jueves, 17 de diciembre de 2009

Jueves de la 1ª semana de Adviento. Cristo, fundamento para la vida eterna. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos

Jueves de la 1ª semana de Adviento. Cristo, fundamento para la vida eterna. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos

 

Libro de Isaías 26,1-6. Aquel día, se cantará este canto en el país de Judá: «Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes: Abrid las puertas para que entre un pueblo justo, que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti. Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua: doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo, y la pisan los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres.»

 

Salmo 117,1 y 8-9.19-21.25-27a. R. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.

Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella. Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mí salvación.

Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina.

 

Evangelio según san Mateo 7,21.24-27. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente.»

 

Comentario: 1. Is 26,1-06. "¡Tenemos una ciudad fortificada! ¿Quién podrá derrocarnos?... ¡Somos dueños de la mitad del mundo! ¿Quién podrá igualarnos?" Extensa letanía del orgullo humano, en la que van desfilando los títulos de seguridad, seguidos, como un estribillo, por el eco de las guerras, el clamor de los explotados y la muerte de los oprimidos. Basta que se produzca una inesperada devaluación del oro, y veréis temblar en sus cimientos a esa gente que vive en nuestras ciudades cimentadas sobre arena. ¿Acaso no se escribe la historia sobre la base de las civilizaciones destruidas? Pero el hombre es incorregible, y media un abismo entre nuestros relatos de historia y la Historia vista desde el lado de Dios, en ese Reino inaudito en el que la gente pobre goza de consideración y los humildes rebosan de alegría. "No tenemos aquí ciudad permanente... Nuestra morada está destinada a permanecer eternamente"... ¿Construimos para cien años o construimos para siempre? ¿Cuál es nuestra Jerusalén? ¿La que se jacta de tener muro y antemuro o "la que baja del cielo engalanada como una novia ataviada para su esposo"? ¿Ciudad protegida contra la guerra o ciudad inerme abandonada al amor? ¿Ciudad de los hombres o ciudad de Dios? "Los que confían en el Señor son como el monte Sión", dice otro salmo. Pero un día, Sión fue, a su vez, arrasada... ¡El que pone su confianza en el Señor no morirá jamás! (Mt 7,21.24-27). Hombre, ¿en qué tienes puesta tu confianza? ¿En el dinero, en el poder, en la seguridad...? Sábete que tu derrumbamiento será total. Porque sólo hay un valor seguro, y ese valor se llama "Dios" (com. de Sal Terrae).

Esta profecía de Is. anuncia "la comunidad espiritual", la Iglesia, ciudad fuerte. "Ha puesto para salvarla murallas y baluartes". Tenemos una doble defensa, una defensa que ningún enemigo podría destruir. Debemos dar gracias a Dios por habernos llamado a la Iglesia. La ciudad de Dios, como la llamaba s. Agustín. Ella me revela a Jesús. Me alimenta. Me conforta, cura mis fragilidades. Mis pecados. "Abrid las puertas para que entre un pueblo justo". Yo tengo que abrir cada vez más de par en par las puertas de mi razón, de mi voluntad, de mi corazón, para ir adquiriendo esta justicia y esta fidelidad, que es la que concede el verdadero derecho de ciudadanía en esta ciudad de Dios. ¿Es la Iglesia mi seguridad? ¿De qué modo me apoyo en ella? O bien... ¿me apoyo en mis propias fuerzas, en mis propios juicios, criticando a la Iglesia? Confiad siempre en el Señor. "El que escuche estas palabras mías". Dios es la roca verdadera. Imagen de la solidez de la piedra que Jesús repetirá en el evangelio. El tema de la lucha entre las dos ciudades, Babilonia y Jerusalén, símbolo de la lucha entre el mal y el bien, es constante en la Biblia (Apocalipsis 18,21).

-Aquel día se entonará este cantar en el país de Judá: «¡Ciudad fuerte tenemos!». Ciertamente no se trata de Jerusalén ni de Babilonia consideradas como capitales geográficas. Jesús podrá anunciar incluso la destrucción de Jerusalén. De hecho, esa profecía de Isaías anuncia «la comunidad espiritual», la Iglesia, Ciudad fuerte. Con ello responde a la necesidad profunda de seguridad que habita en todos los hombres. ¿Es la Iglesia mi seguridad? ¿De qué modo me apoyo en ella? o bien... ¿me apoyo en mis propias fuerzas, en mis propios juicios? criticando a la Iglesia...

-Para protegernos, el Señor le ha puesto murallas y antemuro... Hermosa imagen. Doble defensa. Y es Dios quien edifica la muralla. No olvidemos que en aquella época todos los habitantes de Jerusalén -y el mismo Isaías- cada semana tenían noticias alarmantes de la caída de tal o cual ciudad, en el reino del Norte, distante unos cincuenta kilómetros. Considero, también mis propias fragilidades. Y te pido, Señor, que seas mi muralla, la muralla de los míos y de todos los hombres. Protégenos del mal!

-¡Abrid las puertas! Y entrará la nación justa, la que guarda fidelidad. No solamente los ciudadanos de Jerusalén. Isaias pide a sus conciudadanos que abran su mentalidad, porque la ciudadanía de esta ciudad la crean la "justicia" y la «fidelidad» y no el hecho de pertenecer a una raza o a un país. La puerta está abierta a todos los pueblos, a todos los hombres justos y fieles. En el evangelio resuena esta apertura. ¿Y yo? Tú construyes "la paz" sólidamente, Señor. Los hombres de HOY, más aún que los de épocas precedentes, saben que la guerra es destrucción, desgracia, muerte. Saben también que la paz no es propiedad particular, sino que su suerte se juega en el plan internacional pues toda guerra, incluso local, repercute en el resto de la humanidad. Las enseñanzas del Papa insisten sobre ese tema frecuentemente: ¿cómo es posible tanta indiferencia sobre este asunto? ¿que la masa de los hombres, aunque aspire a la paz, no se comprometa más decididamente en una acción conjunta en favor de la paz? Construir la paz, con Dios. ¡Cuán lejos estamos de ello, Señor! Y esto comienza ya a nivel de nuestras relaciones humanas. Construir la paz con los que viven conmigo.

-Poned vuestra confianza en el Señor, porque en El tenemos una Roca para siempre. La seguridad de las ciudades antiguas se debía, a menudo, a su situación; Jerusalén, por ejemplo, era considerada inexpugnable porque estaba admirablemente situada sobre un espolón rocoso, lugar muy estratégico para la defensa. Los profetas desarrollan el tema: Dios-roca. La verdadera seguridad de una ciudad no procede de sus medios humanos de defensa, sino de su apoyo en Dios: ¡Dios es la roca verdadera! Imagen de la solidez de la piedra, que Jesús repetirá en el evangelio. "Edificar su casa sobre roca"... "Tú eres Pedro, tú eres Roca, y sobre esta piedra, sobre esta Roca, edificaré mi Iglesia".

-El derroca a los que viven en las alturas y humilla la ciudadela inaccesible. Este es el tema complementario: la fragilidad de las seguridades humanas (Noel Quesson).

Por medio de Jesús, Dios se ha hecho cercanía del hombre. Dios jamás ha abandonado a los suyos. Para los Israelitas la Palabra de Dios se ha hecho Ley que los guía; por eso tratan, no sólo de entenderla, sino de cumplirla hasta los más mínimos detalles, y le entonan cantos de alabanza. Para algunos Israelitas más abiertos al Señor, su Palabra también ha tomado cuerpo en los profetas, a quienes escuchan como al mismo Dios y se dejan conducir por Él. Llegada la plenitud de los tiempos la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, no sólo mostrándonos el camino que nos conduce al Padre, sino haciéndose Camino, Verdad y Vida para nosotros. En nuestros días la Palabra se ha hecho Iglesia, no al margen de Jesús, pues lo tiene a Él por Cabeza. A la Iglesia corresponde la responsabilidad de continuar haciendo presente en la historia al Hijo Encarnado, Salvador de todo. Dios así ha querido exaltar a los humildes y humillar hasta el suelo a los poderosos para que sirvan de camino que pisan los pies de los humildes y los pobres. Ojalá y, fortalecidos y guiados por el Espíritu de Dios, nos mantengamos fieles al Señor y seamos, en verdad, la manifestación del Reino de Dios en nuestro mundo, no humillados, sino exaltados a la diestra del Padre por nuestra fe en Cristo Jesús.

Nos encaminamos hacia la ciudad de sólidos cimientos en medio de pruebas, tentaciones y tensiones. Nos encontramos en medio de una sociedad en la que se dan continuas luchas por el poder. La paz muchas veces se deteriora cada vez más en torno nuestro. No podemos hablar con toda lealtad de que reine la justicia entre nosotros. La fidelidad se convierte en apariencia cuando no somos capaces de ser fieles a nuestros propios compromisos, y nos dejamos dominar por la corrupción, buscando nuestros propios intereses. Sin embargo el Señor ha formado a su Iglesia para convertirla en un signo de justicia, de fidelidad y de paz. Y esa Iglesia la vamos conformando cada uno de nosotros, que creemos en Cristo Jesús. Nosotros somos los responsables de hacer que brille, cada vez con mayor claridad, el rostro resplandeciente de Cristo, como único camino de salvación para la humanidad. Si nosotros no vivimos en paz, como hermanos; si no somos fieles a la fe que profesamos en Cristo, si no vivimos en la justicia, difícilmente podremos hacer creíble el Evangelio que anunciamos; difícilmente podremos dar a luz una nueva humanidad en Cristo Jesús.

 

2. Sal 117 Confiemos siempre en el Señor, pues Él nos ama con un amor siempre fiel. Dios ha venido a nosotros, descendiendo desde su cielo, y haciéndose uno como nosotros. A nosotros corresponde abrirle las puertas de nuestro corazón para que ahí se digne morar como en un templo. A pesar de que tal vez el pecado ha manchado nuestra vida, el Señor se acerca a nosotros como poderoso salvador. Él quiere que su victoria sobre el pecado y la muerte sea también victoria nuestra; por eso nos invita a una constante purificación para que su presencia en nosotros realmente se convierta en una bendición y no en motivo de maldición, de destrucción y de muerte. El Señor que se acerca a nosotros viene para convertirse en luz que nos ilumine para dejar de caminar en las tinieblas del pecado y en las sombras de muerte. Dejémonos amar y purificar por Él para que podamos ser signos de la presencia del Señor en el mundo por medio de quienes le viven fieles.

