Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de la muerte, hasta la vida de amor del Cielo
Del libro de la Sabiduría 3, 1-9: Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgará a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Salmo responsorial (26,1.4.7-8b-9ª.13-14): R. Espero ver la bondad del Señor .
El señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo.
La bondad del Señor espero ver en esta misma vida. Armate de valor y fortaleza y en el Señor confía.
Primera Carta del apóstol San Juan 3, 14-16: Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Palabra de Dios. A. Te alabamos, Señor.
Evangelio según San Mateo 25, 31-46: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vénga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “vengan benditos de mi padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. Los justos le contestarán entonces:”Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: ”Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Comentario: La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios. Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y que habrá que mirar para escoger una del Antiguo Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo Testamento y un evangelio. Hoy ofrecemos la Misa por los difuntos, los sufragios van dirigidos a ellos. “El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema. Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
¿Pero no podemos dar a este convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta transformación, el fuego, que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. ¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo. El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona, sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos humanos, depender precisamente también de que indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay demasiado pequeño ni nadie demasiado grande” (Joseph Ratzinger).
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural. Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido. Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección. Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir. La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir eternamente con Cristo. Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida (Rafael del Olmo Veros).
Vemos respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
A veces vemos un aspecto digamos negativo: que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Pero San Pablo lo lleva al lado positivo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo... Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos!... Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor (CE de Liturgia Perú).
El Arzobispo Antonio Montero comentaba: “Hermano, morir tenemos… No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora. Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino. Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa de estos conciudadanos. O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y, con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno como la muerte propia, con su carga de misterio, estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso? ¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre". Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino. Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino. Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15). En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad nada más y nada menos que el sentido de la propia existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los materialistas, los que han de justificarse ante la propia conciencia. Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos: sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su desesperanza o más bien desesperación. Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55). ¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de Dios? Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón. Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16)”.
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en el infierno. Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe". Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales. Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se transforma", por nuestra participación en la resurrección de Jesucristo. Esa es la redención que celebramos como realidad y esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de Todos los Santos, que nos recuerda que estos han encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos” (Amadeo Rodríguez).
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando: "Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya".Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
1. Sb 3,1-9. Para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto" (v 6). Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.
El caer de las hojas nos recuerda la muerte… Este tiempo de otoño está cargado de emociones, parece que la naturaleza llora con el caerse las hojas de los árboles, que aparecen en toda su desnudez. Los paisajes adquieren un tono melancólico, lleno de colorido que hace pensar, como se ha comentado en estos días en el Diari de Terrassa, que la gente se muere. Para quien piensa que el fallecer es el fin de trayecto, es un tema tabú del que no se habla, pues todo consiste en gozar de los placeres de la vida y la distracción del trabajo para no pensar en este final que suena a fracaso, pues todo acaba unos palmos bajo el suelo. Para quien está abierto al más allá, hay un sabor de victoria, después de consumar una carrera. Lo diré con una historieta sobre un sabiondo que subió a una barca que cruzaba la gente de una parte a otra de un ancho río. Le dice al barquero: “-¿sabes matemáticas?”
-“No. ¿Es grave?
-“Es muy grave. Has malgastado al menos una cuarta parte de tu vida. ¿Conoces por lo menos la astronomía?”
-“¿Esto es algo que se come o que?
-“¡Tonto! Has perdido al menos la mitad de tu vida. ¿Y la astrología, la conoces?”
-“Tampoco...”
-“Eres un pobre perdedor. Has desperdiciado las tres cuartas partes de tu vida”.
En aquel momento, el barco golpeó unas rocas y se hundió. El barquero, viendo al sabiondo que se lo llevaba la corriente, le gritó:
-“¡Eh, sabio, ¿sabes nadar?!”
-“¡No!”, contestó medio ahogándose...
-“Entonces acabas de perder las cuatro cuartas partes de tu vida... ¡toda tu vida!”.
Es bueno conocer lo esencial. Para quien va en un barco, saber nadar es esencial. Y para quien está en el camino de la vida esencial es preguntarse ¿qué sentido tiene todo y qué pinto yo en la vida? ¿y después, qué?
Este mes que comienza con “panellets” (dulce de Cataluña), castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, yo diría que con noviembre comienza un tiempo anual que invita a leer cosas serias, como los grandes novelistas... y así como los piñones y almendra picada, azucar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de “penellets”, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor. Y es necesario incluir todo en este sentido o proyecto de vida, pues sólo a la luz de él tiene explicación la muerte, la gran misteriosa (“en la vida todo es amor o muerte”, dirá Gertrud, la protagonista de la gran película de Dreyer). Y el sentido del dolor, que como decía “Héroes del silencio” es un ensayo de la muerte.
No es masoquismo sufrir, si el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. En el diálogo de la película de “El Rey león” cuando el hijo le pregunta si estarán siempre juntos, le dice el padre: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran... cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré...”
Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
2. El salmo enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. Delante de un sufrimiento te emocionas, te compadeces. En este momento quiero contemplar la emoción que embarga tu corazón; y quiero escuchar las palabras que dices a esa madre: "¡No llores!". Delante de todos los muertos de la tierra tienes siempre los mismos sentimientos; y tu intención es siempre la misma: quieres resucitarles a todos... quieres suprimir todas las lágrimas (Ap 21. 4) porque tu opción es la vida, porque eres el Dios de los vivos y no el de los muertos. Yo avanzo, lo sé, hacia mi propia muerte. Pero creo en tu promesa: creo que mi muerte no sera el último acto sino el penúltimo. Antes de acusar a Dios, como se oye tan a menudo -"¡Si existiera Dios, no tendríamos todas esas desgracias!"- se debería comenzar por no parar la historia humana con esa penúltimo acto. El proyecto final de Dios es la "vida eterna". Pero hay que creer en ella. "Jesús dijo: Muchacho...levántate..." Es muy importante caer en la cuenta de que ese tipo de resurrección, por muy notable que sea como signo, no nos muestra más que una pequeña parte de las posibilidades de Jesús y de su mensaje real sobre la resurrección: ciertamente aquí Jesús reanima a un muchacho, pero no es más que una recuperación temporal de la vida -¡ese muchacho volverá a morir cuando sea!-; Jesús, por su propia resurrección nos revelará otro tipo de VIDA RESUCITADA: una vida nunca más sometida a la muerte, un modo de vida completamente nuevo que sobrepasa todos los marcos humanos (Noel Quesson).
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro», en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro». He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense hablaba así de la contemplación de Dios que busca este v.: “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab 5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto”.
3. La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos ("por Adán murieron todos"). Jesús, también. "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a "los cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).
4. El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”.
La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).
Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena, la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.
Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.
Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).
martes, 1 de noviembre de 2011
Solemnidad de Todos los Santos. Todos estamos llamados a ser santos, es decir a ser plenamente hijos de Dios, por el amor
Solemnidad de Todos los Santos. Todos estamos llamados a ser santos, es decir a ser plenamente hijos de Dios, por el amor
Libro del Apocalipsis 7,2-4,9-14: Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: No dañéis a la tierra ni al mar, ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios. Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén. Y uno de los ancianos me dijo: ¿Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido? Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás. Él me respondió: Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.
Salmo 23,1-2,3-4ab,5-6: R. Éstos son los que buscan al Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena / el orbe y todos sus habitantes: / Él la fundó sobre los mares, / Él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? / ¿Quién puede estar en el recinto sacro? / El hombre de manos inocentes / y puro corazón.
Ése recibirá la bendición del Señor, / le hará justicia el Dios de salvación. / Este es el grupo de los que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
Primera carta del apóstol san Juan 3,1-3: Queridos hermanos: ¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.
Evangelio según san Mateo 5,1-12a: En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se pudo a hablar enseñándolos:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Comentario: Todos los Santos es una típica fiesta cristiana, expresión de la esperanza que nos habita: lo que Dios ha realizado en los santos lo esperamos nosotros, confiados en su amor, y lo vivimos ya ahora: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (2ª lect.). También el prefacio: "y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita" (prefacio I). Las lecturas anuncian la dicha (vestiduras blancas, palmas, cantos de alabanza; seremos semejantes a Dios y le veremos tal cual es; dichosos vosotros, el Reino de los Cielos...) por los caminos del seguimiento realista de Jesús ("vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero"; "el mundo no nos conoce"; a los dichosos...). Si nos llenamos el corazón de júbilo, no nos apartamos de la lucha, y si nos invitan a mirar hacia el final de nuestra aventura, no dejan de decirnos que "ahora somos hijos de Dios" y hemos sido marcados con el sello del Dios vivo. El camino de los hijos -que es el que desemboca en la gloria de la Jerusalén celestial- no es otro que el camino del Hijo: él ha pasado por la gran tribulación, el mundo no lo ha conocido, ha sido perseguido y calumniado. "Nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión" (prefacio I). Todos los Santos es una fiesta familiar: la de quienes han caminado con Jesús y ahora gozan con su dicha. Reconocemos en ellos a María, Pedro, Esteban, Agustín, Francisco, Ignacio... Hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros, que han recorrido esta tierra como nosotros. Es como una carrera de relevos, como una procesión inmensa, la cabeza de la cual ya ha "entrado", mientras nosotros vamos caminando y otros empiezan a salir o esperan su turno: "para que, animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona que no se marchita" (J. Totosaus).
1. Ap 7.2-4.9-14. Sólo el final de la historia (escatología) nos permite comprender el sentido de las precedentes etapas históricas. Y como esta última etapa no puede ser descrita en su realidad histórica por ningún mortal, de ahí que los autores que la describen deban echar mano de las visiones, imágenes simbólicas, etc., (apocalíptica). Esta literatura hará mucho uso de la comparación "como", "similar a"... La apocalíptica judía trata de buscar un saber del pasado para interpretar el presente y escrutar el futuro; pero Juan, no. El apocalipsis del Nuevo Testamento describe los avatares de la historia de la salvación desde la primera venida de Cristo hasta la segunda. En la lucha entablada entre Cristo y Satán, Cristo ya ha vencido; pero el poder del adversario sigue desplengándose sobre la Iglesia. La "bestia feroz" que sale del mar (=el Imperio) y la gran "prostituta" (=Roma) son el instrumento de Satán para desplegar su persecución sobre la Iglesia. (Nótese la forma encubierta de narrar acontecimientos coetáneos al autor. También Juan estaba expuesto a la persecución). Es la hora de la prueba. Junto a la amargura del presente, el autor va presentando cuadros apocalípticos del final de los tiempos, que traen paz y serenidad a los atribulados, a la vez que sirven de acicate para continuar luchando en este mundo en la batalla de la fe. Al final, Dios vencerá por medio de Cristo, que debe actualizar el plan de salvación contenido en el libro de los siete sellos (5,7,9). La Jerusalén celeste, la nueva sociedad de salvados, inaugura el reinado de Dios. Entre el sello sexto (6,12-17) y el séptimo (8,1) se inserta la perícopa de esta fiesta, dividida en dos escenas: la visión de los "marcados" y la visión de la muchedumbre de "los que vienen de la gran tribulación". En los dos casos se destaca la iniciativa de Dios: El es quien marca sus siervos, para preservarlos. El, por el misterio pascual de Jesucristo -"en la sangre del Cordero"-, es quien ha hecho posible la existencia de esta muchedumbre sacerdotal -"con vestiduras blancas" - que canta el cántico nuevo. Juan escribe hacia los años 94-96, en unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas. La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es, por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia cristiana o de la "paciencia", que es algo muy distinto de la simple resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible. El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor, revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía para nosotros vigente actualidad.
