lunes, 31 de diciembre de 2018

Homilia de Santa Maria Madre Dios

Solemn. de Sta. María Madre de Dios


(Num 6,22-27) "Bendígate el Señor y te guarde"
(Gal 4,4-7) "Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer"
(Luc 2,16-21) "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la Misa de la solemnidad de la Madre de Dios (1-I-1988)
--- La familia humana de los hijos de Dios
--- Maternidad de María
--- Filiación divina, base de la humanidad
--- La familia humana de los hijos de Dios
“Cuando se cumplió el tiempo” (Gal 4,4).
Saludamos a esta nueva fase del tiempo humano, fijando la mirada en el misterio que indica la plenitud del tiempo.
Este misterio lo anunció el Apóstol en la Carta a los Gálatas, con las palabras siguientes: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4).
La plenitud del tiempo.
El tiempo humano del calendario no tiene una plenitud propia. Significa sólo el hecho de pasar. Sólo Dios es plenitud, plenitud también del tiempo humano. Esta se realiza en el momento en que Dios entra en el tiempo del pasar terreno.
¡Año Nuevo: Te saludamos a la luz del misterio del nacimiento divino! Este misterio hace que tú, tiempo humano, al pasar, seas partícipe de lo que no pasa. De lo que tiene por medida la eternidad.
El Apóstol ha manifestado todo eso en su Carta de una forma quizá más sintética y penetrante.
“Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Gal 4,4-5). Ésta es la primera dimensión del misterio, que indica la plenitud del tiempo. Y después está la segunda dimensión, unida orgánicamente a la primera: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá (Padre)” (Gal 4,6).
Precisamente este “Abbá, Padre”, este grito del Hijo, que es consustancial al Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a los corazones de los hijos y de las hijas de esta tierra, es signo de la plenitud del tiempo.
El reino de Dios se manifiesta ya en este grito, en esta palabra “Abbá, Padre”, pronunciada desde la profundo del corazón humano en virtud del Espíritu de Cristo.
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbá, Padre”. Los que puedan hablar así -los que tengan el mismo Padre- ¿acaso no son una sola familia?
El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la tierra” hasta hacernos “a su imagen y semejanza”. Y permanece fiel a este “soplo” que marcó el “comienzo” del hombre en el cosmos.
Y cuando, en virtud del Espíritu de Cristo, clamamos a Dios “Abbá, Padre”, entonces, en ese grito, en el umbral del año nuevo, la Iglesia expresa por medio de nosotros también el deseo de la paz en la tierra. Ella reza así:
“El Señor se fija en ti -familia humana de todos los continentes- y te conceda la paz” (cfr. Núm 6,26).
--- Maternidad de María
“Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”.Desde el comienzo de la historia terrena del hombre, camina la mujer por la tierra. Su primer nombre es Eva, madre de los vivientes. Su segundo nombre queda unido a la promesa del Mesías en el Protoevangelio.
El segundo nombre, el de la Mujer eterna, atraviesa los caminos de la historia espiritual del hombre y es revelado solamente en la plenitud del tiempo. El nombre es “Myriam”, María de Nazaret. Desposada con un hombre cuyo nombre era José, de la casa de David. María, ¡Esposa mística del Espíritu Santo!
En efecto, su maternidad no proviene “ni de amor carnal ni de amor humano” (cfr Jn 1,13) sino del Espíritu Santo.
La maternidad de María es la Maternidad divina, que celebramos durante toda la octava de Navidad, pero de modo particular hoy, día 1 de enero.
Vemos esta maternidad de María a través del “Niño acostado en el pesebre” (Lc 2,16), en Belén, durante la visita de los pastores: los primeros que fueron llamados a acercarse al misterio que marca la plenitud del tiempo.
El Niño de pecho que está acostado en el pesebre había de recibir el nombre de “Jesús”. Con este nombre lo llamó el Ángel en la Anunciación “antes de su concepción” (Lc 2,21). Y con este nombre es llamado hoy, el octavo día después del nacimiento, el día prescrito por la ley de Israel.
Pues el Hijo de Dios “ha nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así escribe el Apóstol (cfr Gal 4,4-5).
Esa sumisión a la ley -herencia de la Antigua Alianza- debía abrir el camino a la Redención por medio de la sangre de Cristo, abrir el camino a la herencia de la Nueva Alianza.
María está en el centro de estos acontecimientos. Permanece en el corazón del misterio divino. Unida más de cerca a esa plenitud del tiempo, que se une a su maternidad. Ella permanece al mismo tiempo como el signo de todo lo que es humano.