Dios es bueno y misericordioso para con todos los que confían en Él. Sabemos que somos frágiles, y que muchas veces podemos ser vencidos por el mal, por el pecado, por nuestra concupiscencia; pues nuestra naturaleza, dañada por el pecado, muchas veces se inclina más al mal que al bien. Por eso la realización del bien en nosotros no depende únicamente de nuestras débiles fuerzas, y de nuestras decisiones personales; es necesaria la gracia de Dios. Sólo así podremos entrar algún día en el Templo Santo de Dios para permanecer con Él eternamente. Confiar en el Señor, confiarle plenamente nuestra vida; unirnos a Cristo Jesús para llegar a ser en Él hijos de Dios, es la única puerta que se nos abre para entrar a unirnos con Dios. Acudamos al Señor, siempre dispuesto a escucharnos y a perdonarnos, pues Él quiere salvarnos, pues ha venido no a condenarnos, sino a llevarnos sanos y salvos a su Reino celestial.

 

3. "Vivamos con justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios" (Antífona de Comunión: Tito 2, 12-13).

 

El Evangelio (Mt 7,21.24-27) nos muestra hoy cómo "Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial". Y nos indica el modo en que hemos de edificar nuestra vida: "Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina»". ¿Es la fe, o son las obras, lo que salva? En nuestro mundo vemos muchas cosas en contraste con lo que indica la Iglesia, la sociedad no es como "tendría que ser", y esto lleva a muchos a soñar tiempos mejores, y sufrir por la condenación de tantas almas, y nos gustaría cambiarlo todo enseguida, aún a costa de la libertad. En la Encíclica sobre "Salvados por la esperanza", Benedicto XVI indica: "el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza". No está ahí nuestro fundamento: "El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– « merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don". Dios nos sigue amando igual, aunque nosotros no nos portemos bien. El corazón de Dios se vuelca en nosotros como hijos suyos, más allá de la realidad concreta de nuestras obras buenas o malas. El otra día un niño, enfadado con su padre, le decía: "¡ya no te quiero!" y el padre le contestaba: "pues yo sí, te seguiré queriendo siempre". Así hace Dios...

Cuantas angustias se han causado, por no explicar bien como es Dios, mostrándolo como "justiciero"... toda justicia divina hay que entenderla desde esta misericordia.

Dicen de un niño que era un desastre, la maestra en lugar de reñirlo se le acercó, él esperaba ya una bofetada, pero ella le dio un beso, y le ayudó. Al cabo de los años, el chico, ya bien situado a la vida, le escribió a la maestra que no había tenido experiencia de los padres, vivía con unos tíos, y "el beso de aquel día fue el primero que recuerda de su vida", que a partir de aquel momento cambió. Eso es lo que hace el amor, nos lleva a la salvación. En una sociedad inmersa dentro del remolino de mejorar el bienestar temporal nos ayuda a verlo todo -el hombre y la creación entera- desde la felicidad última, no solo lo que somos sino sobre todo lo que estamos llamados a ser.

Pienso que nosotros no podemos acoger este don infinito de Dios sino ensanchando nuestro corazón para poderlo llenar según la capacidad, por eso las obras importan, como sigue diciendo el Papa: "No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2)". Como la Escritura hay que leerla en el contexto de su unidad, sabemos que los que creen no quedarán confundidos; todos los que reconocen a Jesús como Salvador y así lo invocan, se salvarán (Romanos 10,9-13). Pero la fe «obra mediante la caridad», que está proyectada a la felicidad de los demás, a trabajar en la construcción del mundo en que vivimos. Por eso, «sed, pues, ejecutores de la palabra y no os conforméis con oírla solamente, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1,22); «la fe, si no tiene obras, está verdaderamente muerta» (2,17); «como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin obras está muerte» (2,26). Es lo que el Señor nos dice hoy: «No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (7,21).

Se trata de "escuchar y cumplir; es así como construimos sobre roca y no encima de la arena. ¿Cómo cumplir? Preguntémonos: ¿Dios y el prójimo me llegan a la cabeza —soy creyente por convicción?; en cuanto al bolsillo, ¿comparto mis bienes con criterio de solidaridad?; en lo que se refiere a la cultura, ¿contribuyo a consolidar los valores humanos en mi país?; en el aumento del bien, ¿huyo del pecado de omisión?; en la conducta apostólica, ¿busco la salvación eterna de los que me rodean? En una palabra: ¿soy una persona sensata que, con hechos, edifico la casa de mi vida sobre la roca de Cristo?" (A. Oriol Tataret). Esta es la fundamentación que pedimos hoy en nuestra plegaria: "Tú, Señor, estás cerca, y todos tus caminos son verdad y vida; hace tiempo comprendí que tus preceptos son fuente de vida eterna" (Antífona de entrada; Sal 118, 151-152). Que estos preceptos sean vividos por todos los cristianos, por todos los hombres, y para ello que especialmente los sientan aquellos corazones que alguna vez pensaron en entregarse a Dios y a los demás, esos instrumentos que el Señor necesita para venir a la tierra, y extender el amor. Que esas personas que conocieron de cerca la Verdad, y por flaqueza se apartaron, vuelvan al arado. Y que todo el mundo, todos los hombres de cualquier raza, lengua o religión, participe de esta esperanza de Navidad.

-No todo aquel que dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos. Sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial. Quiero primero repetirme varias veces esta frase, Señor. Quiero oírla de Tu propia boca, como si Tú me la dijeras hoy. Sin embargo, sé muy bien que tenemos necesidad de orar y que a menudo nos has recomendado también la oración. Sé que no rezo lo suficiente. Pero, en tu espíritu, la "oración" y la "acción" no se oponen. Dices: "No basta rezar..." Pero hay que hacerlo, para que pueda decirse que ello no basta. Ahora es mi momento de oración. Digo "Señor, Señor". Por lo tanto acepto todo lo que me reveles en este texto: Tú me envías de nuevo a mis tareas humanas, a mis responsabilidades de cada día. Se trata de pasar con naturalidad de la "oración" a la "acción". Pausadamente procuro descubrir y contemplar la "voluntad del Padre"... luego voy a "hacer esta voluntad". Lo que interesa a Dios en mi vida no son únicamente mis momentos de oración... sino todos los momentos de mi jornada. ¿Qué esperas de mí, Señor, en el día de hoy?

-Cualquiera que escucha estas mis instrucciones, y las practica.. Es la misma idea: un ritmo de vida esencial en dos tiempos: -Escuchar... -Poner en práctica.. Señor, ayúdame a fin de que te escuche verdaderamente. Concédeme que esté atento a tu voz. Señor, ayúdame; que mi obrar sea verdadero, que mis actos sean conformes a lo que Tú quieres.

-Será semejante a un hombre cuerdo que fundó su casa sobre piedra. Lo que me pasa, Señor, es que no veo toda la importancia que tienen las cosas que llenan mis jornadas. Las hago, una después de otra, porque hay que hacerlas; ¡pero sin valorarlas! Entonces resulta que encuentro esas jornadas muy banales y vacías.

Sin embargo, mis días podrían ser grávidos y sólidos como la roca. ¡Si yo supiera edificarlos siempre sobre tu Palabra, sobre tu querer, sobre ti! Señor, ayúdame a edificar mi vida sobre la roca, sobre ti. ¡Edificar sólidamente! Construir. La humanidad necesita hombres y mujeres sólidos, constructivos que edifiquen lo que es sólido con Dios.

-Pero, cualquiera que oye estas mis instrucciones y no las pone en práctica... Esta palabra debería hacer reflexionar a aquellas personas que dicen "soy creyente... pero no soy practicante..." Es verdad que hay muchas maneras de "practicar": se puede practicar la caridad, la justicia, la plegaria, la bondad... practicar la fe... Pero Jesús parece decirnos que hay que ser honrado, y no contentarse con buenos sentimientos o buenas intenciones: si decimos creer, hay que aplicar la fe a la vida. Hay que aplicar la caridad, si decimos amar. Lo contrario ¡es ser como una "casa edificada sobre la arena"! (Noel Quesson).

Tener una ciudad fuerte, asentada sobre roca, inexpugnable para el enemigo, era una de las condiciones más importantes en la antigüedad para sentirse seguros. Sus murallas y torreones, sus puertas bien guardadas, eran garantía de paz y de victoria.

La imagen le sirve al profeta para anunciar que el pueblo puede confiar en el Señor, nuestro Dios. Él es nuestra muralla y torreón, la roca y la fortaleza de nuestra ciudad. Y a la vez, con él podemos conquistar las ciudades enemigas, por inexpugnables que crean ser.

-¿Babel, Nínive?-, porque la fuerza de Dios no tiene límites. Sólo acertaremos en la vida si ponemos de veras nuestra confianza en él: «mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres» (salmo). Un pueblo que confía en el Señor, que sigue sus mandatos y observa la lealtad, es feliz, «su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti». Mientras que los que confían en las murallas de piedra, y se sienten orgullosamente fuertes, se llevarán pronto o tarde un desengaño. Nuestra Roca es Dios. En él está nuestra paz y nuestra seguridad. Él nos llevará a la Jerusalén celestial, la ciudad de la fiesta perpetua.

El evangelio también nos habla de edificar sobre roca. Jesús -al final del sermón de la montaña- nos asegura que está edificando sobre roca, y por tanto su edificio está garantizado, aquél que no sólo oye la Palabra sino que la pone por obra. Edifica sobre arena, y por tanto se expone a un derrumbamiento lastimoso, el que se contenta con oír la Palabra o con clamar en sus oraciones ¡Señor, Señor!

Cuando Jesús compara la oración con las obras, la liturgia con la vida, siempre parece que muestra su preferencia por la vida. Lo que quedan descalificadas son las palabras vacías, el culto no comprometido, sólo exterior.