Todo esto lo ha visto el Vidente como si estuviera fuera del mundo y pudiera abarcarlo con una mirada. Desde su punto de vista puede oír también el número de los marcados con el sello del Dios vivo. Desde una situación concreta de opresión y de constante amenaza, este creyente supera la anécdota del momento para abrirse, movido por la esperanza, al profundo misterio de la historia y escuchar la palabra de Dios que lo interpreta. Para ver y oír de esta manera hace falta esperar contra toda esperanza humana, superarlo todo en alas de la esperanza cristiana. Se trata de un número simbólico. El número 12 significaba tanto como "totalidad", y el número 1.000 "muchedumbre". Israel es el pueblo de Dios. Suponiendo que cada tribu fuera una "muchedumbre" (=1.000), la "totalidad (=12) de cada tribu sería 12.000 miembros y la "totalidad" de Israel (con sus 12 tribus) sería 144.000 miembros. De ahí que este número signifique simplemente la totalidad de los elegidos y no una cantidad numérica bien determinada y conocida por nosotros. El autor quiere decirnos que Dios protege a todos y a cada uno de sus elegidos. Dios protegerá a los suyos en medio de la tribulación. Y ahora el Vidente, situado más allá de la historia, ve lo que será al fin y al cabo. En su visión ha dado un salto, dejando atrás todas las luchas y persecuciones, para mostrarnos el triunfo del pueblo de Dios. Una muchedumbre incontable, de todas las razas, lenguas y naciones, con palmas en las manos celebra la victoria. Esta hermosa utopía nos muestra que el ideal de la humanidad es la superación de todas las fronteras y de todas las discriminaciones, una comunidad festiva en el reino de la paz y de la libertad. En este sentido podemos afirmar que una sociedad sin clases es también el sueño de todos los cristianos auténticos. La victoria y la salvación que se celebra se debe al Cordero (Jesucristo) y a Dios, a quienes la muchedumbre incontable y los ángeles tributan "todo honor y toda gloria". Es como una gran doxología y una liturgia celestial que la iglesia militante, todavía en la tierra de la historia, anticipa en sus celebraciones eucarísticas. Aunque todos han sido salvados por Dios y por la sangre del Cordero, Dios no ha ahorrado a ninguno de sus elegidos el pasar por la lucha y las tribulaciones de la historia. Y esto es lo que hace mayor el gozo
Vs. 1-8: los elegidos de la tierra. La destrucción y el pánico del sexto sello se detienen. Los vientos que soplan de los cuatro ángulos de la tierra simbolizan las fuerzas destructoras de este mundo y el anuncio del último día. Los cuatro ángeles (seres al servicio de Dios) detienen la destrucción. La salvación viene de Oriente (v. 2). Por Oriente sale el sol y allí está el Paraíso. La marca o sello (v. 3) indica pertenencia, incluso hoy, y protección. A pesar de los vaivenes de la historia que sacuden a la Iglesia, ella será protegida.
Vs 9-17: suerte de los elegidos en el cielo. Ya han alcanzado la gloria y la victoria simbolizadas por la túnica blanca y las palmas. Es una muchedumbre innumerable, sin distinción de razas, que prorrumpe en un himno de agradecimiento. Superadas las dificultades, viven ya sin ansiedad. La salvación o victoria se debe a Dios y al Cordero; pero este don o gracia requiere una respuesta humana (v. 15). Todo esto ocurrirá en un futuro. Esta visión de final debe suscitar interés y entusiasmo para la lucha del presente, donde se fragua la eternidad. La visión de una historia concreta hace que Juan nos presente una clave de interpretación histórica válida para todas las edades (Dabar 1980).
Lamentablemente, para muchos cristianos no hay más santos que esa docena que ellos conocen y que se han convertido en abogados de algo: S.Blas y los males de garganta, San. Cristóbal y los conductores, S.Isidro y la agricultura, S.Antón y los animales, etc. Es decir, a los santos se acude más por lo que se puede sacar de ellos que por lo que de ellos se puede aprender. Y no es que no tengan su valor como mediadores e intercesores; es que, si no podemos ver a Dios como alguien para tapar nuestros agujeros, menos aún lo son los santos. S.Pancracio con perejil y un billete de lotería es un gesto más propio de la superstición que de la fe; y, sin embargo, gestos así abundan entre los cristianos. De forma sintetizada vamos a recordar aquí lo que el Conc. Vaticano II, a lo largo de sus diferentes Constituciones, Decretos y Declaraciones, va diciendo sobre los santos: -están unidos a los Apóstoles y los mártires en la veneración de la Iglesia (LC 50); -están recomendados a la devoción e imitación de los fieles (LG 50); -realizan una función de impulsarnos hacia lo eterno (LG 50), -de ejemplo e iluminación para nuestra vida (LG 50); -Dios se manifiesta en los santos (LG 50); -los santos son hombres como nosotros (LG 50); -se transforman en imagen de Cristo (LG 50); -realizan una función reveladora y de signo (LG 50); -son testigos que atraen (LG 50), -y dan testimonio de la verdad del Evangelio (LG 50); -damos culto a los santos por su ejemplaridad (LG 50); -su culto nos une a Cristo (LG 50); -la Eucaristía nos pone en comunión con los santos (LG 50); -cantan alabanzas a Dios e interceden por nosotros (SC 104); -ya han llegado a la perfección (SC 104); -cumplen el misterio pascual en sí al sufrir y ser glorificados con Cristo (SC 104); -la Iglesia les rinde culto y los venera (SC 111); -proclaman las maravillas de Cristo y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles (SC 111); -por medio de los santos, los fieles son atraídos por Cristo al Padre (SC 104), -y la Iglesia implora los beneficios divinos (SC 104); -finalmente, ellos manifiestan la variedad de los dones del Espíritu Santo en la Iglesia (UR 2). La verdad es que tenemos que reconocer que son muchos los valores, méritos y cualidades de los santos como para que nosotros los reduzcamos a la mera función de "desfacedores de entuertos". Hay que reconocer que nos tomamos a los santos con poca seriedad; quizá sea porque todavía pervive en nosotros esa falsa imagen de los santos como supermanes, tan fomentada por la espiritualidad y la devoción de tiempos pasados pero aún no acabados; quizá sea porque no basta con las ceremonias más o menos grandiosas que se desarrollan con motivo de las beatificaciones y canonizaciones para hacer llegar las vidas de los santos a la gran mayoría del Pueblo de Dios. Sea la razón que sea, lo cierto es que hay un innegable y lamentable divorcio entre los santos y el pueblo fiel; los santos no acaban de "servirnos" para todo eso que el Concilio dice que debían "servir"; los santos tienen una misión dentro de la Iglesia pero, al parecer, no estamos por la labor de que realicen esa tarea entre nosotros. Hay, por tanto, mucho que revisar en este terreno de la santidad y de los santos: hay que buscar la forma de que haya santos cercanos a nosotros, en el tiempo, en el medio ambiente en que vivieron, etc; hay que conocer -y dar a conocer, quienes sean responsables de ello- mejor sus vidas y su ejemplo; hay que desmitificarlos, fijarnos un poco menos en aspectos espectaculares y un poco más en su "vida cotidiana", auténtica base de su santidad en la mayoría de las ocasiones. Hoy, fiesta de Todos los Santos, puede ser un buen día para revisar nuestra visión de los Santos (L. Gracieta).
2. Así lo comenta Juan Pablo II: “El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito: "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling). A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf Sal 14; Is 33,14-16; Mi 6,6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
Así llegamos al tercer cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor” (vv. 7-10), que no comentamos porque ya no entra en el fragmento que hoy leemos, aunque viene bien una historia para este final; es una escena en Diálogo de carmelitas de Bernanos. La protagonista en una procesión lleva la cruz que es llamada «el pequeño rey de la gloria». Desde lejos oye las notas de la carmañola. Tiene un momento de confusión, y aterrorizada deja caer la estatua del «pequeño rey de la gloria», que se hace pedazos; entonces una religiosa exclama: -¡Qué débil y qué pequeño! -Pero otra replica: -¡No, no..., qué grande y qué fuerte! Una tercera añade: -Ahora ya no tenemos «rey de la gloria», sólo nos queda el cordero de Dios. Ser cristianos es aceptar a este rey de la gloria que desaparece, que se hace pequeño, que se convierte en rey de burla para diversión de los soldados, que se deja crucificar como un delincuente, no será poniéndonos de puntillas como veremos a Dios, sino abajándonos. La grandeza para un cristiano se mide precisamente en su capacidad de hacerse pequeño, y en el amor que de ahí viene: La iglesia ortodoxa venera a san Cosme, un mendigo infatigable que recorría a pie o a lomos de mula todas las regiones de Grecia. Tenía un modo original para pesar el amor de los cristianos. Cuando llegaba a la plaza de un pueblo, plantaba una gran cruz y allí entablaba un diálogo con la gente que había acudido a escucharle.
-Si hay alguien en esta asamblea que ame a sus hermanos, que se levante y me lo diga, porque quiero darle mi bendición y pedir a todos los cristianos que le absuelvan.
-Yo, hombre de Dios, amo a Dios y a mis hermanos.
-Muy bien, hijo mío. Te doy mi bendición. ¿Cómo te llamas?
-Constantino.
-Qué oficio tienes?
-Pastor.
-Cuando vendes el queso, ¿lo pesas?
-Claro, lo peso.
-Pues bien, hijo, tú has aprendido a pesar el queso y yo el amor. Por eso quiero pesar tu amor... ¿Cómo puedo saber si amas a los hermanos? Recorriendo los pueblos para predicar yo no ceso de repetir que amo a Constantino como a mis propios ojos. Pero tú para creerme, exiges pruebas. Fíjate, yo tengo pan y tú no lo tienes. Si lo divido contigo, esto significa que te amo. Pero si me como todo mi pan, mientras tú pasas hambre, esto quiere decir que mi amor es falso... Tú, por ejemplo, ¿amas a aquel muchacho pobre?
