domingo, 9 de octubre de 2016

Lunes semana 28 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 28 de tiempo ordinario; año par

Jesús es signo de salvación, y la misma salvación, que nos hace libres, hijos de Dios
«Habiéndose reunido una gran muchedumbre, comenzó a decir: «Esta generación es una generación perversa; busca una señal y no se le dará otra sino la señal de Jonás.Porque, así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará; porque ella vino de los extremos de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, pero mirad que aquí hay algo más que Salomón. Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia ante la predicación de Jonás; pero mirad que aquí hay algo más que Jonás» (Lucas 11, 29-32).
1. –“Como sea que el gentío se apiñaba a su alrededor, Jesús se puso a decirles:...” La gente te busca, Señor, tenemos necesidad de ti, de tu Palabra y Vida.
-“Se puso a decirles: "Esta generación es mala. Pide una señal...” Es una pena que a veces te busquemos con ese afán de lo extraordinario…
-“Y no se le dará otra señal, excepto la señal de Jonás”. Jesús, habías hecho tantos milagros ante sus propios ojos. Pero nunca es bastante. Danos humildad de corazón para aceptar la acción de Dios en el mundo que de ordinario es gris, sin relieve. Que nuestros ojos tengan más luz, para que sepamos ir discerniendo más y más "lo que Tú, Señor, estás obrando" en los acontecimientos, en las personas que me rodean, en los grupos donde convivo, en los que trabajo...
-“En efecto, igual que Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive así va a serlo el Hijo del hombre para la gente de esa generación”. Jonás recorre las calles de Nínive gritando que hay que convertirse… El "signo" de Dios, la llamada a la conversión que percibimos a veces: - esa vocecita tímida que alguna vez nos habla en el fondo de nuestras conciencias y que nos repite: "cambia de vida". Ese vozarrón del evangelio que nos sacude a menudo y que nos increpa: "cambia de vida" (Noel Quesson).
La historia de Jonás habla de ti, Señor. En la versión de Mateo, se refiere a que vas a morir por nosotros, pero resucitarás al tercer día. Tu resurrección de entre los muertos será tu señal ante los hombres. Eres el Hijo de Dios hecho hombre, Dios y hombre verdadero. Aquí vemos la persona de Jonás como un signo de salvación.
El signo mejor que nos ha concedido Dios es Cristo mismo, su persona, su palabra. El sábado afirmaba Jesús que los verdaderos discípulos son los que "escuchan la Palabra y la cumplen". Nosotros la escuchamos con frecuencia: pero ¿se puede decir que la ponemos en práctica a lo largo de la jornada? Si a Jonás le hicieron caso y a Salomón le vinieron a escuchar desde tan lejos, ¿no tendrán razones los ninivitas y la reina de Sabá para echarnos en cara nuestra falta de fe en el Maestro auténtico, Jesús?
Pienso que en mis tiempos también se ha de cumplir tu señal. En esta nueva Evangelización a la que nos anima el Papa tanto en los viejos países de tradición cristiana, como en los que está menos desarrollado el anuncio de la fe, adquiere actualidad lo que el último Concilio decía: «Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y la palabra». En los laicos, esta evangelización «adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo». Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, tanto a los no creyentes, como a los fieles» (CIC 905).
-“Los ninivitas se levantarán en el Juicio contra esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay algo mayor que Jonás”. Señor, nos dices que eres más que Jonás. Eres en presente, por eso me pides: «Enciende tu fe. -No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. / ¡Vive!: «Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!» -dice San Pablo- ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!» (J. Escrivá, Camino 584).
“Tú eres más que un profeta o un filósofo sabio que dejó doctrinas admirables. Eres Dios vivo: ayer, hoy y siempre.
”Por eso vivir cristianamente no consiste sólo en conocer tu doctrina, sino que, sobre todo, consiste en vivir contigo, unido a Ti por la gracia y por el trato personal contigo en la oración. Sólo si te tengo presente durante el día, convirtiendo cada actividad en verdadera oración contigo, podré ser testigo de tu resurrección anunciando con mi vida cristiana que Tú vives, que no eres una figura que pasó.
Para esta presencia de Dios, son buenos “pequeños trucos: tener una estampa de la Virgen en la cartera y decirle una jaculatoria cuando la vea; pedir por alguna intención cada vez que miro el reloj, o veo la cruz de una farmacia, o pongo en marcha el ordenador”.
