miércoles, 9 de noviembre de 2011

Jueves de la 32ª semana de Tiempo Ordinario. La sabiduría es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios; es el Reino de Dios que

Jueves de la 32ª semana de Tiempo Ordinario. La sabiduría es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios; es el Reino de Dios que se va haciendo realidad dentro de nosotros y en la Historia

Lectura del libro de la Sabiduría 7, 22-8, 1. La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo, incoercible, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, todopoderoso, todo vigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos. La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente; por eso, nada inmundo se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a éste le releva la noche, mientras que a la sabiduría no le puede el mal. Alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto.

Salmo 118, 89. 90. 91. 130. 135. 175. R. Tu palabra, Señor, es eterna.
Tu fidelidad de generación en generación, igual que fundaste la tierra y permanece. Por tu mandamiento subsisten hasta hoy, porque todo está a tu servicio.
La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus leyes.
Que mi alma viva para alabarte, que tus mandamientos me auxilien.

Lectura del santo evangelio según san Lucas, 17, 20-25. En aquel tiempo, a unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el reino de Dios Jesús les contestó: -«El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros.» Dijo a sus discípulos: -«Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación.»

Comentario: 1.- Sb 7, 22-8,1. Hoy leemos un magnífico himno a la sabiduría. El autor acumula una letanía de alabanzas, exactamente veintiuna, cosa que los entendidos en ciencias bíblicas afirman que no es casual: es el producto de tres por siete, lo que indica plenitud y perfección. Llama la atención que diga que la sabiduría es "efluvio del poder divino", "reflejo de la luz eterna", "espejo de la actividad de Dios", "imagen de su bondad", "emanación de la gloria de Dios". La sabiduría se va personificando cada vez más. Ya se notaba esto mismo en el libro de los Proverbios y el Eclesiástico, pero aquí todavía más, subrayando su carácter divino. Se está preparando la venida de Jesús, la Palabra viviente de Dios.
Nosotros no podemos leer este hermoso elogio de la sabiduría sin pensar en Cristo Jesús: él es, no sólo el Maestro que Dios nos ha enviado, sino la Palabra misma, hecha persona: "la Palabra se hizo hombre". Él es la Sabiduría en persona. (La basílica de Santa Sofía en Estambul no está dedicada a ninguna santa, sino a la "Santa Sabiduría", que es Cristo). Pero a la vez tenemos que preguntarnos si, teniendo más luces que los creyentes del AT, estamos asimilando de hecho esta sabiduría de Dios. Cuando escuchamos la Palabra de Dios en las lecturas bíblicas, ¿vamos identificando nuestra mentalidad con la de Dios, vemos las cosas con sus mismos ojos? Cristo nos enseñó una jerarquía de valores, una lista de bienaventuranzas: se trata de que vayamos mirándonos a su espejo para ir actuando como él.
-Pues hay en la «sabiduría» un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, puro, sincero, amable... amigo de los hombres, apacible... El autor enumera así veintiuna cualidades de la sabiduría. Este elogio es como un elogio de Dios. Poco tiempo antes de Jesucristo se tiene una especie de anuncio o indicio. Jesús es la Sabiduría de Dios. En El, en Jesús, la Sabiduría de Dios descrita aquí, se encarnó verdaderamente. -La movilidad de la Sabiduría supera todo movimiento. Todo lo atraviesa y penetra. Es una visión sorprendente: Dios presente en todos y en todas partes, pero penetrando todos los seres, animando todo lo que se mueve, todo lo que vive Es preciso dejarse captar por esta visión, por esta contemplación.
-Porque es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, el reflejo de la gloria eterna, el espejo sin mancha de la actividad de Dios, la imagen de su bondad... Todo esto puede aplicarse directamente a Jesús Verdaderamente en un último esfuerzo de explicitación, la «revelación» estaba madura para atreverse a afirmar el misterio de la Trinidad: unas personas divinas, distintas y unidas. Efectivamente, muchos textos del Nuevo Testamento no harán más que repetir esas palabras para aplicarlas al Verbo encarnado (Hb 1, 3; Jn 1, 9; Col 1 15). De hecho, en estas imágenes, se tiene la idea de una actividad de Dios en el hombre. Hay que reconsiderar cada palabra empleada. "Emanación", «Reflejo», "Espejo", «Imagen»: en todas estas palabras, estamos ante una realidad que "viene de un ser", que es "distinta" y a la vez depende de este ser en el que encuentra su origen.
-La Sabiduría es única y lo puede todo. Sin salir de sí misma, renueva todas las cosas. La Sabiduría de Dios trabaja en el corazón del hombre, de todo hombre. ¡Cuán bueno es, Señor, que nos repitas esto! Con frecuencia no vemos más que los pequeños aspectos de las personas y de las situaciones. Mientras tanto se está desarrollando un misterio grandioso y divino. Uno de los esfuerzos de la oración debería penetrar en nuestro interior para «re-visar» nuestra vida desde esa nueva mirada. Descubrir a Dios obrando. Señor, ¿qué estás obrando ahora en tal... y un tal... y una tal...? ¿Qué estás «renovando» en tal persona? ¿En qué podría yo ayudarte, Señor, unirme a tu trabajo en el corazón de aquellos que me rodean?
-En todas las edades, entrando en las almas santas, la Sabiduría forma en ellas amigos de Dios y profetas. Ninguna religión se ha atrevido, hasta este punto, a concebir que la transcendencia divina podría "transmitirse" al mismo corazón del hombre. Una centella divina en el hombre. Que hace del hombre el amigo de Dios.
-La Sabiduría es más hermosa que el sol... Se despliega de un confín al otro del universo y gobierna todas las cosas. Presencia bienhechora y activa. De la que el sol no es más que un pálido símbolo. Nuestro sol, el que, sin embargo, hace crecer y anima todo viviente. Dios, Sabiduría, ayúdanos a dejarnos animar por Ti (Noel Quesson).
Salomón, el modélico rey de Israel reconoce humildemente su condición de hombre mortal, hijo de la tierra, rodeado de llantos y angustias como la humanidad entera. La realeza, el poder sobre los súbditos, la suntuosidad del palacio, el cetro y el trono, el oro, la plata y las piedras preciosas no son más que arena y barro en comparación con la sabiduría de Dios. «Por eso supliqué y se me concedió la prudencia. Invoqué al Señor y vino a mí el espíritu de sabiduría» (v 7). Salomón no es sabio por descender del linaje de David su padre. Ha obtenido la sabiduría como fruto de una plegaria suplicante, como don gratuito de Dios. La ha preferido a cetros y tronos y, en comparación con ella, ha tenido por nada la riqueza. Esa es la opción radical que la sabiduría recomienda a los gobernantes, pero que pocos -por no decir ninguno- llegan a tomar, ya que supone invertir las categorías mentales y las opciones prácticas. «La aprendí sin malicia, la reparto sin envidia y no me guardo sus riquezas; porque es un tesoro inagotable para los hombres; los que la adquieren se atraen la amistad de Dios, porque el don de su enseñanza los recomienda» (13-14). El elogio de la sabiduría mediante el encadenamiento de 21 atributos nos describe las cualidades personales y el dinamismo del Espíritu de Dios, su polivalencia y unidad, su sutileza y su presencia en toda la creación, especialmente en el espíritu del hombre, del que es amigo y compañero. La Sabiduría aparece unas veces como el espíritu de Dios, inteligente y santo, el espíritu profético que entra en las personas buenas de cada generación y hace amigos de Dios y profetas, mientras que otras se presenta como imagen de la bondad de Dios, como reflejo de la luz eterna y espejo nítido de la actividad de Dios; se trata de imágenes que el NT y los Padres emplearán luego para describir la igualdad de naturaleza del Hijo con el Padre: «Reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1,3), «imagen de Dios invisible» (Col 1,15).
La revelación del Padre, manifestada por el Hijo, y la experiencia del Espíritu derramado por él sobre la comunidad cristiana contribuyeron a precisar estas dos características fundamentales de la sabiduría, que más tarde cristalizaron en una doble identificación de la sabiduría como Espíritu Santo (Ireneo) o como Hijo de Dios (Orígenes). La sabiduría penetra hasta el fondo de la persona y le manifiesta el plan de Dios escondido desde siempre, mora en ella y le comunica la experiencia de un orden nuevo, de la vida que Dios ha decidido comunicar a los hombres para hacerlos hijos suyos (J. Rius Camps).
La lectura de hoy forma parte del grupo de textos (6,22-9,18) que hablan de la sabiduría en sí misma. En una primera parte, «Salomón», prototipo del maestro de sabiduría, ruega para obtenerla (vv 7-12) y para que le sea posible comunicarla (13-17). «Salomón» explica cómo la ha adquirido, cómo la conoció. Para conseguirla se dirige a Dios (1 Re 3,6-9: «...Da a tu siervo un corazón prudente para juzgar a tu pueblo y poder discernir entre el bien y el mal; porque ¿quien, si no, podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande?»), tal como se relata de una manera más extensa todavía en 9,1-18. El orante se eleva al Dios de los padres, que por medio de la sabiduría creó el universo y le dio al hombre el dominio sobre todo lo creado, y le suplica que le conceda esta sabiduría para poder comprender la voluntad de Dios y serle totalmente grato. La sabiduría, en el banquete preparado a los discípulos (cf. Prov 9,1-6: «... venid y comed mi pan y bebed mi vino que he mezclado...»), les comunica conocimiento experimental, inteligencia y profecía. Todo ello actúa ya en los discípulos escuchándolo. «Salomón» invita a sus interlocutores a que antepongan la sabiduría a cualquier valor terrenal, porque únicamente ella, madre de todos los bienes, puede colmar al hombre en plenitud.
En la segunda parte (13-17), en que se pide la fuerza para comunicar la sabiduría, aparece la vocación misionera, testimonial, del judío creyente. El autor rompe con la resistencia de la mayoría, que se niega a que los paganos participen de la salvación y de la amistad con Dios que concede la sabiduría «a través de las generaciones» (7,27).
El NT reunirá y ampliará muchos aspectos de estas reflexiones. La sabiduría aumenta el conocimiento recibido en la fe, otorga una inteligencia más profunda del acontecimiento de la salvación, de la voluntad divina y de las obligaciones morales que de ella derivan. Escrito está maravillosamente en Col 1,9s: «Por esta razón nosotros, desde el momento que nos enteramos, oramos por vosotros sin cesar; pedimos a Dios que os dé pleno conocimiento de su designio, con todo el saber e inteligencia que procura el Espíritu. Así viviréis como el Señor se merece agradándole en todo: dando fruto creciente en toda buena actividad gracias al conocimiento de Dios». Dicha sabiduría no es una especulación veleidosa, sino que está unida a la madurez moral. El creyente sólo puede ser «doctor» si se ha hecho doctus, si su sabiduría no procede de la carne (2 Cor 1,12), sino de Dios (F. Raurell).
Tal vez no pueden decirse cosas más bellas acerca de la Sabiduría, eligiéndola muy por encima de todo. Ella es Luz de Luz. Quien la contemple estará contemplando al mismo Dios. Ella no hace sino lo que le ve hacer a Dios. Ya sólo faltó que, en el tiempo en que se escribió este Libro, se nos revelara lo que en la Nueva Alianza se nos dirá en el Evangelio de San Juan: Y el Verbo era Dios. Así, Aquel que ha sido engendrado desde la eternidad por el Padre Dios, no sólo se encarnó y puso su morada entre nosotros, sino que, en una alianza más fuerte y más íntima que el mismo matrimonio humano, habita en nosotros y nos hace ser y actuar conforme a la imagen del mismo Hijo de Dios. Por eso, quienes hemos aceptado esa Alianza nueva y eterna con el Señor, debemos ser tan santos y tan puros como Él.