-Sí, le amo.
-Si le amases le habrías comprado una camisa, ya que no tiene ninguna. Tu amor es falso. Si quieres que tu amor sea auténtico viste a los muchachos pobres...
Si a las puertas del templo hubiese un guardián encargado de «pesar» nuestro amor, ¿cuántos de nosotros obtendrían el permiso de entrada? (Alessandro Pronzato).
La Liturgia percibe en este salmo un anuncio profético del misterio de la Encarnación y se sirve de sus estrofas para celebrar el ingreso de Cristo en este mundo. La tradición patrística interpretó también este salmo como una profecía del misterio de la Ascensión de Cristo a los cielos: "Los mismos Ángeles -dice san Ambrosio-, se maravillaron de este misterio. Cristo Hombre, al que vieron poco antes retenido en una estrecha tumba, ascendía, desde la morada de los muertos, hasta lo más alto del Cielo. El Señor regresaba vencedor. Entraba en su templo, cargado de una presa desconocida. Ángeles y Arcángeles le precedían, admirando el botín conquistado a la muerte. Y, aunque sabedores de que nada corpóreo puede acceder a Dios, contemplaban, sin embargo, a sus espaldas, el trofeo de la Cruz: era como si las puertas del Cielo, que le habían visto salir, no fueran lo suficientemente anchas para acogerlo de nuevo. Jamás habían estado a la altura de su nobleza, pero, después de su entrada triunfal, se precisaba un acceso todavía más grandioso. Ciertamente, a pesar de su anonadamiento, nada había perdido. No es un hombre el que entra, sino el mundo entero, en la Persona del Redentor de todos. Y puesto que sube al Cielo, sube tú también con Él, uniéndote a los Ángeles que le acompañan y le acogen. Y a aquellos Espíritus que dudan porque aprecian en su Cuerpo los estigmas de la Pasión -de los que carecía cuando salió del Cielo- y preguntan: «¿Quién es este Rey de la gloria?», tú les responderás: Es el Señor, héroe valeroso, héroe de la guerra (v 8). Y si te preguntan, como en el diálogo del Profeta Isaías: «¿Quién es éste que viene de Edom, es decir, de la tierra?, ¿cómo es que está rojo su vestido y sus ropas como las del que pisa un lagar?» entonces tú les mostrarás la veste de su Cuerpo, embellecida por los ornamentos de su Pasión y de su Divinidad, como nunca brillaron de tanto amor y de tanta belleza” (Félix Arocena).
¿Quién puede entrar en el lugar santo de Dios, el cielo? Respuesta: Todos aquellos que han vivido bajo el signo de la conciencia, del amor verdadero. ¡Señor, haznos dignos de tu Santidad, Tú que eres el amor! (Noel Quesson).
Juan Pablo II formuló la pregunta que plantea todo hombre que busca a Dios evocando las palabras de la Biblia: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?": el Salmo responde haciendo "la lista de condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto", explicó el Papa. "No se trata de normas meramente rituales y exteriores que hay que observar, sino más bien de compromisos morales y existenciales que hay que practicar". Tres exigencias: Ante todo hay que tener "manos inocentes y puro corazón". "Manos" y "corazón" "evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre que debe ser radicalmente orientado hacia Dios y su ley... La segunda exigencia es la de "no decir mentiras", que en el lenguaje bíblico no sólo hace referencia a la sinceridad, sino también a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Se confirma así el mandamiento del Decálogo: la pureza de la religión y del culto". Por último, para encontrar a Dios, el Salmo exige "no jurar contra el prójimo en falso": "La palabra, como es sabido, en una civilización oral, como la del antiguo Israel, no podía ser instrumento de engaño, sino que más bien era símbolo de las relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud". Con estas condiciones, el corazón del hombre se prepara para el encuentro con Dios, quien como muestra el Salmo 23, siendo "infinito, omnipotente y eterno", "se adapta a la criatura humana, se acerca a ella para salirle al encuentro, para escucharla y entrar en comunión con ella". "Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor”.
Cuando nos encontramos en la montaña de nuestra experiencia cristiana, podemos ver nuestro futuro claro, nuestra visión se expande, tenemos confianza y paz; sin embargo, cuando nos encontramos en uno de los valles de nuestra vida, nuestra visión se limita, nuestro futuro no se ve claramente, y nuestros sueños sufren. Pero debemos saber que los valles son los lugares más fructíferos de la tierra. “Los valles producen frutos”. Puedes esperar una cosecha valiosa en el valle donde te encuentres, porque Dios te acompaña. Y si Dios está contigo, Dios te sacará de allí con una gran victoria. Si el enemigo te ha atacado y estas dudando del amor libertador de Dios, recuerda, que aun siendo pecadores, Cristo murió por nosotros, y también sabemos, que "a los que aman a Dios todas las cosas le ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Rom 8,28). Pasaremos por la dificultad, pero no nos quedaremos en ella, porque sabemos que Dios es Dios en todas partes, y Él nos levantará para ir, de monte en monte y de victoria en victoria, alimentados por los frutos adquiridos en el valle de la aflicción. Olvidaremos las dificultades pasadas y recordaremos la fidelidad y la lealtad de Dios, la cual nos ha libertado.
3. 1 Jn 3,1-3: "cielo", en definitiva, es el encuentro con Cristo resucitado. "Cielo quiere decir participación en esta forma existencial de Cristo -estar sentado a la derecha del Padre- y, en consecuencia, plenitud de lo que comienza con el bautismo" (Ratzinger). Y puesto que el encuentro con Cristo resucitado es encuentro con todos los que están en El, el "cielo" es también la gran realidad de la comunión de los santos en toda la plenitud. Estas dos referencias -a Cristo y a la Iglesia- ayudan a comprender las afirmaciones de la 2. lectura. En efecto: el bautismo y la confirmación nos han situado ya en comunión con el Cristo resucitado, dentro de la comunión de los santos; ya hemos sido "marcados". El resto de la vida es "tribulación", búsqueda del rostro del Señor, esperanza, pobreza y persecución... Todo esto, sin embargo, vivido en Cristo y en la Iglesia, como forja de la plena realización gloriosa. En los santos, en estos "hijos de la Iglesia encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad" (Prefacio); son historias muy concretas que nos los hacen más próximos y semejantes en esta comunión que nos une como hijos de Dios. Son sus propias experiencias de camino las que nos animan a orar con ellos al Señor (P. Tena). Una de las características esenciales de la santidad de la Nueva Alianza es que los santos en Cristo Jesús forman una asamblea. Hay que decir también que la santidad les es ofrecida en la respuesta que ellos dan al llamamiento que los reúne. En otras palabras, los cristianos son santos en tanto que son miembros de la Iglesia; la santidad de la Iglesia les precede siempre. Con ello se declara que la santidad del cristiano se halla siempre en radical dependencia de la santidad de Cristo y de la Iglesia que es su Cuerpo y a través de la cual es comunicada la vida de la cabeza; forman una asamblea porque la santidad de Cristo es una fuerza que reúne a la Humanidad entera, y su nombre es amor (Maertens-Frisque).
San Bernardo, abad, dice: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria”.
Una oración-poesía de Gustavo Adolfo Bécquer: “Patriarcas que fuisteis la semilla / del árbol de la fe en siglos remotos, / al vencedor divino de la muerte / rogadle por nosotros.
Profetas que rasgasteis inspirados / del porvenir el velo misterioso, / al que sacó la luz de las tinieblas / rogadle por nosotros.
Almas cándidas, Santos Inocentes, / que aumentáis de los ángeles el coro, / al que llamó a los niños a su lado / rogadle por nosotros.
Apóstoles que echasteis en el mundo / de la Iglesia el cimiento poderoso, / al que es de la verdad depositario / rogadle por nosotros.
Mártires que ganasteis vuestra palma / en la arena del circo, en sangre rojo, / al que os dio fortaleza en los combates / rogadle por nosotros.
Vírgenes semejantes a azucenas, / que el verano vistió de nieve y oro, / al que es fuente de vida y hermosura / rogadle por nosotros.
Monjes que de la vida en el combate / pedisteis paz al claustro silencioso, / al que es iris de calma en las tormentas / rogadle por nosotros.
Doctores cuyas plumas nos legaron / de virtud y saber rico tesoro, / al que es caudal de ciencia inextinguible / rogadle por nosotros.
Soldados del Ejército de Cristo, / Santas y Santos todos, / rogadle que perdone nuestras culpas / a Aquel que vive y reina entre nosotros”.
Aunque esta filiación divina de los creyentes es ya una realidad, todavía es una realidad escondida e incipiente. Ni los mismos hijos de Dios saben ahora y tienen clara experiencia de lo que realmente son. Cuando se manifieste plenamente y llegue a pleno desarrollo lo que son, los hijos de Dios se sorprenderán y verán que son semejantes a Dios. Entonces los hijos de Dios serán alzados a la altura de los ojos del Padre, y le verán como él mismo les ve. Esta esperanza de encontrarnos cara a cara con el Padre y de ser semejantes al Padre es la verdadera motivación cristiana de la santidad (Mt 5,48; Hb 12,14). Es la esperanza que nos anima a seguir el ejemplo del "Primogénito entre muchos hermanos", o sea, de Jesús (cf 2,6), y a entrar por el camino de las bienaventuranzas (“Eucaristía 1983”). Vivimos una situación de gestación, de expectación, como el campo sembrado de trigo, pero en el que todavía durante el invierno no se ve por ninguna parte la cosecha. Habrá que esperar hasta la primavera en que despunten los brotes o hasta el verano en que se recoja la cosecha. Sin embargo, igual que el labrador sabe que ha sembrado y espera con impaciencia el día de la cosecha, así nosotros debemos creer y esperar el día en que se ponga de manifiesto lo que ya somos por la gracia de Dios.
La segunda parte de la primera carta de San Juan se abre con el mensaje de que todos somos hijos de Dios. A este mensaje sigue una exigencia: debemos vivir como hijos de Dios. Para los sinópticos la filiación divina es una realidad escatológica. Con san Pablo ya se hace presente en este mundo (cf Rm 8,16; Ga 4,5s). En san Juan la filiación divina es actual y llega a todos los hombres que aman a Jesús y guardan sus mandamientos. La razón de fondo es el amor del Padre. El autor no puede contener su admiración ante el don maravilloso que Dios nos ha hecho a los hombres: la filiación divina. Al decir: "Mirad qué amor..." nos invita a mirar no con los ojos del cuerpo sino a verificar, constatar, que aunque el amor es una realidad invisible es perceptible por los efectos. La filiación divina es obra del amor del Padre. Si Dios ama tanto a los hombres que llega a entregarles a su propio Hijo es para darles la vida eterna, para hacerlos hijos de Dios. "El mundo no conoce..." El conocimiento supone un vínculo de unidad entre el que conoce y lo conocido. De ahí que el conocimiento que ahora tenemos sea imperfecto. En la vida presente la realidad de la filiación se posee en forma limitada y por tanto el conocimiento es parcial. No conocemos todavía lo que llegaremos a ser. Toda la vida cristiana debe tender a manifestar que somos hijos de Dios y que amamos como él amó. Esta vida se vive ahora en medio de dificultades y el gran amor que nos tiene el Padre no lo llegamos a ver en su totalidad, pero mantenemos la esperanza firme de que un día se manifestará (Pere Franquesa).
