viernes, 26 de abril de 2019

Viernes de Pascua, ciclo C


Viernes de Pascua; ciclo C

Constancia en el apostolado
Después se apareció de nuevo Jesús a sus discípulos junto al mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomas, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Llegada ya la mañana, se presentó Jesús en la orilla; pero sus discípulos no sabían que era Jesús. Les dijo Jesús: Muchachos, ¿tenéis algo de comer? Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor se ciñó la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces” (Juan 21,1-14).
I. Los Apóstoles han marchado de Jerusalén a Galilea, como les había indicado el Señor (Mateo 28, 7). Han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó, junto al lago. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no acaban de reconocerle cuando les indica de lejos: Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis. Juan confirma la certeza interior de Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro salta como un resorte. No espera que las barcas llenas con una pesca abundante, lleguen a la orilla. El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! “El amor, el amor lo ve de lejos” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios). El drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo en su vida; cuando por la tibieza, el pecado o la soberbia se nubla el horizonte; cuando se hacen las cosas como si no estuviera Jesús junto a nosotros, como si no hubiera resucitado.
II. “¿Porqué contó el Señor tantos pescadores entre sus Apóstoles? ¿Qué cualidad vio en ellos Nuestro Señor? Una paciencia inquebrantable. Han trabajado toda la noche y no han pescado nada; muchas horas de espera, en las que la luz gris de la aurora les traería un premio, y no lo ha habido” (R.A. KNOX, Sermón predicado en la festividad de San Pedro y San Pablo) No sabemos cómo ni cuándo, pero todo esfuerzo apostólico da su fruto, aunque en muchas ocasiones nosotros no le veamos. El Señor nos pide la paciente espera de los pescadores. Ser constantes en el apostolado personal, no abandonarlo jamás, no dejar a nadie por imposible. La paciencia es parte principal de la fortaleza y nos lleva a saber esperar cuando así lo requiera la situación, a poner los medios humanos y sobrenaturales, a recomenzar muchas veces, a contar con nuestros defectos y con los de las personas que queremos llevar a Dios.
III. Jesús llamó a los Apóstoles conociendo sus defectos. Confía en ellos y los forma con paciencia; cuenta con el tiempo para hacerlos idóneos para la misión que han de desempeñar. Encontraremos resistencias, consecuencia del pecado original o de los pecados personales. A nosotros nos toca ser buenos canales por los que llega la gracia del Señor, facilitar la acción del Espíritu Santo en nuestros amigos, parientes y conocidos. Si el Señor no se cansa de dar su ayuda a todos, ¿cómo nos vamos a desalentar nosotros que somos simples instrumentos? El Señor era Amigo de sus discípulos. Nosotros pidamos a Santa María que nos ayude a imitar a Jesús para llevar a Él a nuestros amigos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Isidoro de Sevilla, obispo y doctor de la Iglesia

