miércoles, 8 de octubre de 2014

Jueves de la 27ª semana de tiempo ordinario: año par

Jueves de la semana 27 de tiempo ordinario; año par

Jesús nos enseña el poder de la oración. San Pablo nos muestra la libertad en el Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos: -«Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: "Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle." Y, desde dentro, el otro le responde: "No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos." Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿0 si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿0 si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»” (Lucas 11,5-13).
1. Jesús, sigues hoy con tu enseñanza sobre la oración: anteayer la escucha de la palabra, ayer el Padrenuestro, y hoy nos propones Jesús dos detalles de la vida familiar: el del amigo impertinente y el del padre que escucha las peticiones de su hijo.
-“Si uno de vosotros tiene un amigo”... es bonito ver como aprecia Jesús la amistad, los valores humanos…
-...“que llega a mitad de la noche para pedirle: "Préstame tres panes"”. La inoportunidad del amigo que llega a casa cuando no se espera… y le dice:
-...“un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle", y si, desde dentro, el otro le responde: "¡Déjame en paz! la puerta está cerrada; los niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme a darte el pan"”. Escena viva. Imagino la casa de una sola pieza, todos duermen ahí. Levantarse supone molestias para todos ¡y es complicado!
-“Yo os digo: que acabará por levantarse y darle lo que necesita, si no por ser amigos, al menos para librarse de su importunidad”. Jesús, otro día nos dirás de un juez al que hacen lo mismo (Lc 18,4-5). Del ejemplo no tomamos que Dios se canse de nosotros, más bien Jesús nos invita a perseverar en nuestra oración, a dirigir confiadamente nuestras súplicas al Padre. Y nos asegura que nuestra oración será siempre eficaz, será siempre escuchada: "si vosotros sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial...?" La eficacia consiste en que Dios siempre escucha. Que no se hace el sordo ante nuestra oración. Porque todo lo bueno que podamos pedir ya lo está pensando antes él, que quiere nuestro bien más que nosotros mismos.
¿Y qué pasa cuando parece que Dios no nos escucha, en el silencio de Dios? como cuando Jesús pidió que "pasara de él este cáliz", o sea, ser liberado de la muerte. Dice la Carta a los Hebreos (Hb 5,7) que "fue escuchado", pero fue liberado de la muerte a través de ella, después de experimentarla, no antes. Y así se convirtió en causa de salvación para toda la humanidad. No sabemos cómo cumplirá Dios nuestras peticiones. Lo que sí sabemos -nos lo asegura Jesús- es que nos escucha como un Padre a sus hijos.
Podríamos leer hoy unas páginas del Catecismo que nos pueden ayudar a entender en qué consiste la eficacia de nuestra oración. Son las que dedica al "combate de la oración", describiendo las objeciones a la oración en el mundo de hoy, por ejemplo las "quejas por la oración no.escuchada", a la vez que invita a orar con confianza y perseverancia (números 2725-2745; J. Aldazábal).
"Si pues vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas... ¡cuanto más vuestro Padre del cielo dará Espíritu Santo a los que se lo piden!” ¡El Espíritu Santo! “Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto: “Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna” (San Basilio).
En los dos, nos asegura que Dios atenderá nuestra oración. Si lo hace el amigo, al menos por la insistencia del que le pide ayuda, y si lo hace el padre con su hijo, ¡cuánto más no hará Dios con los que le piden algo! En otro sitio nos dices que nos darás cosas buenas, aquí nos aseguras tu Espíritu, nada más y nada menos.
-“Pedid y se os dará. Buscad y encontraréis. Llamad y se os abrirá”. Jesús afirma solemnemente que ¡Dios atiende la oración! Lo repite incansablemente y de diferentes modos.
-“El que pide recibe. El que busca encuentra. Al que llama le abren”. Hay que ir a Dios como pobre en la necesidad. La plegaria es ante todo una confesión de la propia indigencia: Señor, yo a eso no alcanzo... Señor, ando buscando... Señor, no comprendo... Señor, te necesito...
-“¿Qué padre, si su hijo le pide pescado, le ofrecerá una culebra? y si le pide un huevo ¿le dará un alacrán? Pues si vosotros, malos como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos”... Sería impensable que una madre no reaccionara así. Siguiendo la invitación de Jesús, voy a contemplar detenidamente el amor del corazón de las madres y de los padres de la tierra: tantas "cosas buenas" son "dadas" cada día, por millones de padres y madres, bajo el cielo de todo el orbe de la tierra. ¡Nos da, nada menos que su propio Espíritu! El que pide, recibe. Pedid y recibiréis (Noel Quesson).
«Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. «Mali», porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición. «Male», porque pedimos mal, con poca fe o sin perseverancia, o con poca humildad. «Mala», porque pedimos cosas malas, o van a resulta, por alguna razón, no convenientes para nosotros» (San Agustín).
«Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios.
”Con esa búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación (…) oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón, no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente porque El ha afirmado: Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá.
”Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor» (J. Escrivá, Amigos de Dios 247).
2. Pablo nos muestra la libertad que supera particularismos:
-“Gálatas insensatos, ¿quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado?” Parece que algunos gálatas rehusaron comer con los cristianos venidos del paganismo. La circuncisión era una costumbre, algo cultural, una señal perteneciente a un grupo, a una raza, a una tradición, pero no es esto lo que cuenta. Para salvarse ¡hay que mirar a Jesucristo "crucificado"! Señor, concédenos esta gracia... la de contemplar en profundidad tu Cruz... y de penetrar el misterio que en ella se revela... Señor, danos una libertad total respecto a todas las costumbres, incluso las más venerables para que sepamos valorar lo «esencial» de la Fe, aceptando de todo corazón que otros cristianos tengan otras costumbres y otros gustos distintos a los nuestros.
-“Os hago una sola pregunta: «Vosotros habéis recibido el Espíritu Santo: ¿Ha sido porque habéis practicado las obras de la Ley, o bien porque habéis escuchado la llamada de la Fe?»” Pablo se plantea: «¿es la Ley o es la Fe?» Decimos que es un dilema radical: «o bien esto... o bien aquello...» y dirá más tarde: «Nosotros, los judíos, hemos sido objeto de una elección particular de Dios. Pero no es un privilegio. Para nosotros, como para los gentiles, el único medio de llegar a ser «justos» y de librarnos de nuevos pecados, es la fe en Cristo, y no la observancia de la Ley de Moisés.» Nuestro cristianismo, no lo diremos nunca bastante, no es una moral, ni una ideología... es una persona, es «alguien». El rigor de las fórmulas y de las definiciones doctrinales es necesario... el esforzarse para una vida moral y responsable según la propia conciencia es necesario... Pero lo esencial es la «llamada de la Fe»: una llamada... un caminar hacia Cristo... la respuesta a esta llamada personal... el encuentro de Aquel que nos llama...
-“El que os otorga el «don» del Espíritu, no obra así porque habéis practicado las «obras de la Ley», sino porque habéis escuchado «la llamada de la Fe»”. Dios no salva al hombre en razón del mérito -porque ¡no tenga nada que reprocharse!-... sino por puro amor, por «donación». Hay que aceptar ser amado: Gracias, Señor (Noel Quesson).
3. Te doy gracias, Señor, con el responsorio, por librarnos de tantas ataduras, al darnos tu ley de libertad: “Nos ha suscitado una fuerza de salvación / en la casa de David, su siervo, / según lo había predicho desde antiguo / por boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos / y de la mano de todos los que nos odian; / realizando la misericordia / que tuvo con nuestros padres, / recordando su santa alianza.
Y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. / Para concedernos que, libres de temor, / arrancados de la mano de los enemigos, / le sirvamos con santidad y justicia, / en su presencia, todos nuestros días.”
Llucià Pou Sabaté


San Dionisio, obispo, y compañeros, mártires

Fue San Dionisio de una de las más nobles familias de la ciudad de Atenas [en Grecia]; nació ocho ó nueve años después del nacimiento del Salvador, y le criaron cuidadosamente sus padres, tanto en las ciencias como en las supersticiones del gentilismo. Estudió en la misma célebre ciudad, adonde concurrían de todas partes los mayores ingenios, por ser la más famosa Universidad de toda la Grecia. Allí observó aquel milagroso eclipse de sol que sucedió en la muerte del Salvador, puntualmente en el mismo plenilunio. No ignoraba Dionisio que no mediando algún cuerpo sólido entre la Tierra y el Sol, como no era posible que mediase estando llena la Luna, necesariamente había de ser sobrenatural aquel eclipse; y en virtud de eso, asombrado de aquel raro fenómeno, exclamó: O él Dios de la naturaleza padece, o la máquina de este mundo perece.
