. El Salmo dice: “el Señor es el lote de mi heredad y mi copa […] me encanta mi heredad… / Tengo siempre presente al Señor, / con Él a mi derecha no vacilaré. / Por eso se me alegra el corazón, / se gozan mis entrañas, / y mi carne descansa serena. / Porque no me entregarás a la muerte, / ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. / Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia, / de alegría perpetua a tu derecha”. Todo es anuncio de la resurrección, Dios es el único bien… la tierra prometida al pueblo de Israel: "Todo lo que Tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé Tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo"” (san Agustín).
El Éxodo nos presenta a Moisés, cuando Dios le dice: "extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas entren en medio del mar a pie enjuto”. No sabemos qué significa la muerte de los perseguidores, pues se mezcla historia y revelación. Pero ahí vemos el paso por las aguas, el bautismo. Y vemos el canto en honor del Señor: "Cantaré al Señor […] es mi fuerza y mi protección, Él me salvó”. Es el gran relato del paso de la esclavitud a ser hijos, el acto fundador del pueblo: habla del nuevo pueblo que tú has creado, Señor, con tu pascua, como  rezamos en la oración: “Oh Dios, que has  iluminado los prodigios de los tiempos antiguos con la luz del Nuevo  Testamento: el mar Rojo fue imagen de la fuente bautismal, y el  pueblo liberado de la esclavitud imagen de la familia cristiana...” Jesús se  convierte en el nuevo Moisés y el agua que era considerada mala, es ahora vida.
Las tres siguientes lecturas, de los profetas, anuncian al pueblo el amor de Dios, el amor inmenso que jamás falla, que siempre espera. El amor que es más fuerte que todas las infidelidades, que todas las debilidades de los hombres. Isaías es el primero: “el que te hizo te tomará por esposa”; la mujer abandonada y abatida oye ahora: “con misericordia eterna te quiero -dice el Señor, tu redentor-, “no se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará -dice el Señor, que te quiere-”: la nueva etapa de amor no tendrá fin: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado... sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”. Tu resurrección es también la mí, oh Jesús: “te daré gracias por siempre”. Ha pasado la noche de la muerte, clarea el alba pascual.
Isaías otra vez: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua... Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis. Sellaré con vosotros alianza perpetua”, y el que era malo “que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón”. Lo dice con su omnipotencia: “mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo." El agua (bautismo) y la palabra, como sacramentos. Y cita el trigo y vino de resonancias eucarísticas. “Mi fortaleza y mi gloria es el Señor y ha sido mi salvación. / Sacaréis aguas con gozo de las fuentes del Salvador”.
Baruc nos habla de cómo Dios nos llama: “el que manda a la luz, y ella va, la llama, y le obedece temblando; a los astros que velan gozosos en sus puestos de guardia, los llama, y responden: ¡presentes!, y brillan gozosos para su Creador”.
Ezequiel nos habla de la maravilla de la convocación del pueblo por la Resurrección de Jesús: “os reuniré de todos los países, y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios." Nosotros, al ser así purificados, recibimos un don del  Espíritu (Rm 5,5) por el que somos hijos de Dios. En las palabras que siguen se expresa todo el dinamismo pascual: "Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los  impíos... Justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la cólera" (Rm 5,6ss). Somos hombres nuevos, tema que repetirá san Pablo (Ef 4, 24) y que san Juan hace  desarrollar a Jesús, en su entrevista con Nicodemo: "nacer de agua y de Espíritu" (Jn 3). Y así, “como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; / tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” Lamento del alma que ansía agua y luz: “Envía tu luz y tu verdad”, entrar en la felicidad: “Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud”. Orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,3). En hebreo,  una sola palabra, nefesh, indica a la vez el "alma" y la "garganta", la sed es aquí expresión muy gráfica, alma y el cuerpo están unidas, como la oración que es "respiración", aliento vital, desdeo del "manantial de aguas vivas" (Jr 2,13).
Por eso necesitamos purificación: “crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva en mis entrañas un espíritu recto. No me apartes de tu rostro y no quites de mí tu Espíritu Santo”. El perdón divino borra, lava y limpia, llega a transformar al pecador en una nueva criatura. "Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba"”.
Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”.  Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más. El cristiano no puede permanecer en una vida de  pecado: el bautismo ha purificado al "hombre  pecador". El cristiano debe esforzarse en que el pecado no domine ya más en  él: su vida está en Dios: “Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” y todo gracias a Cristo, “la piedra que desecharon los edificadores, ésta ha sido puesta por piedra angular. Por el Señor ha sido hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos”. Cantemos el aleluya con la Virgen, Regina coeli.

Llucià Pou Sabaté

jueves, 17 de abril de 2014

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.
Alocución en el Vía Crucis (4-IV-1980)
--- El rechazo del hombre
--- Cristo redime la dignidad del hombre
--- Aceptar la Cruz
--- El rechazo del hombre
La cruz es una señal visible del rechazo de Dios por parte del hombre. El Dios vivo ha venido en medio de su pueblo mediante Jesucristo, su Hijo Eterno que se ha hecho hombre: hijo de María de Nazaret.
Pero “los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).
Han creído que debía morir como seductor del pueblo. Ante el pretorio de Pilato han lanzado el grito injurioso: “Crucifícale, crucifícale” (Jn 19,6).
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del Hijo de Dios por parte de su pueblo elegido; la señal del rechazo de Dios por parte del mundo. Pero a la vez la misma cruz se ha convertido en la señal de la aceptación de Dios por parte del hombre, por parte de todo el Pueblo de Dios, por parte del mundo.
Quien acoge a Dios en Cristo, lo acoge mediante la cruz. Quien ha acogido a Dios en Cristo, lo expresa mediante esta señal: en efecto se persigna con la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho, para manifestar y profesar que en la cruz se encuentra de nuevo a sí mismo todo entero: alma y cuerpo, y que en esta señal abraza y estrecha a Cristo y su reino.
Cuando en el centro del pretorio romano Cristo se ha presentado a los ojos de la muchedumbre, Pilato lo ha mostrado diciendo: “Ahí tenéis al hombre” (Jn 19,5). Y la multitud responde: “Crucifícale”.
--- Cristo redime la dignidad del hombre
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del hombre en Cristo. De modo admirable caminan juntos el rechazo de Dios y el del hombre. Gritando “crucifícale”, la multitud de Jerusalén ha pronunciado la sentencia de muerte contra toda esa verdad sobre el hombre que nos ha sido revelada por Cristo, Hijo de Dios.
Ha sido así rechazada la verdad sobre el origen del hombre y sobre la finalidad de su peregrinación sobre la tierra. Ha sido rechazada la verdad acerca de su dignidad y su vocación más alta. Ha sido rechazada la verdad sobre el amor, que tanto ennoblece y une a los hombres, y sobre la misericordia, que levanta incluso de las mayores caídas.
Y he aquí que este lugar, donde -según una tradición- a causa de Cristo los hombres eran ultrajados y condenados a muerte -en el Coliseo-, ha sido puesta la cruz, desde hace mucho tiempo, como signo de la dignidad del hombre, salvada por la cruz; como signo de la verdad sobre el origen divino y sobre el fin de su peregrinar; como signo del amor y de la misericordia que levanta de la caída y que, cada vez, en cierto sentido, renueva el mundo.
He aquí la cruz: He aquí el leño de la cruz (“ecce lignum crucis”). Es ella el signo del rechazo de  Dios y el signo de su aceptación. Es ella el signo del vilipendio del hombre y el signo de su elevación. El signo de la victoria.
Cristo dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra (sobre la cruz), atraeré todos a mí” (Jn 12,32).
Nuestros pensamientos se detienen junto a la cruz, cuyo misterio permanece y cuya realidad se repite en circunstancias siempre nuevas.
Este rechazo de Dios por parte del hombre, por parte de los sistemas, que despojan al hombre de la dignidad que posee por Dios en Cristo, del amor que solamente el Espíritu de Dios puede difundir en los corazones, este rechazo -repito-, ¿quedará equilibrado por la aceptación, íntima y ferviente, de Dios que nos ha hablado en la cruz de Cristo?
¿Quedará equilibrado este rechazo por la aceptación del hombre de esta su dignidad y de este amor, cuyo comienzo está en la cruz?
--- Aceptar la Cruz
Pero el Vía Crucis de Cristo y su cruz no son solamente un interrogante: son una aspiración, una aspiración perseverante e inflexible y un grito:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27,46).
“Padre, en tus manos entrego mí espíritu” (Lc 23,46).
Gritemos y oremos, como haciendo eco a las palabras de Cristo: Padre, acoge a todos en la cruz de Cristo; acoge a la Iglesia y a la humanidad, a la Iglesia y al mundo.
