sábado, 11 de agosto de 2018

Domingo 19 de tiempo ordinario; ciclo B


Domingo de la semana 19 de tiempo ordinario; ciclo B

El Pan vivo
«En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: Yo soy el pan bajado del cielo, y decían: -¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?Jesús tomó la palabra y les dijo: -No critiquéis.  Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino aquél que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eterna- mente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.Discutían, pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Juan 6, 44-52)
I. Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Angel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Angel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.
A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí. Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Ésta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.
También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.
Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.
Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.
II. Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (...). Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.
No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre». Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.
El alma no cesa en su agradecimiento si -combatiendo toda rutina‑ trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También «por la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad». Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, «porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transfigurarnos en aquello que recibimos».
La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida ordinaria.
El Maestro está aquí y te llama, se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.
III. Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.
El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que «consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo hubiésemos recibido». Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.
También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es «prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor». Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad»; nos invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.
Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. «Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?».
Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella lo recibió, «con el espíritu y fervor de los santos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Juana Francisca de Chantal, religiosa

Santa Juana Francisca Fremiot nació en Dijon, Francia, el 23 de enero, de 1572, nueve años después de finalizado el Concilio de Trento. De esta manera, estaba destinada a ser uno de los grandes santos que el Señor levantó para defender y renovar a la Iglesia después del caos causado por la división de los protestantes. Santa Juana fue contemporánea de S. Carlos Borromeo de Italia, de Sta. Teresa de Ávila y S. Juan de la Cruz de España, de S. Juan Eudes y de sus compatriotas, el Cardenal de Berulle, el Padre Olier y sus dos renombrados directores espirituales, San Francisco de Sales y San Vicente de Paúl.  En el mundo secular, fue contemporánea de Catalina de Medici, del Rey Luis XIII, Richelieu, Mary Stuart, la Reina Isabel y Shakespeare. Murió en Moulins el 13 de diciembre, de 1641.
Su madre murió cuando tenía tan solo dieciocho meses de vida. Su padre, hombre distinguido, de recia personalidad y una gran fe, se convirtió así en la mayor influencia de su niñez. A los veintiún años se casó con el Barón Christophe de Rabutin-Chantal, de quien tuvo seis hijos. Dos de ellos murieron en la temprana niñez. Un varón y tres niñas sobrevivieron. Tras siete años de matrimonio ideal, su esposo murió en un accidente de cacería. Ella educó a sus hijos cristianamente.
En el otoño de 1602, el suegro de Juana la forzó a vivir en su castillo de Monthelon, amenazándola con desheredar a sus hijos si se rehusaba. Ella pasó unos siete años bajo su errática y dominante custodia, aguantando malos tratos y humillaciones. En 1604, en una visita a su padre, conoció a San Francisco de Sales. Con esto comenzó un nuevo capítulo en su vida.
Bajo la brillante dirección espiritual de San Francisco de Sales, nuestra Santa creció en sabiduría espiritual y auténtica santidad. Trabajando juntos, fundaron la Orden de la Visitación de Annecy en 1610. Su plan al principio fue el de establecer un instituto religioso muy práctico algo similar al de las Hijas de la Caridad, de S. V. de Paúl. No obstante, bajo el consejo enérgico e incluso imperativo del Cardenal de Marquemont de Lyons, los santos se vieron obligados a renunciar al cuidado de los enfermos, de los pobres y de los presos y otros apostolados para establecer una vida de claustro riguroso. El título oficial de la Orden fue la Visitación de Santa María.
Sabemos que cuando la Santa, bajo la guía espiritual de S. Francisco de Sales, tomó la decisión de dedicarse por completo a Dios y a la vida religiosa, repartió sus joyas valiosas y sus pertenencias entre sus allegados y seres queridos con abandono amoroso. De allí en adelante, estos preciosos regalos se conocieron como "las Joyas de nuestra Santa." Gracias a Dios que ella dejó para la posteridad joyas aún más preciosas de sabiduría espiritual y edificación religiosa.
A diferencia de Sta. Teresa de Ávila y de otros santos, Juana no escribió sus exhortaciones, conferencias e instrucciones, sino que fueron anotadas y entregadas a la posteridad gracias a muchas monjas fieles y admiradoras de su Orden.
Uno de los factores providenciales en la vida de Sta. Juana fue el hecho de que su vida espiritual fuera dirigida por dos de los más grandes santos todas las épocas, S. Francisco de Sales y S. Vicente de Paúl. Todos los escritos de la Santa revelan la inspiración del Espíritu Santo y de estos grandiosos hombres. Ellos, a su vez, deben haberla guiado a los escritos de otros grandes santos, ya que vemos que ella les indicaba a sus Maestras de Novicias que se aseguraran de que los escritos de Sta. Teresa de Ávila se leyeran y estudiaran en los Noviciados de la Orden.
Santa Juana fue una auténtica contemplativa. Al igual que Sta. Brígida de Suecia y otros místicos, era una persona muy activa, llena de múltiples proyectos para la gloria de Dios y la santificación de las almas. Estableció no menos de ochenta y seis casas de la Orden. Se estima que escribió no menos de once mil cartas, que son verdaderas gemas de profunda espiritualidad. Más de dos mil de éstas se conservan todavía. La fundación de tantas casas en tan pocos años, la forzó a viajar mucho, cuando los viajes eran un verdadero trabajo.
Sta. Juana le escribió muchas cartas a S. Francisco de Sales, en búsqueda de guía espiritual. Desafortunadamente, después de la muerte de S. Francisco la mayoría de las cartas le fueron devueltas a Sta. Juana por uno de los miembros de la familia de Sales. Como era de esperarse, ella las destruyó, a causa de su naturaleza personal sagrada. De este modo, el mundo quedó privado de lo que pudo haber sido una de las mejores colecciones de escritos espirituales de esta naturaleza.

