jueves, 17 de diciembre de 2009

Adviento, primera semana. Sábado: ser instrumentos de Dios. El Señor se apiada a la voz de nuestro gemido: Jesús, al ver a las gentes, se compadecía de ellas…

Adviento, primera semana. Sábado: ser instrumentos de Dios. El Señor se apiada a la voz de nuestro gemido: Jesús, al ver a las gentes, se compadecía de ellas…

 

Isaías 30,19-21.23-26. Así dice el Señor, el Santo de Israel: «Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: "Éste es el camino, camina por él." Te dará lluvia para la semilla que siembras en el campo, y el grano de la cosecha del campo será rico y sustancioso; aquel día, tus ganados pastarán en anchas praderas; los bueyes y asnos que trabajan en el campo comerán forraje fermentado, aventado con bieldo y horquilla. En todo monte elevado, en toda colina alta, habrá ríos y cauces de agua el día de la gran matanza, cuando caigan las torres. La luz de la Cándida será como la luz del Ardiente, y la luz del Ardiente será siete veces mayor, cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llaga de su golpe.»

 

Salmo 146,1-2.3-4.5-6. R. Dichosos los que esperan en el Señor.

Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.

Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.

Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.

 

 

Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.

Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder para arrojar a los
espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Id y predicad
diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos,
resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios;
gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.

 

Comentario: 1. 1.- Is 30,18-21.23-26. -Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no llorarás ya más. Cuando clamarás, el Señor tendrá piedad de ti; oirá tu voz y te contestará. Los habitantes de Jerusalén ven acercarse a su puerta la amenaza asiria. Los ejércitos de la época arrasan las ciudades y matan a todos los habitantes, a excepción de los más fuertes que son deportados. Las palabras esperanzadoras de Isaías han de leerse en ese contexto dramático.

-Aquel día de muerte y devastación, cuando se derrumbarán todas las torres de defensa... Sí, es en medio de las violencias militares de una guerra feroz cuando Isaías evoca un «tiempo» en el que todo tipo de mal estará ausente. ¡Isaías es el profeta de la esperanza, de la más humana esperanza!

-En la tribulación el Señor te dará pan de asedio y agua de opresión. El dará lluvia a tu sementera, con que hayas sembrado el suelo y el pan que producirá la tierra será rico y sustancioso. Tus ganados pacerán aquel día en vastos pastizales. De tus montañas brotarán manantiales... Isaias evoca una felicidad paradisíaca, un futuro reino mesiánico del que todo mal habrá desaparecido: hambre... enfermedad... violencia... injusticia... Es el retorno del hombre a su equilibrio moral que traerá también consigo el retorno de la naturaleza a su armonía y a la fecundidad del «paraíso terrenal». La Biblia cree profundamente en una comunión entre el hombre y su entorno: el Señor resucitado, no solamente salva el alma, sino también la carne y la materia (Rm 8). La naturaleza entera espera su transfiguración. Por todo ello, en Adviento, el cristiano se siente también interpelado -a una conversión espiritual que transforme su corazón... -y a transformar la naturaleza con los avances de la técnica, el trabajo, el progreso... ¿Considero que éste es también mi trabajo? ¿Participo del gran proyecto de Dios: "¡Dominad la tierra y sometedla!" para la mayor felicidad de todos los hombres?

-¡No será ya ocultado el que te enseña, y tus ojos le verán! Ver a Dios. Comunicarse con Dios. ¡Un Dios «que ya no se oculta», que se "deja ver"! Esta es también una de las aspiraciones fundamentales del hombre. Dios escondido, invisible. Dios silencioso, Dios ausente, Dios lejano, Dios inaccesible. Efectivamente, ¡ésta es nuestra experiencia dolorosa! Pues bien, para el «final de los tiempos», para "aquel día" ¡Dios anuncia que podremos llegar a El y verle! Jesús, Dios que se toca, Dios que se ve, Dios que habla, Dios que no se esconde, Dios accesible, Dios cercano. «¡Ven, Señor Jesús!» "¡Estamos esperando tu retorno!" Los sacramentos son signos "sensibles" de su presencia. Son una continuación de la Encarnación de Dios. La Iglesia es el sacramento, el signo de Jesucristo... en la espera de su retorno. La felicidad soñada y evocada por Isaías existe con esta condición: Creer que Dios sólo es capaz de construir la felicidad definitiva futura. Reconocerse suficientemente pobre para tener la convicción de que el hombre, por sus propios medios, es incapaz de conseguir tal felicidad. Esforzarse en contemplar a Dios. ¿Qué son para mi los sacramentos? ¿Todos los sacramentos?

-«¡Este es el camino; síguelo!» (Noel Quesson).

La liberación del resto purificado (18-22) y el futuro feliz de Sión (23-26), obra de Yahvé, hacen del Dios de Israel el Emmanuel inconfundible de la teología isaiana: «Pero Yahvé espera para apiadarse, aguanta para compadecerse, porque Yahvé es un Dios recto... Ya no se ocultará tu maestro, sino que con tus ojos lo verás... vendará la herida de su pueblo y curará la llaga de sus azotes» (18.20.26). En los versículos que anteceden, especialmente en el 15, se presenta la conversión como el único medio para salir de la crisis. En los que siguen se describe con expresiones idílicas cuál será la felicidad de la unión íntima entre Dios y su pueblo. Dios, siempre Emmanuel, siempre presente, espera con impaciencia el momento del retorno para poder hacer de Israel objeto de su misericordia. Nada más pide que confíen en él: «Dichosos cuantos en él esperan» (18).

El profeta enseña al pueblo que ha de creer y confiar en el Señor simplemente porque éste es bueno y le llama hacia él; toda la iniciativa viene de él. El hombre solamente puede recoger el don de su amor: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados» (1 Jn 4,10).

La catequesis isaiana define la fe como una mirada incesante a la fidelidad de Dios: creer en Dios significa experimentar que es fiel. Después de tantos contravalores religiosos de Israel, infiel a la alianza, el profeta le puede recordar que la confianza firme en el amor misericordioso de Dios y el encuentro constante con su amor, que le perdona y asume su fracaso constantemente, son la única esperanza y la única certeza a las que se puede asir como creyente.

La reflexión isaiana nos ayuda a ver la esperanza como la proyección de nuestra fe de hoy sobre el porvenir incierto del mañana. Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en la fidelidad de mañana. El profeta tiene la experiencia de que la fidelidad de Dios es inmutable: no cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Todo creyente puede hacer suya la seguridad paulina: «Sé de quién me he fiado» (2Tm 1,12: F. Raurell).

Is. 30, 19-21. 23-26. Dios nos ama siempre, sin reserva ni medida. Él es nuestro Dios y Padre, y no enemigo a la puerta. Él está siempre dispuesto a escuchar el clamor de los pobres y afligidos, pues es misericordioso, y su bondad nunca se acaba. Es verdad que a veces nos dará el pan de las adversidades y el agua de la congoja para probar y purificar el amor que le tenemos; sin embargo jamás se alejará de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno, del cual nunca dará marcha atrás. El Señor nos muestra sus caminos para que en todo hagamos su voluntad. Por eso, los que creemos en Él y en Él hemos puesto nuestra confianza, hemos de leer los diversos acontecimientos de nuestra vida y de nuestra historia desde la clave del amor que procede de Dios. Incluso la persecución y la muerte deben contribuir para el bien y la salvación de los que creemos en Dios. A pesar de nuestras cobardías, o de nuestros egoísmos, injusticias y orgullos, el Señor nos llama para que volvamos a Él y desde nosotros pueda fluir, como un arrollo en crecida, la salvación para todos los pueblos. Dejemos que Dios lleve adelante su obra de amor y de salvación en nosotros.

El Señor siempre se apiadará de nosotros, y estará siempre dispuesto a perdonarnos. ¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso, se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos. Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él no sólo nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, sino que, especialmente, nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro. Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.

 

2. Sal. 147 (146). Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre. Dios quiere que todos los hombres se salven. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.

¡Sólo Dios basta! Él es el dueño de todo, pues es el creador de todo. Y a pesar de ser el Todopoderoso, se ha inclinado, no sólo para contemplar nuestras miserias y pobrezas, sino para salir a nuestro encuentro, como el buen samaritano, para vendar y sanar las heridas que en nosotros había abierto el pecado. Él nos quiere renovados en su propio Hijo, revestidos de Él, para poder amar en nosotros lo mismo que ama en su Hijo unigénito. Ese es el amor y la misericordia que Dios nos ha tenido. Por eso alabemos al Señor no sólo con los labios, sino mediante una vida íntegra, manifestando, así, mediante nuestras buenas obras, que el Señor nos ha reconstruido y justificado, y que nos ha reunido como un sólo pueblo de hermanos en Cristo, para alabanza y gloria de nuestro Dios y Padre. El Señor conoce hasta lo más profundo de nuestras entrañas. Acudamos a Él con amor para que tenga compasión de nosotros y nos salve.

El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel, al salir del destierro: «El Señor sostiene a los humildes». También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: «Dichosos los que esperan en el Señor. Alabad al Señor que Él merece todo nuestro canto y nuestra acción de gracias. Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas», como el Buen Samaritano. «Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida… Dichosos los que esperan en el Señor».

Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. «Revestíos del Señor Jesús», nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!