Acoge a aquellos que aceptan la cruz; a aquellos que no la entienden y a aquellos que la evitan; a aquellos que no la aceptan y a aquellos que la combaten con la intención de borrar y desenraizar este signo de la tierra de los vivientes.
Padre, ¡acógenos a todos en la cruz de tu Hijo!
Acoge a cada uno de nosotros en la cruz de Cristo.
Sin fijar la mirada en todo lo que pasa dentro del corazón del hombre; sin mirar a los frutos de sus obras y de los acontecimientos del mundo contemporáneo: ¡Acepta al hombre!
La cruz de tu Hijo permanezca como signo de la aceptación del hijo pródigo por parte del Padre.
Permanezca como signo de Alianza, de la Alianza nueva y eterna.
DP-92 1980
Viernes Santo

La Pasión, camino para nuestra redención y felicidad
“En aquel tiempo Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí Él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre Él, se adelantó y les dijo: -¿A quién buscáis? Le contestaron: -A Jesús el Nazareno. Les dijo Jesús: -Yo soy.Estaba también con ellos Judas el traidor. Al decirles «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez: -¿A quién buscáis? Ellos dijeron: -A Jesús el Nazareno. Jesús contestó: -Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.» Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: -Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año, el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.» Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Ese discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera, a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro: -¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre? Él dijo: -No lo soy.Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contestó: -Yo he hablado abiertamente al mundo: yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: -¿Así contestas al sumo sacerdote? Jesús respondió: -Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? Entonces Anás lo envió a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y le dijeron: -¿No eres tú también de sus discípulos? Él lo negó diciendo: -No lo soy. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo: -¿No te he visto yo con Él en el huerto? Pedro volvió a negar, y en seguida cantó un gallo.Llevaron a Jesús de casa de Caifás al Pretorio. Era el amanecer y ellos no entraron en el Pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos y dijo: -¿Qué acusación presentáis contra este hombre? Le contestaron: -Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos. Pilato les dijo: -Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: -No estamos autorizados para dar muerte a nadie. Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.Entró otra vez Pilato en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: -¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: -¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato replicó: -¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús le contestó: -Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: -Conque, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: -Tú lo dices: Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz. Pilato le dijo: -Y, ¿qué es la verdad? Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo: -Yo no encuentro en Él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos? Volvieron a gritar: -A ése no, a Barrabás.Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a Él, le decían: -¡Salve, rey de los judíos! Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo: -Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en Él ninguna culpa. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo: -Aquí lo tenéis. Cuando lo vieron los sacerdotes y los guardias gritaron: -¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato les dijo: -Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en Él. Los judíos le contestaron: -Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el Pretorio, dijo a Jesús: -¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo: -¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte? Jesús le contestó: -No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor. Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: -Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal en el sitio que llaman «El Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: -Aquí tenéis a vuestro Rey. Ellos gritaron: -¡Fuera, fuera; crucifícalo! Pilato les dijo: -¿A vuestro rey voy a crucificar? Contestaron los sumos sacerdotes: -No tenemos más rey que al César. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.Tomaron a Jesús, y Él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con Él a otros dos, uno a cada lado, y en medio Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: JESÚS EL NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: -No escribas «El rey de los judíos», sino «Este ha dicho: Soy rey de los judíos. Pilato les contestó: -Lo escrito, escrito está.Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: -No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca. Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.» Esto hicieron los soldados.Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: -Ahí tienes a tu madre.Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: -Tengo sed. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre dijo: -Está cumplido. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con Él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.» Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (Juan 18,1-19,42).
1. La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como Él, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda. La palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. María contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Último testamento de Jesús. Última dádiva. Seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.
El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón, no se dio cuenta de que cumplía una profecía y realizaba un último, estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.
La Pasión, en San Juan, es evangelio-revelación de la gloria de Jesús, la llegada de su exaltación. Para él también en la pasión se revela la gloria del Hijo de Dios. Juan no presenta la pasión y muerte de Jesús desde la reacción natural psicológica, sino que trata de dar el sentido espiritual de la misma. La muerte de Jesús es su glorificación.