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SANTA JUANA FRANCISCA FREMIOT DE CHANTAL
VIUDA; COFUNDADORA DE LA CONGREGACIÓN DE LA VISITACIÓN (1641 P.C.)
Nació en el año 1572 en Dijon (Francia). Casada con el barón de Chantal, tuvo seis hijos, a los que educó cristianamente. Muerto su marido, llevó, bajo la dirección de san Francisco de Sales, una admirable vida de perfección, ejerciendo, sobre todo, la caridad con los pobres y enfermos. Fundó el Instituto de la Visitación, y lo gobernó sabiamente. Murió el año 1641.
Vida familiar
El padre de Santa Juana de Chantal era Benigno Frémiot, presidente del parlamento de Borgoña. El señor Frémiot había quedado viudo cuando sus hijos eran todavía pequeños, pero no ahorró ningún esfuerzo para educarlos en la práctica de la virtud y prepararlos para la vida. Juana, que recibió en la confirmación el nombre de Francisca, fue sin duda la que mejor supo aprovechar esa magnífica educación. Cuando la joven tenía veinte años, su padre, que la amaba tiernamente, la concedió en matrimonio al barón de Chantal, Cristóbal de Rabutin. El barón tenía veintisiete años, era oficial del ejército francés y contaba con un largo historial de victoriosos duelos; su madre descendía de la Beata Humbelina, cuya fiesta se celebra también el día de hoy. El matrimonio tuvo lugar en Dijon y Juana Francisca partió con su marido a Bourbilly. Desde la muerte de su madre, el barón no había llevado una vida muy ordenada, de suerte que la servidumbre de su casa se había acostumbrado a cierta falta de disciplina; en consecuencia, el primer cuidado de la flamante baronesa fue establecer el orden en su casa. Los tres primeros hijos del matrimonio murieron poco después de nacer; pero los jóvenes esposos tuvieron después un niño y tres niñas que vivieron. Por otra parte, poseían cuanto puede constituir la felicidad a los ojos del mundo y procuraban corresponder a tantas bendiciones del cielo. Cuando su marido se hallaba ausente, la baronesa se vestía en forma muy modesta y, si alguien le preguntase por qué, ella respondía: "Los ojos de aquél a quien quiero agradar están a cien leguas de aquí". Las palabras que San Francisco de Sales dijo más tarde sobre Santa Juana Francisca podían aplicársele ya desde entonces: "La señora de Chantal es la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén".
El dolor visita
Pero la felicidad de la familia sólo duró nueve años. En 1601, el barón de Chantal salió de cacería con su amigo, el señor D'Aulézy, quien accidentalmente le hirió en la parte superior del muslo. El barón sobrevivió nueve días, durante los cuales sufrió un verdadero martirio a manos de un cirujano muy torpe y recibió los últimos sacramentos con ejemplar resignación, La baronesa había vivido exclusivamente para su esposo, de modo que el lector puede suponer fácilmente su dolor al verse viuda a los veintiocho años. Durante cuatro meses estuvo sumida en el más profundo dolor, hasta que una carta de su padre le recordó sus obligaciones para con sus hijos. Para demostrar que había perdonado de corazón al señor D'Aulézy, la baronesa le prestó cuantos servicios pudo y fue madrina de uno de sus hijos. Por otra parte, redobló sus limosnas a los pobres y consagró su tiempo a la educación e instrucción de sus hijos. Juana pedía constantemente a Dios que le diese un guía verdaderamente santo, capaz de ayudarla a cumplir perfectamente su voluntad. Una vez, mientras repetía esta oración, vio súbitamente a un hombre cuyas facciones y modo de vestir reconocería más tarde, al encontrar en Dijon a San Francisco de Sales.En otra ocasión, se vio a sí misma en un bosquecillo, tratando en vano de encontrar una iglesia. Por aquel medio, Dios le dio a entender que el amor divino tenía que consumir la imperfección del amor propio que había en su corazón y que se vería obligada a enfrentarse con numerosas dificultades. La futura santa fue a pasar el año del luto en Dijon, a casa de su padre. Más tarde, se trasladó con sus hijos a Monthelon, cerca de Autun, donde habitaba su suegro, que tenía ya setenta y cinco años. Desde entonces, cambió su hermosa y querida casa de Bourbilly por un viejo castillo. A pesar de que su suegro era un anciano vanidoso, orgulloso y extravagante, dominado por una ama de llaves insolente y de mala reputación, la noble dama no pronunció jamás una sola palabra de queja y se esforzó por mostrarse alegre y amable.
Un guía espiritual excepcional
En 1604, San Francisco de Sales fue a predicar la cuaresma a Dijon y Juana se trasladó ahí con su suegro para oír al famoso predicador. Al punto reconoció en él al hombre que había vislumbrado en su visión y comprendió que era el director espiritual que tanto había pedido a Dios. San Francisco cenaba frecuentemente en casa del padre de Juana Francisca y ahí se ganó, poco a poco, la confianza de ésta. Ella deseaba abrirle su corazón, pero la retenía un voto que había hecho por consejo de un director espiritual indiscreto, de no abrir su conciencia a ningún otro sacerdote. Pero no por ello dejó de sacar gran provecho de la presencia del santo obispo, quien a su vez se sintió profundamente impresionado por la piedad de Juana Francisca. En cierta ocasión en que se había vestido más elegantemente que de ordinario, San Francisco de Sales le dijo: "¿Pensáis casaros de nuevo?" "De ninguna manera, Excelencia", replicó ella. "Entonces os aconsejo que no tentéis al diablo", le dijo el santo. Juana Francisca siguió el consejo.
