Libro de Ester 14,1.3-5.12-14: En aquellos días, la reina Ester, temiendo el peligro inminente, acudió al Señor y rezó así al Señor, Dios de Israel: "Señor mío, único rey nuestro. Protégeme, que estoy sola y no tengo otro defensor fuera de ti, pues yo misma me he expuesto al peligro. Desde mi infancia oí, en el seno de mi familia, cómo tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones, a nuestros padres entre todos sus antepasados, para ser tu heredad perpetua; y les cumpliste lo que habías prometido. Atiende, Señor, muéstrate a nosotros en la tribulación, y dame valor, Señor, rey de los dioses y señor de poderosos. Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león; haz que cambie y aborrezca a nuestro enemigo, para que perezca con todos sus cómplices. A nosotros, líbranos con tu mano; y a mí, que no tengo otro auxilio fuera de ti, protégeme tú, Señor, que lo sabes todo."
Salmo 138,1-3.7-8. De David. Te doy gracias, Señor, de todo corazón, te cantaré en presencia de los ángeles. / Me postraré ante tu santo Templo, y daré gracias a tu Nombre por tu amor y tu fidelidad, porque tu promesa ha superado tu renombre. / Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma. / Si camino entre peligros, me conservas la vida, extiendes tu mano contra el furor de mi enemigo, y tu derecha me salva. / El Señor lo hará todo por mí. Tu amor es eterno, Señor, ¡no abandones la obra de tus manos!
Texto del Evangelio (Mt 7,7-12): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas».
Comentario: El evangelio de hoy nos anima a rezar, y Dios, que es profundamente bueno, desea "dar" cosas buenas a sus hijos que se lo pidan, con una confianza total.
1. Est 14.1.3-5.12-14 (también Est 4,17n.p-r.aa-bb.gg-hh). La plegaria de Ester, en el Antiguo Testamento, es un ejemplo de ello. “-Ester se refugió en el Señor, presa de mortal angustia. La situación del pueblo judío era dramática, en esa época. Dispersos, minoritarios, en medio de pueblos paganos... frecuentemente perseguidos y despreciados. Tal es la condición de Ester, esa situación pasa a ser su plegaria. Su oración parte de su vida. Muy sencillamente expone su caso a Dios.
-“Ven en mi socorro que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y me doy cuenta que estoy en peligro”.
Sólo ve en ella debilidad y pobreza. Se atreve a mirar su gran pobreza, a reconocerla y a confesarla ¡Soledad! Es uno de los mayores sufrimientos. "Estoy sola". Esa impresión de no tener muchos amigos, y aun estando cerca de ellos, no poder contarles todo. Esto pasa también en la vida conyugal y familiar: esa dificultad para el intercambio, para la participación sincera. Hay días en los que estamos y nos sentimos «solos», aislados, con el corazón vacío... en los que se tiene la impresión de no ser comprendido. ¿Hay que aceptarlo, y nada más? o bien, como Ester, ¿ir a Dios y expansionarse con El? A los estoicos y a los fuertes esto puede parecer una debilidad supletoria. Señor, yo no pretendo ser fuerte, quiero saber solamente que Tú sí me escuchas y me comprendes. ¡Sería una lástima que yo me mantuviera dándole vueltas a mis penas en lugar de vaciarlas en tu corazón y liberarme de ellas en lo posible!
-“Acuérdate, Señor... manifiéstate”... Es una plegaria audaz, que se dirige a Dios con familiaridad. Una plegaria que pide a Dios que "represente su papel". «Señor, ven a salvarnos, Tú eres nuestro Dios. Tú nos conoces y nos amas... ¿A quién iríamos? ¡Acuérdate de tus promesas! ¡Haz lo que dijiste!»
-“Dame valor... Pon en mis labios palabras armoniosas”... Es una plegaria "no-perezosa" que no se descarga pasivamente en Dios. Una plegaria que pide a Dios que "lleguemos a representar nuestro papel". «Señor, danos fuerza para lograrlo... "Ilumíname, dame el mejor discurso para salir de mi soledad". Maravilloso ¿verdad?: «¡Dame valor!». Una oración para repetirla a menudo. –“Líbranos, acude en socorro de mí que no tengo a nadie sino a ti, Tú lo sabes todo”. Oración confiada... Totalmente abandonado en las manos del Padre... No tengo a nadie sino a Ti. No es un mero sentimiento. Y nadie tiene derecho de reírse o de hacer mofa de ello. Por lo menos a la hora de la muerte será estrictamente verdadero. No hay que pasarse de listo (Noel Quesson).
Esther apela a la misericordia de Dios, según la cual eligió a Israel como heredad suya; finalmente, pide la protección de Dios en momento tan difícil para ella y para su pueblo. Comenta San Juan Crisóstomo: «El mismo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolonga día y noche sin interrupción. / Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo. / La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible».
“La plegaria vivida hasta el fondo es la acción más comprometida y eficaz que puede realizar el hombre y de la que surgirán todas las demás acciones. La plegaria unifica y transforma. La plegaria exige consagración, dedicación. En ella es necesario sobrepasar las inercias y rutinas de la mente, salir del círculo obsesivo de las cosas con la profunda aspiración de que todo el ser sintonice armónicamente con el tono de Dios. La plegaria de Ester es penitencial. Su expresión está despojada de todo lo superfluo (v. 2). La forma literaria más bella de esta plegaria se conserva en la versión latina antigua. El autor del texto griego de los Setenta la transforma notablemente. El hombre tiene necesidad de expresarse y de repetir al Señor todo lo que él ya sabe por su omnisciencia. Ester empieza exponiendo su situación: sola ante el único y dispuesta a dar su vida (3-4). Recuerda las gestas de Dios en favor del pueblo y, seguidamente, como representante de su pueblo, reconoce el justo castigo de Dios. Pero la total exterminación del pueblo elegido sería un triunfo de los ídolos; por eso pide a Dios que no cierre la boca de quienes lo alaban (5-11). Formula su petición: "Pon en mis labios un discurso acertado..." (12-13). Finalmente apela a la omnisciencia divina, que conoce su inocencia (cf. 2 Re 20,3; Sal 17,1ss; 16, lss) (14-19). La actividad de la plegaria vivida intensamente, con profundidad, engendra fe y confianza, una valentía que supera cualquier temor” (B. Girbau).
Señor, tú siempre salvas a los que te viven fieles. Dios jamás nos ha abandonado. Cuando nos acercamos con el corazón lleno de confianza en Él, que es nuestro Padre, sabemos que Él nos contempla con gran amor; y que, rico en misericordia, está siempre dispuesto a liberarnos de la mano de nuestros enemigos. Este tiempo de Cuaresma nos centra en nuestra propia fragilidad y nos llena de fe y esperanza en Dios, cercano a nosotros para fortalecernos con su gracia, de tal forma que la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, sea nuestra Victoria. Por eso hemos de acudir al Señor con el corazón humilde y lleno de confianza para orar ante Él con gran amor, sabiendo que Él siempre estará de nuestra parte. Pero no pidamos sólo por nosotros; roguemos por todo el mundo para que la salvación llegue a todos los corazones y podamos, así, construir un mundo nuevo libre de cualquier signo de pecado y de muerte.
2. Sal. 137. Dios nos envió a su propio Hijo para salvarnos; cuando esto suceda Dios habrá concluido su obra en nosotros. No tenemos otro camino de salvación, pues Dios no nos dio otro Nombre bajo el cual podamos salvarnos. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación. Pero Él ha querido unir a sí a su Iglesia, su Esposa, para que por medio de ella llegue la salvación a todos los pueblos, en todo tiempo y lugar. Así, por tanto, el camino de salvación se nos hace presente en el Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia. Quienes pertenecemos a esta Comunidad de fe en Cristo démosle gracias al Señor porque nos sigue escuchando, porque sigue estando cercano a nosotros, porque sigue pronunciando su Palabra sobre nosotros, porque nos sigue perdonando, porque nos sigue tendiendo la mano en nuestras necesidades a través de su Iglesia. Ojalá y cumplamos con esa misión que el Señor nos ha confiado y no nos convirtamos en una Iglesia que defraude las esperanzas de quienes buscan al Señor.
En esta línea el salmo que hemos recitado hoy (138,1-3.7-8), después de un “te doy gracias, Señor, de todo corazón… me postraré ante tu santo Templo, y daré gracias a tu Nombre por tu amor y tu fidelidad, porque tu promesa ha superado tu renombre” proclama su providencia: “Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma. / Si camino entre peligros, me conservas la vida, extiendes tu mano contra el furor de mi enemigo, y tu derecha me salva. / El Señor lo hará todo por mí. Tu amor es eterno, Señor, ¡no abandones la obra de tus manos!” La oración surge muchas veces desde el dolor y fomenta la esperanza, como también señala Benedicto XVI: "Precisamente porque invita a la oración, a la penitencia y al ayuno, la Cuaresma constituye una ocasión providencial para hacer más viva y sólida nuestra esperanza". La oración "es la primera y principal "arma" para afrontar victoriosamente la lucha contra el espíritu del mal… Sin la dimensión de la oración, el yo humano termina por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que tendría que ser eco de la voz de Dios, corre el riesgo de reducirse al espejo del yo, de modo que el coloquio interior se convierte en un monólogo, dando lugar a miles de auto-justificaciones.” Así, la oración nos abre al optimismo, y esta visión se difunde hacia fuera: “por tanto, es garantía de apertura a los demás: quien se hace libre para Dios y sus exigencias, se abre al otro, al hermano que llama a la puerta de su corazón y pide ser escuchado, atención, perdón, a veces corrección, pero siempre en la caridad fraterna… la verdadera oración nunca es egocéntrica, sino que siempre está centrada en el otro. (...) Es el motor del mundo, porque lo mantiene abierto a Dios y por ello, sin oración no hay esperanza, sólo existe ilusión". Más abajo desarrollaremos con detalle esta idea: "No es la presencia de Dios -añadió- lo que aliena al hombre, sino su ausencia. Sin el verdadero Dios, Padre del Señor Jesucristo, las esperanzas se convierten en ilusiones que inducen a evadirse de la realidad... El ayuno y la limosna, unidos armónicamente con la oración, también pueden ser considerados lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza cristiana". Después de indicar el nexo entre los grandes temas de la cuaresma en relación con este optimismo de la fe ("gracias a la acción conjunta de la oración, el ayuno y la limosna, la Cuaresma forma a los cristianos para que sean hombres y mujeres de esperanza, siguiendo el ejemplo de lo santos"), se refiere al sufrimiento: Cristo "sufrió por la verdad y la justicia, trayendo a la historia de los seres humanos el evangelio del sufrimiento, que es la otra cara del evangelio del amor. Dios no puede padecer, pero puede y quiere com-padecer… Cuanto más grande es la esperanza que nos anima, mayor es la capacidad de sufrir por amor a la verdad y al bien, ofreciendo con alegría las pequeñas y grandes fatigas de cada día, de modo que participen del gran com-padecer de Cristo". La Virgen es modelo y nos conviene "meditar en el misterio del compartir de María los dolores de la humanidad".
–Con el Salmo 137 expresamos la confianza y seguridad que tenemos en Dios cuando nos dirigimos a Él en la oración: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, delante de los ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu nombre. Por tu misericordia y lealtad. Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor de mi alma. Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos». Sigue diciendo San Juan Crisóstomo: «Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma».