Toda la semana estamos escuchando a Isaías, el maestro de la esperanza. Él nos va proponiendo el programa que tiene Dios, lleno de gracia salvadora. Nos sigue llamando cada día a dejar el pesimismo y mirar con ilusión hacia el futuro. Los símiles están tomados de la vida agrícola, que todos entendían y entendemos fácilmente: Dios quiere que ya no haya lloros ni hambre, que no falte la lluvia para los campos, que las cosechas sean abundantes y no le falten pastos al ganado. El profeta nos asegura que nuestro Dios es un Dios cercano, que nos escucha y nos conoce por nuestro nombre: «Apenas te oiga, te responderá». Si andamos desorientados, oiremos muy cerca su voz que nos dice: «éste es el camino, caminad por él». «No se esconderá tu Maestro». El profeta tiene permiso para soñar. Habla a un pueblo que está desanimado, destrozado política y religiosamente. Es a los pobres y a los afligidos a quienes se dirige su palabra de ánimo, para anunciarles que Dios no les olvida, que se apiada de ellos, porque es rico en misericordia.

Pero la lectura de hoy es un canto que nos presenta una experiencia de Dios como el misericordioso, paciente y dispuesto a acoger al pecador arrepentido y converso. Algunas veces pensamos que el Señor está escondido, que no oye nuestros lamentos, que no atiende nuestras súplicas... Pero no, él está siempre allí, y llegará el momento en que, como dice el profeta, ya no tendremos que llorar, porque se apiadará de nosotros al oír nuestros gemidos, y siempre nos responderá (v. 19). Y ese día resplandecerá la luz.

«Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre» (salmo). Y si estamos heridos, o nuestros corazones están destrozados, él vendará nuestras heridas y reconstruirá lo que estaba destruido.

 

3.- Mt 9, 35-10,1.6-8 (ver domingo 11 A). -Jesús recorría todas las ciudades y villas, enseñando en sus sinagogas. Jesús gustaba de hablar al aire libre, según las circunstancias. Pero se acomodaba también a los usos tradicionales de su país. El modo oficial de enseñar consistía en tomar la palabra y hacer una exposición del tema en el interior de una Sinagoga, en el cuadro de una asamblea litúrgica del sábado.

-Predicando la "buena" nueva del reino de Dios y curando toda dolencia. Jesús "enseña"... Algo que es... ¡"bueno"! Una "buena" nueva. Jesús "cura"... ¡Es una cosa "buena"! Una "buena" acción. El Reino de Dios es a la vez una liberación del error, un progreso del hombre a la luz de la verdad que le libera... Pero es también una liberación del mal y de todo lo que oprime al hombre, es una progresión de feIicidad. Venga a nosotros Tu reino. Prolongo esta oración, aplicándola a casos concretos que conozco a mi alrededor.

La esperanza es la gran virtud del Adviento. "Éste es mi camino, andad en él; y no torzáis ni a la diestra ni a la siniestra…" nos dice el profeta Isaías (Is 30,21). Es un camino de auténtica libertad, como decimos en la oración colecta: "para liberar a los hombres de su antigua esclavitud del pecado, enviaste a tu Hijo Unigénito al mundo", y pedimos "conseguir el premio de la verdadera libertad", que viene de la esperanza puesta en el Señor: "bienaventurados los que esperan en el Señor" (del salmo 146). Jesús se compadece ante la necesidad que tiene la gente y proclama la misión apostólica: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). Al igual que a los discípulos nos lo dice hoy a nosotros, pues la palabra de Dios no es algo pasado para un momento determinado, sino que tiene vida cada vez que la meditamos, en el "hoy" se hace vida, cada día. La multitud sigue hoy desorientada, desesperanzada, tiene sed de esta auténtica libertad del Evangelio, aunque no sepan lo que buscan. Desorientados, hoy como entonces, como ovejas sin pastor, buscando con ansia la felicidad, en formas a veces equivocadas que después de la euforia dejan un rastro de abatimiento, soledad, desconfianza, egoísmo.

¡Qué grande es la libertad, cuando todo un Dios la ha de respetar aún a costa de tanto sufrimiento! Dios nos necesita como instrumentos para hacer la historia, con nuestra libertad y la de los demás. "Y habiendo convocado a sus doce apóstoles, les dio potestad sobre los espíritus inmundos, para lanzarlos y para sanar toda dolencia y toda enfermedad… a éstos envío Jesús diciendo: … id y predicad… sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, lanzad demonios"… el Señor desea hacernos instrumentos suyos para obrar milagros: "Dar luz a los ciegos –decía san Josemaría-: ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.

"El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. (... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido" (Amigos de Dios, 262). Y ayudar a los demás es el arte de las artes (diríamos corrigiendo a Aristóteles, para quien era la política), como decía S. Juan Crisóstomo: "¿qué hay comparable con el arte de formar un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven?". Es darles formación, en sus diversos aspectos: humano, doctrinal, profesional, espiritual y apostólico, y esto pone a esas personas en disposición de atender a su vez la llamada divina, y multiplicar los resultados: "Quien escasamente siembra, cosechará escasamente; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas recogerá" (2 Cor 9, 6). Jesús nos habla de la Parábola de la semilla y del grano de mostaza (Mc 4, 26-32), es decir de resultados insospechados, pero siempre hay que cuidar, en todo apostolado, que la organización no se "coma" la caridad, pues atender a cada alma es lo auténticamente importante, especialmente las enfermas física o espiritualmente, en general las necesitadas, poniendo el corazón, que es así cuando surge la confianza y la confidencia tan necesaria para abrir el alma y salir de su soledad. Atender pues al misterio de cada persona es el camino para llevar ese mandato del Señor. Al compartir los afanes, surge espontánea la orientación espiritual, el pedir consejo, la palabra que estimula, etc. En definitiva, querer con los sentimientos que albergan el corazón de Jesús y de su Madre, mirar al prójimo con sus ojos.

-Y al ver aquellas gentes, se apiadó entrañablemente de ellas, porque estaban malparadas, y decaídas como ovejas sin pastor. Así ve Jesús la humanidad: una muchedumbre desencantada, desfallecida... sin verdaderos guías ni buenos pastores que la conduzcan a verdes pastos. El Profeta Ezequiel había acusado a los pastores oficiales, a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad, de no apacentar el pueblo, sino a sí mismos... de no ejercer su cargo en beneficio de los demás, sino para su propia conveniencia... La humanidad, en todos los tiempos y en todos los países está siempre esperando. ¿Quién se levantará para servir a los demás? ¿Quién llegará a ser un buen guía, un buen responsable?

-La mies es abundante, mas los obreros pocos. Jesús ve la humanidad como un campo de trigo en sazón ondulante al soplo del viento. La cosecha está ahí, a punto. La alegría de una buena cosecha. Pero los obreros son pocos. Jesús constata con dolor la inmensidad del trabajo, ¡su trabajo! El quisiera colaboradores. ¿Quién se ofrecerá? Rogad, pues, al dueño de la mies... ¿Por qué Cristo nos pide rezar? ¿Por qué pides esto? Esto prueba que, para Jesús, la "vocación" no es solamente una cosa humana... Dios mismo es su origen, es El quien llama. ¿Hago yo esta plegaria?

-A los doce apóstoles, que Jesús había convocado, les dijo: "Id en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel..." Hay aquí una especie de limitación. Esto debió ser un sufrimiento para Jesús. No puede hacerse todo a la vez... Pero hay que empezar. Y para Dios es importante que la salvación sea primero ofrecida a los judíos, a la "casa de Israel". Entre nuestros numerosos quehaceres, es importante no olvidar esto. Lo que cuenta no es la cantidad de nuestros trabajos... sino el hacer lo que el Padre tiene previsto para nosotros... según los límites que nos sean impuestos, incluso si esta limitación es molesta. Te ofrezco, Señor, todas mis ansias misioneras, todo lo que quisiera hacer por tu Reino, y que no llego a realizar.

-Proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Es necesario que los apóstoles hagan lo mismo que hizo el Señor (Noel Quesson).

El anuncio de esperanza del profeta se cumple en Cristo Jesús. Esa luz se ha hecho visible en Jesús de Nazaret. El ha hecho realidad la oración del salmista: el Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón, de la manera como describe el evangelista la acción de Jesús, que pasó por el mundo revelando a su Padre por medio de hechos y palabras, anunciando la Buena Noticia, convirtiéndose así en la luz del mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado la llegada del Emmanuel como la luz que alumbra al pueblo que estaba en tinieblas (9, 1). Esa es la luz que esperamos con ansia en esta Navidad. Del Señor tiene que llegar una nueva luz que nos permita ver a nuestro Continente de manera diferente, con los ojos de Jesús; para que podamos descubrir su rostro en todos los hombres que nos miran con esperanza y que, tal vez, esperan de nosotros, como cristianos, que mostremos con obras lo que confesamos en nuestra fe: que todos somos imágenes de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesucristo y llamados por nuestro nombre para formar parte de la gran familia de seguidores, amigos y testimonios de Jesús (servicio bíblico latinoamericano).