Vuelto á Atenas, se señaló mucho en aquella Universidad por su sabiduría, por su elocuencia y por su ingenio sobresaliente; tanto que, sin reparar en sus pocos años, le honraron con sus primeros empleos, y en breve tiempo se vio elevado á la dignidad de uno de los primeros jueces del Areópago. Era éste el más respetable tribunal de toda la Grecia. Hallábase aquel augusto y famoso tribunal en su mayor esplendor cuando entró San Pablo en Atenas, siendo á la sazón la ciudad más célebre del mundo por las ciencias que se enseñaban en ella, y por el concurso de estudiantes y de maestros que acudían á su Universidad de todas las provincias adonde se extendía la jurisdicción del imperio romano. Comenzó á predicar, según costumbre, primero á los judíos en sus particulares sinagogas; y, saliendo después á las calles y á las plazas públicas, anunciaba el Evangelio á todo género de gentes. Cuando le oyeron hablar de la unidad de Dios, de su inmensidad y de su omnipotencia, pasando después á los misterios de la Encarnación del Verbo y de su Resurrección, hizo tanto eco en los ánimos de sus oyentes aquella nueva doctrina, que le delataron al tribunal del Areópago. Compareció en él San Pablo y dio razón de su religión, demostrando tan visiblemente su verdad, su santidad y su excelencia, que todos los jueces quedaron admirados, aunque no todos quedaron convertidos. Rindiéronse pocos á la fuerza de la verdad, y entre éstos pocos fue uno Dionisio Areopagita. Las conferencias privadas que tuvo con el Apóstol le abrieron, en fin, los ojos; y detestando las supersticiones del gentilismo abandonó sus bienes y renunció sus empleos por seguir á Jesucristo, quedando gustosamente sorprendido cuando entendió que aquel milagroso eclipse, que tanto le había asombrado, había puntualmente sucedido en la muerte del mismo Salvador.
Instruido ya perfectamente en los misterios y en la doctrina de la religión, fue bautizado por San Pablo, y admitido en el número de aquellos discípulos que se distinguían más en su cariño. Créese comúnmente que San Dionisio le acompañó en todos los viajes que hizo aquellos tres primeros años; y que después, creciendo cada día el número de los fieles, el mismo Apóstol le consagró por OPbispo de Atenas.
Formado en tal taller, y siendo obra de un artífice tan diestro, ya se deja discurrir cuál sería su conducta, cuánto su celo y cuánta su virtud en el Ministerio Episcopal. Ningún Obispo fue más semejante á los primeros Apóstoles. En su admirable libro de la Jerarquía eclesiástica, en el de los Nombres divinos, y en sus epístolas á San Tito, á San Timoteo y á San Policarpo, se hace visible su íntima comunicación con Dios, aquel eminente don de contemplación que poseía, y su sabiduría verdaderamente divina y celestial.
También nos certifica él mismo en el libro de los Nombres divinos que logró el consuelo de hallarse presente en Jerusalén á la muerte de la Madre de Dios, y de ser testigo ocular de todas las maravillas que sucedieron en ella; queriendo la santísima Virgen dispensar este favor á su celoso siervo San Dionisio, que toda la vida conservó el más tierno amor y la devoción más extraordinaria á la soberana Reina.
Restituido á la ciudad de Atenas, se aplicó con mayor celo que nunca al cultivo de aquella nueva viña del Señor, que, á esfuerzos de su trabajo, en breve tiempo fue una de las más floridas porciones de la Iglesia.
Levantándosele por este tiempo su destierro á San Juan Evangelista, que le estaba padeciendo por la fe en la isla de Patmos, y restituyéndose á su iglesia de Efeso, inmediatamente le fue á visitar nuestro San Dionisio. Tiénese por cierto que, durante su mansión en Efeso, y en las conversaciones particulares que tuvo con el amado Evangelista, le dio el Señor á entender la necesidad que tenían de operarios apostólicos las provincias más extendidas de la Europa, y que le inspiró el pensamiento de irse á ofrecer al Papa San Clemente para esta misión; y San Dionisio tomó el camino de Roma, acompañado del presbítero Rústico y del diácono Eleuterio, ambos fieles compañeros suyos en todos sus viajes y apostólicos trabajos. Fue recibido nuestro Santo del Papa San Clemente con aquella caridad que une tan estrechamente el corazón de los hombres apostólicos; y, animado del propio celo, le envió á las Galias, donde parecía que dominaba el gentilismo con mayor imperio.