 

¿Cómo estamos construyendo nosotros el edificio de nuestra casa, de nuestra persona, de nuestro futuro? ¿cómo edificamos nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra Iglesia y sociedad? La imagen de las dos lecturas es clara y nos interpela en este Adviento, para que reorientemos claramente nuestra vida. Si en la construcción de nuestra propia personalidad o de la comunidad nos fiamos de nuestras propias fuerzas, o de unas instituciones, o unas estructuras, o unas doctrinas, nos exponemos a la ruina. Es como si una amistad se basa en el interés, o un matrimonio se apoya sólo en un amor romántico, o una espiritualidad se deja dirigir por la moda o el gusto personal, o una vocación sacerdotal o religiosa no se fundamenta en valores de fe profunda. Eso sería construir sobre arena. La casa puede que parezca de momento hermosa y bien construida, pero es puro cartón, que al menor viento se hunde.

b) Debemos construir sobre la Palabra de Dios escuchada y aceptada como criterio de vida. Seguramente todos tenemos ya experiencia, y nuestra propia historia ya nos va enseñando la verdad del aviso de Isaías y de Jesús. Porque buscamos seguridades humanas, o nos dejamos encandilar por mesianismos fugaces que siempre nos fallan. Como tantas personas que no creen de veras en Dios, y se refugian en los horóscopos o en las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se cruzan en su camino. El único fundamento que no falla y da solidez a lo que intentamos construir es Dios. Seremos buenos arquitectos si en la programación de nuestra vida volvemos continuamente nuestra mirada hacia él y hacia su Palabra, y nos preguntamos cuál es su proyecto de vida, cuál es su voluntad, manifestada en Cristo Jesús, y obramos en consecuencia. Si no sólo decimos oraciones y cantos bonitos, ¡Señor, Señor!, sino que nuestra oración nos compromete y estimula a lo largo de la jornada. Si no nos contentamos con escuchar la Palabra, sino que nos esforzamos porque sea el criterio de nuestro obrar. Entonces sí que serán sólidos los cimientos y las murallas y las puertas de la ciudad o de la casa que edificamos.

c) Tenemos un modelo admirable, sobre todo estos días de Adviento, en María, la Madre de Jesús. Ella fue una mujer de fe, totalmente disponible ante Dios, que edificó su vida sobre la roca de la Palabra. Que ante el anuncio de la misión que Dios le encomendaba, respondió con una frase que fue la consigna de toda su vida, y que debería ser también la nuestra: «hágase en mí según tu Palabra». Es nuestra maestra en la obediencia a la Palabra (J. Aldazábal).

Una de las afirmaciones del sermón de la montaña que más nos puede cuestionar es la del texto que acabamos de leer: "No todo el que dice Señor, Señor entra en el Reino de los cielos". Las prácticas religiosas entre nosotros están, muchas veces, llenas de repeticiones de palabras que no trascienden al compromiso de vida cristiana. Pero el Señor nos exhorta: "No basta decirme 'Señor, Señor' para entrar en el Reino de Dios, no; hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo" (v. 21). Hay que hacer notar que al destacar al "Padre del cielo" (cfr. Mt 6, 9b en el Padrenuestro que está ubicado en el sermón del monte), Jesús no quiere discípulos que cultiven sólo una relación con él, sino seguidores que, unidos a él trabajen por cambiar la situación de la humanidad, cumpliendo así la voluntad de su Padre. Al final de la vida nadie podrá aducir en su favor el devoto reconocimiento de Jesús, llamándolo Señor, o alegando su activismo religioso (profetizar, expulsar demonios), si se ha apartado de las exigencias fundamentales del Reino, si sus obras no nacieron del amor, si no contribuyeron a cumplir el designio del Padre.

Termina el sermón del monte con una parábola en la que se contraponen el hombre sabio que edifica su casa sobre cimientos firmes y el que la edifica sobre arena; ellos representan a los, que han escuchado la palabras de Jesús y han hecho de estas palabras el modelo de su vida están en capacidad de sostenerse a pesar de los embates de las persecuciones, han edificado su vida con bases firmes, las exigencias del Reino sintetizadas en las bienaventuranzas. Pero también existen otros que no ponen en práctica lo escuchado; su vida está perdida desde el momento en que no se comprometen con las exigencias de Jesús.

Una empresa difícil es la propuesta del Reino, pero nada podemos temer si confiamos en el Señor; él es la roca segura, y quien se acerca a él está firme y mantiene la paz (servicio bíblico latinoamericano).

El otro día leía una pasaje de un libro: "Misioneros claretianos en China". Un anciano misionero narra sus recuerdos ya lejanos y entre ellos cuenta cómo un día llegó a su remota misión un joven misionero al que sacaban enfermo de una aldea del interior donde todavía se encontraba aprendiendo la lengua china, ya que solamente llevaba un año en la misión. Oigamos su conversación:

- "Agustín, me dijo, esto se acaba. Yo presiento que me voy. Y me pregunto, si ha merecido la pena venir a China para acabar tan pronto y sin haber evangelizado casi nada.

- Sí ha merecido la pena, le contesté: ahora puedes contar en tu vida con el no pequeño sacrificio de haber dejado a los tuyos en lejanas tierras, por amor a Dios y por amor a las almas. ¿O es que no te costó nada dejar a los tuyos?

- Sí, me costó mucho, muchísimo. Pero, ¡qué pena!, no he podido dar casi nada a los demás.

- Eso no es verdad, le contesté. Les estás dando mucho. Les estás dando tu juventud, tus dolores, tus ilusiones, tu conformidad a la voluntad del Señor... Es mucho lo que les has dado y les estás dando".

Pocos días después aquella vida se apagaba definitivamente para la tierra. Tenía 27 años de edad. Su cuerpo sigue reposando en una pequeña tumba solitaria en un lugar de la inmensa e remota China.

Vuestro hermano en la fe, Vicente.

En la lectura de hoy, Mateo pone en labios de Jesús la imagen de la roca que ya nos había presentado Isaías. Se trata del final del llamado "sermón de la montaña", cuando Jesús urge a sus discípulos a apropiarse de sus palabras poniéndolas en práctica. No basta confesar en el culto que Jesús es el Señor. Hay que manifestarlo en la vida cumpliendo la voluntad del Padre celestial, que se expresa plena y definitivamente en las palabras de Jesús. Dice el Señor que el que así obra es como si construyera su casa sobre la roca, de la cual hablamos ya a propósito de la 1ª lectura. Lo contrario, ser entusiastas en el culto, y de labios para fuera, pero no realizar las palabras de Jesús, es cometer la estupidez de construir una casa sin cimientos. Esto se aplica a cada individuo, a cada uno de los discípulos que escuchan las enseñanzas del maestro; pero puede aplicarse también a cada comunidad cristiana, a la Iglesia en general. Sólo durarán, en medio de las turbulentas corrientes de la historia, aquellas comunidades que pongan firmemente los cimientos en la roca de la palabra de Jesús.

Así como la imagen de la barca, también la imagen de la roca representa a la Iglesia. Imagen de seguridad y de confianza, siempre y cuando estén asentadas en la docilidad y obediencia a la Palabra de Dios. En el mismo evangelio de Mateo oímos que Jesús promete a Pedro constituirlo en "piedra", en roca sobre la cual construirá su Iglesia (16,18), contra la cual no prevalecerán los poderes del mal y de la muerte. No porque la iglesia haya sido perfecta, sin defecto, sino porque a pesar de sus pecados, el Señor la ha mantenido firmemente asentada, como "signo universal de salvación", sobre la roca de los apóstoles, en medio de las encontradas corrientes de la historia.

Nosotros, los cristianos de este tercer milenio, somos ahora los responsables de mantener la fidelidad de la iglesia a su Señor. Para que ella pueda seguir cumpliendo su misión de manifestar la salvación de Dios a todos los seres humanos (J. Mateos-F. Camacho).

Dios nos ha enviado su Palabra, que se ha hecho uno de nosotros, no para que vuelva al cielo con las manos vacías, sino para que, haciendo la voluntad de quien le Envió, nos libere de la esclavitud del Pecado, y nos haga hijos de Dios y participantes de su Gloria. No podemos conformarnos con escuchar la Palabra de Dios a la ligera. No basta con rezar para salvarse, pues no todo el que llame a Jesús Señor se salvará, sino sólo el que cumpla la voluntad de su Padre, que está en los cielos. La cercanía del Señor a nosotros no es sólo para que nos alegremos con Él, sino para que vivamos un auténtico compromiso de fe con Él, de tal forma que toda nuestra vida se edifique en Él; y que, por tanto, seamos en el mundo un verdadero reflejo del amor que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo. Cuando el Señor vuelva, nuestro amor en Él debe estar tan enraizado, que podamos mantenernos firmes ante Él; pues si sólo le llamamos Señor con los labios mientras nuestras obras eran inicuas, al final lo único que sucederá es que nos derrumbemos irremediablemente. Pero, mientras aún es de día, dejemos que el Señor haga su obra de salvación en nosotros para que lleguemos a ser dignos hijos de Dios tanto con nuestras palabras, como con nuestras obras y toda nuestra vida misma.

En la Eucaristía el Señor dirige a nosotros su Palabra, y nos manifiesta que no hemos de amar sólo con los labios, sino con la vida misma que se entrega en favor de los demás para liberarlos de sus esclavitudes. El Señor mismo ha entregado su vida por nosotros. Esta entrega en un amor hasta el extremo por nosotros es lo que nos reúne en torno a Él en estos momentos. Así Dios se manifiesta para nosotros como el Camino que hemos de seguir quienes creemos en Él y queremos serle fieles. Por eso, la Eucaristía no sólo es un acto litúrgico con el que damos culto a Dios, sino que es también todo un compromiso para nosotros que, al unir nuestra vida a Cristo, junto con Él tomamos nuestra cruz de cada día, dispuestos a amar a nuestro prójimo hasta el extremo, con tal de que también Él participe de la vida y del amor que Dios nos manifestó en su Hijo Jesús.