Nadie podrá decir: "Nadie ha bajado a mi soledad". Siguiendo la misión confiada por el Padre, Jesús penetra hasta el fondo de la soledad del hombre. Al aceptar morir entre los malvados y sin Dios, manifiesta que la nueva relación de Dios con los hombres llega hasta donde todo clama su ausencia; y baja hasta allá con una gratuidad absoluta. Nadie, por alejado y solo que se encuentre, podrá decir nunca: "En donde me encuentro yo, Jesús no ha bajado". Jesús en la cruz es la persona más unida a Dios y la más unida a los hombres y mujeres de cada tiempo. Da Dios mismo a la humanidad y la humanidad a Dios. En adelante, la cruz es el gran misterio sepultado en la humanidad. Con los ojos iluminados por la contemplación de la cruz, nos ponemos frente al mundo para contemplarlo "como quien ve -en Él- al invisible" y escuchar la voz que nos llama: "Tengo sed".
Después de unos momentos de silencio y animados por el Espíritu que brota de la cruz, oraremos por las necesidades de todos los hombres y mujeres contemporáneos nuestros. Hoy más que nunca, las peticiones de los cristianos no pueden tener fronteras. Después, veneraremos la cruz. Contemplada con ojos de bautizado, ojos de resurrección, se convierte en signo de la fidelidad de Dios en medio del mundo. Y confesaremos la fe del centurión, que es la fe de la Iglesia: "Realmente este hombre era Hijo de Dios" (Jaume Camprodon).
2. Espectacular realismo en esta profecía hecha 800 años antes de Cristo, llamada por muchos el 5º Evangelio. Que nos mete en el alma sufriente de Cristo, durante toda su vida y ahora en la hora real de su muerte. Dispongámonos a vivirla con Él. “Las dos primeras lecturas y el salmo responsorial constituyen prácticamente textos paralelos. Los tres contienen la descripción del misterio de la muerte gloriosa: "El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años: lo que el Señor quiere prosperará por sus manos".
El salmo lo reza Jesús en la cruz, su "última palabra" antes de morir: "En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Se entrecruzan la confianza, el dolor, la soledad y la súplica: con el Varón de dolores, hagamos nuestra esta oración.  Es un enfermo que se queja primero y luego se abandona en Dios: "Soy el hazmerreír de mis adversarios..." todos se burlaban de Él. "Huyen de Mi... Mis amigos me tienen miedo...". Los apóstoles todos huyeron en el momento del arresto en Getsemaní... "Oigo las burlas de la gente; se ponen de acuerdo para quitarme la vida...". Multitudes excitadas por sus jefes piden su muerte: "¡que lo crucifiquen! ¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!".
"Me han olvidado como a un muerto, como a un cacharro inútil..." y el santo se abandona: "Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquellos que confían en Ti!"  "Sálvame por tu amor... Bendito sea Dios, su amor ha hecho en mi maravillas...". En el texto hebreo, aparece la famosa palabra "Hessed", el amor. La resurrección está próxima, Jesús lo sabe. ¿Cómo podría olvidarlo en este instante? "Sed fuertes y valientes de corazón todos cuantos esperáis en el Señor..." Jesús tenía conciencia de que no moriría para Él solo. Se dirige a todos. Él es "el icono" de todo hombre que muere: "ánimo", nos dice. Cuando nos quejamos por alguna desgracia, pensemos en pasar en cuanto podamos a ese abandono lleno de esperanza: A las personas que tienen dificultad para relajarse, se les aconseja tensarse muscularmente, hasta la máxima tesitura, y luego soltarse de golpe. Es el mismo procedimiento que se utiliza en el método psicoanalítico: se hace dolorosamente consciente lo que es dolorosamente inconsciente, sea en el área del miedo, de la desesperación, etc.; y cuando se ha llegado precisamente al punto más álgido y doloroso, ahí mismo se inicia la curva descendente de la liberación. Lo mismo sucede en el salmo 31. El hombre está al comienzo del salmo atrapado en sus propias redes. “En-si-mismado. Y este ensimismamiento es una cárcel, una prisión; el salmista está preso de sí mismo; y en un calabozo no hay sino sombras y fantasmas. Aparece el miedo. En ese estado no viven, agonizan, como en una prisión. Pero su alma, al abandonarse, está ya despreocupada; resuelta... Hay que comenzar por aceptar con paz esta condición oscilante de la naturaleza, sin asustarse ni alarmarse. La estabilidad, el poder total, la libertad completa vienen llegando después de mil combates y mil heridas, después de muchas caídas y recaídas. Salir de la encerrona del “yo” y pensar en los demás. La libertad profunda, esa libertad tejida de alegría y seguridad, viene de esa confianza en Dios, el poder de «su misericordia» (“salmos para la vida”, Claret).