¿Quién es signo de lo humano más que la mujer? En ella es concebido, y por ella viene al mundo el hombre. Ella, la mujer, en todas las generaciones humanas lleva en sí la memoria de cada hombre. Porque cada uno ha pasado por su seno materno.
Sí. La mujer es la memoria del mundo humano. Del tiempo humano, que es tiempo de nacer y de morir. El tiempo del pasar.
Y María también es memoria. Escribe el Evangelista: “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19).
Ella es la memoria originaria de esos problemas, que vive la familia humana en la plenitud de los tiempos. Ella es la memoria de la Iglesia. Y la Iglesia asume por Ella las primicias de lo que incesantemente conserva en su memoria... y hace presente.
La Iglesia aprende de la Madre de Dios la memoria “de las grandes obras de Dios” hechas en la historia del hombre. Sí. La Iglesia aprende de María a ser Madre: “Mater Ecclesiae!”.
Ahora el día de su Maternidad, nos dirigimos a Ella, a la Madre de Dios, para que “conserve y medite en su corazón” “todos los problemas” de estos pueblos.
--- Filiación divina, base de la humanidad
Dios mandó a su Hijo “nacido de mujer”. Mediante el nacimiento de Dios en la tierra participamos en la plenitud del tiempo.
Y esta plenitud la lleva a cabo en nuestros corazones el Espíritu del Hijo, que confirma en nosotros la certeza de la adopción como hijos. Y así, desde la profundidad de esta certeza desde la profundidad de la humanidad renovada con la “deificación”, como proclama y profesa la rica tradición de la Iglesia Oriental, desde esta profundidad clamamos, bajo el ejemplo de Cristo: “Abbá, Padre”. Y al clamar así, cada uno de nosotros se da cuenta de que “ya no es esclavo sino hijo”.
“Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,7).
¿Sabes tú, familia humana, lo sabes, hombre de todos los países y continentes, de todas las lenguas naciones y razas..., sabes tú de esta herencia?
¿Sabes que está en la base de la humanidad?
¿Y de la herencia de la libertad filial?
¡Cristo Jesús! ¡Hijo del Eterno Padre, Hijo de la Mujer, Hijo de María, no nos dejes a merced de nuestra debilidad y de nuestra soberbia!
¡Plenitud encarnada! ¡Permanece en el hombre, en cada una de las fases de su tiempo terreno! ¡Sé Tú nuestro Pastor! ¡Sé nuestra paz!
DP-2 1988
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
"Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (2 lect). Todo hombre tiene una madre que lo ha concebido en su seno. Pero el Altísimo al dar la persona divina de su Hijo para ser envuelta en el seno de una mujer y ésta le permitiera hacerse hombre, eleva esa maternidad a una dignidad casi infinita. María alumbró al hijo más perfecto que pudiera nacer. La maternidad divina de María nos lleva al corazón del misterio cristiano. Como se declaró en el 2º C. de Constantinopla, no es que un ser humano naciera de María y, luego, descendiera el Verbo a tal hombre, sino que fue del seno de María de donde nació el Verbo hecho hombre. Desde entonces los Padres de la Iglesia declararon solemnemente lo que en la Sgda Escritura y en la Tradición se enseñaba: María es Theotókos.
El título de Madre de Dios lo encontramos en esa oración que se remonta al año 300 y que todavía hoy rezamos: "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas nuestras súplicas... Es el privilegio más alto concedido a un ser humano por ser madre de una criatura prodigiosa: Cristo, creador de una humanidad nueva.
María es aquella Mujer prometida en el paraíso; la Mujer de las bodas de Caná; la Mujer del Calvario; la Mujer del Apocalipsis; la que reúne en torno suyo a sus hijos para orar, preparando así la venida del Espíritu Santo. Ella ha introducido lo humano en el Reino de los Cielos el día de la Ascensión de su Hijo. Ella misma fue llevada en cuerpo y alma a los cielos con gran alegría de los ángeles.
Hagamos nuestras estas palabras de Juan Pablo II: ¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo mejor que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación...son las palabras con las que Dios mismo, a través de un mensajero, te ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y desde la eternidad elegida como Madre  del Verbo".
Es una gran cosa que el año comience con esta Solemnidad que nos habla del comienzo, gracias a María, de una vida nueva en Jesucristo. Toda una invitación a vivir con una fe y un amor nuevo, más vibrante, el año que hoy estrenamos.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«¡Salve, Santa Madre de Dios, que diste a luz al Rey que dirige los destinos del cielo y de la tierra!»
I. LA PALABRA DE DIOS
Nm 6,22-27: «Invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo les bendeciré»
Sal 66,2-3.5.6.8: «El Señor tenga piedad y nos bendiga»