3. Mt 7,7-12. En el Evangelio, Jesús nos invita a la oración: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Seguimos ahora a Ratzinger una vez más en sus comentarios: “Estas palabras de Jesús son sumamente preciosas, porque expresan la relación entre Dios y el hombre y responden a un problema fundamental de toda la historia de las religiones y de nuestra vida personal. ¿Es justo y bueno pedir algo a Dios, o es quizá la alabanza, la adoración y la acción de gracias, es decir, una oración desinteresada, la única respuesta adecuada a la trascendencia y a la majestad de Dios? ¿No nos apoyamos acaso en una idea primitiva de Dios y del hombre cuando nos dirigimos a Dios, Señor del Universo, para pedirle mercedes? Jesús ignora este temor. No enseña una religión elitista, exquisitamente desinteresada; es diferente la idea de Dios que nos transmite Jesús: su Dios se halla muy cerca del hombre; es un Dios bueno y poderoso”. La religión de Jesús es muy humana, muy sencilla; es la religión de los humildes: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,15). La eficacia de la oración se funda en la condición paternal del Padre «que está en los cielos». Seguimos con San Juan Crisóstomo: «Cuando quieres reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma».
No hemos de ser prepotentes, querer entender a Dios y meterlo en nuestra pobre cabeza, como dice aquella canción: “deja que Dios haga de Dios, tú adórale…”; hemos de aprender a ser humildes: “Los pequeñuelos, aquellos que tienen necesidad del auxilio de Dios y así lo reconocen, comprenden la verdad mucho mejor que los discretos, que, al rechazar la oración de petición y admitir únicamente la alabanza desinteresada de Dios, se fundan de hecho en una autosuficiencia que no corresponde a la condición indigente del hombre, tal como ésta se expresa en las palabras de Ester: «¡Ven en mi ayuda!» En la raíz de esta elevada actitud, que no quiere molestar a Dios con nuestras fútiles necesidades, se oculta con frecuencia la duda de si Dios es verdaderamente capaz de responder a las realidades de nuestra vida y la duda de si Dios puede cambiar nuestra situación y entrar en la realidad de nuestra existencia terrena. En el contexto de nuestra concepción moderna del mundo, estos problemas que plantean los «sabios y discretos» parecen muy bien fundados. El curso de la naturaleza se rige por las leyes naturales creadas por Dios. Dios no se deja llevar del capricho; y si tales leyes existen, ¿cómo podemos esperar que Dios responda a las necesidades cotidianas de nuestro vivir? Pero, por otra parte, si Dios no actúa, si Dios no tiene poder sobre las circunstancias concretas de nuestra existencia, ¿cómo puede llamarse Dios? Y si Dios es amor, ¿no encontrará el amor posibilidad de responder a la esperanza del amante? Si Dios es amor y no fuera capaz de ayudarnos en nuestra vida concreta, entonces no sería el amor el poder supremo del mundo; el amor no estaría en armonía con la verdad”. Un Dios que no pudiera hacer milagros no sería Dios… “Pero si no es el amor la más elevada potencia, ¿quién es o quién tiene el poder supremo? Y si el amor y la verdad se oponen entre sí, ¿qué debemos hacer: seguir al amor contra la verdad o seguir a la verdad contra el amor? Los mandamientos de Dios, cuyo núcleo es el amor, dejarían de ser verdaderos, y entonces ¡qué cúmulo de contradicciones fundamentales encontraríamos en el centro de la realidad! Estos problemas existen ciertamente y acompañan la historia del pensamiento humano; el sentimiento de que el poder, el amor y la verdad no coinciden y de que la realidad se halla marcada por una contradicción fundamental, puesto que en sí misma es trágica, este sentimiento, digo, se impone a la experiencia de los hombres; el pensamiento humano no puede resolver por sí mismo este problema, de manera que toda filosofía y toda religión puramente naturales son esencialmente trágicas”. Cabeza y corazón se contraponen, pero la inteligencia y el amor se funden en la oración, y entonces descubrimos que no hay más verdad que la que es amorosa ni más amor que el verdadero… y que esta es la verdad que nos da libertad…
De nuevo la oración. El Padre quiere dar cosas buenas a sus hijos. -Pedid, y se os dará. Buscad y hallaréis. Llamad y se os abrirá. Concepción resueltamente optimista. Jesús está en perfecta familiaridad con Dios. Encuentra muy natural el ser escuchado. Y es también normal ver abrirse la puerta cuando se ha llamado a alguien.
-Porque quien pide recibe. Quien busca halla. A quien llama se le abre. Y Jesús repite las promesas. Aquí, Señor, has hecho promesas muy precisas. Quiero escucharte, quiero creerte. Sin embargo..., ¡hay tantas plegarias aparentemente no atendidas! Quizá rezamos mal, quizá nos falta confianza y verdadera familiaridad con Dios. Quizá nos atiendes pero no en lo que te pedimos exactamente. Es verdad que alguna vez he hecho esta experiencia: yo te pedía "una" cosa precisa, y no la recibí... pero recibí de ti y de mi propia oración, una gran paz, una inmensa aceptación interior. He sido yo el que he cambiado por mi oración. ¿Es así como acoges nuestras súplicas, Señor?
-¿Quién de vosotros es el que si su hijo le pide pan, le da una piedra o si le pide un pez, le da una serpiente? De nuevo una imagen muy natural y familiar. Cuando un niñito pide pan a su padre, no se le ocurrirá darle una piedra, o una serpiente. Si soy padre o soy madre, mi oración puede ser muy concreta a partir de esta experiencia, con mis propios hijos. El mismo Jesús me lo sugiere. Y esta experiencia de amor paterno o materno puede hacerme comprender que ciertas plegarias no sean atendidas, aparentemente. Yo no doy siempre... no doy todo... lo que mis hijos piden. No para rehusárselo, ni para que sufran, sino por su mayor bien y porque les quiero.
-Si, pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide! En este pasaje, toda la eficacia de la plegaria no procede de la testarudez, de la insistencia, del que pide... sino ¡de la bondad y del amor del que otorga! Aquí Jesús no carga el acento sobre la perseverancia en la oración, como lo hará en otros pasajes, sino en la benevolencia de Dios. Dios es bueno, Dios ama. Dios es padre. Dios es madre. Dios quiere dar cosas buenas. Necesito, quizá, llegar a descubrir que "lo que me sienta mal, aquello de lo que deseo estar libre, mis pruebas y contrariedades... contienen una gracia, y son, de tu mano una "cosa buena" a recibir. Misterio del sufrimiento que agranda a un ser. Misterio de la enfermedad, de la soledad, de la vejez. Aquí abajo, no siempre sé lo que es un bien para mí. Tú lo sabes, Señor.
-Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos. He aquí lo que evitaría muchos contratiempos. Que sepa yo encontrar en ello mi alegría (Noel Quesson).
«Pedid y se os dará». Palabras de Jesús que tocan lo más profundo del pensamiento humano. Nos dicen tres cosas:
a) “Dios es poder, supremo poder; y este poder absoluto, que tiene al universo en sus manos, es también bondad. Poder y bondad, que en este mundo se hallan tantas veces separados, son idénticos en la raíz última del ser”. Una razón poderosa y creadora, “razón suprema es, al mismo tiempo, bondad pura y fuente de toda nuestra confianza”. Es también fundamento de la cristología, pues el Redentor no es distinto del Creador, y por esto es capaz de redimirnos. Y es “también el fundamento de la moral cristiana. Los mandamientos de Dios no son arbitrarios, son sencillamente la explicación concreta de las exigencias del amor. Pero tampoco el amor es una opción arbitraria: el amor es el contenido del ser; el amor es la verdad: "Qui novit veritatem, novit eam, et qui novit eam. novit aeternitatem. Caritas novit eam. O aeterna veritas et vera caritas et cara aeternitas» («Quien conoce la verdad, la conoce (se refiere a la luz inmutable), y quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad la conoce. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad!»), dice san Agustín cuando describe el momento en que descubrió al Dios de Jesucristo (Confesiones VII 10,16). El ser no habla únicamente un lenguaje matemático; el ser tiene en sí mismo un contenido moral, y los mandamientos traducen el lenguaje del ser al lenguaje humano. Me parece fundamental poner de relieve esta verdad a la vista de la situación que vive nuestro tiempo, en que el mundo físico-matemático y el mundo moral se presentan de tal modo separados, que no parecen tener nada que ver entre sí. Se despoja a la naturaleza de lenguaje moral; se reduce la ética a poco más que a mero cálculo utilitario, y una libertad vacía destruye al hombre y al mundo”. «Pedid y se os dará». Dios, que es poder y es amor, ¡cuando pedimos nos da!
b) Dios es persona, habla y escucha. Por desgracia, formas pseudos-religiosas de tipo “gnosis” hablan de Jesús y de otras formas de religión, del “perfume de la religión, prescindiendo por completo de la fe”. Tienen cierta “nostalgia de la belleza de la religión, pero hay también el cansancio del corazón que no tiene ya la fuerza de la fe. La gnosis se ofrece como una especie de refugio en el que es posible perseverar en la religión cuando se ha perdido la fe. Pero tras esta fuga se esconde casi siempre la actitud pusilánime del que ha dejado de creer en el poder de Dios sobre la naturaleza, en el Creador del cielo y de la tierra. Aparece así un cierto desprecio de la corporalidad; la corporalidad se muestra despojada de valor moral. Y el desprecio de la corporalidad engendra el desprecio de la historia de la salvación, para venir a desembocar finalmente en una religiosidad impersonal. La oración es sustituida por ejercicios de interioridad, por la búsqueda del vacío como ámbito de libertad”: se busca hacer yoga y estar en un nirvana. «Pedid y se os dará». “El Padrenuestro es la aplicación concreta de estas palabras del Señor. El Padrenuestro abraza todos los deseos auténticos del hombre, desde el Reino de Dios hasta el pan cotidiano. Esta plegaria fundamental constituye así el indicador que nos señala el camino de la vida humana. En la oración vivimos la verdad”.
c) San Mateo concluye esta catequesis sobre la oración con las palabras de Jesús: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?» (7,11). “Aquí encontramos también una alusión al pecado original, a la corrupción de los hombres, cuya maldad proviene de su rebeldía contra Dios, manifestada en el camino del autonomismo, del «seréis como Dios»”. Dejamos el tema para otra ocasión, aquí “el problema que ahora nos ocupa es el siguiente: ¿Qué contenidos puede abarcar la oración cristiana? ¿Qué podemos esperar de la bondad de Dios? La respuesta del Señor es muy sencilla: todo. Todo aquello que es bueno. Dios es bueno y otorga solamente bienes y mercedes; su bondad no conoce límites. Es ésta una respuesta muy importante. Podemos realmente hablar con Dios como los hijos hablan con su padre. Nada queda excluido. La bondad y el poder de Dios conocen un solo límite; el mal. Pero no conocen límites entre cosas grandes y pequeñas, entre cosas materiales y espirituales, entre cosas de la tierra y cosas del cielo. Dios es humano; Dios se ha hecho hombre, y pudo hacerse hombre porque su amor y su poder abrazan desde toda la eternidad las cosas grandes y las pequeñas, el cuerpo y el alma, el pan de cada día y el Reino de los cielos. La oración cristiana es oración plenamente humana; es oración en comunión con el Dios-hombre, con el Hijo. La verdadera oración cristiana es la oración de los humildes, aquella plegaria que, con una confianza que no conoce el miedo, trae a la presencia de la bondad omnipotente todas las realidades e indigencias de la vida. Podemos pedir todo aquello que es bueno. Y justamente en virtud de este su carácter ilimitado, la oración es camino de conversión, camino de educación a lo divino, camino de la gracia; en la oración aprendemos qué es bueno y qué no lo es; aprendemos la diferencia absoluta entre el bien y el mal; aprendemos a renunciar a todo mal, a vivir las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás y a todas sus obras». La oración separa en nuestra vida la luz de las tinieblas y realiza en nosotros la nueva creación. Nos hace creaturas nuevas. Por esta razón es tan importante que en la oración abramos con toda sinceridad nuestra vida entera a la mirada de Dios, nosotros, que somos malos, que tantas cosas malas deseamos. En la oración aprendemos a renunciar a estos deseos nuestros, nos disponemos a desear el bien y nos hacemos buenos hablando con aquel que es la bondad misma. El favor divino no es una simple confirmación de nuestra vida; es un proceso de transformación”. Es lo que pedimos en la colecta: «Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad. Por nuestro Señor...»
