Adviento, primera semana. Sábado: ser instrumentos de Dios. El Señor se apiada a la voz de nuestro gemido: Jesús, al ver a las gentes, se compadecía de ellas…
Isaías 30,19-21.23-26. Así dice el Señor, el Santo de Israel: «Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: "Éste es el camino, camina por él." Te dará lluvia para la semilla que siembras en el campo, y el grano de la cosecha del campo será rico y sustancioso; aquel día, tus ganados pastarán en anchas praderas; los bueyes y asnos que trabajan en el campo comerán forraje fermentado, aventado con bieldo y horquilla. En todo monte elevado, en toda colina alta, habrá ríos y cauces de agua el día de la gran matanza, cuando caigan las torres. La luz de la Cándida será como la luz del Ardiente, y la luz del Ardiente será siete veces mayor, cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llaga de su golpe.»
Salmo 146,1-2.3-4.5-6. R. Dichosos los que esperan en el Señor.
Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.
Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.
Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder para arrojar a los
espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Id y predicad
diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos,
resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios;
gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.
Comentario: 1. 1.- Is 30,18-21.23-26. -Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no llorarás ya más. Cuando clamarás, el Señor tendrá piedad de ti; oirá tu voz y te contestará. Los habitantes de Jerusalén ven acercarse a su puerta la amenaza asiria. Los ejércitos de la época arrasan las ciudades y matan a todos los habitantes, a excepción de los más fuertes que son deportados. Las palabras esperanzadoras de Isaías han de leerse en ese contexto dramático.
-Aquel día de muerte y devastación, cuando se derrumbarán todas las torres de defensa... Sí, es en medio de las violencias militares de una guerra feroz cuando Isaías evoca un «tiempo» en el que todo tipo de mal estará ausente. ¡Isaías es el profeta de la esperanza, de la más humana esperanza!
-En la tribulación el Señor te dará pan de asedio y agua de opresión. El dará lluvia a tu sementera, con que hayas sembrado el suelo y el pan que producirá la tierra será rico y sustancioso. Tus ganados pacerán aquel día en vastos pastizales. De tus montañas brotarán manantiales... Isaias evoca una felicidad paradisíaca, un futuro reino mesiánico del que todo mal habrá desaparecido: hambre... enfermedad... violencia... injusticia... Es el retorno del hombre a su equilibrio moral que traerá también consigo el retorno de la naturaleza a su armonía y a la fecundidad del «paraíso terrenal». La Biblia cree profundamente en una comunión entre el hombre y su entorno: el Señor resucitado, no solamente salva el alma, sino también la carne y la materia (Rm 8). La naturaleza entera espera su transfiguración. Por todo ello, en Adviento, el cristiano se siente también interpelado -a una conversión espiritual que transforme su corazón... -y a transformar la naturaleza con los avances de la técnica, el trabajo, el progreso... ¿Considero que éste es también mi trabajo? ¿Participo del gran proyecto de Dios: "¡Dominad la tierra y sometedla!" para la mayor felicidad de todos los hombres?
-¡No será ya ocultado el que te enseña, y tus ojos le verán! Ver a Dios. Comunicarse con Dios. ¡Un Dios «que ya no se oculta», que se "deja ver"! Esta es también una de las aspiraciones fundamentales del hombre. Dios escondido, invisible. Dios silencioso, Dios ausente, Dios lejano, Dios inaccesible. Efectivamente, ¡ésta es nuestra experiencia dolorosa! Pues bien, para el «final de los tiempos», para "aquel día" ¡Dios anuncia que podremos llegar a El y verle! Jesús, Dios que se toca, Dios que se ve, Dios que habla, Dios que no se esconde, Dios accesible, Dios cercano. «¡Ven, Señor Jesús!» "¡Estamos esperando tu retorno!" Los sacramentos son signos "sensibles" de su presencia. Son una continuación de la Encarnación de Dios. La Iglesia es el sacramento, el signo de Jesucristo... en la espera de su retorno. La felicidad soñada y evocada por Isaías existe con esta condición: Creer que Dios sólo es capaz de construir la felicidad definitiva futura. Reconocerse suficientemente pobre para tener la convicción de que el hombre, por sus propios medios, es incapaz de conseguir tal felicidad. Esforzarse en contemplar a Dios. ¿Qué son para mi los sacramentos? ¿Todos los sacramentos?
-«¡Este es el camino; síguelo!» (Noel Quesson).
La liberación del resto purificado (18-22) y el futuro feliz de Sión (23-26), obra de Yahvé, hacen del Dios de Israel el Emmanuel inconfundible de la teología isaiana: «Pero Yahvé espera para apiadarse, aguanta para compadecerse, porque Yahvé es un Dios recto... Ya no se ocultará tu maestro, sino que con tus ojos lo verás... vendará la herida de su pueblo y curará la llaga de sus azotes» (18.20.26). En los versículos que anteceden, especialmente en el 15, se presenta la conversión como el único medio para salir de la crisis. En los que siguen se describe con expresiones idílicas cuál será la felicidad de la unión íntima entre Dios y su pueblo. Dios, siempre Emmanuel, siempre presente, espera con impaciencia el momento del retorno para poder hacer de Israel objeto de su misericordia. Nada más pide que confíen en él: «Dichosos cuantos en él esperan» (18).
El profeta enseña al pueblo que ha de creer y confiar en el Señor simplemente porque éste es bueno y le llama hacia él; toda la iniciativa viene de él. El hombre solamente puede recoger el don de su amor: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
La catequesis isaiana define la fe como una mirada incesante a la fidelidad de Dios: creer en Dios significa experimentar que es fiel. Después de tantos contravalores religiosos de Israel, infiel a la alianza, el profeta le puede recordar que la confianza firme en el amor misericordioso de Dios y el encuentro constante con su amor, que le perdona y asume su fracaso constantemente, son la única esperanza y la única certeza a las que se puede asir como creyente.
La reflexión isaiana nos ayuda a ver la esperanza como la proyección de nuestra fe de hoy sobre el porvenir incierto del mañana. Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en la fidelidad de mañana. El profeta tiene la experiencia de que la fidelidad de Dios es inmutable: no cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Todo creyente puede hacer suya la seguridad paulina: «Sé de quién me he fiado» (2Tm 1,12: F. Raurell).
Is. 30, 19-21. 23-26. Dios nos ama siempre, sin reserva ni medida. Él es nuestro Dios y Padre, y no enemigo a la puerta. Él está siempre dispuesto a escuchar el clamor de los pobres y afligidos, pues es misericordioso, y su bondad nunca se acaba. Es verdad que a veces nos dará el pan de las adversidades y el agua de la congoja para probar y purificar el amor que le tenemos; sin embargo jamás se alejará de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno, del cual nunca dará marcha atrás. El Señor nos muestra sus caminos para que en todo hagamos su voluntad. Por eso, los que creemos en Él y en Él hemos puesto nuestra confianza, hemos de leer los diversos acontecimientos de nuestra vida y de nuestra historia desde la clave del amor que procede de Dios. Incluso la persecución y la muerte deben contribuir para el bien y la salvación de los que creemos en Dios. A pesar de nuestras cobardías, o de nuestros egoísmos, injusticias y orgullos, el Señor nos llama para que volvamos a Él y desde nosotros pueda fluir, como un arrollo en crecida, la salvación para todos los pueblos. Dejemos que Dios lleve adelante su obra de amor y de salvación en nosotros.
El Señor siempre se apiadará de nosotros, y estará siempre dispuesto a perdonarnos. ¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso, se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos. Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él no sólo nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, sino que, especialmente, nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro. Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.
2. Sal. 147 (146). Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre. Dios quiere que todos los hombres se salven. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.
¡Sólo Dios basta! Él es el dueño de todo, pues es el creador de todo. Y a pesar de ser el Todopoderoso, se ha inclinado, no sólo para contemplar nuestras miserias y pobrezas, sino para salir a nuestro encuentro, como el buen samaritano, para vendar y sanar las heridas que en nosotros había abierto el pecado. Él nos quiere renovados en su propio Hijo, revestidos de Él, para poder amar en nosotros lo mismo que ama en su Hijo unigénito. Ese es el amor y la misericordia que Dios nos ha tenido. Por eso alabemos al Señor no sólo con los labios, sino mediante una vida íntegra, manifestando, así, mediante nuestras buenas obras, que el Señor nos ha reconstruido y justificado, y que nos ha reunido como un sólo pueblo de hermanos en Cristo, para alabanza y gloria de nuestro Dios y Padre. El Señor conoce hasta lo más profundo de nuestras entrañas. Acudamos a Él con amor para que tenga compasión de nosotros y nos salve.
El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel, al salir del destierro: «El Señor sostiene a los humildes». También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: «Dichosos los que esperan en el Señor. Alabad al Señor que Él merece todo nuestro canto y nuestra acción de gracias. Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas», como el Buen Samaritano. «Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida… Dichosos los que esperan en el Señor».
Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. «Revestíos del Señor Jesús», nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!
Toda la semana estamos escuchando a Isaías, el maestro de la esperanza. Él nos va proponiendo el programa que tiene Dios, lleno de gracia salvadora. Nos sigue llamando cada día a dejar el pesimismo y mirar con ilusión hacia el futuro. Los símiles están tomados de la vida agrícola, que todos entendían y entendemos fácilmente: Dios quiere que ya no haya lloros ni hambre, que no falte la lluvia para los campos, que las cosechas sean abundantes y no le falten pastos al ganado. El profeta nos asegura que nuestro Dios es un Dios cercano, que nos escucha y nos conoce por nuestro nombre: «Apenas te oiga, te responderá». Si andamos desorientados, oiremos muy cerca su voz que nos dice: «éste es el camino, caminad por él». «No se esconderá tu Maestro». El profeta tiene permiso para soñar. Habla a un pueblo que está desanimado, destrozado política y religiosamente. Es a los pobres y a los afligidos a quienes se dirige su palabra de ánimo, para anunciarles que Dios no les olvida, que se apiada de ellos, porque es rico en misericordia.
Pero la lectura de hoy es un canto que nos presenta una experiencia de Dios como el misericordioso, paciente y dispuesto a acoger al pecador arrepentido y converso. Algunas veces pensamos que el Señor está escondido, que no oye nuestros lamentos, que no atiende nuestras súplicas... Pero no, él está siempre allí, y llegará el momento en que, como dice el profeta, ya no tendremos que llorar, porque se apiadará de nosotros al oír nuestros gemidos, y siempre nos responderá (v. 19). Y ese día resplandecerá la luz.
«Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre» (salmo). Y si estamos heridos, o nuestros corazones están destrozados, él vendará nuestras heridas y reconstruirá lo que estaba destruido.
3.- Mt 9, 35-10,1.6-8 (ver domingo 11 A). -Jesús recorría todas las ciudades y villas, enseñando en sus sinagogas. Jesús gustaba de hablar al aire libre, según las circunstancias. Pero se acomodaba también a los usos tradicionales de su país. El modo oficial de enseñar consistía en tomar la palabra y hacer una exposición del tema en el interior de una Sinagoga, en el cuadro de una asamblea litúrgica del sábado.
-Predicando la "buena" nueva del reino de Dios y curando toda dolencia. Jesús "enseña"... Algo que es... ¡"bueno"! Una "buena" nueva. Jesús "cura"... ¡Es una cosa "buena"! Una "buena" acción. El Reino de Dios es a la vez una liberación del error, un progreso del hombre a la luz de la verdad que le libera... Pero es también una liberación del mal y de todo lo que oprime al hombre, es una progresión de feIicidad. Venga a nosotros Tu reino. Prolongo esta oración, aplicándola a casos concretos que conozco a mi alrededor.
La esperanza es la gran virtud del Adviento. “Éste es mi camino, andad en él; y no torzáis ni a la diestra ni a la siniestra…” nos dice el profeta Isaías (Is 30,21). Es un camino de auténtica libertad, como decimos en la oración colecta: “para liberar a los hombres de su antigua esclavitud del pecado, enviaste a tu Hijo Unigénito al mundo”, y pedimos “conseguir el premio de la verdadera libertad”, que viene de la esperanza puesta en el Señor: “bienaventurados los que esperan en el Señor” (del salmo 146). Jesús se compadece ante la necesidad que tiene la gente y proclama la misión apostólica: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). Al igual que a los discípulos nos lo dice hoy a nosotros, pues la palabra de Dios no es algo pasado para un momento determinado, sino que tiene vida cada vez que la meditamos, en el “hoy” se hace vida, cada día. La multitud sigue hoy desorientada, desesperanzada, tiene sed de esta auténtica libertad del Evangelio, aunque no sepan lo que buscan. Desorientados, hoy como entonces, como ovejas sin pastor, buscando con ansia la felicidad, en formas a veces equivocadas que después de la euforia dejan un rastro de abatimiento, soledad, desconfianza, egoísmo.
¡Qué grande es la libertad, cuando todo un Dios la ha de respetar aún a costa de tanto sufrimiento! Dios nos necesita como instrumentos para hacer la historia, con nuestra libertad y la de los demás. “Y habiendo convocado a sus doce apóstoles, les dio potestad sobre los espíritus inmundos, para lanzarlos y para sanar toda dolencia y toda enfermedad… a éstos envío Jesús diciendo: … id y predicad… sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, lanzad demonios”… el Señor desea hacernos instrumentos suyos para obrar milagros: “Dar luz a los ciegos –decía san Josemaría-: ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.