2. Sal. 118. Al iniciarse el libro del Génesis se nos hace ver que por la Palabra de Dios fueron creadas todas las cosas. Quienes permitamos que, por la fe, la Palabra de Dios haga su morada en nosotros, estamos permitiéndole al Señor continuar formándonos constantemente como hijos de Dios, hasta lograr la perfección en Él. Por eso, quien acepta a Aquel que el Padre Dios envió como salvación y camino que nos lleva a la unión con Él, debe estar dispuesto, como María, a escuchar la Palabra de Dios y a ponerla en práctica. Y para que esto se haga realidad en nosotros, hemos de escuchar al Señor, meditar profundamente su Palabra, dejarnos instruir por su Espíritu Santo para que vivamos esa Palabra hasta sus últimas consecuencias. Entonces podremos proclamar a los demás la Palabra que nos salva siendo, nosotros mismos, un reflejo de la Sabiduría de Dios en el mundo, y colaborando para que todos lleguen a alabar y a glorificar el Nombre de Dios.
La sabiduría es el mejor don que podemos apetecer. Una sabiduría que no sólo es sentido común y sensatez humana, que no es poco, sino también luz que impregna nuestra visión de las cosas y de los acontecimientos, viéndolo todo desde Dios. Hay personas sencillas que pueden tener esta sabiduría, mientras que nosotros, que tal vez nos afanamos de tantos conocimientos y talentos, somos sabios para otras cosas, pero no para las de Dios. El salmo nos vuelve al recto camino: "tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo; la explicación de tus palabras ilumina y da inteligencia a los ignorantes... enséñame tus leyes".
Comienza el salmista con un entusiasta reconocimiento de la fidelidad de Dios (vv. 89-91), la cual tiene los caracteres de (A) celestial (v. 89) y, por tanto, inmutable como los cielos; (B) eterna: de generación en generación, a perpetuidad, como la tierra cuyo fundamento ha sido puesto por Dios (v. 90); (C) soberana, pues los cielos y la tierra, con todo lo que contienen, así como las vicisitudes de la historia, todo ello sirve a los propósitos de la voluntad de Dios (v. 91). La fidelidad es la verdad de Dios (ambos vocablos tienen en hebreo la misma raíz: aman, estar seguro), y Dios no puede mentir ni contradecirse a sí mismo: Dios es la verdad (comp. con Jn. 14:6). Y la palabra de Dios: sus promesas y sus normas, participan de las cualidades divinas. Todo lo creado, por perfecto que sea, tiene un límite; la palabra de Dios no lo tiene (v. 96)
(versículos 129-136) Esta sección puede titularse: La Maravilla de la Iluminación, según la bella imagen del versículo 130, en cuanto a la palabra de Dios, y la petición del versículo 135, en cuanto al rostro de Dios. Como en el versículo 18, el salmista queda encantado de lo maravillosos que son los testimonios de Dios (v. 129); por eso, tos guarda, como quien custodia y asegura un tesoro. Esos testimonios son tan luminosos que hacen sabio al sencillo (v. 130b, comp. con 19:7), es decir, al «ingenuo», sin experiencia, que se deja influir de toda clase de opiniones y doctrinas. Esa iluminación se debe a que «el portal de tus palabras (lit.) da luz» (lit.), dice el salmista. Comenta W.T. Davies: «En Palestina, las casas, en su mayoría, carecen de ventanas, entrando la luz por el portal. Entra luz por la palabra de Dios del mismo modo que la luz del sol entra por un portal oriental.» Hay otra luz que el salmista desea para disipar las tinieblas de la opresión: la del rostro de Dios (v. 135, comp. con 80:3 y Nm. 6:25), que proporciona salvación.
A la petición que acabamos de comentar, añade otra («y enséñame tus estatutos» —v. 135b), con lo que da a entender una vez más el amor que abriga hacia la ley de Dios. Véase la bella imagen con que lo expresa en el versículo 131: «Mi boca abrí de par en par y aspiré con afán» (no es el mismo verbo de 42:1). ¿Para qué? Para sorber el alimento espiritual que la Ley de Dios proporciona: «Porque anhelaba tus mandamientos. »
(versículos 169-176) esta última sección del salmo: Resolución de firmeza, con base en el versículo 173b. Sin embargo, el compendio de la sección, y de todo el salmo, se halla en el versículo 176, singular—como advierte Arconada— pues «es trimembre y apenas contiene petición». Su interpretación depende del sentido que se dé al perfecto hebreo thaiti que encabeza el versículo, como veremos luego. Se mezclan peticiones y alabanzas. Entreveradas con las peticiones de socorro hallamos alabanzas. Los verbos que encabezan los versículos 171,172 y 175 se traducen mejor por optativo: «Prorrumpan... Cante... Viva...» Este tono de alegría en la alabanza de Dios y de sus mandamientos es típicamente hebreo, y (con mayor razón) debería ser cristiano. Nótese, en el versículo 175, cuál es el fin primordial de la vida del hombre: alabar, glorificar, a Dios (comp. con 115:17,18; 146:1,2). Este objetivo es el que impulsa al salmista a desear ardientemente vivir: que Dios le salve la vida y le reanime, a fin de poder alabarle. Y, para que su vida sea una alabanza continua, ruega a Dios que sus juicios (u ordenanzas), como principios que regulan la conducta moral humana, le ayuden para ese fin último (v. 175b). Para terminar el comentario de este bellísimo salmo, viene bien la observación de Oesterley a la última frase («no me he olvidado de tus mandamientos»): «Es perfectamente verdadero —dice— que el objetivo principal del salmista es la glorificación de la Ley, y la expresión del gozo que, como hombre verdaderamente piadoso, experimenta en la observancia de sus preceptos; pero, como él mismo pone constantemente de relieve, la Ley es la expresión de la voluntad de Dios. No es la Ley, per se, lo que ama; ama la Ley porque ella declara la voluntad de Dios; y la ama porque ama a Dios primeramente».