Cuando oramos no podemos llegar a Dios desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, sino desde un corazón humilde y contrito, dispuestos a recibir de Dios no lo que nos imaginamos como lo mejor para nosotros, sino lo que aceptamos como un don de Dios como lo que más nos conviene en orden a nuestra salvación. Por eso cuando oramos entramos en una verdadera alianza con Dios. Estamos dispuestos a recibir sus dones, especialmente su Espíritu Santo, no para malgastarlos, sino para vivir con mayor lealtad nuestro ser de hijos de Dios. El Señor está dispuesto a concedernos todo aquello que nos ayude para convertirnos en un signo cada vez más claro de su amor en el mundo. Por eso no nos quedemos en peticiones de cosas pasajeras. Busquemos el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás llegará a nosotros por añadidura. Centremos nuestra petición en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús; así no sólo estaremos dispuestos a acogerlo, sino también a cooperar para su venida. Que Dios nos conceda en abundancia su Espíritu Santo para poder llegar a ser hijos de Dios en mayor plenitud y para convertirnos en portadores del Reino de Dios.
Sabemos que somos frágiles, fácilmente inclinados al mal. El Señor nos reúne en torno a Él para fortalecernos y enviarnos a continuar trabajando por su Reino en el mundo. Dios no se quedó en simples promesas de salvación. Nosotros fallamos como un arco engañoso, pero Dios no nos ha abandonado; Él mismo ha salido a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón. Sus promesas de salvación nos las ha cumplido por medio de su Hijo Jesús. Por su encarnación, por su vida, por su muerte y por su resurrección Dios nos rescató de las manos de nuestro enemigo. Y no sólo nos reconcilió con Él, sino que quiso convertirse en Padre nuestro, de tal forma que, por nuestra comunión de Vida con su Hijo Jesús, en verdad nos tiene como hijos suyos. La Eucaristía renueva esa Alianza nueva y definitiva entre Dios y nosotros. Pidámosle al Señor que nos conceda en abundancia su Espíritu para que siempre podamos permanecer unidos a Cristo, y, en Él, seamos sus hijos fieles y amados en quienes Él se complazca.
No porque por medio del Bautismo seamos hijos de Dios hemos quedado libres de las tentaciones, que quisieran destruir la vida del Señor en nosotros. Dios quiere caminar con nosotros. Su Iglesia no es la esposa que hace el bien siguiendo el ejemplo de su Señor; la Iglesia es aquel Cuerpo mediante el cual el Señor continúa realizando su obra de salvación en el mundo. El Señor permanece entre nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo; y la Iglesia es la responsable de esa presencia de Cristo entre nosotros. Continuamente debemos dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. Pero sabiendo que estamos sujetos a una diversidad de tentaciones y de persecuciones, hemos de acudir al Señor para que el mal no nos domine. Debemos ser un signo de la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Quienes hemos recibido el Bautismo hemos sido configurados con Cristo y no podemos levantarnos en contra de nuestro prójimo, sino hacer el bien a todos y trabajar, esforzadamente, para que la salvación de Dios llegue hasta el último confín de la tierra, aun cuando en ese esfuerzo, lleno de amor, tengamos que entregar nuestra propia vida. Seamos personas de oración; sólo así Dios hará que su Espíritu no haya sido recibido en balde por nosotros, sino que nos lleve a trabajar por el Evangelio para que todos pueda llegar a alabar al Señor eternamente. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de acoger con gran amor su Espíritu Santo en nosotros para que, con su Fuerza, podamos convertirnos en un signo de la bondad de Dios para todos los pueblos. Amén (www.homiliacatolica.com; textos sacados en gran parte de mercaba.org. Llucià Pou 2009).
Lluciá Pou Sabaté
jueves, 24 de marzo de 2011
Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y
Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.
Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».
Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).
Llucià Pou Sabaté
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.
Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».
Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).
Llucià Pou Sabaté
Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.
Texto de la primera lectura (Libro de Isaías 55,10-11): Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.
Salmo 34,4-7,16-19: 4 Engrandeced conmigo a Yahveh, ensalcemos su nombre todos juntos. 5 He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. 6 Los que miran hacia él, refulgirán: no habrá sonrojo en su semblante. 7 Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y le salva de todas sus angustias. 16 Los ojos de Yahveh sobre los justos, y sus oídos hacia su clamor, 17 el rostro de Yahveh contra los malhechores, para raer de la tierra su memoria. 18 Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye, y los libra de todas sus angustias; 19 Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos.
Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Comentario: «La oración, el coloquio con Dios, es el bien más alto, porque constituye (...) una unión con Él» (San Juan Crisóstomo). Es el primer medio que la cuaresma sugiere con el silencio del desierto, silencio creador, que supone una unión con Dios que –mediante este sacrificio- lleva a la caridad. Éste recorrido muestra el modelo del cristiano y de la Iglesia, María, lo pone de manifiesto la lectura que hace Ratzinger de los textos de Isaías y Mateo.
1. Son comparaciones expresivas para hablar de la eficacia de la palabra de Dios, que realiza lo que anuncia (la salvación). Esta Palabra divina profetiza la Palabra encarnada: “no volerá a mí vacía y estéril, dice, son que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de auquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34; cf. Biblia de Navarra)”. Sigamos unas palabras de Ratzinger, en “El camino pascual”: “En los textos litúrgicos de este día se encierra el misterio de la Madre de Dios, misterio que está íntimamente vinculado con el de la encarnación del Hijo”. Isaías proclama: «La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía» (Is 55, 11). “En tiempos del profeta Isaías no era ésta una afirmación a todas luces evidente, sino que más bien venía a contradecir lo que podía esperarse de la situación que entonces se vivía. Porque este pasaje pertenece en realidad a la narración de la pasión de Israel, donde se lee que las llamadas que Dios dirige a su pueblo fracasan una y otra vez y que su palabra queda invariablemente infructuosa. Es cierto que Dios aparece sentado sobre el trono de la historia, pero no como vencedor. Todo había acontecido en signos: el paso del Mar Rojo, el despuntar de la época de los reyes, el retorno a la patria desde el exilio; y ahora todo se desvanece. La semilla de Dios en el mundo no parece dar resultados. Por esta razón, el oráculo, aunque envuelto en oscuridades, es un estímulo para todos aquellos que, a pesar de los pesares, continúan creyendo en el poder de Dios, convencidos de que el mundo no es solamente roca en la que la semilla no puede echar raíces, y seguros de que la tierra no será para siempre corteza endurecida en la que las aves picotean los granos que sobre ella han caído (cf. Mc 4, 19)”.
Isaías, profeta del consuelo, canta cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver la ilusión y la esperanza (cf. “Palabra de Dios”, ed. Claret, Barcelona). El profeta tiene la profunda seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo y que un día les ha de devolver su alegría y su patria. Esta convicción del profeta arranca de la palabra del Señor, que da la fuerza invencible sobre la que se asienta la esperanza. Isaías la compara a la lluvia y a la nieve en la primera lectura de hoy. Debemos creer firmemente en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. “El profeta conoce bien la eficacia callada y profunda del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano. En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de momias ni de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne y hueso, como testamento definitivo de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.
Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.
Creer no es tampoco empeñarse en saber. No eres tú quien tiene que saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.
Todos estamos necesitando entre tantos discursos, conferencias y planificaciones una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios.
Decir, hasta cansarnos, que Dios está comprometido con nosotros en su Hijo y que su palabra no es como la nuestra ni como la palabra de ninguno de los hombres. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a El sin haber cumplido su encargo. Su encargo es de crear de la nada un pueblo nuevo.
Esta palabra de Dios se muestra cada día, viva, activa, eficaz. La Eucaristía se realiza por el poder de esta misma palabra de Dios”, como dice la oración sobre las ofrendas: "transforma en sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal del hombre" (martes de la primera semana de Cuaresma). Dejemos actuar a la palabra que santifica el pan y el vino, que también va a tener fuerza para santificarnos a nosotros y alcanzar una divinización.
La tierra ya no será desolada, sino fértil porque acogerá esta simiente divina. Es la promesa de Jesucristo, gracias al cual la palabra de Dios ha penetrado verdaderamente en la tierra y se ha hecho pan para todos nosotros: semilla que fructifica por los siglos, respuesta fecunda en la que el pensamiento de Dios arraiga en este mundo de una manera vital. “En pocos lugares se hallará una vinculación tan clara e íntima del misterio de Cristo al misterio de María como en la perspectiva que nos abre esta promesa: porque cuando se dice que la palabra o, mejor, la semilla fructifica, se quiere dar a entender que ésta no cae sobre la tierra para posarse en ella como si de paja se tratara, sino que penetra profundamente en el suelo para absorber su sustancia y transformarla en sí misma. Asimilando de este modo la tierra, produce algo realmente nuevo, transustanciando la misma tierra en fruto. El grano de trigo no permanece solo; se apropia el misterio materno de la tierra: a Cristo le pertenece María, tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra; en la «tierra» de la Madre, la palabra se hace hombre, y ahora, amasada con la tierra de la humanidad entera, puede de nuevo volver a Dios.
2. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en el pueblo de Israel (v.4) y su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre (v.5-7). Como un maestro de sabiduría, el salmista instruye para que a uno le vaya bien (cf. Pr 1,8) y esto lo recoge 1 Pedro cuando exhorta a hablar bien de los demás sin devolver nunca mal por mal (3,8-12), es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que Jesús llama bienaventurados (Mt 5,9).
3. En el evangelio de hoy, Jesús nos recomienda la oración y nos enseña una plegaria: el «Padrenuestro». Podemos hablar con Dios como padre, “papá”, con una confianza, santa osadía, de la que hablaremos más en otras ocasiones. Nos anima Jesús a tratar a Dios como padre, como Él lo trata. Se pone de manifiesto la imagen hermosa de Isaías: la lluvia, la nieve... la palabra es la bendición verdadera para la tierra, para nuestra alma. Los semitas se imaginaban la bóveda celeste, como una bóveda sólida, muy alta... con una gran reserva de agua encima, agua que Dios distribuía sobre la tierra para vivificarla… la tierra ávida «bebe» esa lluvia divina, los dones que nos vienen del cielo y que vivifican, y dan fruto: la hierba que se endereza y las flores que aparecen: la primavera también en nuestra alma, que se abre a la eclosión de la vida. La admiración nos lleva a la contemplación de Dios, en una rosa, en la lluvia, en un edelwais:
Vamos más allá, queremos oír a Jesús, ver la bondad del Padre «que hace salir el sol sobre todos los hombres, que viste de esplendor los lirios del campo, que no da un escorpión, sino pan...» Dios pensaba en el hombre, al inventar la lluvia y la nieve, y pensaba en el "sembrador" y en el «pan» y en "aquel que come el pan". Veamos una lectura de esta oración: “Padre nuestro, que estás en el cielo, / sólo tu eres santo, / tu estás por encima de todo, / eres ternura y misericordia. / ¡Bendito sea tu nombre!