Señor, “ayúdame a mantener mi fe ardiente, a base de rezar pequeñas jaculatorias y hacer actos de fe durante el día” para crecer en tu presencia (Pablo Cardona).
-“La reina de Saba se pondrá en pie en el Juicio para carearse con esa generación y la condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y hay más que Salomón aquí”.  Los paganos sí supieron reconocer la voz de Dios en los signos de los tiempos. Y los del pueblo elegido, no. Una vez más resuena la queja con que empieza el evangelio de Juan: "vino a su casa y los suyos no le recibieron”(Jn 1,11).
2. Pablo usa una comparación, una alegoría. Abrahán tuvo dos mujeres: una esclava, Agar, que fue la madre de Ismael; otra, libre, Sara, de la que, según la promesa, tuvo a Isaac.
Para Pablo, nosotros somos hijos de la libre, no de la esclava. Ya no dependemos de la ley antigua: "para vivir en libertad nos ha liberado Cristo: por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud". Volver a seguir servilmente la ley del AT es volver a caer en la esclavitud.
Somos "hijos de la libre". La afirmación de Pablo lleva énfasis: Cristo nos ha "liberado para la libertad".
¿Es verdad eso para cada uno de nosotros?, ¿o se podría decir que estamos apegados a "lo viejo", cuando ya hemos experimentado "lo nuevo"? ¿Habría en nuestra mentalidad algo equivalente a la "involución" de aquellos judíos que añoraban la ley de Moisés, cuando Jesús lo ha superado llevándolo a su plenitud? ¿Vivimos el cristianismo con corazón libre, de hijos, o con actitud de miedo, de esclavos?
En nuestra época hemos experimentado en la Iglesia "liberaciones" interesantes, promovidas por el Vaticano II y las etapas postconciliares: en la liturgia, en la teología, en la organización de la Iglesia y de la vida religiosa, en la promoción de los laicos, en la descentralización, en la apertura al mundo de hoy… liberaciones legitimas, movidas por el Espíritu del Señor que es Espíritu de amor y de libertad, porque ha habido también desviaciones: trigo y cizaña... el discernimiento no es fácil, pues en algunos puntos se ha cambiado algo de la tradición. Hay quien ve con añoranza lo anterior. El cambio conlleva riesgo...
Hoy te pido, Señor, aprender de tu libertad interior ante las tentaciones del pueblo, de familia, de autoridades, de discípulos, del afán de poseer y mandar, de las interpretaciones esclavizantes de los juristas de la época...  te pido coherencia, fidelidad, sin miedo, por el amor y convicción, con ánimo esponjado… (J. Aldazábal).
-«Regocíjate, estéril, la que no das hijos... Rompe en gritos de júbilo, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada.» Dios es el amo de lo imposible. Nada es imposible a Dios. El ángel lo repetirá a la Virgen María, el día de su anunciación. ¡Señor, haznos disponibles y abiertos a las gracias que quieras otorgarnos!
-“Si Cristo nos libertó, es para que seamos verdaderamente libres”. Salir del miedo de Dios, del ansia de las «obligaciones y preceptos» a cumplir. Para san Pablo, ser de veras «hijo» es ser «libre», es tener con el Padre unas relaciones tan inmediatas que ya no se tiene miedo de El, y que la ley no es ya una ley exterior alienante: «¡ama, y haz lo que quieras!» será la traducción de san Agustín.
-“Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud”. Es para mí la religión una «liberación» una alegría, una espontaneidad? (Neon Quesson).
Llucià Pou Sabaté
Santo Tomás de Villanueva, obispo. San Daniel Comboni, obispo

Vino al mundo en la localidad de Fuentellana, en Castilla, a principios de 1488, y su sobrenombre le vino de Villanueva de los Infantes, la ciudad donde creció y se educó. Sus padres eran también originarios de Villanueva. El amo de la casa era dueño de un molino y, desde luego, su fortuna no era digna de tomarse en cuenta, pero no fue esa la herencia más importante que dejó a su hijo, sino su profundo amor por Dios y por los hombres, que se traducía en una inagotable caridad. A la edad de quince años, Tomás fue enviado a la Universidad de Alcalá, donde continuó sus estudios con mucho éxito; llegó a obtener su título de maestro de artes y, al cabo de diez años en la casa de estudios de Alcalá cuando tenía veintiséis de edad, ya era profesor de filosofía y, entre los alumnos que asistían a sus clases, se hallaba el famoso Domingo Soto.