”El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. (... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido” (Amigos de Dios, 262). Y ayudar a los demás es el arte de las artes (diríamos corrigiendo a Aristóteles, para quien era la política), como decía S. Juan Crisóstomo: “¿qué hay comparable con el arte de formar un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven?”. Es darles formación, en sus diversos aspectos: humano, doctrinal, profesional, espiritual y apostólico, y esto pone a esas personas en disposición de atender a su vez la llamada divina, y multiplicar los resultados: “Quien escasamente siembra, cosechará escasamente; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas recogerá” (2 Cor 9, 6). Jesús nos habla de la Parábola de la semilla y del grano de mostaza (Mc 4, 26-32), es decir de resultados insospechados, pero siempre hay que cuidar, en todo apostolado, que la organización no se “coma” la caridad, pues atender a cada alma es lo auténticamente importante, especialmente las enfermas física o espiritualmente, en general las necesitadas, poniendo el corazón, que es así cuando surge la confianza y la confidencia tan necesaria para abrir el alma y salir de su soledad. Atender pues al misterio de cada persona es el camino para llevar ese mandato del Señor. Al compartir los afanes, surge espontánea la orientación espiritual, el pedir consejo, la palabra que estimula, etc. En definitiva, querer con los sentimientos que albergan el corazón de Jesús y de su Madre, mirar al prójimo con sus ojos.
-Y al ver aquellas gentes, se apiadó entrañablemente de ellas, porque estaban malparadas, y decaídas como ovejas sin pastor. Así ve Jesús la humanidad: una muchedumbre desencantada, desfallecida... sin verdaderos guías ni buenos pastores que la conduzcan a verdes pastos. El Profeta Ezequiel había acusado a los pastores oficiales, a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad, de no apacentar el pueblo, sino a sí mismos... de no ejercer su cargo en beneficio de los demás, sino para su propia conveniencia... La humanidad, en todos los tiempos y en todos los países está siempre esperando. ¿Quién se levantará para servir a los demás? ¿Quién llegará a ser un buen guía, un buen responsable?
-La mies es abundante, mas los obreros pocos. Jesús ve la humanidad como un campo de trigo en sazón ondulante al soplo del viento. La cosecha está ahí, a punto. La alegría de una buena cosecha. Pero los obreros son pocos. Jesús constata con dolor la inmensidad del trabajo, ¡su trabajo! El quisiera colaboradores. ¿Quién se ofrecerá? Rogad, pues, al dueño de la mies... ¿Por qué Cristo nos pide rezar? ¿Por qué pides esto? Esto prueba que, para Jesús, la "vocación" no es solamente una cosa humana... Dios mismo es su origen, es El quien llama. ¿Hago yo esta plegaria?
-A los doce apóstoles, que Jesús había convocado, les dijo: "Id en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel..." Hay aquí una especie de limitación. Esto debió ser un sufrimiento para Jesús. No puede hacerse todo a la vez... Pero hay que empezar. Y para Dios es importante que la salvación sea primero ofrecida a los judíos, a la "casa de Israel". Entre nuestros numerosos quehaceres, es importante no olvidar esto. Lo que cuenta no es la cantidad de nuestros trabajos... sino el hacer lo que el Padre tiene previsto para nosotros... según los límites que nos sean impuestos, incluso si esta limitación es molesta. Te ofrezco, Señor, todas mis ansias misioneras, todo lo que quisiera hacer por tu Reino, y que no llego a realizar.
-Proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Es necesario que los apóstoles hagan lo mismo que hizo el Señor (Noel Quesson).
El anuncio de esperanza del profeta se cumple en Cristo Jesús. Esa luz se ha hecho visible en Jesús de Nazaret. El ha hecho realidad la oración del salmista: el Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón, de la manera como describe el evangelista la acción de Jesús, que pasó por el mundo revelando a su Padre por medio de hechos y palabras, anunciando la Buena Noticia, convirtiéndose así en la luz del mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado la llegada del Emmanuel como la luz que alumbra al pueblo que estaba en tinieblas (9, 1). Esa es la luz que esperamos con ansia en esta Navidad. Del Señor tiene que llegar una nueva luz que nos permita ver a nuestro Continente de manera diferente, con los ojos de Jesús; para que podamos descubrir su rostro en todos los hombres que nos miran con esperanza y que, tal vez, esperan de nosotros, como cristianos, que mostremos con obras lo que confesamos en nuestra fe: que todos somos imágenes de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesucristo y llamados por nuestro nombre para formar parte de la gran familia de seguidores, amigos y testimonios de Jesús (servicio bíblico latinoamericano).
Como en tantas otras páginas del evangelio, en la de hoy se ve cómo él está muy cercano y camina con su pueblo, ayuda a todos, no sólo a los que están llenos de vida, sino a los cansados, a los sumergidos en enfermedades y dolencias, a los que andan como ovejas sin pastor, y de modo particular si se trata de ovejas perdidas. Como su Padre, Jesús es rico en misericordia. Su corazón se compadece de los que sufren. No pretende aportar soluciones políticas ni económicas: lo que da Jesús a los que se encuentran con él es esperanza, sentido de la vida. Les predica la Buena Noticia. Orienta a los desorientados, como prometía Isaías. Y es éste precisamente el encargo que transmite a sus discípulos: les envía como trabajadores a la mies para que hagan lo mismo que él, que expulsen demonios, curen enfermedades y proclamen a todos la Buena Nueva de la salvación. Y que lo hagan gratis, como gratis lo han recibido. Que comuniquen esperanza a los que la han perdido.
a) Ese Dios que sana corazones destrozados, ese Cristo que se apiada de los que sufren, es quien hoy nos invita a nosotros a tener y a repartir esperanza. La humanidad sigue igual, hambrienta, desorientada, desilusionada. Si estamos desanimados, o más o menos hundidos en una situación de pecado o de tibieza, la llamada del Adviento, o sea, el anuncio de la venida de Jesús a nuestra historia, va dirigida preferentemente a nosotros. Son nuestras lágrimas las que quiere enjugar, y nuestras heridas las que quiere vendar con solicitud. Eso es Adviento y eso es Navidad. Que se repite año tras año. Si Isaías podía decir que Dios está cerca, ahora, con Cristo, esta cercanía es mucho mayor.
b) Esto, en primer lugar, nos da confianza a nosotros. Pero a la vez que buscadores de Dios, se nos invita a ser anunciadores de Dios, a comunicar nuestra esperanza a los demás. ¿Haremos el papel de Isaías en medio de nuestra sociedad? ¿anunciaremos a alguien, cerca de nosotros, la Buena Noticia de la salvación a través de nuestra cercanía y de la esperanza que le contagiamos? ¿seremos «adviento» para alguien, porque comunicamos alegría, porque cuidamos de los enfermos o de los abandonados, porque nos acercamos al que sufre o está solo? Y eso no sólo a los que son de trato agradable, sino también a los que han sido menos agraciados por la vida, menos simpáticos y cultos, menos fáciles de tratar.
c) Dios quiere vendar nuestras heridas. Pero a la vez nos encarga que nosotros también vendemos heridas a nuestro alrededor. Ahora Cristo no va por las calles curando y liberando a los posesos. Pero sí vamos los cristianos, con el encargo de que seamos adviento y profeta Isaías en nuestra familia, en nuestra comunidad, en la parroquia, en la sociedad. Y eso lo cumpliremos si a nuestro alrededor crece un poco más la esperanza, y las personas que conviven con nosotros se sienten amadas y ven cómo se les curan las heridas y se va remediando su desencanto. Si inspiramos serenidad con nuestra actitud, y sabemos quitar hierro a las tensiones, y aliviar el dolor de tantas personas, cerca de nosotros, que sufren de mil maneras. Eso es lo que hacia Cristo Jesús hace dos mil años. Y será Adviento y Navidad si vuelve a suceder lo mismo, ahora por medio de los cristianos que estamos en el mundo.
d) La Virgen María también nos da ejemplo, en las páginas del evangelio, de saber mostrarse cercana a los que la necesitan. Está contenta con el anuncio del ángel, pero corre a ayudar a su prima en los trabajos de su casa. En Caná está al quite del apuro de los novios e intercede ante su Hijo para que les proporcione vino. La Virgen creyente, y a la vez, la Virgen servicial (J. Aldazábal).
Las expectativas cristianas son universales y no pueden ser reducidas o identificadas ni siquiera con los intereses de la comunidad eclesial. Ello se pone claramente de manifiesto en la relación entre los personajes del presente pasaje evangélico. Frente a nosotros Mateo coloca a Jesús, a la gente y a sus discípulos. Ya desde el comienzo se pone de manifiesto que su principal preocupación se dirige a la situación de la multitud a la que el texto subordina la tarea que se encomienda a los discípulos. El camino de Jesús por ciudades y aldeas tiene por finalidad la proclamación de la Buena Noticia del Reino que se realiza mediante su enseñanza y su actuación. Dichas actividades se desarrollan en un ámbito marcado por la presencia negativa de la enfermedad y la dolencia. Este carácter negativo que asume el entorno provoca un sentimiento de compasión frente a una multitud necesitada de conducción y que no ha podido llegar a la realización plena de su vida. Ambas afirmaciones se expresan por medio de las imágenes de ovejas sin pastor y de una mies madura y abundante que espera el último acto, su cosecha. Dentro de esta relación se inscribe las actitudes que Jesús exige a sus discípulos en las que se pueden descubrir dos momentos. El primer momento es el de la identificación con sus sentimientos de compasión, A ello se dirige la necesidad de la petición por obreros. La oración que se manda a los discípulos debe tener como centro de atención no los propios intereses sino los de esa multitud que padece situaciones inhumanas. Ya en este primer momento, los discípulos son arrancados del ámbito de sus preocupaciones propias de todo grupo e invitados a identificarse con las preocupaciones de un Dios universal, que se presenta bajo el nombre de "Dueño de la mies". Desde este punto de partida se pasa a la capacitación de los discípulos para que puedan desempeñar la tarea que se les encomienda y que debe beneficiar a esa multitud colocada en esas situaciones desfavorables. Dicha capacitación se expresa en dos etapas: en la primera (10,1) el evangelista relata la transmisión de poderes. En la segunda (10,6-8) coloca en la boca de la Jesús las condiciones que los discípulos deben cumplir para desempeñar la tarea encomendada. En ambas se señala como característica de la misión, la lucha contra las enfermedades que aquejan al ser humano. Los discípulos reciben el poder de curar las dolencias y, a la vez, el mandato explícito de realizar esa actividad. Junto a este elemento común, se colocan otros elementos que esclarecen el sentido de la misión cristiana. En el v.1 aparece mencionada "la autoridad sobre los espíritus impuros". Estos impiden la plena realización humana y oprimen la existencia. La misión, por tanto, será entendida como una lucha contra el poder del mal presente en la vida de los seres humanos. En los vv. 6-8 se expresa lo mismo desde la perspectiva positiva del anuncio y de la realización del Reino de Dios. Dicha proclamación es el triunfo sobre todo mal existente en la vida de los seres humanos e incluye la superación de la muerte y de toda marginación como se señala en el mandato de la purificación de los leprosos. Además, se señalan el lugar de esa proclamación y el modo de su realización. Por el momento, a diferencia de lo que acontecerá después de la Pascua, los discípulos deben limitarse a Israel y se les enseña que la gratuidad es el único modo en que puede cumplirse lo exigido (J. Mateos-F. Camacho).
El buen pastor anunciado por los profetas. En la larga espera del Antiguo Testamento, los Profetas anunciaron, con siglos de antelación, la llegada del Buen Pastor, el Mesías, que guiaría y cuidaría amorosamente su rebaño. Sería un pastor único (Ezequiel 34, 23), que buscaría a la oveja perdida, vendaría la herida u curaría a la enferma (Ezequiel 34, 16). Con Él las ovejas estarían seguras y, en su nombre, habría otros buenos pastores con el encargo de cuidarlas y guiarlas. Yo soy el buen pastor, (Juan 10, 11) dice Jesús. Él conoce y llama a cada una de las ovejas por su nombre (Juan 10, 3). ¡Jesús nos conoce personalmente, nos llama, nos busca, nos cura! No nos sentimos perdidos en medio de una humanidad inmensa y sin nombre: Somos únicos para Él. Podemos decir con exactitud: Me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Ningún cristiano tiene derecho a decir que está solo: Jesucristo está con él.
Además del título de Buen Pastor, Cristo se aplica a sí mismo la imagen de la puerta por la que se entra al aprisco de las ovejas, que es la Iglesia. Jesús ha dispuesto que haya en su Iglesia buenos pastores para que en su nombren guarden y guíen a sus ovejas (Efesios 4, 11). Por encima de todos y como Vicario suyo en la tierra estableció a Pedro y a sus sucesores (Juan 21, 15-17), a quienes hemos de tener una especial veneración, amor y obediencia. Junto al Papa, y en comunión con él, a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Los sacerdotes son buenos pastores, especialmente en la administración del sacramento de la Penitencia, donde nos curan de todas nuestras heridas y enfermedades. “Cuatro son las condiciones que debe reunir el buen pastor: En primer lugar el amor: fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño. Luego, la vigilancia, para estar atento a las necesidades de las ovejas. En tercer lugar, la doctrina, con el fin de poder alimentar a los hombres hasta llevarlos a la salvación. Y finalmente la santidad e integridad de vida; ésta es la principal de todas las cualidades (Santo Tomás de Villanueva, Sermón sobre el Evangelio del Buen Pastor)”
Cada uno de nosotros necesita un buen pastor que guíe su alma, pues nadie puede orientarse a sí mismo sin una ayuda especial de Dios. Es una gracia especial de Dios poder contar con esa persona llena de sentido humano y sobrenatural que nos ayude eficazmente. Pero es importante acudir al que es verdaderamente buen pastor para nosotros, aquel a quien el Señor quiere que acudamos. Nuestra Madre nos ayudará a encontrar el camino seguro que nos conduce a Cristo (Francisco Fernández Carvajal, por Tere Correa de Valdés). La misión de los discípulos
Autor: P. José Rodrigo Escorza
Mateo 9, 35. 10, 1. 6-8
En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Les dijo: "Vayan más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente".