Se puede decir lo que no habrá allí; pero ¿quién podrá decir lo que habrá? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre (1 Cor 2,9). Con razón, pues, dijo el Apóstol: Los sufrimientos de este tiempo no admiten comparación con la gloria futura que se revelará en nosotros (Rom 8,18). Sábete, ¡oh cristiano!, que, sufras lo que sufras, no es nada en comparación con lo que has de recibir. Es certeza que nos procura la fe: nunca se aparte de tu corazón. No puedes comprender ni ver lo que llegarás a ser; ¿cómo será lo que no puede comprender ni siquiera quien lo va a recibir? Seremos lo que seremos, pero no podemos comprender eso que seremos. Supera nuestra debilidad, sobrepasa nuestro pensar, excede nuestro entendimiento; pero seremos eso. Amadísimos, dice Juan, seremos hijos de Dios.
Evidentemente ya lo somos por adopción, por la fe, por la prenda que tenemos. Hemos recibido como prenda, hermanos, al Espíritu Santo. ¿Cómo puede engañar quien nos ha dejado tal prenda? Somos hijos de Dios, dijo, y aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). Dijo que aún no se ha manifestado, pero no dijo qué es lo que aún no se ha manifestado. Aún no se ha manifestado lo que seremos. Si hubiese dicho: «Seremos esto o seremos así», ¿a quién se lo hubiese dicho de haberlo dicho? No me atrevo a decir quién, pero sí a quien lo hubiese dicho. Y quizá él pudiera haberlo dicho, porque él fue quien descansó sobre el pecho del Señor y en aquel banquete bebía la sabiduría del pecho del Señor. Repleto de aquella sabiduría eructó: En el principio existía la Palabra. Esto es lo que dijo: Sabemos que, cuando se manifieste lo que seremos, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Semejantes a quién? Sin duda alguna, semejantes a aquel de quien somos hijos. Amadísimos, dijo, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a aquel de quien somos hijos, porque le veremos tal cual es. Y ahora, si quieres conocer aquello a lo que serás semejante, si quieres conocer a aquel a quien serás semejante, mírale, si puedes. Aún no puedes. Desconoces a aquel a quien serás semejante; en consecuencia, desconoces en qué medida serás semejante a él. Desconociendo aún lo que es él, desconoces lo que serás también tú.
Pensando en estas cosas, amadísimos, estemos siempre a la espera de nuestro gozo sempiterno y pidámosle continuamente fortaleza en nuestros trabajos y pruebas temporales, tanto yo para vosotros como vosotros para mí. No penséis, hermanos, que vosotros necesitáis de mis oraciones, pero no yo de las vuestras. Recíprocamente tenemos necesidad de las oraciones de los unos por los otros, puesto que las mismas oraciones de los unos por los otros se encienden con la caridad y son un sacrificio de olor suavísimo que se ofrece al Señor desde el altar de la piedad. En efecto, si hasta los apóstoles pedían que se orase por ellos, ¡cuánto más nosotros, tan desemejantes a ellos, pero en todo caso deseando seguir sus huellas, sin poder saber ni atrevernos a decir en qué medida lo conseguimos!
4. Cf. también el Domingo 4º (A) y 6º (C): Las Bienaventuranzas son el texto del acto constitucional del nuevo pueblo, y su es un canto a las personas que sufren por intentar hacer posible el Reino de Dios. Es un canto fantástico por su sencillez y que ciertamente gustan en toda su hondura las personas que saben de sufrimiento por construir algo mejor (Dabar 1980). No son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución por causa de la justicia o por seguir a Jesús. Las personas que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido (Alberto Benito). La solemnidad de Todos los Santos comenzó a celebrarse en torno al año 800. Resume y concentra en un día todo el santoral del año, pero principalmente recuerda a los santos anónimos sin hornacina ni imagen reconocible en los retablos. Son innumerables los testigos fieles del Evangelio, los seguidores de las Bienaventuranzas. Hoy celebramos a los que han sabido hacerse pobres en el espíritu, a los sufridos, a los pacíficos, a los defensores de la justicia, a los perseguidos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón. ¿Quienes son los santos? Son esa multitud innumerable de hombres y mujeres, de toda raza, edad y condición, que se desvivieron por los demás, que vencieron el egoísmo, que perdonaron siempre. Santos son los que han hecho de su vida una epifanía de los valores trascendentes; par esa quienes buscan a Dios lo encuentren can facilidad humanizado en los santos. Me parece que es Bernanos el que ha escrito lo siguiente: "He perdido la infancia y no la puedo reconquistar sino por medio de la santidad". ¿Qué es, pues, la santidad? La santidad es la totalidad del espíritu de las Bienaventuranzas, que se leen en el evangelio de la Misa. La totalidad es pobreza, mansedumbre, justicia, pureza, paz, misericordia. Es apertura y donación que tienen como símbolo la confianza de un niño. Santidad es tener conciencia efectiva de ser hijo de Dios. Este sentido de filiación debe ser acrecentado a través de la purificación interior y así alcanzar la meta plena de nuestra conformación con Dios. Santidad es pluralidad. Cada uno debe seguir a Cristo desde su propia circunstancia y talante; desde su nación, raza y lengua, en los días felices y cuando la tribulación arranca lágrimas del corazón; en la soledad del claustro o en el vértigo de la ciudad; en la buena y en la mala salud. Alcanzar la santidad es descubrir el espíritu de alabanza y paz que debe animar toda la existencia. Buscar lo bueno siempre. Defender la teología de la bendición en medio de tantas maldiciones. La santidad es una aventura, un riesgo que vale la pena correr. La transformación del mundo la han hecho fundamentalmente los santos con su testimonio de vida coherente que desbarata las rivalidades y crea la nueva fraternidad. "En el camino hacia Cristo todos somos condiscípulos, compañeros del viaje a la santidad" (Mons. Ott, Roma: Andrés Pardo).
Las bienaventuranzas no son una compensación fantaseada para hacer que las masas se resignen más fácilmente ante las frustraciones que ofrece la realidad; no son un consuelo por las privaciones que impone la vida, no son un estímulo para encajar situaciones injustas; no son un freno al cambio activo de la realidad: son más bien la voluntad inconformista y decidida de transformar la realidad. Jesús en esta catequesis habla de hombres y mujeres activos que, frente a situaciones concretas injustas, adoptan actitudes justas. Y por el solo hecho de adoptarlas, son bienaventurados, no desgraciados o ilusos según criterios de muchísimos humanos. Porque en realidad sólo Dios es capaz de hacer justicia, y es él quien los llama dichosos (“Eucaristía 1988”).
Llamando bienaventurados a los pobres, Jesús no expresa simplemente un buen deseo para que todo les vaya bien, sino que proclama un hecho: que "de ellos es el Reino de los Cielos" (esto es, el Reino de Dios; los judíos hablaban de los "Cielos" refiriéndose a Dios, no a un lugar). Aunque este Reino está por venir, vendrá ciertamente para los pobres y no para los que no lo son. A partir de la cautividad de Babilonia se llamaba "pobres" a los fieles o "justos" y a la inversa, pues eran precisamente los pobres los que mantenían la esperanza y conservaban la fe de Israel. Jesús llama "pobres" a quienes, no teniendo nada (sentido social de la pobreza) ponen su confianza en Dios (sentido religioso de la pobreza). A partir de ahí Mateo acentuaría más el sentido religioso y Lucas el sentido o significado social de la pobreza. La especial atención que presentó Jesús a los desposeídos, a los enfermos y marginados de su tiempo, demuestra que puso en primer plano la pobreza real sin la que no es posible la pobreza espiritual. Sólo cuando nos olvidamos de que Jesús exigió la pobreza real como condición para seguirle, podemos utilizar ideológicamente lo que en la versión de Mateo se dice de "los pobres de espíritu". La pobreza espiritual no es otra cosa que la radicalización e interiorización de la pobreza real y, de ningún modo, un pretexto para hacer más confortable el cristianismo a los que siguen siendo ricos a costa de los pobres. Mientras Lucas se refiere al hambre corporal, Mateo nos habla del hambre y sed de Justicia. Ciertamente que la "justicia" es aquí el cumplimiento de la voluntad de Dios o de la palabra de Dios, que es el alimento de la verdadera vida; pero los que sienten hambre de esta justicia no pueden estar satisfechos con las injusticias sociales. Por otra parte, cuando se manifiesta toda la justicia de Dios no quedará sin cumplir cualquier otra justicia (“Eucaristía 1985”).
S. Agustín comenta que son los modos de llegar a la vida feliz: “Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu. ¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él. Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados. Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10). Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios. Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma”.
San Bernardo, abad se pregunta: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria”.
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La fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos os que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante: nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos encontrar. Vivimos en esperanza, somos varones de deseos (como el profeta Daniel), de que Dios saciará todo el afán de felicidad que anida en nuestro corazón, como decía San Agustín: “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. San Pablo dice que nadie puede imaginar las maravillas que Dios nos tiene reservadas. Saciarán sin saciar, y este pensamiento de plenitud nos ha de ayudar a llevar la cruz de cada día sin caer en conformarnos con premios de consolación, con pequeñas compensaciones efímeras, que a la hora de la verdad son engaños, cartones repintados que defraudan las ansias de cosas grandes de nuestro corazón.
San Juan Apóstol, que en sus años mozos siguió al Señor, nos dice ya en su madurez que vale la pena: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su hijo Jesucristo. Esto os lo escribimos para que vuestra alegría sea completa” (1 Juan, 1). Estamos llamados a pertenecer a la familia de Cristo, desde toda la eternidad hemos sido pensados, amados, para este fin, y para ello hemos sido creados: predestinados como hijos queridísimos, por puro amor (como comienza diciendo la carta a los Efesios. Esta gratuidad de la llamada a la amistad con Dios está desarrollada en muchos otros lugares como 1Tes. 4,3).
"La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa ‘quasi in occulto’ por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son crisis de santos” (San J. Escrivá).
Para ello tenemos los medios de siempre, que hay que adaptar a las circunstancias de cada vida: oración y sacramentos, que son medios y no fines, el fin es al que se va avanzando como el que va hacia una luz, paso a paso: con la gracia de Dios, y la lucha alegre, vamos hacia Jesús, a corresponder a su amor con nuestra correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tenemos experiencia de Dios, como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.
Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesita la sociedad. La gran solución para todo, es la santidad: ese encuentro personal con Dios, que ponemos –ante el ofrecimiento de su gracia- buena voluntad, es decir correspondencia: lucha, esfuerzo personal por ser mejores y hacer el bien, pues la fe, si no va unida a las obras, está muerta.
En esta vocación que es la vida, escucha y correspondencia, diálogo abierto del hombre con Dios, parece que lo más importante es lo que hacemos nosotros sin embargo luego vemos que en realidad lo fundamental es lo que hace Dios, de ahí la vida como “dejar hacer” a Dios, como ofrenda agradecida, de acción de gracias. Decía P. Urbano que “un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí... un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza… un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle... El quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el ‘yo hago’, como el ‘hágase en mí’... El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía... uno de esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de él”. Y la meta es inabarcable, siempre en construcción: “¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios”.
Hoy festejamos a esa incontable multitud que ha alcanzado el cielo (incluso muchos que no se veneran en los altares) después de pasar por el mundo sembrando amor, paz y alegría. Son personas corrientes, como nosotros, estudiantes, profesionales, obreros, madres de familia; ancianos y jóvenes; hombre y mujeres; cultos e iletrados, que hicieron su trabajo y recorrieron su vida en la tierra, quizá sin ningún brillo humano, pero que alcanzaron la gloria eterna y ahora están gozando de la gloria celestial e intercediendo por nosotros.
Una voz de esperanza para todos nosotros: si somos fieles, alcanzaremos, como ellos, la gloria eterna. Es seguro que estos santos tuvieron en su vida dificultades parecidas a las nuestras y que debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer. Por supuesto que tuvieron derrotas en sus luchas de la vida interior y muchas veces tuvieron que pedir perdón al Señor y pedir su ayuda. Sin embargo, lograron la victoria y ahora gozan para siempre.
«Haec est voluntas Dei, santificatio vestra». Dios lo quiere. Basta que secundemos este querer de Dios para que lo logremos. Todos llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas. Estos que hoy celebramos no fueron santos sino al final de su vida, después de luchar y sentirse pecadores. Como tú y yo.
Es muy consolador pensar que, en el cielo contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que hemos tratado hace algún tiempo aquí en la tierra y con las que seguimos unidas por medio de lazos entrañables. Por ejemplo, los padres, abuelos, hermanos, tíos, conocidos, parientes, etc.
Decía S. Pablo: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha pasado por mente alguna lo que Dios tiene reservado para los que le aman». Vale la pena entregar la vida para obtener ese premio. Debemos atesorar para el cielo y no actuar neciamente. La vida del hombre en la tierra pasa como un soplo, y «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo, si al fin pierde su alma?». El cielo es para siempre, para siempre y allí estaremos gozando de todo lo que puede aspirar el hombre.
La Comunión de los santos es un misterio relacionado con la fiesta de hoy, todos estamos interconexionados: la Iglesia triunfante, la purgante y la militante constituyen la única Iglesia de Cristo. Los lazos que nos vinculan con la triunfante son muy fuertes. Allí están todos los santos pidiendo al Señor por nosotros: acudamos a su intercesión, especialmente los que sentimos que son intercesores más cercanos a nosotros, porque nos conocen y nos quieren de modo especial, por parentesco o porque nos sentimos sus hijos espirituales.
Libro del Apocalipsis 7,2-4,9-14: Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: No dañéis a la tierra ni al mar, ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios. Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén. Y uno de los ancianos me dijo: ¿Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido? Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás. Él me respondió: Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.
Salmo 23,1-2,3-4ab,5-6: R. Éstos son los que buscan al Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena / el orbe y todos sus habitantes: / Él la fundó sobre los mares, / Él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? / ¿Quién puede estar en el recinto sacro? / El hombre de manos inocentes / y puro corazón.
Ése recibirá la bendición del Señor, / le hará justicia el Dios de salvación. / Este es el grupo de los que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
Primera carta del apóstol san Juan 3,1-3: Queridos hermanos: ¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.
Evangelio según san Mateo 5,1-12a: En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se pudo a hablar enseñándolos:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Comentario: Todos los Santos es una típica fiesta cristiana, expresión de la esperanza que nos habita: lo que Dios ha realizado en los santos lo esperamos nosotros, confiados en su amor, y lo vivimos ya ahora: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (2ª lect.). También el prefacio: "y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita" (prefacio I). Las lecturas anuncian la dicha (vestiduras blancas, palmas, cantos de alabanza; seremos semejantes a Dios y le veremos tal cual es; dichosos vosotros, el Reino de los Cielos...) por los caminos del seguimiento realista de Jesús ("vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero"; "el mundo no nos conoce"; a los dichosos...). Si nos llenamos el corazón de júbilo, no nos apartamos de la lucha, y si nos invitan a mirar hacia el final de nuestra aventura, no dejan de decirnos que "ahora somos hijos de Dios" y hemos sido marcados con el sello del Dios vivo. El camino de los hijos -que es el que desemboca en la gloria de la Jerusalén celestial- no es otro que el camino del Hijo: él ha pasado por la gran tribulación, el mundo no lo ha conocido, ha sido perseguido y calumniado. "Nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión" (prefacio I). Todos los Santos es una fiesta familiar: la de quienes han caminado con Jesús y ahora gozan con su dicha. Reconocemos en ellos a María, Pedro, Esteban, Agustín, Francisco, Ignacio... Hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros, que han recorrido esta tierra como nosotros. Es como una carrera de relevos, como una procesión inmensa, la cabeza de la cual ya ha "entrado", mientras nosotros vamos caminando y otros empiezan a salir o esperan su turno: "para que, animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona que no se marchita" (J. Totosaus).
1. Ap 7.2-4.9-14. Sólo el final de la historia (escatología) nos permite comprender el sentido de las precedentes etapas históricas. Y como esta última etapa no puede ser descrita en su realidad histórica por ningún mortal, de ahí que los autores que la describen deban echar mano de las visiones, imágenes simbólicas, etc., (apocalíptica). Esta literatura hará mucho uso de la comparación "como", "similar a"... La apocalíptica judía trata de buscar un saber del pasado para interpretar el presente y escrutar el futuro; pero Juan, no. El apocalipsis del Nuevo Testamento describe los avatares de la historia de la salvación desde la primera venida de Cristo hasta la segunda. En la lucha entablada entre Cristo y Satán, Cristo ya ha vencido; pero el poder del adversario sigue desplengándose sobre la Iglesia. La "bestia feroz" que sale del mar (=el Imperio) y la gran "prostituta" (=Roma) son el instrumento de Satán para desplegar su persecución sobre la Iglesia. (Nótese la forma encubierta de narrar acontecimientos coetáneos al autor. También Juan estaba expuesto a la persecución). Es la hora de la prueba. Junto a la amargura del presente, el autor va presentando cuadros apocalípticos del final de los tiempos, que traen paz y serenidad a los atribulados, a la vez que sirven de acicate para continuar luchando en este mundo en la batalla de la fe. Al final, Dios vencerá por medio de Cristo, que debe actualizar el plan de salvación contenido en el libro de los siete sellos (5,7,9). La Jerusalén celeste, la nueva sociedad de salvados, inaugura el reinado de Dios. Entre el sello sexto (6,12-17) y el séptimo (8,1) se inserta la perícopa de esta fiesta, dividida en dos escenas: la visión de los "marcados" y la visión de la muchedumbre de "los que vienen de la gran tribulación". En los dos casos se destaca la iniciativa de Dios: El es quien marca sus siervos, para preservarlos. El, por el misterio pascual de Jesucristo -"en la sangre del Cordero"-, es quien ha hecho posible la existencia de esta muchedumbre sacerdotal -"con vestiduras blancas" - que canta el cántico nuevo. Juan escribe hacia los años 94-96, en unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas. La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es, por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia cristiana o de la "paciencia", que es algo muy distinto de la simple resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible. El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor, revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía para nosotros vigente actualidad.
Todo esto lo ha visto el Vidente como si estuviera fuera del mundo y pudiera abarcarlo con una mirada. Desde su punto de vista puede oír también el número de los marcados con el sello del Dios vivo. Desde una situación concreta de opresión y de constante amenaza, este creyente supera la anécdota del momento para abrirse, movido por la esperanza, al profundo misterio de la historia y escuchar la palabra de Dios que lo interpreta. Para ver y oír de esta manera hace falta esperar contra toda esperanza humana, superarlo todo en alas de la esperanza cristiana. Se trata de un número simbólico. El número 12 significaba tanto como "totalidad", y el número 1.000 "muchedumbre". Israel es el pueblo de Dios. Suponiendo que cada tribu fuera una "muchedumbre" (=1.000), la "totalidad (=12) de cada tribu sería 12.000 miembros y la "totalidad" de Israel (con sus 12 tribus) sería 144.000 miembros. De ahí que este número signifique simplemente la totalidad de los elegidos y no una cantidad numérica bien determinada y conocida por nosotros. El autor quiere decirnos que Dios protege a todos y a cada uno de sus elegidos. Dios protegerá a los suyos en medio de la tribulación. Y ahora el Vidente, situado más allá de la historia, ve lo que será al fin y al cabo. En su visión ha dado un salto, dejando atrás todas las luchas y persecuciones, para mostrarnos el triunfo del pueblo de Dios. Una muchedumbre incontable, de todas las razas, lenguas y naciones, con palmas en las manos celebra la victoria. Esta hermosa utopía nos muestra que el ideal de la humanidad es la superación de todas las fronteras y de todas las discriminaciones, una comunidad festiva en el reino de la paz y de la libertad. En este sentido podemos afirmar que una sociedad sin clases es también el sueño de todos los cristianos auténticos. La victoria y la salvación que se celebra se debe al Cordero (Jesucristo) y a Dios, a quienes la muchedumbre incontable y los ángeles tributan "todo honor y toda gloria". Es como una gran doxología y una liturgia celestial que la iglesia militante, todavía en la tierra de la historia, anticipa en sus celebraciones eucarísticas. Aunque todos han sido salvados por Dios y por la sangre del Cordero, Dios no ha ahorrado a ninguno de sus elegidos el pasar por la lucha y las tribulaciones de la historia. Y esto es lo que hace mayor el gozo
Vs. 1-8: los elegidos de la tierra. La destrucción y el pánico del sexto sello se detienen. Los vientos que soplan de los cuatro ángulos de la tierra simbolizan las fuerzas destructoras de este mundo y el anuncio del último día. Los cuatro ángeles (seres al servicio de Dios) detienen la destrucción. La salvación viene de Oriente (v. 2). Por Oriente sale el sol y allí está el Paraíso. La marca o sello (v. 3) indica pertenencia, incluso hoy, y protección. A pesar de los vaivenes de la historia que sacuden a la Iglesia, ella será protegida.