En 1516, Tomás se unió a los frailes agustinos en Salamanca y, a juzgar por su ejemplar comportamiento en el noviciado, ya había tenido una larga experiencia en lo que se refiere a austeridades, renuncias a los deseos de su voluntad y el ejercicio de la contemplación. En 1518, fue elevado al sacerdocio y se le mandó predicar y hacerse cargo de un curso de Teología en su convento. Sus libros de texto eran los de Pedro Lombardo y Tomás de Aquino y, apenas iniciado el curso, los estudiantes de la universidad solicitaron permiso para asistir a sus clases. Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida, y su extraordinario sentido común le hacía emitir juicios concretos y firmes, pero siempre tuvo que luchar contra sus distracciones y su falta de memoria. Poco después, fue prior en varias de las casas de agustinos y, mientras desempeñaba aquellos cargos, dispensó particular solicitud por los frailes enfermos. A menudo decía a sus religiosos que la enfermería era como la zarza de Moisés, donde el que se dedica a cuidar a los enfermos encontrará seguramente a Dios entre las espinas que le rodean y le cubren hasta esconderle. En 1533, cuando era el provincial para Castilla, envió a tierras de América al primer grupo de agustinos que establecieron en México su orden, como misioneros. Con frecuencia caía Tomás en arrebatos y éxtasis cuando se entregaba a la oración, y sobre todo durante la misa; no obstante que se esforzaba por ocultar aquellas gracias, no lo conseguía del todo: a menudo, después de celebrar el santo sacrificio, le relucía el rostro con tanta fuerza, que parecía deslumbrar a los que le contemplaban. Cierta vez, cuando predicaba en la catedral de Burgos para reprobar los vicios y la ingratitud de los pecadores, levantó en alto un crucifijo y clamó con voz emocionada: «¡Cristianos, miradle..!» Pero no pudo agregar nada más, porque así como estaba, con el brazo en alto y los ojos fijos en la cruz, había sido arrebatado en éxtasis. En otra ocasión, cuando se dirigía a una congregación que asistía a la ceremonia de la toma de hábito de un novicio, cayó en un rapto y quedó mudo e inmóvil durante un cuarto de hora. Al volver en sí, dijo a la asamblea que aguardaba expectante: «Hermanos: os pido perdón. Tengo el corazón débil y me apena sentirme perdido en ocasiones como ésta. Trataré de reparar mi falta».
Tomás realizaba la periódica visita a sus conventos cuando el emperador Carlos V lo llamó para que ocupase la sede arzobispal de Granada y se presentase ante él en Toledo. El santo emprendió el viaje, pero con el único objeto de rehusar ante el emperador la dignidad que le había concedido; tanta energía puso en su demanda, que consiguió lo que quería. Algunos años más tarde, Jorge de Austria renunció al arzobispado de Valencia, y el emperador volvió a pensar en Tomás, pero inmediatamente se arrepintió porque estaba seguro de que volvería a rechazar el puesto; en consecuencia, ordenó a su secretario que escribiese un nombramiento en favor de cierto religioso de la orden de San Jerónimo. Al disponerse a firmar la carta, advirtió el emperador que su secretario había escrito el nombre del hermano Tomás de Villanueva y preguntó la razón. Confuso, el secretario respondió que le parecía haber oído aquel apelativo, pero que en un momento repararía el error. «De ninguna manera -dijo Carlos V-, esto ha sucedido por un especial designio de Dios. Hagamos Su voluntad». De modo que firmó el nombramiento tal como estaba y lo envió en seguida a Valladolid, donde Tomás era el prior en el convento agustino. Éste recurrió a todos los medios imaginables para librarse del cargo, pero, a fin de cuentas, se vio obligado a aceptar y fue consagrado en Valladolid. Al otro día, muy de mañana, partió hacia Valencia. La madre del santo, que ya para entonces había transformado su casa en un hospital para los pobres, le había pedido que, en su jornada, pasase por Villanueva; sin embargo, Tomás quería obedecer literalmente las palabras del Evangelio acerca de dejar padre, madre, esposa, por Cristo y por el Evangelio (Lc 14,26), así que apresuró la marcha y se fue directamente hacia la sede que ahora era suya, con el convencimiento de que su nueva dignidad le obligaba a postergar toda otra consideración ante la de llegar a servir al rebaño que había sido puesto a su cuidado (algún tiempo después, pasó un mes de vacaciones con su madre en Lliria). Siempre viajaba a pie por los caminos de su diócesis y no usaba otra vestidura que su raído hábito de monje y el sombrero que le habían dado el día en que hizo su profesión. En sus caminatas le acompañaban un religioso y dos criados. Cuando llegó a hacerse cargo de su sede, hizo varios días de retiro en un convento de agustinos de Valencia, entregado a la penitencia y la plegaria a fin de implorar la gracia de Dios para desempeñar debidamente sus funciones.