¡No abandones la obra de tus manos, / hazte reconocer por lo que eres, / que venga tu Reino, / que los hombres descubran tu presencia, / pues tú eres el Dios fiel!
¡Danos hoy el pan de la vida, / tu palabra y tu Hijo, / tu gracia y tu luz, / para el camino de este día!
¡Bendito seas, / tú que has cancelado toda nuestras deudas / salvándonos por Jesucristo: / también hoy perdónanos, / como nosotros perdonamos / a todos los que nos ofenden, / en la paz de tu gracia!
¡Padre, / no nos sometas a la gran prueba, / guárdanos en la fe y la esperanza / pues nunca renegaremos de tu nombre y tu palabra!
¡Líbranos del Adversario, / pues tú eres nuestro Dios, el único, / Dios santo, Padre de ternura!” (“Dios cada día…” de Sal Terrae).
Es tan bonito ver que no es un “dios” al que rendimos homenaje y pedimos a cambio cosas, sino un “padre” al que amamos y que espera de nosotros correspondencia a su amor. La palabra "abba" expresa esa confianza extrema en la lengua hebrea, la que los niños usan al echarse en brazos de su padre: algo así como "¡papaíto querido!" Jesús no nos habla de las concepciones filosóficas, sobre el Ser supremo, el santo es nuestro padre (cf. Noel Quesson).
Sigamos con el comentario de Ratzinger: El Evangelio nos habla de la oración, de cómo ha de ser nuestra plegaria, de su verdadero contenido, de cómo debemos comportarnos y de la interioridad auténtica; completa lo dicho en la primera lectura: “puede decirse que en el Evangelio se nos explica cómo le es posible al hombre convertirse en terreno fértil para la palabra de Dios. Puede llegar a serlo preparando aquellos elementos gracias a los cuales una vida crece y madura. Alcanza este objetivo viviendo él mismo de tales elementos; es decir, dejándose impregnar por la palabra y, de esta manera, transformándose a sí mismo en palabra; sumergiendo su vida en la oración o, lo que es igual, en el misterio de Dios”.
De ahí que este pasaje esté en “perfecta armonía con la introducción al misterio mariano que Lucas nos ofrece cuando, en diferentes lugares, dice de María que «guardaba» la palabra en su corazón (2,19; 2,51; cf. 1,19). María ha reunido en sí misma las corrientes diversas de Israel; ha llevado en sí, entregada a la oración, el sufrimiento y la grandeza de aquella historia para convertirla en tierra fértil para el Dios vivo. Orar, como nos dice el Evangelio, es mucho más que hablar sin reflexión, que desatarse en palabras”. María es la que mejor está abierta a la semilla divina, a la escucha de la Palabra, y la que mejor la pone en práctica, porque ésta vivifica en su corazón. Esto es la oración: “Hacerse campo para la palabra quiere decir hacerse tierra que se deja absorber por la semilla, que se deja asimilar por ella, renunciando a sí misma para hacerla germinar. Con su maternidad, María ha vertido en esa semilla su propia sustancia, cuerpo y alma, a fin de que una nueva vida pudiera ver la luz. Las palabras sobre la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) encierran un significado mucho más alto y profundo: María se entrega por completo, se hace tierra, se deja utilizar y consumir, para ser transformada en aquel que tiene necesidad de nosotros para hacerse fruto de la tierra”.
En la colecta de hoy se nos invita a hacernos deseo ardiente de Dios. Orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. “Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su Evangelio, sugiere maravillosamente esta transformación al no llamar nunca a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.
Pienso que esta vinculación entre el misterio de Cristo y el misterio de María, vinculación que las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración, reviste gran importancia en una época de activismo como la nuestra, que alcanza su nota más aguda en el ámbito de la cultura occidental. Esta es la razón de que en nuestro modo de pensar sigamos ateniéndonos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo y, en cualquier caso, resconstruirlo desde uno mismo, sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos”. Es un error separar a Cristo de la Madre, la teología y para la fe necesitan a María para llegar a Jesús. “Por esta misma razón, esta manera de pensar referida a la Iglesia parte de un punto de vista equivocado. Con frecuencia, la consideramos casi como un producto técnico que ha de programarse con perspicacia y que nos esforzamos por realizar con un derroche enorme de energías”. Es lo que decía San Luis M. Grignion de Montfort a propósito de unas palabras del profeta Ageo (1,6): "Sembráis mucho y encerráis poco". Si el hacer pasa por encima de todo, haciéndose autónomo, entonces no llegarán nunca a existir aquellas cosas que no dependen del hacer, sino que son simplemente cosas vivas que quieren madurar».
“Debemos liberarnos de esta visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que, en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento” (Joseph Ratzinger).
Llucià Pou Sabaté
Salmo 34,4-7,16-19: 4 Engrandeced conmigo a Yahveh, ensalcemos su nombre todos juntos. 5 He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. 6 Los que miran hacia él, refulgirán: no habrá sonrojo en su semblante. 7 Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y le salva de todas sus angustias. 16 Los ojos de Yahveh sobre los justos, y sus oídos hacia su clamor, 17 el rostro de Yahveh contra los malhechores, para raer de la tierra su memoria. 18 Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye, y los libra de todas sus angustias; 19 Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos.
Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Comentario: «La oración, el coloquio con Dios, es el bien más alto, porque constituye (...) una unión con Él» (San Juan Crisóstomo). Es el primer medio que la cuaresma sugiere con el silencio del desierto, silencio creador, que supone una unión con Dios que –mediante este sacrificio- lleva a la caridad. Éste recorrido muestra el modelo del cristiano y de la Iglesia, María, lo pone de manifiesto la lectura que hace Ratzinger de los textos de Isaías y Mateo.
1. Son comparaciones expresivas para hablar de la eficacia de la palabra de Dios, que realiza lo que anuncia (la salvación). Esta Palabra divina profetiza la Palabra encarnada: “no volerá a mí vacía y estéril, dice, son que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de auquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34; cf. Biblia de Navarra)”. Sigamos unas palabras de Ratzinger, en “El camino pascual”: “En los textos litúrgicos de este día se encierra el misterio de la Madre de Dios, misterio que está íntimamente vinculado con el de la encarnación del Hijo”. Isaías proclama: «La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía» (Is 55, 11). “En tiempos del profeta Isaías no era ésta una afirmación a todas luces evidente, sino que más bien venía a contradecir lo que podía esperarse de la situación que entonces se vivía. Porque este pasaje pertenece en realidad a la narración de la pasión de Israel, donde se lee que las llamadas que Dios dirige a su pueblo fracasan una y otra vez y que su palabra queda invariablemente infructuosa. Es cierto que Dios aparece sentado sobre el trono de la historia, pero no como vencedor. Todo había acontecido en signos: el paso del Mar Rojo, el despuntar de la época de los reyes, el retorno a la patria desde el exilio; y ahora todo se desvanece. La semilla de Dios en el mundo no parece dar resultados. Por esta razón, el oráculo, aunque envuelto en oscuridades, es un estímulo para todos aquellos que, a pesar de los pesares, continúan creyendo en el poder de Dios, convencidos de que el mundo no es solamente roca en la que la semilla no puede echar raíces, y seguros de que la tierra no será para siempre corteza endurecida en la que las aves picotean los granos que sobre ella han caído (cf. Mc 4, 19)”.
Isaías, profeta del consuelo, canta cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver la ilusión y la esperanza (cf. “Palabra de Dios”, ed. Claret, Barcelona). El profeta tiene la profunda seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo y que un día les ha de devolver su alegría y su patria. Esta convicción del profeta arranca de la palabra del Señor, que da la fuerza invencible sobre la que se asienta la esperanza. Isaías la compara a la lluvia y a la nieve en la primera lectura de hoy. Debemos creer firmemente en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. “El profeta conoce bien la eficacia callada y profunda del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano. En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de momias ni de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne y hueso, como testamento definitivo de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.
Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.
Creer no es tampoco empeñarse en saber. No eres tú quien tiene que saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.
Todos estamos necesitando entre tantos discursos, conferencias y planificaciones una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios.
Decir, hasta cansarnos, que Dios está comprometido con nosotros en su Hijo y que su palabra no es como la nuestra ni como la palabra de ninguno de los hombres. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a El sin haber cumplido su encargo. Su encargo es de crear de la nada un pueblo nuevo.
Esta palabra de Dios se muestra cada día, viva, activa, eficaz. La Eucaristía se realiza por el poder de esta misma palabra de Dios”, como dice la oración sobre las ofrendas: "transforma en sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal del hombre" (martes de la primera semana de Cuaresma). Dejemos actuar a la palabra que santifica el pan y el vino, que también va a tener fuerza para santificarnos a nosotros y alcanzar una divinización.
La tierra ya no será desolada, sino fértil porque acogerá esta simiente divina. Es la promesa de Jesucristo, gracias al cual la palabra de Dios ha penetrado verdaderamente en la tierra y se ha hecho pan para todos nosotros: semilla que fructifica por los siglos, respuesta fecunda en la que el pensamiento de Dios arraiga en este mundo de una manera vital. “En pocos lugares se hallará una vinculación tan clara e íntima del misterio de Cristo al misterio de María como en la perspectiva que nos abre esta promesa: porque cuando se dice que la palabra o, mejor, la semilla fructifica, se quiere dar a entender que ésta no cae sobre la tierra para posarse en ella como si de paja se tratara, sino que penetra profundamente en el suelo para absorber su sustancia y transformarla en sí misma. Asimilando de este modo la tierra, produce algo realmente nuevo, transustanciando la misma tierra en fruto. El grano de trigo no permanece solo; se apropia el misterio materno de la tierra: a Cristo le pertenece María, tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra; en la «tierra» de la Madre, la palabra se hace hombre, y ahora, amasada con la tierra de la humanidad entera, puede de nuevo volver a Dios.
2. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en el pueblo de Israel (v.4) y su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre (v.5-7). Como un maestro de sabiduría, el salmista instruye para que a uno le vaya bien (cf. Pr 1,8) y esto lo recoge 1 Pedro cuando exhorta a hablar bien de los demás sin devolver nunca mal por mal (3,8-12), es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que Jesús llama bienaventurados (Mt 5,9).