Después de vencer sus escrúpulos sobre su voto indiscreto, la santa consiguió que Francisco de Sales aceptara dirigirla. Por consejo suyo, moderó un tanto sus devociones y ejercicios de piedad para poder cumplir con sus obligaciones mundanas en tanto que vivía con su padre o con su suegro. Lo hizo con tanto éxito, que alguien dijo de ella: "Esta dama es capaz de orar todo el día sin molestar a nadie". De acuerdo con una estricta regla de vida, consagrada la mayor parte de su tiempo a sus hijos, visitaba a los enfermos pobres de los alrededores y pasaba en vela noches enteras junto a los agonizantes. La bondad y mansedumbre de su carácter mostraban hasta qué punto había secundado las exigencias de la gracia, porque en su naturaleza firme y fuerte había cierta dureza y rigidez que sólo consiguió vencer del todo al cabo de largos años de oración, sufrimiento y paciente sumisión a la dirección espiritual. Tal fue la obra de San Francisco de Sales, a quien Juana Francisca iba a ver, de cuando en cuando, a Annecy y con quien sostenía una nutrida correspondencia. El santo la moderó mucho en materia de mortificaciones corporales, recordándole que San Carlos Borromeo, "cuya libertad de espíritu tenía por base la verdadera caridad", no vacilaba en brindar con sus vecinos, y que San Ignacio de Loyola había comido tranquilamente carne los viernes Por consejo de un médico, "en tanto que un hombre de espíritu estrecho hubiese discutido esa orden cuando menos durante tres días". San Francisco de Sales no permitía que su dirigida olvidase que estaba todavía en el mundo, que tenía un padre anciano y, sobre todo, que era madre; con frecuencia le hablaba de la educación de sus hijos y moderaba su tendencia a ser demasiado estricta con ellos. En esta forma, los hijos de Juana Francisca se beneficiaron de la dirección de San Francisco de Sales tanto como su madre.
Sueño hecho realidad
Durante algún tiempo, la señora de Chantal se sintió inclinada a la vida conventual por varios motivos, entre los que se contaba la presencia de las carmelitas en Dijon. San Francisco de Sales, después de algún tiempo de consultar el asunto con Dios, le habló en 1607 de su proyecto de fundar la nueva Congregación de la Visitación. Santa Juana acogió gozosamente el proyecto; pero la edad de su padre, sus propias obligaciones de familia y la situación de los asuntos de su casa constituían, por el momento, obstáculos que la hacían sufrir. Juana Francisca respondió a su director que la educación de sus hijos exigía su presencia en el mundo, pero el santo le respondió que sus hijos ya no eran niños y que desde el claustro podría velar por ellos tal vez con más fruto, sobre todo si tomaba en cuenta que los dos mayores estaban ya en edad de "entrar en el mundo". En esa forma, lógica y serena, resolvió San Francisco de Sales todas las dificultades de la señora de Chantal.
Antes de abandonar el mundo, Juana Francisca casó a su hija mayor con el barón de Thorens, hermano de San Francisco de Sales, y se llevó consigo al convento a sus dos hijas menores; la primera murió al Poco tiempo, y la segunda se caso más tarde con el señor de Toulonjon. Celso Benigno, el hijo mayor, quedó al cuidado de su abuelo y de varios tutores. Después de despedirse de sus amistades, Juana fue a decir adiós a Celso Benigno. El joven, que había tratado en vano de apartarla de su resolución, se tendió por tierra ante el dintel de la puerta de la habitación para cerrarle la salida, pero la santa no se dejó vencer por la tentación de escoger la solución más fácil y pasó sobre el cuerpo de su hijo. Frente a la casa la esperaba su anciano padre, Juana Francisca se postró de rodillas y, llorando, le pidió su bendición. El anciano le impuso las manos y le dijo: "No puedo reprocharte lo que haces. Ve con mi bendición. Te ofrezco a Dios como Abraham le ofreció a Isaac, a quien amaba tanto como yo a ti. Ve a donde Dios te llama y sé feliz en Su casa. Ruega por mí". La santa inauguró el nuevo convento el domingo de la Santísima Trinidad de 1610, en una casa que San Francisco de Sales le había proporcionado, a orillas del lago de Annecy. Las primeras compañeras de Juana Francisca fueron María Favre, Carlota de Bréchard y una sirvienta llamada Ana Coste. Pronto ingresaron en el convento otras diez religiosas. Hasta ese momento, la congregación no tenía todavía nombre y la única idea clara que San Francisco de Sales poseía sobre su finalidad, era que debía servir de puerto de refugio a quienes no podían ingresar en otras congregaciones y que las religiosas no debían vivir en clausura para poder consagrarse con, mayor facilidad a las obras de apostolado y caridad.
Naturalmente, la idea provocó fuerte oposición por parte de los espíritus estrechos e incapaces de aceptar algo nuevo. San Francisco de Sales acabó por modificar sus planes y aceptar la clausura para sus religiosas. A las reglas de San Agustín añadió unas constituciones admirables por su sabiduría y moderación, Año demasiado duras para los débiles y no demasiado suaves para los fuertes. Lo único que se negó a cambiar fue el nombre de la Congregación de la Visitación de Nuestra Señora, y Santa Juana Francisca le exhortó a hacer concesiones en ese punto. El santo quería que la humildad y la mansedumbre fuesen la base de la observancia. "Pero en la práctica", decía a sus religiosas, "la humildad es la fuente de todas las otras virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio de todas vuestras acciones.