Reflexión
Cada uno de los doce fue buscado, encontrado e invitado por Jesús. Fue una llamada original y muy personal que ahora se repite a todos “colectivamente”. Desde el inicio, cada uno de los apóstoles se sentirá parte de un grupo muy especial de seguidores del Maestro. Serán sus íntimos, formarán la Iglesia, la única, pues habían sido convocados por el único Maestro. Con su trabajo de evangelización y con su vida entera, ellos extenderán y prolongarán la vida y misión de Jesús en el mundo y en la historia.
La Iglesia Católica ha cumplido 2 milenios de darse al mundo, y de darse gratis. Pese a esta conciencia, el Papa Juan Pablo II ha pedido perdón por los errores históricos cometidos por la Iglesia. Y a pesar de todo ello ¿qué hubiera sido del mundo, de tantos hombres anónimos, de tantos otros influyentes y poderosos, si no hubieran recibido la semilla cristiana, si no hubieran conocido la ley del Amor, del perdón, de la solidaridad que Jesús nos enseñó? Es verdad, todavía se cometen muchas y graves injusticias en nuestras sociedades; pero, ¿quién puede negar que gracias al sacrificio y a la inmolación de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos, hoy somos mejores, más humanos por ser cristianos?Y hoy, por poner un ejemplo, la institución que ofrece asistencia en los cinco continentes a los enfermos del sida, a los leprosos o a los ancianos es nuestra Iglesia Católica. ¿Cuál es nuestra valoración ante tanto bien realizado? Es una labor ingente, pero aún más apremiantes son las necesidades.
Que su consideración nos impulse, nos llene de optimismo, gratitud a Dios y renovado interés apostólico y misionero. Somos los continuadores, aquellos que con nuestras vidas prolongaremos la obra de Jesucristo en el mundo hasta el fin de los tiempos. En la medida en que abramos nuestro corazón y acojamos la llamada de Dios, sólo entonces podremos responder con autenticidad.
Jesús, hoy te vuelves a compadecer de las muchedumbres, pero no por falta de pan, sino porque no tienen pastor que les enseñe la doctrina que salva, la buena nueva del Evangelio. La gente está desorientada, buscando con desesperación la felicidad, y encontrando el abatimiento, la soledad y la desconfianza, producto de su propio egoísmo.
La mies es mucha, pero los obreros pocos. Señor, ¿por qué? ¿Por qué hay tan pocos que te ayuden a transmitir ese mensaje de amor que vienes a traer al mundo? ¿No puedes hacer algo? Jesús, siendo Dios Todopoderoso, no puedes obligar a nadie a trabajar a tu lado, porque le estarías quitando la libertad, y sin libertad es imposible amar.
Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Jesús, no puedes obligar, pero sí puedes dar tu gracia a quien te la pide, o a aquél por quien otros han pedido. Y tu gracia es realmente eficaz, hasta el punto de que, como decía Santa Teresa: cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo (18). Por eso quieres que te pida que haya muchos más que trabajen para Dios, para TI: muchos más que quieran ser apóstoles en medio de las circunstancias en las que se encuentran.
Jesús, yo no me atrevo a pedirte nada sin antes ofrecerme para trabajar a tu lado. ¿Qué he de hacer? Ten en cuenta que no valgo mucho... Y me respondes: Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.
También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil, y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.
El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. ( ... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido.
Madre mía, ayúdame a ser uno de esos obreros que tu Hijo necesita para trabajar en su campo. Si amo a Cristo y le sigo sinceramente podré transmitir a otros su mensaje, a la vez que pido por más obreros, almas de apóstol, pues la mies es mucha (san Josemaría)
San Agustín (354-430) obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. Sobre la venida de Cristo, sermón 19: “Proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad a los enfermos:” Hermanos, oigo a algunos murmurar contra Dios en nuestros días. Dicen: ‘Señor, los tiempos son duros ¡qué época tan difícil de pasar!... Hombre, tú que no te enmiendas ¿no eres tú mil veces más duro que el tiempo en que vivimos? Tú que te vas detrás del lujo, detrás de todo lo que es vanidad, tú que eres insaciable en tus pasiones, tú que quieres usar mal de lo que deseas, no obtendrás nada...
¡Curémonos, hermanos, corrijámonos! El Señor va a venir. Como no se manifiesta todavía, la gente se burla de él. Con todo, no va a tardar y entonces no será ya tiempo de burlarse. Hermanos ¡corrijámonos! Llegará un tiempo mejor, aunque no para los que se comportan mal. El mundo envejece, vuelve hacia la decrepitud. Y nosotros ¿nos volvemos jóvenes? ¿Qué esperamos, entonces? Hermanos ¡no esperemos otros tiempos mejores sino el tiempo que nos anuncia el evangelio. No será malo porque Cristo viene. Si nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta...
Hermanos, es conveniente que los tiempos sean duros. ¿Por qué? Para que no busquemos la felicidad en este mundo. Es necesario que esta vida sea agitada por las dificultades para que anhelemos la otra. ¿Cómo? ¡Escuchad!... Dios contempla a la humanidad en su miseria, agitada por sus deseos y preocupaciones de este mundo que causan la muerte del alma. Por eso viene el Señor como médico, para traernos el remedio.
¿Nos imaginamos un rebaño que se ha quedado sin su pastor? Está a merced de toda clase de peligros: salteadores, fieras salvajes, etc. Y Jesús nos dice que se compadeció de las multitudes porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Jesús ha venido a ponerse, como Buen Pastor, al frente de su Pueblo. Él vino a sanar las heridas que el pecado había dejado en nosotros. Él vino a saciar nuestra hambre de amor, de paz y de felicidad. Él se ha hecho Dios-con-nosotros, cercano a nosotros y lleno de misericordia por cada uno de nosotros. Pero Él ha enviado a sus apóstoles, con el mismo poder que Él recibió del Padre, para que continúen esa obra de ser buenos pastores, signos creíbles de Cristo, a través de la historia. Por eso la Iglesia, a la par que proclamar el Evangelio, debe preocuparse por sanar las heridas que el pecado ha dejado en muchos corazones. Si en lugar de eso aumenta el dolor de quienes le han sido confiados, no podrá llamarse, con toda lealtad, un signo del Hijo de Dios que, encarnado, ha venido a remediar todos nuestros males. Hay mucho trabajo por realizar en el mundo; hay muchas esperanzas que han de ser colmadas. No permitamos que por nuestras flojeras esa cosecha se pudra o sea pasto de ladrones que quieren aprovecharse de los demás para sus propios intereses.
El Señor se ha convertido para nosotros en el Camino que hemos de seguir, sin desviarnos, ni a la derecha, ni a la izquierda. Y ese Camino es Amar sin fronteras, sin miedos; amar hasta ser capaces de dar nuestra vida por aquellos que amamos, con tal de que lleguen a su plenitud en Cristo. La Eucaristía nos hace celebrar ese misterio de amor que Dios nos ha tenido hasta el extremo, pues, a pesar de que éramos pecadores, Él salió a nuestro encuentro para morir por nosotros para que tuviésemos nueva vida. Los que celebramos la Eucaristía no tenemos otro camino para llamarnos hombres de fe en Cristo y para alcanzar a poseer la herencia que se nos ha prometido.
Por eso, los que por la fe y el bautismo vivimos unidos a Cristo debemos, como Él, sanar los corazones quebrantados y vendar las heridas, tender la mano a los humildes y reunir en un sólo pueblo, cuya única ley sea el mandato nuevo del amor, a todos aquellos a quienes el pecado ha dispersado. Hemos de ser, así, por la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, un signo creíble de Jesucristo, Buen Pastor, que a través de su Iglesia sigue, no sólo compadeciéndose de las multitudes que viven como ovejas sin Pastor, sino expulsando de la comunidad la fuerza del mal que nos impide amarnos como hermanos; hemos de preocuparnos por los enfermos para asistirlos y procurar, por todos los medios posibles y moralmente buenos, su salud; hemos de procurar remediar las dolencias que han abierto heridas en lo más profundo de muchos corazones a causa de los desprecios, de las marginaciones, de las persecuciones injustas, de la pobreza causada por la injusticia social, de las voces enmudecidas por mentes depravadas que impiden a los inocentes clamar justicia. Si realmente somos hombres de fe en Cristo no podemos convertirnos en destructores de la paz, ni en egoístas que pisotean los derechos de los demás para lograr intereses oscuros. Cristo espera de nosotros que, brillando con la Luz de su amor infundido en nosotros, logremos, ya desde esta vida, que el reino del mal desaparezca y que comience, ya desde ahora, a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, de prepararnos para la venida del Señor no sólo escuchando su Palabra, sino poniéndola en práctica, para que el Señor encuentre una digna morada en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
La Iglesia peregrina por este mundo. No le son ajenas las enfermedades, las injusticias, las pobrezas y los pecados de todas las gentes. Sabe que hay mucho que salvar, que hay muchas heridas que sanar, que hay muchos egoísmos y esclavitudes de las que necesitan ser liberadas muchas personas. No podemos quedarnos contemplando el mal que hay en el mundo. El Señor ha salido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Los que creemos en Él no podemos conformarnos sólo con arrodillarnos en su presencia. Es necesario tomar nuestra propia cruz de cada día y estar dispuestos a sacrificarnos, a orar y a trabajar para que a todos llegue la vida nueva que nuestro Padre Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros. La mies es mucha y los trabajadores pocos. Ojalá y todos los que nos decimos parte de la Iglesia de Cristo realmente trabajemos para que el Evangelio, tanto sea anunciado como vivido por cada vez más personas. No nos quedemos en una fe intrascendente. Vivamos comprometidos con el Señor y su Evangelio si realmente creemos en Él, y hemos hecho nuestras su Vida y su Misión salvadora.
El Señor nos ha convocado en este día para enviarnos, con todo su poder salvador, a trabajar por su Reino, en medio de las realidades y ambientes en que se desarrolle nuestra vida. No vamos sólo iluminados con los estudios, tal vez eruditos, que hayamos realizado sobre el Evangelio, y los métodos para evangelizar. Vamos con el Poder y la Fuerza que nos viene de lo alto, después de haber convivido con el Señor. Por eso este momento de gracia, que estamos viviendo en esta Eucaristía, es para nosotros el más importante; pues en Él entramos en contacto con el Señor y hacemos realidad nuestra comunión de vida con Él. Su Palabra nos ha enseñado el camino que nos conduce a Él, y en el cual hemos de vivir sin falsas interpretaciones, acomodadas a nuestros gustos e inclinaciones, pues no debemos inclinarnos ni a derecha ni a izquierda, sino ser fieles a las auténticas enseñanzas del Señor, transmitidas a nosotros e interpretadas auténticamente por los apóstoles y sus sucesores. Preparándonos para el nacimiento de Cristo, seamos nosotros mismos los que dejemos que el Señor, que su Palabra, tome carne en nosotros, para después podernos convertir en auténticos testigos suyos.
La Iglesia de Cristo no puede ser una Iglesia instalada en sus propias comodidades y poltronerías. No podemos quedarnos contemplando la destrucción de los auténticos valores del hombre; no podemos ser indiferentes ante las injusticias y violencias de que son víctimas muchas personas inocentes. No podemos cerrar los ojos ante la pobreza, ante el hambre y la desnudez, que padecen grandes sectores de la humanidad. No podemos dar la espalda ante el pecado que va carcomiendo muchas conciencias, y haciendo, de quienes lo padecen, personas destructoras de sí mismas y de los demás. El Señor nos envía para que vayamos, busquemos y salvemos todo lo que se había perdido; para que busquemos a las ovejas que se descarriaron en un día de tinieblas y nubarrones. No tengamos miedo, ni siquiera a los que matan el cuerpo. El Señor está y va con nosotros; Él quiere continuar realizando su obra salvadora por medio nuestro. Dejemos que el Espíritu de Dios nos posea, y que sea Él el que, por medio nuestro, lleve a cabo su obra de salvación en el mundo. Estemos siempre dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, y a ponernos en camino para continuar la obra de salvación, que Dios ha iniciado entre nosotros por medio de su Hijo, nacido de María Virgen, para conducirnos al Padre. Esa es la misma misión de la Iglesia. Ojalá y la vivamos con toda la seriedad que requiere una fe verdadera, depositada en Cristo.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a la Misión Salvadora que Él ha confiado a su Iglesia. Amén (Homiliacatolica.com).
En el canto de entrada decimos anhelantes: «Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22,12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V). Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El «pan de la aflicción» y «el agua de la tribulación» son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rom 8,28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia. Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, «que curará nuestras heridas». ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.
Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.
Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. «A Ti levanto mi alma». Tal es el clamor que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando: «Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: “¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes”... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu, a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa» (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3; cf Manuel Garrido).
viernes, 2 de diciembre de 2011
jueves, 1 de diciembre de 2011
Viernes de la 1ª semana de Adviento. “Jesús les dice… ‘Hágase en vosotros según vuestra fe‟. Y se abrieron sus ojos”: La fe para acoger la luz de Dios
Viernes de la 1ª semana de Adviento. “Jesús les dice… ‘Hágase en vosotros según vuestra fe‟. Y se abrieron sus ojos”: La fe para acoger la luz de Dios. Aquel día, verán los ojos de los ciegos la luz: Jesús cura a dos ciegos que creen en él
Isaías 29.17-24. Así dice el Señor: «Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel; porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente.» Así dice a la casa de Jacob el Señor, que rescató a Abrahán: «Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza.
Salmo 26,1.4.13-14. R. El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Evangelio (Mt 9,27-31): Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.