3.- Lc 17, 20-25. Una de las curiosidades más comunes es la de querer saber cuándo va a suceder algo tan importante como la llegada del Reino. Es lo que preguntan los fariseos, obsesionados por la llegada de los tiempos que había anunciado el profeta Daniel. Jesús nunca contesta directamente a esta clase de preguntas (por ejemplo, a la que oíamos hace unos días: ¿cuántos se salvarán?). Aprovecha, eso sí, para aclarar algunos aspectos. Por ejemplo, "que el Reino de Dios no vendrá espectacularmente" y que "el Reino de Dios está dentro de vosotros". Por tanto, no hay que preocuparse, ni creer en profecías y en falsas alarmas sobre el fin. "Antes tiene que padecer mucho".
El Reino -los cielos nuevos y la tierra nueva que anunciaba Jesús- no tiene un estilo espectacular. Jesús lo ha comparado al fermento que actúa en lo escondido, a la semilla que es sepultada en tierra y va produciendo su fruto. Rezamos muchas veces la oración que Jesús nos enseñó: "venga a nosotros tu Reino". Pero este Reino es imprevisible, está oculto, pero ya está actuando: en la Iglesia, en su Palabra, en los sacramentos, en la vitalidad de tantos y tantos cristianos que han creído en el evangelio y lo van cumpliendo. Ya está presente en los humildes y sencillos: "bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos". Seguimos teniendo una tendencia a lo solemne, a lo llamativo, a nuevas apariciones y revelaciones y signos cósmicos. Y no acabamos de ver los signos de la cercanía y de la presencia de Dios en lo sencillo, en lo cotidiano. Al impetuoso Elías, Dios le dio una lección y se le apareció, no en el terremoto ni en el estruendo de la tormenta ni en el viento impetuoso, sino en una suave brisa. El Reino está "dentro de vosotros", o bien, "en medio de vosotros", como también se puede traducir, o "a vuestro alcance" (en griego es "entós hymón", y en latín "intra vos"). Y es que el Reino es el mismo Jesús. Que, al final de los tiempos, se manifestará en plenitud, pero que ya está en medio de nosotros. Y más, para los que celebramos su Eucaristía: "el que me come, permanece en mí y yo en él" (J. Aldazábal).
Jesús, al pronunciar las palabras de los versículos 20-21, quería sin duda desanimar a sus discípulos para que no intentaran seguir pensando en la fecha concreta de la instauración del Reino y anunciarles la próxima venida del Espíritu (cf. Act 1, 7-8; rechazo de las computaciones y anuncio del Espíritu).(...) Además, el verbo "observar" del versículo 20 designa la actitud de aquellos que estaban oficialmente encargados de seguir las fases de la luna para determinar exactamente las fiestas del calendario. Jesús enseña a los suyos a renunciar a una venida del Reino que se pudiera calcular, antes bien ellos deben aficionarse a la venida del Espíritu "dentro de los corazones".(...) Al situar los versículos 20-21 delante precisamente de un texto escatológico (vv. 22-25), Lucas quiere ciertamente predeterminar su interpretación e impedir un comentario demasiado apocalíptico.
Lucas piensa que el Reino está ya presente en la vida moral de cada uno y es separarse de esta interpretación el esperar masivamente los acontecimientos de tipo apocalíptico. Debe servir de lección el ejemplo de Cristo que vivió hasta el final siendo fiel a su condición de hombre (v. 25): él no esperó un "día" extraordinario, su día fue continuamente el día de su fidelidad a la vida cotidiana. El Reino de Dios no se inscribe ya en el tiempo de los antiguos, observable externamente en los signos de la naturaleza, sino en el tiempo que define el hombre mismo mediante su compromiso con el momento presente.
Hasta que llegó Cristo, el hombre consideró el tiempo como una fatalidad que se le imponía desde fuera. Inclusive el judío que ansiaba ya más un tiempo de tipo lineal e "histórico", seguía concibiendo su evolución como una iniciativa exclusiva de Dios. Festejar el tiempo era conformarse con una evolución de la que no se poseían las llaves. Con Jesucristo, el primer hombre que percibió la eternidad del presente porque era Hombre-Dios, el hombre festeja su propio tiempo en la medida en que busca la eternidad de cada instante y la vive en la vida misma de Dios.
La vida cotidiana avanza según esto al compás de un calendario preestablecido; la memoria del pasado y los proyectos hacia el futuro solo sirven para contribuir al valor de eternidad que se encierra en el presente. No existe ningún día que haya que esperar más allá de la historia; cada día encierra en sí la eternidad para quien lo vive en unión con Dios (Maertens-Frisque).
-Los fariseos preguntaron a Jesús; «¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?» El «Reino de Dios», palabra mágica que contenía, como en concentrado, toda la espera febril de Israel: un Día, Dios tomaría el poder, y salvaría a su pueblo de todos sus opresores... Era la espera de «días mejores», la espera de la «gran noche», el deseo de «una sociedad nueva», el sueño de una humanidad feliz. No eran sólo los fariseos los que deseaban ese Día. Los Doce, ellos también, en el momento en que Jesús iba a dejarles, se acercaban aún a preguntarle: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino para Israel?» (Hch 1, 6) ¿Es este también hoy nuestro deseo? ¿Deseamos que Dios reine? ¿Qué incluimos, con nuestra imaginación, en ese deseo? ¿Qué espero de Dios en este momento? ¿De qué está más fuertemente deseosa la humanidad de hoy? Jesús les contestó: "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir". Esa respuesta debió de decepcionar profundamente a los fariseos. Y, te lo confieso, Señor, también a mí me decepciona. No me resulta fácil pensar que Dios reina de una manera tan discreta, tan modesta, «sin dejarse sentir». ¡Señor, sana mi deseo! Ayúdame a sentir agrado por las tareas modestas, ayúdame a promover el reino de Dios en las «cosas pequeñas», en las cosas sin apariencia.
-Ni podrán decir: «¡Míralo aquí o allí!" porque el Reino de Dios ya está entre vosotros. Los cálculos, los presagios de catástrofes, los signos precursores del castigo de la humanidad, no tienen valor para Jesús: la próxima llegada del reino de Dios no puede observarse... no puede decirse: «Míralo aquí o allí»... simplemente porque ¡ya ha llegado! ¡Ese Reino está oculto! Para detectarlo es necesaria mucha agudeza de atención, buenos oídos finos para oír su susurro, y ojos nuevos para discernirlo «en la noche». ¡Ese Reino es misterio! No se le encuentra nunca en lo espectacular y ruidoso sino tan sólo en humildes trazos, en pobres «signos», en los sacramentos de su presencia oculta. Pero, como precisamente un signo es siempre frágil y ambiguo, hay que descifrarlo, interpretarlo... ese es el papel de la Fe.
-Llegará un tiempo en que desearéis vivir siquiera un día con el Hijo del hombre y no lo veréis. Os dirán: «¡Míralo aquí, míralo allí!" No vayáis, no corráis detrás. ¡Siempre tenemos la tentación de ir a buscar los signos de Dios en otra parte ! «¡No vayáis!» dice Jesús. Es en vuestra vida cotidiana donde se encuentra Dios.
-Porque igual que el fulgor del relámpago brilla de un extremo a otro del cielo, así ocurrirá con el Hijo del hombre cuando vendrá en "su Día" Pero antes tiene que padecer mucho y ser rechazado por esa generación. Sí, «un Día» vendrá para Gloria de Dios, para el Esplendor de Dios, para el Triunfo de Dios y de su Cristo. Será como el estruendo del trueno, como el rayo que cruza el firmamento: imprevisible, sorprendente, súbito. Pero, entre tanto, es el tiempo del «sufrimiento», del «rechazo», de la «humillación y vergüenza». Antes de ese triunfo de Jesús y de su Padre, ambos, escarnecidos, humillados, arrastrados en el lodo y la sangre... negados por los ateos, dejados de lado por los indiferentes... ridiculizados por todos los descreídos... y, por desgracia, traicionados por «los suyos». ¡Señor, ten piedad de nosotros! (Noel Quesson).
Una tercera prueba (directa) de que Jesús afirmaba la actualidad del reino de Dios la tenemos en Lc 17,20: Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios, les respondió: El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán vedlo aquí o allá, porque el reino de Dios está ya entre vosotros. La célebre traducción de Martín Lutero del v. 21 dice: "pues ved, el reino de Dios está dentro de vosotros". La inteligencia popular ha favorecido una interpretación, entre las muchas posibles, que enlaza el reino de Dios e interioridad [69,26s], pero éste no es, en absoluto, el sentido originario. Más bien lo contrario, aquí Jesús rechaza concepciones corrientes. Teorías sobre el tema "venida del reino de Dios", cálculos previos y especulaciones apocalípticas, observación de presagios como la que luego practicará la apocalíptico cristiana, todo ello aquí es descaminado como lo es también, y además es desproporcionado, la concepción de que el reino de Dios existirá en algún lugar y en algún tiempo: sólo necesitaremos correr hacia allí para encontrarlo y tenerlo (v. 21). No, el reino de Dios no llegará cuando sea, según un horario determinado. Y tampoco deberemos buscarlo, "porque el reino de Dios está ya entre vosotros", es decir, el reino de Dios es una realidad palpable aquí y ahora. Allí donde Dios a través de Jesús interviene y salva una vida, allí donde hay hombres como Jesús que tienen el valor y la fe suficientes para comprender que esta salvación es un don de Dios, allí ha empezado ya el reino de Dios. El reino de Dios está aquí. Esto califica el tiempo de Jesús como tiempo de cumplimiento. El tiempo anterior fue de expectación, una época distinta, diferente cualitativamente del tiempo actual. Por eso son bienaventurados los que escuchan y ven lo que ahora sucede (Eckart Ott).
Algunos profetas de mal agüero anuncian el "fin de la historia". Para ellos, el desastre actual es el Reino que todo ser humano debe esperar. Su clarividencia tan sólo los habilita para ver un mundo dominado por el imperio de la producción sofisticada y el olvido de los continentes pobres. Tamaña visión del futuro exclusivamente cabe en las estrechas mentes de quienes piensan que la petrificación de la historia es el mejor bien de la humanidad. Para estos profetas del imperio, el único futuro posible es el mantenimiento del orden vigente. Jesús enfrentó una situación similar, "vivió en una época en la que parecía que el mundo iba a llegar a su fin". El imperio romano había impuesto un orden que exclusivamente beneficiaba a los poderosos. Los pobres rondaban las aldeas y las grandes ciudades viviendo por completo de la limosna. El desempleo era generalizado y los impuestos incrementaban a una velocidad vertiginosa la miseria de la población y la riqueza de los poderosos. En contrapartida, no existía en el pueblo de Israel una práctica política que hiciera frente a las imposiciones imperiales. La mayoría de grupos aspiraban a un gobierno puramente nacionalista que propusiera la reivindicación de Israel en el campo internacional. Pero, estas iniciativas no pretendían mejorar las condiciones de vida de la población o hacer distribuciones equitativas de las riquezas. Su único interés era restaurar la teocracia judía, pero sin restaurar las leyes que defendían el derecho de los pobres. Ante esta situación Jesús predijo el fin de la nación de Israel a manos de los romanos. Para él, la solución no estaba en fortalecer las estructuras vigentes de poder, sino en crear una alternativa que hiciera frente al régimen establecido, fuera romano o judío. Para Jesús, la verdadera liberación no llegaría por la vía de la violencia, ya fuera esta psicológica, física o moral. Para Jesús, la alternativa era un grupo de hombres y mujeres que vivieran auténticamente la vida e hicieran del respeto y la misericordia la base de las relaciones interhumanas (servicio bíblico latinoamericano).
En esto consiste el Reino de Dios. Y esto no depende de nuestra capacidad para ir encontrando respuestas. Jesús nos dice que "el Reino de Dios está dentro de vosotros". No se refiere, naturalmente, a que el Reino de Dios sea sólo una experiencia íntima, que no tiene nada que ver con las estructuras sociales. Creo que las palabras de Jesús son una advertencia para con confundir el Reino con los ídolos que cada generación construye: "Si os dicen que está aquí o está allí, no os vayáis detrás" (gonzalo@claret.org).
La cuestión sobre el final de los tiempos muchas veces está motivada por la curiosidad y, por ello, se busca encontrar una respuesta a ella en grandes prodigios y señales extraordinarias que lo manifiesten…
Jesús nos pone alerta frente a esa curiosidad que, en lugar de ayudarnos a descubrir a Dios y a su Reino, nos impide descubrir las verdaderas señales del paso de Dios por nuestra existencia. El presente de salvación que ofrece la misericordia de Dios no puede residir en señales sensibles, sino que sólo puede ser descubierto desde la fe en Jesús.
Gracias a la fe, el Reino de Dios está a nuestro alcance, en medio de nosotros, y debemos tener la capacidad y apertura necesarias para descubrirlo en todos los ámbitos en vez de correr de un lugar a otro en que se anuncia su realización. En el Jesús rechazado y maltratado por sus contemporáneos debemos descubrir la presencia de Dios en la historia y en la vida de los hombres.
Este descubrimiento del presente, sin embargo, no se agota en este momento y nos remite también a la expectativa sobre la venida gloriosa del Reino. Pero ella tampoco se concilia con el anuncio de señales acontecidas aquí y allí. Preparados por una actitud de recepción del Reino aprendida en el presente de la vida cristiana, habremos de descubrir la clara venida del Hijo del Hombre que llevará aquel presente a su realización plena.
El Reino exige, por tanto, conciliar en cada momento de la vida la atención al presente y la tensión al futuro. Sólo desde esta conciliación podremos realizar nuestra vida conforme al querer divino (Josep Rius-Camps).
El Reino de Dios. Ojalá y ya esté no sólo entre nosotros, sino dentro de nosotros. Cuando al final del tiempo vuelva el Señor para dar a cada uno según sus obras, nos llena de esperanza el saber que Él nos recibirá para siempre en su presencia, pues vivimos, ya desde ahora, esforzándonos denodadamente por su Reino, y caminamos, en medio de pruebas y riesgos por nuestra fidelidad al Evangelio, trabajando para que el amor del Señor se haga realidad entre nosotros en todas y cada una de las personas. ¿Acaso nos angustia la segunda venida de Cristo? ¿Nos dejaremos espantar por esos charlatanes que nos dicen que el Señor ya está aquí o allá? Si les hacemos caso viviremos entre angustias y temores, y tal vez nos olvidemos de seguir luchando por un mundo más justo y más fraterno. El Señor no nos ha revelado el día ni la hora de ese momento para que no perdamos la fe y continuemos viviendo en una constante conversión, para que cuando termine nuestra vida personal, nos presentemos ante el Señor como hijos en el Hijo porque su Reino haya cobrado vida en nosotros.
Habiendo entrado en comunión de vida con el Señor; estando el Señor en nosotros y nosotros en Él, a través de la historia continuamos su Obra de salvación. A nosotros corresponde seguir proclamando el Evangelio, para que en quienes lo escuchen se despierte la fe en Jesucristo. Al continuar la Iglesia la obra salvadora que le confió su Señor, Cristo Jesús, se ha de convertir en un signo vivo del amor de Dios en el mundo. Nuestra mirada ha de estar puesta en Cristo para escucharlo, para dejarnos instruir por Él, de tal forma que no hagamos nuestra voluntad, sino la suya. Contemplándolo a Él aprenderemos a ser justos, a hacer el bien, a perdonar y a socorrer a los necesitados. Tenemos la esperanza cierta de que Él volverá al final de los tiempos para llevarnos, junto con Él, a la Gloria del Padre. Sin embargo no podemos vivir angustiados, engañados por supuestas revelaciones, o por interpretaciones equivocadas de la Escritura, o por charlatanes que quieren ganar adeptos a costa de infundir temores infundados en las mentes de quienes tienen una fe demasiado frágil. El Señor vendrá, y vendrá con seguridad. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. Por eso debemos vivir vigilantes y permitirle al Señor que venga a habitar en nuestro corazón, pues esa venida es la más importante, ya que definirá nuestra vida a favor del Señor y de su Reino, poniéndonos en el Camino seguro que nos conduce a la posesión de los bienes eternos.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Sabiduría necesaria para poder vivir con lealtad nuestra fe, convirtiéndonos, así, en testigos del Mundo Nuevo, inaugurado por Cristo e impulsado en nosotros por el Espíritu Santo. Amén (www.homiliacatolica.com).

11 de noviembre. Dedicación de la Basílica de Letrán. El templo de Dios ya no es de piedra sino Jesús, y manaba agua del lado derecho de su Cuerpo en

11 de noviembre. Dedicación de la Basílica de Letrán. El templo de Dios ya no es de piedra sino Jesús, y manaba agua del lado derecho de su Cuerpo en la Cruz, y de ahí habrá vida dondequiera que llegue la corriente

Lectura de la profecía de Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12. En aquellos días, el ángel me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo manaba agua hacia levante -el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me sacó por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho. Me dijo: -«Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales.»

Salmo 45,2-3.5-6.8-9. R. El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada.
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar.
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio, no vacila; Dios la socorre al despuntar la aurora.
El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob. Venid a ver las obras del Señor, las maravillas que hace en la tierra: pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe.

Primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 3,9c-11.16-17. Hermanos: Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.

Evangelio según san Juan 2,13-22. Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: -«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: -«¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: -«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron: -«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo habla dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Comentario: La dedicación o consagración de la basílica de san Juan de Letrán es celebrada en toda la iglesia católica romana por tratarse de la catedral del papa, obispo de Roma. Se trata de la primera y de la cabeza de todas las iglesias del mundo católico. Fue mandada construir en el siglo IV por el emperador Constantino, el primero de los emperadores cristianos.