Tomó posesión de su catedral el primer día del año 1545, en medio de gran regocijo popular. En consideración a su pobreza, el capítulo le ofreció cuatro mil coronas para que acondicionara su casa; él aceptó el donativo en forma por demás humilde y dio las gracias, conmovido, pero inmediatamente envió todo el dinero a un hospital con una recomendación para que lo utilizaran en la reparación del edificio y la atención a los enfermos. Después quiso dar explicaciones a los canónigos y les dijo: «A Nuestro Señor se le puede servir y glorificar mejor si damos vuestros dineros a los pobres del hospital que tanto lo necesitan, en vez de usarlo yo. ¿Para qué quiere muebles y adornos un pobre fraile como yo?» Con frecuencia se dice que los honores y el poder cambian las costumbres más arraigadas, pero no fue ese el caso de santo Tomás que, en su calidad de arzobispo, no sólo conservó la misma humildad de corazón sino todos los signos exteriores del desprecio por sí mismo. Usó durante varios años, el mismo hábito con que salió de su monasterio y, muchas veces, se le sorprendió mientras lo remendaba. Uno de los canónigos le manifestó su extrañeza al verlo perder el tiempo en coser un parche a su hábito, tarea que cualquier sastrecillo haría con gusto por un maravedí. Pero el arzobispo le replicó que él no había dejado de ser fraile y que era mejor ahorrarse aquel maravedí con el que podía darse algo de comer a un mendigo. Por regla general vestía tan pobremente, que sus canónigos y familiares se avergonzaban de mostrarse junto a él y, cuando éstos le instaban a que usase ropas más de acuerdo con su dignidad, respondía invariablemente: «Os estoy muy agradecido, caballeros, por los cuidados que os tomáis por mi persona, pero verdaderamente no puedo comprender de qué manera mis ropas de religioso lleguen a menguar mi dignidad de arzobispo. Bien sabéis que mi posición y mis deberes son completamente independientes de mis vestiduras y consisten en cuidar las almas que me han sido confiadas». A fuerza de insistir, los canónigos llegaron a convencerle para que cambiase su viejísimo sombrero de fieltro por otro de seda, nuevo y reluciente el cual, a partir de entonces, solía mostrar cuando venía al caso, al tiempo que decía socarronamente: «¡He aquí mi dignidad episcopal!» A veces, agregaba: «Los señores canónigos juzgan necesario que yo use este sombrero de seda si quiero agregarme al número de los arzobispos». Pero sin sombrero o con él, santo Tomás desempeñó a maravilla las obligaciones del pastor de almas y de continuo visitaba una u otra de las iglesias de su diócesis y, lo mismo en ciudades y aldeas, predicaba y ejercía su ministerio con celo infatigable y afecto irresistible. Sus sermones producían cambios y reformas visibles en la vida diaria de las gentes a tal extremo, que por doquier se decía que era un nuevo apóstol o un profeta elegido por Dios para guiar al pueblo por los caminos del bien. A poco de ocupar la sede, convocó a una asamblea provincial (la primera en muchos años) en la que con la ayuda de sus obispos, redactó y puso en efecto una serie de ordenanzas para acabar con todos los desórdenes y malos usos que hubiese observado entre su clero durante sus visitas. Las reformas a sus propios capitulares le costaron muchas dificultades y mucho tiempo. En todo momento, acudía al altar y se postraba ante el tabernáculo para conocer la voluntad de Dios; a menudo pasaba horas enteras en su oratorio y, como advirtiese que los criados no se atrevían a perturbarle en sus devociones cuando alguien llegaba a consultarle, dio órdenes estrictas a fin de que, tan pronto como cualquier persona preguntase por él, a cualquier hora, le llamasen sin hacer aguardar al visitante.