«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente.Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos». (Mateo 5, 13-16)
1º. Jesús nos pone imágenes claras para que entendamos nuestra misión apostólica: somos «la salde la tierra.»
«Es como si les dijera: “El mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo. Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas, sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo, por cierto muy mal dispuesto”. Porque al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra”, enseña que los hombres han perdido su sabor y están corrompidos por el pecado. Por ello exige sobre todo de sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y útiles para el cuidado de los demás» (San Juan Crisóstomo).
La sal sirve para preservar los alimentos de la corrupción y para dar sabor.
Su misión no es aparatosa: un poco de sal da sabor a todo un plato y casi ni se nota, porque desaparece mezclándose con los alimentos.
Así debe ser nuestra acción apostólica: discreta; hecha a base de ejemplo, de simpatía y de amistad; siendo uno más, pero con mucho amor de Dios, con contenido, con sabor, con vida sobrenatural que preserva a los demás de la corrupción.
2º. Jesús, también me dice que somos «la luz del mundo.»
La luz sirve para ver mejor la realidad, para distinguir lo verdadero de las sombras falsas.
La luz posibilita caminar por el camino oscuro de la vida.
La luz permite distinguir la belleza de los colores.
Así debemos ser nosotros para los demás: un punto de referencia -de luz-  donde encontrar la verdad divina; un alma de doctrina segura que enseñe el camino verdadero; un ejemplo de vida cristiana imitable, amable, que descubra la belleza y la profundidad y los colores de la enseñanza de Cristo.
3º. «Tu eres sal, alma de apóstol. -«Bonum est sal»- la sal es buena, se lee en el Santo Evangelio, «si autem evanuerit» -pero si la sal se desvirtúa..., nada vale, ni para la tierra, ni para el estiércol; se arroja fuera como inútil.
Tú eres sal, alma de apóstol -Pero, si te desvirtúas.» (Camino.-921).
Jesús nos ha confiado una misión importante: ser sal de la tierra.
«Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.»
Si nosotros le fallamos a Cristo, ¿con quién podrá contar para cristianizar la sociedad?
¿Con qué sal salarás mi ambiente?
Este es uno de los grandes descubrimientos de la vida cristiana: darnos cuenta de que Cristo nos necesita.
Además, si un cristiano se comporta como uno que no tiene fe, se convierte en un estorbo, en instrumento inútil que nada vale.
4º. «No se enciende una luz para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.»
La gracia que me da Cristo a través de los sacramentos es una gran luz.
Y esa luz no la ha encendido Cristo para que luego nosotros la ocultemos debajo del celemín -de la cama-; debajo de un montón de miserias personales que no queremos luchar por desarraigar; y que oscurecen el mensaje claro y luminoso del cristianismo.
Quiere que la pongamos en un lugar preferente en nuestra vida para que alumbre a todos: quiere que le tomemos en serio para que, a través de nuestra vida cristiana, pueda iluminar a los que nos rodean.
«Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Le pedimos a Jesús que nos ayude a estar a la altura de sus peticiones y deseos: que los demás se puedan apoyar -realmente- en nuestras buenas obras.
Obras de trabajo bien realizado, de detalles de servicio, de optimismo, de vida limpia, de sencillez, de sinceridad.
Así le haremos presente en la tierra, de modo que a nuestro alrededor todos «glorifiquen al Padre que está en el cielo.»


BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL - Miércoles 18 de junio de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy voy a hablar de san Isidoro de Sevilla. Era hermano menor de san Leandro, obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa san Gregorio Magno. Este detalle es importante, pues permite tener presente un dato cultural y espiritual indispensable para comprender la personalidad de san Isidoro. En efecto, san Isidoro debe mucho a san Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las exigencias ascéticas propias de un monje y por el ritmo de trabajo que requiere una seria entrega al estudio.
Además, san Leandro se había encargado de disponer lo necesario para afrontar la situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos, bárbaros y arrianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado de los territorios que pertenecían al Imperio romano. Era necesario conquistarlos para la romanidad y para el catolicismo. La casa de san Leandro y san Isidoro contaba con una biblioteca muy rica en obras clásicas, paganas y cristianas. Por eso, san Isidoro, que se sentía atraído tanto a unas como a otras, fue educado a practicar, bajo la responsabilidad de su hermano mayor, una disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discreción y discernimiento.
Así pues, en el obispado de Sevilla se vivía en un clima sereno y abierto. Lo podemos deducir por los intereses culturales y espirituales de san Isidoro, como se manifiestan en sus obras, que abarcan un conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de san Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a san Agustín, de Cicerón a san Gregorio Magno.
El joven Isidoro, que en el año 599 se convirtió en sucesor de su hermano Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, tuvo que afrontar una lucha interior muy dura. Tal vez precisamente por esa lucha constante consigo mismo da la impresión de un exceso de voluntarismo, que se percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado el último de los Padres cristianos de la antigüedad. Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el concilio de Toledo, del año 653, lo definió: «Ilustre maestro de nuestra época y gloria de la Iglesia católica ».
San Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. En su vida personal, experimentó también un conflicto interior permanente, muy parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la palabra de Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se sentía responsable como obispo. Por ejemplo, a propósito de los responsables de la Iglesia escribe: «El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus), por una parte, debe dejarse crucificar al mundo con la mortificación de la carne; y, por otra, debe aceptar la decisión del orden eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo» (Sententiarum liber III, 33, 1: PL 83, col. 705 B).
Un párrafo después, añade: «Los hombres de Dios (sancti viri) no desean dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades. (...) Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan lo que no quisieran y hacen lo que habrían querido evitar. Entran en lo más secreto del corazón y allí tratan de comprender lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, inclinan el cuello del corazón bajo el yugo de la decisión divina» (Sententiarum liber III, 33, 3: PL 83, col. 705-706).
Para comprender mejor a san Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, a las que me referí antes: durante los años de su niñez experimentó la amargura del destierro. A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo apostólico: sentía un gran deseo de contribuir a la formación de un pueblo que encontraba por fin su unidad, tanto en el ámbito político como religioso, con la conversión providencial de Hermenegildo, el heredero al trono visigodo, del arrianismo a la fe católica.
Sin embargo, no se ha de subestimar la enorme dificultad que supone afrontar de modo adecuado problemas tan graves como los de las relaciones con los herejes y con los judíos. Se trata de una serie de problemas que también hoy son muy concretos, sobre todo si se piensa en lo que sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía san Isidoro le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia clásica grecorromana. Sin embargo, más que el don precioso de la síntesis, parecía tener el de la collatio, es decir, la recopilación, que se manifestaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido desear.
En todo caso, es admirable su preocupación por no descuidar nada de lo que la experiencia humana había producido en la historia de su patria y del mundo entero. San Isidoro no hubiera querido perder nada de lo que el hombre había adquirido en las épocas antiguas, ya fueran paganas, judías o cristianas. Por tanto, no debe sorprender que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, de hecho, según las intenciones de san Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en sintonía con la fe católica, sostenida por él con firmeza. En la discusión de los diversos problemas teológicos percibe su complejidad y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a los creyentes, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, servirse con gratitud de sus definiciones.
Un ejemplo significativo en este campo es la enseñanza de san Isidoro sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: «Quienes tratan de lograr el descanso de la contemplación deben entrenarse antes en el estadio de la vida activa; así, liberados de los residuos del pecado, serán capaces de presentar el corazón puro que permite ver a Dios» (Differentiarum Lib. II, 34, 133: PL 83, col 91 A).
Su realismo de auténtico pastor lo convenció del peligro que corren los fieles de limitarse a ser hombres de una sola dimensión. Por eso, añade: "El camino intermedio, compuesto por ambas formas de vida, resulta normalmente el más útil para resolver esas tensiones, que con frecuencia se agudizan si se elige un solo tipo de vida; en cambio, se suavizan mejor alternando las dos formas" (o.c., 134: ib., col 91 B).
San Isidoro busca en el ejemplo de Cristo la confirmación definitiva de una correcta orientación de vida y dice: «El Salvador, Jesús, nos dio ejemplo de vida activa cuando, durante el día, se dedicaba a hacer signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración» (o.c. 134: ib.). A la luz de este ejemplo del divino Maestro, san Isidoro concluye con esta enseñanza moral: «Por eso, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida, y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra» (o.c., 135: ib., col 91 C).
Creo que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la lección que el gran obispo de Sevilla nos deja a los cristianos de hoy, llamados a dar testimonio de Cristo al inicio de un nuevo milenio.
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana

           Isidoro de Sevilla nace hacia el año 560, y es hijo del hispanorromano Severiano y de una visigoda de sangre real. La familia es originaria de Cartagena, de donde huiría hacia Sevilla con motivo de la conquista bizantina de la costa mediterránea española. Lo más singular de la familia es que de cinco hermanos que fueron, cuatro serán canonizados, el propio Isidoro, LeandroFulgencio y Florentina, conocidos generalmente como los cuatro santos de Cartagena, lo que permite hablar de una de las familias más canonizadas de la historia universal. La única hermana que no es santa,Teodora, será en cambio reina, al casarse con el rey visigodo Leovigildo, y es madre de Hermenegildo, que también será santificado, y de Recaredo, el primer rey visigodo que se hace católico abandonando el arrianismo.
 
            Estudioso de lenguas clásicas, latín, griego y hebreo, Isidoro es nombrado arzobispo de Sevilla a la muerte de su hermano Leandro, durando su episcopado unos inusuales treinta y siete años. Y si algo lo caracteriza y le da importancia es su lucha contra el arrianismo, tanto combatiéndolo a nivel intelectual, como colaborando estrechamente a la conversión de la familia real visigoda al catolicismo.
 
            San Isidoro presidirá importantes eventos eclesiásticos como el Sinodo provincial de Sevilla, especialmente relevante porque a él acuden obispos incluso franceses, y el importantísimo IV Concilio de Toledo celebrado en 633, tres años antes de morir, el cual servirá para conseguir la unidad litúrgica de España, la mejora en la formación del clero, y el estudio del griego y el hebreo, del derecho y de la medicina.
 
