martes, 3 de julio de 2018

Martes semana 13 de tiempo ordinario; año par

Martes de la semana 13 de tiempo ordinario; año par

El silencio de Dios
«Subiendo después a una barca, le siguieron sus discípulos. Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Y se acercaron y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, increpó a los vientos y al mar y se produjo una gran bonanza. Los hombres se admiraron y dijeron: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mateo 8, 23-27).
I. A lo largo del Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá. El silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante, excitada, que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos impresiona particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni actitud despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe esperar! Tiene más paciencia que nosotros.
El silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la ira y condenar. Es Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en par el camino de una nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha siempre a quienes le siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos quiere oír. Él siempre está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para perdonar, levantar y ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
En la escena que nos propone el Evangelio de la Misa contemplamos a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor subió con sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido. Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.
Los Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros, aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios. Más adelante, con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés, comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas. Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este sueño de Jesús, cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la tempestad, mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas veces a ese silencio de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera ausente y despreocupado ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.
Ante situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa encima, cuando los esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los Apóstoles y acudir a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Sentiremos la eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.
¿De qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se encuentran angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con vosotros? Él es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él en su barca, al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las dificultades, los momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la incomprensión y las tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la fe, y con la debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de que cuando la dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del Señor, como sucede siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación cristiana, en la vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús quiere vernos con paz y con serenidad en todos los momentos y circunstancias. No temáis, soy yo, dice a sus discípulos atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis... Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia entre los hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas palabras: No temas, María. Y a San José le dirá también el Angel del Señor: José, hijo de David, no temas; y a los pastores les repetirá de nuevo: No tengáis miedo. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo temor de Dios es una forma de amor: es temor a perderle.
La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner en cada situación, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante los acontecimientos y tribulaciones. La consideración frecuente a lo largo de cada jornada de la filiación divina nos lleva a dirigirnos a Dios, no como a un ser lejano, indiferente y frío que guarda silencio, sino como a un padre pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo que nunca falla y que está siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si es preciso. Junto a Él comprenderemos que todas las tribulaciones y las dificultades resultan un bien para la criatura si las sabemos aceptar con fe, si no nos separamos de Él. «¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! -Pobreza, lágrimas, odios, injusticia, deshonra...Todo lo podrás en Aquel que te confortará». Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito: «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada». El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.
III. Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace presente la penuria económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y algunos amigos dan la espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el sentimiento gustoso que en otros momentos hacía fácil la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá como una gracia muy particular de Dios que purifica las intenciones y el corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y aun cierto desconsuelo. Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como si Él fuera neutral o indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente cuando debemos decir a Jesús con más fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él nos oye siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y que nos abandonemos más en sus brazos fuertes.
En cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones, debemos acudir enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los discípulos. Tenían sólo una fe débil, no tenían una gran confianza ni paz, pero por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que sólo Él puede otorgar. Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él reprochó a sus discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así, aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: "Paz, estad tranquilos". Y habrá una gran calma»; el alma se llenará de serenidad en medio de la tribulación.
Con esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones saldremos confiados a luchar de nuevo en esas batallas de paz -las externas y las del alma-, aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y quedaremos más unidos a Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el Señor ha puesto un Angel a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y lleve nuestras oraciones con más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción -pequeña o grande-, invoca a tu Angel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santo Tomás, apóstol

Tomás significa "gemelo"
La tradición antigua dice que Santo Tomás Apóstol fue martirizado en la India el 3 de julio del año 72. Parece que en los últimos años de su vida estuvo evangelizando en Persia y en la India, y que allí sufrió el martirio.
De este apóstol narra el santo evangelio tres episodios.
El primero sucede cuando Jesús se dirige por última vez a Jerusalem, donde según lo anunciado, será atormentado y lo matarán. En este momento los discípulos sienten un impresionante temor acerca de los graves sucesos que pueden suceder y dicen a Jesús: "Los judíos quieren matarte y ¿vuelves allá?. Y es entonces cuando interviene Tomás, llamado Dídimo (en este tiempo muchas personas de Israel tenían dos nombres: uno en hebreo y otro en griego. Así por ej. Pedro en griego y Cefás en hebreo). Tomás, es nombre hebreo. En griego se dice "Dídimo", que significa lo mismo: el gemelo.