Vs 9-17: suerte de los elegidos en el cielo. Ya han alcanzado la gloria y la victoria simbolizadas por la túnica blanca y las palmas. Es una muchedumbre innumerable, sin distinción de razas, que prorrumpe en un himno de agradecimiento. Superadas las dificultades, viven ya sin ansiedad. La salvación o victoria se debe a Dios y al Cordero; pero este don o gracia requiere una respuesta humana (v. 15). Todo esto ocurrirá en un futuro. Esta visión de final debe suscitar interés y entusiasmo para la lucha del presente, donde se fragua la eternidad. La visión de una historia concreta hace que Juan nos presente una clave de interpretación histórica válida para todas las edades (Dabar 1980).
Lamentablemente, para muchos cristianos no hay más santos que esa docena que ellos conocen y que se han convertido en abogados de algo: S.Blas y los males de garganta, San. Cristóbal y los conductores, S.Isidro y la agricultura, S.Antón y los animales, etc. Es decir, a los santos se acude más por lo que se puede sacar de ellos que por lo que de ellos se puede aprender. Y no es que no tengan su valor como mediadores e intercesores; es que, si no podemos ver a Dios como alguien para tapar nuestros agujeros, menos aún lo son los santos. S.Pancracio con perejil y un billete de lotería es un gesto más propio de la superstición que de la fe; y, sin embargo, gestos así abundan entre los cristianos. De forma sintetizada vamos a recordar aquí lo que el Conc. Vaticano II, a lo largo de sus diferentes Constituciones, Decretos y Declaraciones, va diciendo sobre los santos: -están unidos a los Apóstoles y los mártires en la veneración de la Iglesia (LC 50); -están recomendados a la devoción e imitación de los fieles (LG 50); -realizan una función de impulsarnos hacia lo eterno (LG 50), -de ejemplo e iluminación para nuestra vida (LG 50); -Dios se manifiesta en los santos (LG 50); -los santos son hombres como nosotros (LG 50); -se transforman en imagen de Cristo (LG 50); -realizan una función reveladora y de signo (LG 50); -son testigos que atraen (LG 50), -y dan testimonio de la verdad del Evangelio (LG 50); -damos culto a los santos por su ejemplaridad (LG 50); -su culto nos une a Cristo (LG 50); -la Eucaristía nos pone en comunión con los santos (LG 50); -cantan alabanzas a Dios e interceden por nosotros (SC 104); -ya han llegado a la perfección (SC 104); -cumplen el misterio pascual en sí al sufrir y ser glorificados con Cristo (SC 104); -la Iglesia les rinde culto y los venera (SC 111); -proclaman las maravillas de Cristo y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles (SC 111); -por medio de los santos, los fieles son atraídos por Cristo al Padre (SC 104), -y la Iglesia implora los beneficios divinos (SC 104); -finalmente, ellos manifiestan la variedad de los dones del Espíritu Santo en la Iglesia (UR 2). La verdad es que tenemos que reconocer que son muchos los valores, méritos y cualidades de los santos como para que nosotros los reduzcamos a la mera función de "desfacedores de entuertos". Hay que reconocer que nos tomamos a los santos con poca seriedad; quizá sea porque todavía pervive en nosotros esa falsa imagen de los santos como supermanes, tan fomentada por la espiritualidad y la devoción de tiempos pasados pero aún no acabados; quizá sea porque no basta con las ceremonias más o menos grandiosas que se desarrollan con motivo de las beatificaciones y canonizaciones para hacer llegar las vidas de los santos a la gran mayoría del Pueblo de Dios. Sea la razón que sea, lo cierto es que hay un innegable y lamentable divorcio entre los santos y el pueblo fiel; los santos no acaban de "servirnos" para todo eso que el Concilio dice que debían "servir"; los santos tienen una misión dentro de la Iglesia pero, al parecer, no estamos por la labor de que realicen esa tarea entre nosotros. Hay, por tanto, mucho que revisar en este terreno de la santidad y de los santos: hay que buscar la forma de que haya santos cercanos a nosotros, en el tiempo, en el medio ambiente en que vivieron, etc; hay que conocer -y dar a conocer, quienes sean responsables de ello- mejor sus vidas y su ejemplo; hay que desmitificarlos, fijarnos un poco menos en aspectos espectaculares y un poco más en su "vida cotidiana", auténtica base de su santidad en la mayoría de las ocasiones. Hoy, fiesta de Todos los Santos, puede ser un buen día para revisar nuestra visión de los Santos (L. Gracieta).
2. Así lo comenta Juan Pablo II: “El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito: "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling). A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf Sal 14; Is 33,14-16; Mi 6,6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
Así llegamos al tercer cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor” (vv. 7-10), que no comentamos porque ya no entra en el fragmento que hoy leemos, aunque viene bien una historia para este final; es una escena en Diálogo de carmelitas de Bernanos. La protagonista en una procesión lleva la cruz que es llamada «el pequeño rey de la gloria». Desde lejos oye las notas de la carmañola. Tiene un momento de confusión, y aterrorizada deja caer la estatua del «pequeño rey de la gloria», que se hace pedazos; entonces una religiosa exclama: -¡Qué débil y qué pequeño! -Pero otra replica: -¡No, no..., qué grande y qué fuerte! Una tercera añade: -Ahora ya no tenemos «rey de la gloria», sólo nos queda el cordero de Dios. Ser cristianos es aceptar a este rey de la gloria que desaparece, que se hace pequeño, que se convierte en rey de burla para diversión de los soldados, que se deja crucificar como un delincuente, no será poniéndonos de puntillas como veremos a Dios, sino abajándonos. La grandeza para un cristiano se mide precisamente en su capacidad de hacerse pequeño, y en el amor que de ahí viene: La iglesia ortodoxa venera a san Cosme, un mendigo infatigable que recorría a pie o a lomos de mula todas las regiones de Grecia. Tenía un modo original para pesar el amor de los cristianos. Cuando llegaba a la plaza de un pueblo, plantaba una gran cruz y allí entablaba un diálogo con la gente que había acudido a escucharle.
-Si hay alguien en esta asamblea que ame a sus hermanos, que se levante y me lo diga, porque quiero darle mi bendición y pedir a todos los cristianos que le absuelvan.
-Yo, hombre de Dios, amo a Dios y a mis hermanos.
-Muy bien, hijo mío. Te doy mi bendición. ¿Cómo te llamas?
-Constantino.
-Qué oficio tienes?
-Pastor.
-Cuando vendes el queso, ¿lo pesas?
-Claro, lo peso.
-Pues bien, hijo, tú has aprendido a pesar el queso y yo el amor. Por eso quiero pesar tu amor... ¿Cómo puedo saber si amas a los hermanos? Recorriendo los pueblos para predicar yo no ceso de repetir que amo a Constantino como a mis propios ojos. Pero tú para creerme, exiges pruebas. Fíjate, yo tengo pan y tú no lo tienes. Si lo divido contigo, esto significa que te amo. Pero si me como todo mi pan, mientras tú pasas hambre, esto quiere decir que mi amor es falso... Tú, por ejemplo, ¿amas a aquel muchacho pobre?
-Sí, le amo.
-Si le amases le habrías comprado una camisa, ya que no tiene ninguna. Tu amor es falso. Si quieres que tu amor sea auténtico viste a los muchachos pobres...
Si a las puertas del templo hubiese un guardián encargado de «pesar» nuestro amor, ¿cuántos de nosotros obtendrían el permiso de entrada? (Alessandro Pronzato).
La Liturgia percibe en este salmo un anuncio profético del misterio de la Encarnación y se sirve de sus estrofas para celebrar el ingreso de Cristo en este mundo. La tradición patrística interpretó también este salmo como una profecía del misterio de la Ascensión de Cristo a los cielos: "Los mismos Ángeles -dice san Ambrosio-, se maravillaron de este misterio. Cristo Hombre, al que vieron poco antes retenido en una estrecha tumba, ascendía, desde la morada de los muertos, hasta lo más alto del Cielo. El Señor regresaba vencedor. Entraba en su templo, cargado de una presa desconocida. Ángeles y Arcángeles le precedían, admirando el botín conquistado a la muerte. Y, aunque sabedores de que nada corpóreo puede acceder a Dios, contemplaban, sin embargo, a sus espaldas, el trofeo de la Cruz: era como si las puertas del Cielo, que le habían visto salir, no fueran lo suficientemente anchas para acogerlo de nuevo. Jamás habían estado a la altura de su nobleza, pero, después de su entrada triunfal, se precisaba un acceso todavía más grandioso. Ciertamente, a pesar de su anonadamiento, nada había perdido. No es un hombre el que entra, sino el mundo entero, en la Persona del Redentor de todos. Y puesto que sube al Cielo, sube tú también con Él, uniéndote a los Ángeles que le acompañan y le acogen. Y a aquellos Espíritus que dudan porque aprecian en su Cuerpo los estigmas de la Pasión -de los que carecía cuando salió del Cielo- y preguntan: «¿Quién es este Rey de la gloria?», tú les responderás: Es el Señor, héroe valeroso, héroe de la guerra (v 8). Y si te preguntan, como en el diálogo del Profeta Isaías: «¿Quién es éste que viene de Edom, es decir, de la tierra?, ¿cómo es que está rojo su vestido y sus ropas como las del que pisa un lagar?» entonces tú les mostrarás la veste de su Cuerpo, embellecida por los ornamentos de su Pasión y de su Divinidad, como nunca brillaron de tanto amor y de tanta belleza” (Félix Arocena).
¿Quién puede entrar en el lugar santo de Dios, el cielo? Respuesta: Todos aquellos que han vivido bajo el signo de la conciencia, del amor verdadero. ¡Señor, haznos dignos de tu Santidad, Tú que eres el amor! (Noel Quesson).
Juan Pablo II formuló la pregunta que plantea todo hombre que busca a Dios evocando las palabras de la Biblia: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?": el Salmo responde haciendo "la lista de condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto", explicó el Papa. "No se trata de normas meramente rituales y exteriores que hay que observar, sino más bien de compromisos morales y existenciales que hay que practicar". Tres exigencias: Ante todo hay que tener "manos inocentes y puro corazón". "Manos" y "corazón" "evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre que debe ser radicalmente orientado hacia Dios y su ley... La segunda exigencia es la de "no decir mentiras", que en el lenguaje bíblico no sólo hace referencia a la sinceridad, sino también a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Se confirma así el mandamiento del Decálogo: la pureza de la religión y del culto". Por último, para encontrar a Dios, el Salmo exige "no jurar contra el prójimo en falso": "La palabra, como es sabido, en una civilización oral, como la del antiguo Israel, no podía ser instrumento de engaño, sino que más bien era símbolo de las relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud". Con estas condiciones, el corazón del hombre se prepara para el encuentro con Dios, quien como muestra el Salmo 23, siendo "infinito, omnipotente y eterno", "se adapta a la criatura humana, se acerca a ella para salirle al encuentro, para escucharla y entrar en comunión con ella". "Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor”.