3. En el evangelio de hoy, Jesús nos recomienda la oración y nos enseña una plegaria: el «Padrenuestro». Podemos hablar con Dios como padre, “papá”, con una confianza, santa osadía, de la que hablaremos más en otras ocasiones. Nos anima Jesús a tratar a Dios como padre, como Él lo trata. Se pone de manifiesto la imagen hermosa de Isaías: la lluvia, la nieve... la palabra es la bendición verdadera para la tierra, para nuestra alma. Los semitas se imaginaban la bóveda celeste, como una bóveda sólida, muy alta... con una gran reserva de agua encima, agua que Dios distribuía sobre la tierra para vivificarla… la tierra ávida «bebe» esa lluvia divina, los dones que nos vienen del cielo y que vivifican, y dan fruto: la hierba que se endereza y las flores que aparecen: la primavera también en nuestra alma, que se abre a la eclosión de la vida. La admiración nos lleva a la contemplación de Dios, en una rosa, en la lluvia, en un edelwais:
Vamos más allá, queremos oír a Jesús, ver la bondad del Padre «que hace salir el sol sobre todos los hombres, que viste de esplendor los lirios del campo, que no da un escorpión, sino pan...» Dios pensaba en el hombre, al inventar la lluvia y la nieve, y pensaba en el "sembrador" y en el «pan» y en "aquel que come el pan". Veamos una lectura de esta oración: “Padre nuestro, que estás en el cielo, / sólo tu eres santo, / tu estás por encima de todo, / eres ternura y misericordia. / ¡Bendito sea tu nombre!
¡No abandones la obra de tus manos, / hazte reconocer por lo que eres, / que venga tu Reino, / que los hombres descubran tu presencia, / pues tú eres el Dios fiel!
¡Danos hoy el pan de la vida, / tu palabra y tu Hijo, / tu gracia y tu luz, / para el camino de este día!
¡Bendito seas, / tú que has cancelado toda nuestras deudas / salvándonos por Jesucristo: / también hoy perdónanos, / como nosotros perdonamos / a todos los que nos ofenden, / en la paz de tu gracia!
¡Padre, / no nos sometas a la gran prueba, / guárdanos en la fe y la esperanza / pues nunca renegaremos de tu nombre y tu palabra!
¡Líbranos del Adversario, / pues tú eres nuestro Dios, el único, / Dios santo, Padre de ternura!” (“Dios cada día…” de Sal Terrae).
Es tan bonito ver que no es un “dios” al que rendimos homenaje y pedimos a cambio cosas, sino un “padre” al que amamos y que espera de nosotros correspondencia a su amor. La palabra "abba" expresa esa confianza extrema en la lengua hebrea, la que los niños usan al echarse en brazos de su padre: algo así como "¡papaíto querido!" Jesús no nos habla de las concepciones filosóficas, sobre el Ser supremo, el santo es nuestro padre (cf. Noel Quesson).
Sigamos con el comentario de Ratzinger: El Evangelio nos habla de la oración, de cómo ha de ser nuestra plegaria, de su verdadero contenido, de cómo debemos comportarnos y de la interioridad auténtica; completa lo dicho en la primera lectura: “puede decirse que en el Evangelio se nos explica cómo le es posible al hombre convertirse en terreno fértil para la palabra de Dios. Puede llegar a serlo preparando aquellos elementos gracias a los cuales una vida crece y madura. Alcanza este objetivo viviendo él mismo de tales elementos; es decir, dejándose impregnar por la palabra y, de esta manera, transformándose a sí mismo en palabra; sumergiendo su vida en la oración o, lo que es igual, en el misterio de Dios”.
De ahí que este pasaje esté en “perfecta armonía con la introducción al misterio mariano que Lucas nos ofrece cuando, en diferentes lugares, dice de María que «guardaba» la palabra en su corazón (2,19; 2,51; cf. 1,19). María ha reunido en sí misma las corrientes diversas de Israel; ha llevado en sí, entregada a la oración, el sufrimiento y la grandeza de aquella historia para convertirla en tierra fértil para el Dios vivo. Orar, como nos dice el Evangelio, es mucho más que hablar sin reflexión, que desatarse en palabras”. María es la que mejor está abierta a la semilla divina, a la escucha de la Palabra, y la que mejor la pone en práctica, porque ésta vivifica en su corazón. Esto es la oración: “Hacerse campo para la palabra quiere decir hacerse tierra que se deja absorber por la semilla, que se deja asimilar por ella, renunciando a sí misma para hacerla germinar. Con su maternidad, María ha vertido en esa semilla su propia sustancia, cuerpo y alma, a fin de que una nueva vida pudiera ver la luz. Las palabras sobre la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) encierran un significado mucho más alto y profundo: María se entrega por completo, se hace tierra, se deja utilizar y consumir, para ser transformada en aquel que tiene necesidad de nosotros para hacerse fruto de la tierra”.
En la colecta de hoy se nos invita a hacernos deseo ardiente de Dios. Orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. “Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su Evangelio, sugiere maravillosamente esta transformación al no llamar nunca a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.
Pienso que esta vinculación entre el misterio de Cristo y el misterio de María, vinculación que las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración, reviste gran importancia en una época de activismo como la nuestra, que alcanza su nota más aguda en el ámbito de la cultura occidental. Esta es la razón de que en nuestro modo de pensar sigamos ateniéndonos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo y, en cualquier caso, resconstruirlo desde uno mismo, sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos”. Es un error separar a Cristo de la Madre, la teología y para la fe necesitan a María para llegar a Jesús. “Por esta misma razón, esta manera de pensar referida a la Iglesia parte de un punto de vista equivocado. Con frecuencia, la consideramos casi como un producto técnico que ha de programarse con perspicacia y que nos esforzamos por realizar con un derroche enorme de energías”. Es lo que decía San Luis M. Grignion de Montfort a propósito de unas palabras del profeta Ageo (1,6): "Sembráis mucho y encerráis poco". Si el hacer pasa por encima de todo, haciéndose autónomo, entonces no llegarán nunca a existir aquellas cosas que no dependen del hacer, sino que son simplemente cosas vivas que quieren madurar».
“Debemos liberarnos de esta visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que, en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento” (Joseph Ratzinger).
Llucià Pou Sabaté
Cuaresma, 1 semana. Lunes: necesitamos convertirnos, para crear una cultura del amor, y además en el amor seremos juzgados
Libro del Levítico 19,1-2.11-18 (= DOMINGO 07ª). El Señor dijo a Moisés: Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo. Ustedes no robarán, no mentirán ni se engañarán unos a otros. No jurarán en falso por mi Nombre, porque profanarían el nombre de su Dios. Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás; y no retendrás hasta la mañana siguiente el salario del jornalero. No insultarás a un ciego, sino que temerás a tu Dios. Yo soy el Señor. No cometerás ninguna injusticia en los juicios. No favorecerás arbitrariamente al pobre ni te mostrarás complaciente con el rico: juzgarás a tu prójimo con justicia. No difamarás a tus compatriotas, ni pondrás en peligro la vida de tu prójimo. Yo soy el señor. No odiarás a tu hermano en tu corazón: deberás reprenderlo convenientemente, para no cargar con un pecado a causa de él. No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor.
Salmo 19,8-10.15. La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. / Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. / La palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos. / ¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!
Evangelio (Mt 25, 31-46 = DOMINGO 34ª): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”. Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo”. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».
Comentario: 1. En el libro del Levítico, Moisés le presenta al pueblo de Israel un código de santidad, para que pueda estar a la altura de Dios, que es el todo Santo. Hay mandamientos que se refieren a Dios: no jurar en falso. Pero sobre todo se insiste en la caridad y la justicia con los demás. La enumeración es larga y afecta a aspectos de la vida que siguen teniendo vigencia también hoy: no robar, no engañar, no oprimir, no cometer injusticias en los juicios comprando a los jueces, no odiar, no guardar rencor. Hay dos detalles concretos muy significativos: no maldecir al sordo (aprovechando que no puede oir) y no poner tropiezos ante el ciego (que no puede ver). La consigna final es bien positiva: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todo ello tiene una motivación: «yo soy el Señor». Dios quiere que seamos santos como él, que le honremos más con las obras que con los cantos y las palabras.
En el Evangelio hoy se nos recuerda que, en el último día seremos juzgados sobre el «amor». «Lo que no habéis hecho a uno de esos más pequeños y humildes que son hermanos míos, lo habéis negado a mí». Esta era ya la enseñanza del Levítico, libro del Antiguo Testamento. “Sed santos, porque Yo el Señor, vuestro Dios, soy Santo”: La selección de reglas morales que meditaremos empieza con esta solemne advertencia. Entre el hombre y Dios hay un cierto lazo. Dios no se desinteresa de la conducta del hombre. Jesús dirá: «sed perfectos como vuestro Padre es perfecto». De ese modo, Tú, Señor, te comprometes al servicio del desarrollo integral del hombre: Pones todo el peso de tu autoridad, todo tu señorío, toda su santidad, en la balanza... a fin de que las relaciones entre los hombres sean relaciones satisfactorias y justas.
“No hurtaréis... No mentiréis... No explotarás a tu prójimo... No cometerás injusticia.. No calumniarás... No habrá odio en tu corazón... No te vengarás... No guardarás rencor”... No hay que leer a la ligera esas palabras. No hay que decir en seguida «Vamos, ¿por quién me tomas? ¡Eso no me concierne!» Se trata de examinar, más allá de las palabras, el estilo de mis relaciones con todas las personas que trato. «Robo». «Mentira». «Explotación»... Debo detenerme en cada una de esas palabras y preguntarme ¿cuál es mi forma, la mía, de incurrir en un «robo o hurto», en una «mentira», en una «explotación», etc.
“Yo soy el Señor”. Este refrán viene repetido cuatro veces en el conjunto de esas reglas morales: Dios se hace el garante, el guardián, el Juez, de la calidad de nuestras relaciones humanas... el hecho que un hombre explote a otro hombre, no le deja indiferente, le encoleriza. Señor, ten piedad de nosotros.
“No explotarás a tu prójimo. No retendrás el salario del obrero hasta la mañana siguiente. No maldecirás a un sordo, ni pondrás un obstáculo delante de un ciego, sino que temerás a tu Dios: Yo soy el Señor”. Dios, en particular se obstina en tomar partido por los humildes y los débiles... en ponerse del lado de los pobres. La Iglesia pide a los católicos que presten particular atención «a las injusticias sin voz» a todos esos pobres que no llegan a ser oídos, ni a poder quejarse. ¿Nos sorprende oír esas reivindicaciones de «justicia social» en la misma boca de Dios? ¿Qué hacemos para oírlas, para tomar parte en ellas, con Dios?
“Amarás al prójimo como a ti mismo: Yo soy el Señor”: Estas palabras son la cima de todo ese pasaje. Después de los preceptos negativos, tenemos ese mandamiento que lo resume todo, y que abre nuevas exigencias. Porque, después de todo, uno puede sentirse exento, libre cuando «no ha hecho eso... o aquello». No he matado, ni he robado. Pero ¿se ha amado jamás suficientemente? Ayúdame, Señor, a amar, a amar sin cesar, a amar a todos... (Noel Quesson). Y para ello, el amor a Dios, como dice Casiano: «Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo». Y San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
2. Sal. 18. «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»… –El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la santidad. Para esto nos resulta utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío». El salmo nos hace profundizar en esta clave: «tus palabras, Señor, son espíritu y vida... los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón».