Fuente de amor y alegría
Para bien de Santa Juana y de las hermanas más experimentadas, el santo obispo escribió el "Tratado del amor de Dios". Santa Juana progresó tanto en la virtud bajo la dirección de San Francisco de Sales, que éste le permitió que hiciese el voto de que, en todas las ocasiones, realizaría lo que juzgase más perfecto a los ojos de Dios. Inútil decir que la santa gobernó prudentemente su comunidad, inspirándose en el espíritu de su director.
La madre de Chantal tuvo que salir frecuentemente de Annecy, tanto para fundar nuevos conventos como para cumplir con sus obligaciones de familia. Un año después de la toma de hábito, se vio obligada a pasar tres meses en Dijon, con motivo de la muerte de su padre, para poner en orden sus asuntos. Sus parientes aprovecharon la ocasión para intentar hacerla volver al mundo. Una mujer exclamó al verla: "¿Cómo podéis sepultaros en dos metros de tela? Deberíais hacer pedazos ese velo". San Francisco de Sales le escribió entonces las palabras decisivas: "Si os hubiéseis casado de nuevo con algún señor de Gascuña o de Bretaña, habríais tenido que abandonar a vuestra familia y nadie habría opuesto en ese caso la menor objeción . . ." Después de la fundación de los conventos de Lyon, Moulins, Grénoble y Bourges Francisco de Sales, que estaba entonces en París, mandó llamar a la madre de Chantal para que fundase un convento en dicha ciudad. A pesar de las intrigas y la oposición, Santa Juana Francisca consiguió fundarlo en 1619. Dios la sostuvo, le dio valor y la santa se ganó la admiración de sus más acerbos opositores con su paciencia y mansedumbre. Ella misma gobernó durante tres años el convento de París, bajo la dirección de San Vicente de Paul y ahí conoció a Angélica Arnauld, la abadesa de Port-Royal, quien le consiguió permiso de renunciar a su cargo e ingresar en la Congregación de la Visitación.
Una dolorosa pérdida
En 1622, murió San Francisco de Sales y su muerte constituyó un rudo golpe para la madre de Chantal; pero su conformidad con la voluntad divina le ayudó a soportarlo con invencible paciencia. El santo fue sepultado en el convento de la Visitación de Annecy. En 1627, murió Celso Benigno en la isla de Ré, durante las batallas contra los ingleses y los hugonotes; el hijo de la santa, que no tenía sino treinta y un años, dejaba a su esposa viuda y con una hijita de un año, la que con el tiempo sería la célebre Madame de Sévigné. Santa Juana Francisca recibió la noticia con heroica fortaleza y ofreció su corazón a Dios, diciendo: "Destruye, corta y quema cuanto se oponga a tu santa voluntad". El año siguiente, se desató una terrible peste, que asoló Francia, Saboya y el Piamonte, y diezmó varios conventos de la Visitación. Cuando la peste llegó a Annecy, la santa se negó a abandonar la ciudad, puso a la disposición del pueblo todos los recursos de su convento y espoleó a las autoridades a tomar medidas más eficaces para asistir a los enfermos. En 1632, murieron la viuda de Celso Benigno, Antonio de Toulonjon (el yerno de la santa, a quien esta quería mucho) y el P. Miguel Favre, quien había sido el confesor de San Francisco y era muy amigo de las visitantinas. A estas pruebas se añadieron la angustia, la oscuridad y la sequedad espiritual, que en ciertos momentos era Dios que permite con frecuencia que las almas que le son más queridas atraviesen por largos períodos de bruma, oscuridad y angustia; pero a través de ellos las casi insoportables, como lo prueban algunas cartas de Santa Juana Francisca, lleva con mano segura a las fuentes de la felicidad y al centro de la luz.
Santa muerte
En los años de 1635 y 1636, la santa visitó todos los conventos de la Visitación, que eran ya sesenta y cinco, pues muchos de ellos no habían tenido aún el consuelo de conocerla. En 1641, fue a Francia para ver a Madame de Montmorency en una misión de caridad. Ese fue su último viaje.
La reina Ana de Austria la convidó a París, donde la colmó de honores y distinciones con gran confusión por parte de la homenajeada. Al regreso, cayó enferma en el convento de Moulins, donde murió el 13 de diciembre de 1641, a los sesenta y nueve años de edad. Su cuerpo fue trasladado a Annecy y sepultado cerca del de San Francisco de Sales.
La canonización de Santa Juana Francisca tuvo lugar en 1767. San Vicente de Paul dijo de ella: "Era una mujer de gran fe y, sin embargo, tuvo tentaciones contra la fe toda su vida. Aunque aparentemente había alcanzado la paz y tranquilidad de espíritu de las almas virtuosas, sufría terribles pruebas interiores, de las que me habló varias veces. Se veía tan asediada de tentaciones abominables, que tenía que apartar los ojos de sí misma para no contemplar ese espectáculo insoportable. La vista de su propia alma la horrorizaba como si se tratase de una imagen del infierno. Pero en medio de tan grandes sufrimientos jamás perdió la serenidad ni cejó en la plena fidelidad que Dios le exigía. Por ello, la considero como una de las almas más santas que me haya sido dado encontrar sobre la tierra".
Fuente Bibliográfica:
-Butler, Vidas de los Santos, Vol. III.
-Oficio Divino I, p. 1026