Comentario: 1. Is 29,17-24. Hay injusticia, adulación, abusos sociales. Cuando triunfe el Mesías, cuando llegue su Reino y todo sea transformado y el mundo redimido, no podrá existir el mal en ningún sentido. La humanidad espera, son «poemas» líricos que nos hablan de que el Líbano se convertirá en vergel. Los sordos oirán las palabras del libro y saliendo de la oscuridad y las tinieblas los ojos de los ciegos verán. -Los humildes volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se regocijarán en Dios, el santo de Israel. Estas son, por adelantado, las palabras mismas del Magnificat. María, toda ella, estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos diariamente. Ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como madre lo enseñó a Jesús. Un pueblo entero, alimentándose de esa Palabra, esperaba la era mesiánica. María debió «exultar» cuando vio a su hijo «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos». El Mesías ha venido. La era mesiánica ha comenzado y ¡ha llegado el tiempo anunciado por los profetas! Y, no obstante, son todavía muchos los pobres que sufren y gimen, y ¡que están muy lejos de exultar! Los pobres y oprimidos están contentos porque quedarán defendidos y en paz (Noel Quesson). Ante la hipocresía de tantos, los pobres son los que esperan, confían en Dios, como dice Pablo: "De hecho, el mensaje de la cruz de Cristo es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, para nosotros, es un portento de Dios, pues dice la Escritura: Perderé la sabiduría de los sabios y anularé la cordura de los cuerdos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el estudioso de este mundo? ¿No ha demostrado Dios que el saber de este mundo es locura?" (1 Cor 1,18-20). Ante la actuación soberana de Dios, que escapa absolutamente a todo juicio humano, la sabiduría de este mundo se nos muestra impotente y ridícula. La auténtica sabiduría está solamente allí donde está Dios y Dios se encuentra cerca de la paradoja, de la insignificancia de la cruz de Cristo. ¿Qué valor puede tener, por tanto, una sabiduría que justamente rechaza la cruz? Cuando el creyente triunfa en vencer el escándalo de los signos humildes, se decide por la verdad oculta de Dios, y entonces siente la palabra de la cruz como fuerza de Dios (F. Raurell).
No cerremos nuestros ojos ante las inmoralidades, ante los engaños, ante las injusticias, ante la corrupción que reina en muchos ambientes. Hemos de implicarnos en este mundo nuestro, para quitar aquella carga de maldad que oprime a tantos, y puedan vivir en un auténtico amor a Dios y a su prójimo. Entonces, sólo entonces, irá surgiendo realmente una humanidad renovada en Cristo Jesús.
2. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en la venida de nuestro Señor Jesucristo, para estar continuamente en su presencia. Por eso, nos armamos de valor y fortaleza y, sin descuidar nuestro trabajo en las realidades temporales de nuestra vida diaria, nos esforzamos, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, que habita en nosotros, en poder llegar a vivir en la casa del Señor todos los días de nuestra vida. Dios nos ha favorecido por medio de su Hijo Jesús, mediante el cual nos llama para que seamos hijos suyos. Escuchemos hoy su voz y no endurezcamos ante Él nuestro corazón.
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Confiemos en el Señor. Mas no por eso pensemos que el Señor hará su obra de salvación sin considerar nuestra fe, nuestra disposición a hacer su volunta y a caminar conforme a sus enseñanzas. En el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.
3. Mt 9, 27-31 (ver domingo 30B). La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento. En la encíclica “Salvados en la esperanza”, Benedicto XVI dice que “podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”. Hemos de procurar aliviar el sufrimiento, pero el objetivo va más allá, sobre todo cuando no puede quitarse el dolor y hay que transformarlo.
Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: “ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior”, pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: “¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?”, la búsqueda del “ciego y turbulento amor a los espectáculos” es una forma de suplir esa carencia vital.
La clave para aumentar la fe, en el sufrimiento, es la que nos indica Benedicto XVI en la citada encíclica: “La oración como escuela de la esperanza”. Cuenta que “Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una 5 homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.” Así logramos esta fe, necesaria para obtener lo que deseamos, aun de un modo mejor que el que deseamos, y es el que Dios quiere; pero el camino es ensanchar nuestro corazón, para poder albergar ese don, esa luz para poder ver.
Los ciegos claman a Jesús: -"¡Hijo de David, ten compasión de nosotros!" Su plegaria es muy simple: es su grito, grito que brota de su sufrimiento. Mi plegaria, también debería ser a veces simplemente esto: la expresión sincera de que algo no marcha bien en mí, alrededor de mí... mi sufrimiento... los sufrimientos de los que yo soy el testigo... "Ten compasión de nosotros, Señor. Kyrie eleison." En cada misa, se nos sugiere a menudo este tipo de plegaria. Sabemos darle un contenido concreto: plegaria de intercesión. Al decir "Hijo de David", los dos ciegos reconocen a Jesús un título mesiánico. Tú eres aquel que ha de venir, aquel que ha sido prometido por los profetas.
-Luego que llegó a su casa, se le presentaron los ciegos. Jesús parece haber querido poner a prueba su plegaria: de momento no les contesta. A menudo, Señor, nos da la impresión de que Tú no nos oyes. Imagino la escena que se prolonga: los dos ciegos que se apegan a El, que continúan siguiendo a Jesús por la calle, que continúan gritando, rogando... hasta la casa, y entran con El.
-Jesús les dijo: "Creéis que puedo hacer eso que me pedís?"
-"Sí, Señor". Jesús interroga. Quiere asegurarse de la autenticidad de su fe. Desea purificar esta Fe. La necesidad humana que está en el origen de su plegaria podría no ser sino el deseo de un milagro... para sí mismos, para ellos dos. Y esto tiene ya su importancia, lo hemos visto. Y Dios lo escucha. Es un punto de partida, ambiguo, pero tan natural... Jesús, con su pregunta, trata de hacerles progresar hacia una fe más pura: ellos pensaban en "sí mismos"... Jesús les orienta hacia su propia persona, hacia El. "¿Creéis que yo puedo hacer esto? Jesús les pregunta si tienen Fe. Don de Dios; el milagro que se dispone a hacer no es una cosa automática ni mágica. Los sacramentos no son actos mágicos: los sacramentos requieren Fe. Lo que me llama la atención Señor, es el respeto que tienes a la libertad del hombre: Suscitas en ellos la espera, el deseo, la fe... No quieres forzar... hace falta una cierta correspondencia, en el hombre, para que Tú le colmes.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según vuestra fe, así os sea hecho. Sí, Tú no has obligado. Has esperado y has suscitado su Fe. "Así se haga, según vuestra Fe." Señor, aumenta en nosotros la Fe.
-Se les abrieron los ojos, mas Jesús les conminó diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Ellos, sin embargo, al salir de allí, lo publicaron por toda la comarca. Ese secreto que Jesús les pide pone de manifiesto que no desea levantar un entusiasmo superficial. No es lo sensacional ni lo prodigioso lo que cuenta (Noel Quesson).
Es una estampa muy propia de Adviento la de los dos ciegos que están esperando, y cuando se enteran que viene Jesús, le siguen gritando: «ten compasión de nosotros, Hijo de David». Dos ciegos que desean, buscan y piden a gritos su curación. Tal vez no conocen bien a Jesús, ni saben qué clase de Mesías es. Pero le siguen y se encuentran con el auténtico Salvador, quedan curados y se marchan hablando a todos de 7 Jesús. Como tantas otras personas que a lo largo de la vida de Jesús encontraron en él el sentido de sus vidas. Una vez más se demuestra la verdad de la gran afirmación: «yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas».
El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a permanecer en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros. La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús».
Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Kyrie, eleison. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal).
Jesús, otro milagro. Los milagros son un medio para mostrar tu divinidad: Nadie tiene poder sobre la naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios está presente (card. Newman). Pero cómo cuesta arrancártelo. Durante tus años de vida pública te resistes a hacer milagros: sólo los realizas cuando hay una razón suficiente.
No quieres llamar la atención de los jefes judíos, pues sabes que los milagros, al mostrar tu divinidad, pueden ponerte en peligro de muerte. Por eso procuras que no se divulgue la curación: Jesús les ordenó severamente: Mirad que nadie lo sepa. Al igual que en ese otro milagro en las bodas de Caná, cuando le dijiste a tu madre: todavía no ha llegado mi hora, te resistes a hacer cosas extraordinarias.
Sin embargo, Jesús, acabas realizando el milagro. Y Tú mismo explicas por qué: Según vuestra fe así os suceda. Y se les abrieron los ojos. Estos dos ciegos creían en Ti. Por eso venían siguiéndote y gritándole: Ten piedad de nosotros, Hijo de David. Su fe es capaz de arrancarte cualquier favor. Yo también necesito que me ayudes. Ten piedad de mí, Jesús, que tantas veces no estoy a la altura de lo que me pides. Mi egoísmo, mis caprichos, mis gustos, mis planes, me ciegan y no acabo de ver tu voluntad. Ten piedad y ábreme los ojos del espíritu para que te vea, para que te desee, para que quiera hacer lo que me pides.
Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.
-Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo [san Josemaría].
Jesús, quiero prepararme para tu nacimiento, y me doy cuenta de que me falta mucha visión sobrenatural: ver las cosas como Tú las ves. Las veo todavía según mis intereses: ahora tengo que estudiar y que nadie me moleste; ahora me debo un rato de música; mi deporte nadie lo toca; este programa no me lo puedo perder; etc...
Tú me conoces: aún me falta mejorar mucho. Lo único que me pides es la humildad de reconocerlo, y lucha para rectificar. Acercarme más a Ti y, si hace falta, pedirte a gritos, como los dos ciegos: ten piedad de mí. Y la manera de pedirte las cosas es: con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.
Jesús, me preguntas: ¿Crees que puedo hacer eso? Te respondo: Sí, Señor. Tócame los ojos de mi corazón para que vea cómo servirte más y mejor cada día. Y aunque es muy difícil moverse a oscuras, Tú me pides que te siga primero un poco a ciegas, fiándome de Ti, como te siguieron estos dos ciegos antes de darles la vista. Si los dos ciegos hubieran esperado a ver todo clarísimo antes de dar un paso, no lo hubieran dado nunca, ni tampoco se hubieran curado. Igualmente, si espero a ser más generoso hasta entenderlo todo perfectamente, no aprenderé a ser generoso ni tampoco llegaré a entender nada. Que me decida, Jesús, a empezar a caminar: a seguirte más de cerca, a tener más vida interior, a rezar más, a 11 santificar el trabajo día a día. Si lo hago así, me darás la visión sobrenatural que necesito, y -como los ciegos- sabré divulgar tu mensaje a mi alrededor (Pablo Cardona).
Sólo cuando reconocemos nuestras propias miserias y nos decidimos a salir de ellas, al reconocer nuestra propia fragilidad, podremos acudir al Señor para que lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Si decimos ver estando ciegos, es difícil iniciar un camino renovado, pues permaneceremos en las tinieblas a causa de la falta de una nueva esperanza. El Señor no sólo nos quiere cercanos a Él. Él quiere que nos pongamos en camino para dar testimonio de su bondad, de su amor y de su gracia. Pero nos será imposible ponernos en camino mientras el Evangelio no tome carne en nosotros. Somos nosotros los que hemos de renacer a una vida nueva. Hemos de preparar en nosotros un nuevo nacimiento que nos haga presentarnos ante el mundo como hijos de Dios, ya no dominados por las tinieblas de la maldad, de la injusticia, de la violencia, del egoísmo. Sólo en Cristo encontraremos el camino que nos salva y nos libera de la opresión al pecado. Invoquémoslo con humildad y con gran confianza, si es que en verdad queremos convertirnos en auténticos testigos de una vida renovada en Él.
Isaías 29.17-24. Así dice el Señor: «Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel; porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente.» Así dice a la casa de Jacob el Señor, que rescató a Abrahán: «Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza.
Salmo 26,1.4.13-14. R. El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Evangelio (Mt 9,27-31): Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.
Comentario: 1. Is 29,17-24. Hay injusticia, adulación, abusos sociales. Cuando triunfe el Mesías, cuando llegue su Reino y todo sea transformado y el mundo redimido, no podrá existir el mal en ningún sentido. La humanidad espera, son «poemas» líricos que nos hablan de que el Líbano se convertirá en vergel. Los sordos oirán las palabras del libro y saliendo de la oscuridad y las tinieblas los ojos de los ciegos verán. -Los humildes volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se regocijarán en Dios, el santo de Israel. Estas son, por adelantado, las palabras mismas del Magnificat. María, toda ella, estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos diariamente. Ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como madre lo enseñó a Jesús. Un pueblo entero, alimentándose de esa Palabra, esperaba la era mesiánica. María debió «exultar» cuando vio a su hijo «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos». El Mesías ha venido. La era mesiánica ha comenzado y ¡ha llegado el tiempo anunciado por los profetas! Y, no obstante, son todavía muchos los pobres que sufren y gimen, y ¡que están muy lejos de exultar! Los pobres y oprimidos están contentos porque quedarán defendidos y en paz (Noel Quesson). Ante la hipocresía de tantos, los pobres son los que esperan, confían en Dios, como dice Pablo: "De hecho, el mensaje de la cruz de Cristo es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, para nosotros, es un portento de Dios, pues dice la Escritura: Perderé la sabiduría de los sabios y anularé la cordura de los cuerdos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el estudioso de este mundo? ¿No ha demostrado Dios que el saber de este mundo es locura?" (1 Cor 1,18-20). Ante la actuación soberana de Dios, que escapa absolutamente a todo juicio humano, la sabiduría de este mundo se nos muestra impotente y ridícula. La auténtica sabiduría está solamente allí donde está Dios y Dios se encuentra cerca de la paradoja, de la insignificancia de la cruz de Cristo. ¿Qué valor puede tener, por tanto, una sabiduría que justamente rechaza la cruz? Cuando el creyente triunfa en vencer el escándalo de los signos humildes, se decide por la verdad oculta de Dios, y entonces siente la palabra de la cruz como fuerza de Dios (F. Raurell).
No cerremos nuestros ojos ante las inmoralidades, ante los engaños, ante las injusticias, ante la corrupción que reina en muchos ambientes. Hemos de implicarnos en este mundo nuestro, para quitar aquella carga de maldad que oprime a tantos, y puedan vivir en un auténtico amor a Dios y a su prójimo. Entonces, sólo entonces, irá surgiendo realmente una humanidad renovada en Cristo Jesús.
2. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en la venida de nuestro Señor Jesucristo, para estar continuamente en su presencia. Por eso, nos armamos de valor y fortaleza y, sin descuidar nuestro trabajo en las realidades temporales de nuestra vida diaria, nos esforzamos, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, que habita en nosotros, en poder llegar a vivir en la casa del Señor todos los días de nuestra vida. Dios nos ha favorecido por medio de su Hijo Jesús, mediante el cual nos llama para que seamos hijos suyos. Escuchemos hoy su voz y no endurezcamos ante Él nuestro corazón.
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Confiemos en el Señor. Mas no por eso pensemos que el Señor hará su obra de salvación sin considerar nuestra fe, nuestra disposición a hacer su volunta y a caminar conforme a sus enseñanzas. En el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.
3. Mt 9, 27-31 (ver domingo 30B). La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento. En la encíclica “Salvados en la esperanza”, Benedicto XVI dice que “podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”. Hemos de procurar aliviar el sufrimiento, pero el objetivo va más allá, sobre todo cuando no puede quitarse el dolor y hay que transformarlo.
Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: “ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior”, pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: “¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?”, la búsqueda del “ciego y turbulento amor a los espectáculos” es una forma de suplir esa carencia vital.
La clave para aumentar la fe, en el sufrimiento, es la que nos indica Benedicto XVI en la citada encíclica: “La oración como escuela de la esperanza”. Cuenta que “Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una 5 homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.” Así logramos esta fe, necesaria para obtener lo que deseamos, aun de un modo mejor que el que deseamos, y es el que Dios quiere; pero el camino es ensanchar nuestro corazón, para poder albergar ese don, esa luz para poder ver.
Los ciegos claman a Jesús: -"¡Hijo de David, ten compasión de nosotros!" Su plegaria es muy simple: es su grito, grito que brota de su sufrimiento. Mi plegaria, también debería ser a veces simplemente esto: la expresión sincera de que algo no marcha bien en mí, alrededor de mí... mi sufrimiento... los sufrimientos de los que yo soy el testigo... "Ten compasión de nosotros, Señor. Kyrie eleison." En cada misa, se nos sugiere a menudo este tipo de plegaria. Sabemos darle un contenido concreto: plegaria de intercesión. Al decir "Hijo de David", los dos ciegos reconocen a Jesús un título mesiánico. Tú eres aquel que ha de venir, aquel que ha sido prometido por los profetas.
-Luego que llegó a su casa, se le presentaron los ciegos. Jesús parece haber querido poner a prueba su plegaria: de momento no les contesta. A menudo, Señor, nos da la impresión de que Tú no nos oyes. Imagino la escena que se prolonga: los dos ciegos que se apegan a El, que continúan siguiendo a Jesús por la calle, que continúan gritando, rogando... hasta la casa, y entran con El.
-Jesús les dijo: "Creéis que puedo hacer eso que me pedís?"
-"Sí, Señor". Jesús interroga. Quiere asegurarse de la autenticidad de su fe. Desea purificar esta Fe. La necesidad humana que está en el origen de su plegaria podría no ser sino el deseo de un milagro... para sí mismos, para ellos dos. Y esto tiene ya su importancia, lo hemos visto. Y Dios lo escucha. Es un punto de partida, ambiguo, pero tan natural... Jesús, con su pregunta, trata de hacerles progresar hacia una fe más pura: ellos pensaban en "sí mismos"... Jesús les orienta hacia su propia persona, hacia El. "¿Creéis que yo puedo hacer esto? Jesús les pregunta si tienen Fe. Don de Dios; el milagro que se dispone a hacer no es una cosa automática ni mágica. Los sacramentos no son actos mágicos: los sacramentos requieren Fe. Lo que me llama la atención Señor, es el respeto que tienes a la libertad del hombre: Suscitas en ellos la espera, el deseo, la fe... No quieres forzar... hace falta una cierta correspondencia, en el hombre, para que Tú le colmes.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según vuestra fe, así os sea hecho. Sí, Tú no has obligado. Has esperado y has suscitado su Fe. "Así se haga, según vuestra Fe." Señor, aumenta en nosotros la Fe.
-Se les abrieron los ojos, mas Jesús les conminó diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Ellos, sin embargo, al salir de allí, lo publicaron por toda la comarca. Ese secreto que Jesús les pide pone de manifiesto que no desea levantar un entusiasmo superficial. No es lo sensacional ni lo prodigioso lo que cuenta (Noel Quesson).
Es una estampa muy propia de Adviento la de los dos ciegos que están esperando, y cuando se enteran que viene Jesús, le siguen gritando: «ten compasión de nosotros, Hijo de David». Dos ciegos que desean, buscan y piden a gritos su curación. Tal vez no conocen bien a Jesús, ni saben qué clase de Mesías es. Pero le siguen y se encuentran con el auténtico Salvador, quedan curados y se marchan hablando a todos de 7 Jesús. Como tantas otras personas que a lo largo de la vida de Jesús encontraron en él el sentido de sus vidas. Una vez más se demuestra la verdad de la gran afirmación: «yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas».
El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a permanecer en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros. La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús».
Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Kyrie, eleison. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal).
Jesús, otro milagro. Los milagros son un medio para mostrar tu divinidad: Nadie tiene poder sobre la naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios está presente (card. Newman). Pero cómo cuesta arrancártelo. Durante tus años de vida pública te resistes a hacer milagros: sólo los realizas cuando hay una razón suficiente.
No quieres llamar la atención de los jefes judíos, pues sabes que los milagros, al mostrar tu divinidad, pueden ponerte en peligro de muerte. Por eso procuras que no se divulgue la curación: Jesús les ordenó severamente: Mirad que nadie lo sepa. Al igual que en ese otro milagro en las bodas de Caná, cuando le dijiste a tu madre: todavía no ha llegado mi hora, te resistes a hacer cosas extraordinarias.
Sin embargo, Jesús, acabas realizando el milagro. Y Tú mismo explicas por qué: Según vuestra fe así os suceda. Y se les abrieron los ojos. Estos dos ciegos creían en Ti. Por eso venían siguiéndote y gritándole: Ten piedad de nosotros, Hijo de David. Su fe es capaz de arrancarte cualquier favor. Yo también necesito que me ayudes. Ten piedad de mí, Jesús, que tantas veces no estoy a la altura de lo que me pides. Mi egoísmo, mis caprichos, mis gustos, mis planes, me ciegan y no acabo de ver tu voluntad. Ten piedad y ábreme los ojos del espíritu para que te vea, para que te desee, para que quiera hacer lo que me pides.
Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.
-Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo [san Josemaría].
Jesús, quiero prepararme para tu nacimiento, y me doy cuenta de que me falta mucha visión sobrenatural: ver las cosas como Tú las ves. Las veo todavía según mis intereses: ahora tengo que estudiar y que nadie me moleste; ahora me debo un rato de música; mi deporte nadie lo toca; este programa no me lo puedo perder; etc...
Tú me conoces: aún me falta mejorar mucho. Lo único que me pides es la humildad de reconocerlo, y lucha para rectificar. Acercarme más a Ti y, si hace falta, pedirte a gritos, como los dos ciegos: ten piedad de mí. Y la manera de pedirte las cosas es: con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.
Jesús, me preguntas: ¿Crees que puedo hacer eso? Te respondo: Sí, Señor. Tócame los ojos de mi corazón para que vea cómo servirte más y mejor cada día. Y aunque es muy difícil moverse a oscuras, Tú me pides que te siga primero un poco a ciegas, fiándome de Ti, como te siguieron estos dos ciegos antes de darles la vista. Si los dos ciegos hubieran esperado a ver todo clarísimo antes de dar un paso, no lo hubieran dado nunca, ni tampoco se hubieran curado. Igualmente, si espero a ser más generoso hasta entenderlo todo perfectamente, no aprenderé a ser generoso ni tampoco llegaré a entender nada. Que me decida, Jesús, a empezar a caminar: a seguirte más de cerca, a tener más vida interior, a rezar más, a 11 santificar el trabajo día a día. Si lo hago así, me darás la visión sobrenatural que necesito, y -como los ciegos- sabré divulgar tu mensaje a mi alrededor (Pablo Cardona).
Sólo cuando reconocemos nuestras propias miserias y nos decidimos a salir de ellas, al reconocer nuestra propia fragilidad, podremos acudir al Señor para que lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Si decimos ver estando ciegos, es difícil iniciar un camino renovado, pues permaneceremos en las tinieblas a causa de la falta de una nueva esperanza. El Señor no sólo nos quiere cercanos a Él. Él quiere que nos pongamos en camino para dar testimonio de su bondad, de su amor y de su gracia. Pero nos será imposible ponernos en camino mientras el Evangelio no tome carne en nosotros. Somos nosotros los que hemos de renacer a una vida nueva. Hemos de preparar en nosotros un nuevo nacimiento que nos haga presentarnos ante el mundo como hijos de Dios, ya no dominados por las tinieblas de la maldad, de la injusticia, de la violencia, del egoísmo. Sólo en Cristo encontraremos el camino que nos salva y nos libera de la opresión al pecado. Invoquémoslo con humildad y con gran confianza, si es que en verdad queremos convertirnos en auténticos testigos de una vida renovada en Él.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
1ª semana de Adviento. San Andrés, Apóstol. La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo Inmediatamente dejaron las redes y lo si
1ª semana de Adviento. San Andrés, Apóstol. La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 10,9-18. Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación. Dice la Escritura: «Nadie que cree en él quedará defraudado.» Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.» Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!» Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice Isaías: «Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario: «A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje.»
Salmo 18,2-3.4-5. R. A toda la tierra alcanza su pregón.
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje.
Evangelio según san Mateo 4,18-22. En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Comentario: 1. Rom. 10, 9-18. La voz de los mensajeros ha resonado en todo el mundo, y sus palabras han llegado hasta el último rincón de la tierra. Nada ni nadie puede quedarse sin el anuncio del Evangelio, conforme a la voluntad de Cristo, nuestro Dios y Salvador. Él quiere salvar a todas las personas, y que lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso nos podemos crear una Iglesia de santos que excluyan a los pecadores para atraerlos a la salvación. No podemos trabajar por una iglesia de clases, en la que los que tienen todo dan algo de lo suyo a los más desprotegidos, pero olvidan trabajar por devolverles realmente su dignidad humana y de hijos de Dios. Cristo ha venido a salvar todo lo que se había perdido. Esa es la misma misión que ha confiado a su Iglesia. Por eso, si en verdad queremos ser mensajeros del Evangelio debemos darlo todo, con tal de ganar a todos para Cristo. No nos encerremos en grupos que, probablemente nos confortan por su respuesta comprometida a la fe. Vayamos a las ovejas perdidas, descarriadas; salgamos a buscarlas por los montes, pues todos tienen derecho a conocer a Cristo y a disfrutar de su Vida y de su Espíritu. Sólo entonces no sólo confesaremos el Nombre de Dios con los labios, sino con las obras y la vida misma. Entonces la Iglesia se convertirá en el Evangelio, en la Buena Noticia del amor del Padre para la humanidad entera.
2. Sal. 19 (18). Nosotros somos obra de las manos de Dios. Hechos a su imagen y semejanza, y elevados a la dignidad de hijos suyos, hemos de ser una manifestación de su presencia salvadora en el mundo. Hay muchos signos de amor y de misericordia en el mundo entero. Muchos lo entregan todo por sus hermanos en desgracia. Cuando surgen desgracias naturales todos nos solidarizamos con los afectados para arriesgar incluso nuestra vida por ellos. Esta es la forma como tratamos de hacer cercano a Dios en medio de los suyos, pues nosotros somos la imagen de su amor y de su misericordia para los que nos rodean. Sin embargo no faltan quienes piensan sólo en sus propios intereses; y no sólo pasan de largo ante el sufrimiento ajeno, sino que son causa del mismo; y, aún cuando tal vez sean puntuales en el culto a Dios, su vida no puede considerarse como una alabanza al Nombre Divino, sino más bien ocasión de que el Nombre del Señor sea denigrado ante las naciones. Procuremos vivir con la máxima fidelidad la fe que hemos depositado en Cristo Jesús.
3. La llamada de estas dos parejas de hermanos será el paradigma de toda llamada en Mt. Jesús camina junto al lago/mar de Galilea, en la frontera marítima con los pueblos paganos. Esta localización ilumina la escena: los hombres que habrá que pescar serán lo mismo judíos que paganos. Ve a dos hermanos, y Mt insiste en este vínculo de hermandad. Se tiene aquí una alusión a Ez 47,13s, donde se anuncia el futuro reparto de la tierra a partes iguales; la expresión original para indicar la igualdad está muy próxima de la usada por Mt: «cada uno como su hermano». La insistencia, pues, en el vínculo de hermandad (más acusado aún que en Mc 1,16-21a) indica que la nueva tierra prometida, «el reinado de Dios» anunciado por Jesús inmediatamente antes (4,17), será herencia o patrimonio común de todos sus seguidores, sin privilegio alguno. Los hermanos son designados por sus nombres, Simón y Andrés, pero el primero lleva ya una adición: «al que llaman 'Piedra' (Pedro)». No se indica que haya sido Jesús quien le ha dado tal sobrenombre (cf 16,18).