La Ley del Señor es perfecta, pues no ha sido promulgada por personas humanas, sino por el mismo Dios para mostrarnos el camino que nos conduzca a Él. Efectivamente, los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. Esa Ley ha cumplido su misión llevándonos hasta Cristo, plenitud de la Ley, pues Él se ha convertido en el único Camino que nos conduce al Padre. Así, mediante la Sangre de Cristo se sella, entre Dios y la humanidad, la nueva y definitiva alianza: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús. La Ley constituye, pues, la primera etapa en el camino del Reino. Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él mediante un camino de amor fiel, cargando nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que Dios ha reservado para los que le vivan fieles. Por eso vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y hagamos de Él nuestro refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
3. Hoy se nos recuerda el juicio final, «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles» (Mt 25,31), y nos remarca que dar de comer, beber, vestir... resultan obras de amor para un cristiano, cuando al hacerlas se sabe ver en ellas al mismo Cristo. Este pasaje está narrado en forma de parábola. En un lenguaje pastoril, propio de aquel tiempo, nos describe el criterio que Jesús vino a establecer, en nombre de Dios su Padre, como guía para nuestra vida y juicio para nuestra conciencia. Una vez más, Jesús establece el amor y la preocupación por el hermano necesitado, como norma suprema de conducta. Los requisitos para acceder a la vida eterna pasan necesariamente por la participación en el proyecto de humanización que Dios nos propone. Y ese proyecto, ese camino de humanización consiste -como mostró Jesús en su palabra y en sus hechos- en la entrega de la propia vida en favor de los hermanos, especialmente -claro está- de los que más lo necesitan y de los que son víctimas de la injusticia. La parábola, en toda su solemnidad y pretensión de universalidad (el «juicio de las naciones») trata de expresar un principio también solemne y universal: el camino de la salvación pasa obligadamente por el hermano necesitado… Lo que realmente plantea la parábola es que la vida del «más allá», está en el camino del «más acá». Ese camino es precisamente el hermano, el hermano que tiene hambre, que tiene sed, que anda desnudo, o está preso, o enfermo... Esta letanía que la parábola ofrece, lógicamente, ha de ser alargada a la situación de cada momento histórico: ¿cuáles son hoy las formas modernas de pasar hambre, tener sed, estar desnudo...? ¿cuáles son hoy las enfermedades modernas y las prisiones nuevas que dejan al ser humano más postrado? Pues todas esas hay que entenderlas incluidas en la parábola de Mateo. Sólo entrando en comunión con el empobrecido, atendiéndolo cada vez que sea necesario y evitando toda injusticia, se tiene acceso a la «salvación», que empieza a construirse en esta vida. La vida cristiana requerirá entonces un serio compromiso que nos lleve a elaborar y a ejecutar proyectos que estén en concordancia con la comunión que pide Jesús para con el oprimido. La calidad humana de la gente que vaya a ejecutar tales programas será premiada de acuerdo al compromiso que establezcan con el hermano (Servicio Bíblico Latinoamericano).
Esta página casi final del evangelio de Mateo es sorprendente. Jesús mismo pone en labios de los protagonistas de su parábola, tanto buenos como malos, unas palabras de extrañeza: ¿cómo han hecho esto con Jesús, si no le han visto?: ¿cuándo te vimos enfermo y fuimos a verte? ¿cuándo te vimos con hambre y no te asistimos? Resulta que Cristo estaba durante todo el tiempo en la persona de nuestros hermanos: el mismo Jesús que en el día final será el pastor que divide a las ovejas de las cabras y el juez que evalúa nuestra actuación. No habla aquí de ir a Misa y cumplir preceptos (aunque son los sacramentos fuentes de una vida moral santa…). Para la caridad que debemos tener hacia el prójimo Jesús da este motivo: él mismo se identifica con las personas que encontramos en nuestro camino. Hacemos o dejamos de hacer con él lo que hacemos o dejamos de hacer con los que nos rodean. Es una de las páginas más incómodas de todo el evangelio. Una página que se entiende demasiado. Y nosotros ya no podremos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos: ya nos lo ha avisado él. Desde los primeros compases del camino cuaresmal, se nos pone delante el compromiso del amor fraterno como la mejor preparación para participar de la Pascua de Cristo. Es un programa exigente. Tenemos que amar a nuestro prójimo: a nuestros familiares, a los que trabajan con nosotros, a los miembros de nuestra comunidad religiosa o parroquial, sobre todo a los más pobres y necesitados. Si la la lectura nos ponía una medida fuerte -amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos-, el evangelio nos lo motiva de un modo todavía más serio: «cada vez que lo hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis; cada vez que no lo hicisteis con uno de ellos, tampoco lo hicisteis conmigo». Tenemos que ir viendo a Jesús mismo en la persona del prójimo. Si la primera lectura urgía a no cometer injusticias o a no hacer mal al prójimo, la segunda va más allá: no se trata de no dañar, sino de hacer el bien. Ahora serán los pecados de omisión los que cuenten. El examen no será sobre si hemos robado, sino sobre si hemos visitado y atendido al enfermo. Se trata de un nivel de exigencia bastante mayor. Se nos decía: no odies. Ahora se nos dice: ayuda al que pasa hambre. Alguien ha dicho que tener un enfermo en casa es como tener el sagrario: pero entonces debe haber muchos «sagrarios abandonados». En la Eucaristía, con los ojos de la fe, no nos cuesta mucho descubrir a Cristo presente en el sacramento del pan y del vino. Nos cuesta más descubrirle fuera de misa, en el sacramento del hermano. Pues sobre esto va a versar la pregunta del examen final. Al Cristo a quien hemos escuchado y recibido en la misa, es al mismo a quien debemos servir en las personas con las que nos encontramos durante el día. Será la manera de preparar la Pascua de este año: «anhelar año tras año la solemnidad de la Pascua, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno» (prefacio I de Cuaresma). Será también la manera de prepararnos a sacar buena nota en ese examen final. «Al atardecer de la vida, como lo expresó san Juan de la Cruz, seremos juzgadosí sobre el amor»: si hemos dado de comer, si hemos visitado al que estaba solo. Al final resultará que eso era lo único importante (J. Aldazábal). Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3). Colecta: «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos». Y la Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34). Comenta San Agustín: «Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”, sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la derecha o a la izquierda… Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de comer... San Hipólito de Roma (hacia 235) presbítero y mártir pone en boca de Dios: “Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34). No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. “Venid, tomad en pose sión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.” He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza”.
Las primeras palabras de la oración de la Misa de hoy dicen: “Converte nos, Deus, salutaris noster” –convíertenos, Señor, nuestra salvación. Se corresponden con las que inician la cuaresma: “arrepentíos”. Pero en modo distinto: pasa del imperativo a la petición, es un “dame fuerzas, Señor, para convertirme”. ¿Qué es convertirse? En la práctica, seguir a Jesús, acompañarle, caminar tras sus pasos, pero el que nos convierte es Dios, es dejar de auto-realizarnos de modo orgulloso y aceptar la dependencia con Dios de la que viene la auténtica libertad, lo demás es ilusión y engaño, decía Ratzinger: “básicamente existen tan sólo dos opciones fundamentales: por una parte, la autorrealización, en la cual trata el hombre de crearse a sí mismo para adueñarse por completo de su ser y hacerse con la totalidad de la vida exclusivamente para sí y desde sí mismo; y por otra, la opción de la fe y del amor”, pero “no podemos realizarnos por nosotros mismos; sólo si ‘perdemos’ la vida podemos ganarla. Estas opciones corresponden al contenido de las palabras ‘tener’ y ‘ser’. La autorrealización quiere tener la vida, todas las posibilidades, alegrías y bellezas de la vida, pues considera la vida como una posesión que ha de defender contra los demás”, en cambio es el amor lo que de veras nos hace ser. Como vimos ayer, “podemos también decir que la alternativa entre autorrealización y amor corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: la alternativa entre el poder terreno y la cruz, entre una redención fundada en el bienestar y una redención que se abre y se confía a la infinitud del amor divino”. Hoy el hombre se siente adulto para estar “libre” de Dios, “se siente capaz de edificar por sí mismo un mundo libre, verdaderamente humano. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios, y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz”. Convertirse es todo esto: no buscar el éxito, la propia imagen, aceptar la cruz. Desear la fe, esperanza y amor antes que el placer, la supremacía del yo y las posesiones. “El éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida persona y social”, cuando aceptamos la primacía de la verdad y nos hacemos “cooperadores de la verdad” (3 Jn 8), estamos creando la cultura del amor.
Una historia puede ilustrar la cuestión. Cuentan que un importante señor gritó al director de su empresa, porque estaba enfadado en ese momento. El director llegó a su casa y gritó a su esposa, acusándola de que estaba gastando demasiado, porque había un abundante almuerzo en la mesa. Su esposa gritó a la empleada porque rompió un plato. La empleada dio una patada al perro porque la hizo tropezar. El perro salió corriendo y mordió a una señora que pasaba por la acera, porque le cerraba el paso. Esa señora fue al hospital para ponerse la vacuna y que le curaran la herida, y gritó al joven médico, porque le dolió la vacuna al ser aplicada. El joven médico llegó a su casa y gritó a su madre, porque la comida no era de su agrado. Su madre, tolerante y un manantial de amor y perdón, acarició sus cabellos diciéndole: - "Hijo querido, prometo que mañana haré tu comida favorita. Tú trabajas mucho, estás cansado y precisas una buena noche de sueño. Voy a cambiar las sábanas de tu cama por otras bien limpias y perfumadas, para que puedas descansar en paz. Mañana te sentirás mejor". Bendijo a su hijo y abandonó la habitación, dejándolo solo con sus pensamientos... En ese momento, se interrumpió el círculo del odio, porque chocó con la tolerancia, la dulzura, el perdón y el amor. Si tú eres de los que ingresaron en un círculo del odio, acuérdate que puedes romperlo con tolerancia, dulzura, perdón y amor. No caigamos en el círculo del odio pensando que es imposible encontrar amor: la manera más rápida de recibir amor es darlo, hay más alegría en dar que en recibir. El amor lo perdemos cuando lo queremos para nosotros, es como el fuego que cuando lo extendemos nos acaricia con su calor; el amor tiene alas y no hay que encadenarlo. El amor es el don más preciado que Dios nos ha regalado, y que nos da la oportunidad de regalar. Además, cuanto más se da más nos queda porque se agranda nuestro corazón al amar, ahí está el secreto del amor. De nada tiene necesidad este mundo como del amor. Leía hace poco algo que nos viene muy bien para permanecer en el círculo del amor, y no caer en el del odio: -el amor alienta, el odio abate; -el amor sonríe, el odio gruñe; -el amor atrae, el odio rechaza; -el amor confía, el odio sospecha;-el amor enternece, el odio enardece; -el amor canta, el odio espanta; -el amor tranquiliza, el odio altera; -el amor guarda silencio, el odio vocifera; -el amor edifica, el odio destruye; -el amor siembra, el odio arranca; -el amor espera, el odio desespera; -el amor consuela, el odio exaspera; -el amor suaviza, el odio irrita; -el amor aclara, el odio confunde; -el amor perdona, el odio intriga; -el amor vivifica, el odio mata; -el amor es dulce; el odio es amargo; -el amor es pacífico; el odio es explosivo; -el amor es veraz, el odio es mentiroso; -el amor es luminoso, el odio es tenebroso; -el amor es humilde, el odio es altanero; -el amor es sumiso, el odio es jactancioso; -el amor es manso, el odio es belicoso; -el amor es espiritual, el odio es carnal.-El amor es sublime, el odio es triste. -El amor todo lo puede... -No hay dificultad por muy grande que sea, que el amor no lo supere. -No hay enfermedad por muy grave que sea, que el amor no la sane. -No hay puerta por muy cerrada que esté, que el amor no la abra. -No hay distancias por extremas que sean, que el amor no las acorte tendiendo puentes sobre ellas. -No hay muro por muy alto que sea, que el amor no lo derrumbe. -No hay pecado por muy grave que sea, que el amor no lo redima. -No importa cuan serio sea un problema, cuan desesperada una situación, cuan grande un error, el amor tiene poder para superar todo esto. Quien es capaz de experimentar realmente el amor, puede ser la persona más feliz y más poderosa del mundo. Amar... Siempre... En cada acto, en cada pensamiento, en cada día que amanece, en cada noche que llega, hacer de la vida siempre una canción de amor...