Como en tantas otras páginas del evangelio, en la de hoy se ve cómo él está muy cercano y camina con su pueblo, ayuda a todos, no sólo a los que están llenos de vida, sino a los cansados, a los sumergidos en enfermedades y dolencias, a los que andan como ovejas sin pastor, y de modo particular si se trata de ovejas perdidas. Como su Padre, Jesús es rico en misericordia. Su corazón se compadece de los que sufren. No pretende aportar soluciones políticas ni económicas: lo que da Jesús a los que se encuentran con él es esperanza, sentido de la vida. Les predica la Buena Noticia. Orienta a los desorientados, como prometía Isaías. Y es éste precisamente el encargo que transmite a sus discípulos: les envía como trabajadores a la mies para que hagan lo mismo que él, que expulsen demonios, curen enfermedades y proclamen a todos la Buena Nueva de la salvación. Y que lo hagan gratis, como gratis lo han recibido. Que comuniquen esperanza a los que la han perdido.

a) Ese Dios que sana corazones destrozados, ese Cristo que se apiada de los que sufren, es quien hoy nos invita a nosotros a tener y a repartir esperanza. La humanidad sigue igual, hambrienta, desorientada, desilusionada. Si estamos desanimados, o más o menos hundidos en una situación de pecado o de tibieza, la llamada del Adviento, o sea, el anuncio de la venida de Jesús a nuestra historia, va dirigida preferentemente a nosotros. Son nuestras lágrimas las que quiere enjugar, y nuestras heridas las que quiere vendar con solicitud. Eso es Adviento y eso es Navidad. Que se repite año tras año. Si Isaías podía decir que Dios está cerca, ahora, con Cristo, esta cercanía es mucho mayor.

b) Esto, en primer lugar, nos da confianza a nosotros. Pero a la vez que buscadores de Dios, se nos invita a ser anunciadores de Dios, a comunicar nuestra esperanza a los demás. ¿Haremos el papel de Isaías en medio de nuestra sociedad? ¿anunciaremos a alguien, cerca de nosotros, la Buena Noticia de la salvación a través de nuestra cercanía y de la esperanza que le contagiamos? ¿seremos «adviento» para alguien, porque comunicamos alegría, porque cuidamos de los enfermos o de los abandonados, porque nos acercamos al que sufre o está solo? Y eso no sólo a los que son de trato agradable, sino también a los que han sido menos agraciados por la vida, menos simpáticos y cultos, menos fáciles de tratar.

c) Dios quiere vendar nuestras heridas. Pero a la vez nos encarga que nosotros también vendemos heridas a nuestro alrededor. Ahora Cristo no va por las calles curando y liberando a los posesos. Pero sí vamos los cristianos, con el encargo de que seamos adviento y profeta Isaías en nuestra familia, en nuestra comunidad, en la parroquia, en la sociedad. Y eso lo cumpliremos si a nuestro alrededor crece un poco más la esperanza, y las personas que conviven con nosotros se sienten amadas y ven cómo se les curan las heridas y se va remediando su desencanto. Si inspiramos serenidad con nuestra actitud, y sabemos quitar hierro a las tensiones, y aliviar el dolor de tantas personas, cerca de nosotros, que sufren de mil maneras. Eso es lo que hacia Cristo Jesús hace dos mil años. Y será Adviento y Navidad si vuelve a suceder lo mismo, ahora por medio de los cristianos que estamos en el mundo.

d) La Virgen María también nos da ejemplo, en las páginas del evangelio, de saber mostrarse cercana a los que la necesitan. Está contenta con el anuncio del ángel, pero corre a ayudar a su prima en los trabajos de su casa. En Caná está al quite del apuro de los novios e intercede ante su Hijo para que les proporcione vino. La Virgen creyente, y a la vez, la Virgen servicial (J. Aldazábal).

Las expectativas cristianas son universales y no pueden ser reducidas o identificadas ni siquiera con los intereses de la comunidad eclesial. Ello se pone claramente de manifiesto en la relación entre los personajes del presente pasaje evangélico. Frente a nosotros Mateo coloca a Jesús, a la gente y a sus discípulos. Ya desde el comienzo se pone de manifiesto que su principal preocupación se dirige a la situación de la multitud a la que el texto subordina la tarea que se encomienda a los discípulos. El camino de Jesús por ciudades y aldeas tiene por finalidad la proclamación de la Buena Noticia del Reino que se realiza mediante su enseñanza y su actuación. Dichas actividades se desarrollan en un ámbito marcado por la presencia negativa de la enfermedad y la dolencia. Este carácter negativo que asume el entorno provoca un sentimiento de compasión frente a una multitud necesitada de conducción y que no ha podido llegar a la realización plena de su vida. Ambas afirmaciones se expresan por medio de las imágenes de ovejas sin pastor y de una mies madura y abundante que espera el último acto, su cosecha. Dentro de esta relación se inscribe las actitudes que Jesús exige a sus discípulos en las que se pueden descubrir dos momentos. El primer momento es el de la identificación con sus sentimientos de compasión, A ello se dirige la necesidad de la petición por obreros. La oración que se manda a los discípulos debe tener como centro de atención no los propios intereses sino los de esa multitud que padece situaciones inhumanas. Ya en este primer momento, los discípulos son arrancados del ámbito de sus preocupaciones propias de todo grupo e invitados a identificarse con las preocupaciones de un Dios universal, que se presenta bajo el nombre de "Dueño de la mies". Desde este punto de partida se pasa a la capacitación de los discípulos para que puedan desempeñar la tarea que se les encomienda y que debe beneficiar a esa multitud colocada en esas situaciones desfavorables. Dicha capacitación se expresa en dos etapas: en la primera (10,1) el evangelista relata la transmisión de poderes. En la segunda (10,6-8) coloca en la boca de la Jesús las condiciones que los discípulos deben cumplir para desempeñar la tarea encomendada. En ambas se señala como característica de la misión, la lucha contra las enfermedades que aquejan al ser humano. Los discípulos reciben el poder de curar las dolencias y, a la vez, el mandato explícito de realizar esa actividad. Junto a este elemento común, se colocan otros elementos que esclarecen el sentido de la misión cristiana. En el v.1 aparece mencionada "la autoridad sobre los espíritus impuros". Estos impiden la plena realización humana y oprimen la existencia. La misión, por tanto, será entendida como una lucha contra el poder del mal presente en la vida de los seres humanos. En los vv. 6-8 se expresa lo mismo desde la perspectiva positiva del anuncio y de la realización del Reino de Dios. Dicha proclamación es el triunfo sobre todo mal existente en la vida de los seres humanos e incluye la superación de la muerte y de toda marginación como se señala en el mandato de la purificación de los leprosos. Además, se señalan el lugar de esa proclamación y el modo de su realización. Por el momento, a diferencia de lo que acontecerá después de la Pascua, los discípulos deben limitarse a Israel y se les enseña que la gratuidad es el único modo en que puede cumplirse lo exigido (J. Mateos-F. Camacho).

El buen pastor anunciado por los profetas. En la larga espera del Antiguo Testamento, los Profetas anunciaron, con siglos de antelación, la llegada del Buen Pastor, el Mesías, que guiaría y cuidaría amorosamente su rebaño. Sería un pastor único (Ezequiel 34, 23), que buscaría a la oveja perdida, vendaría la herida u curaría a la enferma (Ezequiel 34, 16). Con Él las ovejas estarían seguras y, en su nombre, habría otros buenos pastores con el encargo de cuidarlas y guiarlas. Yo soy el buen pastor, (Juan 10, 11) dice Jesús. Él conoce y llama a cada una de las ovejas por su nombre (Juan 10, 3). ¡Jesús nos conoce personalmente, nos llama, nos busca, nos cura! No nos sentimos perdidos en medio de una humanidad inmensa y sin nombre: Somos únicos para Él. Podemos decir con exactitud: Me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Ningún cristiano tiene derecho a decir que está solo: Jesucristo está con él.

Además del título de Buen Pastor, Cristo se aplica a sí mismo la imagen de la puerta por la que se entra al aprisco de las ovejas, que es la Iglesia. Jesús ha dispuesto que haya en su Iglesia buenos pastores para que en su nombren guarden y guíen a sus ovejas (Efesios 4, 11). Por encima de todos y como Vicario suyo en la tierra estableció a Pedro y a sus sucesores (Juan 21, 15-17), a quienes hemos de tener una especial veneración, amor y obediencia. Junto al Papa, y en comunión con él, a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Los sacerdotes son buenos pastores, especialmente en la administración del sacramento de la Penitencia, donde nos curan de todas nuestras heridas y enfermedades. "Cuatro son las condiciones que debe reunir el buen pastor: En primer lugar el amor: fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño. Luego, la vigilancia, para estar atento a las necesidades de las ovejas. En tercer lugar, la doctrina, con el fin de poder alimentar a los hombres hasta llevarlos a la salvación. Y finalmente la santidad e integridad de vida; ésta es la principal de todas las cualidades (Santo Tomás de Villanueva, Sermón sobre el Evangelio del Buen Pastor)"

Cada uno de nosotros necesita un buen pastor que guíe su alma, pues nadie puede orientarse a sí mismo sin una ayuda especial de Dios. Es una gracia especial de Dios poder contar con esa persona llena de sentido humano y sobrenatural que nos ayude eficazmente. Pero es importante acudir al que es verdaderamente buen pastor para nosotros, aquel a quien el Señor quiere que acudamos. Nuestra Madre nos ayudará a encontrar el camino seguro que nos conduce a Cristo (Francisco Fernández Carvajal, por Tere Correa de Valdés). La misión de los discípulos

 

Autor: P. José Rodrigo Escorza

 

Mateo 9, 35. 10, 1. 6-8

 

En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Les dijo: "Vayan más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente".

 

Reflexión

 

Cada uno de los doce fue buscado, encontrado e invitado por Jesús. Fue una llamada original y muy personal que ahora se repite a todos "colectivamente". Desde el inicio, cada uno de los apóstoles se sentirá parte de un grupo muy especial de seguidores del Maestro. Serán sus íntimos, formarán la Iglesia, la única, pues habían sido convocados por el único Maestro. Con su trabajo de evangelización y con su vida entera, ellos extenderán y prolongarán la vida y misión de Jesús en el mundo y en la historia.