Cuando nos encontramos en la montaña de nuestra experiencia cristiana, podemos ver nuestro futuro claro, nuestra visión se expande, tenemos confianza y paz; sin embargo, cuando nos encontramos en uno de los valles de nuestra vida, nuestra visión se limita, nuestro futuro no se ve claramente, y nuestros sueños sufren. Pero debemos saber que los valles son los lugares más fructíferos de la tierra. “Los valles producen frutos”. Puedes esperar una cosecha valiosa en el valle donde te encuentres, porque Dios te acompaña. Y si Dios está contigo, Dios te sacará de allí con una gran victoria. Si el enemigo te ha atacado y estas dudando del amor libertador de Dios, recuerda, que aun siendo pecadores, Cristo murió por nosotros, y también sabemos, que "a los que aman a Dios todas las cosas le ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Rom 8,28). Pasaremos por la dificultad, pero no nos quedaremos en ella, porque sabemos que Dios es Dios en todas partes, y Él nos levantará para ir, de monte en monte y de victoria en victoria, alimentados por los frutos adquiridos en el valle de la aflicción. Olvidaremos las dificultades pasadas y recordaremos la fidelidad y la lealtad de Dios, la cual nos ha libertado.
3. 1 Jn 3,1-3: "cielo", en definitiva, es el encuentro con Cristo resucitado. "Cielo quiere decir participación en esta forma existencial de Cristo -estar sentado a la derecha del Padre- y, en consecuencia, plenitud de lo que comienza con el bautismo" (Ratzinger). Y puesto que el encuentro con Cristo resucitado es encuentro con todos los que están en El, el "cielo" es también la gran realidad de la comunión de los santos en toda la plenitud. Estas dos referencias -a Cristo y a la Iglesia- ayudan a comprender las afirmaciones de la 2. lectura. En efecto: el bautismo y la confirmación nos han situado ya en comunión con el Cristo resucitado, dentro de la comunión de los santos; ya hemos sido "marcados". El resto de la vida es "tribulación", búsqueda del rostro del Señor, esperanza, pobreza y persecución... Todo esto, sin embargo, vivido en Cristo y en la Iglesia, como forja de la plena realización gloriosa. En los santos, en estos "hijos de la Iglesia encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad" (Prefacio); son historias muy concretas que nos los hacen más próximos y semejantes en esta comunión que nos une como hijos de Dios. Son sus propias experiencias de camino las que nos animan a orar con ellos al Señor (P. Tena). Una de las características esenciales de la santidad de la Nueva Alianza es que los santos en Cristo Jesús forman una asamblea. Hay que decir también que la santidad les es ofrecida en la respuesta que ellos dan al llamamiento que los reúne. En otras palabras, los cristianos son santos en tanto que son miembros de la Iglesia; la santidad de la Iglesia les precede siempre. Con ello se declara que la santidad del cristiano se halla siempre en radical dependencia de la santidad de Cristo y de la Iglesia que es su Cuerpo y a través de la cual es comunicada la vida de la cabeza; forman una asamblea porque la santidad de Cristo es una fuerza que reúne a la Humanidad entera, y su nombre es amor (Maertens-Frisque).
San Bernardo, abad, dice: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria”.
Una oración-poesía de Gustavo Adolfo Bécquer: “Patriarcas que fuisteis la semilla / del árbol de la fe en siglos remotos, / al vencedor divino de la muerte / rogadle por nosotros.
Profetas que rasgasteis inspirados / del porvenir el velo misterioso, / al que sacó la luz de las tinieblas / rogadle por nosotros.
Almas cándidas, Santos Inocentes, / que aumentáis de los ángeles el coro, / al que llamó a los niños a su lado / rogadle por nosotros.
Apóstoles que echasteis en el mundo / de la Iglesia el cimiento poderoso, / al que es de la verdad depositario / rogadle por nosotros.
Mártires que ganasteis vuestra palma / en la arena del circo, en sangre rojo, / al que os dio fortaleza en los combates / rogadle por nosotros.
Vírgenes semejantes a azucenas, / que el verano vistió de nieve y oro, / al que es fuente de vida y hermosura / rogadle por nosotros.
Monjes que de la vida en el combate / pedisteis paz al claustro silencioso, / al que es iris de calma en las tormentas / rogadle por nosotros.
Doctores cuyas plumas nos legaron / de virtud y saber rico tesoro, / al que es caudal de ciencia inextinguible / rogadle por nosotros.
Soldados del Ejército de Cristo, / Santas y Santos todos, / rogadle que perdone nuestras culpas / a Aquel que vive y reina entre nosotros”.
Aunque esta filiación divina de los creyentes es ya una realidad, todavía es una realidad escondida e incipiente. Ni los mismos hijos de Dios saben ahora y tienen clara experiencia de lo que realmente son. Cuando se manifieste plenamente y llegue a pleno desarrollo lo que son, los hijos de Dios se sorprenderán y verán que son semejantes a Dios. Entonces los hijos de Dios serán alzados a la altura de los ojos del Padre, y le verán como él mismo les ve. Esta esperanza de encontrarnos cara a cara con el Padre y de ser semejantes al Padre es la verdadera motivación cristiana de la santidad (Mt 5,48; Hb 12,14). Es la esperanza que nos anima a seguir el ejemplo del "Primogénito entre muchos hermanos", o sea, de Jesús (cf 2,6), y a entrar por el camino de las bienaventuranzas (“Eucaristía 1983”). Vivimos una situación de gestación, de expectación, como el campo sembrado de trigo, pero en el que todavía durante el invierno no se ve por ninguna parte la cosecha. Habrá que esperar hasta la primavera en que despunten los brotes o hasta el verano en que se recoja la cosecha. Sin embargo, igual que el labrador sabe que ha sembrado y espera con impaciencia el día de la cosecha, así nosotros debemos creer y esperar el día en que se ponga de manifiesto lo que ya somos por la gracia de Dios.
La segunda parte de la primera carta de San Juan se abre con el mensaje de que todos somos hijos de Dios. A este mensaje sigue una exigencia: debemos vivir como hijos de Dios. Para los sinópticos la filiación divina es una realidad escatológica. Con san Pablo ya se hace presente en este mundo (cf Rm 8,16; Ga 4,5s). En san Juan la filiación divina es actual y llega a todos los hombres que aman a Jesús y guardan sus mandamientos. La razón de fondo es el amor del Padre. El autor no puede contener su admiración ante el don maravilloso que Dios nos ha hecho a los hombres: la filiación divina. Al decir: "Mirad qué amor..." nos invita a mirar no con los ojos del cuerpo sino a verificar, constatar, que aunque el amor es una realidad invisible es perceptible por los efectos. La filiación divina es obra del amor del Padre. Si Dios ama tanto a los hombres que llega a entregarles a su propio Hijo es para darles la vida eterna, para hacerlos hijos de Dios. "El mundo no conoce..." El conocimiento supone un vínculo de unidad entre el que conoce y lo conocido. De ahí que el conocimiento que ahora tenemos sea imperfecto. En la vida presente la realidad de la filiación se posee en forma limitada y por tanto el conocimiento es parcial. No conocemos todavía lo que llegaremos a ser. Toda la vida cristiana debe tender a manifestar que somos hijos de Dios y que amamos como él amó. Esta vida se vive ahora en medio de dificultades y el gran amor que nos tiene el Padre no lo llegamos a ver en su totalidad, pero mantenemos la esperanza firme de que un día se manifestará (Pere Franquesa).
Se puede decir lo que no habrá allí; pero ¿quién podrá decir lo que habrá? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre (1 Cor 2,9). Con razón, pues, dijo el Apóstol: Los sufrimientos de este tiempo no admiten comparación con la gloria futura que se revelará en nosotros (Rom 8,18). Sábete, ¡oh cristiano!, que, sufras lo que sufras, no es nada en comparación con lo que has de recibir. Es certeza que nos procura la fe: nunca se aparte de tu corazón. No puedes comprender ni ver lo que llegarás a ser; ¿cómo será lo que no puede comprender ni siquiera quien lo va a recibir? Seremos lo que seremos, pero no podemos comprender eso que seremos. Supera nuestra debilidad, sobrepasa nuestro pensar, excede nuestro entendimiento; pero seremos eso. Amadísimos, dice Juan, seremos hijos de Dios.
Evidentemente ya lo somos por adopción, por la fe, por la prenda que tenemos. Hemos recibido como prenda, hermanos, al Espíritu Santo. ¿Cómo puede engañar quien nos ha dejado tal prenda? Somos hijos de Dios, dijo, y aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). Dijo que aún no se ha manifestado, pero no dijo qué es lo que aún no se ha manifestado. Aún no se ha manifestado lo que seremos. Si hubiese dicho: «Seremos esto o seremos así», ¿a quién se lo hubiese dicho de haberlo dicho? No me atrevo a decir quién, pero sí a quien lo hubiese dicho. Y quizá él pudiera haberlo dicho, porque él fue quien descansó sobre el pecho del Señor y en aquel banquete bebía la sabiduría del pecho del Señor. Repleto de aquella sabiduría eructó: En el principio existía la Palabra. Esto es lo que dijo: Sabemos que, cuando se manifieste lo que seremos, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Semejantes a quién? Sin duda alguna, semejantes a aquel de quien somos hijos. Amadísimos, dijo, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a aquel de quien somos hijos, porque le veremos tal cual es. Y ahora, si quieres conocer aquello a lo que serás semejante, si quieres conocer a aquel a quien serás semejante, mírale, si puedes. Aún no puedes. Desconoces a aquel a quien serás semejante; en consecuencia, desconoces en qué medida serás semejante a él. Desconociendo aún lo que es él, desconoces lo que serás también tú.
Pensando en estas cosas, amadísimos, estemos siempre a la espera de nuestro gozo sempiterno y pidámosle continuamente fortaleza en nuestros trabajos y pruebas temporales, tanto yo para vosotros como vosotros para mí. No penséis, hermanos, que vosotros necesitáis de mis oraciones, pero no yo de las vuestras. Recíprocamente tenemos necesidad de las oraciones de los unos por los otros, puesto que las mismas oraciones de los unos por los otros se encienden con la caridad y son un sacrificio de olor suavísimo que se ofrece al Señor desde el altar de la piedad. En efecto, si hasta los apóstoles pedían que se orase por ellos, ¡cuánto más nosotros, tan desemejantes a ellos, pero en todo caso deseando seguir sus huellas, sin poder saber ni atrevernos a decir en qué medida lo conseguimos!