Dice san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu propia condición». Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así, restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la plenitud de tu salvación».
El Evangelio de hoy nos marca una pauta: en los demás está Jesús presente. «En nuestra época, especialmente urge la obligación de hacernos prójimo de cualquier hombre que sea y de servirlos con afecto, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no ha cometido, o del hambriento que apela a nuestra conciencia trayéndonos a la memoria las palabras del Señor: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)» (Gaudium et spes).
Cristo vive en los cristianos, y le da un sentido más profundo a las relaciones humanas, ver a Jesús en los demás da una orientación a todo nuestro actuar: “el corazón del progreso es el progreso del amor. Y el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús” (Ratzinger). Hoy en Roma se revive la “statio” (la estación, una sucesión de iglesias romanas en las que se reparten las celebraciones cuaresmales) en San Pedro “in Vinculis”, iglesia construida al lado de un tribunal romano; ahí se guardan las cadenas de Pedro en la cárcel. Sugiere también esto los dos aspectos de ese amor que encadena, y que establece un juicio muy diverso de los humanos, pues aquí sólo manda el amor: «Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a vivos y muertos, y para dar a cada uno según sus obras, tanto a los reprobados como a los elegidos (...) para recibir según sus obras, buenas o malas: aquellos con el diablo castigo eterno, y éstos con Cristo gloria eterna».
Sólo a la luz del juicio final, cuando el Reino de Dios llegue a su plenitud, entenderemos el camino que hayamos recorrido, tal vez en medio de persecuciones y muerte, tras las huellas del Redentor. Entonces aparecerá, de un modo desnudo, la verdad de todo hombre en la medida de Dios. Entonces conoceremos a Aquel que es el Amor y la Misericordia. Entonces sabremos si en verdad caminamos por este mundo como hijos suyos. Entonces seremos acogidos o rechazados conforme al trato que hayamos dado a los pequeños, con los que se identificó Jesús. Por eso, mientras caminamos por este mundo, Dios nos concede este tiempo favorable de su gracia para que reflexionemos con toda lealtad acerca de nuestra vida de fe. No podemos vivir esta cuaresma sólo como un tiempo de una conversión aparente. Si no caminamos hacia nuestra propia Pascua, hacia nuestra renovación interior, hacia la muerte a nuestro pecado y hacia la resurrección a una vida renovada en Cristo, habremos perdido el tiempo. Dios quiere que su Iglesia inicie, ya desde ahora, la realización de su Reino mediante la renovación de sus miembros, a través de los cuales se manifieste, a la medida de la Gracia recibida, el amor misericordioso del mismo Dios a favor de todos. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir nuestra fe en Cristo con un compromiso total, de manera que no sólo lo amemos interiormente, sino que lo amemos preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los pobres, a los pecadores y a los desprotegidos, para poder, así, ser dignos de ser recibidos, como hijos amados, en las moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com; que como muchos otros textos los tomo de mercaba.org).
Llucià Pou Sabaté
Salmo 19,8-10.15. La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. / Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. / La palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos. / ¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!
Evangelio (Mt 25, 31-46 = DOMINGO 34ª): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”. Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo”. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».
Comentario: 1. En el libro del Levítico, Moisés le presenta al pueblo de Israel un código de santidad, para que pueda estar a la altura de Dios, que es el todo Santo. Hay mandamientos que se refieren a Dios: no jurar en falso. Pero sobre todo se insiste en la caridad y la justicia con los demás. La enumeración es larga y afecta a aspectos de la vida que siguen teniendo vigencia también hoy: no robar, no engañar, no oprimir, no cometer injusticias en los juicios comprando a los jueces, no odiar, no guardar rencor. Hay dos detalles concretos muy significativos: no maldecir al sordo (aprovechando que no puede oir) y no poner tropiezos ante el ciego (que no puede ver). La consigna final es bien positiva: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todo ello tiene una motivación: «yo soy el Señor». Dios quiere que seamos santos como él, que le honremos más con las obras que con los cantos y las palabras.
En el Evangelio hoy se nos recuerda que, en el último día seremos juzgados sobre el «amor». «Lo que no habéis hecho a uno de esos más pequeños y humildes que son hermanos míos, lo habéis negado a mí». Esta era ya la enseñanza del Levítico, libro del Antiguo Testamento. “Sed santos, porque Yo el Señor, vuestro Dios, soy Santo”: La selección de reglas morales que meditaremos empieza con esta solemne advertencia. Entre el hombre y Dios hay un cierto lazo. Dios no se desinteresa de la conducta del hombre. Jesús dirá: «sed perfectos como vuestro Padre es perfecto». De ese modo, Tú, Señor, te comprometes al servicio del desarrollo integral del hombre: Pones todo el peso de tu autoridad, todo tu señorío, toda su santidad, en la balanza... a fin de que las relaciones entre los hombres sean relaciones satisfactorias y justas.
“No hurtaréis... No mentiréis... No explotarás a tu prójimo... No cometerás injusticia.. No calumniarás... No habrá odio en tu corazón... No te vengarás... No guardarás rencor”... No hay que leer a la ligera esas palabras. No hay que decir en seguida «Vamos, ¿por quién me tomas? ¡Eso no me concierne!» Se trata de examinar, más allá de las palabras, el estilo de mis relaciones con todas las personas que trato. «Robo». «Mentira». «Explotación»... Debo detenerme en cada una de esas palabras y preguntarme ¿cuál es mi forma, la mía, de incurrir en un «robo o hurto», en una «mentira», en una «explotación», etc.
“Yo soy el Señor”. Este refrán viene repetido cuatro veces en el conjunto de esas reglas morales: Dios se hace el garante, el guardián, el Juez, de la calidad de nuestras relaciones humanas... el hecho que un hombre explote a otro hombre, no le deja indiferente, le encoleriza. Señor, ten piedad de nosotros.
“No explotarás a tu prójimo. No retendrás el salario del obrero hasta la mañana siguiente. No maldecirás a un sordo, ni pondrás un obstáculo delante de un ciego, sino que temerás a tu Dios: Yo soy el Señor”. Dios, en particular se obstina en tomar partido por los humildes y los débiles... en ponerse del lado de los pobres. La Iglesia pide a los católicos que presten particular atención «a las injusticias sin voz» a todos esos pobres que no llegan a ser oídos, ni a poder quejarse. ¿Nos sorprende oír esas reivindicaciones de «justicia social» en la misma boca de Dios? ¿Qué hacemos para oírlas, para tomar parte en ellas, con Dios?
“Amarás al prójimo como a ti mismo: Yo soy el Señor”: Estas palabras son la cima de todo ese pasaje. Después de los preceptos negativos, tenemos ese mandamiento que lo resume todo, y que abre nuevas exigencias. Porque, después de todo, uno puede sentirse exento, libre cuando «no ha hecho eso... o aquello». No he matado, ni he robado. Pero ¿se ha amado jamás suficientemente? Ayúdame, Señor, a amar, a amar sin cesar, a amar a todos... (Noel Quesson). Y para ello, el amor a Dios, como dice Casiano: «Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo». Y San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
2. Sal. 18. «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»… –El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la santidad. Para esto nos resulta utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío». El salmo nos hace profundizar en esta clave: «tus palabras, Señor, son espíritu y vida... los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón».
La Ley del Señor es perfecta, pues no ha sido promulgada por personas humanas, sino por el mismo Dios para mostrarnos el camino que nos conduzca a Él. Efectivamente, los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. Esa Ley ha cumplido su misión llevándonos hasta Cristo, plenitud de la Ley, pues Él se ha convertido en el único Camino que nos conduce al Padre. Así, mediante la Sangre de Cristo se sella, entre Dios y la humanidad, la nueva y definitiva alianza: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús. La Ley constituye, pues, la primera etapa en el camino del Reino. Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él mediante un camino de amor fiel, cargando nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que Dios ha reservado para los que le vivan fieles. Por eso vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y hagamos de Él nuestro refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
3. Hoy se nos recuerda el juicio final, «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles» (Mt 25,31), y nos remarca que dar de comer, beber, vestir... resultan obras de amor para un cristiano, cuando al hacerlas se sabe ver en ellas al mismo Cristo. Este pasaje está narrado en forma de parábola. En un lenguaje pastoril, propio de aquel tiempo, nos describe el criterio que Jesús vino a establecer, en nombre de Dios su Padre, como guía para nuestra vida y juicio para nuestra conciencia. Una vez más, Jesús establece el amor y la preocupación por el hermano necesitado, como norma suprema de conducta. Los requisitos para acceder a la vida eterna pasan necesariamente por la participación en el proyecto de humanización que Dios nos propone. Y ese proyecto, ese camino de humanización consiste -como mostró Jesús en su palabra y en sus hechos- en la entrega de la propia vida en favor de los hermanos, especialmente -claro está- de los que más lo necesitan y de los que son víctimas de la injusticia. La parábola, en toda su solemnidad y pretensión de universalidad (el «juicio de las naciones») trata de expresar un principio también solemne y universal: el camino de la salvación pasa obligadamente por el hermano necesitado… Lo que realmente plantea la parábola es que la vida del «más allá», está en el camino del «más acá». Ese camino es precisamente el hermano, el hermano que tiene hambre, que tiene sed, que anda desnudo, o está preso, o enfermo... Esta letanía que la parábola ofrece, lógicamente, ha de ser alargada a la situación de cada momento histórico: ¿cuáles son hoy las formas modernas de pasar hambre, tener sed, estar desnudo...? ¿cuáles son hoy las enfermedades modernas y las prisiones nuevas que dejan al ser humano más postrado? Pues todas esas hay que entenderlas incluidas en la parábola de Mateo. Sólo entrando en comunión con el empobrecido, atendiéndolo cada vez que sea necesario y evitando toda injusticia, se tiene acceso a la «salvación», que empieza a construirse en esta vida. La vida cristiana requerirá entonces un serio compromiso que nos lleve a elaborar y a ejecutar proyectos que estén en concordancia con la comunión que pide Jesús para con el oprimido. La calidad humana de la gente que vaya a ejecutar tales programas será premiada de acuerdo al compromiso que establezcan con el hermano (Servicio Bíblico Latinoamericano).