1. La lectura del libro del profeta Ezequiel nos presenta una visión del templo de Jerusalén, el templo añorado por los judíos durante su destierro en Babilonia, después de que fuera profanado y destruido por los babilonios. El profeta ve un templo renovado y espléndido, construido por el mismo Dios. De uno de sus costados laterales, el que mira hacia oriente, se ve surgir un torrente de aguas milagrosas que, a través del valle del Cedrón, fluye hasta alcanzar el Mar Muerto, purificando y dando vida a sus aguas. A orillas del torrente verdeará la tierra de árboles frutales cuyas hojas son medicinales. En realidad, hasta el día de hoy, todas son tierras desérticas hacia el oriente del lugar donde se levantaba el templo de los judíos, y el Mar Muerto sigue siendo un lago de aguas saladas sin ningún género de vida visible. La visión del profeta se realiza no un lugar determinado de la tierra, sino allí donde los cristianos viven el evangelio, amando a sus hermanos y sirviéndolos por amor a Jesucristo, constituyendo comunidades cristianas en las cuales, no sólo la naturaleza, sino sobre todo los seres humanos, son renovados, respetados y amados.
Ezequiel nos presenta un templo del que brotan la vida y la salvación. Un lugar de gracia. Un manantial de vida que sanea las aguas dañadas y que hace fecundos los árboles, con frutos deliciosos y nutritivos, y con hojas medicinales. La imagen es muy fuerte: el río se va volviendo más y más impetuoso a medida que corre. Todo lo cambia a su paso avanza invencible restaurando el orden y la salud que se habían perdido. Si lo miramos bien, se trata de un retorno victorioso a la condición inicial del paraíso. Del templo sale una fuerza que hace posible el plan original de Dios. En el templo, pero más aún: desde el templo la redención nos acerca a la hermosura y la inocencia propias de la creación. Según esto, el templo es la señal visible de la acción progresiva de la gracia. Mientras la gracia tenga que seguir peregrinando, necesitamos de templos que marquen el ritmo de su caminar maravilloso (fray Nelson).
El edificio puede decir mucho de los que habitan dentro, pero cuando los edificios no tienen vida... terminan por derruirse. Nosotros no hablamos de esos edificios. Nuestra realidad se hace diferente cuando tomamos conciencia de lo que llevamos dentro de nuestro ser, de lo que significa ser transmisores de un gran regalo de parte de Dios para la humanidad entera. Las lecturas de hoy nos hacen adentrarnos en la inmensidad de Dios, en las posibilidades con las que Dios cuenta también en nuestros días para acercarse a todos y dar su vida. Dice Ezequiel que un hombre lo lleva al Templo. Desde allí él es capaz de vislumbrar que sale una fuerte corriente de agua viva. Por donde pasa va gestando y produciendo vida en todo lo que las aguas tocan, hasta el punto de sanear el Mar Muerto, ese lugar donde no puede existir criatura alguna por el exceso de sal.

2. Juan Pablo II decía: “Acabamos de escuchar el primero de los seis himnos a Sión que recoge el Salterio (cf Sal 47,75,83,86 y 121). El salmo 45, como las otras composiciones análogas, celebra la ciudad santa de Jerusalén, "la ciudad de Dios, la santa morada del Altísimo" (v 5), pero sobre todo expresa una confianza inquebrantable en Dios, que "es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro" (v 2; cf vv 8 y 12). Este salmo evoca los fenómenos más tremendos para afirmar con mayor fuerza la intervención victoriosa de Dios, que da plena seguridad. Jerusalén, a causa de la presencia de Dios en ella, "no vacila" (v 6). El pensamiento va al oráculo del profeta Sofonías, que se dirige a Jerusalén y le dice: "Alégrate, hija de Sión; regocíjate, Israel; alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén. (...) El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti; te renovará por su amor; se regocijará por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta" (Sof 3, 14. 17-18).
El salmo 45 se divide en dos grandes partes mediante una especie de antífona, que se repite en los versículos 8 y 12: "El Señor de los Ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob". El título "Señor de los ejércitos" es típico del culto judío en el templo de Sión y, a pesar de su connotación marcial, vinculada al arca de la alianza, remite al señorío de Dios sobre todo el cosmos y sobre la historia. Por tanto, este título es fuente de confianza, porque el mundo entero y todas sus vicisitudes se encuentran bajo el gobierno supremo del Señor. Así pues, este Señor está "con nosotros", como lo confirma la antífona, con una referencia implícita al Emmanuel, el "Dios con nosotros" (cf. Is 7,14; Mt 1,23).
La primera parte del himno (vv 2-7) está centrada en el símbolo del agua, que presenta dos significados opuestos. En efecto, por una parte, braman las olas del mar, que en el lenguaje bíblico son símbolo de devastaciones, del caos y del mal. Esas olas hacen temblar las estructuras del ser y del universo, simbolizadas por los montes, que se desploman por la irrupción de una especie de diluvio destructor (vv 3-4). Pero, por otra parte, están las aguas saludables de Sión, una ciudad construida sobre áridos montes, pero a la que alegra "el correr de las acequias" (v 5). El salmista, aludiendo a las fuentes de Jerusalén, como la de Siloé (cf Is 8,6-7), ve en ellas un signo de la vida que prospera en la ciudad santa, de su fecundidad espiritual y de su fuerza regeneradora. Por eso, a pesar de las convulsiones de la historia que hacen temblar a los pueblos y vacilar a los reinos (cf Sal 45,7), el fiel encuentra en Sión la paz y la serenidad que brotan de la comunión con Dios. La segunda parte del salmo 45 (vv 9-11) puede describir así un mundo transfigurado. El Señor mismo, desde su trono en Sión, interviene con gran vigor contra las guerras y establece la paz que todos anhelan…
La tradición cristiana ha ensalzado con este salmo a Cristo "nuestra paz" (cf Ef 2,14) y nuestro liberador del mal con su muerte y resurrección. Es sugestivo el comentario cristológico que hace san Ambrosio partiendo del versículo 6 del salmo 45, en el que se asegura que Dios "socorre" a la ciudad "al despuntar la aurora". El célebre Padre de la Iglesia ve en ello una alusión profética a la resurrección. En efecto -explica-, "la resurrección matutina nos proporciona el apoyo del auxilio celestial; esa resurrección, que ha vencido a la noche, nos ha traído el día, como dice la Escritura: "Despiértate y levántate, resucita de entre los muertos. Y brillará para ti la luz de Cristo". Advierte el sentido místico. Al atardecer se realizó la pasión de Cristo. (...) Al despuntar la aurora, la resurrección. (...) Muere al atardecer del mundo, cuando ya desaparece la luz, porque este mundo yacía totalmente en tinieblas y estaría inmerso en el horror de tinieblas aún más negras si no hubiera venido del cielo Cristo, luz de eternidad, a restablecer la edad de la inocencia al género humano. Por tanto, el Señor Jesús sufrió y con su sangre perdonó nuestros pecados, ha resplandecido la luz de una conciencia más limpia y ha brillado el día de una gracia espiritual".
Cuenta una cristiana en Tierra Santa: “He visto muchos grupos de peregrinos en los Santos Lugares. A veces, si se puede, me uno a su celebración eucarística. Y siempre se interesan por cómo se vive el cristianismo en su cuna, pisando las huellas que Él dejó. Yo me limitaba a sonreír y asentir, es cierto, es una gracia enorme. Qué más puede uno añadir… Hasta que una vez, en el Cenáculo, tras recibir todos nosotros al Señor en aquel bendito lugar donde el propio Jesús nos dio para siempre los más grandes regalos -a Él mismo, y a sus sacerdotes- me oí con sorpresa decir: -Sí, vivir en Tierra Santa es una gracia, una enorme suerte, pero la verdadera Tierra Santa está en cada sagrario del mundo, en tu parroquia, seguramente habrá unos cuantos en el camino a tu trabajo, que nunca has visitado, y allí vive Él, permanentemente, mucho más de verdad que aquí, en Tierra Santa. Y allí, cerca de casa, nos espera Él, día y noche, como alimento, como amigo que nunca falla… no es necesario llegar tan lejos. Lo que Él quiere de mí es tan sencillo como no ignorar que se ha quedado conmigo, que lo reciba siempre que pueda, a ser posible a diario, pues ¿acaso no aspiramos a tenerlo a Él por toda la eternidad en el cielo? Comulgar es tenerlo a Él conmigo, ser los dos uno. ¿Por qué iba a renunciar a mi ración diaria de cielo, mientras llega el cielo para siempre?” (Cristina Moreno). Para poder participar de este banquete es necesario creer. ¿Qué es lo que pretende Jesús? Pues no hay nada tan alto como que, comiendo su cuerpo, participemos de su divinidad; en la Eucaristía nos transformamos en lo que comemos, como dice el Concilio: "la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos". Esta divinización del hombre podemos representarla con la imagen de la custodia. "Las custodias generalmente representan un sol cuyo centro es Él. Un encuadre perfecto que nos puede recordar que Jesús Eucaristía es la diana del cosmos. Punto de partida y de llegada de la creación entera. En torno a cada ostensorio o custodia bien pueden girar todas las galaxias, poniendo a la humanidad entera de rodillas en primera fila para adorarlo. Jesús Eucaristía, el Hijo de Dios, el mismo que inició este sublime traspaso lavándonos los pies" (Fanlo). Pero de nada aprovecha la carne si no lo aprovechamos en el espíritu, que es el que da vida.

3. San Pablo, en la lectura que hoy hicimos de un fragmento de su 1ª carta a los corintios, habla precisamente de un templo espiritual, no construido con piedras materiales, sino con "piedras vivas y espirituales" que somos nosotros. Así aprendemos que la Iglesia no es sólo el edificio donde se reúnen los cristianos, sino la comunidad viva y activa, que testimonia su fe en medio del mundo, y que la sigue anunciando y testimoniando a todos los que puede. Los cristianos corintios estaban divididos entre sí, formando bandos confrontados. Las causas de la división resultaban mezquinas y chocantes, y el apóstol fundador las enfrenta contraponiendo a la comunidad dividida, la imagen del único cuerpo de Cristo, en el cual todos los cristianos nos incorporamos por el bautismo. En este templo que es la Iglesia habita el Espíritu Divino, por tanto, atentar contra la unidad de la comunidad es atentar contra el Espíritu Santo.
Desgraciadamente la Iglesia sigue dividida, a pesar de la enseñanza del apóstol. Casi siempre nos sentimos orgullosos de la belleza de nuestros templos, y trabajamos mucho por mantenerlos espléndidos, como símbolos de la vitalidad de nuestras comunidades. Esto sucede tratándose de las humildes capillas e iglesitas campesinas, y de los grandes templos, santuarios y catedrales de nuestras ciudades. Si le hiciéramos caso a Pablo, trabajaríamos más bien por mantenernos unidos en la misión, en el servicio y en el testimonio, y por lograr la anhelada unidad de todos los cristianos en una sola Iglesia.
Hoy es un día óptimo para meditar sobre nuestra condición de templos, sobre el templo que es la iglesia. En la carta a los corintios, Pablo dice: "Sois templo de Dios". La razón es que "el Espíritu de Dios habita en vosotros". Para los judíos el templo de Jerusalén representaba un lugar sagrado. Desde su destrucción por parte de Tito en el año 70 no se ha vuelto a reconstruir. Sólo quedan unas enormes piedras del muro de contención sobre el que se erguía el templo de Herodes el Grande. Los judíos de hoy lo llaman el Muro Occidental. Nosotros lo conocemos, más bien, como el Muro de las Lamentaciones. A todas las horas del día y de la noche hay hombres y mujeres que rezan a Dios orientando sus cuerpos hacia esos restos (no es de extrañar que tengan la impresión de hablar con una pared…). Jesús salda definitivamente la distancia entre Dios y nosotros. No necesitamos ya ningún lugar separado para entrar en relación con Él porque todos los lugares pueden ser santos. El lugar por excelencia es el mismo cuerpo de Cristo. Este el templo nuevo. Nosotros somos las piedras de ese templo. Por tanto, la relación con Dios está ligada al reconocimiento de su presencia en todos aquellos que constituimos el cuerpo de Cristo. De aquí surge una nueva espiritualidad que siempre está por estrenar, que en toda época resulta demasiado rupturista como para que podamos aceptarla tranquilamente. Al final siempre se impone la fortaleza de un templo de piedra a la debilidad de los templos de carne y hueso (gonzalo@claret.org).