4. Cf. también el Domingo 4º (A) y 6º (C): Las Bienaventuranzas son el texto del acto constitucional del nuevo pueblo, y su es un canto a las personas que sufren por intentar hacer posible el Reino de Dios. Es un canto fantástico por su sencillez y que ciertamente gustan en toda su hondura las personas que saben de sufrimiento por construir algo mejor (Dabar 1980). No son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución por causa de la justicia o por seguir a Jesús. Las personas que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido (Alberto Benito). La solemnidad de Todos los Santos comenzó a celebrarse en torno al año 800. Resume y concentra en un día todo el santoral del año, pero principalmente recuerda a los santos anónimos sin hornacina ni imagen reconocible en los retablos. Son innumerables los testigos fieles del Evangelio, los seguidores de las Bienaventuranzas. Hoy celebramos a los que han sabido hacerse pobres en el espíritu, a los sufridos, a los pacíficos, a los defensores de la justicia, a los perseguidos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón. ¿Quienes son los santos? Son esa multitud innumerable de hombres y mujeres, de toda raza, edad y condición, que se desvivieron por los demás, que vencieron el egoísmo, que perdonaron siempre. Santos son los que han hecho de su vida una epifanía de los valores trascendentes; par esa quienes buscan a Dios lo encuentren can facilidad humanizado en los santos. Me parece que es Bernanos el que ha escrito lo siguiente: "He perdido la infancia y no la puedo reconquistar sino por medio de la santidad". ¿Qué es, pues, la santidad? La santidad es la totalidad del espíritu de las Bienaventuranzas, que se leen en el evangelio de la Misa. La totalidad es pobreza, mansedumbre, justicia, pureza, paz, misericordia. Es apertura y donación que tienen como símbolo la confianza de un niño. Santidad es tener conciencia efectiva de ser hijo de Dios. Este sentido de filiación debe ser acrecentado a través de la purificación interior y así alcanzar la meta plena de nuestra conformación con Dios. Santidad es pluralidad. Cada uno debe seguir a Cristo desde su propia circunstancia y talante; desde su nación, raza y lengua, en los días felices y cuando la tribulación arranca lágrimas del corazón; en la soledad del claustro o en el vértigo de la ciudad; en la buena y en la mala salud. Alcanzar la santidad es descubrir el espíritu de alabanza y paz que debe animar toda la existencia. Buscar lo bueno siempre. Defender la teología de la bendición en medio de tantas maldiciones. La santidad es una aventura, un riesgo que vale la pena correr. La transformación del mundo la han hecho fundamentalmente los santos con su testimonio de vida coherente que desbarata las rivalidades y crea la nueva fraternidad. "En el camino hacia Cristo todos somos condiscípulos, compañeros del viaje a la santidad" (Mons. Ott, Roma: Andrés Pardo).
Las bienaventuranzas no son una compensación fantaseada para hacer que las masas se resignen más fácilmente ante las frustraciones que ofrece la realidad; no son un consuelo por las privaciones que impone la vida, no son un estímulo para encajar situaciones injustas; no son un freno al cambio activo de la realidad: son más bien la voluntad inconformista y decidida de transformar la realidad. Jesús en esta catequesis habla de hombres y mujeres activos que, frente a situaciones concretas injustas, adoptan actitudes justas. Y por el solo hecho de adoptarlas, son bienaventurados, no desgraciados o ilusos según criterios de muchísimos humanos. Porque en realidad sólo Dios es capaz de hacer justicia, y es él quien los llama dichosos (“Eucaristía 1988”).
Llamando bienaventurados a los pobres, Jesús no expresa simplemente un buen deseo para que todo les vaya bien, sino que proclama un hecho: que "de ellos es el Reino de los Cielos" (esto es, el Reino de Dios; los judíos hablaban de los "Cielos" refiriéndose a Dios, no a un lugar). Aunque este Reino está por venir, vendrá ciertamente para los pobres y no para los que no lo son. A partir de la cautividad de Babilonia se llamaba "pobres" a los fieles o "justos" y a la inversa, pues eran precisamente los pobres los que mantenían la esperanza y conservaban la fe de Israel. Jesús llama "pobres" a quienes, no teniendo nada (sentido social de la pobreza) ponen su confianza en Dios (sentido religioso de la pobreza). A partir de ahí Mateo acentuaría más el sentido religioso y Lucas el sentido o significado social de la pobreza. La especial atención que presentó Jesús a los desposeídos, a los enfermos y marginados de su tiempo, demuestra que puso en primer plano la pobreza real sin la que no es posible la pobreza espiritual. Sólo cuando nos olvidamos de que Jesús exigió la pobreza real como condición para seguirle, podemos utilizar ideológicamente lo que en la versión de Mateo se dice de "los pobres de espíritu". La pobreza espiritual no es otra cosa que la radicalización e interiorización de la pobreza real y, de ningún modo, un pretexto para hacer más confortable el cristianismo a los que siguen siendo ricos a costa de los pobres. Mientras Lucas se refiere al hambre corporal, Mateo nos habla del hambre y sed de Justicia. Ciertamente que la "justicia" es aquí el cumplimiento de la voluntad de Dios o de la palabra de Dios, que es el alimento de la verdadera vida; pero los que sienten hambre de esta justicia no pueden estar satisfechos con las injusticias sociales. Por otra parte, cuando se manifiesta toda la justicia de Dios no quedará sin cumplir cualquier otra justicia (“Eucaristía 1985”).
S. Agustín comenta que son los modos de llegar a la vida feliz: “Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu. ¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él. Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados. Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10). Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios. Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma”.
San Bernardo, abad se pregunta: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria”.
***
La fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos os que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante: nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos encontrar. Vivimos en esperanza, somos varones de deseos (como el profeta Daniel), de que Dios saciará todo el afán de felicidad que anida en nuestro corazón, como decía San Agustín: “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. San Pablo dice que nadie puede imaginar las maravillas que Dios nos tiene reservadas. Saciarán sin saciar, y este pensamiento de plenitud nos ha de ayudar a llevar la cruz de cada día sin caer en conformarnos con premios de consolación, con pequeñas compensaciones efímeras, que a la hora de la verdad son engaños, cartones repintados que defraudan las ansias de cosas grandes de nuestro corazón.
San Juan Apóstol, que en sus años mozos siguió al Señor, nos dice ya en su madurez que vale la pena: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su hijo Jesucristo. Esto os lo escribimos para que vuestra alegría sea completa” (1 Juan, 1). Estamos llamados a pertenecer a la familia de Cristo, desde toda la eternidad hemos sido pensados, amados, para este fin, y para ello hemos sido creados: predestinados como hijos queridísimos, por puro amor (como comienza diciendo la carta a los Efesios. Esta gratuidad de la llamada a la amistad con Dios está desarrollada en muchos otros lugares como 1Tes. 4,3).
"La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa ‘quasi in occulto’ por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son crisis de santos” (San J. Escrivá).
Para ello tenemos los medios de siempre, que hay que adaptar a las circunstancias de cada vida: oración y sacramentos, que son medios y no fines, el fin es al que se va avanzando como el que va hacia una luz, paso a paso: con la gracia de Dios, y la lucha alegre, vamos hacia Jesús, a corresponder a su amor con nuestra correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tenemos experiencia de Dios, como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.
Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesita la sociedad. La gran solución para todo, es la santidad: ese encuentro personal con Dios, que ponemos –ante el ofrecimiento de su gracia- buena voluntad, es decir correspondencia: lucha, esfuerzo personal por ser mejores y hacer el bien, pues la fe, si no va unida a las obras, está muerta.
En esta vocación que es la vida, escucha y correspondencia, diálogo abierto del hombre con Dios, parece que lo más importante es lo que hacemos nosotros sin embargo luego vemos que en realidad lo fundamental es lo que hace Dios, de ahí la vida como “dejar hacer” a Dios, como ofrenda agradecida, de acción de gracias. Decía P. Urbano que “un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí... un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza… un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle... El quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el ‘yo hago’, como el ‘hágase en mí’... El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía... uno de esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de él”. Y la meta es inabarcable, siempre en construcción: “¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios”.
Hoy festejamos a esa incontable multitud que ha alcanzado el cielo (incluso muchos que no se veneran en los altares) después de pasar por el mundo sembrando amor, paz y alegría. Son personas corrientes, como nosotros, estudiantes, profesionales, obreros, madres de familia; ancianos y jóvenes; hombre y mujeres; cultos e iletrados, que hicieron su trabajo y recorrieron su vida en la tierra, quizá sin ningún brillo humano, pero que alcanzaron la gloria eterna y ahora están gozando de la gloria celestial e intercediendo por nosotros.
Una voz de esperanza para todos nosotros: si somos fieles, alcanzaremos, como ellos, la gloria eterna. Es seguro que estos santos tuvieron en su vida dificultades parecidas a las nuestras y que debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer. Por supuesto que tuvieron derrotas en sus luchas de la vida interior y muchas veces tuvieron que pedir perdón al Señor y pedir su ayuda. Sin embargo, lograron la victoria y ahora gozan para siempre.
«Haec est voluntas Dei, santificatio vestra». Dios lo quiere. Basta que secundemos este querer de Dios para que lo logremos. Todos llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas. Estos que hoy celebramos no fueron santos sino al final de su vida, después de luchar y sentirse pecadores. Como tú y yo.
Es muy consolador pensar que, en el cielo contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que hemos tratado hace algún tiempo aquí en la tierra y con las que seguimos unidas por medio de lazos entrañables. Por ejemplo, los padres, abuelos, hermanos, tíos, conocidos, parientes, etc.
Decía S. Pablo: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha pasado por mente alguna lo que Dios tiene reservado para los que le aman». Vale la pena entregar la vida para obtener ese premio. Debemos atesorar para el cielo y no actuar neciamente. La vida del hombre en la tierra pasa como un soplo, y «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo, si al fin pierde su alma?». El cielo es para siempre, para siempre y allí estaremos gozando de todo lo que puede aspirar el hombre.
La Comunión de los santos es un misterio relacionado con la fiesta de hoy, todos estamos interconexionados: la Iglesia triunfante, la purgante y la militante constituyen la única Iglesia de Cristo. Los lazos que nos vinculan con la triunfante son muy fuertes. Allí están todos los santos pidiendo al Señor por nosotros: acudamos a su intercesión, especialmente los que sentimos que son intercesores más cercanos a nosotros, porque nos conocen y nos quieren de modo especial, por parentesco o porque nos sentimos sus hijos espirituales.
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Llamados a ser Santos
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