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EXHORTACIONES
Juana de Chantal
La mayoría de sus exhortaciones las dio en la sala de capítulo de sus conventos de manera formal.
"¿Queréis ser humilde, hija mía? Tratad de conoceros bien; desead que os reconozcan imperfecta; amad el desprecio, en todas sus formas y de cualquier parte que os venga. No ocultéis vuestros defectos; dejad que se vean, aceptando con cariño la abyección que de ellos os resulte. No dejéis nunca decaer vuestro corazón por alguna falta que podáis cometer. Desconfiad de vos misma y confiad única e incesantemente en Dios, persuadida de que, no pudiendo nada por vos, todo lo podéis con su gracia y poderosa ayuda." -a sus hijas espirituales de la Orden de la Visitación.
En un retiro de Navidad
"(Jesucristo) es un Señor tan grande, rico y poderoso, que no tiene necesidad de nuestros bienes. ¿Qué presentes podremos, pues, hacerle, si todo el mundo es suyo? Es preciso ofrecerle almas puras y corazones limpios y blancos y vacíos de todas las cosas terrenas; fijaos que nuestras almas han de estar muy limpias para ser ofrecidas a este Niño divino, que nace en este día, el cual es Autor de toda pureza y santidad. He aquí el más grato presente que podemos hacerle: un corazón limpio, contrito y humillado. Él no quiere de nosotras más que el corazón."