 

La Iglesia Católica ha cumplido 2 milenios de darse al mundo, y de darse gratis. Pese a esta conciencia, el Papa Juan Pablo II ha pedido perdón por los errores históricos cometidos por la Iglesia. Y a pesar de todo ello ¿qué hubiera sido del mundo, de tantos hombres anónimos, de tantos otros influyentes y poderosos, si no hubieran recibido la semilla cristiana, si no hubieran conocido la ley del Amor, del perdón, de la solidaridad que Jesús nos enseñó? Es verdad, todavía se cometen muchas y graves injusticias en nuestras sociedades; pero, ¿quién puede negar que gracias al sacrificio y a la inmolación de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos, hoy somos mejores, más humanos por ser cristianos?Y hoy, por poner un ejemplo, la institución que ofrece asistencia en los cinco continentes a los enfermos del sida, a los leprosos o a los ancianos es nuestra Iglesia Católica. ¿Cuál es nuestra valoración ante tanto bien realizado? Es una labor ingente, pero aún más apremiantes son las necesidades.

 

Que su consideración nos impulse, nos llene de optimismo, gratitud a Dios y renovado interés apostólico y misionero. Somos los continuadores, aquellos que con nuestras vidas prolongaremos la obra de Jesucristo en el mundo hasta el fin de los tiempos. En la medida en que abramos nuestro corazón y acojamos la llamada de Dios, sólo entonces podremos responder con autenticidad.

 

Jesús, hoy te vuelves a compadecer de las muchedumbres, pero no por falta de pan, sino porque no tienen pastor que les enseñe la doctrina que salva, la buena nueva del Evangelio. La gente está desorientada, buscando con desesperación la felicidad, y encontrando el abatimiento, la soledad y la desconfianza, producto de su propio egoísmo.

 

La mies es mucha, pero los obreros pocos. Señor, ¿por qué? ¿Por qué hay tan pocos que te ayuden a transmitir ese mensaje de amor que vienes a traer al mundo? ¿No puedes hacer algo? Jesús, siendo Dios Todopoderoso, no puedes obligar a nadie a trabajar a tu lado, porque le estarías quitando la libertad, y sin libertad es imposible amar.

 

Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Jesús, no puedes obligar, pero sí puedes dar tu gracia a quien te la pide, o a aquél por quien otros han pedido. Y tu gracia es realmente eficaz, hasta el punto de que, como decía Santa Teresa: cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo (18). Por eso quieres que te pida que haya muchos más que trabajen para Dios, para TI: muchos más que quieran ser apóstoles en medio de las circunstancias en las que se encuentran.

 

Jesús, yo no me atrevo a pedirte nada sin antes ofrecerme para trabajar a tu lado. ¿Qué he de hacer? Ten en cuenta que no valgo mucho... Y me respondes: Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.

 

También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil, y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.

 

El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. ( ... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido.

 

Madre mía, ayúdame a ser uno de esos obreros que tu Hijo necesita para trabajar en su campo. Si amo a Cristo y le sigo sinceramente podré transmitir a otros su mensaje, a la vez que pido por más obreros, almas de apóstol, pues la mies es mucha (san Josemaría)

 

San Agustín (354-430) obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. Sobre la venida de Cristo, sermón 19: "Proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad a los enfermos:" Hermanos, oigo a algunos murmurar contra Dios en nuestros días. Dicen: 'Señor, los tiempos son duros ¡qué época tan difícil de pasar!... Hombre, tú que no te enmiendas ¿no eres tú mil veces más duro que el tiempo en que vivimos? Tú que te vas detrás del lujo, detrás de todo lo que es vanidad, tú que eres insaciable en tus pasiones, tú que quieres usar mal de lo que deseas, no obtendrás nada...

 

¡Curémonos, hermanos, corrijámonos! El Señor va a venir. Como no se manifiesta todavía, la gente se burla de él. Con todo, no va a tardar y entonces no será ya tiempo de burlarse. Hermanos ¡corrijámonos! Llegará un tiempo mejor, aunque no para los que se comportan mal. El mundo envejece, vuelve hacia la decrepitud. Y nosotros ¿nos volvemos jóvenes? ¿Qué esperamos, entonces? Hermanos ¡no esperemos otros tiempos mejores sino el tiempo que nos anuncia el evangelio. No será malo porque Cristo viene. Si nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta...

 

Hermanos, es conveniente que los tiempos sean duros. ¿Por qué? Para que no busquemos la felicidad en este mundo. Es necesario que esta vida sea agitada por las dificultades para que anhelemos la otra. ¿Cómo? ¡Escuchad!... Dios contempla a la humanidad en su miseria, agitada por sus deseos y preocupaciones de este mundo que causan la muerte del alma. Por eso viene el Señor como médico, para traernos el remedio.

¿Nos imaginamos un rebaño que se ha quedado sin su pastor? Está a merced de toda clase de peligros: salteadores, fieras salvajes, etc. Y Jesús nos dice que se compadeció de las multitudes porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Jesús ha venido a ponerse, como Buen Pastor, al frente de su Pueblo. Él vino a sanar las heridas que el pecado había dejado en nosotros. Él vino a saciar nuestra hambre de amor, de paz y de felicidad. Él se ha hecho Dios-con-nosotros, cercano a nosotros y lleno de misericordia por cada uno de nosotros. Pero Él ha enviado a sus apóstoles, con el mismo poder que Él recibió del Padre, para que continúen esa obra de ser buenos pastores, signos creíbles de Cristo, a través de la historia. Por eso la Iglesia, a la par que proclamar el Evangelio, debe preocuparse por sanar las heridas que el pecado ha dejado en muchos corazones. Si en lugar de eso aumenta el dolor de quienes le han sido confiados, no podrá llamarse, con toda lealtad, un signo del Hijo de Dios que, encarnado, ha venido a remediar todos nuestros males. Hay mucho trabajo por realizar en el mundo; hay muchas esperanzas que han de ser colmadas. No permitamos que por nuestras flojeras esa cosecha se pudra o sea pasto de ladrones que quieren aprovecharse de los demás para sus propios intereses.

El Señor se ha convertido para nosotros en el Camino que hemos de seguir, sin desviarnos, ni a la derecha, ni a la izquierda. Y ese Camino es Amar sin fronteras, sin miedos; amar hasta ser capaces de dar nuestra vida por aquellos que amamos, con tal de que lleguen a su plenitud en Cristo. La Eucaristía nos hace celebrar ese misterio de amor que Dios nos ha tenido hasta el extremo, pues, a pesar de que éramos pecadores, Él salió a nuestro encuentro para morir por nosotros para que tuviésemos nueva vida. Los que celebramos la Eucaristía no tenemos otro camino para llamarnos hombres de fe en Cristo y para alcanzar a poseer la herencia que se nos ha prometido.

Por eso, los que por la fe y el bautismo vivimos unidos a Cristo debemos, como Él, sanar los corazones quebrantados y vendar las heridas, tender la mano a los humildes y reunir en un sólo pueblo, cuya única ley sea el mandato nuevo del amor, a todos aquellos a quienes el pecado ha dispersado. Hemos de ser, así, por la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, un signo creíble de Jesucristo, Buen Pastor, que a través de su Iglesia sigue, no sólo compadeciéndose de las multitudes que viven como ovejas sin Pastor, sino expulsando de la comunidad la fuerza del mal que nos impide amarnos como hermanos; hemos de preocuparnos por los enfermos para asistirlos y procurar, por todos los medios posibles y moralmente buenos, su salud; hemos de procurar remediar las dolencias que han abierto heridas en lo más profundo de muchos corazones a causa de los desprecios, de las marginaciones, de las persecuciones injustas, de la pobreza causada por la injusticia social, de las voces enmudecidas por mentes depravadas que impiden a los inocentes clamar justicia. Si realmente somos hombres de fe en Cristo no podemos convertirnos en destructores de la paz, ni en egoístas que pisotean los derechos de los demás para lograr intereses oscuros. Cristo espera de nosotros que, brillando con la Luz de su amor infundido en nosotros, logremos, ya desde esta vida, que el reino del mal desaparezca y que comience, ya desde ahora, a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, de prepararnos para la venida del Señor no sólo escuchando su Palabra, sino poniéndola en práctica, para que el Señor encuentre una digna morada en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).

La Iglesia peregrina por este mundo. No le son ajenas las enfermedades, las injusticias, las pobrezas y los pecados de todas las gentes. Sabe que hay mucho que salvar, que hay muchas heridas que sanar, que hay muchos egoísmos y esclavitudes de las que necesitan ser liberadas muchas personas. No podemos quedarnos contemplando el mal que hay en el mundo. El Señor ha salido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Los que creemos en Él no podemos conformarnos sólo con arrodillarnos en su presencia. Es necesario tomar nuestra propia cruz de cada día y estar dispuestos a sacrificarnos, a orar y a trabajar para que a todos llegue la vida nueva que nuestro Padre Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros. La mies es mucha y los trabajadores pocos. Ojalá y todos los que nos decimos parte de la Iglesia de Cristo realmente trabajemos para que el Evangelio, tanto sea anunciado como vivido por cada vez más personas. No nos quedemos en una fe intrascendente. Vivamos comprometidos con el Señor y su Evangelio si realmente creemos en Él, y hemos hecho nuestras su Vida y su Misión salvadora.

El Señor nos ha convocado en este día para enviarnos, con todo su poder salvador, a trabajar por su Reino, en medio de las realidades y ambientes en que se desarrolle nuestra vida. No vamos sólo iluminados con los estudios, tal vez eruditos, que hayamos realizado sobre el Evangelio, y los métodos para evangelizar. Vamos con el Poder y la Fuerza que nos viene de lo alto, después de haber convivido con el Señor. Por eso este momento de gracia, que estamos viviendo en esta Eucaristía, es para nosotros el más importante; pues en Él entramos en contacto con el Señor y hacemos realidad nuestra comunión de vida con Él. Su Palabra nos ha enseñado el camino que nos conduce a Él, y en el cual hemos de vivir sin falsas interpretaciones, acomodadas a nuestros gustos e inclinaciones, pues no debemos inclinarnos ni a derecha ni a izquierda, sino ser fieles a las auténticas enseñanzas del Señor, transmitidas a nosotros e interpretadas auténticamente por los apóstoles y sus sucesores. Preparándonos para el nacimiento de Cristo, seamos nosotros mismos los que dejemos que el Señor, que su Palabra, tome carne en nosotros, para después podernos convertir en auténticos testigos suyos.