Cuenta San Juan (Jn. 11,16) "Tomás, llamado Dídimo, dijo a los demás: Vayamos también nosotros y muramos con Él". Aquí el apóstol demuestra su admirable valor. Un escritor llegó a decir que en esto Tomás no demostró solamente "una fe esperanzada, sino una desesperación leal". O sea: él estaba seguro de una cosa: sucediera lo que sucediera, por grave y terrible que fuera, no quería abandonar a Jesús. El valor no significa no tener temor. Si no experimentáramos miedo y temor, resultaría muy fácil hacer cualquier heroísmo. El verdadero valor se demuestra cuando se está seguro de que puede suceder lo peor, sentirse lleno de temores y terrores y sin embargo arriesgarse a hacer lo que se tiene que hacer. Y eso fue lo que hizo Tomás aquel día. Nadie tiene porque sentirse avergonzado de tener miedo y pavor, pero lo que sí nos debe avergonzar totalmente es el que a causa del temor dejemos de hacer lo que la conciencia nos dice que sí debemos hacer, Santo Tomás nos sirva de ejemplo.
La segunda intervención: sucedió en la Última Cena. Jesús les dijo a los apóstoles: "A donde Yo voy, ya sabéis el camino". Y Tomás le respondió: "Señor: no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino?" (Jn. 14, 15). Los apóstoles no lograban entender el camino por el cual debía transitar Jesús, porque ese camino era el de la Cruz. En ese momento ellos eran incapaces de comprender esto tan doloroso. Y entre los apóstoles había uno que jamás podía decir que entendía algo que no lograba comprender. Ese hombre era Tomás. Era demasiado sincero, y tomaba las cosas muy en serio, para decir externamente aquello que su interior no aceptaba. Tenía que estar seguro. De manera que le expresó a Jesús sus dudas y su incapacidad para entender aquello que Él les estaba diciendo.
Admirable respuesta:
Y lo maravilloso es que la pregunta de un hombre que dudaba obtuvo una de las respuestas más formidables del Hijo de Dios. Uno de las más importantes afirmaciones que hizo Jesús en toda su vida. Nadie en la religión debe avergonzarse de preguntar y buscar respuestas acerca de aquello que no entiende, porque hay una verdad sorprendente y bendita: todo el que busca encuentra.
Le dijo Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" Ciertos santos como por ejemplo el Padre Alberione, Fundador de los Padres Paulinos, eligieron esta frase para meditarla todos los días de su vida. Porque es demasiado importante como para que se nos pueda olvidar. Esta hermosa frase nos admira y nos emociona a nosotros, pero mucho más debió impresionar a los que la escucharon por primera vez.
En esta respuesta Jesús habla de tres cosas supremamente importantes para todo israelita: el Camino, la Verdad y la Vida. Para ellos el encontrar el verdadero camino para llegar a la santidad, y lograr tener la verdad y conseguir la vida verdadera, eran cosas extraordinariamente importantes.
En sus viajes por el desierto sabían muy bien que si equivocaban el camino estaban irremediablemente perdidos, pero que si lograban viajar por el camino seguro, llegarían a su destino. Pero Jesús no sólo anuncia que les mostrará a sus discípulos cuál es el camino a seguir, sino que declara que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Notable diferencia: Si le preguntamos al alguien que sabe muy bien: ¿Dónde queda el hospital principal? Puede decirnos: siga 200 metros hacia el norte y 300 hacia occidente y luego suba 15 metros... Quizás logremos llegar. Quizás no. Pero si en vez de darnos eso respuesta nos dice: "Sígame, que yo voy para allá", entonces sí que vamos a llegar con toda seguridad. Es lo que hizo Jesús: No sólo nos dijo cual era el camino para llegar a la Eterna Feliz, sino que afirma solemnemente: "Yo voy para allá, síganme, que yo soy el Camino para llegar con toda seguridad". Y añade: Nadie viene al Padre sino por Mí: "O sea: que para no equivocarnos, lo mejor será siempre ser amigos de Jesús y seguir sus santos ejemplos y obedecer sus mandatos. Ese será nuestro camino, y la Verdad nos conseguirá la Vida Eterna".
El hecho más famoso de Tomás
Los creyentes recordamos siempre al apóstol Santo Tomás por su famosa duda acerca de Jesús resucitado y su admirable profesión de fe cuando vio a Cristo glorioso.
Dice San Juan (Jn. 20, 24) "En la primera aparición de Jesús resucitado a sus apóstoles no estaba con ellos Tomás. Los discípulos le decían: "Hemos visto al Señor". El les contestó: "si no veo en sus manos los agujeros de los clavos, y si no meto mis dedos en los agujeros sus clavos, y no meto mi mano en la herida de su constado, no creeré". Ocho días después estaban los discípulos reunidos y Tomás con ellos. Se presento Jesús y dijo a Tomás: "Acerca tu dedo: aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en la herida de mi costado, y no seas incrédulo sino creyente". Tomás le contestó: "Señor mío y Dios mío". Jesús le dijo: "Has creído porque me has visto. Dichosos los que creen sin ver".