La invitación de Jesús a los dos hermanos se expresa con la frase «Veníos detrás de mí» (cf Mc 1,17.20); la expresión se encuentra en boca de Eliseo en 2 Re 6,19; por otra parte, la fórmula «irse» o «seguir tras él» aparece repetidamente en la escena de la llamada de Eliseo por el profeta Elías (1 Re 19,19-21). Jesús se presenta, por tanto, como profeta y su llamada promete la comunicación a sus seguidores del Espíritu profético. El texto relata la vocación de dos parejas de hermanos. Primeramente Simón y Andrés que en Mt 10 encabezarán la lista de los "doce discípulos", y luego Juan y Santiago, los dos hijos del Zebedeo que también allí se mencionan a continuación. Sólo en esta última lista, Mateo los llama "apóstoles", nombre exigido por el contexto del discurso de misión que sigue a continuación. Esta tendencia del evangelista deriva de sus preocupaciones eclesiales centradas en las personas poseedoras de carismas relacionados con el anuncio: sabios, profetas, escribas (cf Mt 23,34). Por ello la vocación de los cuatros hermanos se modela a partir de la vocación profética de Eliseo. En uno y otro caso un profeta de paso encuentra a individuos ocupados en su trabajo, a los que dirige una invitación al seguimiento. En ambos casos se concluye con el seguimiento de aquellos individuos convertidos de esa forma en discípulos del profeta. El recurso a la vocación de Eliseo se fundamenta en un doble motivo: El relato de 1Re 19,19-21 es el cumplimiento por parte de Elías de la orden dada por Dios en 1 Re 19,15-16 para continuar su misión. Según esto, la obra de Eliseo no es más que una continuación de la obra de su maestro. En segundo lugar, Elías es el profeta cuya venida es un signo de la instauración del Reino de Dios. La figura de Andrés, por tanto, se inscribe en una línea de discipulado profético que no es más que continuación de la misión de Jesús. La vocación de Jesús en su bautismo y la vocación de Elías en 1 Re 19,1-14 tienen como finalidad la actuación del Reino de Dios. Esa vocación se describe como un cambio de tarea. El cambio de la naturaleza de la pesca es coherente con las imágenes usadas en Mt 9,35-38, en dónde se recurre a la tarea agrícola y ganadera: necesidad de obreros para la cosecha ya pronta y desorientación de la gente semejante a la de las ovejas sin pastor. La iniciativa parte de Jesús (o de Elías) y es necesaria para emprender la tarea. En Andrés, Pedro, Santiago y Juan queda la posibilidad del rechazo de la invitación, o como aparece en el relato, de su aceptación. Pero para esa aceptación se exige la adopción de un estilo que sólo puede ser definido como seguimiento en cuanto consiste en la adopción de la itinerancia de Jesús y el recorrido del mismo camino de éste. La nueva tarea puede definirse como una obra de salvación en cuanto se busca capacitar al discípulo para convertirse en "pescador de seres humanos". La imagen parece aludir al río de aguas vivificadoras que salen del Templo en Ez 47 donde "habrá peces en abundancia... habrá vida dondequiera que llegue la corriente. Se pondrán pescadores a sus orillas" (Ez 47,9-10). La llamada de Andrés, y de sus compañeros, se inscribe entonces en la producción de vida para la humanidad y para toda la creación. Compartiendo el proyecto de Jesús encuentran la fuerza de realizar su misión. Gracias a los discípulos, el Reino se hace presente en la vida de los hombres y se lleva a plenitud la misión profética de Jesús. El futuro de Dios se anticipa y se hace presente en medio de la existencia humana (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Por otra parte, el oficio de los hermanos (pescadores) y la metáfora de Jesús «pescadores de hombres» aluden a Ez 47,10, donde se utiliza también la metáfora de los pescadores que recogerán una pesca abundante. El texto griego de los LXX pone este pasaje en relación con Galilea (Ez 47,8). La mención anterior del mar/lago, la del oficio de pescadores y la metáfora usada por Jesús esclarecen el significado de la frase: Jesús llama a una misión profética, que pretenderá atraer a los hombres, tanto judíos como paganos (el mar como frontera), y cuyo éxito está asegurado. La respuesta de los dos hermanos es inmediata. Aparece por primera vez el verbo «seguir», que, referido a discípulos, indicará la adhesión a la persona de Jesús y la colaboración en su misión. A los que lo siguen, Jesús no pide «la enmienda» (4,17); la adhesión a su persona y programa supera con mucho las exigencias de aquélla; comporta una ruptura con la vida anterior, un cambio radical, para entregarse a procurar el bien del hombre.
vv. 21-22: La segunda escena se describe más escuetamente que la primera, pero tiene el mismo significado. Estos dos hermanos es tan unidos no sólo por su vínculo de hermandad, sino también por la presencia de un padre común. En el evangelio, «el padre» representa la autoridad que transmite una tradición. Jesús no ha tenido padre humano, no está condicionado por una tradición anterior; sus discípulos abandonan al padre humano; en lo sucesivo, como Jesús mismo, no deberán reconocer más que al Padre del cielo (23,9).
El apóstol Andrés, humilde pescador de Galilea, deja sus redes para ser pescador de hombres. Es también el discípulo de Juan Bautista, que apenas descubre a Jesús, va detrás de él y se queda con él todo el día. Este encuentro es tan importante para él, que se acuerda hasta de la hora: "era más o menos las 4 de la tarde" (Jn 1,39). Andrés llama a su hermano Simón Pedro y confiesa a Jesús como Mesías (Jn 1,40-41). Forma con Pedro, Santiago y Juan el núcleo de los 12 Apóstoles, a los únicos que Jesús revela su visión apocalíptica de la historia (Mc 13). Posiblemente también es un núcleo importante en la misión apostólica en el mundo griego. Andrés, según el significado de su nombre, es "el varón", el nuevo "adán", que representa la vocación de la humanidad a ser discípula de Jesús. Andrés debe recordarnos nuestra vocación de apóstoles, los orígenes apostólicos de las primeras comunidades y el testimonio y martirio que la mayoría de los primeros discípulos sufrieron por causa de la Palabra de Dios y del Reino. La Iglesia está construida sobre "el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo" (Ef 2, 20). También la muralla de la Nueva Jerusalén, que baja del cielo, "se asienta sobre 12 piedras, que llevan los nombres de los 12 Apóstoles del Cordero" (Ap 21,14). La Nueva Jerusalén representa la nueva organización social de la humanidad, que baja del cielo a la tierra. En ella no hay santuario alguno, porque Dios es su santuario. Los apóstoles son el fundamento de esta visión futura de la humanidad (J. Mateos-F. Camacho).
El Apóstol Andrés es un hombre sencillo, tal vez también pescador como su hermano Simón, buscador de la verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el Bautista. No importa de dónde viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo que conocemos de él en el Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a hacer es convertirse en un anunciador de Cristo a otros.
"He ahí el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le dicen: ¿Dónde vives? Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis". Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal, pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir mártir de su fe en Cristo.
"Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro. Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios, a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar) quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad. ¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir, mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
"Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12,20). Se refieren estas palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se acercaron a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los dos Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres con Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede haber labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios, pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta. El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo. En primer lugar, tenemos que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas responsabilidades, como padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una sociedad que nos necesita, lo más importante y sano es la preocupación que nos debe acompañar en todo momento por el bien espiritual de las personas que nos rodean, especialmente cuando se trata además de personas que dependen de nosotros. Constituye un espectáculo triste el ver a tantos padres de familia preocupados únicamente del bien material de sus hijos, el ver a tantos empresarios que se olvidan del bienestar espiritual de sus equipos de trabajo, el ver a tantos seres humanos ocupados y preocupados solo del futuro material del planeta, el ver a tantos hombres vivir de espaldas a la realidad más trascendente: la salvación de los demás. El hombre cristiano y creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia y decisión, comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no solamente proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a Dios. Es necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y crueles que la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El verdadero apostolado cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos a los pobres, en organizar colectas de solidaridad para las desgracias del Tercer Mundo, en sentir compasión por los afligidos por las catástrofes, solamente. El verdadero apostolado se realiza en la medida en que toda acción, cualquiera que sea su naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso a quienes están podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede colmar el corazón humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el bien material de sus hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el verdadero?
Hay un tema en la formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación con este objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo o de inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al espíritu impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El respeto humano puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio de ella, a inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no tienen interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios. En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia no son para tanto.
Andrés era discípulo de Juan el Bautista, quien después de oír la definición que de Jesús da Juan –“he ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”- y luego de un breve diálogo con Jesús, se va con él (Jn 1,35-40). En el mismo cuarto evangelio encontramos una nueva noticia de Andrés: en Jn 12,22 aparece con Felipe haciendo de “mediador” (¿interprete?) entre Jesús y unos griegos que querían hablar con él. De aquí podemos concluir que Andrés era un judío helenista, es decir, que hablaba el griego, cosa muy frecuente entre los habitantes de Galilea, particularmente entre los de las ciudades ribereñas del lago. Por el mismo evangelista Juan nos enteramos de que Andrés era de Betsaida (Jn 1,44), pero probablemente se había trasladado a Cafarnún con su hermano Simón “llamado Pedro”. Si admitimos que Andrés era un helenista, podremos comprender con facilidad el papel que pudo haber desempeñado en la tarea de propagación del evangelio entre los gentiles y paganos de habla griega; aunque de hecho, la tradición cristiana de este tiempo no nos arroja datos sobre la actividad efectiva del apóstol. Con motivo, pues, de la festividad del apóstol Andrés nos encontramos hoy con la narración mateana de su vocación al discipulado. Tanto para Marcos como para Mateo, el llamado de los cuatro primeros discípulos, entre ellos Andrés, está precedida de un par de versículos redaccionales que nos dan noticia de la actividad evangelizadora de Jesús (Mc 1,16-17; Mt 4,17), y al mismo tiempo establecen la transición entre el bautismo/tentaciones e inicio del ministerio público. No hay noticias sobre la realización de ningún tipo de signo por parte de Jesús antes de comenzar a formar su “equipo” de seguidores. Es como si Jesús tuviera en mente dos tareas fundamentales: por una parte comenzar “ya” el anuncio/realización del reino, y por la otra, comenzar “ya” el proceso formativo de los futuros testigos del anuncio y la realización de ese reino. He ahí la razón de ser de la elección al discipulado: no se trata de llamar a simples acompañantes; tampoco se trata de un mero requisito formal. Sabemos que un judío que quería ser rabino debía tener por lo menos un grupo de cinco discípulos para poder llamarse como tal. Marcos nos da la justificación precisa del por qué Jesús elige para sí un grupo de seguidores (Mc 3,13-14): a) para que estuvieran con él (v 14a); b), para enviarlos a predicar (v 14b); c) para que tuvieran (adquirieran) el poder de expulsar demonios (v 15) y curar a los enfermos (cf Mc 6,13). Una vez conformado el grupo de quienes serán testigos, el evangelio comienza a darnos noticia sobre la actividad de Jesús tanto en palabras como en obras. Y con ello entendemos que ahí se va formando el discípulo. Desde el comienzo, el discípulo es alguien que está llamado a una experiencia de “tiempo completo” con Jesús. En la cotidianidad del maestro va aprendiendo el discípulo al tiempo que se va configurando en él el sentido final de su vocación: ser testigo y continuador de la obra del maestro. Ese es el papel que asumen desde el principio los discípulos. Obvio que con dudas y retrocesos en la marcha. Desempeñaron muy bien su papel en su primera práctica cuando fueron enviados de dos en dos a evangelizar (cf Mc 6,12-13); pero flaquearon en el momento definitivo: cuando Jesús fue tomado preso y condenado a muerte. Sin embargo retoman su papel después del evento pascual de Jesús, y ahí está la confirmación de su misión. El origen apostólico de la Iglesia cuenta, entonces con esa doble faceta: la decisión de unos hombres de “retomar” su vocación, y por otro lado, la fuerza y el respaldo del Padre que decide avalar sin límites la obra de su hijo. Esto último es lo más importante, pues replantea el punto de origen de la autoridad y validez de la autoridad de nuestra Iglesia hoy. La vigencia de la vocación apostólica nos la hace ver san Pablo, quien es conciente de que el anuncio del evangelio es un dinamismo permanente que no puede darse treguas, pues siempre habrá hombres y mujeres necesitados de escuchar el mensaje, urgidos de conocer lo que no conocen porque nadie se lo hace saber. A la luz de ello, la vocación apostólica de nuestra Iglesia tendría que aclararse cada vez más, para dejar a un lado pretensiones que hacen de ella un institución imprescindible en la obra de la salvación. Lo que sí es imprescindible es la firmeza y el coraje con que cada día tiene que ser más testigo de Jesús resucitado al estilo de los primeros discípulos.
Es maravilloso leer que ellos lo dejaron todo y le siguieron “al instante”, palabras que se repiten en ambos casos. A Jesús no se le ha de decir: “después”, “más adelante”, “ahora tengo demasiado trabajo”... También a cada uno de nosotros —a todos los cristianos— Jesús nos pide cada día que pongamos a su servicio todo lo que somos y tenemos —esto significa dejarlo todo, no tener nada como propio— para que, viviendo con Él las tareas de nuestro trabajo profesional y de nuestra familia, seamos “pescadores de hombres”. ¿Qué quiere decir “pescadores de hombres”? Una bonita respuesta puede ser un comentario de san Juan Crisóstomo. Este Padre y Doctor de la Iglesia dice que Andrés no sabía explicarle bien a su hermano Pedro quién era Jesús y, por esto, «lo llevó a la misma fuente de la luz», que es Jesucristo. “Pescar hombres” quiere decir ayudar a quienes nos rodean en la familia y en el trabajo a que encuentren a Cristo que es la única luz para nuestro camino (Lluís Clavell).
«Oh buena cruz, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió». Con estas palabras, según cuenta la tradición, finalizaba sus días en este mundo el apóstol San Andrés… Era el colofón de una vida entregada a Jesucristo.