La Iglesia de Cristo no puede ser una Iglesia instalada en sus propias comodidades y poltronerías. No podemos quedarnos contemplando la destrucción de los auténticos valores del hombre; no podemos ser indiferentes ante las injusticias y violencias de que son víctimas muchas personas inocentes. No podemos cerrar los ojos ante la pobreza, ante el hambre y la desnudez, que padecen grandes sectores de la humanidad. No podemos dar la espalda ante el pecado que va carcomiendo muchas conciencias, y haciendo, de quienes lo padecen, personas destructoras de sí mismas y de los demás. El Señor nos envía para que vayamos, busquemos y salvemos todo lo que se había perdido; para que busquemos a las ovejas que se descarriaron en un día de tinieblas y nubarrones. No tengamos miedo, ni siquiera a los que matan el cuerpo. El Señor está y va con nosotros; Él quiere continuar realizando su obra salvadora por medio nuestro. Dejemos que el Espíritu de Dios nos posea, y que sea Él el que, por medio nuestro, lleve a cabo su obra de salvación en el mundo. Estemos siempre dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, y a ponernos en camino para continuar la obra de salvación, que Dios ha iniciado entre nosotros por medio de su Hijo, nacido de María Virgen, para conducirnos al Padre. Esa es la misma misión de la Iglesia. Ojalá y la vivamos con toda la seriedad que requiere una fe verdadera, depositada en Cristo.

Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a la Misión Salvadora que Él ha confiado a su Iglesia. Amén (Homiliacatolica.com).

En el canto de entrada decimos anhelantes: «Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22,12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V). Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El «pan de la aflicción» y «el agua de la tribulación» son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rom 8,28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia. Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, «que curará nuestras heridas». ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.

Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.

Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. «A Ti levanto mi alma». Tal es el clamor  que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando: «Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: "¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes"... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu,  a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa» (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3; cf Manuel Garrido).

Viernes de la 1ª semana de Adviento. “Jesús les dice… ‘Hágase en vosotros según vuestra fe’. Y se abrieron sus ojos”: La fe para acoger la luz de Dios. Aquel día, verán los ojos de los ciegos la luz: Jesús cura a dos ciegos que creen en él

Viernes de la 1ª semana de Adviento. "Jesús les dice… 'Hágase en vosotros según vuestra fe'. Y se abrieron sus ojos": La fe para acoger la luz de Dios. Aquel día, verán los ojos de los ciegos la luz: Jesús cura a dos ciegos que creen en él

 

Isaías 29.17-24. Así dice el Señor: «Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel; porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente.» Así dice a la casa de Jacob el Señor, que rescató a Abrahán: «Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza.

 

Salmo 26,1.4.13-14. R. El Señor es mi luz y mi salvación.

El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

 

 

Texto del Evangelio (Mt 9,27-31):   Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.

 

Comentario: 1. 1.- Is 29,17-24. "Mirad este país que Yahvé dio a vuestros padres..." La injusticia y la opresión reinan en todas partes; la administración está corrompida, y los pobres no disponen de recurso alguno contra la arbitrariedad. En efecto, un "tirano", es decir, la pandilla de los bien provistos y de los consejeros regios, tapa la iniquidad de las sentencias dictadas por los tribunales del rey. Ya no se presta atención a la palabra de Dios; por el contrario, los aduladores están bien instalados. ¿Es ése el reino de la justicia y de la santidad? Pero Dios va a derribar a los que así se mofan de él. La transformación será radical. El Líbano llegará a ser como el Carmelo; el bosque soberbio no será más que un huerto. Entonces los ciegos verán y los sordos oirán; entonces los pobres exultarán en el Señor. Fiel a sus promesas, Yahvé habrá borrado la vergüenza de la casa de Jacob (com. de San Terrae).

-El ojo del profeta vislumbre como cercana la salvación total. Esta salvación está ya presente en el corazón de los que esperan aunque no aparezca en el orden externo. Se la entiende como liberación de la pobreza de la tierra, de toda tara personal, de todo abuso social. Será un vuelco total que sufrirá la creación entera y nuestro propio corazón cuando llegue la hora. Cuando triunfe el Mesías, cuando llegue su Reino y todo sea transformado y el mundo redimido, no podrá existir el mal en ningún sentido. Tanto el mal cósmico como el humano habrán desaparecido. Todos escucharán y todos verán porque todos vivirán pendientes de la palabra de Yavhé, de su voluntad salvífica.

Página profética, que expresa la espera de la humanidad. Página poética, toda ella llena de imágenes concretas y sugestivas. No olvidemos que esos oráculos de Isaias, en el texto hebreo, no están escritos en prosa, sino en verso: son «poemas» líricos.

-Dentro de poco tiempo, muy poco, y el Líbano se convertirá en vergel. Una «selva» que, de súbito, se convierte en "vergel". ¡Todos los árboles improductivos se ponen a dar frutos! Sí, en los tiempos mesiánicos, la naturaleza misma se asocia a la gran renovación de los corazones humanos. Promesa de felicidad total. Sentido de la creación que participa a los decaimientos y a los enderezamientos del hombre.

-Aquel día, los sordos oirán las palabras del libro y saliendo de la oscuridad y las tinieblas los ojos de los ciegos verán. El profeta-poeta ha escogido dos de las más dramáticas deficiencias humanas y simbólicamente nos anuncia la liberación de «todos» los achaques. Me detengo a evocar en mi memoria los achaques y sufrimientos de aquéllos que conozco... No para aumentar mi visión pesimista del mundo, sino para sentir mejor la belleza y la originalidad de la buena nueva que se nos anuncia en ese día.

-Los humildes volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se regocijarán en Dios, el santo de Israel. Señor, ayuda a todos los que sufren esperando "aquel día" que nos has prometido. ¡Que venga aquel día! Mensaje de esperanza para los humildes y los pobres. Estas son, por adelantado, las palabras mismas del Magnificat. María, toda ella, estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos diariamente. Ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como madre lo enseñó a Jesús. Un pueblo entero, alimentándose de esa Palabra, esperaba la era mesiánica. María debió «exultar» cuando vio a su hijo «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos». El Mesías ha venido. La era mesiánica ha comenzado y ¡ha llegado el tiempo anunciado por los profetas! Y, no obstante, son todavía muchos los pobres que sufren y gimen, y ¡que están muy lejos de exultar! ¿Soy de los que trabajan esforzadamente para que la miseria vaya desapareciendo?

-Porque habrá llegado el fin de los tiranos... Los que se burlan de Dios, desaparecerán... Y serán exterminados todos los que desean el mal... En adelante, Jacob no se avergonzará. Ciertamente esto es lo que esperan los pobres de todas las épocas: no ser aplastados, ni explotados, ni despreciados. Ante todo reclaman su dignidad «¡no sentirse avergonzados!» ¿Presto atención a los más pobres que yo? ¿a los que, comparativamente, podrían avergonzarse ante mí? ¿qué puedo hacer para ayudar a la promoción colectiva de los más desheredados? ¿para reducir las diferencias enormemente escandalosas entre las situaciones? ¿Cuáles son mis compromisos al servicio de los demás? Igualmente me interrogo sobre mi plegaria al servicio de los demás (Noel Quesson).

La apostasía de Israel está en su culto insincero, puramente externo. Mientras habla de Dios con las palabras y con los labios, su corazón permanece lejos de él. Dios prepara un castigo que sus sabios no han sabido prever (13-14). La violación de los derechos morales, los contravalores éticos no son tan graves como la pretensión de poder engañar a Dios: «¡Ay de los que ahondan para esconderle sus planes a Dios! Hacen sus obras en la oscuridad, diciendo: ¿Quién nos ve, quién se entera?» (15). En los vv 18-24 el profeta vislumbra la restauración de Israel, su recuperación integral. El pobre se alegrará porque se acabarán la tiranía y la injusticia. Israel no volverá a ser despreciado porque cesarán la infidelidad y la desobediencia. Esta reacción positiva viene de los pobres: son los que tienen el coraje de fiarse de Dios, de saber descubrir el signo de su presencia. Los pobres manifiestan la sabiduría de la fe.

Dios es soberano y sigue su propio camino: «Fracasará la sabiduría de sus sabios, y la prudencia de sus prudentes se eclipsará» (14). Este comportamiento lo glosa bellamente Pablo: "De hecho, el mensaje de la cruz de Cristo es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, para nosotros, es un portento de Dios, pues dice la Escritura: Perderé la sabiduría de los sabios y anularé la cordura de los cuerdos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el estudioso de este mundo? ¿No ha demostrado Dios que el saber de este mundo es locura?" (1 Cor 1,18-20). Ante la actuación soberana de Dios, que escapa absolutamente a todo juicio humano, la sabiduría de este mundo se nos muestra impotente y ridícula. La auténtica sabiduría está solamente allí donde está Dios y Dios se encuentra cerca de la paradoja, de la insignificancia de la cruz de Cristo. ¿Qué valor puede tener, por tanto, una sabiduría que justamente rechaza la cruz? Cuando el creyente triunfa en vencer el escándalo de los signos humildes, se decide por la verdad oculta de Dios, y entonces siente la palabra de la cruz como fuerza de Dios (F. Raurell).