3. El libro de los Hechos de los Apóstoles (8,26-40) nos presenta a un funcionario etíope leyendo el volumen de Isaías. Y a partir de un fragmento del "cuarto cántico del Siervo" Felipe le anuncia la Buena Nueva de Jesús, lo que conducirá al etíope a pedir el bautismo. El hecho quiere decir que muy pronto los cristianos encontraron en este último "cántico del Siervo" suficientes elementos como para poder aplicarlo a lo que había sucedido con Jesús de Nazaret. La imagen del cordero que, sin abrir la boca, es conducido al matadero, llevará a Juan a hablar, en su evangelio, de Jesús como el Cordero de Dios que quita (toma sobre sí y destruye) el pecado del mundo. El libro del Apocalipsis se referirá a menudo a Jesús victorioso de la muerte mediante la figura del Cordero que ha sido degollado pero que vive por siempre (J. M. Grané).
Llucià Pou Sabaté

miércoles, 16 de abril de 2014

Jueves Santo

MISA CRISMAL
“Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír»” (Lucas 4,16-21)
El Jueves Santo está cargado de significación eclesial: es un día en el que se congrega la Iglesia como comunidad diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para la consagración de los santos óleos, que se usan en los Sacramentos del Bautismo, Confirmación, Orden Sacerdotal y Unción de los Enfermos, signo de la donación del Espíritu Santo en diversas circunstancias de la vida; simbolizaron fortaleza, agilidad, medicina, buen olor: todas las significaciones que puedan ser relacionadas con los óleos santos, nos remiten al Espíritu de Dios, que en la Iglesia se nos comunica permanentemente por el Señor. El sacramento de la penitencia y de la reconciliación comunitaria, también encontró siempre en este día su ubicación privilegiada.
Jesús se reúne hoy con los discípulos, de entonces y de todos los tiempos: «los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17,20). Y pide: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así os envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (17,17ss). Para continuar su misma misión nos lo dice. Dice Jesús: «Por ellos me consagro yo». ¿Qué quiere decir? ¿No es «el Santo de Dios»? ¿Cómo puede ahora consagrarse, es decir, santificarse a sí mismo? En la Biblia «santo» y «santificar/consagrar» es “en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido originario. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios. Consagración es, pues, un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. Un privarse así de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya. En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal y, de este modo, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y entregado a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de la vida mundana, un «ser puestos a parte» para Dios” (Benedicto XVI).
No es una segregación, sino ser puestos para representar a los otros. “El sacerdote es sustraído a los lazos mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los otros, para todos”. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», se hace a la vez sacerdote y víctima: «Yo me sacrifico». Cuando Jesús dice: «Por ellos me consagro yo», se da “el acto sacerdotal en el que Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios— se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio” (Benedicto XVI).
Y cuando dice «conságralos en la verdad» es la inserción de los apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de todos los tiempos: es la verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios los atraiga al seno de su santidad, los sustraiga de sí mismos y los tome como propiedad suya, para que, desde Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal para el mundo. Y Jesús añade: «Tu palabra es verdad». Esa inmersión es por la palabra de Dios, baño que los purifica, poder creador que los transforma en el ser de Dios. Nos da materia para examen en el día de hoy, si nos dejamos conducir por la Palabra y no por nuestras preferencias. La libertad absoluta del hombre es tan mala como las caricaturas de una humildad equivocada y una falsa sumisión que no queremos imitar. Cristo nos enseña la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad»… te pedimos, Señor, que tus palabras iluminen nuestra vida y nos llamen a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios. Tú, Señor, dijiste «Yo soy la verdad» (cf. Jn 14,6): haznos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétanos a ti, único sacerdote, participando nosotros del tuyo. Pero “unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San Pablo decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a la «autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este gran «sí» en los muchos pequeños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y autocompasión si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una verdadera familiaridad con Él. En efecto, entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo verdadera que es su palabra” (Benedicto XVI).
Señor, te pido hoy de nuevo que mi modo de ser, pensar, actuar sea a imagen tuya. Por la oración que sepa entrar en comunión personal contigo, sobre todo que la Eucaristía me haga vivir tu vida, «un cuerpo solo y una sola alma» contigo. En ti, Señor, verdad y amor son una misma cosa. Y el amor verdadero es exigente. Ayúdame a reconocerlo en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos te veré a ti, Jesús.