Ga 4,4-7: «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días le pusieron por nombre Jesús»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La plenitud de los tiempos no es un momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios. Pablo mira desde atrás, con la vista puesta en el único autor del futuro del hombre: Dios. «Sólo con ojos de redimido puede llamar plenitud de los tiempos» al momento de la Encarnación. El proyecto de Dios tiene un objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios, fiel a sí mismo, hace al hombre libre. La primera es su Madre Santísima, primera entre los salvados y única en la obra de Dios.
Tal como lo había anunciado el ángel, al octavo día se impuso al niño el nombre de Jesús: «Dios ayuda», «Dios salva». La mentalidad bíblica destaca que el nombre lleva consigo una misión: «él salvará al pueblo de los pecados», y quién puede darla.
III. SITUACIÓN HUMANA
El hombre tiene ante sí el formidable reto de la historia. Se le da desde ella la ocasión de hacerla de manera que repercuta en beneficio propio y de los demás, de poner en juego multitud de iniciativas. Quien se desentienda de ella es en cierto modo desleal a su propia vocación humana.
Los cristianos sabemos que es precisamente en esta historia en la que Cristo irrumpe, para que nada fuera ya igual.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– María, escogida para ser Madre del Hijo de Dios: "«Dios envió a su Hijo» (Ga 4,4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María»" (488).
– María, Madre de Dios: 495.
– Jesús, «Dios salva»: 430. 432.
– El nombre de Dios, presente en la Persona del Hijo: 432.
La respuesta
– El culto a la Santísima Virgen: "«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada»(Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano». La Santísima Virgen es «honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades..." (971; cf 1172).
El testimonio cristiano
– «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, virg.,3).
– «Celebramos hoy el octavo día del nacimiento del Salvador. Y veneramos tus maravillas, Señor, pues la que ha dado a luz es Madre y Virgen, y el que ha nacido es Niño y Dios. Con razón ha hablado el cielo, y los ángeles han anunciado su gozo; los pastores se alegraron, los magos fueron conducidos al pesebre; los reyes temblaron y coronaron con glorioso martirio a los inocentes» (San Agustín, 21 Sermón de Navidad).
Si Dios ha escogido a María como camino para encontrarse con la humanidad, la humanidad salvada por Cristo encontrará en la Virgen el camino para el encuentro con Dios.
Homilía IV: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI

HOMILÍA EN LA SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana Domingo 1 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.
Esta es también la experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o más que el pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, llevando en el corazón este deseo profundo, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: Señores Cardenales; Embajadores de tantos países amigos que, como nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; el Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz», que junto al Secretario y los colaboradores trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; los representantes de Asociaciones y Movimientos eclesiales y todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como ya sabéis, en mi Mensaje de este año he seguido la perspectiva educativa.
«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más consciente de ello, como lo demuestra, por una parte declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación en los últimos decenios entre los mismos jóvenes de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Para la Comunidad eclesial, educar para la paz forma parte de la misión que ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar no se puede presuponer, sino que es una opción; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, después, ¿educar para qué?
Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad y en los valores fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. En este compromiso por una educación integral, entra también la formación para la justicia y la paz. Los muchachos y las muchachas actuales crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no siempre dirigidos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar siempre y solo contando con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando supone sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.

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