No cerremos nuestros ojos ante las inmoralidades, ante los engaños, ante las injusticias, ante la corrupción que reina en muchos ambientes. Por todas partes las personas se ven bombardeadas por una serie de requerimientos que les invitan a abandonar el camino del bien para dedicarse a la maldad, bajo el engaño de encontrar la felicidad. Sin embargo esos caminos sólo dejan a la persona cada vez más deteriorada, y vacía de los auténticos valores que le dan sentido a la plena realización de su vida. ¿Realmente estará a punto de convertirse nuestro mundo en un vergel en el que broten abundantes frutos de amor, de salvación, de santidad, de justicia y de paz? Nosotros, los que creemos en Cristo Jesús, hemos de ser los primeros responsables en darle una nueva orientación a nuestra vida y a nuestro mundo. No vivamos en radicalismos de fe inútiles que nos podrían llevar, o a encerrarnos en nosotros mismos queriendo evitar el contaminarnos con los pecadores para que no nos envuelvan ni nos lleven tras de sí, o el querer erradicar el mal acabando con los malvados. El Señor nos quiere, no separados del mundo, sino viviendo en Él como un fermento de santidad que, con una actitud comprensiva y misericordiosa, nos lleve a esforzarnos en ayudar a todos a desembarazarse de toda aquella carga de maldad que les oprime, y puedan vivir en un auténtico amor a Dios y a su prójimo. Entonces, sólo entonces, irá surgiendo realmente una humanidad renovada en Cristo Jesús.

El mal no desaparece cuando a los enfermos, sino erradicando la fuente de la enfermedad, los focos de infección. ¿Queremos que haya más justicia y que la pobreza quede erradicada en el mundo? No basta darles voz a los desvalidos, ni socorrer a los pobres. Es necesario que la Palabra de Dios penetre hasta lo más íntimo de aquellos cuyo orgullo ha desviado su corazón y son los causantes de todos estos males. Es necesario confrontar la propia vida con la Palabra de Dios para que los extraviados entren en razón y los inconformes acepten las enseñanzas que nos vienen de Dios. El Hijo de Dios ha sido enviado a nosotros para que, viendo sus acciones, aprendamos a ir por el camino que Él nos mostró y, no sólo con las palabras, sino con las obras y la vida misma, santifiquemos su Nombre entre nosotros. Dios espera de nosotros que no cerremos nuestros ojos, ni taponemos nuestros oídos ante la salvación que nos ofrece. Él nos quiere hombres de fe para convertirnos en un reflejo de su amor para todos los hombres.

 

2. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en la venida de nuestro Señor Jesucristo, para estar continuamente en su presencia. Por eso, nos armamos de valor y fortaleza y, sin descuidar nuestro trabajo en las realidades temporales de nuestra vida diaria, nos esforzamos, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, que habita en nosotros, en poder llegar a vivir en la casa del Señor todos los días de nuestra vida. Dios nos ha favorecido por medio de su Hijo Jesús, mediante el cual nos llama para que seamos hijos suyos. Escuchemos hoy su voz y no endurezcamos ante Él nuestro corazón.

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Confiemos en el Señor. Mas no por eso pensemos que el Señor hará su obra de salvación sin considerar nuestra fe, nuestra disposición a hacer su volunta y a caminar conforme a sus enseñanzas. En el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.

 

3. La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento. En la carta encíclica "Salvados en la esperanza", Benedicto XVI dice que "podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito". Hemos de procurar aliviar el sufrimiento, pero el objetivo va más allá, sobre todo cuando no puede quitarse el dolor y hay que transformarlo.

Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: "ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior", pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: "¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?", la búsqueda del "ciego y turbulento amor a los espectáculos" es una forma de suplir esa carencia vital.

Estamos viendo estos días cómo el Señor, en cumplimiento de las profecías de Isaías (cf. Lc 4,16ss; Is 61,1-2) cura a los enfermos y les da la libertad: "a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos". En este viernes de la primera semana de Adviento, la primera lectura nos muestra al profeta Isaías proclamar a Jesús que vendrá, y entonces "desde las tinieblas y oscuridad verán los ojos de los ciegos" (Isa 29, 17-24). También se nos dice: "El Señor es mi luz y mi salvación" (Salmo 26). No sólo en los problemas materiales, sino también en esa ceguera interior, para la que nos pide fe: los dos ciegos que siguen a Jesús les piden curación, misericordia, y el Señor les pregunta si tienen fe en que Él puede curarlos. En muchos otros lugares del Evangelio se recoge esta llamada a la fe, para poder obrar los milagros (cf. F. Fernández Carvajal, "Hablar con Dios", la meditación del día de hoy).

La clave para aumentar la fe, en el sufrimiento, es la que nos indica Benedicto XVI en la citada encíclica: "La oración como escuela de la esperanza". Cuenta que "Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados." Así logramos esta fe, necesaria para obtener lo que deseamos, aun de un modo mejor que el que deseamos, y es el que Dios quiere; pero el camino es ensanchar nuestro corazón, para poder albergar ese don, esa luz para poder ver.

 

3.- Mt 9, 27-31 (ver domingo 30B). ¡Qué fácil es hacer que se condene a los pobres y a los sencillos que ni siquiera conocen sus derechos! Les arrojas un poco de polvo a los ojos y quedan cegados y entregados en manos de quienes no buscan más que hacer caer a los inocentes. Ya se puede recitar ante ellos el libro de la ley: para ellos no pasa de ser letra muerta. ¿Quién les dará la clave para poder orientarse? Generación tras generación, así se burlan de Dios y de los hombres los tiranos. Tiranía que aquí y allá reviste aspectos gigantescos, en los que pueblos enteros son humillados; pero tiranía asimismo insidiosa que, en pequeña escala, se conforma con hacer tropezar, uno a uno, a los pequeños. "¡Mentid, mentid... siempre queda algo!".

"Un poco de tiempo todavía, dice el profeta, y todo eso va a cambiar". Pero los pobres se preguntan: ¿cuándo va a ser eso? Y su noche se alarga... hasta un día en que por el camino pasa alguien que les dice simplemente: "¿Crees que puedo hacer eso por ti?"

Entonces Jesucristo abre los ojos a los ciegos. Es el final de los tiranos. ¿Cómo? Jesucristo explica a cada hombre la dignidad de serlo, y basta con que un hombre alce la cabeza ante el opresor para que quede derrotada la tiranía, pues ésta no ha alcanzado su objetivo, que no era otro que degradar al hombre. Jesucristo explica al mundo el amor de Dios, y basta un vislumbre de amor para que el poder y la maldad sean vencidos.

"Un poco de tiempo todavía, muy poco tiempo, dice el Señor". Hermano, déjale a Dios abrir tu corazón, y verás cómo tu pobreza es un manantial de felicidad. Sólo que no vayas a contárselo a todo el mundo: ¿quién te comprendería? Hace siglos que los tiranos creen que dirigen el mundo: pobres ciegos... Con los ojos abiertos cuanto pueden, no ven más que tiniebla. Pero para nosotros ha despuntado el día: el día de una luz interior (com., Sal Terrae).

El Mesías ya ha venido y "abrió los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos". La era mesiánica ha comenzado y ha llegado el tiempo anunciado por los profetas. Pero aún somos muchos los que no creemos de verdad en "aquel día que se nos ha prometido". Creemos que es mayor el pecado del mundo que la fuerza salvadora de Jesús. Creemos que el "misterio de iniquidad" es más poderoso que el misterio de la gracia. Creemos que el egoísmo es de nuestro corazón es un muro tan impenetrable que no lo puede traspasar el Señor resucitado.

-¿Creéis que puedo hacerlo?

-Ten compasión de nosotros.

La comunión es la prenda de que Cristo puede transformar "nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo".

-Jesús iba de camino... Dos ciegos le salieron al encuentro gritando... Me paro un instante a imaginar esta escena concreta como si yo asistiera también. ¿Qué tipo de plegaria me sugiere esta escena? Me pone de nuevo en el tema de la espera, del adviento. Hombres, mujeres, jóvenes, niños... a mi alrededor esperan algo de mí. Todos no gritan, pero su grito es quizá interno. El "grito" es un signo. Signo de una necesidad muy fuerte, de un sufrimiento muy intenso, signo de una sensibilidad afectada a lo vivo. Una necesidad fuertemente sentida, ni que sea solo de tipo humano, (sufrimiento físico o moral, ansia de pan o de amistad, aspiración a una vida mejor), puede ser el punto de partida, el inicio, de una búsqueda de Dios.

-"¡Hijo de David, ten compasión de nosotros!" Su plegaria es muy simple: es su grito, grito que brota de su sufrimiento. Mi plegaria, también debería ser a veces simplemente esto: la expresión sincera de que algo no marcha bien en mí, alrededor de mí... mi sufrimiento... los sufrimientos de los que yo soy el testigo... "Ten compasión de nosotros, Señor. Kyrie eleison." En cada misa, se nos sugiere a menudo este tipo de plegaria. Sabemos darle un contenido concreto: plegaria de intercesión. Al decir "Hijo de David", los dos ciegos reconocen a Jesús un título mesiánico. Tú eres aquel que ha de venir, aquel que ha sido prometido por los profetas.

-Luego que llegó a su casa, se le presentaron los ciegos. Jesús parece haber querido poner a prueba su plegaria: de momento no les contesta. A menudo, Señor, nos da la impresión de que Tú no nos oyes. Imagino la escena que se prolonga: los dos ciegos que se apegan a El, que continúan siguiendo a Jesús por la calle, que continúan gritando, rogando... hasta la casa, y entran con El.

-Jesús les dijo: "Creéis que puedo hacer eso que me pedís?"