«Conságralos en la verdad», es tu oración de hoy, Jesús: «Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,19). Tantas religiones buscan dar cauce al deseo de Dios que hay en el hombre… tú, Jesús, nos tocas en la profundidad de nuestro ser. Benedicto XVI cuenta su testimonio: “La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura porque todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad». Entonces me di cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el  Señor es Él mismo, la Verdad en persona. La Ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para que venga su Reino». Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas queremos pedir al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén”.
Llucià Pou Sabaté
MISA DE LA CENA DEL SEÑOR

El cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoísmo a la donación)
“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos».Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»” (Juan 13,1-15).
1. Jesús les lavó los pies dándonos un ejemplo de servicio. En la Última Cena, Jesús se quedó con nosotros en el pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre. Es el jueves santo cuando instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio. Al terminar la última cena, Jesús se fue a orar, al Huerto de los Olivos. Ahí pasó toda la noche y después de mucho tiempo de oración, llegaron a prenderlo. Son los momentos en que sale de los muros de lo seguro y va a lo nuevo, a darnos nuestra libertad.
El lavatorio de los pies significa el servicio que ha de ser punto de referencia para nuestra actitud. Gracias, Señor, por tu levantarse de la mesa, despojarte de las vestiduras de gloria, inclinarte hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. Quiero dejarme lavar por ti, Señor, para no rechazar tu amor. Cuenta Ratzinger: “Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25)”. Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. “Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer”.
Sigue Ratzinger: lavar es imagen de los sacramentos que nos sumergen en “aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la vida”. Es el servicio a los demás de Jesús y del cristiano, un “sí” continuado. “De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando. Y no puede ser en general, sino con los que tengo al lado, con los hermanos. El amor  universal no existe si no es también concreto, como señalaba Dovstojeski: “¿por qué será que cuanto más amo a la humanidad, más me fastidian los hombres?”
"Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio». El bautizado, ¿por qué y en qué sentido hay necesidad de lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo: son los afectos a purificar, como en la oración dominical al decir: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos lava los pies.
San Agustín tenía un dilema entre la oración y la labor de pastor, y señala que cuando acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta”.
Hoy, día de oración por los sacerdotes, recordamos cómo el Señor los asiste en su ordenación: “El Señor Jesucristo, que el Padre ha consagrado con la potencia del Espíritu Santo, esté siempre contigo para la santificación de su pueblo y para ofrecer el Sacrificio eucarístico”. “Recibe las ofrendas del Pueblo santo para el Sacrificio eucarístico. Date cuenta de aquello que harás, vive el misterio que ha sido entregado en tus manos y sé imitador de Cristo, inmolado por nosotros” (Ceremonial de la ordenación).
2. El Éxodo nos cuenta aquel momento de la primera pascua cuando se preparan para salir de Egipto los judíos, la comida del cordero, el día del paso del Señor, cuando la sangre era signo de salvación.
No sabemos si Jesús siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía la cena acostumbrada en sus ocho partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta. 2. La bendición de la fiesta (Kiddush), todos a la mesa, bendiciendo la primera copa y tomando hiervas. 3. La historia de la salida de Egipto (Hagadah), y se servían la segunda copa de vino y leían Éxodo, capítulo 12. Se asaba en un asador en forma de cruz el cordero, sin romper ningún hueso. 4. Oración de acción de gracias por la salida de Egipto. Todos se ponían de pie y recitaban el salmo 113. 5. La solemne bendición de la comida. 6. La cena pascual. 7. Bebida de la tercera copa de vino: la copa de la bendición. 8. Bendición final (leyendo Números 6,24-26) y con una cuarta copa, “de Melquisedec”.
En una meditación, Ratzinger comentaba que “la Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
El Salmo nos canta: “El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.  Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (1 Cor 11,25; Luc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía.
3. San Josemaría se preguntaba por los sentimientos de Jesús, en esa despedida, cuando algunos se dan una fotografía y unas palabras de recuerdo… pero “Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor: Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad” (Es Cristo que pasa 83-84).
San Pablo narra: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”. La liturgia define el Jueves santo como «el hoy eucarístico», el día en que «nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Canon romano, Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo, instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo «la víspera de su pasión». Desde aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde… la Iglesia vive mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Dice también san Agustín: «come la vida, bebe la vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra» (Sermón 131, I, 1).  
«Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen»; así reza hoy la Iglesia: «Concédenos pregustarte en el momento decisivo de la muerte». Sí, tómanos de la mano, oh Jesús eucarístico, en esa hora suprema que nos introducirá en la luz de tu eternidad: «O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Maria”.
Llucià Pou Sabaté

martes, 15 de abril de 2014

Miércoles Santo

Poner nuestro corazón en los sentimientos de Jesús, para que estemos con Él y no le traicionemos.
“En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua.Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho»” (Mateo 26,14-25).
1. Judas Iscariote “fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle”. Cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Exodo 21,32). Pedimos hoy en la liturgia: «por tu fidelidad, ayúdame, Señor». Mañana con la misa crismal comienza el triduo pascual. Quiero contemplarte, Jesús, mirar tu entrega y seguirte, sin traiciones, y verte en la santa cena, donde se acrisolan los afectos con el dolor.
El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua”. “El que todo lo sabe dijo a los apóstoles: Id a casa de tal persona. Dichoso el que por la fe puede recibir al Señor, preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo con devoción la cena... Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos, expresaste místicamente tu santa muerte, por la cual los que veneramos tus sagrados padecimientos somos liberados de la corrupción. El que escribió en el Sinaí las tablas de la ley comió la pascua antigua, la de la sombra y figuras, y se hizo a Sí mismo Pascua y mística hostia viviente...” (San Andrés de Creta). Y ahí, en ese ambiente de intimidad y entrega, sufre Jesús la traición. A lo largo del tiempo, la historia de Judas se repite. Es el misterioso y desconcertante proceder de la condición humana.
Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará»”.¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega? ¿Lo amamos o vivimos traicionándolo y sólo queriendo aprovecharnos de Él, conforme a nuestros intereses, muchas veces por desgracia, mezquinos? No importa si en el examen vemos pecado, lo importante es abrirnos a la gracia del Señor, celebrar la Pascua (paso de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida). Hay muchas maneras de dirigirse a Dios. Una de ellas es, por supuesto, desde el sentimiento. Sin embargo, los sentimientos son un instrumento de doble filo. Por un lado, muestran algo realmente humano de la persona que los emplea. Pero, por otro lado, existe el peligro de que nos esclavicen, es decir, tienen una facilidad para el bien cuando están a favor, y falta de discernimiento y enfermedad para la voluntad, cuando se absolutiza un aspecto de la realidad, con su complicidad: “¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?” El ejemplo de Judas, es el de estar arrebatado por sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a Aquel que sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha dejado dominar por un aspecto: la codicia. ¡Qué importante, adquirir una auténtica educación del corazón, participar de los sentimientos de Jesús para que los nuestros sean de amor! “¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera el símbolo de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí. Un aspecto fundamental de la vida espiritual es tomar en serio esta realidad; Dios y yo; no la turba... yo. Dios me ama a mí, muere por mí, viene a mí... Un hombre, yo, soy el centro del amor divino. Lo que hace por mí, lo hace con infinito amor personal. Si en una familia la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese el único, y aunque sean diez los hermanos si uno enferma la madre enferma porque es su hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo lo que hace lo hace por mí... Si yo llegara a tomar en serio esta realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él... y dándola como Él” (San Alberto Hurtado S.J.)
En algunos lugares de América, las imágenes de Cristo crucificado muestran una llaga profunda en la mejilla izquierda del Señor. Y cuentan que esa llaga representa el beso de Judas. ¡Tan grande es el dolor que nuestros pecados causan a Jesús! Digámosle que deseamos serle fieles: que no queremos venderle -como Judas- por treinta monedas, por una pequeñez, que eso son todos los pecados: la soberbia, la envidia, la impureza, el odio, el resentimiento... Cuando una tentación amenace arrojarnos por el suelo, pensemos que no vale la pena cambiar la felicidad de los hijos de Dios, que eso somos, por un placer que se acaba enseguida y deja el regusto amargo de la derrota y de la infidelidad… Vamos a pedir al Señor que no le traicionemos más; que sepamos rechazar, con su gracia, las tentaciones que el demonio nos presenta, engañándonos. Hemos de decir que no, decididamente, a todo lo que nos aparte de Dios. Así no se repetirá en nuestra vida la desgraciada historia de Judas.