No importa el origen: Judío o Gentil, todos estamos llamados a ir tras las huellas de Cristo. Todo se aprende en la vida bajo la guía de un buen maestro. El Señor quiere hacernos pescadores de hombres. Es necesario vivir constantemente como discípulos suyos, si queremos ser eficaces en el anuncio del Evangelio de salvación. El Señor no nos desligará de nuestros deberes temporales; pero nos quiere, en medio del mundo, como un fermento de santidad. Por eso nos hemos de dejar llenar por la Vida que procede de Dios, y poseer por su Espíritu Santo. Muchos permanecen ligados a sus egoísmos, y difícilmente lo podrán dejar todo para ponerse en camino para salvar a su prójimo, pues lo único que buscan son sus propios intereses, y no quieren perder su seguridad, la que han puesto en la acumulación de bienes temporales. Sin embargo hemos de admirar a quienes toman en serio su fe y el llamado que Dios les hace para no vivir una fe intimista, sino una fe que les ponga en camino para continuar la obra del Señor: Buscar la oveja descarriada para llevarla de vuelta al redil; pues la Iglesia, al igual que su Señor, ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido.
Para que realmente anunciemos a Cristo en cualquier ambiente y circunstancia en que se desarrolle nuestra vida, el Señor nos reúne en torno suyo para que celebremos el Misterio de su amor por nosotros. Él se ha puesto en camino para salvarnos; Él es el primero que ha lanzado las redes para liberarnos y rescatarnos del abismo, simbolizado en el mar. Y Él nos quiere en camino, pues su Iglesia debe continuar siendo salvación para toda la humanidad, hasta el final del tiempo. Seguir a Cristo nos hace cercanos a Él. Su Evangelio, meditado con amor, debe tomar carne en nosotros. Así la Iglesia es el Memorial de la Palabra, que continúa su encarnación en el mundo para conducir a todos al Padre. Al entrar en comunión de Vida y de Espíritu con Cristo Él quiere que, unidos a los apóstoles, todos cumplamos con la misión que nos ha confiado. La Iglesia, construida en torno a la Eucaristía, da testimonio del Señor mediante sus palabras, obras, actitudes y vida misma. La participación en la Eucaristía nos hace personas amorosamente entregadas en pro de la salvación del mundo entero. Vivamos, así, nuestro compromiso con Cristo y con el mundo al que hemos sido enviados, no para condenarlo, sino para salvarlo.
¿Qué hemos dejado para echarnos a andar tras las huellas de Cristo? No podemos continuar cargados de nuestras maldades y miserias. Hay muchas cosas que nos han atrapado y nos han vuelto egoístas, injustos y violentos. Seguir a Cristo nos hace, antes que nada, contemplar la forma en que nos salvó, pues quiso hacerse pobre, para enriquecernos con su pobreza; se hizo cercano a todos para salvarlos. Finalmente es el Dios-con-nosotros. El que no conoce a Cristo; el que ignora la Escritura; el que trabaja desplazando a Cristo de su vida; el que se convierte en salvador de la humanidad al margen de Cristo y de los criterios del Evangelio, no puede arrogarse para sí, el título de hijo de Dios, pues todo lo que haga para que el mundo sea más recto y justo utilizando la violencia y la destrucción de los que considera malvados en lugar de salvarlos estará indicando que en lugar de ser hijo de Dios es hijo del Autor y Padre de la mentira, del pecado y de la muerte. No podemos hacer relecturas del Evangelio conforme a nuestros criterios. No podemos justificar nuestras injusticias interpretando la Escritura a nuestra conveniencia. El Señor nos pide fidelidad a Él, mediante la Doctrina transmitida a nosotros por medio de los apóstoles y sus sucesores. Si queremos realmente trabajar por la salvación de los demás, aprendamos a conocer a Cristo y vivamos, con gran amor, nuestra fidelidad a su Iglesia.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no sólo invocarlo, sino de dar testimonio de Él mediante un auténtico amor activo a favor de la salvación de nuestro prójimo. Amén (Homiliacatolica.com).
Podemos acabar con un breve apunte piadoso. Aunque no vamos a tratar aquí de la Novena a la Inmaculada, pues para esta devoción ya dedicaremos otro lugar, hoy comienza esta piadosa costumbre tan bonita. Un buen hijo siempre se alegra de las fiestas de su Madre, pero esta es especialmente bonita. Es bueno dejar que el corazón se expansione, que de ahí broten los afectos, y las jaculatorias, y el deseo de mejorar en la lucha. Que estos días pongamos más esfuerzo en la pelea ascética, en el afán por acercarse a Dios, en las obras para agradar a la Santísima Virgen. Acercarse a la virgen, y por ella a jesús. Con ella todo cobra más esperanza, y con ella más alegría y por tanto más fuerza, con más amor de Dios, más cercanía a Jesús.
Es bueno tener la propia experiencia de su amor materno, estos días vivir de modo más delicado algún detalle de piedad, mejorar lo que hacemos habitualmente, poner por ejemplo más esfuerzo en el trabajo, más lucha en rechazar las distracciones en la oración y aliñar todo con María, poner a la Virgen en todo y para todo, hacer todo como “al baño María” bien metidos en su corazón. Ofrecerle cada dia un obsequio. Puede ser una virtud concreta, un detalle de amor.
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 10,9-18. Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación. Dice la Escritura: «Nadie que cree en él quedará defraudado.» Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.» Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!» Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice Isaías: «Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario: «A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje.»
Salmo 18,2-3.4-5. R. A toda la tierra alcanza su pregón.
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje.
Evangelio según san Mateo 4,18-22. En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Comentario: 1. Rom. 10, 9-18. La voz de los mensajeros ha resonado en todo el mundo, y sus palabras han llegado hasta el último rincón de la tierra. Nada ni nadie puede quedarse sin el anuncio del Evangelio, conforme a la voluntad de Cristo, nuestro Dios y Salvador. Él quiere salvar a todas las personas, y que lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso nos podemos crear una Iglesia de santos que excluyan a los pecadores para atraerlos a la salvación. No podemos trabajar por una iglesia de clases, en la que los que tienen todo dan algo de lo suyo a los más desprotegidos, pero olvidan trabajar por devolverles realmente su dignidad humana y de hijos de Dios. Cristo ha venido a salvar todo lo que se había perdido. Esa es la misma misión que ha confiado a su Iglesia. Por eso, si en verdad queremos ser mensajeros del Evangelio debemos darlo todo, con tal de ganar a todos para Cristo. No nos encerremos en grupos que, probablemente nos confortan por su respuesta comprometida a la fe. Vayamos a las ovejas perdidas, descarriadas; salgamos a buscarlas por los montes, pues todos tienen derecho a conocer a Cristo y a disfrutar de su Vida y de su Espíritu. Sólo entonces no sólo confesaremos el Nombre de Dios con los labios, sino con las obras y la vida misma. Entonces la Iglesia se convertirá en el Evangelio, en la Buena Noticia del amor del Padre para la humanidad entera.
2. Sal. 19 (18). Nosotros somos obra de las manos de Dios. Hechos a su imagen y semejanza, y elevados a la dignidad de hijos suyos, hemos de ser una manifestación de su presencia salvadora en el mundo. Hay muchos signos de amor y de misericordia en el mundo entero. Muchos lo entregan todo por sus hermanos en desgracia. Cuando surgen desgracias naturales todos nos solidarizamos con los afectados para arriesgar incluso nuestra vida por ellos. Esta es la forma como tratamos de hacer cercano a Dios en medio de los suyos, pues nosotros somos la imagen de su amor y de su misericordia para los que nos rodean. Sin embargo no faltan quienes piensan sólo en sus propios intereses; y no sólo pasan de largo ante el sufrimiento ajeno, sino que son causa del mismo; y, aún cuando tal vez sean puntuales en el culto a Dios, su vida no puede considerarse como una alabanza al Nombre Divino, sino más bien ocasión de que el Nombre del Señor sea denigrado ante las naciones. Procuremos vivir con la máxima fidelidad la fe que hemos depositado en Cristo Jesús.
3. La llamada de estas dos parejas de hermanos será el paradigma de toda llamada en Mt. Jesús camina junto al lago/mar de Galilea, en la frontera marítima con los pueblos paganos. Esta localización ilumina la escena: los hombres que habrá que pescar serán lo mismo judíos que paganos. Ve a dos hermanos, y Mt insiste en este vínculo de hermandad. Se tiene aquí una alusión a Ez 47,13s, donde se anuncia el futuro reparto de la tierra a partes iguales; la expresión original para indicar la igualdad está muy próxima de la usada por Mt: «cada uno como su hermano». La insistencia, pues, en el vínculo de hermandad (más acusado aún que en Mc 1,16-21a) indica que la nueva tierra prometida, «el reinado de Dios» anunciado por Jesús inmediatamente antes (4,17), será herencia o patrimonio común de todos sus seguidores, sin privilegio alguno. Los hermanos son designados por sus nombres, Simón y Andrés, pero el primero lleva ya una adición: «al que llaman 'Piedra' (Pedro)». No se indica que haya sido Jesús quien le ha dado tal sobrenombre (cf 16,18).
La invitación de Jesús a los dos hermanos se expresa con la frase «Veníos detrás de mí» (cf Mc 1,17.20); la expresión se encuentra en boca de Eliseo en 2 Re 6,19; por otra parte, la fórmula «irse» o «seguir tras él» aparece repetidamente en la escena de la llamada de Eliseo por el profeta Elías (1 Re 19,19-21). Jesús se presenta, por tanto, como profeta y su llamada promete la comunicación a sus seguidores del Espíritu profético. El texto relata la vocación de dos parejas de hermanos. Primeramente Simón y Andrés que en Mt 10 encabezarán la lista de los "doce discípulos", y luego Juan y Santiago, los dos hijos del Zebedeo que también allí se mencionan a continuación. Sólo en esta última lista, Mateo los llama "apóstoles", nombre exigido por el contexto del discurso de misión que sigue a continuación. Esta tendencia del evangelista deriva de sus preocupaciones eclesiales centradas en las personas poseedoras de carismas relacionados con el anuncio: sabios, profetas, escribas (cf Mt 23,34). Por ello la vocación de los cuatros hermanos se modela a partir de la vocación profética de Eliseo. En uno y otro caso un profeta de paso encuentra a individuos ocupados en su trabajo, a los que dirige una invitación al seguimiento. En ambos casos se concluye con el seguimiento de aquellos individuos convertidos de esa forma en discípulos del profeta. El recurso a la vocación de Eliseo se fundamenta en un doble motivo: El relato de 1Re 19,19-21 es el cumplimiento por parte de Elías de la orden dada por Dios en 1 Re 19,15-16 para continuar su misión. Según esto, la obra de Eliseo no es más que una continuación de la obra de su maestro. En segundo lugar, Elías es el profeta cuya venida es un signo de la instauración del Reino de Dios. La figura de Andrés, por tanto, se inscribe en una línea de discipulado profético que no es más que continuación de la misión de Jesús. La vocación de Jesús en su bautismo y la vocación de Elías en 1 Re 19,1-14 tienen como finalidad la actuación del Reino de Dios. Esa vocación se describe como un cambio de tarea. El cambio de la naturaleza de la pesca es coherente con las imágenes usadas en Mt 9,35-38, en dónde se recurre a la tarea agrícola y ganadera: necesidad de obreros para la cosecha ya pronta y desorientación de la gente semejante a la de las ovejas sin pastor. La iniciativa parte de Jesús (o de Elías) y es necesaria para emprender la tarea. En Andrés, Pedro, Santiago y Juan queda la posibilidad del rechazo de la invitación, o como aparece en el relato, de su aceptación. Pero para esa aceptación se exige la adopción de un estilo que sólo puede ser definido como seguimiento en cuanto consiste en la adopción de la itinerancia de Jesús y el recorrido del mismo camino de éste. La nueva tarea puede definirse como una obra de salvación en cuanto se busca capacitar al discípulo para convertirse en "pescador de seres humanos". La imagen parece aludir al río de aguas vivificadoras que salen del Templo en Ez 47 donde "habrá peces en abundancia... habrá vida dondequiera que llegue la corriente. Se pondrán pescadores a sus orillas" (Ez 47,9-10). La llamada de Andrés, y de sus compañeros, se inscribe entonces en la producción de vida para la humanidad y para toda la creación. Compartiendo el proyecto de Jesús encuentran la fuerza de realizar su misión. Gracias a los discípulos, el Reino se hace presente en la vida de los hombres y se lleva a plenitud la misión profética de Jesús. El futuro de Dios se anticipa y se hace presente en medio de la existencia humana (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Por otra parte, el oficio de los hermanos (pescadores) y la metáfora de Jesús «pescadores de hombres» aluden a Ez 47,10, donde se utiliza también la metáfora de los pescadores que recogerán una pesca abundante. El texto griego de los LXX pone este pasaje en relación con Galilea (Ez 47,8). La mención anterior del mar/lago, la del oficio de pescadores y la metáfora usada por Jesús esclarecen el significado de la frase: Jesús llama a una misión profética, que pretenderá atraer a los hombres, tanto judíos como paganos (el mar como frontera), y cuyo éxito está asegurado. La respuesta de los dos hermanos es inmediata. Aparece por primera vez el verbo «seguir», que, referido a discípulos, indicará la adhesión a la persona de Jesús y la colaboración en su misión. A los que lo siguen, Jesús no pide «la enmienda» (4,17); la adhesión a su persona y programa supera con mucho las exigencias de aquélla; comporta una ruptura con la vida anterior, un cambio radical, para entregarse a procurar el bien del hombre.
vv. 21-22: La segunda escena se describe más escuetamente que la primera, pero tiene el mismo significado. Estos dos hermanos es tan unidos no sólo por su vínculo de hermandad, sino también por la presencia de un padre común. En el evangelio, «el padre» representa la autoridad que transmite una tradición. Jesús no ha tenido padre humano, no está condicionado por una tradición anterior; sus discípulos abandonan al padre humano; en lo sucesivo, como Jesús mismo, no deberán reconocer más que al Padre del cielo (23,9).