-"Sí, Señor". Jesús interroga. Quiere asegurarse de la autenticidad de su fe. Desea purificar esta Fe. La necesidad humana que está en el origen de su plegaria podría no ser sino el deseo de un milagro... para sí mismos, para ellos dos. Y esto tiene ya su importancia, lo hemos visto. Y Dios lo escucha. Es un punto de partida, ambiguo, pero tan natural... Jesús, con su pregunta, trata de hacerles progresar hacia una fe más pura: elIos pensaban en "sí mismos"... Jesús les orienta hacia su propia persona, hacia El. "~Creéis que yo puedo hacer esto? Jesús les pregunta si tienen Fe. Don de Dios; el milagro que se dispone a hacer no es una cosa automática ni mágica. Los sacramentos no son actos mágicos: los sacramentos requieren Fe. Lo que me llama la atención Señor, es el respeto que tienes a la libertad del hombre: Suscitas en ellos la espera, el deseo, la fe... No quieres forzar... hace falta una cierta correspondencia, en el hombre, para que Tú le colmes.

-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según vuestra fe, así os sea hecho. Sí, Tú no has obligado. Has esperado y has suscitado su Fe. "Así se haga, según vuestra Fe." Señor, aumenta en nosotros la Fe.

-Se les abrieron los ojos, mas Jesús les conminó diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Ellos, sin embargo, al salir de allí, lo publicaron por toda la comarca. Ese secreto que Jesús les pide pone de manifiesto que no desea levantar un entusiasmo superficial. No es lo sensacional ni lo prodigioso lo que cuenta (Noel Quesson).

Es una estampa muy propia de Adviento la de los dos ciegos que están esperando, y cuando se enteran que viene Jesús, le siguen gritando: «ten compasión de nosotros, Hijo de David». Dos ciegos que desean, buscan y piden a gritos su curación. Tal vez no conocen bien a Jesús, ni saben qué clase de Mesías es. Pero le siguen y se encuentran con el auténtico Salvador, quedan curados y se marchan hablando a todos de Jesús. Como tantas otras personas que a lo largo de la vida de Jesús encontraron en él el sentido de sus vidas. Una vez más se demuestra la verdad de la gran afirmación: «yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas».

a) El Adviento lo estamos viviendo desde una historia concreta. Feliz o desgraciada. Y las lecturas nos están diciendo que este mundo nuestro tiene remedio: éste, con sus defectos y calamidades, no otros mundos posibles. Que Dios nos quiere liberar de las injusticias que existen ahora, como en tiempos del profeta. De las opresiones. De los miedos. Cuántas personas están ahora mismo clamando desde su interior, esperando un Salvador que no saben bien quién es: y lo hacen desde la pobreza y el hambre, la soledad y la enfermedad, la injusticia y la guerra. Los dos ciegos tienen muchos imitadores, aunque no todos sepan que su deseo de curación coincide con la voluntad de Dios que les quiere salvar.

b) Pero nos podemos hacer a nosotros mismos la pregunta: ¿en verdad queremos ser salvados? ¿nos damos cuenta de que necesitamos ser salvados? ¿seguimos a ese Jesús como los ciegos suplicándole que nos ayude? ¿de qué ceguera nos tiene que salvar? Hay cegueras causadas por el odio, por el interés materialista de la vida, por la distracción, por la pasión, el egoísmo, el orgullo o la cortedad de miras. ¿No necesitamos de veras que Cristo toque nuestros ojos y nos ayude a ver y a distinguir lo que son valores y lo que son contravalores en nuestro mundo de hoy? ¿o preferimos seguir ciegos, permanecer en la oscuridad o en la penumbra, y caminar por la vida desorientados, sin profundizar en su sentido, manipulados por la última ideología de moda?

El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a permanecer en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros.

La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús».

c) Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Kyrie, eleison. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal).

El breve pasaje de Mateo que leemos hoy, nos presenta la escena de los dos ciegos que siguen a Jesús pidiéndole que los cure. Lo llaman, llenos de fe y de esperanza, "Hijo de David", es decir, Mesías, enviado de Dios. Da a entender el evangelista que Jesús no los curó inmediatamente, que esperó a llegar a la casa adonde se dirigía y que además los interrogó sobre su fe. Parecería que fue la fe, no el simple contacto de la mano de Jesús, lo que curó a los ciegos. La fe que es confianza incondicionada de que el bien vence al mal, de que Dios es más grande que nuestros males, nuestros egoísmos y nuestras ruindades. Jesús exige a los ciegos curados que no divulguen el milagro. ¿Acaso fue hecho en secreto? ¿No hubo testigos que seguramente contarían a otros la maravilla acontecida? Tal vez Jesús no quiere la falsa propaganda, ser equiparado a un simple curandero, ser recibido por el interés en sus poderes. Pero los ciegos no pueden callar; dice Mateo que divulgaron la noticia por toda la comarca. No la noticia del milagro, sino la noticia de que podíamos encontrarnos con alguien tan compasivo y misericordioso, alguien tan poderoso, que sería capaz de curar nuestra ceguera y nuestra sordera, de asumir la defensa de los pobres y los oprimidos y de castigar a los jueces y gobernantes corruptos.

Todo esto quiere decir que se hacen realidad las palabras de Isaías escuchadas en la 1ª lectura. Esta es una convicción que se nos quiere inculcar en este tiempo de Adviento: que en Cristo, cuyo nacimiento estamos próximos a celebrar, se realizan las más grandes esperanzas de la humanidad, las promesas que Dios hizo al pueblo elegido, los anhelos de bien y de amor que anidan en todos los seres humanos de buena voluntad (J. Mateos-F. Camacho).

La liturgia de Adviento ha recurrido a este pasaje evangélico con el fin de esclarecer uno de los aspectos de la actuación del Mesías esperado. Para ello se nos coloca frente al cumplimiento de una de las profecías más significativas sobre los tiempos prometidos: la curación de la ceguera, la restitución de la vista a ciegos, como se consigna también en la primera lectura.

La comunidad cristiana vive de la convicción de que el futuro depende de la acción de Dios que desea el bien de la Humanidad. Los tiempos mesiánicos producen una transformación de toda la realidad que recupera la finalidad original para la que ha sido creada. Las tinieblas cederán su paso a la luz, la injusticia sucumbirá ante la justicia de Dios que se revela en plenitud a los seres humanos.

Esta expectativa no se coloca exclusivamente en el futuro temporal de la existencia sino que ha comenzado a ser operante en la realidad con la actuación histórica de Cristo que, aunque colocada en el pasado, representa la realización de las posibilidades a las que el ser humano está llamado.

Por ello, en la curación de los dos ciegos, más que una simple sanación física, debemos ser capaces de descubrir la transformación que produce ya ahora en el ser humano la acción de Jesús de Nazaret.

Las fuerzas de los imperios ocupantes fueron entendidas en el pasado de Israel como una acción caótica en que se podía descubrir la acción de las tinieblas que se habían adueñado de la tierra y del ser humano. Este dominio de las tinieblas ha producido la ceguera de la existencia humana, la incapacidad de distinguir la realidad y de asignarle su sentido.

Por ello, los dos ciegos que aparecen en el pasaje representan al pueblo israelita doliente y necesitado de compasión, al que pertenecen estas personas como se revela en el título de "Hijo de David" con que se dirigen a Jesús.

Sin embargo, ese título no expresa adecuadamente toda la realidad de Jesús. Es necesario que se abran a un reconocimiento más profundo, el de la fe que les lleva a proclamar a Jesús como el Señor y a un acercamiento fruto del caminar hasta su "casa" (v.29).

La fe produce en los ciegos una liberación de la esclavitud de las tinieblas. En ellos la acción de Dios se manifiesta como revelación de un nuevo éxodo y de un nuevo acto creador capaz de separar la luz de las tinieblas y , por lo mismo, de la recuperación de la capacidad de visión.

Los ciegos obtienen así la misma respuesta que había obtenido el centurión en 8,13 y en ambas respuestas se hace patente el cumplimiento de las promesas ligadas a la fe.

Sin embargo, hay una diferencia entre uno y otro caso. Aquí Jesús prohíbe divulgar lo acontecido a fin de evitar que Israel, al que los ciegos pertenecen, pueda interpretar la curación desde una perspectiva de un Mesías nacionalista entendido exclusivamente como el Hijo de David.

El encuentro con Jesús, por tanto, debe significar para cada integrante de la comunidad cristiana una liberación de la ceguera y la entrada en el ámbito de una libertad, capaz de superar todo exclusivismo producto de intereses de razas o de grupos (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).

Jesús realizó muchos signos mediante los cuales nos manifestó que en Él se estaban cumpliendo las promesas mesiánicas. Jesús nos dejó muy en claro el camino que hemos de seguir nosotros, sus discípulos; esto lo ha hecho de un modo especial en el así llamado, sermón de la montaña. Pero se acerca la hora de su entrega, en amor hasta el extremo, por nosotros. Unos ciegos, sin nombre, representando a la humanidad que ha caminado en la oscuridad provocada por el pecado, ante las palabras y las obras de Jesús, perciben que el Hijo de David, prometido por Dios, ha llegado a nosotros como poderoso salvador, para hacérnoslo contemplar, no sólo con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe. Él ha venido como salvador nuestro, y, a pesar de nuestros muchos pecados, en Cristo encontramos el camino que nos reconcilia con Dios y nos salva. Pero no basta llamarle con los labios Hijo de Dios, o Mesías, o Hijo de David, o Señor. Hay que permitirle reconciliarnos con Dios y con el prójimo, y dejar que haga su obra de salvación en nosotros. ¿Creemos que puede hacerlo? La respuesta a esta pregunta no se da con los labios, sino con la sinceridad de quien en verdad se deja moldear en las manos de Dios, como el barro tierno se deja moldear por las manos del alfarero, hasta que nos haga llegar a la perfección de su propio Hijo, enviado por Él a nosotros como Salvador, y como el único Camino que nos lleva hacia la perfección del mismo Dios.