Parece que Tomás era pesimista por naturaleza. No le cabía la menor duda de que amaba a Jesús y se sentía muy apesadumbrado por su pasión y muerte. Quizás porque quería sufrir a solas la inmensa pena que experimentaba por la muerte de su amigo, se había retirado por un poco de tiempo del grupo. De manera que cuando Jesús se apareció la primera vez, Tomás no estaba con los demás apóstoles. Y cuando los otros le contaron que el Señor había resucitado, aquella noticia le pareció demasiado hermosa para que fuera cierta.
Tomás cometió un error al apartarse del grupo. Nadie está pero informado que el que está ausente. Separarse del grupo de los creyentes es exponerse a graves fallas y dudas de fe. Pero él tenía una gran cualidad: se negaba a creer sin más ni más, sin estar convencido, y a decir que sí creía, lo que en realidad no creía. El no apagaba las dudas diciendo que no quería tratar de ese tema. No, nunca iba a recitar el credo un loro. No era de esos que repiten maquinalmente lo que jamás han pensado y en lo que no creen. Quería estar seguro de su fe.
Y Tomás tenía otra virtud: que cuando se convencía de sus creencias las seguía hasta el final, con todas sus consecuencias. Por eso hizo es bellísima profesión de fe "Señor mío y Dios mío", y por eso se fue después a propagar el evangelio, hasta morir martirizado por proclamar su fe en Jesucristo resucitado. Preciosas dudas de Tomás que obtuvieron de Jesús aquella bella noticia: "Dichosos serán los que crean sin ver".

Jesús forma su Iglesia sobre el cimiento de los Apóstoles, no fundamentada en los méritos de los hombres sino en la Misericordia divina
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -«Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: -«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. » A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -«Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: -«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: -«¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: -«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Juan 20,24-29).
1. Tomás no acepta el testimonio de los discípulos, y exige pruebas. Y éstas van en escala: “ver la señal de los clavos”, “meter el dedo en la señal de los clavos”, “meter la mano en el costado”. A Tomás no le bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesaria la aparición de Jesús, que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada de afecto: “Señor mío y Dios mío”. En ella manifiesta no sólo su fe en la resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su condición divina (Diario Bíblico). Santo Tomás “el incrédulo” dijo la frase más bonita dirigida a Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” Esta lección tan sublime sobre la verdad de Cristo, Señor siempre vivo... “con heridas”. Jesús, te reconocemos... por tus heridas. Y yo huyo de las mías… cuando Pedro se iba según cuenta una tradición, salió Jesús a su encuentro y Pedro le preguntó: “¿Dónde vas?: Quo vadis?” y Jesús contestó: “voy a Roma, a dejarme crucificar otra vez, por ti”. Pedro volvió a Roma y asumió su martirio…
«¡Con qué humildad y con qué sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y vacilante de los Apóstoles!
”-Para que tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que luego tuvieron aquellos primeros» (J. Escrivá, Camino581).
¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido la fe...! Éstos siguieron el mandato del Señor: id al mundo entero, proclamad el Evangelio a todas las naciones, a toda criatura, que se entere bien la tierra.
¿Continúo yo la cadena en el anuncio evangélico o pienso que es mejor estar calladito, calladita...?
La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha valido para los cristianos de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios mío” cristificando el nombre de Dios del AT (Consuelo Ferrús). Así lo celebramos hoy, “para que tengamos vida abundante en nosotros por la fe en Jesucristo a quien Tomás reconoció como su Señor y Dios” (Oración colecta).
En estos siglos de “las luces” de la inteligencia, de que no aceptamos lo que escapa de la experimentación, la fiesta de hoy aparece como una luz verdadera, en medio de tantas lucecitas de feria. Contigo, Señor, pasamos del "si no lo veo, no lo creo" a Jesús, sólo tú tienes "palabras de vida eterna", y vemos que nos conocemos de verdad cuando nos miramos en ti, Jesús, por eso rezamos: «Señor mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de ti; Señor mío y Dios mío, dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios mío, sácame de mí mismo para darme enteramente a ti» (San Nicolás de Flüe).
Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído y no seas incrédulo sino creyente”. Santo Tomás, el “gemelo”, creyó, y nos cuenta la tradición que fue martirizado en la India el 3 de julio del año 72. Parece que en los últimos años de su vida estuvo evangelizando en Persia y en la India, donde murió. Sus restos fueron traslados a Edesa.
Era valiente, pues la primera vez que sale en el Evangelio es cuando Jesús se dirige por última vez a Jerusalem, donde lo matarán. Los discípulos dicen a Jesús: "Los judíos quieren matarte y ¿vuelves allá?” Y es entonces cuando interviene Tomás (Jn 11,16): "Vayamos también nosotros y muramos con Él". No quería abandonar a Jesús, aunque muriera. Está dispuesto a arriesgarse a hacer lo que se tiene que hacer.