A diario acudían a la casa del arzobispo centenares de mendigos y necesitados que jamás se iban sin haber recibido limosna, que generalmente consistía en una comida con su correspondiente copa de vino y una moneda. El prelado dispensaba particulares cuidados a los niños huérfanos y, durante los once años de su episcopado, no hubo una sola doncella pobre en su diócesis que llegase al matrimonio sin haber recibido la generosa ayuda de su caridad. A fin de alentar a sus criados en la tarea de descubrir a los niños expósitos o abandonados por sus padres, les daba una corona por cada criatura desamparada que encontrasen. En 1550, los piratas saquearon y asolaron una ciudad en las costas de su diócesis y, en seguida, el arzobispo mandó cuatro mil ducados, ropas, provisiones y medicamentos por un valor igual, para socorro de los necesitados y rescate de los cautivos. Como siempre ha sucedido, santo Tomás fue víctima de las críticas porque muchas de las gentes a quienes ayudaba eran flojos, vagabundos y aun delincuentes que abusaban de su bondad. «Si acaso -respondía el prelado a aquellas críticas- hay vagabundos y gentes que no viven de su trabajo en estas comarcas, corresponde al gobernador y al prefecto de la policía ocuparse de ellos: ése es su deber. El mío es dar ayuda y consuelo a todos los que llegan hasta mi puerta a solicitármelos». Y no se limitaba a socorrer a los pobres con sus propios medios, sino que continuamente alentaba y recomendaba a los grandes señores y a los ricos que demostrasen su poder y su importancia, no en el lujo y el despliegue de la opulencia, sino en la protección hacia sus servidores y vasallos y en su generosidad hacia los necesitados. Con frecuencia los exhortaba a enriquecerse más en actos de caridad y misericordia que en bienes terrenales. «Respóndeme, pecador -solía decir-: ¿Puedes comprar con todas tus riquezas algo de mayor valor y más precioso que la redención de tus culpas?» También decía: «Si quieres que Dios oiga tus oraciones, escucha tú el clamor de los pobres. Si deseas que Dios alivie tus necesidades, alivia tú las miserias de los indigentes, sin esperar a que te lo pidan. Anticípate a satisfacer las necesidades, especialmente de los que no se atreven a pedir: obligarlos a pedir una limosna equivale a forzarlos a que la compren».
Santo Tomás se opuso siempre con energía a que la Iglesia usara métodos coercitivos o presiones para hacer entrar en razón a los pecadores, pero recomendaba en cambio el sistema de llamarlos y acogerlos con solicitud, tratar de convencerlos con afecto y agotar todos los medios del amor, sin recurrir jamás a los de la fuerza. En cierta ocasión, un teólogo y canonista se lamentaba de que el arzobispo no se decidiese a lanzar amenazas y a tomar medidas severas para acabar con el concubinato, y el prelado, al referirse a su crítico, decía: «No hay duda de que es un buen hombre, pero es de esos fieles fervorosos que a menudo menciona san Pablo y los califica de celosos sin objeto y sin conocimiento de causa. ¿Sabe acaso ese buen caballero los trabajos que he pasado para corregir esos errores que él desearía arrancar de raíz? ... Sería bueno hacerle saber que ni san Agustín, ni san Juan Crisóstomo usaron jamás anatemas ni excomuniones para combatir los vicios de la embriaguez y la blasfemia que tanto practicaban las gentes que estaban a su cuidado. No; nunca lo hicieron porque eran lo suficientemente sabios y prudentes y no les parecía justo cambiar un poco de bien por un gran mal, si usaban de su autoridad sin consideraciones y, de esta manera, excitaban la aversión de aquellos cuya buena voluntad querían ganar a fin de guiarlos hacia el bien». Durante largo tiempo, el arzobispo había tratado en vano de enmendar la vida que llevaba uno de sus canónigos, hasta que decidió invitarlo a pasar una temporada en su casa, con el pretexto de prepararle a desempeñar una importante misión ante la Santa Sede en Roma. Como parte esencial de aquellos supuestos preparativos, figuraba una buena confesión para estar bien con Dios. Pasaron uno, dos, tres meses, y el asunto de Roma sin arreglar, pero en aquel período, el canónigo recibía diariamente lecciones y ejemplos sobre todas las gracias que podía aportar la penitencia. Al cabo de seis meses, abandonó la casa del arzobispo transformado en un hombre nuevo, mientras que todos los amigos y conocidos del canónigo suponían que acababa de regresar de Roma y le felicitaron por el desempeño de su misión. Otro sacerdote que llevaba una vida irregular fue amonestado por Tomás, recibió de mala manera las represiones y, luego de insultar al arzobispo en su cara, partió hecho una furia. «No lo detengan -ordenó el prelado a sus capellanes y servidores-. La culpa fue mía. Fueron demasiado duras mis reprimendas».