En el Padre nuestro, que recitamos durante la Eucaristía, nos comprometemos a hacer la voluntad de Dios como la ha realizado su propio Hijo, en un compromiso de totalidad de amor hacia su Padre y hacia nosotros. No podemos decir que hacemos la voluntad de Dios cuando llamamos a Jesús: Señor, Señor. No podemos decir que al final podamos decirle a Dios que hicimos lo que nos pidió porque nos sentamos a su mesa y le oímos predicar por nuestras plazas, y porque en su nombre hicimos curaciones y expulsamos demonios. No pensemos que alguien es santo porque realiza todas esas obras. No vayamos a quedarnos con la mano tapando nuestra boca, llenos de admiración cuando veamos a todos esos santos falsos condenados eternamente. Quien ha asentado firmemente su vida en Cristo como en roca firme debe hacer suyas las bienaventuranzas con las que empieza el sermón del monte, y que nos llevan a realizar las obras de misericordia con las que culminará el juicio sobre la humanidad, cuando el Señor nos diga: porque lo que hicieron o dejaron de hacer al más insignificante de mis hermanos, a mí me lo hicieron, o a mí me lo dejaron de hacer. Asentar nuestra vida en Cristo debe hacernos hombres firmes que pasan siempre haciendo el bien; y que no dan marcha atrás en esa realización a pesar de ser perseguidos y asesinados por defender los derechos de sus hermanos y por trabajar por una mayor justicia social. Cristo nos pide no sólo una fe de rodillas en su presencia, no sólo una fe de mera palabrería, sino una fe que, alimentada por la oración e iluminada por la meditación profunda de la Palabra de Dios, se transforma en obras de salvación para todos. El Señor, que se acerca a nosotros, desea que le abramos las puertas de nuestra vida para que, conducidos por Él, aprendamos a amar a nuestro prójimo con el mismo amor con que nosotros hemos sido amados por Dios.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica, para ser así, no sólo discípulos fieles de Jesús, sino, en el mismo Cristo, hijos amados del Padre. Amén (www.homiliacatolica.com).

Jesús presenta la diferencia entre edificar cimentado en la roca firme que es él o en lo pasajero, que es el mundo. Quién edifica sobre la roca firme, que es Jesús, cumpliendo la voluntad del Padre y lo acepta como su Salvador, en los momentos de turbulencias, confía, pues sabe claramente en quién ha puesto su confianza. No así quien ha edificado sobre la arena, sobre lo que hoy se ve, pero mañana quién sabe. Este evangelio me lleva a reflexionar sobre quién están construido, no solo mis proyectos, sino también mis valores, mis creencias, mis esperanza. Muchas veces me dejo confundir porque veo que algunas personas han edificado maravillas. Deslumbrantes ante nuestros ojos. Pero, como dice un poema de González Vuelta, "lo que parecía fondo seguro, no era más que un juego de luces en el agua". Luego puedo darme cuenta que, ante las dificultades, ante los "va y ven" de la vida sucumbe totalmente. Se derrumban. Sólo me cuesta mirar un poco a mí alrededor y darme cuenta de eso. Permítenos, Señor, que este tiempo de Adviento podamos usarlo para cimentar claramente nuestra fe en ti. Afianzar nuestra espera en ti. Dios nos bendice, Miosotis.

Vino a cumplir la voluntad del padre. La vida de una persona se puede edificar sobre muy diferentes cimientos: sobre roca, sobre barro, sobre humo, sobre aire... El cristiano sólo tiene un fundamento firme en el que apoyarse con seguridad: el Señor es la Roca permanente (Isaías, 26, 5). Nuestra vida sólo puede ser edificada sobre Cristo mismo, nuestra única esperanza y fundamento. Y esto quiere decir en primer lugar, que procuramos identificar nuestra voluntad con la suya. No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi padre que está en los cielos, leemos en el Evangelio de la Misa. La voluntad de Dios es la brújula que nos indica el camino que nos lleva a Él, y es al mismo tiempo, el sendero de nuestra propia felicidad. El  cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios es a la vez, la cima de toda santidad. El Señor nos la muestra a través de los Mandamientos, de las indicaciones de la Iglesia, y de las obligaciones que conlleva nuestra vocación y estado.

La voluntad de Dios se nos manifiesta también a través de aquellas personas a quienes debemos obediencia, y a través de los consejos recibidos en  la dirección espiritual. La obediencia no tiene fundamento último en las cualidades del que manda. Jesús superaba infinitamente –era Dios- a María y a José, y les obedecía (Lucas 2, 51). Cristo obedece por amor, por cumplir la voluntad del Padre, y hemos de considerar que el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filipenses 2, 8). Nosotros para obedecer debemos ser humildes, pues el espíritu de obediencia no cabe en un alma dominada por la soberbia. La humildad da paz y alegría para realizar lo mandado hasta en los menores detalles. En el apostolado, la obediencia se hace indispensable: "Dios no necesita de nuestros trabajos, sino de nuestra obediencia" (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo).

La voluntad de Dios también se manifiesta en aquellas cosas que Él permite y que no resultan como esperábamos, o son incluso totalmente contrarias a lo que deseábamos o habíamos pedido con insistencia en la oración. Es el momento de aumentar nuestra oración y fijarnos mejor en Jesucristo. Especialmente cuando nos resulten  muy duros y difíciles los acontecimientos: la enfermedad, la muerte de un ser querido, el dolor de los que más queremos. "Dios sabe más" El Señor nos consolará de todos nuestros pesares y quedarán santificados. Todo contribuye al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). Pidámosle a la Virgen que en todo momento nos identifiquemos con la voluntad del Padre.

Decía S. Teresa de Jesús, sobre  "No basta con decir 'Señor, Señor'... hay que hacer la voluntad del Padre": ....decir que dejaremos nuestra voluntad en otra parece muy fácil, hasta que, probándose, se entiende es la cosa más recia que se puede hacer, si se cumple como se ha de cumplir...que sabe el Señor lo que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza no se detiene en cumplir en él su voluntad.

Pues quiéroos avisar y acordar qué es su voluntad. No hayáis miedo sea daros riquezas ni deleites ni honras ni todas estas cosas de acá; no os quiere tan poco y tiene en mucho lo que le dais, y quiéreoslo pagar bien, pues os da su reino aun viviendo." (Viendo lo que el Padre dio a su Hijo)...Pues veis aquí, hijas, a quien más amaba lo que dio, por donde se entiende cuál es su voluntad. Así que éstos son sus dones en este mundo. Da conforme al amor que nos tiene: a los que ama más, da de estos dones más; a los que menos, menos, y conforme al ánimo que ve en cada uno y el amor que tiene a Su Majestad. A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por El; al que amare poco, poco. Tengo yo para mí, que la medida del poder llevar gran cruz o pequeña, es la del amor. Así que, hermanas, si le tenéis, procurad no sean palabras de cumplimiento las que decís a tan gran Señor, sino esforzaos a pasar lo que Su Majestad quisiere...Porque sin dar nuestra voluntad del todo al Señor para que haga en todo lo que nos toca conforme a ella, nunca deja beber de ella (fuente del agua viva).

Jesús, tu enseñanza de hoy es clara: la santidad no consiste en decir cosas o en oír palabras, sino en hacer; y, en concreto, en hacer la voluntad de Dios. El camino del Reino de los cielos es la obediencia a la voluntad de Dios, no el repetir su nombre [12]. He de poner en práctica lo que me has dicho en el Evangelio, y también lo que me vas comunicando en estos ratos de conversación contigo, y durante todo el día a través de mil circunstancias.

 

Jesús, ¿qué quieres que haga? Esta es la gran pregunta que he de ir contestando día a día. Ayúdame a no excusarme; no quiero cumplir a medias lo que veo que Tú me pides. Uno de los cauces por los que me muestras tu voluntad es la dirección espiritual: que me deje ayudar, que me muestre como soy y que sepa ser dócil a los consejos que me den para mejorar en mi vida espiritual. En esta primera semana de Adviento -tiempo de preparación para tu nacimiento en Belén- recuerdo aquellas palabras tuyas: porque he bajado del Cielo no para hacer m¡ voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Quiero imitarte, Jesús, quiero seguirte. Por eso debo olvidarme de mis caprichos y buscar qué esperas hoy de mi día para aprovecharlo bien, para vivirlo según tu voluntad.

 

No caigas en un círculo vicioso: tú piensas: cuando se arregle esto así o del otro modo seré muy generoso con mi Dios. ¿Acaso Jesús no estará esperando que seas generoso sin reservas para arreglar Él las cosas mejor de lo que te imaginas? Propósito firme, lógica consecuencia: en cada instante de cada día trataré de cumplir con generosidad la Voluntad de Dios [Camino 776].

 

A veces me engaño tontamente: «ahora no puedo», «ahora no tengo tiempo», «cuando lo vea más claro, entonces me decidiré a hacer esto o lo otro». Jesús, ¿por qué no empiezo haciendo tu voluntad y entonces lo veré más claro? ¿Por qué no me fío un poco más de Ti cuando me pides algo? Es como un círculo vicioso: no hago más por Ti porque no te quiero lo suficiente; pero si no hago nada primero, no va a crecer mi amor hacia Ti. Porque ese amor no crece al decir: Señor, Señor, sino al hacer tu voluntad. No puedo, por tanto, excusarme pensando por ejemplo: no voy más a misa porque no lo siento. ¿No hará falta ir más a misa, precisamente para irme enamorando más de Ti, para «sentirte» más? Jesús, quiero poner en práctica cada día con generosidad lo que veo que Tú quieres que haga: con ganas o con menos ganas. Así estaré seguro, como la casa edificada sobre roca: Cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó. Cuando soy generoso contigo, Tú me das fortaleza para sufrir las contrariedades de la vida, los desalientos, los cansancios. Porque la firme decisión de hacer tu voluntad es como una roca compacta, inamovible, sobre la que se puede apoyar el edificio de la santidad; en cambio, las buenas intenciones, las palabras, los sentimentalismos, los deseos maravillosos, son como la casa edificada sobre arena, que no tiene solidez y se derrumba ante la primera dificultad (Pablo Cardona).

«Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables. Hace tiempo comprendí tus preceptos, porque Tú existes desde siempre» (Sal 118,151-152). En la oración colecta (Gelasiano), pedimos al Señor que despierte nuestros corazones y que los mueva a preparar los caminos de su Hijo; que su amor y su perdón apresuren la salvación que retardan nuestros pecados. Ansiamos la venida del Señor, pero nos vemos faltos de fuerza y de mérito. Solo en el Señor tenemos puesta nuestra confianza. Comunión: Para ello llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios (Tit 2,12-13). El verdadero discípulo cumple la voluntad de Dios. El discípulo fiel del Señor escucha la palabra y la pone en práctica. Cristo nos guía para que realicemos la voluntad del Padre. No nos basta con decir: Señor, Señor, si no cumplimos la voluntad de Dios. Comenta San Agustín: «Hermanos míos: Venís con entusiasmo a escuchar la palabra: no os engañéis a vosotros mismos, fallando a la hora de cumplir lo que escuchasteis. Pensad que si es hermoso escucharla, ¡cuánto más lo será llevarla a la práctica! Si no la escuchas, si no pones interés en escucharla, nada edificas. Pero, si la escuchas y no la llevas a la práctica, edificas una ruina […] Quien la escucha y no la pone en práctica, edifica sobre arena; y edifica sobre la roca quien la escucha y la pone en práctica. Y quien ni siquiera la escucha, no edifica ni sobre la roca ni sobre la arena […] Si no edificas te quedarás sin techo donde cobijarte… Por tanto, si malo es para ti edificar sobre arena, malo es también no edificar nada; solo queda como bueno edificar sobre la roca» (Sermón 79, 8-9, en Cartago, antes del 409). El Dios-Fortaleza, llega a ser Dios-Roca, fundamento sobre el que nos toca a nosotros construir. La vida contemplativa y la vida activa son necesarias para todos y cada uno. Sin el fundamento –vida interior, alimentada por la Palabra de Dios– no se puede construir, lo mismo que una vida de piedad, sin la práctica efectiva de las virtudes, es estéril. Sin Dios, sin Cristo, nada podemos hacer. Cristo viene a enseñarnos a construir el edificio de nuestra santidad. Escuchémoslo en las celebraciones litúrgicas (Manuel Garrido).