A pesar de que muchos pudieran poseer grandes cantidades de bienes materiales, o poder temporal, sin embargo todos venimos a esta Eucaristía conscientes de que muchas veces hemos estado ciegos para Dios y ciegos para hacer el bien a nuestro prójimo. Esta ceguera que puede compararse también con la pobreza, con la falta de un auténtico amor, nos hace presentarnos ante el Señor con la sencillez y humildad que nace de un corazón que busca al Señor para dejarse llenar de Él y de las auténticas riquezas que le darán sentido a nuestra vida. Dios quiere que abramos los ojos, tanto para contemplarlo a Él y amarlo sobre todas las cosas, como para contemplar a nuestro prójimo y no pasar de largo ante sus necesidades en todos los niveles. La Eucaristía, a la que el Señor nos ha convocado, nos une a Cristo y nos compromete a trabajar por su Evangelio, por su Reino, por hacer el bien a todos, amándolos como el Señor nos ha enseñado en su entrega sacrificial por nosotros.

Jesús nos ha invitado a seguirlo cargando nuestra cruz de cada día. Él no se dirige a la muerte, sino a la posesión de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre; aun cuando para llegar a ella deba padecer y pasar por la muerte. Si queremos ir tras de Él para llegar hasta donde nos ha precedido Aquel que es nuestro Principio y Cabeza, no podemos caminar con los ojos ciegos a causa de nuestras esclavitudes al pecado. Quien ha tomado en serio su seguimiento de Jesús ha de reconocerlo como Dueño y Señor de su vida, de tal forma que esté dispuesto a escuchar en todo su Palabra y ponerla en práctica. No puede, por tanto, un hombre de fe, conformarse con sólo darle culto al Señor, sino esforzarse por construir el Reino de Dios ya desde este mundo; Reino en el que el amor a Dios y al prójimo tenga la primacía. Entonces podremos vivir como hermanos, y no pasaremos de largo ante los pecados, ni ante las necesidades de nuestros hermanos. Quien vive destruyendo la paz, quien en lugar de darle seguridad al mundo desestabiliza la vida social, no puede, por ningún motivo llamarse hijo de Dios y, mucho menos, puede pensar que, cargando su propia cruz, se encamina a poseer la Gloria a la que Cristo nos llama; más bien tendría que decir que aún vive ciego, cegado por sus egoísmos y por sus miradas miopes acerca de lo que es la verdadera paz y el auténtico amor fraterno.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de reconocer con humildad nuestras propias miserias y egoísmos, para que, dejándonos transformar por el Espíritu de Dios, seamos criaturas nuevas que, siguiendo las huellas de Cristo, demos a nuestro mundo el rumbo del auténtico amor, y seamos capaces de caminar unidos hacia la posesión de los bienes definitivos. Amén (www.homiliacatolica.com).

Jesús, otro milagro. Los milagros son un medio para mostrar tu divinidad: Nadie tiene poder sobre la naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios está presente (card. Newman). Pero cómo cuesta arrancártelo. Durante tus años de vida pública te resistes a hacer milagros: sólo los realizas cuando hay una razón suficiente.

No quieres llamar la atención de los jefes judíos, pues sabes que los milagros, al mostrar tu divinidad, pueden ponerte en peligro de muerte. Por eso procuras que no se divulgue la curación: Jesús les ordenó severamente: Mirad que nadie lo sepa. Al igual que en ese otro milagro en las bodas de Caná, cuando le dijiste a tu madre: todavía no ha llegado mi hora, te resistes a hacer cosas extraordinarias.

Sin embargo, Jesús, acabas realizando el milagro. Y Tú mismo explicas por qué: Según vuestra fe así os suceda. Y se les abrieron los ojos. Estos dos ciegos creían en Ti. Por eso venían siguiéndote y gritándole: Ten piedad de nosotros, Hijo de David. Su fe es capaz de arrancarte cualquier favor. Yo también necesito que me ayudes. Ten piedad de mí, Jesús, que tantas veces no estoy a la altura de lo que me pides. Mi egoísmo, mis caprichos, mis gustos, mis planes, me ciegan y no acabo de ver tu voluntad. Ten piedad y ábreme los ojos del espíritu para que te vea, para que te desee, para que quiera hacer lo que me pides.

Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.

-Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo [san Josemaría].

Jesús, quiero prepararme para tu nacimiento, y me doy cuenta de que me falta mucha visión sobrenatural: ver las cosas como Tú las ves. Las veo todavía según mis intereses: ahora tengo que estudiar y que nadie me moleste; ahora me debo un rato de música; mi deporte nadie lo toca; este programa no me lo puedo perder; etc...

Tú me conoces: aún me falta mejorar mucho. Lo único que me pides es la humildad de reconocerlo, y lucha para rectificar. Acercarme más a Ti y, si hace falta, pedirte a gritos, como los dos ciegos: ten piedad de mí. Y la manera de pedirte las cosas es: con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.

Jesús, me preguntas: ¿Crees que puedo hacer eso? Te respondo: Sí, Señor. Tócame los ojos de mi corazón para que vea cómo servirte más y mejor cada día. Y aunque es muy difícil moverse a oscuras, Tú me pides que te siga primero un poco a ciegas, fiándome de Ti, como te siguieron estos dos ciegos antes de darles la vista. Si los dos ciegos hubieran esperado a ver todo clarísimo antes de dar un paso, no lo hubieran dado nunca, ni tampoco se hubieran curado.

Igualmente, si espero a ser más generoso hasta entenderlo todo perfectamente, no aprenderé a ser generoso ni tampoco llegaré a entender nada. Que me decida, Jesús, a empezar a caminar: a seguirte más de cerca, a tener más vida interior, a rezar más, a santificar el trabajo día a día. Si lo hago así, me darás la visión sobrenatural que necesito, y -como los ciegos- sabré divulgar tu mensaje a mi alrededor (Pablo Cardona).

Sólo cuando reconocemos nuestras propias miserias y nos decidimos a salir de ellas, al reconocer nuestra propia fragilidad, podremos acudir al Señor para que lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Si decimos ver estando ciegos, es difícil iniciar un camino renovado, pues permaneceremos en las tinieblas a causa de la falta de una nueva esperanza. El Señor no sólo nos quiere cercanos a Él. Él quiere que nos pongamos en camino para dar testimonio de su bondad, de su amor y de su gracia. Pero nos será imposible ponernos en camino mientras el Evangelio no tome carne en nosotros. Somos nosotros los que hemos de renacer a una vida nueva. Hemos de preparar en nosotros un nuevo nacimiento que nos haga presentarnos ante el mundo como hijos de Dios, ya no dominados por las tinieblas de la maldad, de la injusticia, de la violencia, del egoísmo. Sólo en Cristo encontraremos el camino que nos salva y nos libera de la opresión al pecado. Invoquémoslo con humildad y con gran confianza, si es que en verdad queremos convertirnos en auténticos testigos de una vida renovada en Él.

Del Señor venimos y al Señor volvemos. Día a día nuestros pasos se encaminan hacia la posesión de los bienes definitivos. Y el Señor nos reúne en torno suyo para hacernos ver con claridad el camino que hemos de seguir para llegar a nuestra plena unión con Él. A la luz de su Palabra y ejemplo nosotros conocemos el amor de Dios, y la vocación que hemos recibido de convertirnos, en medio del mundo, en un signo creíble de ese amor que Dios sigue teniendo a toda la humanidad. La Iglesia de Cristo tiene por vocación, efectivamente, convertirse en un signo de la presencia del Señor que sigue entregando su vida, perdonando y salvando a todas las personas de todos los tiempos y lugares. El Señor quiere enviarnos como luz, como punto de referencia para que todos puedan encontrar el camino que les conduzca a la paz, al amor fraterno y a la participación de la Vida del mismo Dios, hasta llegar a ser uno en Él. Esta comunión de vida con el Señor la iniciamos ya desde ahora, especialmente mediante nuestra participación en la Eucaristía. Tratemos, pues, de vivir comprometidos en ir tras las huellas de Cristo, para que podamos convertirnos en auténticos testigos suyos.

Cristo es la luz de todos los pueblos, que los ilumina con su vida misma, con su amor, con su entrega, con su hacerse el Dios cercano a todos para conducirnos a nuestra plena madurez en Él. Cuando contemplamos a Cristo vemos el amor que nos ha tenido hasta el extremo. Amor sin reservas; amor que no lo hizo alejarse a pesar de nuestras grandes miserias y traiciones, antes al contrario salió a buscarnos como el pastor busca a la oveja descarriada, hasta encontrarla y llevarla de vuelta al redil; pues Él no quiere que nadie perezca, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Y, una vez concluida su misión en este mundo, antes de subir a su glorificación eterna y definitiva junto a su Padre Dios, confió a su Iglesia la misma Misión que Él recibió del Padre. A nosotros corresponde continuar devolviéndole la vista a los ciegos y el seguir esforzándonos para que, ya desde ahora, con la Fuerza del Espíritu Santo, vayamos logrando que el Reino de Dios se haga presente entre nosotros. Sólo entonces irán desapareciendo las opresiones, las altanerías, la pobreza, las iniquidades, las falsedades, las corrupciones. Si creemos en Cristo, manifestémoslo mediante un trabajo esforzado por hacer surgir entre nosotros una humanidad que deje de ser sorda a la Palabra de Dios y que no sea ciega para contemplar el camino que ha de seguir para vivir en un auténtico amor a Dios y al prójimo. Entonces realmente habremos nacido para Dios.

Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir fieles a sus enseñanzas, y al testimonio de fe en Él que hemos de dar con nuestras obras y con nuestra propia vida. Amén (homiliacatolica.com).