            Escritor infatigable, Isidoro es autor entre otros, de un libro de astronomía e historia natural llamado “De natura rerum” (“De la naturaleza de las cosas”), o una “Historia de los godos, vándalos y suevos”. Sobre los judíos, a los que ataca pero sin defender su exterminio, escribe “De fide catolica contra judeos”.
 
            Capítulo aparte merece la obra magna de San Isidoro, el “Originum sive etymologiarum libri viginti”, más conocido como “Etimologías” (“Etymologiae”), que da nombre a la colección pero también a uno de sus libros en concreto, el décimo.
 
            Recibe su nombre de la metodología empleada, explicar la etimología de cada palabra a la que da entrada en la enciclopedia, aunque a menudo dicha etimología sea de lo más pintoresca. Es una colección de veinte libros -divididos a su vez en 448 capítulos-, que, al modo de lo que en el s. XIX será la “Enciclopedia” de Diderot y D’Alambert, pretenden ser un compendio de todo el conocimiento de la época: teología, historia, literatura, arte, derecho, gramática, cosmología, ciencias naturales...
 
            Son los siguientes:

Libro I. Trivium: la gramática (incluida la métrica)
Libro II. Trivium: la retórica y la dialéctica
Libro III. Quadrivium: las matemáticas, geometría, música, y astronomía
Libro IV. La medicina y las bibliotecas
Libro V. El derecho y la cronología
Libro VI. Libros eclesiásticos y los oficios
Libro VII. Dios, los ángeles y los santos: jerarquías del Cielo y la Tierra
Libro VIII. La Iglesia y a las herejías (de las más modernas de su tiempo numera no menos de sesenta y ocho)
Libro IX. El lenguaje, los pueblos, los Reinos, las ciudades, y los títulos oficiales
Libro X. Las etimologías
Libro XI. El hombre
Libro XII. Las bestias y los pájaros
Libro XIII. El mundo y sus partes
Libro XIV. La geografía
Libro XV. Los edificios públicos y las avenidas
Libro XVI. Las piedras y los metales
Libro XVII. La agricultura
Libro XVIII. Terminología de la guerra, la jurisprudencia y los juegos públicos
Libro XIX. Los buques, las casas y los vestidos
Libro XX. Las provisiones, utensilios domésticos, agrícolas y los mobiliarios

            La obra es escrita por el sabio sevillano hacia el final de su vida, terminándola seis años antes de morir. La escribe a petición del obispo de Zaragoza Braulio que es quién, una vez que la recibe, la clasifica en libros, y es una verdadera enciclopedia del saber de su época, constituyendo el texto educativo más utilizado a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, de lo que es buena prueba las al menos diez ediciones impresas entre 1470 y 1530.

            Isidoro cita hasta ciento cincuenta y cuatro poetas griegos y latinos. Su estilo es claro, conciso y ordenado. En ella Isidoro demuestra un espíritu abierto al utilizar y exponer mucho del saber clásico precristiano sin rubor ninguno.

            El gran Isidoro viene a morir en el año 636, cuando cuenta por lo tanto unos 66 años, una edad que no le era dado alcanzar a cualquiera durante la época.

            Amén de todo ello, Isidoro de Sevilla creará toda una escuela de la que saldrán preclaros miembros como Ildefonso de Toledo, y su obra tendrá una gran influencia durante toda la Edad Media.

            Canonizado en 1598 y declarado doctor de la Iglesia en 1722, su cuerpo reposa en León, no tanto, como acostumbra a decirse, resultado de una precipitada huida de los cristianos sevillanos con las más importantes reliquias de la ciudad, sino más bien como parte del pago del tributo impuesto por el rey castellano-leonés Fernando I al emir sevillano Al-Mutamid en el año 1063.

            “La ciencia que el oído percibe, derrámala por la boca. Agranda aún más la sabiduría compartiéndola con otros.”

            Le debemos la reflexión a San Isidoro de Sevilla, el gran sabio santo español cuya vida hemos glosado hoy. Nos dice Isidoro, y no le falta razón, que la sabiduría tanto crece por agrandarse como por compartirse, pues el que la comparte la pone en poder de quien sin duda la agrandará para seguir compartiéndola con quien volverá a agrandarla.

Luis Antequera

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