Esta página casi final del evangelio de Mateo es sorprendente. Jesús mismo pone en labios de los protagonistas de su parábola, tanto buenos como malos, unas palabras de extrañeza: ¿cómo han hecho esto con Jesús, si no le han visto?: ¿cuándo te vimos enfermo y fuimos a verte? ¿cuándo te vimos con hambre y no te asistimos? Resulta que Cristo estaba durante todo el tiempo en la persona de nuestros hermanos: el mismo Jesús que en el día final será el pastor que divide a las ovejas de las cabras y el juez que evalúa nuestra actuación. No habla aquí de ir a Misa y cumplir preceptos (aunque son los sacramentos fuentes de una vida moral santa…). Para la caridad que debemos tener hacia el prójimo Jesús da este motivo: él mismo se identifica con las personas que encontramos en nuestro camino. Hacemos o dejamos de hacer con él lo que hacemos o dejamos de hacer con los que nos rodean. Es una de las páginas más incómodas de todo el evangelio. Una página que se entiende demasiado. Y nosotros ya no podremos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos: ya nos lo ha avisado él. Desde los primeros compases del camino cuaresmal, se nos pone delante el compromiso del amor fraterno como la mejor preparación para participar de la Pascua de Cristo. Es un programa exigente. Tenemos que amar a nuestro prójimo: a nuestros familiares, a los que trabajan con nosotros, a los miembros de nuestra comunidad religiosa o parroquial, sobre todo a los más pobres y necesitados. Si la la lectura nos ponía una medida fuerte -amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos-, el evangelio nos lo motiva de un modo todavía más serio: «cada vez que lo hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis; cada vez que no lo hicisteis con uno de ellos, tampoco lo hicisteis conmigo». Tenemos que ir viendo a Jesús mismo en la persona del prójimo. Si la primera lectura urgía a no cometer injusticias o a no hacer mal al prójimo, la segunda va más allá: no se trata de no dañar, sino de hacer el bien. Ahora serán los pecados de omisión los que cuenten. El examen no será sobre si hemos robado, sino sobre si hemos visitado y atendido al enfermo. Se trata de un nivel de exigencia bastante mayor. Se nos decía: no odies. Ahora se nos dice: ayuda al que pasa hambre. Alguien ha dicho que tener un enfermo en casa es como tener el sagrario: pero entonces debe haber muchos «sagrarios abandonados». En la Eucaristía, con los ojos de la fe, no nos cuesta mucho descubrir a Cristo presente en el sacramento del pan y del vino. Nos cuesta más descubrirle fuera de misa, en el sacramento del hermano. Pues sobre esto va a versar la pregunta del examen final. Al Cristo a quien hemos escuchado y recibido en la misa, es al mismo a quien debemos servir en las personas con las que nos encontramos durante el día. Será la manera de preparar la Pascua de este año: «anhelar año tras año la solemnidad de la Pascua, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno» (prefacio I de Cuaresma). Será también la manera de prepararnos a sacar buena nota en ese examen final. «Al atardecer de la vida, como lo expresó san Juan de la Cruz, seremos juzgadosí sobre el amor»: si hemos dado de comer, si hemos visitado al que estaba solo. Al final resultará que eso era lo único importante (J. Aldazábal). Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3). Colecta: «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos». Y la Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34). Comenta San Agustín: «Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”, sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la derecha o a la izquierda… Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de comer... San Hipólito de Roma (hacia 235) presbítero y mártir pone en boca de Dios: “Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34). No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. “Venid, tomad en pose sión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.” He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza”.
Las primeras palabras de la oración de la Misa de hoy dicen: “Converte nos, Deus, salutaris noster” –convíertenos, Señor, nuestra salvación. Se corresponden con las que inician la cuaresma: “arrepentíos”. Pero en modo distinto: pasa del imperativo a la petición, es un “dame fuerzas, Señor, para convertirme”. ¿Qué es convertirse? En la práctica, seguir a Jesús, acompañarle, caminar tras sus pasos, pero el que nos convierte es Dios, es dejar de auto-realizarnos de modo orgulloso y aceptar la dependencia con Dios de la que viene la auténtica libertad, lo demás es ilusión y engaño, decía Ratzinger: “básicamente existen tan sólo dos opciones fundamentales: por una parte, la autorrealización, en la cual trata el hombre de crearse a sí mismo para adueñarse por completo de su ser y hacerse con la totalidad de la vida exclusivamente para sí y desde sí mismo; y por otra, la opción de la fe y del amor”, pero “no podemos realizarnos por nosotros mismos; sólo si ‘perdemos’ la vida podemos ganarla. Estas opciones corresponden al contenido de las palabras ‘tener’ y ‘ser’. La autorrealización quiere tener la vida, todas las posibilidades, alegrías y bellezas de la vida, pues considera la vida como una posesión que ha de defender contra los demás”, en cambio es el amor lo que de veras nos hace ser. Como vimos ayer, “podemos también decir que la alternativa entre autorrealización y amor corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: la alternativa entre el poder terreno y la cruz, entre una redención fundada en el bienestar y una redención que se abre y se confía a la infinitud del amor divino”. Hoy el hombre se siente adulto para estar “libre” de Dios, “se siente capaz de edificar por sí mismo un mundo libre, verdaderamente humano. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios, y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz”. Convertirse es todo esto: no buscar el éxito, la propia imagen, aceptar la cruz. Desear la fe, esperanza y amor antes que el placer, la supremacía del yo y las posesiones. “El éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida persona y social”, cuando aceptamos la primacía de la verdad y nos hacemos “cooperadores de la verdad” (3 Jn 8), estamos creando la cultura del amor.
Una historia puede ilustrar la cuestión. Cuentan que un importante señor gritó al director de su empresa, porque estaba enfadado en ese momento. El director llegó a su casa y gritó a su esposa, acusándola de que estaba gastando demasiado, porque había un abundante almuerzo en la mesa. Su esposa gritó a la empleada porque rompió un plato. La empleada dio una patada al perro porque la hizo tropezar. El perro salió corriendo y mordió a una señora que pasaba por la acera, porque le cerraba el paso. Esa señora fue al hospital para ponerse la vacuna y que le curaran la herida, y gritó al joven médico, porque le dolió la vacuna al ser aplicada. El joven médico llegó a su casa y gritó a su madre, porque la comida no era de su agrado. Su madre, tolerante y un manantial de amor y perdón, acarició sus cabellos diciéndole: - "Hijo querido, prometo que mañana haré tu comida favorita. Tú trabajas mucho, estás cansado y precisas una buena noche de sueño. Voy a cambiar las sábanas de tu cama por otras bien limpias y perfumadas, para que puedas descansar en paz. Mañana te sentirás mejor". Bendijo a su hijo y abandonó la habitación, dejándolo solo con sus pensamientos... En ese momento, se interrumpió el círculo del odio, porque chocó con la tolerancia, la dulzura, el perdón y el amor. Si tú eres de los que ingresaron en un círculo del odio, acuérdate que puedes romperlo con tolerancia, dulzura, perdón y amor. No caigamos en el círculo del odio pensando que es imposible encontrar amor: la manera más rápida de recibir amor es darlo, hay más alegría en dar que en recibir. El amor lo perdemos cuando lo queremos para nosotros, es como el fuego que cuando lo extendemos nos acaricia con su calor; el amor tiene alas y no hay que encadenarlo. El amor es el don más preciado que Dios nos ha regalado, y que nos da la oportunidad de regalar. Además, cuanto más se da más nos queda porque se agranda nuestro corazón al amar, ahí está el secreto del amor. De nada tiene necesidad este mundo como del amor. Leía hace poco algo que nos viene muy bien para permanecer en el círculo del amor, y no caer en el del odio: -el amor alienta, el odio abate; -el amor sonríe, el odio gruñe; -el amor atrae, el odio rechaza; -el amor confía, el odio sospecha;-el amor enternece, el odio enardece; -el amor canta, el odio espanta; -el amor tranquiliza, el odio altera; -el amor guarda silencio, el odio vocifera; -el amor edifica, el odio destruye; -el amor siembra, el odio arranca; -el amor espera, el odio desespera; -el amor consuela, el odio exaspera; -el amor suaviza, el odio irrita; -el amor aclara, el odio confunde; -el amor perdona, el odio intriga; -el amor vivifica, el odio mata; -el amor es dulce; el odio es amargo; -el amor es pacífico; el odio es explosivo; -el amor es veraz, el odio es mentiroso; -el amor es luminoso, el odio es tenebroso; -el amor es humilde, el odio es altanero; -el amor es sumiso, el odio es jactancioso; -el amor es manso, el odio es belicoso; -el amor es espiritual, el odio es carnal.-El amor es sublime, el odio es triste. -El amor todo lo puede... -No hay dificultad por muy grande que sea, que el amor no lo supere. -No hay enfermedad por muy grave que sea, que el amor no la sane. -No hay puerta por muy cerrada que esté, que el amor no la abra. -No hay distancias por extremas que sean, que el amor no las acorte tendiendo puentes sobre ellas. -No hay muro por muy alto que sea, que el amor no lo derrumbe. -No hay pecado por muy grave que sea, que el amor no lo redima. -No importa cuan serio sea un problema, cuan desesperada una situación, cuan grande un error, el amor tiene poder para superar todo esto. Quien es capaz de experimentar realmente el amor, puede ser la persona más feliz y más poderosa del mundo. Amar... Siempre... En cada acto, en cada pensamiento, en cada día que amanece, en cada noche que llega, hacer de la vida siempre una canción de amor...
Dice san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu propia condición». Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así, restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la plenitud de tu salvación».
El Evangelio de hoy nos marca una pauta: en los demás está Jesús presente. «En nuestra época, especialmente urge la obligación de hacernos prójimo de cualquier hombre que sea y de servirlos con afecto, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no ha cometido, o del hambriento que apela a nuestra conciencia trayéndonos a la memoria las palabras del Señor: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)» (Gaudium et spes).
Cristo vive en los cristianos, y le da un sentido más profundo a las relaciones humanas, ver a Jesús en los demás da una orientación a todo nuestro actuar: “el corazón del progreso es el progreso del amor. Y el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús” (Ratzinger). Hoy en Roma se revive la “statio” (la estación, una sucesión de iglesias romanas en las que se reparten las celebraciones cuaresmales) en San Pedro “in Vinculis”, iglesia construida al lado de un tribunal romano; ahí se guardan las cadenas de Pedro en la cárcel. Sugiere también esto los dos aspectos de ese amor que encadena, y que establece un juicio muy diverso de los humanos, pues aquí sólo manda el amor: «Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a vivos y muertos, y para dar a cada uno según sus obras, tanto a los reprobados como a los elegidos (...) para recibir según sus obras, buenas o malas: aquellos con el diablo castigo eterno, y éstos con Cristo gloria eterna».
Sólo a la luz del juicio final, cuando el Reino de Dios llegue a su plenitud, entenderemos el camino que hayamos recorrido, tal vez en medio de persecuciones y muerte, tras las huellas del Redentor. Entonces aparecerá, de un modo desnudo, la verdad de todo hombre en la medida de Dios. Entonces conoceremos a Aquel que es el Amor y la Misericordia. Entonces sabremos si en verdad caminamos por este mundo como hijos suyos. Entonces seremos acogidos o rechazados conforme al trato que hayamos dado a los pequeños, con los que se identificó Jesús. Por eso, mientras caminamos por este mundo, Dios nos concede este tiempo favorable de su gracia para que reflexionemos con toda lealtad acerca de nuestra vida de fe. No podemos vivir esta cuaresma sólo como un tiempo de una conversión aparente. Si no caminamos hacia nuestra propia Pascua, hacia nuestra renovación interior, hacia la muerte a nuestro pecado y hacia la resurrección a una vida renovada en Cristo, habremos perdido el tiempo. Dios quiere que su Iglesia inicie, ya desde ahora, la realización de su Reino mediante la renovación de sus miembros, a través de los cuales se manifieste, a la medida de la Gracia recibida, el amor misericordioso del mismo Dios a favor de todos. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir nuestra fe en Cristo con un compromiso total, de manera que no sólo lo amemos interiormente, sino que lo amemos preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los pobres, a los pecadores y a los desprotegidos, para poder, así, ser dignos de ser recibidos, como hijos amados, en las moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com; que como muchos otros textos los tomo de mercaba.org).
Llucià Pou Sabaté
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