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Sobre las cualidades que debe tener nuestro trato y nuestro afecto hacia el prójimo
"Mis queridas Hermanas, no nos hagamos ilusiones; es preciso que nuestro afecto, para ser bendecido por Dios, sea común e igual, pues el Salvador no ha mandado que se amara más a unos que a otros, sino que ha dicho: Amarás al prójimo como a ti mismo.
Pensamos a veces que nuestros afectos son muy puros; pero delante de Dios es muy diferente; el afecto que es del todo puro no mira más que a Dios, no aspira más que a Dios y no pretende más que a Dios. Yo amo a mis Hermanas porque veo a Dios en ellas y porque Dios lo quiere así... Vuestra caridad es falsa si no es igual, general y completa con todas vuestras Hermanas, de manera que seáis tan suave con una como con otra. El motivo del amor que profesáis a vuestras Hermanas no debe estar fundado más que en el seno de Dios; si está fuera de ahí, no vale nada. ...cuanto esta unión con nuestras Hermanas sea más pura, más general y más entera, tanto mayor será nuestra unión con Dios."

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También les dio Conferencias, las cuales representan las conversaciones espirituales con las Hermanas durante sus tiempos de recreación diaria, en un estilo informal y conversacional.
Sobre la reforma del alma
"En verdad, mis queridas hijas, es por falta de conocernos bien por lo que nos asombramos de vernos defectuosas, pues presumimos tanto de nosotras, que siempre esperamos algo bueno; nos engañamos, y Ntro. Señor mismo permite que caigamos, algunas veces bien torpemente, a fin de que nos conozcamos...
Este conocimiento de nosotras mismas consiste en que debemos creer, con gran certidumbre de fe, que no somos nada, que no podemos nada; que somos débiles, flacas e imperfectas, aficionando nuestra voluntad a amar nuestra pobreza y miseria.
La reforma del alma comienza: por el conocimiento de sí misma y la confianza en Dios; el propio conocimiento nos hará ver que hay en nosotras muchas cosas que corregir y reformar, y que, sin embargo, no podremos llevarlo a cabo por nosotras mismas; la confianza en Dios nos hará esperar que todo lo podemos en Él y que, con su gracia, todas las cosas nos serán posibles y fáciles."