El apóstol Andrés, humilde pescador de Galilea, deja sus redes para ser pescador de hombres. Es también el discípulo de Juan Bautista, que apenas descubre a Jesús, va detrás de él y se queda con él todo el día. Este encuentro es tan importante para él, que se acuerda hasta de la hora: "era más o menos las 4 de la tarde" (Jn 1,39). Andrés llama a su hermano Simón Pedro y confiesa a Jesús como Mesías (Jn 1,40-41). Forma con Pedro, Santiago y Juan el núcleo de los 12 Apóstoles, a los únicos que Jesús revela su visión apocalíptica de la historia (Mc 13). Posiblemente también es un núcleo importante en la misión apostólica en el mundo griego. Andrés, según el significado de su nombre, es "el varón", el nuevo "adán", que representa la vocación de la humanidad a ser discípula de Jesús. Andrés debe recordarnos nuestra vocación de apóstoles, los orígenes apostólicos de las primeras comunidades y el testimonio y martirio que la mayoría de los primeros discípulos sufrieron por causa de la Palabra de Dios y del Reino. La Iglesia está construida sobre "el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo" (Ef 2, 20). También la muralla de la Nueva Jerusalén, que baja del cielo, "se asienta sobre 12 piedras, que llevan los nombres de los 12 Apóstoles del Cordero" (Ap 21,14). La Nueva Jerusalén representa la nueva organización social de la humanidad, que baja del cielo a la tierra. En ella no hay santuario alguno, porque Dios es su santuario. Los apóstoles son el fundamento de esta visión futura de la humanidad (J. Mateos-F. Camacho).
El Apóstol Andrés es un hombre sencillo, tal vez también pescador como su hermano Simón, buscador de la verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el Bautista. No importa de dónde viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo que conocemos de él en el Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a hacer es convertirse en un anunciador de Cristo a otros.
"He ahí el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le dicen: ¿Dónde vives? Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis". Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal, pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir mártir de su fe en Cristo.
"Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro. Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios, a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar) quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad. ¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir, mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
"Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12,20). Se refieren estas palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se acercaron a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los dos Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres con Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede haber labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios, pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta. El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo. En primer lugar, tenemos que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas responsabilidades, como padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una sociedad que nos necesita, lo más importante y sano es la preocupación que nos debe acompañar en todo momento por el bien espiritual de las personas que nos rodean, especialmente cuando se trata además de personas que dependen de nosotros. Constituye un espectáculo triste el ver a tantos padres de familia preocupados únicamente del bien material de sus hijos, el ver a tantos empresarios que se olvidan del bienestar espiritual de sus equipos de trabajo, el ver a tantos seres humanos ocupados y preocupados solo del futuro material del planeta, el ver a tantos hombres vivir de espaldas a la realidad más trascendente: la salvación de los demás. El hombre cristiano y creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia y decisión, comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no solamente proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a Dios. Es necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y crueles que la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El verdadero apostolado cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos a los pobres, en organizar colectas de solidaridad para las desgracias del Tercer Mundo, en sentir compasión por los afligidos por las catástrofes, solamente. El verdadero apostolado se realiza en la medida en que toda acción, cualquiera que sea su naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso a quienes están podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede colmar el corazón humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el bien material de sus hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el verdadero?
Hay un tema en la formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación con este objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo o de inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al espíritu impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El respeto humano puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio de ella, a inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no tienen interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios. En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia no son para tanto.
Andrés era discípulo de Juan el Bautista, quien después de oír la definición que de Jesús da Juan –“he ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”- y luego de un breve diálogo con Jesús, se va con él (Jn 1,35-40). En el mismo cuarto evangelio encontramos una nueva noticia de Andrés: en Jn 12,22 aparece con Felipe haciendo de “mediador” (¿interprete?) entre Jesús y unos griegos que querían hablar con él. De aquí podemos concluir que Andrés era un judío helenista, es decir, que hablaba el griego, cosa muy frecuente entre los habitantes de Galilea, particularmente entre los de las ciudades ribereñas del lago. Por el mismo evangelista Juan nos enteramos de que Andrés era de Betsaida (Jn 1,44), pero probablemente se había trasladado a Cafarnún con su hermano Simón “llamado Pedro”. Si admitimos que Andrés era un helenista, podremos comprender con facilidad el papel que pudo haber desempeñado en la tarea de propagación del evangelio entre los gentiles y paganos de habla griega; aunque de hecho, la tradición cristiana de este tiempo no nos arroja datos sobre la actividad efectiva del apóstol. Con motivo, pues, de la festividad del apóstol Andrés nos encontramos hoy con la narración mateana de su vocación al discipulado. Tanto para Marcos como para Mateo, el llamado de los cuatro primeros discípulos, entre ellos Andrés, está precedida de un par de versículos redaccionales que nos dan noticia de la actividad evangelizadora de Jesús (Mc 1,16-17; Mt 4,17), y al mismo tiempo establecen la transición entre el bautismo/tentaciones e inicio del ministerio público. No hay noticias sobre la realización de ningún tipo de signo por parte de Jesús antes de comenzar a formar su “equipo” de seguidores. Es como si Jesús tuviera en mente dos tareas fundamentales: por una parte comenzar “ya” el anuncio/realización del reino, y por la otra, comenzar “ya” el proceso formativo de los futuros testigos del anuncio y la realización de ese reino. He ahí la razón de ser de la elección al discipulado: no se trata de llamar a simples acompañantes; tampoco se trata de un mero requisito formal. Sabemos que un judío que quería ser rabino debía tener por lo menos un grupo de cinco discípulos para poder llamarse como tal. Marcos nos da la justificación precisa del por qué Jesús elige para sí un grupo de seguidores (Mc 3,13-14): a) para que estuvieran con él (v 14a); b), para enviarlos a predicar (v 14b); c) para que tuvieran (adquirieran) el poder de expulsar demonios (v 15) y curar a los enfermos (cf Mc 6,13). Una vez conformado el grupo de quienes serán testigos, el evangelio comienza a darnos noticia sobre la actividad de Jesús tanto en palabras como en obras. Y con ello entendemos que ahí se va formando el discípulo. Desde el comienzo, el discípulo es alguien que está llamado a una experiencia de “tiempo completo” con Jesús. En la cotidianidad del maestro va aprendiendo el discípulo al tiempo que se va configurando en él el sentido final de su vocación: ser testigo y continuador de la obra del maestro. Ese es el papel que asumen desde el principio los discípulos. Obvio que con dudas y retrocesos en la marcha. Desempeñaron muy bien su papel en su primera práctica cuando fueron enviados de dos en dos a evangelizar (cf Mc 6,12-13); pero flaquearon en el momento definitivo: cuando Jesús fue tomado preso y condenado a muerte. Sin embargo retoman su papel después del evento pascual de Jesús, y ahí está la confirmación de su misión. El origen apostólico de la Iglesia cuenta, entonces con esa doble faceta: la decisión de unos hombres de “retomar” su vocación, y por otro lado, la fuerza y el respaldo del Padre que decide avalar sin límites la obra de su hijo. Esto último es lo más importante, pues replantea el punto de origen de la autoridad y validez de la autoridad de nuestra Iglesia hoy. La vigencia de la vocación apostólica nos la hace ver san Pablo, quien es conciente de que el anuncio del evangelio es un dinamismo permanente que no puede darse treguas, pues siempre habrá hombres y mujeres necesitados de escuchar el mensaje, urgidos de conocer lo que no conocen porque nadie se lo hace saber. A la luz de ello, la vocación apostólica de nuestra Iglesia tendría que aclararse cada vez más, para dejar a un lado pretensiones que hacen de ella un institución imprescindible en la obra de la salvación. Lo que sí es imprescindible es la firmeza y el coraje con que cada día tiene que ser más testigo de Jesús resucitado al estilo de los primeros discípulos.
Es maravilloso leer que ellos lo dejaron todo y le siguieron “al instante”, palabras que se repiten en ambos casos. A Jesús no se le ha de decir: “después”, “más adelante”, “ahora tengo demasiado trabajo”... También a cada uno de nosotros —a todos los cristianos— Jesús nos pide cada día que pongamos a su servicio todo lo que somos y tenemos —esto significa dejarlo todo, no tener nada como propio— para que, viviendo con Él las tareas de nuestro trabajo profesional y de nuestra familia, seamos “pescadores de hombres”. ¿Qué quiere decir “pescadores de hombres”? Una bonita respuesta puede ser un comentario de san Juan Crisóstomo. Este Padre y Doctor de la Iglesia dice que Andrés no sabía explicarle bien a su hermano Pedro quién era Jesús y, por esto, «lo llevó a la misma fuente de la luz», que es Jesucristo. “Pescar hombres” quiere decir ayudar a quienes nos rodean en la familia y en el trabajo a que encuentren a Cristo que es la única luz para nuestro camino (Lluís Clavell).
«Oh buena cruz, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió». Con estas palabras, según cuenta la tradición, finalizaba sus días en este mundo el apóstol San Andrés… Era el colofón de una vida entregada a Jesucristo.
No importa el origen: Judío o Gentil, todos estamos llamados a ir tras las huellas de Cristo. Todo se aprende en la vida bajo la guía de un buen maestro. El Señor quiere hacernos pescadores de hombres. Es necesario vivir constantemente como discípulos suyos, si queremos ser eficaces en el anuncio del Evangelio de salvación. El Señor no nos desligará de nuestros deberes temporales; pero nos quiere, en medio del mundo, como un fermento de santidad. Por eso nos hemos de dejar llenar por la Vida que procede de Dios, y poseer por su Espíritu Santo. Muchos permanecen ligados a sus egoísmos, y difícilmente lo podrán dejar todo para ponerse en camino para salvar a su prójimo, pues lo único que buscan son sus propios intereses, y no quieren perder su seguridad, la que han puesto en la acumulación de bienes temporales. Sin embargo hemos de admirar a quienes toman en serio su fe y el llamado que Dios les hace para no vivir una fe intimista, sino una fe que les ponga en camino para continuar la obra del Señor: Buscar la oveja descarriada para llevarla de vuelta al redil; pues la Iglesia, al igual que su Señor, ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido.
Para que realmente anunciemos a Cristo en cualquier ambiente y circunstancia en que se desarrolle nuestra vida, el Señor nos reúne en torno suyo para que celebremos el Misterio de su amor por nosotros. Él se ha puesto en camino para salvarnos; Él es el primero que ha lanzado las redes para liberarnos y rescatarnos del abismo, simbolizado en el mar. Y Él nos quiere en camino, pues su Iglesia debe continuar siendo salvación para toda la humanidad, hasta el final del tiempo. Seguir a Cristo nos hace cercanos a Él. Su Evangelio, meditado con amor, debe tomar carne en nosotros. Así la Iglesia es el Memorial de la Palabra, que continúa su encarnación en el mundo para conducir a todos al Padre. Al entrar en comunión de Vida y de Espíritu con Cristo Él quiere que, unidos a los apóstoles, todos cumplamos con la misión que nos ha confiado. La Iglesia, construida en torno a la Eucaristía, da testimonio del Señor mediante sus palabras, obras, actitudes y vida misma. La participación en la Eucaristía nos hace personas amorosamente entregadas en pro de la salvación del mundo entero. Vivamos, así, nuestro compromiso con Cristo y con el mundo al que hemos sido enviados, no para condenarlo, sino para salvarlo.
¿Qué hemos dejado para echarnos a andar tras las huellas de Cristo? No podemos continuar cargados de nuestras maldades y miserias. Hay muchas cosas que nos han atrapado y nos han vuelto egoístas, injustos y violentos. Seguir a Cristo nos hace, antes que nada, contemplar la forma en que nos salvó, pues quiso hacerse pobre, para enriquecernos con su pobreza; se hizo cercano a todos para salvarlos. Finalmente es el Dios-con-nosotros. El que no conoce a Cristo; el que ignora la Escritura; el que trabaja desplazando a Cristo de su vida; el que se convierte en salvador de la humanidad al margen de Cristo y de los criterios del Evangelio, no puede arrogarse para sí, el título de hijo de Dios, pues todo lo que haga para que el mundo sea más recto y justo utilizando la violencia y la destrucción de los que considera malvados en lugar de salvarlos estará indicando que en lugar de ser hijo de Dios es hijo del Autor y Padre de la mentira, del pecado y de la muerte. No podemos hacer relecturas del Evangelio conforme a nuestros criterios. No podemos justificar nuestras injusticias interpretando la Escritura a nuestra conveniencia. El Señor nos pide fidelidad a Él, mediante la Doctrina transmitida a nosotros por medio de los apóstoles y sus sucesores. Si queremos realmente trabajar por la salvación de los demás, aprendamos a conocer a Cristo y vivamos, con gran amor, nuestra fidelidad a su Iglesia.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no sólo invocarlo, sino de dar testimonio de Él mediante un auténtico amor activo a favor de la salvación de nuestro prójimo. Amén (Homiliacatolica.com).
Podemos acabar con un breve apunte piadoso. Aunque no vamos a tratar aquí de la Novena a la Inmaculada, pues para esta devoción ya dedicaremos otro lugar, hoy comienza esta piadosa costumbre tan bonita. Un buen hijo siempre se alegra de las fiestas de su Madre, pero esta es especialmente bonita. Es bueno dejar que el corazón se expansione, que de ahí broten los afectos, y las jaculatorias, y el deseo de mejorar en la lucha. Que estos días pongamos más esfuerzo en la pelea ascética, en el afán por acercarse a Dios, en las obras para agradar a la Santísima Virgen. Acercarse a la virgen, y por ella a jesús. Con ella todo cobra más esperanza, y con ella más alegría y por tanto más fuerza, con más amor de Dios, más cercanía a Jesús.
Es bueno tener la propia experiencia de su amor materno, estos días vivir de modo más delicado algún detalle de piedad, mejorar lo que hacemos habitualmente, poner por ejemplo más esfuerzo en el trabajo, más lucha en rechazar las distracciones en la oración y aliñar todo con María, poner a la Virgen en todo y para todo, hacer todo como “al baño María” bien metidos en su corazón. Ofrecerle cada dia un obsequio. Puede ser una virtud concreta, un detalle de amor.
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