 

Miércoles de la 1ª semana de Adviento. “…no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino”, dice el Señor que invita a su convite y enjuga las lágrimas de todos los rostros como profetizó Isaías: Jesús cura a muchos y multiplica

Miércoles de la 1ª semana de Adviento. "…no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino", dice el Señor que invita a su convite y enjuga las lágrimas de todos los rostros como profetizó Isaías: Jesús cura a muchos y multiplica los panes

 

 

Isaías 25,6-10a. Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»

 

Salmo 22,1-3a.3b-4.5.6. R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

 

Evangelio según san Mateo 15,29-37. En aquel tiempo, Jesús, bordeando el lago de Galilea, subió al monte y se sentó en él. Acudió a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los echaban a sus pies, y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y dieron gloria al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Me da lástima de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino.» Los discípulos le preguntaron: -«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?» Jesús les preguntó: -«¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: - «Siete y unos pocos peces.» Él mandó que la gente se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete cestas llenas.

 

Comentario: 1.- Is 25, 6-10a. (ver domingo 28 A). -Aquel día, el Señor, Dios del universo, preparará, sobre su montaña, un banquete de manjares muy condimentados y de vinos embriagadores, un banquete de platos suculentos y de vinos depurados...

En las costumbres orientales y bíblicas el banquete forma parte del ritual de entronización de los reyes. Con frecuencia la magnificencia en el aderezo de la mesa, la calidad de los manjares y de los vinos eran el signo del poder de un rey, y muy particularmente eran el modo de celebrar una victoria.

También nosotros festejamos nuestras alegrías en familia con una comida más exquisita. Para anunciar los tiempos mesiánicos, Dios anuncia que será el anfitrión de su propia mesa. Jesús hizo de la comida el signo de su gracia. ¿Me doy cuenta de que en la eucaristía Dios me recibe en su propia mesa? ¿Es una comida gozosa, una fiesta? ¿Tengo algo a conmemorar o a celebrar cuando voy a misa? ¿Valoro la acción de gracias?

-Para todos los pueblos... sobre toda la faz de la tierra... Ese universalismo, es sorprendente para aquella época. Un Mesías no reservado exclusivamente al pueblo de Israel. Un Mesías cuyos beneficios se extenderán sobre toda la humanidad: promesa divina... ¡Señor, ensancha nuestros corazones hasta la dimensión del mundo entero! ¿Es para mí un sufrimiento pensar que todavía HOY son muchos los hombres que ignoran esa buena nueva?

-Apartará de los rostros el velo que cubría todos los pueblos y el sudario que envolvía las naciones. Destruirá la muerte para siempre. Efectivamente, Dios celebra una victoria al invitarnos a ese festín gozoso. En la victoria sobre la «muerte». El enemigo. La muerte es la gran obsesión de la humanidad, el gran fracaso, el gran absurdo, el símbolo de la fragilidad y del sufrimiento. Es también la gran objeción que hacen los hombres a Dios: si Dios existe, ¿por qué hay ese mal? Debemos escuchar la pregunta y también la respuesta de Dios. Hay que darle tiempo, saber esperar su respuesta. «El Señor quitará el sudario que envolvía los pueblos». ¡Tal es su promesa, su palabra de honor! «El Señor destruirá la muerte para siempre.» Tal es la buena nueva de Jesucristo. Comenzada en Jesucristo y celebrada en cada misa. Cada eucaristía, ¿es para mí una comida de victoria sobre la muerte? Proclamamos tu muerte, Señor, celebramos tu resurrección.

-El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros. ¡Lo ha prometido! ¡Admirable imagen! Dios... enjugará... las lágrimas... de los rostros de todos los hombres! ¡Señor, cuán reconfortante será ese día! Lo espero en la Fe y, en la espera de ese día procuraré consolar algunas lágrimas del rostro de mis hermanos.

-Se dirá aquel día: ¡Ahí tenéis a nuestro Dios, en El esperábamos y nos ha salvado... exultemos, alegrémonos, porque nos ha salvado! La muerte no es el final del hombre, no es su fin. El fin es la exultación, la alegría, la salvación. Esto es lo que Dios quiere, lo que Dios nos ha preparado (Noel Quesson).

El poema de Isaías ofrece un anuncio optimista: después de la victoria, Dios invitará a todos los pueblos, en el monte Sión, a un banquete de manjares suculentos, de vinos generosos, al final de los tiempos. No quiere ver lágrimas en los ojos de nadie. Se ha acabado la violencia y la opresión. Así ven la historia los ojos de Dios. Con toda la carga poética y humana que tiene la imagen de una comida festiva y sabrosa, regada con vinos de solera, que es una de las que más expresivamente nos ayuda a entender los planes de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La comida alimenta, restaura fuerzas, llena de alegría, une a los comensales entre sí y con el que les convida.

En Sión, finalmente, Dios preparará un banquete que dará vida eterna a todos los hombres. Mediante la muerte de Cristo, quienes lo acepten como Señor, Salvador y Mesías en su vida, participarán de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres; salvación hecha realidad a costa de la muerte redentora del Salvador. Él se convierte para nosotros en pan de vida; Él nos sienta a su mesa para que participemos del banquete-sacrifico que Él mismo ha preparado. Hechos uno con Cristo; unidos por un sólo Espíritu, formamos el Cuerpo del Señor del que Él es Cabeza. Si nosotros vivimos a plenitud este compromiso que brota de nuestra fe en Él, viviremos como hermanos, libres del llanto, del sufrimiento, de la persecución y de los asesinatos. Más todavía, gracias a Jesús, resucitado de entre los muertos, quienes participamos de su Vida y de su Espíritu, sabemos que la muerte no tendrá en nosotros ningún dominio, pues, aun cuando tengamos que pasar por ella, no nos detendremos en ella, sino que, destruida la muerte, viviremos para Dios eternamente. No desaprovechemos esta gracia que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros.

La Iglesia, signo de la presencia amorosa de Cristo en el mundo, se esfuerza continuamente por hacer desaparecer la tristeza, el llanto, el hambre y la afrenta que envolvían a muchas personas. Nos alegramos por todo aquello que realizan a favor de los demás muchos miembros de la Iglesia, que se despojan, incluso, de su propia vida, para que los demás disfruten de una vida digna. No es la simple filantropía la que los mueve, sino el amor hacia Cristo, presente especialmente en los pobres, desvalidos y desprotegidos. Así la Iglesia es el monte desde el que el Señor reparte a manos llenas todos los dones de su amor a favor de la humanidad entera. Sin embargo tenemos que lamentar que muchos viven todavía como si no conocieran a Dios, pues continúan siendo ocasión de sufrimiento para los demás. Por eso el Señor nos invita a confrontar nuestra vida con la vocación a la que hemos sido llamados, y que hoy nos ha recordado, haciéndonos ver qué es aquello que Él ofrece al mundo por medio nuestro. A partir de entonces hemos de iniciar un auténtico camino de conversión para que el Señor nos salve, y nos ponga en camino como testigos de su amor y de su misericordia.

El Señor dispondrá un festín para todos los pueblos. Es lo que anuncia el profeta Isaías: Dios, vencidos los enemigos, dispone un banquete abundante, regio, e invita a todos los hombres. A los invitados les hace el regalo de su presencia personal, quitando el velo que les impide contemplarlo: «es un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos». La imagen que nos presenta el profeta es un pálido reflejo de lo que realmente preparó Jesucristo con la Eucaristía, que nos dispone al banquete de la gloria eterna. «El Señor mostró su benignidad y nuestra tierra ha producido su fruto». Consoladora promesa para los que se preparan a la solemnidad de Navidad. En la comunión eucarística nos da Dios Padre su  benignidad: una gran festín de manjar exquisito, Jesucristo, el Salvador, su muy amado Hijo. Jesucristo se hace nuestro alimento y nos da su carne y su sangre, su espíritu y su vida. Con la fuerza de la sagrada comunión, la tierra de nuestra alma produce sus frutos: la virtud, la santidad, la unión con Dios. La Iglesia nos llama a esta inestimable fuente de santificación, que es el banquete eucarístico. El llanto y el dolor desaparecen. El pan que Jesús reparte a la multitud anticipa el banquete en que Él se entrega a Sí mismo en comida a los invitados.

 

2. –Salmo 22: Ante la manifestación de la ternura de Dios que nos prepara un lugar en el banquete eucarístico y escatológico de su Hijo bien amado, la liturgia de hoy reza con el salmista: «Habitaré en la casa del Señor por años sin término». El Señor es nuestro Pastor. Con él nada nos falta. Nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Nos guía por senderos justos. El camina con nosotros y con él nada tememos. Su vara y su cayado nos sosiegan. Prepara una mesa ante nosotros enfrente de nuestros enemigos, nos unge la cabeza con perfume y nuestra copa rebosa. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos nuestros días. El salmo prolonga la perspectiva: el Pastor, Dios, nos lleva a pastos verdes, repara nuestras fuerzas, nos conduce a beber en fuentes tranquilas, nos ofrece su protección contra los peligros del camino. "Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».

En este breve, pero delicioso salmo, bien conocido de los creyentes. I. El salmista reconoce en Yahweh a su pastor (v. 1). II. Narra sus experiencias de las bondades que ha tenido para él este divino pastor (vv. 2, 3, 5). III. Infiere de aquí que no ha de faltarle ninguna cosa buena (v. 1), que no tiene por qué temer ninguna cosa mala (v. 4) y que Dios nunca le abandonará en el camino de la misericordia; por lo que él resuelve no abandonar jamás a Dios en el camino del deber (v. 6).

Por ser Yahweh su pastor, infiere David que no le ha de faltar ninguna cosa que sea realmente buena para él (v. 1). También David fue pastor en su juventud. En 78:70,71, nos dice Asaf que «Dios sacó a David de los apriscos del rebaño; de detrás de las ovejas lo trajo.» Sabía, pues, por experiencia la preocupación y el afecto que un buen pastor siente hacia su rebaño. Recordaba la necesidad que de un tal pastor tienen las ovejas y que una vez había arriesgado la vida propia por salvar la de un cordero. Con esto ilustra el cuidado y el interés que tiene Dios por los suyos; y a esto parece referirse nuestro Salvador cuando dice: «Yo soy el buen pastor» (Jn. 10:11). El trae las ovejas al redil y las provee de todo lo necesario. Debemos conocer la voz de tal pastor y seguirle. Al considerar David que Yahweh es su pastor, bien puede decir con toda confianza:

«Nada me faltará», es decir, «de nada careceré». Si no tenemos algo que desearíamos tener, podemos concluir o que nos es dañoso o que lo tendremos a su debido tiempo.

Al considerar la bondad con que Yahweh, como buen pastor, cuida de él, infiere David que no tiene motivos para temer ningún mal en medio de las mayores dificultades y de los más graves peligros en que se pueda encontrar (vv. 2-4). Véase aquí la dicha de los santos como ovejas del prado de Dios:

(A) Están bien situadas: «En lugares de delicados pastos me hará descansar» (v. 2a). De la mano de Dios nuestro Padre tenemos el pan de cada día. La mayor abundancia es para el perverso un pasto seco, sin gusto, cuando sólo busca en él el placer de los sentidos; en cambio, para el hijo de Dios, que gusta la bondad de Dios en todo lo que disfruta, es un pasto delicado, delicioso, aun cuando tenga poca cosa del mundo (37:16; Pr. 16, 17). Dios hace que sus santos puedan reposar, pues les da paz de conciencia y contentamiento de corazón, cualquiera sea la suerte que les quepa en este mundo; el alma de los buenos descansa a gusto en el Señor, y eso hace que todos los pastos les resulten frescos y deliciosos.

(B) Van bien conducidas: «Junto a aguas de reposo me pastoreará» (v. 2b). Quienes se alimentan de la bondad de Dios, la dirección de Dios han de seguir: El les dirige los ojos, el camino y el corazón, hacia su amor. Dios provee para su pueblo, no sólo pasto y descanso, sino también refrigerio y placer santo. Dirige a los suyos, no a las aguas estancadas, que se corrompen y recogen suciedad, ni a las aguas bravías y encrespadas del mar, sino a las aguas silenciosas de los arroyos, porque las aguas de reposo que, sin embargo, fluyen silenciosas sin cesar, son las más aptas para representar la comunión espiritual de quienes caminan sin cesar hacia Dios, pero lo Hacen en silencio. «Me guiará por sendas de justicia», añade David (v. 3b), por el camino del deber, en el que me instruye por medio de su palabra, y me conduce por medio de su providencia. El camino del deber es el camino del verdadero placer, pero en estas sendas no somos capaces de caminar, a menos que El nos guíe a ellas y nos guíe en ellas.

(C) Van bien cuidadas cuando algo anda mal: «Confortará (o restaurará) mi alma» (v. 3a). Cuando, después de cierto pecado, su propio corazón hirió a David, y cuando después de otro pecado más serio, Natán fue enviado a decirle: «Tú eres ese hombre», Dios le restauró el alma.

Aun cuando permita Dios que los suyos caigan en pecado, no permite que yazcan tranquilos en el pecado. «Aunque pase por valle de sombra de muerte», es decir, por un valle tenebroso, expuesto al asalto de fieras y ladrones, «no temeré mal alguno» (v. 4). Hay aquí cuatro palabras que atenúan el terror:

(A) No se trata de muerte, sino de sombra de muerte, sombra sin cuerpo, figura sin realidad; ni la sombra de una serpiente pica, ni la sombra de una espada mata.

(B) Es valle de sombra, bastante profundo como para ser tenebroso, pero los valles son también fructíferos, como lo es aun la misma muerte para los piadosos hijos de Dios (Fil. 1:21).

(C) Es un pasar, como un corto paseo.

(D) Y es un pasar por el valle, no se perderán en el valle, sino que saldrán a salvo al monte de especias aromáticas que hay al otro lado. No hay allí mal alguno para el hijo de Dios, pues ni la muerte puede separarnos del amor de Dios (Ro. 8:38). El buen pastor, no sólo conduce, sino que escolta, a sus ovejas a través del valle. Su presencia las anima: «porque tú estarás conmigo». La vara y el cayado del final del versículo no son sinónimos. La vara es un palo recio que el pastor de Palestina usa todavía para defenderse a sí mismo y a sus ovejas, mientras que el cayado es un báculo más largo, no tan recio, curvado muchas veces en un extremo, que el pastor usa para conducir a las ovejas y para apoyarse él mismo en el suelo. Por Lv. 27:32, vemos que el pastor contaba las ovejas bajo la vara (Hebr. shábet).

De los beneficios que la generosidad de Dios le ha concedido, infiere David la constancia y perpetuidad de las misericordias de Yahweh (vv. 5-6): «Aderezarás mesa delante de mí en presencia de mis adversarios; tú me provees de todo lo necesario para mi alma y para mi cuerpo, no sólo en el tiempo, sino por toda la eternidad: alimento conveniente, una mesa bien preparada, bien llena la copa: mi copa está rebosando, de forma que no sólo tengo para mí, sino también para mis amigos». «Ungiste mi cabeza con aceite, como buen anfitrión» (v. Lc. 7:46). Al principio había dicho (v 1): «Nada me faltará»; pero ahora habla de forma positiva (v. 6): «Ciertamente la bondad y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida.» Dice Ryrie: «David se ve a sí mismo, no sólo como a un huésped-para-un-día, sino como recipiendario del pacto de Dios: de la bondad perpetua suya.» «Me seguirán», dice David, como el agua de la roca seguía al campamento de Israel por el desierto (1 Co. 10:4). «Me seguirán todos los días de mi vida, porque al que Dios ama, le ama hasta el final y hasta el extremo» (Jn. 13:1). «Ciertamente será así: la bondad y la misericordia que me han seguido hasta aquí, me seguirán también en adelante hasta el final.» «La casa de Yahweh» significa comúnmente el santuario; a veces, toda la Tierra Prometida (Jer. 12:7; Os. 8:1; 9:8, 15; Zac. 9:8). Dice Arconada: «Aquí creemos que es un rasgo alegórico, como las demás comparaciones del salmo, y que equivale a estar oculto bajo las alas o protección de Yahweh (17:8).» En todo caso, era tipo de la casa de nuestro Padre en el Cielo, en la cual hay muchas mansiones (Jn. 14:2: "Comentario Exegético-Devocional A Toda La Biblia." Editorial CLIE).

El Señor ha salido como el Buen Pastor en busca nuestra, que vivíamos como ovejas descarriadas, lejos de su presencia. Y Él nos ha conducido a las aguas bautismales para llenarnos de la fuerza de su Espíritu, para que podamos caminar, ya no tras las obras de la maldad, sino tras las obras del bien que proceden de Dios. Él nos ha sentado a su mesa para hacernos partícipes del banquete de salvación que ha preparado con su Cuerpo y con su Sangre, para que quienes nos alimentemos de Él entremos en comunión de Vida con el Señor y, transformados en Él seamos testigos de su amor para todos los pueblos. Él ha derramado en nosotros su Espíritu Santo para que, ungidos por Él, seamos constructores de su Reino, iniciándolo ya desde esta vida. Así, nosotros, hechos hijos de Dios y teniendo al mismo Dios como Pastor de nuestra vida, somos conducidos por Él para que vivamos en la Casa del Señor por años sin término. A esa meta final es a la que aspiramos quienes somos hombres de fe en Cristo; que Dios nos conceda no perder el rumbo que nos hará llegar sanos y salvos a su Reino celestial.

Hemos sido bautizados e injertados en Cristo Jesús. Su Vida y su Espíritu son nuestra Vida y nuestro Espíritu. Él mismo se convierte para nosotros en pan de Vida eterna, sentándonos a su Mesa para que en adelante ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Hechos uno en y con Cristo, el Señor sigue estando presente en el mundo por medio nuestro, que, como siervos fieles, trabajamos por su Reino. No confiamos en nuestras débiles fuerzas, sino en su gracia salvadora. Por eso el Señor es el único que nos da seguridad. Perseveremos firmes en su presencia y dejemos que su bondad y su misericordia nos acompañen todos los día de nuestra vida; de tal forma que, fortalecidos por Él, algún día podamos llegar a vivir en su casa por años sin término. Sabemos que continuamente seremos sometidos a prueba; y que muchas veces parecería como que el Señor nos hubiese abandonado. Sin embargo, aún en las cañadas oscuras, sigamos confiando en Aquel que nos ama y que nos quiere conducir sanos y salvos a su Reino celestial.

 

3. En el Evangelio (Mt 15, 29-37) Jesús está en un lugar desértico, sin comida para tanta gente como lo escuchaba: "tengo compasión de estas gentes, porque hace ya tres días que perseveran conmigo y no tienen que comer y no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino". Recuerdo una novela de Marlo Morlan, "Las voces del desierto", que narra de un viaje por el interior de Australia, junto a una tribu de aborígenes. Al inicio del viaje, es invitada a ponerse ropa adecuada, y ve con horror como todas sus pertenencias son echadas al fuego. Jesús vive en contacto con la naturaleza, no llevan un "camión almacén" con provisiones, no necesita nada; la ecología es uno de los muchos aspectos bellos del Evangelio. En la citada novela se puede leer: "Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible". De alguna forma, en el desierto la ausencia de todo lo superfluo purifica, y la protagonista va aprendiendo a comer de todo, resistir el cansancio y el dolor al andar descalza por la arena quemada. Al contrario de una sociedad de la previsión y de querer controlarlo todo, ellos viven al día, toman de la naturaleza lo que necesitan, cuidando del ecosistema. Forman parte de un "Todo" en que todos somos de Dios, y Él proveerá. No hay que dejar de hacer las cosas por el miedo: "el único modo de superar una prueba es realizarla. Es inevitable", dice otro de los personajes que viven en ese retiro ("walkabout") en medio del desierto australiano ("outback"). Allí se vive la liberación de ciertos objetos, incluso de ciertas formas de creencia que no ayudan a nuestra vida auténtica. Así, sin esas formas de egoísmo y con la mente abierta, la transparencia y sinceridad viene la apertura a los demás, la empatía, y según algunos cierta forma de telepatía, de comunicación sin ni siquiera palabras. Para ello hay que vivir el desierto interior, perdonar las ofensas, sabernos perdonar a nosotros mismos, quedar a la espera. Hoy hemos olvidado esa interioridad, ese "hacer desierto", y la falta de reflexión lleva a depender de las circunstancias, y al no poseerse a uno mismo esto genera miedo, genera amenazas para controlar a los demás, y la seguridad de los Estados funciona a base de amenazas sobre otros países, volviendo así al reino animal donde la amenaza desempeña un papel importante para la supervivencia. Pero si conocemos la providencia divina no podemos tener miedo, la fe y el miedo son incompatibles (si la fe es auténtica). En cambio, el tener cosas genera cada vez más miedo de perderlas, al final sólo se vive para tener cosas. En el desierto, la oración surge simple desde el corazón: "Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia"; todo es una oportunidad para el enriquecimiento espiritual. Es lo que recordamos hoy: "Llega el Señor y no tardará; iluminará los secretos de las tinieblas y se manifestará a todos los pueblos" (Antífona entrada, Ha 2, 3; 1 Cor 4, 5).

Así como el Pueblo de Israel esperó la venida del Salvador durante miles de años, y vivió su desierto, también nosotros hemos de tener un desierto interior en el que limpiemos nuestro interior. ¡Cuántos descaminos, cuánta inutilidad en pensamientos, cuántas omisiones! La plenitud de los tiempos, ese momento tan especial del encarnarse de Dios, la alegría de la Navidad, nos ha de coger atentos, bien dispuestos: gozosos en esa espera, ya que "¡El Señor está cerca!" En Adviento de 1980, Juan Pablo II en sus catequesis tradicionales en las parroquias de Roma la tarde de los domingos se dirigió a dos mil niños con estas palabras: -"¿Cómo os preparáis para la Navidad?"

-"Con oración" -le responden a gritos.

- "Bien, con la oración -les dice el Papa-, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis?"

- "¡Lo haremos!, le responden con voz todavía más fuerte.

- "Sí, debéis hacerlo". Y luego les dice como confidencialmente: "El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño-Dios".

 Jesús ha nacido en Belén precisamente para revelarnos la verdad salvífica, para darnos la vida de la gracia, seguía diciendo el Papa: "¡Empeñaos en ser siempre partícipes de la vida divina  infundida en nosotros por el Bautismo. Vivir en gracia es dignidad suprema, es alegría inefable, es garantía de paz, es ideal maravilloso"; y ¡qué bueno es este Dios que nos perdona siempre! En el desierto australiano, las nubes de moscas parecen asaltar al viajero, pero lo limpian como lo hiciera el agua. Muchas cosas malas, como el veneno de las serpientes, tienen una utilidad buena, medicinal. Todo tiene un sentido, si sabemos poner cada cosa en su sitio. Hasta lo malo adquiere un valor bueno, aunque sólo sea por la experiencia que nos ayuda a mejorar.

Y luego viene la multiplicación de los panes y peces: si ponemos de nuestra parte, el Señor viene y nos da la Sagrada Comunión: es la Navidad de todos los días. Si queremos... Dice San Josemaría Escrivá (Forja, n.548): "Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! - "Ecce veniet!" -¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia".

Un modo muy especial de prepararnos es cuidar los detalles de amor, para recibir a Jesús, si podemos cada día. Él dispone la mesa, el milagro de la multiplicación de los panes. Santa María Esperanza nuestra, nos ayudará a recorrer este camino del Adviento usando esos medios (oración, Eucaristía), para disponer nuestra alma para la llegada del Señor.

-Muchas gentes fueron a Jesús llevando consigo cojos, ciegos, baldados, mudos y otros muchos enfermos. He ahí la pobre humanidad que corre tras de Ti, Señor. La lista de San Mateo es significativa, por la acumulación de miserias humanas. La atención de Dios va en primer lugar hacia éstos. La misericordia amorosa de Dios se interesa primero por los que sufren, por los pobres, por los enfermos. En este tiempo de Adviento, propio para reflexionar sobre la espera de Dios que se encuentra en el corazón de los hombres, es muy provechoso contemplar esta escena: "Jesús rodeado... Jesús acaparado... Jesús buscado... por los baldados, los achacosos.

-Y los pusieron a sus pies y El los curó. Es el signo de la venida del Mesías: el mal retrocede, la desgracia es vencida. ¿Es éste también el signo que yo mismo doy siempre que puedo? ¿Procuro también que el mal retroceda? Y mi simpatía, ¿va siempre hacia los desheredados? Mi plegaria y mi acción ¿caminan en este sentido?

-Entonces la multitud estaba asombrada... y glorificaron a Dios. La venida del Señor es una fiesta para los que sufren. Cuando Dios pasa deja una estela de alegría. ¿Me sucede lo mismo cuando trato de revelar a Dios? Sé muy bien, Señor, que las miserias materiales no suelen ser aliviadas hoy; quedan muchos baldados, ciegos, achacosos... Es una de las graves cuestiones de nuestra fe. Quiero creer, sin embargo, que Tu proyecto es suprimir todo mal. Quiero participar en él... con la esperanza de que por fin el mal desaparecerá. Y aun cuando desgraciadamente, las miserias físicas no puedan ser siempre suprimidas, creo que es posible a veces transfigurarlas un poco. Señor, da ese valor y esa transfiguración a todos los angustiados.

-Y Jesús, convocados sus discípulos, dijo: "Tengo compasión de estas turbas..." Jesús está visiblemente emocionado. Hay una emoción sensible en estas palabras. Contemplo este sentimiento tan humano en su corazón de hombre y en su corazón de Dios. Hoy todavía Jesús nos repite que se apiada y sufre con los que sufren. Si "llama a sus amigos", es para hacerles participar de su sentimiento. ¿Ante quiénes experimenta hoy Jesús lo mismo? ¿A quiénes quiere hacerles partícipes de su actitud de amor?

-"No tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino... ¿Cuántos panes tenéis?... El Señor nos invita a prestar atención al grave problema del hambre. Los que hoy tienen hambre. Todas las hambres: el hambre material, el hambre espiritual.

-Siete panes y algunos pececillos... Es de este "poco" que va a salir todo. Siete panes no es mucho para una muchedumbre. Es en el reparto fraterno que se encuentra la solución del hambre y en el amor siempre atento a los demás.

Jesús multiplica. Pero ello ha tenido un primer punto de partida humano, modesto y pequeño. A pesar de ver cuán insuficientes son mis pobres esfuerzos, ¿no debo, sin embargo, hacer ese esfuerzo? Señor, he aquí mis siete panes, ¡multiplícalos! (Noel Quesson).

En nadie mejor que en Jesús de Nazaret se han cumplido las promesas del profeta. Con él ha llegado la plenitud de los tiempos. También él, muchas veces, transmitía su mensaje de perdón y de salvación con la clave de comer y beber festivamente. En Caná convirtió el agua en vino generoso. Comió y bebió él mismo con muchas personas, fariseos y publicanos, pobres y ricos, pecadores y justos. Hoy hemos escuchado cómo multiplicó panes y peces para que todos pudieran comer. Y cuando quiso anunciar el Reino de Dios, lo describió más de una vez como un gran banquete preparado por Dios mismo. Jesús ofrece fiesta, no tristeza. Y fiesta es algo más que cumplir con unos preceptos o resignarse con unos ritos realizados rutinariamente.

a) Está bien que en medio de nuestra historia, llena de noticias preocupantes de cansancio y de dolor, resuenen estas palabras invitando a la esperanza, dibujando un cuadro optimista, que hasta nos puede parecer utópico. Podemos y debemos seguir leyendo a los profetas. No se han cumplido todavía sus anuncios: no reinan todavía ni la paz ni la justicia, ni la alegría ni la libertad. La obra de Cristo está inaugurada, pero no ha llegado a su maduración, que nos ha encomendado a nosotros.

La gracia del Adviento y de la Navidad, con su convocatoria y su opción por la esperanza, nos viene ofrecida precisamente desde nuestra historia concreta, desde nuestra vida diaria. Como a la gente que acudía a Jesús y que él siempre atendía: enfermos, tullidos, ciegos. Gente con un gran cansancio en su cuerpo y en su alma. ¿Como nosotros? Gente desorientada, con experiencia de fracasos más que de éxitos. ¿Como nosotros?

b) Tendríamos que «descongelar» lo que rezamos y cantamos. Cuando decimos «ven. Señor Jesús». deberíamos creerlo de veras. El Adviento no es para los perfectos, sino para los que se saben débiles y pecadores y acuden a Jesús, el Salvador. Él, como nos aseguran las lecturas de hoy, compadecido, enjugará lágrimas, dará de comer, anunciará palabras de vida y de fiesta y acogerá también a los que no están muy preparados ni motivados. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

El Adviento nos invita a la esperanza ante todo a nosotros mismos. «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación». Para que acudamos con humildad a ese Dios que salva y convoca a fiesta. Nos invita a mirar con ilusión hacia delante, a los cielos nuevos y la tierra nueva que Cristo está construyendo.

c) Pero también podemos pensar: nosotros, los cristianos, con nuestra conducta y nuestras palabras, ¿contribuimos a que otros se sientan invitados a la esperanza? ¿enjugamos lágrimas, damos de comer, convocamos a fiesta, curamos heridas del cuerpo y del alma de los que nos rodean? ¿multiplicamos, gracias a nuestra acogida y buena voluntad, panes y peces, los pocos o muchos dones que tenemos nosotros o que tienen las personas con las que nos encontramos? Si es así, si mejoramos este mundo con nuestro granito de arena, seremos signos vivientes de la venida de Dios a nuestro mundo, y motivaremos que al menos algunas personas glorifiquen a Dios, como hicieron los que veían los signos de Jesús.

d) En la Eucaristía nos ofrece Jesús la mejor comida festiva: él mismo se nos hace presente y se ha querido convertir en alimento para nuestro camino. Si la celebramos bien, cada Misa es para nosotros orientación y consuelo, fortalecimiento y vida. Nunca mejor que en la Eucaristía podemos oír las palabras de Jesús: venid a mi los que estáis cansados. Y sentir que se cumple el anuncio del banquete escatológico: «dichosos los invitados a la cena del Cordero». La Eucaristía es garantía del convite final, en el Reino: «el que me come tiene vida eterna, yo le resucitaré el último día» (J. Aldazábal).

A una de las suaves colinas que bordean el mar de Galilea, subió un día Jesús y se sentó. El evangelista Mateo nos dice que le llevaron toda clase de enfermos y que él los curó provocando, claro está, la admiración de la gente que prorrumpía en alabanzas a Dios. Luego vino el banquete: ante la impotencia de los discípulos que no sabían de dónde sacar comida para tanta gente, Jesús pronuncia la acción de gracias sobre siete panes y unos pocos peces, los va entregando a los discípulos y éstos al gentío. Todos comieron, y se saciaron y recogieron siete canastos con las sobras. Es la realización de la visión de Isaías, porque Jesús es el Mesías y el salvador prometido, en él realiza Dios todas las promesas. No vale la pena que nos preguntemos cómo pudo Jesús hacer todo eso, si es verdad lo que nos cuenta el evangelista. Lo importante es que contemplemos la salvación en acto, fluyendo desde el monte santo de Dios, para alegrar la tierra, para salvarnos a todos los que sufrimos bajo el peso del pecado, del mal y de la muerte.

Es a nosotros los cristianos a quienes corresponde manifestar la verdad del evangelio. Ya comenzando casi un nuevo milenio sabemos por las estadísticas que todavía hay hambre en el mundo, entre tantísimos males. Que millones de seres humanos, muchos cientos de millones, no tienen alimentos suficientes para vivir una vida digna y sana. Mientras tanto, otros tenemos o tienen de sobra. Hasta llegar a destruir alimentos que no se consumen, además de que se gastan millones de millones en cosas superfluas, en sobrealimentación dañina. Sin mencionar los gastos de la muerte: en armas sobre todo; gastos que alcanzarían, dicen los especialistas, para erradicar definitivamente el hambre en el mundo.

Prepararnos para celebrar y conmemorar el nacimiento de Jesús es disponernos a escuchar su Palabra, a seguirle en su solidaridad con los pobres, a realizar junto con él la voluntad de Dios. A comprometernos a luchar contra tantos males que aquejan al mundo. No por culpa de Dios, sino por nuestros pecados que son, radicalmente, de egoísmo (J. Mateos-F. Camacho).

Un Mesías misericordioso. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: Me da lástima esta gente (Mateo 5, 7). Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de los panes. Y nosotros, para aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos en Jesús, que viene a salvar lo que estaba perdido, a cargar nuestras miserias para salvarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Este es el gran motivo para darse a los demás: ser compasivos y tener misericordia. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. La misericordia divina es la esencia de toda la historia de la salvación. Meditar en la misericordia del Señor nos ha de dar una gran confianza ahora y en la hora de nuestra muerte, como rezamos en el Ave María. Sólo en eso Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis méritos, sino en tu misericordia.

De forma especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona sus pecados. Nosotros, que estamos enfermos, que somos pecadores, necesitamos recurrir muchas veces a la misericordia divina: Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación (Salmo 84, 8), repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico. En tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al Corazón misericordioso de Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mateo 8, 2). Esto nos impulsa a volver muchas veces al Señor, mediante el arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión. Pero el Señor ha puesto una condición para obtener de Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes rodean. En la parábola del buen samaritano (cf San Agustín, La ciudad de Dios) nos enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre: no nos está permitido "pasar de largo" con indiferencia, sino que debemos "pararnos" con compasión junto a él.

El campo de la misericordia es tan grande como el de la miseria humana que se trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y calamidad en el orden físico, intelectual y moral. Por eso las obras de misericordia son innumerables, tantas como necesidades tiene el hombre. Nuestra actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con aquellos con quienes Dios ha puesto a nuestro lado, especialmente con los enfermos. Nuestra Madre nos enseñará a tener un corazón misericordioso, como el de Ella (Francisco Fernández Carvajal, resumido por Tere Correa de Valdés).

Con que facilidad se nos cierra el camino a los hombres: ¿donde conseguiremos pan para toda esta multitud? Con mucha frecuencia se nos pierde de vista que Jesús es Dios. Si él mandaba dar de comer es porque el mismo proveería la manera de hacerlo. En nuestro día de trabajo, de estudio, de actividad, debemos tener siempre presente que Dios nos acompaña, que nunca está lejos; que lo que para nosotros parece imposible, para Dios no lo es. Dios utiliza nuestros pocos y pobres recursos para satisfacer la necesidades humanas y espirituales de todos los que lo van siguiendo. Pongamos a disposición del maestro nuestros recursos humanos y espirituales y dejemos que lo imposible se haga realidad delante de nuestros propios ojos (Ernesto María Caro).

El Evangelio hoy nos habla de cómo los paganos glorificaron al Dios de Israel, pues hasta ellos llegó Dios como el que se levanta victorioso sobre el pecado y la muerte y las diversas manifestaciones de muerte, como son las diversas enfermedades. Todo esto manifiesta un gesto del amor misericordioso de Dios para quienes vivían en tierra de sombras y de muerte. Es Cristo mismo quien expresa: me da lástima esta gente; no quiero despedirlos; no quiero que desmayen por el camino. Dios se hace fuente de salvación y fortaleza para todos los hombres de buena voluntad. Él, sentado en la cumbre del monte, prepara un festín suculento para todos los pueblos haciendo que siete panes y unos cuantos pescados alcancen para dar de comer a más de cuatro mil gentes, y que todavía se recojan siete canastos de sobras. Así anuncia que con su muerte bastará y sobrará para que, quien lo acepte a Él, participe del pan de vida, y que quien lo coma viva para siempre, pues Él lo resucitará en el último día. Cristo ha venido a nosotros como salvador y a saciar nuestra hambre y sed de justicia; ojalá y no lo rechacemos, sino que dejemos que habite en nosotros como en un templo y que su Espíritu guíe nuestros pasos por el camino del bien.

Reunidos para celebrar la Eucaristía, venimos al Monte Santo, que es Cristo, para disfrutar de la salvación y de los bienes eternos, que Él ha preparado para nosotros. El Señor nos hace participar del amor de Dios, pues entrando en comunión de vida con Él, hacemos nuestra la misma Vida que Él recibe de su Padre Dios. Y el Señor no se muestra tacaño con nosotros. Él mismo se nos da en plenitud. De nosotros depende quedarnos sólo como espectadores en su presencia, o sentarnos a su Mesa y alimentarnos, tanto de su Palabra, como de su Pan de Vida, que Él parte para nosotros. Dios, presente así en nuestra vida, se quiere convertir para nosotros en el Buen Pastor que nos alimenta, pero que al mismo tiempo, conduciéndonos por delante con su cruz, nos hace caminar como testigos de su amor y de su misericordia especialmente hacia los más desprotegidos y pecadores. Este es el compromiso que tenemos como Iglesia; ojalá y no lo echemos en un saco roto, sino que lo vivamos en plenitud.

Ojalá y no vayamos por la vida olvidándonos del Señor y alimentándonos sólo de las cosas temporales, que muchas veces oprimen nuestra mente y nuestro corazón. Dios quiere que arranquemos del mundo todo signo de dolor, de lágrimas y de afrentas. Dios no quiere que vengamos a la Celebración Eucarística, y que tal vez nos acerquemos a su Mesa, para después volver a los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida a quitarles el alimento a los demás, a quitarles la paz, la alegría y la vida. Ojalá y la Iglesia de Cristo sea un lugar en el que todos encuentren colmadas sus esperanzas de construir un mundo más imbuido en el amor fraterno y solidario, más justo y más en paz. Ojalá y pongamos toda nuestra vida al servicio del bien y de la salvación de quienes nos rodean, pues Dios no quiere que actuemos con tacañerías en la proclamación de su Evangelio. Por eso no podemos decir que le dedicamos al Señor unos momentos de oración, y tal vez algunos momentos de apostolado a la semana, sino que toda nuestra vida se ha de convertir en un testimonio de bondad, de misericordia, de comunión y de solidaridad dado continuamente, ahí donde desarrollamos nuestras diversas actividades.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser motivo de esperanza en un mundo que necesita renovarse, día a día, en el amor de Cristo hasta lograr que, compartiendo lo que somos y tenemos, vivamos en un fundo más justo y más fraterno, signo de la presencia del Reino de Dios entre nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).

La Iglesia en su liturgia pone en nuestros labios esta exclamación: «Ven, Señor, no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y manifiéstate a todos los pueblos» (Hab 2,3; 1 Cor 4,5). La oración colecta (Gelasiano) pide al Señor que El mismo prepare nuestros corazones, para que cuando llegue Jesucristo, su Hijo, nos encuentre dignos del festín eterno, y merezcamos recibir de sus manos, como alimento celeste, la recompensa de la gloria.

Jesús cura a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesucristo tiene predilección por los pobres, por los oprimidos, por los enfermos. Nos lo dice el Evangelio de hoy. También nosotros nos encontramos entre ellos: nos hemos hecho cojos por el apego a las criaturas, lisiados por el amor propio, ciegos por el orgullo, mudos por la soberbia y hemos contraído otras enfermedades espirituales. Hemos de pensar que solo Él es quien sana y que los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía han sido instituidos para esto. Miremos a Jesús, cómo se compadece de la multitud que le sigue sin acordarse del sustento necesario. Y cómo realiza el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, que es símbolo de la Eucaristía, como lo ha entendido toda la tradición de la Iglesia. En la Santa Misa hemos de integrarnos, con todo lo que somos y tenemos, en las necesidades de nuestros hermanos. Hemos de ayudarlos. La ofrenda de nuestras acciones, de nuestros sufrimientos, de nuestras alegrías, de nuestro trabajo, durante la celebración eucarística vienen a ser parte integrante del sacrificio, unidos nosotros a Cristo, teniendo sus mismos sentimientos. Hemos de participar en la Santa Misa con mente y corazón, con plena disponibilidad, para identificar siempre nuestra voluntad con la voluntad de Dios (Manuel Garrido Bonaño).