Partió inmediatamente San Dionisio con San Rieul, San Marcelo, por sobrenombre Eugenio, y algunos otros operarios que le dio el mismo Pontífice, para que todos trabajasen en aquella inculta viña. Es antigua tradición de todas las iglesias de Provenza que los santos misioneros se dirigieron primeramente á Arles, donde ya había muchos cristianos bautizados por San Trófimo; y que, habiéndose detenido San Dionisio algún tiempo para cultivar aquella Iglesia, consagró por Obispo de ella á San Rieul, y él, con los demás compañeros, se encaminó á París para anunciar el Evangelio.
Luego que entró en aquella ciudad, habló á aquella muchedumbre con tan divina elocuencia sobre la risible vanidad de sus falsas deidades, haciéndoles palpable la quimérica imposibilidad de muchos dioses; explicó con tanta elevación, y al mismo tiempo con tanta claridad, así las verdades más esenciales como la santidad de nuestra religión, que, sobre el mismo hecho, muchos de sus oyentes le pidieron el bautismo. Desde luego se erigieron diferentes oratorios ; siendo tradición, tan respetable por su antigüedad, que el primero de estos oratorios ó de estas iglesias le dedicó San Dionisio á la santísima Trinidad, y que estaba en el mismo sitio donde se ve al presente la iglesia de San Benito, leyéndose aún el día de hoy en una vidriera de la capilla de San Dionisio estas palabras: En esta capilla dio principio San Dionisio á invocar el nombre de la santísima Trinidad. El segundo oratorio le dedicó á Dios el mismo Santo en honor de la santísima Virgen; y es la iglesia que después se llamó de Nuestra Señora de los Campos, donde está hoy el convento de los PP. Carmelitas. El tercero se dedicó á los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, y el cuarto á San Esteban.

Dícese que el primero que recibió el bautismo de mano de San Dionisio fue uno de los más ilustres caballeros de París, llamado Lisbio, á quien la gran casa de Montmorency reconoce por tronco de su familia, por cuya razón tomó en las batallas, por grito de acometer, estas palabras: Ayude Dios al primer cristiano.
A vista de tantas y tan ruidosas conquistas como hacía cada día nuestro Santo, necesariamente se había de consternar el ánimo de los paganos, particularmente el de los sacerdotes de los ídolos, que á su pesar y tan á costa suya estaban viendo erigirse la religión cristiana sobre las ruinas del gentilismo. No menos conturbados que interiormente enfurecidos, acudieron á echarse á los pies de Fescenino Sísino, gobernador de las Galias por el Emperador, y le representaron que unos extranjeros, venidos allá de los retirados rincones de la Grecia, tenían tan trastornado el espíritu del ciego vulgo y del ignorante pueblo, por medio de sus acostumbrados hechizos y familiares encantamientos, que, en gran desprecio de los dioses inmortales, todos se hacían cristianos. Turbóse Fescenino al oir tan graves quejas, y mandó que fuesen arrestados los jefes ó los cabezas de los cristianos. No había cosa más fácil que dar luego con ellos, y así fueron inmediatamente presos San Dionisio, Lisbio, en cuya casa estaba hospedado el Santo, Rústico y Eleuterio. Lleváronlos á presencia del gobernador, y cuando estaban en su tribunal, entró en él Larcia, mujer de Lisbio, y tan furiosamente idólatra, que, rabiosa contra el apóstol y contra su mismo marido, más con ademanes de furia que con decencia de mujer, comenzó á acusar á Lisbio que, con sus mismas manos, había hecho pedazos todos los ídolos. Trató Fescenino de pervertir á aquel cristiano caballero con ruegos, con promesas y con amenazas; pero, viendo su invencible constancia , mandó que allí mismo le cortasen la cabeza á vista de su mujer, y, haciendo después todo cuanto pudo para intimidar á Dionisio y á sus compañeros, dio orden de que todos fuesen encerrados en los calabozos de cierta prisión inmediata, que se llamaba la cárcel de Glaucin, y con el tiempo se convirtió en una iglesia intitulada San Dionisio de la Cárcel, donde no estuvieron meramente asegurados, sino atormentados cruelmente con el peso de gruesas piedras, que cargaban sobre sus cuerpos.