Y si nos sentimos débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la Penitencia! Allí nos espera el Señor, como el padre de la parábola del hijo pródigo, para darnos un abrazo y ofrecernos su amistad. Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque hayamos caído bajo, muy bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No reaccionemos con desánimo, ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo, si soy un cúmulo de miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué voy a hacer yo, si caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el poder de Dios, para levantarnos de nuestras caídas!
Grandes fueron los pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron al Maestro: uno entregándole en manos de los perseguidores, otro renegando de Él por tres veces. Y, sin embargo, ¡qué distinta reacción tuvo cada uno! Para los dos guardaba el Señor torrentes de misericordia. Pedro se arrepintió, lloró su pecado, pidió perdón, y fue confirmado por Cristo en la fe y en el amor; con el tiempo, llegaría a dar su vida por Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió en la misericordia de Cristo. Hasta el último momento tuvo abiertas las puertas del perdón de Dios, pero no quiso entrar por ellas mediante la penitencia.
En su primera encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. ¡No privemos a Jesús de ese derecho! ¡No quitemos a Dios Padre la alegría de darnos el abrazo de bienvenida! ¡No contristemos al Espíritu Santo, que desea devolver a las almas la vida sobrenatural!
Pidamos a Santa María, Esperanza de los cristianos, que no permita que nos desanimemos ante nuestras equivocaciones y pecados, quizá repetidos. Que nos alcance de su Hijo la gracia de la conversión, el deseo eficaz de acudir -humildes y contritos- a la Confesión, sacramento de la misericordia divina, comenzando y recomenzando siempre que sea preciso (Javier Echevarría).
2. Isaías habla de Jesús y de en medio de sus sufrimientos piensa en los demás: “que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento”. Busca siempre hacer lo que el Padre quiere: “El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado”.
Este tercer canto del Siervo (el cuarto y último, más largo y dramático, lo escuchamos el Viernes Santo) sigue la descripción poética de la misión del Siervo, pero con una carga cada vez más fuerte de oposición y contradicciones. La misión que le encomienda Dios es dramática, y está lleno el hijo de confianza en la ayuda de Dios. Estos días veremos que la «humillación» va unida a la «exaltación». Jesús sabía que su muerte sería una victoria, y por eso dirá san Pablo que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2,10.8.11). Y rezamos hoy en la Colecta: «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese en la Cruz; concédenos alcanzar la gracia de la Resurrección». Es el motivo de su muerte, nuestra liberación, como insiste la Antífona  para la comunión: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20,28).
3. El Salmo sigue con esta misión de amor de Jesús al Padre: “por Ti he soportado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro; me convertí en un extraño para mis hermanos, fui un extranjero para los hijos de mi madre: porque el celo de tu Casa me devora, y caen sobre mí los ultrajes de los que te agravian… Así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias”. Insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por Ti he aguantado afrentas... en mi comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a sus pobres». Es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa de su celo por Dios. Nosotros sabemos que ese justo es precisamente Jesucristo y, en su debida proporción, también la Iglesia. Tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados como personas extrañas. Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe que hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos recordar aquellas palabras de Jesús: “En el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo”.
En la historia de la humanidad no ha sucedido nada más grande, de mayor valor. Nos disponemos a vivir con devoción, con amor, los días más importantes para nuestra fe y seguir a Cristo, salvador del hombre. La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz, en la que alcanza su culmen la revelación del amor misericordioso de Dios… Nos ha salvado su infinita misericordia. Para sacarnos del pecado y del miedo, de la tristeza y la oscuridad. ¿Cómo no darle gracias? La historia está iluminada y dirigida por la fiesta del perdón: Dios, rico en misericordia, ha derramado sobre todo ser humano su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo. ¿Cómo manifestar de modo adecuado nuestro agradecimiento? Nos reconocemos pecadores y confesamos nuestra ingratitud, nuestra infidelidad y nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su perdón, que nos purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión interior y de constante renovación del espíritu. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito; limpia mi pecado» (Salmo 50,3-4). Estas palabras, que nos han acompañado durante la cuaresma, ahora las ponemos ante Cristo que está para ser crucificado. ¿Cómo no arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos al amor?, ¿cómo no reparar concretamente los males causados a los demás y restituir los bienes conseguidos de modo ilícito? El perdón exige gestos concretos: el arrepentimiento sólo es verdadero y eficaz cuando se traduce en obras concretas de conversión y justa reparación.
Llucià Pou Sabaté