El santo trató de imponer los mismos métodos que usaba para gobernar a sus clérigos y a sus fieles, al campo de los nuevos cristianos o moriscos, es decir, los moros que se habían convertido al cristianismo, pero cuya fe era inestable a tal extremo, que muchos de ellos caían en la apostasía y, en consecuencia, eran llevados ante el tribunal de la Inquisición y, a menudo, sometidos a torturas. Pero, no obstante su buena voluntad y la tenacidad de sus esfuerzos, fue muy poco lo que el arzobispo pudo hacer en favor de los moriscos en su extensa diócesis, aparte de obtener del emperador un fondo especial destinado a sostener a los sacerdotes especialmente capacitados para trabajar entre los moros convertidos. También consiguió fundar el santo prelado un colegio para los hijos de los moriscos. Se las arregló asimismo, para poner en funciones una escuela para niños pobres, dependiente de la universidad de Alcalá, donde él había estudiado y, después, al sentir ciertos escrúpulos por haber gastado dinero fuera de su diócesis, fundó otra escuela igual en Valencia. Su generosidad material igualaba a la caridad de su espíritu. Aborrecía las murmuraciones y, siempre que oía hablar mal de alguien, defendía al ausente. «Caballeros -decía en esas ocasiones-: juzgáis el asunto desde un punto de vista equivocado. Si ese hombre ha obrado mal, pudo haber tenido una buena intención, con lo cual basta para que haya obrado bien. Por mi parte, creo que así fue». Se registraron muchos ejemplos sobre los dones sobrenaturales que poseía santo Tomás, como su poder para curar las enfermedades y multiplicar las provisiones, así como de numerosos milagros que obró o que se atribuyen a su intercesión, antes y después de su muerte.
No se sabe con certeza la razón que impidió al santo arzobispo asistir al Concilio de Trento. En representación suya fue el obispo de Huesca, y la mayoría de los obispos de Castilla le hicieron consultas antes de partir hacia la magna asamblea. Se sabe que a todos les rogó que luchasen para conseguir que el Concilio decretara una reforma interna de la Iglesia, que era tan necesaria como la batalla contra la herejía del luteranismo. Sugirió además dos proposiciones muy interesantes que, desgraciadamente, no fueron tenidas en cuenta. Una de ellas consistía en que todos los trabajos para el bien de las almas fuesen desempeñados por los sacerdotes o religiosos nativos del país, siempre y cuando estuviesen calificados para ello, especialmente en los distritos rurales; en la segunda propuesta, se pedía que fuera reforzada y actualizada la antigua ley canónica que prohibía el traslado del obispo de una sede a otra. Aquella idea de la unión indisoluble del obispo con su sede, corno con una esposa, siempre estuvo presente en la mente del santo que vivió consagrado al cabal desempeño de sus deberes episcopales. «Nunca sentí tanto miedo -confesó en cierta ocasión- de quedar excluido del número de los elegidos, como en aquel momento en que fui consagrado obispo». En diversas oportunidades solicitó en vano la autorización para renunciar, hasta que, a la larga, Dios tuvo a bien escuchar sus ruegos y lo llamó a Su seno. En el pies de agosto de 1555, fue atacado por una angina de pecho. Al sentirse enfermo, ordenó que fuese distribuido entre los pobres todo el dinero que estuviera en su posesión; el resto de sus bienes, a excepción del lecho en que yacía, fueron a parar a manos del rector de su amada escuela; su cama fue la herencia del carcelero para que la diera a los presos, pero con la condición de que su futuro dueño se la prestara hasta que ya no tuviese necesidad de ella. El 8 de septiembre, su fin parecía inminente. Mandó que se oficiase una misa en su presencia; después de la consagración, comenzó a recitar en voz alta, firme y pausada, el salmo «In te, Domine, speravi»; terminada la comunión del sacerdote, dijo el versículo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu» y con estas palabras entregó el alma a Dios, cuando había cumplido los sesenta y seis años de edad. De acuerdo con sus deseos, fue sepultado en la iglesia de los frailes agustinos en Valencia. Se le canonizó en 1658. En vida se llamó a santo Tomás «prototipo de obispos», el «generoso», el «padre de los pobres» y por cierto que era todo eso y mucho más, porque estaba inflamado por un gran amor a Dios, que se pone de manifiesto en su apasionada y tierna exhortación: «¡Oh, maravillosa bendición! ¡Dios nos promete el Cielo como recompensa por amarlo! ¿No es acaso Su amor mismo, la mayor, la más deseable, la más preciosa de las recompensas y la más dulce de las bendiciones? Sin embargo, hay todavía otra recompensa, un premio inmenso para agregar al de Su amor. ¡Maravillosa bondad! Tú nos diste tu amor y por causa de ese amor nos entregas el Paraíso».