Pasados algunos días, mandó el tirano que los trajesen á su tribunal : les preguntó con fiereza si aquel primer ensayo los había hecho cuerdos, ó si eran tan locos que quisiesen acabar la vida en los más desapiadados tormentos. Respondió San Dionisio, en nombre de todos , que ni los tormentos más horribles ni la misma muerte serían capaces de aminorar la constancia de su fe. La réplica del juez á esta generosa respuesta fue una espesa lluvia de azotes con ramales armados de puntas de acero, que despedazaron, hasta descubrirse las entrañas, los cuerpos de los Santos Mártires. Era espectáculo digno de la atención de los ángeles ver á un venerable anciano con más de ciento y seis años (no contaba menos San Dionisio), cantar incesantemente las alabanzas del Señor con semblante alegre y risueño en medio de aquella horrible carnicería.
Asombrado el tirano de tan magnífica firmeza, los mandó llevar otra vez á la cárcel, de donde presto los volvieron á sacar para atormentarlos con mayores suplicios. Extendieron á San Dionisio sobre el potro; renováronle todas las llagas con garfios de acero, y, tendiéndole después sobre cierta especie de parrillas, le fueron como asando á fuego lento. Arrojáronle después en un horno encendido, donde renovó Dios el milagro de los niños, que respiraban refrigerio en medio de las llamas. Sacáronle del horno para amarrarle á una cruz, que el Santo convirtió en cátedra de la verdad, predicando al pueblo desde ella la santidad de nuestra religión, el mérito de los trabajos y la loca impiedad del gentilismo. Aturdió á los paganos tanto tropel de maravillas, y, más aturdido que todos el tirano, hizo que tercera vez le volviesen á la cárcel, adonde concurrieron los fieles de todas partes, y se asegura que, para fortalecerlos en la fe, celebró el santo pastor el divino sacrificio, y á todos dio la comunión.
El día siguiente, 9 de Octubre del año A.D. 117, pronunció sentencia el tirano de que Dionisio y sus compañeros fuesen degollados, lo que se ejecutó en el mismo día. Hízose después una horrible carnicería en los cristianos; y se dice que entre éstos, Larcia, mujer del Santo Mártir Lisbio, convertida por las oraciones y por los milagros de San Dionisio, logró la dicha de merecer la corona del martirio.
Es tradición tan antigua como la muerte de nuestro Santo que, después de degollado, se puso en pie por sí mismo el cuerpo de San Dionisio, tomó su cabeza en las manos y la llevó al lugar donde está hoy la célebre población y monasterio de su nombre, á dos leguas de París, cuyo portento acabó de convertir a todo el pueblo. Añádese que, acudiendo al ruido de este prodigio una santa mujer llamada Cátula, á quien el Santo había convertido, éste se fue derecho á ella, púsola en las manos su cabeza, y cayó el cuerpo en tierra, dejándola depositaría de sus preciosas reliquias. Apoderada de tan inestimable tesoro, le guardó y le escondió con el mayor cuidado mientras duró aquella violenta persecución; y, no contenta con eso, tuvo arte para lograr, á precio de dinero, los cuerpos de sus dos compañeros Rustico y Eleuterio. Noticioso San Rieul del martirio de nuestros Santos, se sintió inspirado de Dios para buscar sus reliquias, y, encargando el cuidado de su Iglesia de Arles al obispo Felicísimo, que había ido á visitarle, partió á París, acompañado de algunos presbíteros suyos. Con las noticias que allí le dieron se encaminó á la aldea de Charouil, donde encontró á la piadosa matrona Cátula, y consagró en honor de San Dionisio y sus compañeros una capilla de madera, que aquella virtuosa señora había erigido sobre el sepulcro de los Santos. Más de trescientos años después, Santa Genoveva, devotísima de San Dionisio, erigió otra capilla de piedra mucho más capaz, donde, pasados otros doscientos años, el rey Dagoberto fundó aquel célebre monasterio de San Dionisio y aquella' suntuosísima iglesia, que los reyes de Francia escogieron para su sepultura.
No se ignora que algunos sabios críticos de estos últimos tiempos quieren disputar al reino de Francia la gloria de haber merecido á San Dionisio Areopagita por uno de sus primeros apóstoles; pero se juzgó más seguro seguir el parecer del Martirologio, y aun el de la misma Iglesia Romana, pareciendo que la crítica del tiempo debiera ceder á la tradición de más de mil y doscientos años, y á la autoridad del sabio Hincmaro, Arzobispo de Reims; de Fortunato, Obispo de Poitiers; de Eugenio II, Arzobispo de Toledo; de San Beda el Venerable; de todos los hombres grandes que florecieron en los ocho últimos siglos; del mismo Concilio de París, y, en fin, del unánime consentimiento de la Iglesia griega y latina, como lo observa el sabio cardenal Baronio en las anotaciones al Martirologio Romano.

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