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Sobre la caridad y la pureza de intención
"Alguna vez podrá ocurrir que una Hermana nos haya molestado, que nos haya hecho alguna mala partida, o que no le tengamos simpatía; otra vendrá a hablarnos bien de ella, y contestaremos con medias palabras que rebajarán todo aquel bien y harán como una gota de aceite que cae en la tela, una mancha irremediable en el corazón de aquella Hermana con quien hablamos. Y notad que todo el mal que haga la Hermana a consecuencia de esa mala impresión que nosotras le hayamos causado cargará sobre nuestra conciencia, y seremos culpables de ello y castigadas severamente. Dios dice que odia seis cosas, pero que la séptima la abomina, y son aquellos que desunen los corazones y siembran la discordia entre los hermanos."

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Sobre el amor propio y los perjuicios que causa en el alma
"Cuando uno se ha vencido o ha ejecutado alguna buena acción, se siente cierta complacencia y satisfacción que lo estropea todo, y nos lo hace perder todo, si no ponemos mucho cuidado. ¡Qué desgracia cuando, después de haber hecho algunos sacrificios, alguna auto-negación de actitudes o palabras o cualquier otra cosa, terminamos complaciéndonos en nosotras mismas! Pero mirad: si no se puede nunca, o rara vez, hacer el bien sin que nos quede alguna satisfacción, esto no es malo; la que echa a perder todo es el entretenerse y complacerse en ello.
Y ¿qué hacer entonces? Hay que ahuyentar y aniquilar todos los pensamientos de complacencia y vana satisfacción, humillarse y procurar su desprecio, dar a Dios la gloria de todo y reconocer que nada podemos por nosotras mismas. O sea que no se debe buscar más que la gloria de Dios en todas las cosas y no hacer nada sino para complacerle."

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Les inculcaba y transmitía a sus hijas un amor profundo al Corazón de Jesús y al Corazón de María. Las Instrucciones sobre la oración y la vida espiritual se dirigían a las novicias y a sus maestras.
Sobre "la confianza que debemos tener
en la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia de Dios":
"...Consideraba que Ntro. Señor ha permitido que desde el tiempo de los Apóstoles haya habido siempre herejías, y toleraba que se adorara a los perros, gatos y otra suerte de ídolos, como si fueran verdaderos dioses; y pensar que nosotras, miserables criaturas como somos, nos queremos preferir a las demás; queremos que nos estimen, y nos disgustamos cuando no hacen más caso de nosotras que de las demás; ¡y, no obstante, vemos que el Hijo de Dios ha sufrido tantos desprecios!