SAN DANIEL COMBONI, OBISPO
Daniel Comboni nace en Limone sul Garda (Brescia, Italia) el 15 de marzo de   1831, en una familia de campesinos al servicio de un rico señor de la zona. Su padre Luigi y su madre Domenica se sienten muy unidos a Daniel, que es el cuarto de ocho hijos, muertos casi todos ellos en edad temprana. Ellos tres   forman una familia unida, de fe profunda y rica de valores humanos, pero pobre   de medios materiales. La pobreza de la familia empuja a Daniel a dejar el pueblo para ir a la escuela a Verona, en el Instituto fundado por el sacerdote don Nicola Mazza para jóvenes prometedores pero sin recursos.
Durante estos años pasados en Verona Daniel descubre su vocación sacerdotal, cursa los estudios de filosofía y teología y, sobre todo, se abre a la misión de Africa Central, atraído por el testimonio de los primeros misioneros del Instituto Mazza que vuelven del continente africano.   En 1854, Daniel Comboni es ordenado sacerdote y tres años después parte para la misión de Africa junto a otros cinco misioneros del Istituto Mazza, con la bendición de su madre Domenica que llega a decir: «Vete, Daniel, y que el Señor te bendiga».
En el corazón de Africa - con Africa en el corazón
Después de cuatro meses de viaje, el grupo de misioneros del que forma   parte Comboni llega a Jartum, la capital de Sudán. El impacto con la realidad Africana es muy fuerte. Daniel se da cuenta en seguida de las dificultades que la nueva misión comporta. Fatigas, clima insoportable, enfermedades, muerte de numerosos y jóvenes compañeros misioneros, pobreza de la gente abandonada   a si misma, todo ello empuja a Comboni a ir hacia adelante y a no aflojar en la tarea que ha iniciado con tanto entusiasmo. Desde la misión de Santa Cruz escribe a sus padres: «Tendremos que fatigarnos, sudar, morir; pero al pensar   que se suda y se muere por amor de Jesucristo y la salvación de las almas más abandonadas de este mundo, encuentro el consuelo necesario para no desistir en esta gran empresa».
Asistiendo a la muerte de un joven compañero misionero, Comboni no se desanima y se siente confirmado en la decisión de continuar su misión: «Africa o muerte!».
Cuando regresa a Italia, el recuerdo de Africa y de sus gentes empujan a Comboni a preparar una nueva estrategia misionera. En 1864, recogido en oración sobre la tumba de San Pedro en Roma, Daniel tiene una fulgurante intuición   que lo lleva a elaborar su famoso «Plan para la regeneración de Africa», un   proyecto misionero que puede resumirse en la expresión «Salvar Africa por medio de Africa», fruto de su ilimitada confianza en las capacidades humanas y religiosas de los pueblos africanos.
Un Obispo misionero original
En medio de muchas dificultades e incomprensiones, Daniel Comboni intuye que la sociedad europea y la Iglesia deben tomarse más en serio la misión de Africa Central. Para lograrlo se dedica con todas sus fuerzas a la animación misionera por toda Europa, pidiendo ayudas espirituales y materiales para la misión africana tanto a reyes, obispos y señores como a la gente sencilla y pobre. Y funda una revista misionera, la primera en Italia, como instrumento de animación misionera.
Su inquebrantable confianza en el Señor y su amor a Africa llevan a   Comboni a fundar en 1867 y en 1872 dos Institutos misioneros, masculino y femenino respectivamente; más tarde sus miembros se llamarán Misioneros Combonianos y Misioneras Combonianas.