4. Jesús, siguiendo la tradición de los profetas, sustituye el templo de Jerusalén por su propio cuerpo. Jesús condena el templo como un mercado. No es ya un lugar de encuentro con Dios, una casa de Dios, sino un lugar de mercado, un espacio religioso de acumulación de dinero. Jesús echó con un látigo a todos los vendedores y cambistas del templo. Esta "violencia" profética de Jesús contra el templo y su llamado a destruir el templo, los discípulos lo entendieron después de su resurrección, pero sobre todo después del año 70, cuando el templo fue destruido por los romanos. El cristianismo nació así claramente como una religión sin templo. Su único templo era el cuerpo resucitado de Jesús. La carta de Pablo a los Corintios está en esta misma línea profética de Jesús. Para Pablo el santuario, la edificación de Dios, es la comunidad cristiana: "Ustedes son el santuario de Dios, donde habita el Espíritu de Dios". Este es el único santuario, que tiene por fundamento a Jesús. El cristianismo de los primeros siglos fue fiel esta tradición de Jesús y Pablo. Los cristianos se reunían en las casas o en sitios comunitarios, pero nunca edificaron templos. Es en el siglo IV, cuando la Iglesia de Jesús se transformó en imperio cristiano, cuando se empiezan a construir templos. Las primeras basílicas eran palacios paganos transformados en iglesias. Renació la antigua tradición judía salomónica, rechazada por los profetas, de una iglesia-templo-mercado. Si se construyeron edificios a lo largo de la historia, no fue como templos sagrados a la manera del de Salomón, sino como edificios cuya única finalidad era hacer posible la reunión de la comunidad. El único templo es la comunidad cristiana identificada con el cuerpo resucitado de Cristo (Josep Rius-Camps).
La lectura evangélica, tomada de san Juan, es el conocido episodio de la expulsión que hace Jesús de los mercaderes que comerciaban en los atrios del templo de Jerusalén. Se trató de un acto simbólico, digno de los antiguos profetas. Jesús lo realizó en su condición de Mesías, una de cuyas atribuciones, según las expectativas judías, era la de purificar el templo y devolverle su santidad original. Es que el santuario nacional de los judíos se había convertido en el epicentro de un poder económico y político, detentado por la aristocracia sacerdotal. Los que la componían, los más altos dignatarios de la religión mosaica, se aprovechaban de sus privilegios, toleraban un estruendoso mercado de víctimas para los sacrificios y de otros elementos necesarios para el culto de ese entonces: leña para los sacrificios, perfumes, panes, aceite, vino y sal, y una gran cantidad de cosas. Los sumos sacerdotes judíos y sus subalternos se lucraban de los impuestos que esos mercaderes tenían que pagar. Jesús proclama que el templo es la casa de Dios, que es casa de oración y no de tráficos mercantiles, que el templo construido por manos humanas está a punto de ser abolido para dar lugar a un templo espiritual: su cuerpo glorioso de resucitado, su Iglesia extendida por toda la tierra.
Si celebramos con alegría esta fiesta de la dedicación de la basílica de san Juan de Letrán, porque es la catedral de Roma y del papa, no podemos olvidar la lección de las lecturas, especialmente la del evangelio. El templo donde Dios quiere ser adorado de verdad, es la misma iglesia, la comunidad cristiana, unida indisolublemente a su Señor Jesucristo. La comunidad puede adorar a Dios hasta a la intemperie: desde que haya comunidad hay iglesia; si es auténtica será una iglesia movida por el Espíritu Divino, para amar y servir especialmente a los pobres y para proclamar el evangelio (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
El Templo, lugar de la enseñanza. El templo no es una cosa. No tiene valor por sí mismo ni por sus materiales. La actitud de Jesús en el evangelio de hoy sería sacrílega si el templo fuera una cosa. Mas no es así. Su valor le viene no de su hechura sino de su lugar real en la vida de la fe de un pueblo. Ya Jeremías había denunciado la falsa confianza a que puede conducir un templo considerado como cosa. Dijo: "No confiéis en palabras engañosas, diciendo: He aquí, vosotros confiáis en palabras engañosas que no aprovechan, para robar, matar, cometer adulterio, jurar falsamente, ofrecer sacrificios a Baal y andar en pos de otros dioses que no habíais conocido. ¿Vendréis luego y os pondréis delante de mí en esta casa, que es llamada por mi nombre, y diréis: "Ya estamos salvos"; para luego seguir haciendo todas estas abominaciones? ¿Se ha convertido esta casa, que es llamada por mi nombre, en cueva de ladrones delante de vuestros ojos? He aquí , yo mismo lo he visto--declara el SEÑOR" (Jer 7,4.8-11). Son las palabras con las que el evangelista interpreta la impresionante escena de Jesús purificando el templo de Jerusalén.
Si el templo no ha de ser reducido a cosa, sí ha de ser, en cambio, lugar de enseñanza, como lo mostró Jesucristo con su mismo ejemplo (cf Mt 21,23; Mc 12,35; 14,49; Lc 19,47; 21,37; Jn 7,28). Cabe decir que es la palabra la que da su sentido y en cierto modo santifica al templo. Es el sentido que recoge la práctica católica cuando da el primer lugar en cada iglesia local a la "catedral", es decir, el lugar de la "cátedra", sede propia de la predicación y la enseñanza del obispo. Sin la palabra delos apóstoles y de sus sucesores la catedral sería sólo un edificio bonito, quizá un buen museo.
El Templo, lugar de la comunidad. Ahora bien, la palabra no está destinada a los muros o las columnas sino, desde luego, a las personas, es decir, a la comunidad. La palabra de los apóstoles (Ef 2,20; cf 1 Pe 2,5; Col 2,7) edifica a la comunidad, y es ella, en realidad, el templo que en el que Dios quiere habitar. Por eso al celebrar hoy al lugar primero de la palabra del primero entre los apóstoles, enviemos desde aquí nuestra oración por el Papa, por su magisterio y su ministerio; y recibamos también aquí la bendición, la plegaria y la palabra que él, como signo de unidad de todos los cristianos, concede a la iglesia universal desde su iglesia particular.
El Año Litúrgico no puede girar sobre otro eje que no sea el mismo Jesucristo. Pero Cristo, la Cabeza del Cuerpo Místico, está siempre unido a sus miembros. Ahora bien, se podría decir que once meses del Año Litúrgico se dedican sobre todo a los grandes misterios de Cristo. En cambio, el mes de Noviembre se dedica más bien a los miembros del Cuerpo Místico. Y así, el día 1o. celebramos la "FIESTA DE TODOS LOS SANTOS" -Iglesia Triunfante-, el día 2, la CONMEMORACION DE LOS FIELES DIFUNTOS -Iglesia Purgante-, y hoy, día 9, "LA DEDICACION DE LA BASILICA DE LETRAN" -Iglesia Militante-. Estas celebraciones de Noviembre son sumamente importantes, pues, al estar los miembros íntimamente unidos a la Cabeza, cuando recordamos a éstos, celebramos en realidad el Cuerpo Místico Total. Hoy celebramos el aniversario de la Dedicación de la basílica construida a principos del siglo IV por el emperador Constantino, en su palacio de Letrán, sobre el monte Celio. La consagró el Papa San Silvestre el 9 de noviembre del año 324, después de bautizar a Constantino y curarle, según se cree, de la lepra. Cuatro son las basílicas mayores de Roma. Pero es la de San Juan de Letrán, que antes se llamó del Salvador, la que tiene mayor categoría litúrgica, la que es llamada "MADRE Y CABEZA DE TODAS LAS IGLESIAS DE LA URBE Y DEL ORBE". Es la catedral del Papa, junto a ella habitaron los Papas varios siglos y en ella se celebraron cinco Concilios Ecuménicos. La consagración de San Juan de Letrán es el símbolo y prototipo de la consagración de nuestras iglesias para el culto divino y la oración.
El templo material es a la vez símbolo del templo espiritual, el Cuerpo Místico de Cristo. En la cúspide de este templo está la piedra viva, y esencial, la piedra divina angular, Cristo. "He aquí que yo pongo en Sión una piedra angular, escogida, preciosa..."
Junto a la Cabeza, la piedra angular, también los miembros son piedras vivas -piedras vivas y despiertas, no durmientes- de ese templo espiritual. Por tanto, un triple templo recordamos hoy. El TEMPLO MATERIAL de San Juan de Letrán, y en sentido amplio, de cualquier iglesia. EL TEMPLO ESPIRITUAL que forman entre sí, y con Cristo, todos los fieles cristianos en gracia, o Cuerpo Místico. Y EL TEMPLO DEL ALMA CRISTIANA, en gracia, en el que habita el mismo Dios. Dice la Palabra de Dios: "Si alguno me ama... vendremos a él y haremos en él nuestra morada". "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?".
Adoremos al Señor en espíritu y en verdad. Dios está en Jerusalén, en Garizín, en el Mar, en el Campo... Dios está en cada corazón en que fija su morada de amor. De cuando en cuando la liturgia nos sorprende invitándonos a celebrar no ya la memoria de mártires, predicadores, misioneros, padres de familia, sino incluso la memoria de templos que han tenido especial significado en la historia espiritual, doctrinal, misionera, de la Iglesia. Hoy corresponde esa gloria a la famosa basílica de “San Juan de Letrán”. La primitiva iglesia-basílica de Letrán era una de las constantinianas, erigidas en el siglo IV, tras las persecuciones de los emperadores romanos, con el favor y protección del emperador Constantino. El edificio original era un palacio propiedad de la esposa de Constantino que lo donó al Papa san Silvestre. Desde entonces quedó convertido en Templo-Palacio, sede de los Papas, lugar de celebración de Concilios, centro de la cristiandad; y en ese servicio se mantuvo unos mil años, hasta que el papado se trasladó a Aviñón. Cuando los Papas volvieron a Roma, ya no acudieron a Letrán (deteriorado y olvidado) sino al Vaticano. Hoy, al celebrar esa memoria histórica, seleccionando dos textos especiales, debemos llenarla de sentido espiritual y acentuar la comunión de todas las iglesias de Cristo. Sea esta nuestra oración, pues andamos bien necesitados de volver y vivir en la unidad.