Lo vemos también en la Última Cena, cuando Jesús les dijo a los apóstoles: "A donde Yo voy, ya sabéis el camino". Y Tomás le respondió: "Señor: no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino?" (Jn 14, 15). Hombre sincero, dice lo que piensa en su sencillez. Jesús le responde: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí", frase para meditarla todos los días de nuestra vida.
Cuando queremos ir a un sitio y nos indican dónde ir (“vaya a la derecha y luego…”) podemos llegar o no, pero cuando nos dicen como respuesta: "Sígame, que yo voy para allá", entonces sí que llegamos con toda seguridad. Es lo que hizo Jesús: No sólo nos dijo cual era el camino para llegar, sino que nos lleva (almudi.org).
El que cree, tiene una visión más clara. No puede haber contradicción entre fe y razón; las dos alas son necesarias para volar: fe y pensar. La fe no puede ir en contra de la razón. No hay una verdad religiosa y una científica. Es lógico que haya una sola verdad. Tanto razón como fe usan una potencia espiritual para pensar, la inteligencia. No piensa la fe con otra cosa. Es un complemento, un modo más alto de pensar, como las gafas dan más capacidad a una vista que no alcanza por el defecto de visión. Pero si algo parece incompatible, entre fe y razón, por ejemplo en la creación y los siete días, es que no miramos bien. "Dios no quiere hacernos científicos -nos dice Agustín- sino enseñarnos las verdades de la creación", luego deja a nuestra ciencia los modos de penetrar esos misterios. El error será si un lenguaje mítico lo tomamos como algo literal. El creyente se siente seguro –y con razón– porque está en la realidad. Los ojos de la fe nos ayudan a ver mejor.
Tomás también hace presencia en la aparición de Jesús en el lago de Tiberíades (Jn 2,1-14). Tras la Ascensión lo contemplamos en Jerusalén con los demás apóstoles. Jesús fue a buscarlo, como el pastor bueno a la oveja perdida, y volvió Tomás al rebaño, más fuerte por las pruebas pasadas. La misericordia divina, -un atributo precioso de Dios-, se convierte así en esa larga persecución de Dios al hombre a lo largo de toda la vida por medio de innumerables gracias que respetan indudablemente la libertad del hombre. No se resigna a perder a nadie. Dios no abandona a nadie, a no ser que alguien le abandone a él. Jamás desiste Dios de este compromiso, suceda lo que suceda y pase lo que pase. Es tal el amor de Dios hacia el hombre que, aun rechazado, olvidado, abandonado, blasfemado, Dios sigue llamando a las puertas del corazón una y otra vez, hasta el último momento de la vida. Este comportamiento divino se encierra en una palabra: "alianza". Dios ha hecho una alianza de amor con el hombre que él siempre respetará (Juan J. Ferrán).
2. “Hermanos: Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y profetas. Cristo Jesús es la piedra angular: él es objeto de la fe y el que la posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el Bautismo nos incorporamos a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte de la misma familia de Dios. ¿No es extraordinario? Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la construcción de un templo consagrado al Señor. Si no vivimos como tales consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es la Iglesia está abierta a todos judíos y gentiles, y quiere ser morada de Dios por el Espíritu. Tú y yo somos piedras vivas en este edificio: “Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”.
3. El salmo (116) es una pequeña doxología, es decir, un “amén” o un "Gloria al Padre", y son para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, como lo usa Pablo: "Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: (...) Alabad al Señor todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos" (Rm 15,9.11).
El bien florece en muchos terrenos y, en cierta manera, puede ser orientado y dirigido hacia el único Señor y Creador, y así se han compuesto himnos en este sentido como el “Te Deum”: "A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos, a ti, eterno Padre, te venera toda la creación". Se trata de dar gloria al Señor como pides tú, Jesús: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16).
Este salmo es universal, proclama la salvación para todos. Y es como el núcleo de la oración, del encuentro y diálogo vivo y personal con Dios:Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos.  / Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre”.
En un mundo tecnológico minado por un eclipse de lo sagrado, en una sociedad que se complace en cierta autosuficiencia, el testimonio del orante es como un rayo de luz en la oscuridad. San Efrén el Sirio (s. IV). En uno de sus Himnos sobre la fe, el decimocuarto, expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también "a todos los que comprenden la verdad" divina. He aquí su testimonio: "¿Cómo puede mi arpa, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad? Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata. Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra de ver cuánto has sido exaltado".
Dice también: "Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros. Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su compasión se derrame sobre nosotros" (estrofa 6).

No hay comentarios: