Cuaresma 3, miércoles: Hemos de alabar a Dios que nos protege, en Jesús que lleva la ley a cumplimiento en la nueva ley de la libertad de los hijos de Dios
Deuteronomio 4,1.5-9: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. Tengan bien presente que ha sido el Señor, mi Dios, el que me ordenó enseñarles los preceptos y las leyes que ustedes deberán cumplir en la tierra de la que van a tomar posesión. Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: "¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!". ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes? Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
Salmo 147,12-13.15-16.19-20: ¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión! / Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti; / Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente; / reparte la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza. / Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: / a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos. ¡Aleluya!
Evangelio (Mt 5,17-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».
Comentario: 1. Los caminos que Dios señala son en verdad justos y sensatos, por ellos se llega a la felicidad y a la vida. Dios se dirige a los hombres como a una persona amada, por su nombre: «Escucha, Israel...» En estos días de cuaresma trato de estar «a la escucha». «Para vivir» plenamente... “Escuchar a Dios para vivir en plenitud. Ayúdame, Señor: que yo experimente, que tu Palabra escuchada sea «vida» para mí... como una respiración vital cotidiana y de ningún modo un triste deber cotidiano obligatorio”. Para así "entrar en posesión de la tierra que Dios da", en un sentido «interior», un espacio vital sagrado. “Que tu Palabra, Señor, sea mi "sabiduría", un alimento de mi espíritu. Que tus pensamientos lleguen a ser también mis pensamientos. Que tu manera de ver impregne mis modos de ver. Y todo ello en plena libertad. No como una coacción exterior obligatoria... sino como una fuente vivificante y profunda. No como un "mandamiento" tiránico y humillante... sino como una necesidad interior aceptada de buen grado”. Sin embargo, a veces dudamos: “Tú te callas, pareces estar lejos de nosotros. Pero lo sé, estás ahí. Tú me miras en este mismo momento. Te interesas por mí y estás más cerca de mí que mi propio corazón” (Noel Quesson).
2. El inicio del salmo de hoy se ha hecho famoso en parte por haber sido llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem, Dominum». Lo comentaba así Juan Pablo II: “Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de los salmos a alabar al Señor. Jerusalén, personificación del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf. versículo 12).
Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la ciudad (Cf. versículo 13).
Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel, mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo y rompió sus cerrojos» (Lamentaciones 2, 8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos. Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Nehemías 3, 1-38), quien restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de serenidad y paz.
De hecho, la paz, «shalom», es evocada inmediatamente, pues es contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la paz, y por gobierno la justicia» (60, 17).
Pero, además de reconstruir los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley de las prescripciones divinas: «Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Salmo 147, 19).
De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Deuteronomio 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (Cf. Salmo 147, 20).
Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo.
Hay, además, otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir, ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de la tierra (Cf. Salmo 147, 15). E inmediatamente hace florecer maravillas.
De este modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha recuerda al polvo del desierto (Cf. versículo 16), el granizo se parece a las migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea la vegetación (Cf. versículo 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).
Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace discurrir las aguas (Cf. Salmo 147, 18), repitiendo así el perenne ciclo de las estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres.
Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en particular, de la Sagrada Escritura.
Este es su comentario: «Nuestro Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misma todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios, como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, tormento» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» («74 omelie sul libro dei Salmi»), Milán 1993, pp. 543-544).
Por tanto, el Señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (Cf. Salmo 18, 2-7), pero se expresa de manera explícita a través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebreos 1,1-2). Son dos dones de su amor diferentes, pero convergentes.
Por este motivo todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza, y por eso se reza en los Laudes de la Liturgia de las Horas, “para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y de la fe, de la creación y de la redención”.
En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Estamos en un momento plural con distintas religiones, que buscan la trascendencia, la verdad, el sentido profundo de la vida. En la revelación judeo-cristiana, es Dios quien busca al hombre, le dirige su Palabra, como dice Moisés: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4,7). El salmo nos invita a alabar a Dios («glorifica al Señor, Jerusalén») porque ha bendecido a su pueblo comunicándole su palabra: «él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz... anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel: con ninguna nación obró así», sigue por tanto la idea de la primera lectura, al modo poético, como todos estos días. Y, todavía, el salmista canta que Dios «revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel: no hizo tal con ninguna nación, ni una sola conoció sus juicios » (Sal 147,19-20). En la Entrada pedimos: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
3. Jesús continúa hoy con el Sermón de la montaña, pero con una nota de continuidad al Antiguo Testamento, sin quedarse en las aplicaciones circunstanciales o rituales de ceremonias, sino yendo al sentido profundo, perenne, pues entre los primeros cristianos tenían pugnas sobre si también debían vivir aquellas concreciones. Por eso nos dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar cumplimiento»… Recuerda a este respecto Benedicto XVI que del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá, que es ley de libertad (como veremos al comentar las cartas a los Romanos y Gálatas). “La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías”. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. “A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida”.
“Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 17-19). Es una ley de libertad, como decía Jacques Philippe en “La libertad interior”: “considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundimos ni agobiamos del todo”. Se trata de tener un “oasis” en nuestro corazón: “el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad… el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual”; esto coloca en un papel decisivo en el desempeño de nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, resumida en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Para ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacemos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios –“donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”-, es importante acudir a María: «Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atarnos a Él, el Infinito» (Madre Yvonne-Airnée de Malestroit).
Interiorizar la ley, sin formalismos. No es fácil. No he venido a "abrogar" la ley, sino a "consumarla"... samaritanos, publicanos, extranjeros, leprosos. El evangelio está lleno de controversias de Jesús con los escribas, muy aferrados a la letra de la Ley. Jesús luchaba contra todo formalismo, contra toda estrechez de miras. Sin embargo, obrando así, pero no para destruir la Ley, sino para salvarla, mejorarla para que cumpliera su fin. “Nada es pequeño delante de Dios, según el texto de la Sagrada Escritura. No hay "pequeños deberes" sobre lo que nos pide la Palabra de Dios.
"Considerar las cosas pequeñas como grandes, a causa de Jesús que es quien las hace en nosotros”(B. Pascal). Jesús nos invita a no soñar con cosas grandes: lo que a diario hacemos es a menudo pequeño, minúsculo. Todo depende de lo que nuestro corazón pone en ello.
Santa Teresa de Lisieux entró en el Carmelo a los quince años con todo el entusiasmo de su adolescencia. Lo que le esperaba fue: barrer los claustros, hacer la colada, acompañar al refectorio a una hermana vieja y enferma. Pequeñas cosas. La vida humilde, la dedicada a trabajos pesados y fáciles, es una obra de selección que requiere mucho amor.
-El que practicare y enseñare -esos mandamientos mínimos- será "grande" en el reino de los cielos.
"Las obras deslumbrantes me están prohibidas. Para dar pruebas de mi amor no tengo otro medio que el de no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; de aprovechar las más pequeñas acciones y hacerlas por amor.' (Santa Teresita) Lo que es "pequeño" a los ojos de los hombres, puede ser "grande" a los ojos de Dios.
Ayúdame, Señor, a saber apreciar cualquier cosa, como Tú. Modesta actualidad de cada día. Banalidad cotidiana enaltecida. Una vez más, Jesús insiste en el "hacer"... practicar... poner en práctica... Es fácil el ilusionarse con bellas palabras. Uno se cree bueno porque se siente capaz de hablar bien de "espiritualidad" o incluso de discutir sobre doctrina teológica... Jesús nos reconduce a la realidad de nuestros actos cotidianos. Hacer la voluntad de Dios, aun en los mínimos detalles. Esfuerzo de cuaresma (Noel Quesson), para ver, como decía san Teófilo de Antioquía: «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados». Para poder purificar el corazón y poder ver, pedimos en la Colecta (en la nueva redacción, con elementos del Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la plegaria». Y también en la Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos alcanzar las promesas eternas».
Llucià Pou Sabaté
miércoles, 30 de marzo de 2011
martes, 29 de marzo de 2011
Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la misericordia divina
Libro de Daniel 3,25.34-43: Él replicó: "Sin embargo, yo veo cuatro hombres que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses". - «Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»
Salmo 25,4-9: Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. / Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día. / Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. / No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: Por tu bondad, Señor, acuérdate de mí según tu fidelidad. / El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados; / Él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.
Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»
Comentario: 1. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No existe ninguna estructura ni institución: «ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar. . .» En esta situación de desolación, es cuando Daniel eleva a Dios su plegaria. La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder: los medios humanos han fallado a menudo... los fracasos eran habituales... Sobre ellos, los sucesos se abatían duros y desconcertantes... Y, en esa situación, la impresión turbadora de «estar abandonado de Dios»... la peor tentación para el que ha puesto en Dios su confianza. -Somos los más pequeños de todas las naciones... Humillados hoy en el mundo entero a causa de nuestros pecados. ¡Ánimo! también yo, una vez más, he de considerar mi "pequeñez". Atreverme a hacer el balance de mis mezquindades, de mis infortunios, de mis pecados. Esa lucidez es ya un inicio de plegaria. Lo pienso sosegadamente... ¿Por qué taparse la cara? ¿Por qué hacerse ilusiones?
-Para los que confían en ti, no hay confusión... Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro... «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro.
-Trátanos con la abundancia de tu «misericordia» y según tu gran «bondad»... Eres Tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Gracias (Noel Quesson).
El concepto de 'misericordia' en el Antiguo Testamento fue estudiado por Juan Pablo II en la encíclica que lleva ese nombre divino de Rico en misericordia: es “una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia. A este respecto, los libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (Cfr. Jue 3, 7-0), la oración de Salomón al inaugurar el templo (Cfr. 1 Re 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (Cfr. Miq 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (Cfr. Is 1, 18; 51,4-16), la súplica de los hebreos desterrados (Cfr. Bar 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (Cfr. Neh 9).
Es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (Cfr.,p.e., Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con conciencia de la gravedad de su culpa (Cfr. 2 Sm 11; 12; 24, 10). Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura (Job passim.). A Él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo (Est 4, 17 ss.). En los libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos (Cfr.,p.e.,Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3.11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24).
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo (Cfr Ex 3, 7 ss.). En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individualizar su amor y compasión (Cfr. Is 63, 9). Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como 'Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad' (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo (Cfr. Nm 14, 18; 2 Cr 30, ; Neh 9, 17; Sal 86, 15; Sab 15, 1; Sir 2, 11; Jl 2, 13) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí, y a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: Él es su Padre (Cfr. Is 63, 16), ya que Israel es su hijo primogénito (Cfr. Ex 4, 22); Él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, 'muy amada', porque será tratada con misericordia (Cfr. Os 2, 3).
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 ss). Es fácil entonces comprender por qué los salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes al Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad (Sal 103 y 145).
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él. El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden -podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, acercarla al hombre desde distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes viven bajo el peso del pecado al igual que a todo Israel, que se había adherido a la alianza con Dios, a recurrir a la misericordia, y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Luego da gracias y gloria por la misericordia cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más 'grande' que ella: es más grande en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los salmistas y a los profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia (Sal 40, 11; 98, 2 ss.; Is 45, 21; 51, 5.8; 56, 1). La misericordia difiere de la justicia, pero no se opone a ella. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo del mal respecto a aquel a quien ya ha hecho donación de Sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: 'nada aborreces de lo que has hecho' (Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación remontándonos al 'principio', en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios, que es amor' (1 Jn 4, 16).
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda gran familia humana: 'Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor' (Jer 31, 1). 'Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará' (Is 54, 10). Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica (Jon 4, 2.11; Sal 145, 9; Sir 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1). Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo Él al apóstol Felipe estas memorables palabras: '¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
2. Pide el salmo a Dios la dirección en el camino del deber (vv. 4,5), y apela a su infinita misericordia, también para el perdón de los pecados. Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nos cuesta mucho a los seres humanos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
La penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios; seguiremos aquí algunos puntos de san Josemaría Escrivá: «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables». «Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV,7): una misericordia suave (Ps CVIII,21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV,26)».
Quizá donde con más ternura se refiere a ese caminar hacia la misericordia divina es en “La conversión de los hijos de Dios”: “¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado”, y después de considerar nuestras flaquezas añade: “La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne”. Es a Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos comprende, “permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios. Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te espera”.
Situadas en esta dinámica está el sacramento de la penitencia: «Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino» (Es Cristo que pasa, n. 78). Podríamos ir viendo cada uno de los Sacramentos, como manifestaciones del amor paternal de Dios; de todas formas quizá es en éste -junto con el bautismo- donde más se contempla de modo inmediato la misericordia paterna de Dios.
La misericordia es propia del corazón de padre, y la teología de la filiación divina no consiste en ningún caso en promover una postura poco realista de euforia romántica o de ilusorio utopismo. Malentendidos de ese tipo contradecirían directamente su esencia. La conciencia de la filiación divina está estrechamente unida al conocimiento de nuestras debilidades y caídas, y al de sus correspondientes remedios; de modo que, por así decirlo, este nítido y sensato saber de los propios límites no necesita ser «liberado» por otros saberes teológicos. Por eso, destaca entre todas las virtudes humanas la humildad: “illum oportet crescere, me autem minui” (Jn 3, 30), para poder decir con San Pablo: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20). Es en cierto modo un «endiosamiento» (palabra que gustaba emplear san Josemaría) que es manifestación de «humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza».
3. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.
Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas? Y no se trata precisamente de deudas pecuniarias.
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: la justicia, la pedagogía, la lección que tienen que aprender los demás. Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz.
Es el colofón del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para que nos quede bien grabado: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos. El que tenga el corazón más sano que dé el primer paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado, que a veces ofende más. Sin pasar factura. Alejar de nosotros todo rencor. Perdonar con amor, sintiéndonos nosotros mismos perdonados por Dios” (J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté
Salmo 25,4-9: Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. / Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día. / Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. / No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: Por tu bondad, Señor, acuérdate de mí según tu fidelidad. / El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados; / Él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.
Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»
Comentario: 1. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No existe ninguna estructura ni institución: «ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar. . .» En esta situación de desolación, es cuando Daniel eleva a Dios su plegaria. La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder: los medios humanos han fallado a menudo... los fracasos eran habituales... Sobre ellos, los sucesos se abatían duros y desconcertantes... Y, en esa situación, la impresión turbadora de «estar abandonado de Dios»... la peor tentación para el que ha puesto en Dios su confianza. -Somos los más pequeños de todas las naciones... Humillados hoy en el mundo entero a causa de nuestros pecados. ¡Ánimo! también yo, una vez más, he de considerar mi "pequeñez". Atreverme a hacer el balance de mis mezquindades, de mis infortunios, de mis pecados. Esa lucidez es ya un inicio de plegaria. Lo pienso sosegadamente... ¿Por qué taparse la cara? ¿Por qué hacerse ilusiones?
-Para los que confían en ti, no hay confusión... Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro... «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro.
-Trátanos con la abundancia de tu «misericordia» y según tu gran «bondad»... Eres Tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Gracias (Noel Quesson).
El concepto de 'misericordia' en el Antiguo Testamento fue estudiado por Juan Pablo II en la encíclica que lleva ese nombre divino de Rico en misericordia: es “una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia. A este respecto, los libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (Cfr. Jue 3, 7-0), la oración de Salomón al inaugurar el templo (Cfr. 1 Re 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (Cfr. Miq 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (Cfr. Is 1, 18; 51,4-16), la súplica de los hebreos desterrados (Cfr. Bar 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (Cfr. Neh 9).
Es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (Cfr.,p.e., Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con conciencia de la gravedad de su culpa (Cfr. 2 Sm 11; 12; 24, 10). Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura (Job passim.). A Él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo (Est 4, 17 ss.). En los libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos (Cfr.,p.e.,Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3.11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24).
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo (Cfr Ex 3, 7 ss.). En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individualizar su amor y compasión (Cfr. Is 63, 9). Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como 'Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad' (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo (Cfr. Nm 14, 18; 2 Cr 30, ; Neh 9, 17; Sal 86, 15; Sab 15, 1; Sir 2, 11; Jl 2, 13) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí, y a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: Él es su Padre (Cfr. Is 63, 16), ya que Israel es su hijo primogénito (Cfr. Ex 4, 22); Él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, 'muy amada', porque será tratada con misericordia (Cfr. Os 2, 3).
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 ss). Es fácil entonces comprender por qué los salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes al Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad (Sal 103 y 145).
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él. El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden -podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, acercarla al hombre desde distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes viven bajo el peso del pecado al igual que a todo Israel, que se había adherido a la alianza con Dios, a recurrir a la misericordia, y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Luego da gracias y gloria por la misericordia cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más 'grande' que ella: es más grande en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los salmistas y a los profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia (Sal 40, 11; 98, 2 ss.; Is 45, 21; 51, 5.8; 56, 1). La misericordia difiere de la justicia, pero no se opone a ella. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo del mal respecto a aquel a quien ya ha hecho donación de Sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: 'nada aborreces de lo que has hecho' (Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación remontándonos al 'principio', en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios, que es amor' (1 Jn 4, 16).
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda gran familia humana: 'Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor' (Jer 31, 1). 'Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará' (Is 54, 10). Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica (Jon 4, 2.11; Sal 145, 9; Sir 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1). Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo Él al apóstol Felipe estas memorables palabras: '¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
2. Pide el salmo a Dios la dirección en el camino del deber (vv. 4,5), y apela a su infinita misericordia, también para el perdón de los pecados. Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nos cuesta mucho a los seres humanos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
La penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios; seguiremos aquí algunos puntos de san Josemaría Escrivá: «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables». «Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV,7): una misericordia suave (Ps CVIII,21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV,26)».
Quizá donde con más ternura se refiere a ese caminar hacia la misericordia divina es en “La conversión de los hijos de Dios”: “¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado”, y después de considerar nuestras flaquezas añade: “La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne”. Es a Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos comprende, “permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios. Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te espera”.
Situadas en esta dinámica está el sacramento de la penitencia: «Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino» (Es Cristo que pasa, n. 78). Podríamos ir viendo cada uno de los Sacramentos, como manifestaciones del amor paternal de Dios; de todas formas quizá es en éste -junto con el bautismo- donde más se contempla de modo inmediato la misericordia paterna de Dios.
La misericordia es propia del corazón de padre, y la teología de la filiación divina no consiste en ningún caso en promover una postura poco realista de euforia romántica o de ilusorio utopismo. Malentendidos de ese tipo contradecirían directamente su esencia. La conciencia de la filiación divina está estrechamente unida al conocimiento de nuestras debilidades y caídas, y al de sus correspondientes remedios; de modo que, por así decirlo, este nítido y sensato saber de los propios límites no necesita ser «liberado» por otros saberes teológicos. Por eso, destaca entre todas las virtudes humanas la humildad: “illum oportet crescere, me autem minui” (Jn 3, 30), para poder decir con San Pablo: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20). Es en cierto modo un «endiosamiento» (palabra que gustaba emplear san Josemaría) que es manifestación de «humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza».
3. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.
Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas? Y no se trata precisamente de deudas pecuniarias.
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: la justicia, la pedagogía, la lección que tienen que aprender los demás. Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz.
Es el colofón del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para que nos quede bien grabado: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos. El que tenga el corazón más sano que dé el primer paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado, que a veces ofende más. Sin pasar factura. Alejar de nosotros todo rencor. Perdonar con amor, sintiéndonos nosotros mismos perdonados por Dios” (J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté
Cuaresma 3, lunes: Jesús nos da el agua viva que cura, que sacia la sed, que crece cuando se comunica con el amor
Segundo Libro de los Reyes 5,1-15 (también domingo 28-B): Naamán, general del ejército del rey de Arám, era un hombre prestigioso y altamente estimado por su señor, porque gracias a él, el Señor había dado la victoria a Arám. Pero este hombre, guerrero valeroso, padecía de una enfermedad en la piel. En una de sus incursiones, los arameos se habían llevado cautiva del país de Israel a una niña, que fue puesta al servicio de la mujer de Naamán. Ella dijo entonces a su patrona: "¡Ojalá mi señor se presentara ante el profeta que está en Samaría! Seguramente, él lo libraría de su enfermedad". Naamán fue y le contó a su señor: "La niña del país de Israel ha dicho esto y esto". El rey de Arám respondió: "Está bien, ve, y yo enviaré una carta al rey de Israel". Naamán partió llevando consigo diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez trajes de gala, y presentó al rey de Israel la carta que decía: "Al mismo tiempo que te llega esta carta, te envío a Naamán, mi servidor, para que lo libres de su enfermedad". Apenas el rey de Israel leyó la carta, rasgó sus vestiduras y dijo: "¿Acaso yo soy Dios, capaz de hacer morir y vivir, para que este me mande librar a un hombre de su enfermedad? Fíjense bien y verán que él está buscando un pretexto contra mí". Cuando Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras, mandó a decir al rey: "¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que él venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel". Naamán llegó entonces con sus caballos y su carruaje, y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo. Eliseo mandó un mensajero para que le dijera: "Ve a bañarte siete veces en el Jordán; tu carne se restablecerá y quedarás limpio". Pero Naamán, muy irritado, se fue diciendo: "Yo me había imaginado que saldría él personalmente, se pondría de pie e invocaría el nombre del Señor, su Dios; luego pasaría su mano sobre la parte afectada y curaría al enfermo de la piel. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Parpar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio?". Y dando media vuelta, se fue muy enojado. Pero sus servidores se acercaron para decirle: "Padre, si el profeta te hubiera mandado una cosa extraordinaria ¿no la habrías hecho? ¡Cuánto más si él te dice simplemente: Báñate y quedarás limpio!". Entonces bajó y se sumergió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio. Luego volvió con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios. Al llegar, se presentó delante de él y le dijo: "Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de tu servidor".
Salmo 42,2-3.43, 3-4: Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios? / Envíame tu luz y tu verdad: que ellas me encaminen y me guíen a tu santa Montaña, hasta el lugar donde habitas. / Y llegaré al altar de Dios, el Dios que es la alegría de mi vida; y te daré gracias con la cítara, Señor, Dios mío.
Texto del Evangelio (Lc 4,24-30, también domingo 4-C): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente reunida en la sinagoga de Nazaret: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Comentario: 1. Los sirios tenían fama de poseer secretos mágicos para curar las enfermedades. Los judíos, inferiores en sabiduría y en ciencia profana, tienen el favor divino de curar (cf. Misa dominical). Era hoy el día en que antiguamente se anunciaba el primer escrutinio de los catecúmenos para el Bautismo (al miércoles siguiente). El deseo del Bautismo se hacía más intenso. Y la liturgia de Naamán el Sirio acompañaba la “estación” en San Marcos, en cuya basílica reposan también las reliquias de los mártires persas Abdón y Senén.
Damasco brilla esplendorosa en el horizonte del pasado. De ahí va Naamán, favorito del rey, a Israel, buscando la curación de su lepra. Una jovencita judía le animó a ir, para curarse. “Cuando sufro por mis pecados, cuando me siento impuro o egoísta, cuando veo que soy cobarde ante mis responsabilidades... ¿tengo como un reflejo de acudir a Dios, de apelar a la gracia de mi bautismo? Yo también he sido lavado por el agua que purifica por la Fe. Sin embargo sé muy bien que no saldré de mis debilidades mediante esfuerzos o crispaciones voluntarias, sino por mi recurso constante a tus sacramentos: penitencia y eucaristía... siempre que sean actos sinceros y verdaderos gestos de fe. Es decir gestos de afecto y confianza en ti, Señor. Cada sacramento recibido, si pienso realmente en él, es, para mí, una manera de reafirmar que «es sólo en Ti con quien yo cuento, Señor, y no con mis propias fuerzas». Tú eres: "el que salva", eres mi salvador” (Noel Quesson).
Y, si sabemos escuchar, si no vamos con prejuicios, prevenciones, con actitud crítica, con nuestros criterios… Si vamos –como decía san Josemaría- con la docilidad del barro en las manos del alfarero, nos sorprenderemos descubriendo nuevas luces, incluso en cosas que ya habíamos escuchado antes. Como el leproso, también nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las indicaciones de la dirección espiritual. No tengamos soluciones propias cuando el Señor nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo que se refiere al alma, no somos buenos consejeros, ni buenos médicos de nosotros mismos. En la dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al Señor y reconocerle en lo ordinario. La fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. La docilidad, muestra de una fe operativa, hace milagros. El Señor nos pide una confianza sobrenatural en la dirección espiritual; sin docilidad, ésta quedaría sin fruto. Y no podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado e incapaz de asimilar una idea distinta de la que ya tiene: el soberbio es incapaz de ser dócil. Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea necesario, como barro en manos del alfarero. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que llevaremos a cabo con la ayuda de María (cf. F. Fernández Carvajal).
2. Emitte lucem tuam et veritatem tuam (Ps 42,3): pedimos luces con esperanza de que Dios se volcará estos días dándonos gracias muy especiales, para renovar nuestra vida y con su verdad provocar en nuestras almas una nueva mudanza, un serio paso adelante en nuestra identificación con Cristo. Por eso hemos comenzado con esas palabras del salmo: “envíame tu luz y tu verdad”: «ningún manjar es más sabroso para el alma que el conocimiento de la verdad» (Lactancio PL VI,c.709); pedir luz para en estos días mirar a Dios, mirarnos a nosotros mismos: considerar la vida del Señor, para conocerle más, para tratarle más, para amarle más, para seguirle más.
Son momentos de agradecer esta oportunidad de una nueva conversión, de fomentar la esperanza: Dios se vuelca con gracias muy especiales, para renovar nuestra vida interior y obrar en nuestras almas una nueva conversión: la nueva mudanza, que siempre hemos de buscar. Luz del Señor, pedir con fe y valentía, para discernir qué nos lleva a configurarnos con Cristo, y qué nos aparta: Domine, ut videam! Señor, que vea (Lc 18,41; Mc 10,46s).
Es el de hoy un salmo de búsqueda… en nuestra vida aparecen preguntas, dificultades: Si Dios existe, ¿por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad? Este salmo recoge las aspiraciones del alma: “Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios?” (Sal 41, 2-3). Esa aspiración es una necesidad del hombre que no se puede ahogar, nos nace en el interior… Cuando no se encuentra a Dios, esas palabras expresan nuestra sed de Él: «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (versículos 2-3), recordaba Juan Pablo II: “En el idioma del Antiguo Testamento, el hebreo, «el alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos textos designa la «garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo el ser de la persona. Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a comprender hasta qué punto es esencial y profunda la necesidad de Dios; sin él desfallece la respiración y la misma vida. Por este motivo, el salmista llega a poner en segundo plano la existencia física, en caso de que decaiga la unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 4)”. La luz del misterio pascual nos habla de que esta sed queda saciada en Cristo crucificado y resucitado. El hombre no podrá nunca reprimir la sed existencial de Dios. Añadía San Josemaría Escrivá: “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo… mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps. XLI, 3): verle, contemplarlo, conversar con él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia”. También aquel himno de vísperas: “Esta es la hora para el buen amigo, / llena de intimidad y confidencia, / y en la que, al examinar nuestra conciencia, / igual que siente el rey, siente el mendigo. / Hora en que el corazón encuentra abrigo / para lograr alivio a su dolencia / y, el evocar la edad de la inocencia, / logra en el llanto bálsamo y castigo. // Hora en que arrullas, Cristo, nuestra vida / con tu amor y caricia inmensamente / y que a humildad y a llanto nos convida. // Hora en que un ángel roza nuestra frente / y en que el alma, como cierva herida, / sacia su sed en la escondida fuente”.
Hoy, como ayer con la samaritana (ciclo A, que se puede leer siempre), el tema sigue siendo el agua… Es además una sed que se quita compartiendo el agua que Dios nos da, como leemos en santa Teresa: el amor crece cuando se sabe comunicar, y en una pequeña historia que leí por Internet: En cierta ocasión, un reportero le preguntó a un agricultor si podía divulgar el secreto de su maíz, que ganaba el concurso al mejor producto, año tras año. El agricultor confesó que se debía a que compartía su semilla con los vecinos. - "¿Por qué comparte su mejor semilla de maíz con sus vecinos, si usted también entra al mismo concurso año tras año?" preguntó el reportero. - "Verá usted, señor," dijo el agricultor. - "El viento lleva el polen del maíz maduro, de un sembrío a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría constantemente la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz debo ayudar a que mi vecino también lo haga". Lo mismo es con otras situaciones de nuestra vida. Quienes quieran lograr el éxito, deben ayudar a que sus vecinos también tengan éxito. Quienes decidan vivir bien, deben ayudar a que los demás vivan bien, porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Y quienes optan por ser felices, deben ayudar a que otros encuentren la felicidad, porque el bienestar de cada uno se halla unido al bienestar de todos.
3. El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Todos han oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas extraordinarias. Sin embargo no tienen fe, y como Jesús no encontró buenas disposiciones en la tierra donde se había criado, no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo de José, el que les hacía mesas y les arreglaba las puertas. No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba. Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios. "Ningún profeta es bien recibido en su patria". Me imagino esta escena lo más concretamente posible: Jesús está en su pueblo, todo el mundo le conoce o cree conocerle; por su parte da los "buenos días" a cada uno y pregunta por sus familias. Todo se sitúa al más simple nivel de la vida humana familiar: es el carpintero del país, el que ha ido creciendo entre los otros adolescentes del pueblo, es aquel de quien se conocen todos los ascendientes, sus primos, sus primas.
La gente pide cosas extraordinarias… Así sucede también en nuestras vidas. No siempre sabemos ir más allá de las apariencias que nos esconden el misterio. Miro detenidamente mi vida desde este ángulo, para descubrir lo que se esconde detrás de mis relaciones humanas tan sencillas aparentemente” (Noel Quesson).
Jesús achaca a la gente de Nazaret que no ha sabido captar los signos de los tiempos. La viuda y el general, ambos paganos, favorecidos por los milagros de Elías y de Eliseo, sí supieron reconocer la actuación de Dios. No les gustó nada a sus oyentes lo que les dijo Jesús: lo empujaron fuera del pueblo con la intención de despeñarlo por el barranco. La primera predicación en su pueblo, que había empezado con admiración y aplausos, acaba casi en tragedia. Ya se vislumbra el final del camino: la muerte en la cruz (J. Aldazábal). «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua» (oración). «Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (salmo), y queremos también vivir este deseo: «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón» (aclamación).
A Jesús lo expulsaron fuera de la ciudad…, proféticamente anuncian ya cómo lo sacarán fuera de Jerusalén y lo crucificarán… Pero Jesús, abriéndose paso entre ellos, emprendió el camino: para mí es una imagen también de cómo pasará por entre los barrancos tenebrosos de la muerte y resucitará, pues su camino es hacia la gloria.
“Jesús, estás hablando en la sinagoga de Nazaret a los habitantes de tu pueblo. Allí están tus compañeros de infancia, tus amigos y amigas. Y sus padres, aquéllos que habían ido tantas veces a San José para pedirle un favor, para que les arreglara algo. Todos te miraban como un chico ejemplar, como un compañero estupendo. Pero… ¡un profeta!: esto ya es demasiado.
No te reconocen, Jesús. Tu infancia y juventud habían sido tan normales que ahora no pueden aceptar tu divinidad y necesitan milagros como prueba de que eres el Mesías. Ningún profeta es bien recibido en su patria. ¿Cuántas veces había pasado ya en el Antiguo Testamento, y cuántas veces ha pasado también en la historia de la Iglesia!: verdaderos santos queridos en todo el mundo pero criticados en su propia patria. Y es que un santo no tiene por qué ser espectacular hacia fuera, aunque muchas veces se note realmente su unión con Dios por el amor que tiene a los demás; basta con que sea espectacular hacia dentro: en su amor, en su entrega, en su humildad, en su sacrificio escondido y discreto.
Jesús, Tú no quieres hacer la exhibición, el “milagrito” que te pedían. Prefieres la naturalidad: santificar la vida corriente, las relaciones de amistad, el trabajo ordinario. Que aprenda a seguir el ejemplo de tu vida ordinaria en Nazaret: trabajando, sirviendo, siendo amable con todos, buscando hacer la voluntad de tu Padre Dios en cada momento, en vez de buscar el aplauso humano” (Pablo Cardona).
Esta apertura hacia la gracia supone ser dócil a las cosas pequeñas que el Señor nos pide, a esa conversión, y si yo cambio se harán realidad las grandes cosas, como señalan aquellas frases que corren por internet: “Si yo cambiara mi manera de pensar hacia otros, me sentiría seren@. / Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás, los haría felices. / Si yo aceptara a todos como son, sufriría menos. / Si yo me aceptara tal como soy, quitándome mis defectos, cuánto mejoraría mi familia, mi ambiente. / Si yo comprendiera plenamente mis errores, sería humilde. / Si yo encontrara lo positivo en todos, la vida sería digna de ser vivida. / Si yo amara al mundo, a mi país....lo cambiaría. / Si yo me diera cuenta de que al lastimar, el primer lastimad@ soy yo! / Si yo criticara menos y amara más.... / Si yo cambiara... cambiaría el mundo”.
Llucià Pou Sabaté
Salmo 42,2-3.43, 3-4: Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios? / Envíame tu luz y tu verdad: que ellas me encaminen y me guíen a tu santa Montaña, hasta el lugar donde habitas. / Y llegaré al altar de Dios, el Dios que es la alegría de mi vida; y te daré gracias con la cítara, Señor, Dios mío.
Texto del Evangelio (Lc 4,24-30, también domingo 4-C): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente reunida en la sinagoga de Nazaret: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Comentario: 1. Los sirios tenían fama de poseer secretos mágicos para curar las enfermedades. Los judíos, inferiores en sabiduría y en ciencia profana, tienen el favor divino de curar (cf. Misa dominical). Era hoy el día en que antiguamente se anunciaba el primer escrutinio de los catecúmenos para el Bautismo (al miércoles siguiente). El deseo del Bautismo se hacía más intenso. Y la liturgia de Naamán el Sirio acompañaba la “estación” en San Marcos, en cuya basílica reposan también las reliquias de los mártires persas Abdón y Senén.
Damasco brilla esplendorosa en el horizonte del pasado. De ahí va Naamán, favorito del rey, a Israel, buscando la curación de su lepra. Una jovencita judía le animó a ir, para curarse. “Cuando sufro por mis pecados, cuando me siento impuro o egoísta, cuando veo que soy cobarde ante mis responsabilidades... ¿tengo como un reflejo de acudir a Dios, de apelar a la gracia de mi bautismo? Yo también he sido lavado por el agua que purifica por la Fe. Sin embargo sé muy bien que no saldré de mis debilidades mediante esfuerzos o crispaciones voluntarias, sino por mi recurso constante a tus sacramentos: penitencia y eucaristía... siempre que sean actos sinceros y verdaderos gestos de fe. Es decir gestos de afecto y confianza en ti, Señor. Cada sacramento recibido, si pienso realmente en él, es, para mí, una manera de reafirmar que «es sólo en Ti con quien yo cuento, Señor, y no con mis propias fuerzas». Tú eres: "el que salva", eres mi salvador” (Noel Quesson).
Y, si sabemos escuchar, si no vamos con prejuicios, prevenciones, con actitud crítica, con nuestros criterios… Si vamos –como decía san Josemaría- con la docilidad del barro en las manos del alfarero, nos sorprenderemos descubriendo nuevas luces, incluso en cosas que ya habíamos escuchado antes. Como el leproso, también nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las indicaciones de la dirección espiritual. No tengamos soluciones propias cuando el Señor nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo que se refiere al alma, no somos buenos consejeros, ni buenos médicos de nosotros mismos. En la dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al Señor y reconocerle en lo ordinario. La fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. La docilidad, muestra de una fe operativa, hace milagros. El Señor nos pide una confianza sobrenatural en la dirección espiritual; sin docilidad, ésta quedaría sin fruto. Y no podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado e incapaz de asimilar una idea distinta de la que ya tiene: el soberbio es incapaz de ser dócil. Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea necesario, como barro en manos del alfarero. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que llevaremos a cabo con la ayuda de María (cf. F. Fernández Carvajal).
2. Emitte lucem tuam et veritatem tuam (Ps 42,3): pedimos luces con esperanza de que Dios se volcará estos días dándonos gracias muy especiales, para renovar nuestra vida y con su verdad provocar en nuestras almas una nueva mudanza, un serio paso adelante en nuestra identificación con Cristo. Por eso hemos comenzado con esas palabras del salmo: “envíame tu luz y tu verdad”: «ningún manjar es más sabroso para el alma que el conocimiento de la verdad» (Lactancio PL VI,c.709); pedir luz para en estos días mirar a Dios, mirarnos a nosotros mismos: considerar la vida del Señor, para conocerle más, para tratarle más, para amarle más, para seguirle más.
Son momentos de agradecer esta oportunidad de una nueva conversión, de fomentar la esperanza: Dios se vuelca con gracias muy especiales, para renovar nuestra vida interior y obrar en nuestras almas una nueva conversión: la nueva mudanza, que siempre hemos de buscar. Luz del Señor, pedir con fe y valentía, para discernir qué nos lleva a configurarnos con Cristo, y qué nos aparta: Domine, ut videam! Señor, que vea (Lc 18,41; Mc 10,46s).
Es el de hoy un salmo de búsqueda… en nuestra vida aparecen preguntas, dificultades: Si Dios existe, ¿por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad? Este salmo recoge las aspiraciones del alma: “Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios?” (Sal 41, 2-3). Esa aspiración es una necesidad del hombre que no se puede ahogar, nos nace en el interior… Cuando no se encuentra a Dios, esas palabras expresan nuestra sed de Él: «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (versículos 2-3), recordaba Juan Pablo II: “En el idioma del Antiguo Testamento, el hebreo, «el alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos textos designa la «garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo el ser de la persona. Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a comprender hasta qué punto es esencial y profunda la necesidad de Dios; sin él desfallece la respiración y la misma vida. Por este motivo, el salmista llega a poner en segundo plano la existencia física, en caso de que decaiga la unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 4)”. La luz del misterio pascual nos habla de que esta sed queda saciada en Cristo crucificado y resucitado. El hombre no podrá nunca reprimir la sed existencial de Dios. Añadía San Josemaría Escrivá: “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo… mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps. XLI, 3): verle, contemplarlo, conversar con él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia”. También aquel himno de vísperas: “Esta es la hora para el buen amigo, / llena de intimidad y confidencia, / y en la que, al examinar nuestra conciencia, / igual que siente el rey, siente el mendigo. / Hora en que el corazón encuentra abrigo / para lograr alivio a su dolencia / y, el evocar la edad de la inocencia, / logra en el llanto bálsamo y castigo. // Hora en que arrullas, Cristo, nuestra vida / con tu amor y caricia inmensamente / y que a humildad y a llanto nos convida. // Hora en que un ángel roza nuestra frente / y en que el alma, como cierva herida, / sacia su sed en la escondida fuente”.
Hoy, como ayer con la samaritana (ciclo A, que se puede leer siempre), el tema sigue siendo el agua… Es además una sed que se quita compartiendo el agua que Dios nos da, como leemos en santa Teresa: el amor crece cuando se sabe comunicar, y en una pequeña historia que leí por Internet: En cierta ocasión, un reportero le preguntó a un agricultor si podía divulgar el secreto de su maíz, que ganaba el concurso al mejor producto, año tras año. El agricultor confesó que se debía a que compartía su semilla con los vecinos. - "¿Por qué comparte su mejor semilla de maíz con sus vecinos, si usted también entra al mismo concurso año tras año?" preguntó el reportero. - "Verá usted, señor," dijo el agricultor. - "El viento lleva el polen del maíz maduro, de un sembrío a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría constantemente la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz debo ayudar a que mi vecino también lo haga". Lo mismo es con otras situaciones de nuestra vida. Quienes quieran lograr el éxito, deben ayudar a que sus vecinos también tengan éxito. Quienes decidan vivir bien, deben ayudar a que los demás vivan bien, porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Y quienes optan por ser felices, deben ayudar a que otros encuentren la felicidad, porque el bienestar de cada uno se halla unido al bienestar de todos.
3. El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Todos han oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas extraordinarias. Sin embargo no tienen fe, y como Jesús no encontró buenas disposiciones en la tierra donde se había criado, no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo de José, el que les hacía mesas y les arreglaba las puertas. No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba. Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios. "Ningún profeta es bien recibido en su patria". Me imagino esta escena lo más concretamente posible: Jesús está en su pueblo, todo el mundo le conoce o cree conocerle; por su parte da los "buenos días" a cada uno y pregunta por sus familias. Todo se sitúa al más simple nivel de la vida humana familiar: es el carpintero del país, el que ha ido creciendo entre los otros adolescentes del pueblo, es aquel de quien se conocen todos los ascendientes, sus primos, sus primas.
La gente pide cosas extraordinarias… Así sucede también en nuestras vidas. No siempre sabemos ir más allá de las apariencias que nos esconden el misterio. Miro detenidamente mi vida desde este ángulo, para descubrir lo que se esconde detrás de mis relaciones humanas tan sencillas aparentemente” (Noel Quesson).
Jesús achaca a la gente de Nazaret que no ha sabido captar los signos de los tiempos. La viuda y el general, ambos paganos, favorecidos por los milagros de Elías y de Eliseo, sí supieron reconocer la actuación de Dios. No les gustó nada a sus oyentes lo que les dijo Jesús: lo empujaron fuera del pueblo con la intención de despeñarlo por el barranco. La primera predicación en su pueblo, que había empezado con admiración y aplausos, acaba casi en tragedia. Ya se vislumbra el final del camino: la muerte en la cruz (J. Aldazábal). «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua» (oración). «Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (salmo), y queremos también vivir este deseo: «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón» (aclamación).
A Jesús lo expulsaron fuera de la ciudad…, proféticamente anuncian ya cómo lo sacarán fuera de Jerusalén y lo crucificarán… Pero Jesús, abriéndose paso entre ellos, emprendió el camino: para mí es una imagen también de cómo pasará por entre los barrancos tenebrosos de la muerte y resucitará, pues su camino es hacia la gloria.
“Jesús, estás hablando en la sinagoga de Nazaret a los habitantes de tu pueblo. Allí están tus compañeros de infancia, tus amigos y amigas. Y sus padres, aquéllos que habían ido tantas veces a San José para pedirle un favor, para que les arreglara algo. Todos te miraban como un chico ejemplar, como un compañero estupendo. Pero… ¡un profeta!: esto ya es demasiado.
No te reconocen, Jesús. Tu infancia y juventud habían sido tan normales que ahora no pueden aceptar tu divinidad y necesitan milagros como prueba de que eres el Mesías. Ningún profeta es bien recibido en su patria. ¿Cuántas veces había pasado ya en el Antiguo Testamento, y cuántas veces ha pasado también en la historia de la Iglesia!: verdaderos santos queridos en todo el mundo pero criticados en su propia patria. Y es que un santo no tiene por qué ser espectacular hacia fuera, aunque muchas veces se note realmente su unión con Dios por el amor que tiene a los demás; basta con que sea espectacular hacia dentro: en su amor, en su entrega, en su humildad, en su sacrificio escondido y discreto.
Jesús, Tú no quieres hacer la exhibición, el “milagrito” que te pedían. Prefieres la naturalidad: santificar la vida corriente, las relaciones de amistad, el trabajo ordinario. Que aprenda a seguir el ejemplo de tu vida ordinaria en Nazaret: trabajando, sirviendo, siendo amable con todos, buscando hacer la voluntad de tu Padre Dios en cada momento, en vez de buscar el aplauso humano” (Pablo Cardona).
Esta apertura hacia la gracia supone ser dócil a las cosas pequeñas que el Señor nos pide, a esa conversión, y si yo cambio se harán realidad las grandes cosas, como señalan aquellas frases que corren por internet: “Si yo cambiara mi manera de pensar hacia otros, me sentiría seren@. / Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás, los haría felices. / Si yo aceptara a todos como son, sufriría menos. / Si yo me aceptara tal como soy, quitándome mis defectos, cuánto mejoraría mi familia, mi ambiente. / Si yo comprendiera plenamente mis errores, sería humilde. / Si yo encontrara lo positivo en todos, la vida sería digna de ser vivida. / Si yo amara al mundo, a mi país....lo cambiaría. / Si yo me diera cuenta de que al lastimar, el primer lastimad@ soy yo! / Si yo criticara menos y amara más.... / Si yo cambiara... cambiaría el mundo”.
Llucià Pou Sabaté
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Agua viva,
entrega de Jesús
Cuaresma, III Domingo (A): Jesús es el agua viva, que con su Espíritu nos infunde para poder dar vida a los demás, por el amor
Lectura del libro del Éxodo 17,3-7: En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: -¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?
Clamó Moisés al Señor y dijo: -¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.
Respondió el Señor a Moisés: -Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel.
Y puso por nombre a aquel lugar Massá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?
Sal 94,1-2. 6-7. 8.9: Venid , aclamemos al Señor, / demos vítores a la Roca que nos salva; / entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. // Entrad, postrémonos por tierra, / bendiciendo al Señor, creador nuestro. // Porque él es nuestro Dios / y nosotros su pueblo, / el rebaño que él guía. // Ojalá escuchéis hoy su voz: / «No endurezcáis el corazón como en Meribá, / como el día de Massá en el desierto, / cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8: Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado
En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Texto del Evangelio (Jn 4,5-42): En aquel tiempo, Jesús llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.
Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna».
Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad».
Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad».
Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando».
En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?», o «¿Qué hablas con ella?». La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Salieron de la ciudad e iban donde Él.
Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come». Pero Él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis». Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?». Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para la vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga».
Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».
Comentario: 1. "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?" La sospecha, la pregunta que la modernidad vuelve a levantar contra Dios, en contraste con la fe de Abrahan que veíamos el domingo pasado, aquí la formula el pueblo tras la salida de Egipto, la liberación de la esclavitud. ¿El motivo? la dificultad, la falta de agua: protestan, se quejan, "murmuran", "tienta" al Señor, de ahí el nombre dado al lugar: "Meribá"=riña, altercado o querella, y "Massa"=tentación. Israel sospecha del Señor, e interpreta su salida de liberación como una salida hacia la muerte. El pueblo desafía a Dios, le pide pruebas. De la roca de Horeb mana un agua corriente y viva que calma la sed y es presencia salvadora. Pablo nos dirá que esta roca es Jesús (1 Co 10. 4), presencia de Dios salvadora, fuente de agua cristalina que calma la sed de todo hombre: “el que beba el agua que yo le daré, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 13-14; cf. 7. 37ss; Ap 7, 17; 21, 6; 22, 17...). Y los cristianos muchas veces tentamos al Señor abandonando la fuente de agua viva y cavándonos en su lugar aljibes agrietados incapaces de retener el agua (Jr 2, 13; 17, 13...; cf. A. Gil Modrego).
Cuando las dificultades empiezan a apretar, hasta el recuerdo de los ajos y cebollas de Egipto es más fuerte que la confianza en el Dios que libera: en carta que Bellière escribe a santa Teresita, le dice que necesita las palabras de la santa, que le acompañan. Es el deseo de algún afecto cuando la ausencia de Dios se hace muy dura. Todos necesitamos afecto, y cuando no aparece ninguna luz en el horizonte, la añoranza es fuerte, y este es el sentido espiritual de los “ajos y cebollas”, la necesidad de consuelos, junto a la seguridad de que Dios no nos deja de acompañar también en la cruz, consuela mucho la amistad, alguien que nos escuche, sentir la presencia de un “alma amiga”. Pero a veces es inevitable la separación del ser amado, como le promete en respuesta santa Teresita al misionero solitario, que cuando ella muera le acompañará especialmente. Es decir, ella le pide prescindir también de ese afecto humano, el consuelo de sus palabras, para buscar “el manná escondido” (Apocalipsis) que el Todopoderoso ha prometido ‘al vencedor’. Como está escondido, atrae menos que “las cebollas de Egipto”, y cuando se pruebe el manjar espiritual, ya no habrá añoranza de los consuelos humanos: “así como me sea permitido presentaros una comida totalmente espiritual, no añoraréis aquella que os habría dado si me hubiera quedado en la tierra durante mucho tiempo. ¡Ah! Vuestra alma es demasiado grande para aficionaros a ningún consuelo de aquí abajo…” Es siempre la tónica de la esperanza, no mirar atrás hacia lo que no tenemos sino adelante, hacia lo que tendremos, ese amor que no pasará nunca y que es el “manná”.
Pablo escribe a los corintios que la roca era Cristo (1 Co 10. 4). Juan nos cuenta cómo el último día de la fiesta de las tiendas, mientras el sacerdote llevaba el agua de la piscina de Siloé en el aguamanil de oro, en medio de los hosannas y el susurro de las palmas, Jesús decía: "Si alguno tiene sed venga a mí. Y beba el que cree en mí; como dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno” (explica el evangelista que se refería al Espíritu Santo). Precisamente el domingo II, en la transfiguración, estábamos en el contexto de la fiesta de las tiendas, y son las mismas palabras que leemos también hoy, es como volver a la Tienda, la Encarnación, que nos da el agua viva, el Espíritu Santo. También hay una referencia al domingo I, las tentaciones, pues las de Jesús evocan estas de los 40 años de la larga peregrinación en el desierto, también en sus tres formas concretas: la tentación del hambre, la tentación de los ídolos, la tentación de los signos milagrosos, como veremos más claramente en el comentario al domingo I, ciclo C (texto de Lucas).
-Junto al agua, aquí se pide un “signo”: "¿Por qué esta generación pide un signo? No se dará ningún signo a esta generación" (Marcos 8,12). "Generación mala y adúltera que pide un signo" (Mateo 12,39). "Generación incrédula, ¿hasta cuándo estaré con vosotros?" (Marcos 9,19); es entendido signo como desconfianza, búsqueda de lo mágico, extraordinario.
-En la expresión "el rebaño guiado por su mano" vemos también el tema –que saldrá más adelante- del "pastor": "Yo soy el buen pastor"... (Juan 10). "Viendo las muchedumbres, se llenó de compasión hacia ellas porque las veía como ovejas sin pastor" (Mateo 9,36).
-La imagen de la "roca" ("el hombre que escucha la palabra de Dios se parece a quien construye su casa sobre la roca": Mateo 7,24) está también relacionada con el agua viva.
-La invitación del salmo, que abre el rezo de la liturgia de las Horas: “venid, entrad, cantemos con alegría, aclamemos” tiene una referencia al pueblo: "¡Nadie es una isla!" Estamos todos interconexionados, unidos en solidaridad, formamos una comunión. La Iglesia nos “convoca”: ¡venid, entrad, cantad con alegría, aclamad, cantad! (Noel Quesson).
-“Mi descanso…” es alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre, Señor, tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Es aprender a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. No queremos dar lugar en nuestro corazón a esos lugares de riña y cólera que endurecen el corazón como el día de “Tentación” en el desierto: Señor, hazme entender, hazme aceptar, hazme creer (Carlos G. Vallés).
-En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre esa voz: haz esto, evita aquello. Si nos dejamos guiar, si nos confiamos a Él como un niño que se abandona en los brazos de la madre y se deja llevar por ella. El cristiano es una persona guiada por el Espíritu Santo. "Ojalá escuchéis hoy su voz… No endurezcáis el corazón". Cuesta reconocer "esa voz" en medio de muchas otras voces que resuenan dentro, la contaminación de ruidos ensordecedores, inclinaciones desordenadas, modas y "slogan" publicitarios... nos hacen volubles, indecisos. Dentro de mí tengo que hacer callar estos ruidos, para descubrir la voz de Dios. Cuenta el P. Loring que en el siglo XIX Van Wick construyó con guijarros una casita en su granja de Dutoitspan (Sudáfrica). Un día volvía del campo, después de una fuerte tormenta, cuando volvía a salir el sol; y a lo lejos descubrió que donde tenía su cabaña salía una luz que deslumbraba, al acercarse consternado vio cómo brillaban aquellos guijarros que formaban con el barro su casita: eran diamantes, y el agua caída los había limpiado del barro. Así se descubrió lo que hoy es una gran mina de diamantes. Y tengo yo que extraer esa voz interior y limpiarla de impurezas como se rescata un diamante del barro: sacarla a relucir y dejarme guiar por ella. Entonces también podré ser guía para otros, porque esa voz sutil de Dios que empuja e ilumina, esa linfa que sube del fondo del alma, es sabiduría, es amor y el amor se debe dar. ¿Cómo afinar mi sensibilidad sobrenatural, mi oído y percibir las sugerencias de esa voz? La oración, bebiendo de la Palabra de Dios, meditándola, y poniéndola en práctica… decirle sí a todo lo que Él quiera; y luego, creando en todas partes oasis de comunión, de fraternidad. La vida entonces resulta hermosa: tiene sabor, tiene vigor, tiene mordiente, es auténtica y luminosa (Chiara Lubich).
2. La lectura de San Pablo nos habla de esta voz interior que guía hacia Dios, hacia la fruición de Dios en el cielo a la que estamos llamados por su infinita misericordia. Lo más importante de la ley del Nuevo Testamento, en lo que consiste toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que nos viene dada por la fe en Cristo. Cumplido el tiempo de la promesa, el Señor nos ha dado una nueva ley no incisa en tablas de piedra, como la mosaica, sino escrita en el corazón de los fieles (Hebr 8, 10; cf. Jer 31, 33). Esa fuerza hace amar a Dios por encima de todo, con amor de totalidad, y a todas las criaturas con un amor ordenado. Eleva las potencias y con ellas la inclinación de la voluntad, refuerza la espontánea aspiración a tenerlo todo, que está en lo más profundo de nuestra libertad. Al mismo tiempo aquieta la tendencia a la rebeldía, que permanece siempre como posibilidad e inclinación. El amor santo es aquel con el que Dios es amado: la caridad de Dios está derramada en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Rom 5, 5). Este amor de alianza -esponsal- vivifica la fe: «por la fe, el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana celebra como una especie de matrimonio con Dios: te desposaré conmigo en fe (Os 2, 20)» (Santo Tomás de Aquino). La caridad es así vista como una participación de la infinita caridad que es el Espíritu Santo. Para que pueda decirse que una Persona divina ha sido enviada a una criatura hace falta que la persona se asemeje a la Persona divina enviada; «y puesto que el Espíritu Santo es el Amor, el alma es asimilada al Espíritu Santo por el don de la caridad: y de ahí que la misión del Espíritu Santo se considere en razón del don de caridad». Rom 5, 5 destaca los dos modos en que se puede recibir la caridad: el primero es la caridad con la cual Dios nos ama y el segundo es el amor a Dios con el cual nosotros le amamos, ambos se nos infunden con el Espíritu Santo que nos ha sido dado. La gracia es esta manifestación del amor de Dios, por el que la persona del Espíritu Santo que nos es dado y que nos hace semejantes a El por medio de su «representación propia» que es la caridad, nos hace participar -en Cristo- de esa virtud característica de quien ha sido elevado a hijo de Dios.
S. Agustín comenta: “Se nos ha invitado a cantar al Señor un cántico nuevo. El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor. Quien sabe amar la vida nueva, sabe cantar el cántico nuevo. Cómo sea la vida nueva, se nos va a comunicar a través del cántico nuevo. Todo pertenece al mismo reino: el cántico nuevo, el hombre nuevo, el testamento nuevo. Por lo tanto, el hombre nuevo cantará el cántico nuevo y pertenecerá al testamento nuevo”. El centro de la felicidad, ¿en qué consiste, en amar o en sentirse amados? Son las dos cosas, una está en relación con la otra, y si es más importante amar, no se puede hacer sin sentirse amados: “No existe nadie que no ame. Pero hay que preguntar por lo que se ama. No nos invita a no amar, sino a elegir lo que vamos a amar. Pero ¿qué elegimos, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos, si antes no somos amados… Amaos, porque él nos amó antes (1 Jn 4,10)… Nosotros amamos... ¿De dónde nos viene esto? Porque él nos amó antes. Busca de dónde le puede venir al hombre el amar a Dios; ciertamente no encontrarás otra causa, a no ser porque Dios le amó antes. Aquel a quien amamos se entregó a sí mismo. Nos dio con qué amarle. Oíd claramente de boca del apóstol Pablo qué nos dio para que le amáramos: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones. ¿De dónde? ¿De nosotros tal vez? No. ¿De dónde, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).
Teniendo, pues, tan gran confianza, amemos a Dios desde Dios. Insisto, puesto que el Espíritu Santo es Dios, amemos a Dios desde Dios. ¿Puedo decir más aún que: amemos a Dios desde Dios? Puesto que dije: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado; puesto que el Espíritu Santo es Dios, y no podemos amar a Dios sino mediante el Espíritu Santo, es lógico que amemos a Dios desde Dios. Hay lógica perfecta”. (Sermón 34,1-5).
3. En el pozo de Jacob, con Jesús cansado al mediodía, vemos cómo confluye cuanto se ha dicho hasta ahora, en la imagen del agua. Jesús y la mujer a solas. El judío y la samaritana (desde el s. V a.C. la escisión de Judea y Samaría era total: templos diferentes, versiones diferentes de la Torá...). Dos concepciones del mundo enfrentadas. Las dos partes necesitan algo, simbolizado en agua. Agua es por tanto el tema de conversación, y Jesús remonta hacia lo alto: el agua viva. Modelo de diálogo apostólico: desde las cosas en común, que se ven, subir a las preocupaciones más internas, las que no se ven, las que se pronuncian cuando hay confianza, confidencia. Así Jesús va llevando la conversación. Ella pregunta por la auténtica religión, dónde adorar a Dios, y Jesús la lleva al auténtico Templo (como señalamos el día 2 de febrero, fiesta de la presentación de Jesús en el templo). El autor del cuarto evangelio nos ha presentado antes a Jesús cuestionando el templo judío (cf. Jn 2. 13-16) y lo va a volver a cuestionar aquí en el v. 21. Se está estableciendo una relación entre Jacob (la fuente donde están lo recuerda) y los judíos, pero agua les lleva hasta el Dios auténtico (Yavé) a través de Jesús, más allá de los símbolos (para Judea, templo de Jerusalén; para Samaría, el de Garizín; Jesús habla del aire, palabra griega que significa también espíritu). La fuente de Jesús es mejor porque no es externa, se encuentra dentro del que bebe: “Hay una contraposición, no perceptible en la traducción litúrgica, pero sí en el original, entre el pozo de Jacob y el pozo existente dentro del que bebe el agua que Jesús trae. Es el surtidor de la traducción en el v. 14”. «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe». Hay quien se ha fijado en que “Jesús no habla del agua viva sino a una persona a quien Él pide que sirva agua natural a un amigo; que no habla de pan eterno, sino a los apóstoles a quienes ha enviado previamente a buscar el pan material que calma el hambre y la fatiga. En otras palabras: la personalidad de Jesús no la captan más que los hombres que buscan pan y agua para sus hermanos” (Maertens-Frisque).
Ella ha de salir del resentimiento por no cumplir la Torah (los 5 maridos coinciden con sus 5 libros), el paganismo (la unión actual con otro hombre) hacia una vida en "espíritu y verdad". Es "hacia el mediodía", la hora que Jesús dará a luz esta libertad (a esta misma hora hará sentar Pilato a Jesús en Jn 19. 13-14), la hora de la matanza de los corderos inocentes en el Templo, todo habla –como el domingo pasado- del Cordero glorificado en su misma muerte: "Yo soy, el que habla contigo".
Luego, con la llegada de la gente, la alegría refleja la cosecha que llega, me sugiere el tono festivo con que termina el salmo 21, que recitó Jesús en la cruz, la gran Fiesta que se congrega. Atrás quedan el trabajo y el cansancio del sembrador. Donde la traducción litúrgica habla de sudar, el texto original habla de cansarse. “Es el cansancio del que se ha hablado en la primera secuencia y que ahora vemos que era también un símbolo. Jesús trae agua limpia, está construyendo un nuevo templo. Es la tarea y la obra que tiene encomendada, su alimento, su razón de ser”. "Mi Padre hasta el presente sigue trabajando y yo también trabajo" (Jn 5. 17). Los discípulos son los encargados de continuar la obra siempre inacabada. Se cierra la secuencia y todo el relato con la llegada de los samaritanos y la invitación para que se quede Jesús con ellos. Dos días, pues al tercero habla de la curación de alguien que está para morir: "sabemos que él es de verdad el salvador del mundo" (cf. A. Benito). Jesús descorre el velo de la divinidad para que aparezca el rostro del Padre. La samaritana y sus paisanos saliendo al encuentro de Jesús son los campos ya dorados para la siega. Aquella curiosidad inicial de la samaritana fue el comienzo, la chispa que genera un proceso que, a través del encuentro con Jesús, culmina en la adhesión a El como el salvador del mundo, por cuanto les pone en contacto con Dios-Padre. Esto también puede observarse en otras escenas como la de Zaqueo, y hará referencia Juan Pablo II en la carta a los sacerdotes del 2002. El símil del agua también será central en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios».
El Espíritu Santo, aquél que “es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna”, es el gran protagonista de hoy, como nos recordaba Juan Pablo II. “De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad»”, pues «Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad». «Dios es espíritu»; “y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: «es más íntimo de mi intimidad». Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia”.
4. Con esto tocamos el tema de hoy: el agua en relación con la fe, con el Espíritu Santo que se nos da y con él nos da la gracia (segunda lectura), tema que retoma el prefacio, al invocar a Cristo, “quien, al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino”. El símbolo del agua está muy tratado por Benedicto XVI al hablar de las grandes imágenes del Evangelio de san Juan; nos ayuda a entender el enlace de las tres lecturas. “El agua es un elemento primordial de la vida y, por ello, también uno de los símbolos originarios de la humanidad. El hombre la encuentra en distintas formas y, por tanto, con diversas interpretaciones”: 1) el manantial, agua fresca que brota de las entrañas de la tierra, origen, principio, pureza (elemento creador, símbolo de la fertilidad, de la maternidad). 2) el río (Nilo, Eufrates y Tigris, Jordán…) portador de vida, con su profundidad representa también el peligro de muerte al sumergirse, y el salir de ella puede simbolizar un renacer. 3) el mar como fuerza que causa admiración y que se contempla con asombro en su majestuosidad, opuesto a la tierra, temido; el mar Rojo fue símbolo de la salvación (y es imagen del bautismo de sangre de Jesús, de su pasión), y amenaza que resultó fatal para los egipcios. Este es el simbolismo del agua en la historia de las religiones. “El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio de principio a fin”, desde la conversación con Nicodemo (capítulo 3, 5: renacer del agua y del Espíritu).
En el capítulo 4, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la Samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (cf. 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed. “Aquí, el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel. Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob: Jacob había visto, durante una visión nocturna, cómo por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre Él (cf. 1,51). Aquí, junto al pozo, encontramos a Jacob como el gran patriarca que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida. Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito de lo biológico”. Esta misma tensión inherente al ser del hombre la encontraremos en el capítulo dedicado al pan: el maná, pan terrenal, es una promesa del nuevo Moisés que volverá a ofrecer pan, otro «pan», «pan del cielo». Están pues lo símbolos en relación con esa otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera ineludible. “Juan distingue entre bíos y zoé, la vida biológica y esa vida completa que, siendo manantial ella misma, no está sometida al principio de muerte y transformación que caracteriza a toda la creación. Así, en la conversación con la Samaritana, el agua —si bien ahora de otra forma— se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin conocerla.
Como hemos visto, las palabras del pozo de Jacob se corresponden con las que revelan a Jesús con ocasión de la fiesta de las Tiendas que nos relata Juan en 7, 37ss. «El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba"; como dice la Escritura: "De sus entrañas manarán torrentes de agua viva"...». El rito (cf. el comentario a ese lugar, donde se verá el simbolismo de “entrañas” y “agua viva”) era una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores (cf. Nm 20, 1-13)”, que es justamente la primera lectura, en correspondencia con el Evangelio: “El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dos dones básicos para la vida. Esta interpretación mesiánica del don del agua aparece reflejada en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (10, 3s)”.
Jesús responde a esa esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: “Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que en el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta —de modo similar a lo que ha hecho ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida... en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí...». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”.
Hemos visto –en la presentación de Jesús en el templo- cómo el Señor resucitado, su cuerpo, es el nuevo templo que ansiaban no sólo el Antiguo Testamento, sino todos los pueblos (cf. 2, 21). “Por eso, en las palabras sobre los ríos de agua viva podemos percibir también una alusión al nuevo templo: sí, existe ese templo. Existe esa corriente de vida prometida que purifica la tierra salina, que hace madurar una vida abundante y que da frutos. Él es quien, con un amor «hasta el extremo», ha pasado por la cruz y ahora vive en una vida que ya no puede ser amenazada por muerte alguna. Es Cristo vivo. Así, la frase pronunciada durante la fiesta de las Tiendas no sólo anticipa la nueva Jerusalén, en la que Dios mismo habita y es fuente de vida, sino que inmediatamente indica con antelación el cuerpo del Crucificado, del que brota sangre y agua (cf. 19,34). Lo muestra como el verdadero templo, que no está hecho de piedra ni construido por mano de hombre y, precisamente por eso, porque significa la presencia viva de Dios en el mundo, es y será también fuente de vida para todos los tiempos.
Quien mire con atención la historia puede llegar a ver este río que, desde el Gólgota, desde el Jesús crucificado y resucitado, discurre a través de los tiempos. Puede ver cómo allí donde llega este río la tierra se purifica, crecen árboles llenos de frutos; cómo de esta fuente de amor que se nos ha dado y se nos da fluye la vida, la vida verdadera.
Esta interpretación fundamental sobre Cristo —como ya se ha señalado— no excluye que estas palabras se puedan aplicar, por derivación, también a los creyentes. Una frase del evangelio apócrifo de Tomás (108) apunta en una dirección semejante a la del Evangelio de Juan: «El que bebe de mi boca, se volverá como yo». El creyente se hace uno con Cristo y participa de su fecundidad. El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia”.
Son tantos los aspectos que no se pueden abarcar: “La página del evangelio es bellísima y sugerente, llena de sentido. ¿A qué atendemos más: a la sed o al agua, a la mujer del cántaro o al hombre que pide de beber? Ese hombre cautiva, tiene sed y ofrece agua, está cansado y libera de las cargas, pregunta cosas y lo sabe todo, parece un extraño y se mete en el corazón. En él se concentra toda la sed del mundo, todos los deseos y los interrogantes de la mujer; pero en él están todas las respuestas y todos los manantiales. Lo único que se necesita es acercarse a él, o dejar que él se acerque a nosotros, y acogerle y pedirle. El no se impone, se ofrece: «Si conocieras el don de Dios», si supieras, si quisieras...” (Caritas, Ríos del corazón).
Llucià Pou Sabaté
Clamó Moisés al Señor y dijo: -¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.
Respondió el Señor a Moisés: -Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel.
Y puso por nombre a aquel lugar Massá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?
Sal 94,1-2. 6-7. 8.9: Venid , aclamemos al Señor, / demos vítores a la Roca que nos salva; / entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. // Entrad, postrémonos por tierra, / bendiciendo al Señor, creador nuestro. // Porque él es nuestro Dios / y nosotros su pueblo, / el rebaño que él guía. // Ojalá escuchéis hoy su voz: / «No endurezcáis el corazón como en Meribá, / como el día de Massá en el desierto, / cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8: Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado
En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Texto del Evangelio (Jn 4,5-42): En aquel tiempo, Jesús llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.
Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna».
Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad».
Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad».
Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando».
En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?», o «¿Qué hablas con ella?». La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Salieron de la ciudad e iban donde Él.
Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come». Pero Él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis». Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?». Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para la vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga».
Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».
Comentario: 1. "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?" La sospecha, la pregunta que la modernidad vuelve a levantar contra Dios, en contraste con la fe de Abrahan que veíamos el domingo pasado, aquí la formula el pueblo tras la salida de Egipto, la liberación de la esclavitud. ¿El motivo? la dificultad, la falta de agua: protestan, se quejan, "murmuran", "tienta" al Señor, de ahí el nombre dado al lugar: "Meribá"=riña, altercado o querella, y "Massa"=tentación. Israel sospecha del Señor, e interpreta su salida de liberación como una salida hacia la muerte. El pueblo desafía a Dios, le pide pruebas. De la roca de Horeb mana un agua corriente y viva que calma la sed y es presencia salvadora. Pablo nos dirá que esta roca es Jesús (1 Co 10. 4), presencia de Dios salvadora, fuente de agua cristalina que calma la sed de todo hombre: “el que beba el agua que yo le daré, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 13-14; cf. 7. 37ss; Ap 7, 17; 21, 6; 22, 17...). Y los cristianos muchas veces tentamos al Señor abandonando la fuente de agua viva y cavándonos en su lugar aljibes agrietados incapaces de retener el agua (Jr 2, 13; 17, 13...; cf. A. Gil Modrego).
Cuando las dificultades empiezan a apretar, hasta el recuerdo de los ajos y cebollas de Egipto es más fuerte que la confianza en el Dios que libera: en carta que Bellière escribe a santa Teresita, le dice que necesita las palabras de la santa, que le acompañan. Es el deseo de algún afecto cuando la ausencia de Dios se hace muy dura. Todos necesitamos afecto, y cuando no aparece ninguna luz en el horizonte, la añoranza es fuerte, y este es el sentido espiritual de los “ajos y cebollas”, la necesidad de consuelos, junto a la seguridad de que Dios no nos deja de acompañar también en la cruz, consuela mucho la amistad, alguien que nos escuche, sentir la presencia de un “alma amiga”. Pero a veces es inevitable la separación del ser amado, como le promete en respuesta santa Teresita al misionero solitario, que cuando ella muera le acompañará especialmente. Es decir, ella le pide prescindir también de ese afecto humano, el consuelo de sus palabras, para buscar “el manná escondido” (Apocalipsis) que el Todopoderoso ha prometido ‘al vencedor’. Como está escondido, atrae menos que “las cebollas de Egipto”, y cuando se pruebe el manjar espiritual, ya no habrá añoranza de los consuelos humanos: “así como me sea permitido presentaros una comida totalmente espiritual, no añoraréis aquella que os habría dado si me hubiera quedado en la tierra durante mucho tiempo. ¡Ah! Vuestra alma es demasiado grande para aficionaros a ningún consuelo de aquí abajo…” Es siempre la tónica de la esperanza, no mirar atrás hacia lo que no tenemos sino adelante, hacia lo que tendremos, ese amor que no pasará nunca y que es el “manná”.
Pablo escribe a los corintios que la roca era Cristo (1 Co 10. 4). Juan nos cuenta cómo el último día de la fiesta de las tiendas, mientras el sacerdote llevaba el agua de la piscina de Siloé en el aguamanil de oro, en medio de los hosannas y el susurro de las palmas, Jesús decía: "Si alguno tiene sed venga a mí. Y beba el que cree en mí; como dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno” (explica el evangelista que se refería al Espíritu Santo). Precisamente el domingo II, en la transfiguración, estábamos en el contexto de la fiesta de las tiendas, y son las mismas palabras que leemos también hoy, es como volver a la Tienda, la Encarnación, que nos da el agua viva, el Espíritu Santo. También hay una referencia al domingo I, las tentaciones, pues las de Jesús evocan estas de los 40 años de la larga peregrinación en el desierto, también en sus tres formas concretas: la tentación del hambre, la tentación de los ídolos, la tentación de los signos milagrosos, como veremos más claramente en el comentario al domingo I, ciclo C (texto de Lucas).
-Junto al agua, aquí se pide un “signo”: "¿Por qué esta generación pide un signo? No se dará ningún signo a esta generación" (Marcos 8,12). "Generación mala y adúltera que pide un signo" (Mateo 12,39). "Generación incrédula, ¿hasta cuándo estaré con vosotros?" (Marcos 9,19); es entendido signo como desconfianza, búsqueda de lo mágico, extraordinario.
-En la expresión "el rebaño guiado por su mano" vemos también el tema –que saldrá más adelante- del "pastor": "Yo soy el buen pastor"... (Juan 10). "Viendo las muchedumbres, se llenó de compasión hacia ellas porque las veía como ovejas sin pastor" (Mateo 9,36).
-La imagen de la "roca" ("el hombre que escucha la palabra de Dios se parece a quien construye su casa sobre la roca": Mateo 7,24) está también relacionada con el agua viva.
-La invitación del salmo, que abre el rezo de la liturgia de las Horas: “venid, entrad, cantemos con alegría, aclamemos” tiene una referencia al pueblo: "¡Nadie es una isla!" Estamos todos interconexionados, unidos en solidaridad, formamos una comunión. La Iglesia nos “convoca”: ¡venid, entrad, cantad con alegría, aclamad, cantad! (Noel Quesson).
-“Mi descanso…” es alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre, Señor, tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Es aprender a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. No queremos dar lugar en nuestro corazón a esos lugares de riña y cólera que endurecen el corazón como el día de “Tentación” en el desierto: Señor, hazme entender, hazme aceptar, hazme creer (Carlos G. Vallés).
-En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre esa voz: haz esto, evita aquello. Si nos dejamos guiar, si nos confiamos a Él como un niño que se abandona en los brazos de la madre y se deja llevar por ella. El cristiano es una persona guiada por el Espíritu Santo. "Ojalá escuchéis hoy su voz… No endurezcáis el corazón". Cuesta reconocer "esa voz" en medio de muchas otras voces que resuenan dentro, la contaminación de ruidos ensordecedores, inclinaciones desordenadas, modas y "slogan" publicitarios... nos hacen volubles, indecisos. Dentro de mí tengo que hacer callar estos ruidos, para descubrir la voz de Dios. Cuenta el P. Loring que en el siglo XIX Van Wick construyó con guijarros una casita en su granja de Dutoitspan (Sudáfrica). Un día volvía del campo, después de una fuerte tormenta, cuando volvía a salir el sol; y a lo lejos descubrió que donde tenía su cabaña salía una luz que deslumbraba, al acercarse consternado vio cómo brillaban aquellos guijarros que formaban con el barro su casita: eran diamantes, y el agua caída los había limpiado del barro. Así se descubrió lo que hoy es una gran mina de diamantes. Y tengo yo que extraer esa voz interior y limpiarla de impurezas como se rescata un diamante del barro: sacarla a relucir y dejarme guiar por ella. Entonces también podré ser guía para otros, porque esa voz sutil de Dios que empuja e ilumina, esa linfa que sube del fondo del alma, es sabiduría, es amor y el amor se debe dar. ¿Cómo afinar mi sensibilidad sobrenatural, mi oído y percibir las sugerencias de esa voz? La oración, bebiendo de la Palabra de Dios, meditándola, y poniéndola en práctica… decirle sí a todo lo que Él quiera; y luego, creando en todas partes oasis de comunión, de fraternidad. La vida entonces resulta hermosa: tiene sabor, tiene vigor, tiene mordiente, es auténtica y luminosa (Chiara Lubich).
2. La lectura de San Pablo nos habla de esta voz interior que guía hacia Dios, hacia la fruición de Dios en el cielo a la que estamos llamados por su infinita misericordia. Lo más importante de la ley del Nuevo Testamento, en lo que consiste toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que nos viene dada por la fe en Cristo. Cumplido el tiempo de la promesa, el Señor nos ha dado una nueva ley no incisa en tablas de piedra, como la mosaica, sino escrita en el corazón de los fieles (Hebr 8, 10; cf. Jer 31, 33). Esa fuerza hace amar a Dios por encima de todo, con amor de totalidad, y a todas las criaturas con un amor ordenado. Eleva las potencias y con ellas la inclinación de la voluntad, refuerza la espontánea aspiración a tenerlo todo, que está en lo más profundo de nuestra libertad. Al mismo tiempo aquieta la tendencia a la rebeldía, que permanece siempre como posibilidad e inclinación. El amor santo es aquel con el que Dios es amado: la caridad de Dios está derramada en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Rom 5, 5). Este amor de alianza -esponsal- vivifica la fe: «por la fe, el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana celebra como una especie de matrimonio con Dios: te desposaré conmigo en fe (Os 2, 20)» (Santo Tomás de Aquino). La caridad es así vista como una participación de la infinita caridad que es el Espíritu Santo. Para que pueda decirse que una Persona divina ha sido enviada a una criatura hace falta que la persona se asemeje a la Persona divina enviada; «y puesto que el Espíritu Santo es el Amor, el alma es asimilada al Espíritu Santo por el don de la caridad: y de ahí que la misión del Espíritu Santo se considere en razón del don de caridad». Rom 5, 5 destaca los dos modos en que se puede recibir la caridad: el primero es la caridad con la cual Dios nos ama y el segundo es el amor a Dios con el cual nosotros le amamos, ambos se nos infunden con el Espíritu Santo que nos ha sido dado. La gracia es esta manifestación del amor de Dios, por el que la persona del Espíritu Santo que nos es dado y que nos hace semejantes a El por medio de su «representación propia» que es la caridad, nos hace participar -en Cristo- de esa virtud característica de quien ha sido elevado a hijo de Dios.
S. Agustín comenta: “Se nos ha invitado a cantar al Señor un cántico nuevo. El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor. Quien sabe amar la vida nueva, sabe cantar el cántico nuevo. Cómo sea la vida nueva, se nos va a comunicar a través del cántico nuevo. Todo pertenece al mismo reino: el cántico nuevo, el hombre nuevo, el testamento nuevo. Por lo tanto, el hombre nuevo cantará el cántico nuevo y pertenecerá al testamento nuevo”. El centro de la felicidad, ¿en qué consiste, en amar o en sentirse amados? Son las dos cosas, una está en relación con la otra, y si es más importante amar, no se puede hacer sin sentirse amados: “No existe nadie que no ame. Pero hay que preguntar por lo que se ama. No nos invita a no amar, sino a elegir lo que vamos a amar. Pero ¿qué elegimos, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos, si antes no somos amados… Amaos, porque él nos amó antes (1 Jn 4,10)… Nosotros amamos... ¿De dónde nos viene esto? Porque él nos amó antes. Busca de dónde le puede venir al hombre el amar a Dios; ciertamente no encontrarás otra causa, a no ser porque Dios le amó antes. Aquel a quien amamos se entregó a sí mismo. Nos dio con qué amarle. Oíd claramente de boca del apóstol Pablo qué nos dio para que le amáramos: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones. ¿De dónde? ¿De nosotros tal vez? No. ¿De dónde, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).
Teniendo, pues, tan gran confianza, amemos a Dios desde Dios. Insisto, puesto que el Espíritu Santo es Dios, amemos a Dios desde Dios. ¿Puedo decir más aún que: amemos a Dios desde Dios? Puesto que dije: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado; puesto que el Espíritu Santo es Dios, y no podemos amar a Dios sino mediante el Espíritu Santo, es lógico que amemos a Dios desde Dios. Hay lógica perfecta”. (Sermón 34,1-5).
3. En el pozo de Jacob, con Jesús cansado al mediodía, vemos cómo confluye cuanto se ha dicho hasta ahora, en la imagen del agua. Jesús y la mujer a solas. El judío y la samaritana (desde el s. V a.C. la escisión de Judea y Samaría era total: templos diferentes, versiones diferentes de la Torá...). Dos concepciones del mundo enfrentadas. Las dos partes necesitan algo, simbolizado en agua. Agua es por tanto el tema de conversación, y Jesús remonta hacia lo alto: el agua viva. Modelo de diálogo apostólico: desde las cosas en común, que se ven, subir a las preocupaciones más internas, las que no se ven, las que se pronuncian cuando hay confianza, confidencia. Así Jesús va llevando la conversación. Ella pregunta por la auténtica religión, dónde adorar a Dios, y Jesús la lleva al auténtico Templo (como señalamos el día 2 de febrero, fiesta de la presentación de Jesús en el templo). El autor del cuarto evangelio nos ha presentado antes a Jesús cuestionando el templo judío (cf. Jn 2. 13-16) y lo va a volver a cuestionar aquí en el v. 21. Se está estableciendo una relación entre Jacob (la fuente donde están lo recuerda) y los judíos, pero agua les lleva hasta el Dios auténtico (Yavé) a través de Jesús, más allá de los símbolos (para Judea, templo de Jerusalén; para Samaría, el de Garizín; Jesús habla del aire, palabra griega que significa también espíritu). La fuente de Jesús es mejor porque no es externa, se encuentra dentro del que bebe: “Hay una contraposición, no perceptible en la traducción litúrgica, pero sí en el original, entre el pozo de Jacob y el pozo existente dentro del que bebe el agua que Jesús trae. Es el surtidor de la traducción en el v. 14”. «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe». Hay quien se ha fijado en que “Jesús no habla del agua viva sino a una persona a quien Él pide que sirva agua natural a un amigo; que no habla de pan eterno, sino a los apóstoles a quienes ha enviado previamente a buscar el pan material que calma el hambre y la fatiga. En otras palabras: la personalidad de Jesús no la captan más que los hombres que buscan pan y agua para sus hermanos” (Maertens-Frisque).
Ella ha de salir del resentimiento por no cumplir la Torah (los 5 maridos coinciden con sus 5 libros), el paganismo (la unión actual con otro hombre) hacia una vida en "espíritu y verdad". Es "hacia el mediodía", la hora que Jesús dará a luz esta libertad (a esta misma hora hará sentar Pilato a Jesús en Jn 19. 13-14), la hora de la matanza de los corderos inocentes en el Templo, todo habla –como el domingo pasado- del Cordero glorificado en su misma muerte: "Yo soy, el que habla contigo".
Luego, con la llegada de la gente, la alegría refleja la cosecha que llega, me sugiere el tono festivo con que termina el salmo 21, que recitó Jesús en la cruz, la gran Fiesta que se congrega. Atrás quedan el trabajo y el cansancio del sembrador. Donde la traducción litúrgica habla de sudar, el texto original habla de cansarse. “Es el cansancio del que se ha hablado en la primera secuencia y que ahora vemos que era también un símbolo. Jesús trae agua limpia, está construyendo un nuevo templo. Es la tarea y la obra que tiene encomendada, su alimento, su razón de ser”. "Mi Padre hasta el presente sigue trabajando y yo también trabajo" (Jn 5. 17). Los discípulos son los encargados de continuar la obra siempre inacabada. Se cierra la secuencia y todo el relato con la llegada de los samaritanos y la invitación para que se quede Jesús con ellos. Dos días, pues al tercero habla de la curación de alguien que está para morir: "sabemos que él es de verdad el salvador del mundo" (cf. A. Benito). Jesús descorre el velo de la divinidad para que aparezca el rostro del Padre. La samaritana y sus paisanos saliendo al encuentro de Jesús son los campos ya dorados para la siega. Aquella curiosidad inicial de la samaritana fue el comienzo, la chispa que genera un proceso que, a través del encuentro con Jesús, culmina en la adhesión a El como el salvador del mundo, por cuanto les pone en contacto con Dios-Padre. Esto también puede observarse en otras escenas como la de Zaqueo, y hará referencia Juan Pablo II en la carta a los sacerdotes del 2002. El símil del agua también será central en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios».
El Espíritu Santo, aquél que “es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna”, es el gran protagonista de hoy, como nos recordaba Juan Pablo II. “De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad»”, pues «Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad». «Dios es espíritu»; “y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: «es más íntimo de mi intimidad». Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia”.
4. Con esto tocamos el tema de hoy: el agua en relación con la fe, con el Espíritu Santo que se nos da y con él nos da la gracia (segunda lectura), tema que retoma el prefacio, al invocar a Cristo, “quien, al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino”. El símbolo del agua está muy tratado por Benedicto XVI al hablar de las grandes imágenes del Evangelio de san Juan; nos ayuda a entender el enlace de las tres lecturas. “El agua es un elemento primordial de la vida y, por ello, también uno de los símbolos originarios de la humanidad. El hombre la encuentra en distintas formas y, por tanto, con diversas interpretaciones”: 1) el manantial, agua fresca que brota de las entrañas de la tierra, origen, principio, pureza (elemento creador, símbolo de la fertilidad, de la maternidad). 2) el río (Nilo, Eufrates y Tigris, Jordán…) portador de vida, con su profundidad representa también el peligro de muerte al sumergirse, y el salir de ella puede simbolizar un renacer. 3) el mar como fuerza que causa admiración y que se contempla con asombro en su majestuosidad, opuesto a la tierra, temido; el mar Rojo fue símbolo de la salvación (y es imagen del bautismo de sangre de Jesús, de su pasión), y amenaza que resultó fatal para los egipcios. Este es el simbolismo del agua en la historia de las religiones. “El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio de principio a fin”, desde la conversación con Nicodemo (capítulo 3, 5: renacer del agua y del Espíritu).
En el capítulo 4, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la Samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (cf. 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed. “Aquí, el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel. Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob: Jacob había visto, durante una visión nocturna, cómo por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre Él (cf. 1,51). Aquí, junto al pozo, encontramos a Jacob como el gran patriarca que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida. Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito de lo biológico”. Esta misma tensión inherente al ser del hombre la encontraremos en el capítulo dedicado al pan: el maná, pan terrenal, es una promesa del nuevo Moisés que volverá a ofrecer pan, otro «pan», «pan del cielo». Están pues lo símbolos en relación con esa otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera ineludible. “Juan distingue entre bíos y zoé, la vida biológica y esa vida completa que, siendo manantial ella misma, no está sometida al principio de muerte y transformación que caracteriza a toda la creación. Así, en la conversación con la Samaritana, el agua —si bien ahora de otra forma— se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin conocerla.
Como hemos visto, las palabras del pozo de Jacob se corresponden con las que revelan a Jesús con ocasión de la fiesta de las Tiendas que nos relata Juan en 7, 37ss. «El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba"; como dice la Escritura: "De sus entrañas manarán torrentes de agua viva"...». El rito (cf. el comentario a ese lugar, donde se verá el simbolismo de “entrañas” y “agua viva”) era una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores (cf. Nm 20, 1-13)”, que es justamente la primera lectura, en correspondencia con el Evangelio: “El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dos dones básicos para la vida. Esta interpretación mesiánica del don del agua aparece reflejada en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (10, 3s)”.
Jesús responde a esa esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: “Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que en el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta —de modo similar a lo que ha hecho ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida... en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí...». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”.
Hemos visto –en la presentación de Jesús en el templo- cómo el Señor resucitado, su cuerpo, es el nuevo templo que ansiaban no sólo el Antiguo Testamento, sino todos los pueblos (cf. 2, 21). “Por eso, en las palabras sobre los ríos de agua viva podemos percibir también una alusión al nuevo templo: sí, existe ese templo. Existe esa corriente de vida prometida que purifica la tierra salina, que hace madurar una vida abundante y que da frutos. Él es quien, con un amor «hasta el extremo», ha pasado por la cruz y ahora vive en una vida que ya no puede ser amenazada por muerte alguna. Es Cristo vivo. Así, la frase pronunciada durante la fiesta de las Tiendas no sólo anticipa la nueva Jerusalén, en la que Dios mismo habita y es fuente de vida, sino que inmediatamente indica con antelación el cuerpo del Crucificado, del que brota sangre y agua (cf. 19,34). Lo muestra como el verdadero templo, que no está hecho de piedra ni construido por mano de hombre y, precisamente por eso, porque significa la presencia viva de Dios en el mundo, es y será también fuente de vida para todos los tiempos.
Quien mire con atención la historia puede llegar a ver este río que, desde el Gólgota, desde el Jesús crucificado y resucitado, discurre a través de los tiempos. Puede ver cómo allí donde llega este río la tierra se purifica, crecen árboles llenos de frutos; cómo de esta fuente de amor que se nos ha dado y se nos da fluye la vida, la vida verdadera.
Esta interpretación fundamental sobre Cristo —como ya se ha señalado— no excluye que estas palabras se puedan aplicar, por derivación, también a los creyentes. Una frase del evangelio apócrifo de Tomás (108) apunta en una dirección semejante a la del Evangelio de Juan: «El que bebe de mi boca, se volverá como yo». El creyente se hace uno con Cristo y participa de su fecundidad. El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia”.
Son tantos los aspectos que no se pueden abarcar: “La página del evangelio es bellísima y sugerente, llena de sentido. ¿A qué atendemos más: a la sed o al agua, a la mujer del cántaro o al hombre que pide de beber? Ese hombre cautiva, tiene sed y ofrece agua, está cansado y libera de las cargas, pregunta cosas y lo sabe todo, parece un extraño y se mete en el corazón. En él se concentra toda la sed del mundo, todos los deseos y los interrogantes de la mujer; pero en él están todas las respuestas y todos los manantiales. Lo único que se necesita es acercarse a él, o dejar que él se acerque a nosotros, y acogerle y pedirle. El no se impone, se ofrece: «Si conocieras el don de Dios», si supieras, si quisieras...” (Caritas, Ríos del corazón).
Llucià Pou Sabaté
domingo, 27 de marzo de 2011
Cuaresma, 2º semana, sábado: la vida es un ir volviendo a la casa del Padre, con la conversión
Cuaresma, 2º semana, sábado: la vida es un ir volviendo a la casa del Padre, con la conversión
Libro de Miqueas 7,14-15.18-20: Apacienta con tu cayado a tu pueblo, al rebaño de tu herencia, al que vive solitario en un bosque, en medio de un vergel. ¡Que sean apacentados en Basán y en Galaad, como en los tiempos antiguos! Como en los días en que salías de Egipto, muéstranos tus maravillas. ¿Qué dios es como Tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía del resto de tu herencia? Él no mantiene su ira para siempre, porque ama la fidelidad. El volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados. Manifestarás tu lealtad a Jacob y tu fidelidad a Abraham, como juraste a nuestros padres desde los tiempos remotos.
Salmo 103,1-4.9-12: De David. Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga a su santo Nombre; / bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios. / Él perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias; / rescata tu vida del sepulcro, te corona de amor y de ternura; / no acusa de manera inapelable ni guarda rencor eternamente; / no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. / Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen; / cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados.
Texto del Evangelio (Lc 15,1-3.11-32): En aquel tiempo, viendo que todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces les dijo esta parábola. «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Y, levantándose, partió hacia su padre.
Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado’. Y comenzaron la fiesta.
Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano’. Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!’ Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado’».
Comentario: 1. Miq. 7, 14-15. 18-20. No basta con perdonar. El Señor no sólo nos perdona nuestros pecados, conforme a su infinita misericordia; sino que va más allá: aplasta con sus pies nuestras iniquidades y arroja a lo hondo del mar nuestros delitos. Él quiere que, perdonados y reconciliados con Él, caminemos como santos, pues Él, nuestro Dios, es Santo. Para que esta obra de salvación fuera realidad en nosotros, Él nos envió a su propio Hijo, el cual cargó sobre sí nuestras iniquidades y clavó en la cruz el documento que nos condenaba. Quien crea en Jesús y lo acepte en su vida habrá hecho la voluntad de Dios, que no nos ha dado otro nombre bajo el cual podamos salvarnos. Dios ha salido a buscarnos como el pastor busca a la oveja descarriada. Dejémonos encontrar y salvar por Él mientras aún es el tiempo de la salvación. Dios nos ama; dejémonos amar por Él para que lleve a buen término su obra en nosotros y nos transforme de pecadores en justos y en hijos suyos.
Las ovejas alocadas, perdidas en el monte bajo, esperan que vaya el pastor a liberarlas y conducirlas a los verdes pastizales. –“Como en los días de tu salida de Egipto, haznos ver prodigios”. “La misericordia de Dios no puede ser un estímulo a la pereza. No me salvaré por mis propias cualidades, ¡seguro! Tengo de ello experiencia. Pero, tampoco me salvaré si no colaboro, si no participo por mi parte en esa salvación que Dios me da. Hay al menos que tender la mano y el corazón para acogerla. De otro modo, el hombre moderno podría acusarnos de estar «alienados»: el término "misericordia" no tiene buena prensa en la literatura de hoy... (Ver Encíclica "Rico en misericordia" de Juan Pablo II). Se le encuentra resabio de sentimentalismo y paternalismo. De hecho la salvación de Dios suscita nuestra responsabilidad: es preciso que sea esperada y recibida con todo nuestro ser... y, en particular, debemos llegar a ser misericordiosos, cuando uno mismo ha sido beneficiario. «Perdonad... como habéis sido perdonados...»” (Noel Quesson).
Hemos señalado algún aspecto de la devoción a la divina misericordia. Hoy, ahondando en el tema, querría traer a este propósito el recuerdo de Santa Teresita, a la que volveremos a recordar en el mes de octubre, que comienza con su memoria. Ella, apóstol de la Misericordia, nos hace ver que “Dios es sólo amor y misericordia”, Dios es un Padre que me ama, y por eso lo perdona todo; realmente Dios antes que nada es Amor, y todo ha sido hecho porque nos ama: "Dios creó solo aquellos seres, de los que se enamoró" (Card. Lehman). Cada uno podemos pensar: existo, porque Él se enamoró de mí. Soy aceptado por Dios; me quiere como soy. En mí todo es gracia: nací de un sueño de amor de Dios –que está loco por mí- y me tiene un amor gratuito. Una chica, al descubrir cómo vivir de la gratuidad de Dios, escribía: “Una tarde volvía yo de la reunión de oración y mi abuela me esperaba en la cocina, como siempre. Yo le conté emocionada: ‘-yaya, ¡no te imaginas! ¡Dios me quiere como soy! No tengo que hacer nada para que me quiera... ¿no es alucinante?’ Y a mi abuela se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo: ‘-me han estafado. Me han engañado’. Y es que a ella le habían predicado que el amor de Dios hay que merecérselo y ganárselo a base de méritos. Claro, como eso es imposible, nunca se había sentido digna y, por tanto feliz. Ella no conocía el significado de ‘dejarse amar por Dios’” (de una revista de la renovación carismática).
¿Tiene razón la nieta o la abuela? Realmente el corazón de Dios se vuelca en mí como hijo, más allá de la realidad concreta de mis obras buenas o malas. Cuántas angustias se han causado, por no explicar bien cómo es Dios, mostrándolo como “justiciero”... toda justicia divina hay que entenderla desde esa misericordia, todas las verdades de doctrina, hasta el infierno: que no lo ha hecho Dios para nosotros, sino que es la triste posibilidad de no amar, la autoexclusión de quien no quiere amar a Dios y a los demás. ¿Es al mismo tiempo cierto que las obras son meritorias? Si, y pienso que sólo podemos captar la Misericordia cuando abrimos el corazón, es como un chorro inmenso que está siempre –el Amor que siempre está como cayendo del cielo- pero del que sólo podemos llenarnos según nuestro recipiente, la medida de nuestro corazón. ¿Cómo se ensancha éste? Cuando se da; y es algo cíclico: la grandeza del amor se multiplica cuando se da: eso lleva a fijarse en lo bueno, en lo positivo de los demás, en sus cualidades, virtudes, acciones...
Hoy es particularmente iluminador este espíritu de Santa Teresita, que nos muestra un Dios todo amor y misericordia, donde la justicia queda explicada con la ternura. Escribe poco antes de su muerte: “dice el Evangelio que Dios vendrá como un ladrón. A mí vendrá a robarme con gran delicadeza. ¡Como me gustaría ayudar al Ladrón!... no tengo ningún miedo del Ladrón. Lo veo lejos y en vez de gritar: ¡al ladrón!, lo llamo diciéndole: ¡por aquí, por aquí!” Este espíritu -del Evangelio- es útil para impregnar todos los campos (Derecho, relaciones laborales...) pero pienso que particularmente la educación. Mirando una imagen de Jesús con dos niños, explica con inocencia profunda: “soy yo este pequeñito que ha subido al regazo de Jesús, que alarga tan graciosamente su piernecita, que levanta la cabeza y lo acaricia sin temor. El otro pequeño no me gusta tanto; le han dicho algo..., sabe que debe tratar con respeto a Jesús”. Tantas veces la educación –también la religiosa- ha sido cargada de un respeto que da miedo, y lo que más ayuda al ambiente de nuestro tiempo, lleno de miedo e inseguridad, es esa paz y esperanza de sentirnos queridos, pese a nuestras equivocaciones e incertidumbres. Cuando se encuentra vacía de obras buenas de cara al juicio que llega a su muerte, dice la Doctora de la Iglesia que Jesús “no podrá pagarme –según mis obras-... Pues bien, me pagará según las suyas”.
Una oración humilde y confiada en Dios, es la que nos ofrece Miqueas hoy; el Señor:
“- es como el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel que andan perdidas por la maleza;
- volverá a repetir lo que hizo entonces liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto;
- y no los castigará: Dios es el que perdona; ésa es la experiencia de toda la historia: «se complace en la misericordia», «volverá a compadecerse», será «compasivo con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos»;
- «arrojará a lo hondo del mar nuestros delitos». Es una verdadera amnistía la que se nos anuncia hoy.
2. Sal. 102. Alabemos a Dios, nuestro Padre, porque ha sido misericordioso para con nosotros. Él nos ha perdonado y ha alejado para siempre de su presencia todos nuestros pecados. En Cristo Jesús hemos conocido el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. El Señor no se ha quedado en promesas de salvación. Él ha cumplido su palabra y nos llama para que, creyendo en Jesús, hagamos nuestros su amor y su vida. Dios sabe que somos frágiles, inclinados al pecado. Tal vez muchas veces la concupiscencia nos llevó por caminos de rebeldía a Dios. Pero el Señor, cuando ve que volvemos a Él con el corazón arrepentido, se nos muestra como un Padre lleno de amor y de ternura para con nosotros. Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor para volver a Él y, recibido su perdón, caminar en adelante como hijos de Dios, glorificando su Santo Nombre con nuestras buenas obras. El salmo 102, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste: «el Señor es compasivo y misericordioso... no nos trata como merecen nuestros pecados». Es un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta despacio diciéndolo en primera persona, desde nuestra historia concreta, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual... ¿Sabemos pedir perdón? ¿Preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta? ¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al menor se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿Sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿Miramos por encima del hombro a «los pecadores», sintiéndonos nosotros «justos»? La Cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados” (J. Aldazábal). «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (entrada). «¿Qué Dios hay como Tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa?» (1ª lectura). Todos hemos de seguir estos días las pisadas del joven: «Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (evangelio), para «que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón» (poscomunión).
3. Lc 15,1-3.11-32 (= Cuaresma 4º domingo C). “Dejarse amar por Dios. -Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle. Los fariseos y los escribas murmuraban: "Este acoge a los pecadores y come con ellos." Una revelación esencial de Dios. La parábola del hijo perdido y encontrado... por su padre. La parábola del Padre que no desespera jamás de sus hijos. Habitualmente llamada: la parábola del "hijo pródigo". Pero es el "padre", y no el hijo, el que constituye el centro de la parábola. Contemplemos a nuestro Dios, que Jesús nos revela aquí. -“Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo a su padre: "Dame la parte de hacienda que me corresponde." El padre les dividió la hacienda”. Un padre amoroso, respetuoso de la libertad y de la autonomía de sus dos hijos. Con la muerte en el alma deja partir al menor; pero con la esperanza de que será adulto algún día y comprenderá el amor de su padre. Un hijo disconforme, que quiere vivir su vida, que rehúsa el estar sometido, que cree que será más libre si está totalmente independizado. Es una rebelión típica de nuestro tiempo y de todos los tiempos: "el rechazo del padre"... el rechazo de Dios. Característica del mundo moderno. Fenómeno global del ateísmo.
-“Disipó su hacienda en una vida disoluta...” y conoció la miseria. El pecado siempre se presenta primero como agradable, atrayente, seductor. El Maligno es suficientemente hábil para, de momento, disimular su "juego". Vivir su libertad, reivindicar su autonomía... es positivo bajo un cierto aspecto. Eres Tú, Señor, quien nos has dado esta sed de libertad. Haz que seamos más lúcidos, Señor. Ayúdanos a detectar lo que es una verdadera dilatación del espíritu, de lo que corre el peligro de acabar en decrepitud.
Cuando el hombre desprecia su dignidad y baja al abismo, ahí también está Dios… San Pedro Crisólogo señala: Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre (Lc 15,18)… “El que pronuncia estas palabras estaba tirado por el suelo. Toma conciencia de su caída, se da cuenta de su ruina, se ve sumido en el pecado y exclama: Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre. ¿De dónde le viene esta esperanza, esta seguridad, esta confianza? Le viene por el hecho mismo de que se trate de su padre. Ha perdido su condición de hijo; pero el padre no ha perdido su condición de padre. No hace falta que ningún extraño interceda cerca de un padre; el mismo amor del padre intercede y suplica en lo más profundo de su corazón a favor del hijo. Sus entrañas de padre se conmueven para engendrar de nuevo a su hijo por el perdón. “Aunque culpable, yo iré donde mi padre.’ Y el padre, viendo a su hijo, disimula inmediatamente la falte de éste. Se pone en el papel de padre en lugar del papel de juez. Transforma al instante la sentencia en perdón, él que desea el retorno del hijo y no su perdición... Lo abrazó y lo cubrió de besos (Lc 15,20) Así es como el padre juzga y corrige al hijo. Lo besa en lugar de castigarlo. La fuerza del amor no tiene en cuenta el pecado, por esto con un beso perdona el padre la culpa del hijo. Lo cubre con sus abrazos. El padre no publica el pecado de su hijo, no lo abochorna, cura sus heridas de manera que no dejan ninguna cicatriz, ninguna deshonra. Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su pecado (Sl 31,1)… el hijo sigue siendo hijo de Dios y, siendo hijo, también heredero (Rom 8,17). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malgastar los bienes de modo indigno a nuestra condición de hijos de Dios. Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos que ha logrado durante su vida, se incapacita para adquirir otros nuevos, y queda de algún modo sujeto a la esclavitud del demonio. Fuera de Dios es imposible la felicidad, incluso aunque durante un tiempo pueda parecer otra cosa.
En la oscuridad, sigue habiendo una luz… donde vemos el bien y la verdad, la belleza y el camino de la esperanza… En el examen de conciencia se confronta nuestra vida con lo que Dios esperaba, y espera de ella. En el examen, con la ayuda de la gracia, nos conocemos como en realidad somos. Los santos se han reconocido siempre pecadores porque, por su correspondencia a la gracia, han abierto las ventanas de su conciencia, de par en par, a la luz de Dios, y han podido conocer bien su alma. En el examen también descubriremos las omisiones en el cumplimiento de nuestro compromiso de amor a Dios y a los hombres, y nos preguntaremos: ¿a qué se deben tantos descuidos? La soberbia también tratará de impedir que nos veamos tal como somos: han cerrado sus oídos y tapado sus ojos, a fin de no ver con ellos (Mt 13, 15).
Todos nosotros, llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. “La vida humana es, es cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición... Volver por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios” (san Josemaría). Hemos de acercarnos a la Confesión sin desfigurar la falta ni justificarla. Con humildad, sencillez y sinceridad. Con verdadero dolor por haber ofendido a nuestro Padre. El Señor, por Su misericordia, nos devuelve en la confesión lo que habíamos perdido por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Y la vuelta acaba siempre en una fiesta llena de alegría (F. Fernández Carvajal).
-“Se levantó y partió hacia su padre: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Danos, Señor, este valor... saber reconocer nuestro mal y tomar la postura eficaz para probar que es verdadera nuestra decisión.
-“Cuando aún estaba lejos, vióle el padre, y compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello... mandó que le trajeran la más bella túnica, un anillo, unas sandalias... hizo preparar un festín”. Es así como el padre acoge al hijo "rebelde". Incansablemente, leo y vuelvo a leer estas palabras. Eres Tú, Jesús, quien ha inventado este relato. Eres Tú quien ha acumulado todos esos detalles del retorno del hijo pródigo. Escucho tu voz. Trato de imaginar las inflexiones de tu voz cuando decías esto por primera vez. Querías darnos a entender algo muy importante.
¿Cómo reaccionaron tus oyentes? ¿Qué hicieron después de haberlo oído? ¿Vinieron a confiarte sus pecados? ¿Oíste confesiones, Señor? ¿Qué confidencias te hicieron? Los "hijos pródigos" de Dios comprendieron delante de quién se encontraban, y ¡cuán grande era su suerte de tener tal Padre!
-“Hijo mío, todo lo mío es tuyo”. Fórmula de amor. Y el padre se ve obligado a decirla también al hijo mayor quien, aparentemente, se había quedado "en la casa", ¡pero que tampoco había comprendido gran cosa del amor que su padre le tiene! El menor, precisamente a causa de su pecado, y de su vida lejos del hogar... y a causa también del perdón que acaba de recibir, comprenderá mejor ahora ¡cómo y cuánto es amado! ¡Gracias!” (Noel Quesson).
El hijo ha preparado un discurso, pero el padre no le permite terminarlo, no se le gana en generosidad e iniciativa: no sólo -contra las costumbres orientales- “corre” al encuentro del hijo al que ve de lejos, sino que le devuelve la filiación que había “perdido”: eso significan el anillo (sello de la alianza), las sandalias (para llevar el evangelio de paz, una vez recuperada) y el mejor vestido (la inmortalidad, incorruptibilidad de la gracia), digno de un huésped de honor, para un banquete (la Eucaristía) con música y danzas (la alegría). La alegría del padre queda reflejada, además, en la fiesta por “este hijo mío”. El hermano mayor, que viene de cumplir con sus responsabilidades de hijo no quiere entrar en la casa y participar de la fiesta. Nuevamente el padre sale al encuentro de un hijo y debe escuchar los reproches. El mayor se niega a reconocerlo como hermano (“ese hijo tuyo”) cosa que el padre le recuerda (“tu hermano”). El padre reconoce que el hijo mayor “jamás desobedeció una orden”, es un “siempre fiel”, uno que “está siempre con el padre” y todo lo suyo le pertenece, pero el padre quiere ir más allá de la dinámica de la justicia: el menor “no merece”, pero “es bueno” festejar. La misericordia supone un salir hacia los otros, los pecadores que -por serlo- no merecen, pero el amor es siempre gratuito y va más allá de los merecimientos, mira al caído. Los fariseos y escribas son modelos de grupos “siempre fieles”, pero su negativa a recibir a los hermanos que estaban muertos y vuelven a la vida los puede dejar fuera de la casa y de la fiesta. Los mayores también pueden irse de la casa si no imitan la actitud del padre, o pueden entrar y festejar si son capaces de recibir a los pecadores y comer con ellos.
Ante la noticia de una masacre en una escuela de Alemania (12.3.2009), por parte de un alumno resentido (como tantos otros episodios de varios países), me pregunto: ¿cómo es que somos tan poco civilizados en la práctica? Para nuestra civilización “tan” civilizada, se hace muy difícil comprender tantas cosas… estamos en un mundo falto de educación, pero pienso que lo que falta es educar el corazón, está mucha gente necesitada de amor que nadie le da… Cuentan en el Arzobispado de Madrid que hay un programa de acogida a niños con carencias que se llama: “Se buscan abrazos”. La parábola del hijo pródigo es también muy actual, para ayudar a esos países nórdicos donde hay tanto aislamiento, a buscar el abrazo del padre al hijo, de los hermanos, de todos los hombres... Ese abrazo resume todo lo que hemos querido meditar durante esta semana. El hijo abrazó su fortuna y se fue desasido de su padre. Se sentía infantil bajo la protección de su padre y se lanzó en busca de otros abrazos. Se echó en los brazos de la “buena vida”, de la juerga, del vino, de los amigotes, de las prostitutas y terminó humillado por todos ellos e intentando abrazar las algarrobas que comían los cerdos, y hasta ese mísero abrazo al alimento de los puercos le estaba vedado. Es como el abrazo de la boa constrictor, al principio es suave, de tacto agradable, pero termina ahogando y, o eres capaz de zafarte de él, o acabas siendo devorado y deglutido lentamente por los jugos gástricos del animalejo. Muchos buscan abrazos perdidos, como un marido cae en brazos de otra mujer, en lugar del abrazo de amor auténtico. El otro abrazo, el abrazo del padre, parece mucho más difícil de recibir. Es el pecado de muchos católicos, pensar que hemos de merecernos el amor de Dios, y al pecar desesperar, al no vernos dignos, vernos malos… Parece que hay que ganárselo, pensar excusas para acercarse a él, darle vueltas a razonamientos que justifiquen nuestra indignidad y hacernos un hueco entre sus brazos. Y, ciertamente, es un abrazo inmerecido, no nos lo ganamos por nuestra locuacidad ni por nuestra capacidad de “dar lástima”. Es Dios Padre quien se conmueve cuando ve que nos acercamos, el que echa a correr a nuestro encuentro, nos abre los brazos en un inmenso abrazo y nos cubre de besos, callando todos nuestros estúpidos razonamientos o nuestras injustificables justificaciones. Toda la humillación de esta semana es elevada en los brazos del Padre y, sintiéndonos otra vez como niños pequeños y balbucientes ante Dios, nos damos cuenta de que Él nos quiere y ése es nuestro mayor tesoro, el que nunca querremos perder. No dejes que pase hoy sin acercarte a tu padre Dios, acércate a la Iglesia y recibe el sacramento de la confesión y- aunque creas que te va a costar mucho, que llevas demasiado tiempo cuidando cerdos-, en cuanto te decidas, será tu padre Dios quien correrá a tu encuentro, verás todos tus pecados sujetos con clavos a la cruz y encontrarás la vida de la gracia que da vida a lo que parecía un cadáver. Confíale a María este propósito de no aplazar un día más esa reconciliación con Dios que necesitas y, aunque te cueste avanzar por la humillación de tus pecados, descubrirás que es realmente cierto que “él que se humilla será enaltecido”.
Jesús, que ante la tentación no piense sólo en mí: en lo que gano y en lo que pierdo. Que piense, sobretodo, en lo que te alegras Tú si venzo, o en lo que sufres si te abandono. Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos (san Josemaría). Jesús, a la hora de pedir perdón, a veces tampoco me doy cuenta de cómo me estás esperando. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció. Tú estás esperándome con impaciencia…, y yo no tengo prisa en venir. Pasan días de espera que no pasarían si me diera cuenta de cómo me quieres y cuánto deseas mi pronta conversión. Hace falta sólo que abramos el corazón. Tú has querido, Jesús, que esa vuelta a la casa del Padre la podamos realizar a través del Sacramento de la Confesión. Que no la retrase innecesariamente cuando veo que me hace falta; que no permanezca alejado cuando Tú me quieres en casa, y me esperas como un Padre a su hijo. María, aunque en la parábola no aparece la madre del hijo pródigo, me imagino perfectamente su reacción ante la marcha del hijo y ante su regreso a casa. Cómo te hará sufrir, por mí, el pecado, y cómo te alegrará la confesión. Ayúdame a evitar el pecado, y acudir prontamente –sin vergüenzas, sin pereza- al remedio de la confesión (Pablo Cardona).
Jesús escandalizaba a los fariseos: come con pecadores... La comida era algo tan sagrado para los antiguos judíos, que uno sólo podía sentarse a la mesa de quien es como uno. Jesús come con pecadores: ¡obviamente es un pecador! El planteamiento de Jesús es totalmente diferente: Él es el rostro humano de la misericordia infinita de Dios, es el Dios que se acerca a todo hombre para regalarle su amor. Es el Dios dedicado hasta el extremo a cada uno de los suyos. Es el padre que está amorosamente atento a la vuelta de sus hijos errantes a su casa, a su mesa y a su fiesta. Otros, en cambio, parecen preferir ser un grupo aislado, el grupo de los perfectos, el de los que "no abandonaron la casa del padre"... Algunos tienen una actitud sectaria, una actitud que rechaza a todos los que ya no están unidos a su origen, o que no aceptan a los que no-son-como-uno. Dios, en cambio, quiere invitarnos a todos a su fiesta, la fiesta de la alegría por recuperar lo perdido. Frente a un mismo acontecimiento, tenemos dos actitudes diferentes, la de un padre, dedicado y preocupado por su hijo perdido, y la de un hermano orgulloso de su "pureza" que rechaza la infidelidad del hermano arrepentido ... El tema de la comunión de mesa con los pecadores se enmarca en un tema muy amplio: Jesús come con pecadores y prostitutas, con pobres y mujeres. Hasta es acusado de "borracho" por los comentarios del barrio. Pero, en la misma línea, habla del Reino de Dios como un banquete al cual son invitados todos los hombres, y frente al rechazo de los que se creían perfectos (como el hijo mayor), un banquete al que se invita a los pobres y despreciados; incluso lo indica expresamente: cuando des un banquete, invita a los pobres, a los que no pueden devolverte la invitación. ¿Entraremos a la fiesta?
Hoy vemos la misericordia, la nota distintiva de Dios Padre, en el momento en que contemplamos una Humanidad “huérfana”, porque —desmemoriada— no sabe que es hija de Dios. Cronin habla de un hijo que marchó de casa, malgastó dinero, salud, el honor de la familia... cayó en la cárcel. Poco antes de salir en libertad, escribió a su casa: si le perdonaban, que pusieran un pañuelo blanco en el manzano, tocando la vía del tren. Si lo veía, volvería a casa; si no, ya no le verían más. El día que salió, llegando, no se atrevía a mirar... ¿Habría pañuelo? «¡Abre tus ojos!... ¡mira!», le dice un compañero. Y se quedó boquiabierto: en el manzano no había un solo pañuelo blanco, sino centenares; estaba lleno de pañuelos blancos. Nos recuerda aquel cuadro de Rembrandt en el que se ve cómo el hijo que regresa, desvalido y hambriento, es abrazado por un anciano, con dos manos diferentes: una de padre que le abraza fuerte; la otra de madre, afectuosa y dulce, le acaricia. Dios es padre y madre... «Padre, he pecado» (cf. Lc 15,21), queremos decir también nosotros, y sentir el abrazo de Dios en el sacramento de la confesión, y participar en la fiesta de la Eucaristía: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15,23-24). Así, ya que «Dios nos espera —¡cada día!— como aquel padre de la parábola esperaba a su hijo pródigo» (San Josemaría), recorramos el camino con Jesús hacia el encuentro con el Padre, donde todo se aclara: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Concilio Vaticano II). El protagonista es siempre el Padre. Que el desierto de la Cuaresma nos lleve a interiorizar esta llamada a participar en la misericordia divina, ya que la vida es un ir regresando al Padre.
El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en una región de sombras de muerte una luz les brilló. Los que no éramos pueblos hemos sido constituidos en Pueblo de Dios. Y el Padre misericordioso se alegra de haber encontrado a su hijo, el que por muchos años y siglos había vagado lejos de la casa paterna. Dios no quiere la salvación sólo para unos cuantos elegidos. Él nos ama a todos y quiere que todos los hombres se salven. Él ha enviado a su Iglesia a proclamar su Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La Buena Nueva de salvación no puede encerrarse cobardemente en un grupo de iniciados. Dios quiere que todos lleguemos a ser hijos suyos. Esa es la misericordia que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo que bajó del cielo para conducirnos a él. Él cargó sobre sí nuestras miserias e hizo suyos nuestros delitos. Él retorna junto con toda la humanidad pecadora, pero arrepentida, para ser recibida como es recibido el Hijo en la casa paterna. Unamos nuestra vida a Cristo para que, perdonados de nuestros pecados, seamos dignos de participar del Banquete eterno en la alegre compañía del Hijo de Dios. Dios, en Cristo Jesús, ha venido para recibirnos a nosotros, pecadores, y a sentarnos a su mesa. Dios jamás nos ha abandonado, ni se ha olvidado de nosotros. A pesar de que la humanidad ha vivido lejos del Señor, Él nos sigue amando. Y no se queda esperándonos en su casa para que retornemos a Él. Él ha salido a buscarnos y no ha descansado hasta encontrarnos para ofrecernos su perdón. A quienes lo aceptamos como nuestro Dios y Señor nos lleva sobre sus hombros, lleno de alegría, de regreso a la Casa Paterna. Nuestra conversión inicial, culminada en el Bautismo, se vuelve a realizar en este Sacramento Eucarístico, centro y culmen de la vida de la Iglesia. Por eso, no sólo venimos a adorar a Dios contemplándolo lejano a nosotros. Venimos para unirnos con el Señor en una Alianza nueva y eterna. Por eso no podemos volver a nuestra vida diaria revestidos de la maldad. Dios nos ha revestido de su propio Hijo amado en quien Él se complace, para contemplarlo en nosotros. Tal vez en otro tiempo fuimos irreflexivos, rebeldes, descarriados, esclavos de toda clase de malas inclinaciones y placeres, llenos de maldad y de envidia; éramos despreciados y nos odiábamos unos a otros. Pero a pesar de todo eso Dios nos salvó, no por alguna obra buena nuestra, sino sólo por su gran misericordia (cfr Tit 3, 3ss). ¿En verdad habrán quedado atrás nuestros pecados y nuestras pasiones desordenadas? En esta Cuaresma no podemos llegar a celebrar la Pascua sólo por tradición. Debemos permitirle al Señor que renueve nuestro corazón para que, guiados por su Espíritu Santo que habita en nosotros, podamos ir a dar testimonio de lo misericordioso que ha sido el Señor para con nosotros. Quien continúe como esclavo del pecado no puede llamarse hijo de Dios, pues aún no ha iniciado, por lo menos, su camino de retorno al Señor. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda volver a Él, rico en misericordia. Que nos dejemos revestir de Cristo y que hagamos nuestra su Misión para llevar a todos, tanto con las palabras como con el ejemplo, su mensaje de salvación para que vuelvan a Él y sean sus hijos amados. Amén (www.homiliacatolica.com).Llucià Pou Sabaté
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