El Señor dijo a la samaritana: “se acerca la hora, ya está aquí en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”. El cosmos y yo mismo, morada de Dios. En leguaje religioso, para nosotros el cosmos es morada del Dios creador, pues lo hizo y lo mantiene en su ser, siempre moviéndose, transformándose, agrandándose. Las religiones todas, de una u otra forma, confiesan esa verdad: el cosmos o es un ser divino o es obra de la mano del Ser Divino. En ese supuesto, bien podemos decir que el cosmos es “sagrado’. Pero en todas las religiones, en todas las culturas que hablan de lo divino y lo humano, de la tierra y el cielo, de Dios (o dioses) y de las criaturas, hay lugares, gestos, acontecimientos, celebraciones, ámbitos, en que lo sagrado se hace más patente. En ellos, la presencia de lo divino parece como que se palpa, y allí es donde se favorece un encuentro de conciencia que adquiere mayor relieve y profundidad. Así sucede en las cumbres de los montes, en los ríos sagrados, en los árboles de la vida, en las aras de inmolación de ofrendas y víctimas, en momentos del nacimiento de un niño a la vida y de su muerte-- ¿No tenemos cada uno un lugar, momento o ámbito en que nos hallamos y hablamos mejor con Dios?
En esta fiesta universal de la Iglesia, recordamos que aunque Dios no puede ser contenido entre las paredes de ningún edificio del mundo, desde muy antiguo el ser humano ha sentido la necesidad de reservar espacios que favorezcan el encuentro personal y comunitario con Dios. Al principio del cristianismo, los lugares de encuentro con Dios eran las casas particulares, en las que se reunían las comunidades para la oración y la fracción del pan. La comunidad reunida era —como también hoy es— el templo santo de Dios. Con el paso del tiempo, las comunidades fueron construyendo edificios dedicados a las reuniones litúrgicas, la predicación de la Palabra y la oración. Y así es como en el cristianismo, con el paso de la persecución a la libertad religiosa en el Imperio Romano, aparecieron las grandes basílicas, entre ellas San Juan de Letrán, la catedral de Roma. San Juan de Letrán es el símbolo de la unidad de todas las Iglesias del mundo con la Iglesia de Roma, y por eso esta basílica ostenta el título de Iglesia principal y madre de todas las Iglesias. Su importancia es superior a la de la misma Basílica de San Pedro del Vaticano, pues en realidad ésta no es una catedral, sino un santuario edificado sobre la tumba de San Pedro y el lugar de residencia actual del Papa, que, como Obispo de Roma, tiene en la Basílica Lateranense su catedral. Pero no podemos perder de vista que el verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, el auténtico templo, es Jesucristo. Por eso, Él tiene plena autoridad para purificar la casa de su Padre y pronunciar estas palabras: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Gracias a la entrega de su vida por nosotros, Jesucristo ha hecho de los creyentes un templo vivo de Dios. Por esta razón, el mensaje cristiano nos recuerda que toda persona humana es sagrada, está habitada por Dios, y no podemos profanarla usándola como un medio (Joaquim Meseguer i García).
Jesús hablaba del templo de su cuerpo. Él resucitará al tercer día, después de haber cargado sobre sí la miseria de la humanidad para clavar en la cruz el documento que nos condenaba. Así Él llevó a efecto la purificación de todos nosotros, llamados a convertirnos en una digna morada para Él. Nosotros somos el templo de su cuerpo. Él habita en nosotros, y no podemos convertir nuestra vida en una cueva da maldad, de desórdenes, de infidelidades, de injusticias, de traficantes humanos o de drogas, etc. Cuando nosotros le abramos el corazón a Cristo no será sólo para que nos le acerquemos y le demos culto, sino para que Él nos purifique de todo aquello que ha deteriorado nuestras relaciones con Dios o con el prójimo. Por eso cada uno de nosotros está llamado a hacer muchas renuncias; incluso a morir a nosotros mismos para poder vivir con autenticidad nuestro ser de hijos de Dios, guiados ya no por nuestros caprichos, o por nuestra concupiscencia, sino por el Espíritu de Dios, siempre haciendo el bien a todos, pues de la abundancia de nuestro corazón hablará nuestra boca, y nuestras obras manifestarán si en verdad Dios habita o no en nosotros.
El Señor nos reúne en este día de la fiesta de la dedicación del Templo Madre, la Basílica de San Juan de Letrán, Catedral del Papa. Celebremos el Sacrificio Eucarístico, agradable a nuestro Dios y Padre. Y no sólo nos concretemos a una acción litúrgica, pues el Señor nos pide un auténtico compromiso en la construcción de su Reino entre nosotros. La vida de Dios habita en la Iglesia; en todos y en cada uno de los diversos miembros que conformamos el Cuerpo, del que Cristo es Cabeza, participando de un mismo Espíritu. Por eso el Señor nos quiere santos en su presencia, pues no podemos continuar siendo guiados por mundanos criterios, ni dominados por nuestra concupiscencia. Quien se ha hecho uno con Cristo debe manifestar ante el mundo entero la vida nueva con la que ha sido agraciado en Cristo Jesús. Vivamos conforme a la Palabra de Dios. Vivamos conforme a la Comunión de Vida con Cristo, cuyo culmen en esta vida es la Eucaristía, que nos compromete a vivir entregados a favor de nuestro prójimo para que también ellos lleguen a ser una digna morada del Espíritu. Vivamos conforme a la comunión fraterna cuyos lazos quedan fortalecidos durante nuestra Eucaristía, pues quienes participamos de una misma Palabra, de un mismo Pan y de un mismo Espíritu no podemos vivir divididos por enemistades o discordias.
Edifiquemos el Reino de Dios. Somos nosotros mismos los que, como piedras vivas, se van adhiriendo a la construcción del Templo Santo de Dios. Que sea el Espíritu de Dios el que nos una con la fuerza poderosa de su amor. Ya Jesús decía en su Evangelio: "Padre, que todos sean uno, para que el mundo crea." En un mundo en que se han generado muchas tensiones y divisiones, la Iglesia debe ser un signo de paz, de reconciliación, de unión fraterna. No podemos anunciar a Cristo con lealtad mientras nosotros mismos vivamos mordiéndonos unos a otros. Es fácil decir que creemos en Cristo. Sin embargo la fe en Él se manifiesta a través del amor que nos tengamos unos a otros, pues no posee a Cristo aquel que vive dividido o en discordias con su prójimo. Por eso le hemos de pedir a Dios que nos purifique de todo odio y división y que infunda en nosotros su Espíritu Santo para que en verdad formemos un sólo cuerpo con un sólo espíritu y un sólo corazón. Que esa unidad la vivamos en plena comunión con el sucesor de Pedro y de los demás apóstoles, pues una Iglesia que no viva fiel a su Cabeza no podrá ser signo de unidad ni de salvación para el mundo.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de dejarnos llenar del Espíritu Santo para que, guiados por Él, seamos una digna morada de Dios, pudiendo manifestarnos ante todos como el signo de salvación que Dios ha puesto en el mundo para que, por medio de Él, todos puedan llegar a su plena unión con Dios. Amén (Homiliacatolica.com).
“El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros.” (1Cor 3,17): “Muchas veces hemos oído decir que Moisés, después de haber sacado a Israel de Egipto, construyó en el desierto un tabernáculo, una tienda del santuario, gracias a los dones de los hijos de Jacob. Démonos cuenta de que el apóstol Pablo dice que todo esto fue un símbolo. (cf 1Cor 3,17)
Vosotros, hermanos, sois ahora el templo, el tabernáculo de Dios, como lo explica el apóstol: “El templo de Dios sois vosotros.” Templo donde Dios reinará eternamente, sois su tienda porque él os acompaña en el camino. Tiene sed en vosotros, tiene hambre en vosotros (Mt 25,35) Esta tienda, hermanos, sois vosotros mismos en el desierto de esta vida, hasta que lleguéis a la tierra prometida. Entonces tendrá lugar la verdadera dedicación, e ntonces será edificada la auténtica Jerusalén, no ya bajo la forma de una tienda sino de una ciudad.
Pero ya ahora, si somos verdaderos hijos de Israel según el Espíritu, si hemos salido de Egipto en espíritu, ofrezcamos todos nuestros bienes a la construcción del tabernáculo: “A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos...” (cf 1Cor 12,4ss) ¡Que todo sea común para todos! ¡Que nadie considere como bien propio el carisma que haya recibido de Dios! ¡Que nadie tenga envidia de un carisma otorgado a otro hermano, sino que esté convencido de que el suyo sirve para bien de todos y no dude que el bien de su hermano es también su propio bien. Dios actúa de manera que cada uno necesite al otro. Lo que uno no tiene, lo puede encontrar en el hermano. Así se guarda la humildad, la caridad aumentará y la unidad será manifestada en el Cuerpo del Cristo total” (Elredo de Rielvaux: 1110-1167).