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Sobre las palabras de Ntro. Señor:
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo..."
"Estas palabras son el fundamento de toda la perfección cristiana y religiosa. Negarse a sí mismo es renunciar a toda la voluntad de la carne, a todas nuestras inclinaciones, deseos, contentos, satisfacciones, delicadezas, gustos, placeres, humores, hábitos, propensiones, aversiones y repugnancias a las cosas ásperas; en fin, renunciar en todo y por todo a ese perverso yo. Luchar por destruir vuestros caracteres, pasiones e inclinaciones; en una palabra, toda nuestra naturaleza; y esto, con enérgica voluntad y con una generosa y perseverante mortificación de todo vuestro ser.
Es necesario saber que solamente hay que mortificar las inclinaciones imperfectas o de cosas malas, y no las buenas o las que tenemos a cosas buenas; por ejemplo: me mandan hacer un trabajo y yo me siento inclinada a hacer otro; hay que mortificar esta inclinación y sujetarla a la obediencia. Pero me dan a hacer un trabajo que me gusta: no debo entonces, bajo el pretexto de mortificar mi inclinación, rehusar dicho trabajo, sino ofrecer a Dios esta labor y decir: la hago, no por la inclinación que a ella siento, sino porque la obediencia me lo manda (o, en el caso de los laicos: Lo hago por amor a ti, Señor; o, porque es mi obligación)."

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Es necesario aclarar que todos estos pasos de la vida espiritual hacia la santidad, los vivía y enseñaba Santa Juana, al igual que todos los santos, con gran gozo y amor, ya que los mandatos del Señor, lejos de ser una carga, "son dulces como la miel para quien ama a Dios", como decía S. Francisco de Sales.
En todas las conversaciones y cartas de Sta. Juana de Chantal, el pensamiento más importante era, sin duda, la mayor gloria de Dios y la santificación de las almas.

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Podemos concluir compartiendo una visión que experimentó San Vicente de Paul
"San Vicente de Paúl me contó que, habiendo tenido noticias de la gravedad de la enfermedad de nuestra desahuciada Madre (Sta. Juana Fca. De Chantal), cayó de rodillas para rogar a Dios por ella, y el primer pensamiento que le vino, fue el de hacer un acto de contrición por los pecados que ella hubiera cometido, y que inmediatamente después, se le apareció un globito de fuego, que se levantaba de la tierra y se absorbía en la parte superior del aire con otro globo más grande y más luminoso y ambos se unieron en uno solo, fueron elevados más alto, entrando y ardiendo dentro de otro globo infinitamente más grande y más luminoso que los otros; y que él supo interiormente que el primer globo era el alma de Nuestra Carísima Madre, el segundo la de nuestro Bienaventurado Padre (S. F. de Sales) y el otro, la Esencia Divina, que el alma de nuestra queridísima Madre se había vuelto a unir a la de nuestro Padre, y las dos, con Dios, su Principio Soberano."
Él contó más adelante, que, "en la celebración de la Santa Misa por nuestra querida Madre apenas se enteró de que había pasado a mejor vida, se le ocurrió que debería rezar por ella, ya que podría estar en el purgatorio por ciertas palabras que había dicho hacía un tiempo, las cuales, al parecer, contenían pecado venial, y al instante volvió a tener la visión, los mismos globos y su unión, y tuvo la convicción interior de que el alma de nuestra Madre estaba bendecida, que no tenia necesidad de oraciones."
Deseamos que el conocer sobre la vida y algunos rasgos de las enseñanzas de Sta. Juana de Chantal, cuyos restos descansan en el Monasterio de Annecy, Francia junto a los de San Francisco de Sales, sean de gran provecho para el lector, lo lleven a amar más y a desear las virtudes del Corazón de Ntro. Señor Jesucristo y de su Santísima Madre y a promover el reinado de estos Dos Corazones, a través de una vida de virtud auténtica, oración y sacrificio.

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