Como teólogo del Obispo de Verona participa en el Concilio Vaticano I, consiguiendo que 70 obispos firmen una petición en favor de la evangelización   de Africa Central (Postulatum pro Nigris Africæ Centralis).
El 2 de julio de 1877, Comboni es nombrado Vicario Apostólico de Africa Central y consagrado Obispo un mes más tarde. Este nombramiento confirma que   sus ideas y sus acciones, que muchos consideran arriesgadas e incluso   ilusorias, son eficaces para el anuncio del Evangelio y la liberación del continente africano.
Durante los años 1877-1878, Comboni sufre en el cuerpo y en el espíritu, junto con sus misioneros y misioneras, las consecuencias de una sequía sin precedentes en Sudán, que diezma la población local, agota al personal misionero y bloquea la actividad evangelizadora.
La cruz como «amiga y esposa»
En 1880 Comboni vuelve a Africa por octava y última vez, para estar al   lado de sus misioneros y misioneras, con el entusiasmo de siempre y decidido a continuar la lucha contra la esclavitud y a consolidar la actividad misionera. Un año más tarde, puesto a prueba por el cansancio, la muerte reciente de varios de sus colaboradores y la amargura causada por acusaciones infundadas, Comboni cae enfermo. El 10 de octubre de 1881, a los 50 años de edad, marcado por la cruz que nunca lo ha abandonado «como fiel y amada esposa», muere en Jartum, en medio de su gente, consciente de que su obra misionera no morirá. «Yo muero –exclama– pero mi obra, no morirá».
Comboni acertó. Su obra no ha muerto. Como todas las grandes realidades que « nacen al pie de la cruz », sigue viva  gracias al don que de la propia vida han hecho y hacen tantos hombres y mujeres  que han querido seguir a Comboni por el camino difícil y fascinante de la misión  entre los pueblos más pobres en la fe y más abandonados de la solidaridad de  los hombres.
Fechas más importantes
— Daniel Comboni nace en Limone sul Garda (Brescia, Italia) el 15 de marzo de 1831.
— Consagra su vida a Africa en 1849, realizando un proyecto que lo lleva a arriesgar la vida varias veces en las difíciles expediciones misioneras desde 1857, que es cuando va por primera vez a Africa.
— El 31 de diciembre de 1854, año en que se proclama el dogma de la Inmaculada Concepción de María, es ordenado sacerdote por el Beato Juan Nepomuceno Tschiderer, Obispo de Trento.
— En 1864 escribe un Plan fundado sobre la idea de « salvar Africa por medio de Africa », que demuestra la confianza que Comboni tiene en los   africanos, pensando que serán ellos los protagonistas de su propia evangelización (Plan de 1864).
— Fiel a su consigna « Africa o muerte », no obstante las dificultades sigue con su Plan fundando, en 1867, el Instituto de los Misioneros   Combonianos.
— Voz profética, anuncia a toda la Iglesia, sobre todo en Europa, que ha llegado la hora de evangelizar a los pueblos de Africa. No teme presentarse,   como simple sacerdote que es, a los Obispos del Concilio Vaticano I, pidiéndoles que cada Iglesia local se comprometa en la conversión de Africa (Postulatum, 1870).
— Demostrando un valor fuera de lo común, Comboni consigue que también las religiosas participen directamente en la misión de Africa Central, siendo  el primero en tomar tal iniciativa. En 1872, funda un Instituto de religiosas dedicadas exclusivamente a la misión: las Hermanas Misioneras Combonianas.
— Gasta todas sus energías por los africanos y lucha con tesón para que sea abolida la esclavitud.
— En 1877, es consagrado Obispo nombrado Vicario Apostólico de Africa Central.
— Muere en Jartum, Sudán, abatido por las fatigas y cruces, en la noche del 10 de octubre de 1881.
— El 26 de marzo de 1994, se reconoce la heroicidad de sus virtudes.
— El 6 de abril de 1995, se reconoce el milagro realizado por su intercesión  en una muchacha afrobrasileña, la joven María José de Oliveira Paixão.
— El 17 de marzo de 1996, es beatificado por el Papa Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro de Roma.
— El 20 de diciembre 2002, se reconoce el segundo milagro realizado por su intercesión en una madre musulmana del Sudan, Lubna Abdel Aziz.
— El 5 de octubre de 2003, es canonizado por el Papa Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro de Roma.

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