martes, 8 de noviembre de 2011

Martes de la 32ª semana. La gente insensata pensaba que morían, pero ellos están en paz. Dios nos protege y estamos en sus manos

Libro de la Sabiduría 2,23-3,9. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo, y los de su partido pasarán por ella. En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios, y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros como una destrucción; pero ellos están en paz. La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de si; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto; a la hora de la cuenta resplandecerán como chispas que prenden por un cañaveral; gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente. Los que confían en él comprenderán la verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque quiere a sus devotos, se apiada de ellos y mira por sus elegidos.

Salmo 33,2-3.16-17.18-19. R. Bendigo al Señor en todo momento.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.

Evangelio según san Lucas 17,7-10. En aquel tiempo, dijo el Señor: -«Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."

Comentario: 1.- Sb 2,23-3,9. Uno de los aspectos en que el libro de la Sabiduría supone un progreso en relación con el resto del AT es su visión sobre la vida futura. El interrogante de la vida y de la muerte preocupa a todos. Antes que nada, aquí se dice que Dios sólo creó la vida, "creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza". El mal, el pecado y, como consecuencia, la muerte, entró después, "por envidia del diablo", como dice el autor. Pero, sea cual sea el origen de la muerte, lo que es más importante es el más allá después de la misma. Los justos están destinados a la vida: "la gente insensata pensaba que morían, pero ellos están en paz; la gente pensaba que eran castigados, pero ellos esperaban seguros la inmortalidad".
Esta perspectiva es la que da sentido a nuestra vida y la que nos llena de esperanza. La muerte no es una pared con la que chocamos al final de la carrera. Con ojos humanos, es un misterio sin sentido, un fatalismo sin esperanza. Pero ya desde estas últimas páginas del AT se nos orienta hacia una visión luminosa del más allá. Los justos vivirán en Dios, en el amor, en la felicidad. Que antes hayan tenido que pasar por tribulaciones y pruebas, pierde importancia ante la intensidad de lo que les espera: "sufrieron un poco, pero recibirán grandes favores". Dios los ha probado como se prueba el oro en un crisol "y los halló dignos de sí''. La sabiduría humana se contenta con la perspectiva de aquí abajo. Y, por tanto, la muerte la considera la desgracia total: "la gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia". Pero no es así, en los planes de Dios. Nosotros, con mayores razones que el autor del AT, sabemos que estamos destinados a compartir con Cristo su existencia gloriosa: "los que en él confían, conocerán la verdad y los fieles permanecerán con él en el amor". En el año litúrgico, para celebrar el recuerdo de los Santos, no elegimos el día en que nacieron: su auténtico "dies natalis" es el día en que murieron, su verdadero nacimiento a la vida definitiva.
El autor escribe sin duda durante la persecución que el pueblo sufrió de parte de Ptolomeo Latiro (88-80 antes de Jesucristo). Los judíos, por sus usos y costumbres, su anticonformismo y su repulsa en colaborar con la sociedad política de la época, irritan a los paganos que quieren acabar con un pueblo tan rebelde. Conviene, pues, revelar a los miembros del pueblo elegido la significación del proceso del que son objeto.
a) La idea de retribución terrestre, que animaba todavía a los círculos piadosos a los cuales el autor se dirige, no respondían ya apenas a las nuevas condiciones que habían surgido a raíz de la persecución. ¿Cómo un justo, fiel a Dios, puede ver su vida cortada por la sola voluntad de los hombres? Una doctrina así no podía apagar la inquietud de los fieles que eran conducidos prematuramente a la muerte. Por eso el autor propone una doctrina nueva, inspirada en el helenismo, según la cual el alma subsiste después de la muerte. Tal visión no pertenece a la revelación bíblica anterior, tiene inclusive aires de dicotomía y encratismo que un judío no podía admitir, pero permite al autor explicar que la muerte no es un final, sino una intervención del diablo (v 24) que no ensombrece para nada el plan de Dios (v 23). Por tanto no hay por qué inquietarse: no se acaba todo con la muerte y aquel que con todo derecho busca la retribución de sus méritos debe mirar hacia Dios (v 9) para que El le recompense después de la muerte (vv 1-4). Por consiguiente, todo cambia si la muerte tiene un más allá: los justos disfrutarán de la retribución que esperaron y los perseguidores se encontrarán delante de sus víctimas que se habrán convertido en sus jueces (vv 7-9).
b) El fiel puede, pues, ir a la muerte con confianza y ponerse en las manos de Dios. De esta manera la muerte queda vencida por la misma actitud con que se toma y que es un medio para afirmar el carácter incorruptible del alma (v 23) y la voluntad del hombre de triunfar sobre Satanás, su autor (v 24). Esta actitud es también una actitud sacrificial (vv 5-6) en la medida en que transforma la muerte en un paso hacia Dios y permite convertirla en un acto libre y voluntario (Maertens-Frisque).
El autor escribe su libro en una época en la cual el poder de los Ptolomeos, reinante en Alejandría, persigue a los judíos. Por sus particulares costumbres de vida, por su no-conformismo y su rechazo a colaborar con la religión oficial, los judíos irritan a los paganos y éstos buscan el modo de suprimir una secta tan contestataria. El autor del Libro de la Sabiduría trata de revelar al pueblo elegido la significación del proceso de que son objeto.
-Dios creó al hombre para una existencia imperecedera, le hizo imagen de su misma naturaleza. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo. Admirable expresión, con conceptos griegos de tipo abstracto, de una verdad tradicional de toda la Biblia; recordemos el relato concreto del Génesis que dice lo mismo. Dios creó al hombre para la vida, para la "¡existencia!", ¡para «existir»! Pues Dios «en Sí-Mismo» es el gran viviente, el gran Existente. Y el hombre participa de esa realidad de Dios, es "imagen de Dios". ¡La muerte no es normal! es un incidente de tránsito. Y el autor se atreve a escribir que no es Dios quien ha previsto y querido la muerte. Para aceptar estas Palabras hay que admitir que "la vida humana no se destruye, sino que se transforma" por ese momento que llamamos "la muerte". Ayúdanos, Señor, a creer. Nuestros difuntos están en una "existencia imperecedera".
-La vida de los justos está en la mano de Dios. Ningún tormento puede alcanzarles. No hay que tratar de imaginar esas cosas. Hay que recibirlas sencillamente tal como se nos dicen. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto, su partida de este mundo se tuvo como una desgracia, se los creía destruidos, pero ellos están en la paz. Aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigo por su esperanza poseen ya la inmortalidad. Las palabras elegidas son las más idóneas, las más ajustadas. No se trata de "muertos", sino de "vivos": han partido, nos han dejado... Humanamente hablando es una desgracia, es como un aniquilamiento. Y así es. Sin embargo, «están en la paz», "tienen ya la inmortalidad". El evangelio no hallará nada más hermoso para decir esas cosas. Hay que repetirlas. Orar con esas fórmulas admirables. a la vez ¡tan modestas, tan humanas y tan serenas!
-Por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de El. Se comprende que los mártires, los perseguidos, puedan hallar en esta certeza, un estímulo para su modo de morir.
-Como un sacrificio ofrecido sin reserva, los «acogió»... El cristiano puede pues ir a la muerte con confianza y remitirse a Dios. La muerte es un «pasaje hacia Dios». La muerte no es un caer en el vacío, en la nada, se nos «acoge»... Y podemos hacer de la muerte un acto libre y voluntario, una ofrenda, un sacrificio, un don de sí a Dios. Si nuestra fe en esas Palabras divinas fuese muy viva no tendríamos miedo alguno. No acaba todo con la muerte. Todo empieza. Todo continúa. En el fondo se trata de que, durante nuestra vida, vivamos ya en estado de ofrenda y de sacrificio a Dios. En este caso, la muerte es la consagración de la vida (Noel Quesson).
Inconscientemente proyectamos nuestras categorías mentales sobre escritos de otras épocas y mentalidades. El uso que la liturgia de difuntos ha hecho de este pasaje y el filtro de nuestra visión dualista del hombre han contribuido a fijar una concepción alienante de la salvación prometida por Dios a los justos, concepción que podría resumirse en la frase: los padecimientos y las injusticias sufridos estoicamente en esta vida serán recompensados en la otra. Basta cambiar la concepción estática (alma) por la dinámica (vida) -única que da razón del texto en el ambiente judeo-alejandrino- para que nuestro texto se convierta en profecía: «La vida (¡el alma!) de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia..., pero ellos están en paz» (vv 1-3). Y es que los justos viven plenamente la esperanza de la inmortalidad, gracias a que el Justo por excelencia, Jesús el Mesías, ha triunfado de la muerte que le infligió la sociedad opresora de su tiempo. El Padre tuvo en cuenta su compromiso en favor de los más débiles y oprimidos y lo resucitó de entre los muertos mediante el Espíritu vivificador. El Espíritu de la sabiduría lo había ungido Rey y Mesías, confiriéndole la fuerza para anunciar el comienzo decisivo del reinado de Dios entre los hombres. En la cruz asumió, de una vez para siempre, la realeza que Dios, de mala gana, había cedido a Israel en tiempos de Samuel: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos. Es la «hora de la visita», el momento propicio en que Dios visita a su pueblo resucitando a Jesús y a muchos de los justos que habían muerto (Mt 27,52), como señal de una nueva y definitiva intervención de Dios en la historia: «A la hora de la cuenta resplandecerán como chispas que prenden en un cañaveral; gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente» (vv 7-8).
Todos los cristianos somos reyes. La experiencia personal del Espíritu que nos hace sentirnos hijos de Dios y gritar ¡Abba, Padre! es garantía inequívoca de la nueva vida que la presencia de Jesús hace brotar en medio de la comunidad. Aparentemente acorralada por una sociedad que todo lo cifra en el dinero, la eficacia y el triunfo personal, la comunidad cristiana aprende ya a vivir una vida inmortal (Rius Camps).
Dios nos creó para que fuéramos inmortales. Tenemos la esperanza cierta de llegar a donde ha llegado Cristo, nuestra Cabeza y principio. Él nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y a seguirlo, para que donde Él está estemos también nosotros. Vamos de camino hacia la eternidad. Ojalá y no perdamos de vista esta vocación a la que hemos sido llamados. Imitemos a San Pablo en su lanzarse en la carrera para alcanzar la corona de la victoria de la que, junto con Cristo, somos coherederos. Cierto que seremos blanco de muchas tentaciones, persecuciones y tribulaciones, que hemos de padecer por haber depositado nuestra fe en Cristo. Sin embargo, no hemos de temer la muerte, pues nuestra vida está en manos de Dios; y si le permanecemos fieles, aun cuando tengamos que pasar por la muerte, no pereceremos como los animales, sino que será nuestra la vida eterna, que Dios ha reservado para quienes le viven fieles.

2. Sal. 33. Este salmo fue redactado con ocasión de una circunstancia que se menciona en el título. Aquí David, I. Alaba a Dios por la experiencia que él y otros habían tenido de su bondad (vv 1-6). II. Anima a todas las personas piadosas a confiar en Dios (vv 7-10). III. Nos da un buen consejo a todos los lectores: que tomemos conciencia de nuestros deberes para con Dios y para con los hombres (vv 11-14). IV. Para dar mayor fuerza a este consejo, pone delante de nosotros el bien y el mal, la bendición y la maldición (vv 15-22).
Se alude a la persecución que David sufrió por parte de Saúl. En esta ocasión, David huyó de Judá y fue a refugiarse en Gat, donde se puso al servicio del rey Aquís, llamado aquí Abimélec por ser el título común de los reyes de aquel país, lo mismo que Agag de los amalecitas, y Faraón de los egipcios (v 1 S. 21:11-16). En el mismo título se nos dice que David cambió su juicio (lit. -o: su conducta), esto es, se fingió loco, por lo que Aquís lo echó, y él se fue.
-Comienza David el salmo prorrumpiendo en alabanzas a Dios (vv 1, 2): «Bendeciré a Yahweh en todo tiempo, en cualquier ocasión, próspera o adversa; su alabanza estará de continuo en mi boca.» Esa alabanza le sale del corazón, gloriándose de la relación que le une a Dios, de su interés en él y de lo que espera de él: «En Yahweh se gloriará mi alma.»
Convoca a otros a que se unan a él en las alabanzas a Dios, por la experiencia que él tiene de la bondad de Yahweh (v. 2b): «Lo oirán los humildes y se alegrarán.» No podemos hacer a Dios más grande de lo que es, pero si le adoramos como al infinitamente grande, Él se agrada en tener en cuenta el engrandecimiento que le tributamos; y esto lo hemos de hacer también comunitariamente, porque las alabanzas de Dios suenan mejor en concierto. «Engrandeced a Yahweh conmigo, etc.» —dice David (v. 3).
-Pone David delante de todos el bien y el mal, la bendición y la maldición (vv. 15-22, a cualquier grito de dolor ante un peligro inminente o por haber sufrido algún accidente (vv 17 y 18). Dios ha prometido librar a los justos de todas sus angustias (vv. 17, 19) y los salvará (v. 18), de forma que, aunque permita que se hallen en aprieto, no sufrirá que se arruinen, sino que los rescatará (v. 22) de su aflicción.
Dios, cuando nos vio caídos y dominados por la maldad, no nos abandonó a la muerte, sino que, lleno de amor y de compasión por nosotros, nos envió a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, nos rescatara del pecado y de la muerte y nos hiciera hijos de Dios para llevarnos, junto con Él, a la participación de la Gloria del Padre. Dios sabe que somos pecadores y que nadie puede permanecer de pie en su presencia; pues si hasta en los ángeles encontró maldad, qué será de nosotros, humanos, entre quienes hasta el justo peca siete veces al día. Pero Dios, que nos creó por amor, no se ha arrepentido de habernos llamado a la vida y está a nuestro lado para librarnos de la mano de nuestros enemigos, para cuidar de nosotros y conducirnos al gozo eterno de su Reino celestial. ¿Cómo no dar testimonio del amor que Dios nos ha tenido? Por eso hemos de hacer nuestra la orden de Cristo: Vuelve a tu casa, junto a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor te ha hecho y cómo tuvo misericordia de ti.

3.- Lc 17, 7-10 (ver domingo 27C). a) El pasaje de hoy es un poco extraño: parece como si Jesús defendiera una actitud tiránica del amo con su empleado. Cuando éste vuelve del trabajo del campo, todavía le exige que le prepare y le sirva la cena. Jesús no está hablando aquí de las relaciones laborales ni alabando un trato caprichoso. Lo que le interesa subrayar es la actitud de sus discípulos ante Dios, que no tiene que ser como la de los fariseos, que parecen exigir el premio, sino la humildad de los que, después de haber trabajado, no se dan importancia y son capaces de decir: "somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer".
b) Tenemos que servir a Dios, no con el propósito de hacer valer luego unos derechos adquiridos, sino con amor gratuito de hijos. Y lo que decimos en nuestra relación con Dios, también se podría aplicar a nuestro trabajo comunitario, eclesial o familiar. Si hacemos el bien, que no sea llevando cuenta de lo que hacemos, ni pasando factura, ni pregonando nuestros méritos. Que no recordemos continuamente a la familia o a la comunidad todo lo que hacemos por ella y los esfuerzos que nos cuesta. Sino gratuitamente, como lo hacen los padres en su entrega total a su familia. Como lo hacen los verdaderos amigos, que no llevan contabilidad de los favores hechos. Con la reacción que describe Jesús: "hemos hecho lo que teníamos que hacer: somos unos pobres siervos". ¡Cuántas veces nos ha enseñado Jesús que trabajemos gratuitamente, por amor! Eso sí, seguros de que Dios no se dejará ganar en generosidad: "alegraos y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo" (Lc 6,23), "porque con la medida con que midáis se os medirá" (Lc 6,38). Si al final de la jornada nos sentimos cansados por el trabajo realizado, seguro que también estaremos satisfechos, porque nada produce más alegría que lo que se ha logrado con sacrificio. Pero sin darnos importancia ni ir diciendo a todo el mundo lo cansados que estamos. Entre otras cosas, porque también los otros trabajan. Y además, si hemos recibido gratis de Dios, es justo que demos gratis, sin quejarnos demasiado si nadie nos alaba ni nos aplaude. Dios seguro que sí nos está aplaudiendo, si hemos dado con amor (J. Aldazábal).
A partir del cap. 14, el evangelista pone a sus lectores en guardia contra los fariseos y los ricos, especialmente. De igual modo, solicita su atención para con los débiles y los pobres. Es muy posible que la parábola del siervo inútil (vv 7-10) haya sido pronunciada por Jesús para censurar duramente a los fariseos, que creen tener derechos sobre Dios. Lucas hace creer que esta parábola va dirigida a los apóstoles (v 5), para invitarlos a la modestia. Pero la relación apóstoles-siervo inútil es bastante deficiente, ya que ningún apóstol se hallaba en la situación descrita en el v 7 ("¡Quién de vosotros...?").
a) Las relaciones amo-esclavo designan a menudo, en los Evangelios, las existentes entre Dios y sus siervos, entre los escribas y los fariseos (Mt 25, 14-30). Dios es presentado como un amo exigente, que se preocupa muy poco de los sufrimientos o aspiraciones de su esclavo. Pero la parábola subraya, sobre todo, que los fariseos -esos creyentes que pesan sus méritos e intentan hacer valer sus derechos sobre Dios- son, en realidad, ante El, unos pobres siervos totalmente incapaces de hacer algo meritorio. La parábola opone la fe pura e ingenua (v 6) de los pobres e ignorantes al cálculo sobre sus propios méritos y a la confianza en sí mismo de los fariseos y de los ricos: la actitud de confianza incondicional en el señor, a las protestas bajo cuerda de los que sitúan la religión en el plano de los méritos y del derecho a la recompensa (cf Mt 20,13).
b) Colocada en otro contexto donde Jesús llama la atención, esta vez, a los apóstoles (v 5), esta parábola considera su ministerio como inútil (v 10). Nos equivocaríamos si creyéramos que es esa la intención de Jesús. Dios necesita a los hombres, y Cristo tiene necesidad de su Iglesia. En realidad, la expresión contenida en este versículo apunta a lo que hay de fariseo y autoritario en el corazón de cada uno, cuando el hombre se atribuye a sí los méritos de una acción que sin Dios le sería imposible realizar: cuando el hombre considera las ventajas y los privilegios de la misión que desempeña como otros tantos derechos a la vida eterna y cuando se glorifica a sí mismo en vez de "glorificarse en el Señor" (1 Cor 9,16; 1,31; 2 Cor 10,17; Fil 3,3; Gál 6,14: Maertens-Frisque).
-Jesús decía: «Cuando un criado vuestro, labrador o pastor, vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dirá: "Ven enseguida a la mesa?" No, más bien le decís: «Prepárame de cenar, ponte el delantal y sírveme mientras yo como y bebo. Después comerás y beberás tú.» En primer lugar, dejemos que esa situación nos escandalice. ¡Es algo casi insostenible! En tiempo de Jesús, esa exigencia y esa dureza debían de ser bastante corrientes... puesto que ninguno de los oyentes parece protestar del: «quién de vosotros...?» Pero, no seamos fariseos: en nuestro tiempo, ¿no existen en absoluto, situaciones equivalentes... y yo, guardada toda proporción, no tengo con los demás algunas exigencias de ese tipo? Jesús no justifica esa situación. Hay muchos otros pasajes del evangelio que nos prueban que Jesús está a favor del espíritu de servicio. Pero se sirve de esa comparación para exponernos una idea importante.
-¿Se tendrá que estar agradecido al criado porque ha hecho lo que se le ha mandado? Pues sí, Señor habría que estarlo. Pero tu intención, Señor, a partir de esa paradoja es decirnos una idea absolutamente esencial. Así también vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo que Dios os ha mandado... De modo que es aquí a donde querías llegar. En ese relato, no se trata de una lección sobre las relaciones sociales, sino una lección sobre las relaciones con Dios. «Hacer todo lo que Dios ha mandado». En la mente de Jesús es constante ese pensamiento, Dios es su referencia constante. La imagen que se nos da aquí nos orienta hacia un Dios «amo»: es una imagen muy austera y que sería vano oponerla a tantas otras, en las que Jesús nos habla de Dios como de un «padre» amante y servicial que se desvivirá por sus servidores: «¿Qué hará el dueño de la casa? Yo os lo digo, se pondrá en actitud de servicio, hará que se coloquen a la mesa, y, pasando junto a ellos, los servirá» (Lc 12,37).
Pero aquí Jesús insiste en otra cosa. Hay que aceptar esas aparentes contradicciones. Acepto, Señor, situarme ante ti como un humilde «servidor», atento a satisfacer fielmente los deseos de su amo. Siguiendo el ejemplo de la Virgen y de tantos santos, hacerse el servidor, la servidora de Dios. ¡Dios primer servido! ¡Dios, primero en ser obedecido! Decid: «Somos servidores inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer.» Finalmente, esa es la lección esencial: los hombres no tienen ningún derecho a hacer valer ante Dios. Se sabe que los fariseos ¡habían acabado por persuadirse que a fuerza de buenas obras, adquirían unos derechos sobre Dios, por sus propios méritos! Una parte de la argumentación de San Pablo en la Epístola a los Romanos iba destinada a destruir esa arrogancia. Era lo que ya decía Jesús, sin grandes argumentos teológicos: no os gloriéis de vuestras obras ante Dios... Cuando habéis hecho lo que Dios manda, decíos, ¡que sólo habéis hecho lo que debíais!
Santa Teresa de Lisieux había comprendido muy bien esa lección capital cuando decía que se presentaría ante Dios con «las manos vacías». Nadie termina nunca su «servicio». Nunca se ha hecho lo suficiente. Obrar ante Dios gratuitamente: sin esperar recompensa. Concédenos, Señor, estar a tu servicio desinteresadamente (Noel Quesson).
Dice un dicho popular: "Nadie es necesario, pero todos podemos ser útiles". Este refrán reúne, de alguna manera, la misma enseñanza del evangelio. Muchas personas consideran que su servicio o ministerio es indispensable para su comunidad. Que sin ellos su Iglesia no sería nada. Pero, pensando así se equivocan. El único indispensable es el Señor, mientras él no falte, se tiene todo. La enseñanza que en este pasaje nos dirige Jesús nos ayuda a descubrir el verdadero sentido de los ministerios o servicios en la Iglesia. Los ministerios no son una escala jerárquica en que va ascendiendo en importancia y necesidad. Cuanto más alto, más importante y más necesario. Definitivamente no es esto lo que propone el evangelio. Éste nos propone que valoremos nuestro servicio en relación con la misión que el Señor nos ha encomendado y no por los méritos que nosotros le atribuimos. No es nuestro el mérito de la misión que se nos encomienda en la Iglesia. El mérito pertenece sólo al Espíritu de Dios que actúa de forma eficaz y no a nuestra eficiencia empresarial. Cuando una obra sale adelante y comienza a producir frutos de solidaridad, justicia y amor, es el Señor el que allí actúa y no la diligencia de los servidores. El ministro, el servidor, el apóstol y el discípulo deben reconocer que su lugar está entre los hermanos y no usurpando el lugar del Señor y del Maestro. Todos los que prestan algún servicio en la Iglesia deben estar conscientes que ese ministerio no ha sido instituido en orden al crecimiento personal, sino al crecimiento de la comunidad. Por eso, feliz la comunidad que pueda decir el día del juicio: «hemos sido servidores inútiles porque únicamente hemos hecho lo que nos correspondía» (servicio bíblico latinoamericano).
Fijémonos solamente en un detalle y alegrémonos de lo que nos dice. “Dios creó al hombre incorruptible; le hizo a imagen de su naturaleza”. Y después agrega que la “muerte” entró por envidia del diablo, y que éste se queda sólo con quienes le siguen como “pecadores”, hijos de muerte, pues los “santos, los justos” no morirán. ¿De qué muerte y de qué vida se trata en este libro? De la muerte que acaba para siempre con la “persona”, con este “yo” que siente, ama, piensa, espera. La persopna que es “hija y amiga del pecado” va a la muerte; la persona que es “hija de la justicia, de la verdad, de la santidad”, va a la eternidad bienaventurada. La visión del libro de la Sabiduría es todavía limitada: según él, solo tendrán vida eterna los justos. Esto es poco. La revelación se enriquecerá y vendrá a decirnos que toda persona está llamada a vivir para siempre... pero Jesús no quiso responder de quiénes se iban a condenar o salvar… hay que confiar y al mismo tiempo luchar…

Lc. 17, 7-10. ¿Estamos dispuestos en todo a hacer la voluntad de Dios? Por muchas riquezas, poder y justificación que tengamos, jamás podremos decir que nos hemos igualado a Dios en su perfección. Siempre estaremos a la altura del siervo, dispuesto en todo a hacer la voluntad de su Señor. Y lo que Él espera de nosotros es que estemos siempre dispuestos, como el Buen Pastor, a cuidar de los suyos. No podemos sentarnos a la mesa mientras no lo sirvamos en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados. Cuando lo hagamos debemos ser conscientes no sólo de que somos fortalecidos por su Espíritu en nosotros, para dar a nuestros hermanos esas muestras de afecto del amor de Dios, sino que también hemos de ser conscientes de que el mismo amor con que actuamos viene de Dios. Ojalá y pudiésemos decir que lo que realizamos lo hacemos porque tenemos el mismo poder de Dios y, sin Él, al margen de Él, podemos hacer lo mismo que Él hace; esto no es posible. Sin embargo, unidos a Él realizaremos las obras de Dios y trabajaremos conforme a la Gracia recibida. Por eso sólo podremos decir: "No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer.

Celebramos el Misterio Pascual de Cristo, mediante el cual el Sacrificio del Señor fue aceptado por el Padre Dios como un holocausto agradable. A pesar de que Jesús padeció la muerte, esos momentos fueron breves a comparación de la abundante recompensa recibida. Así se cumplen las palabras de Jesús: Era necesario que el Hijo del Hombre padeciera todo esto para entrar, así, en su Gloria. El Señor, como si fuera el siervo de la casa, nos sienta a su Mesa y parte su pan para nosotros. Al final podrá, satisfecho, decirle a su Padre: Todo está cumplido; en tus manos encomiendo mi Espíritu. Así experimentamos el amor de Dios que, a pesar de nuestras fragilidades, miserias y ofensas, nos sigue amando y contemplando cariñosamente para protegernos como lo hace un padre amoroso con sus hijos.

Quienes entramos en comunión de vida con Cristo estamos llamados a comportarnos a la altura del bien que hemos recibido de Dios. Identificados con Cristo por la fe y el bautismo, debemos continuar trabajando para que la salvación llegue a todos. En este aspecto no podemos escatimar esfuerzos. Dios espera de nosotros que seamos esforzados trabajadores de su Reino proclamando la Buena Nueva a todos. Nuestro amor, convertido en un signo del amor de Dios entre nuestros hermanos, debe propagarse como chispas en un cañaveral o en rastrojo. Y esa propagación no sólo se hará mediante palabras que, con erudición expliquen el Evangelio, sino también, y de modo especial, con toda nuestra vida puesta al servicio de todos, preferencialmente a favor de los pobres para socorrerlos, y de los pecadores para ayudarles a encontrar el Camino de salvación, que es Cristo. Con tal de lograr cumplir en nosotros la voluntad de Dios, que nos ha confiado tan noble misión, estemos dispuestos, incluso, a derramar nuestra sangre. Al socorrer a los pobres, al anunciar el Evangelio a los pecadores para que vuelvan a Dios, al asumir con amor todas las consecuencias que por ello nos venga, estamos derramando nuestra sangre por los demás; sangre que se convierte en un holocausto agradable a Dios, asumido por Cristo en el momento de su entrega por nosotros.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Gracia de hacer en todo su voluntad, sabiendo que ese es el único camino que nos mantiene unidos a Cristo para ser, junto con Él, coherederos de la Gloria del Padre. Amén.

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