sábado, 2 de junio de 2018

Corpus Christi; ciclo B

Corpus Christi; ciclo B

El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
“El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios».Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (Mc 14,12-16.22-26).
I. Lauda, Sion, Salvatorem... Alaba, Sión, al Salvador; alaba al guía y al pastor con himnos y cánticos. Hoy celebramos esta gran Solemnidad en honor del misterio eucarístico. En ella se unen la liturgia y la piedad popular, que no han ahorrado ingenio y belleza para cantar al Amor de los amores. Para este día, Santo Tomás compuso esos bellísimos textos de la Misa y del Oficio divino. Hoy debemos dar muchas gracias al Señor por haberse quedado entre nosotros, desagraviarle y mostrarle nuestra alegría por tenerlo tan cerca: Adoro te, devote, latens Deitas..., te adoro con devoción, Dios escondido..., le diremos hoy muchas veces en la intimidad de nuestro corazón.
En la Visita al Santísimo podremos decirle al Señor despacio, con amor: plagas, sicut Thomas, non intueor..., no veo las llagas, como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame.
La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles enriquecieron la devoción pública y privada a la Sagrada Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esta veneración tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y dio lugar a la fiesta que hoy celebramos.
Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor. Esta veneración a Jesús Sacramentado se expresa de muchas maneras: bendición con el Santísimo, procesiones, oración ante Jesús Sacramentado, genuflexiones que son verdaderos actos de fe y de adoración... Entre estas devociones y formas de culto, «merece una mención particular la solemnidad del Corpus Christi como acto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía (...). La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». Especialmente el día de hoy ha de estar lleno de actos de fe y de amor a Jesús sacramentado.
Si asistimos a la procesión, acompañando a Jesús, lo haremos como aquel pueblo sencillo que, lleno de alegría, iba detrás del Maestro en los días de su vida en la tierra, manifestándole con naturalidad sus múltiples necesidades y dolencias; también la dicha y el gozo de estar con Él. Si le vemos pasar por la calle, expuesto en la Custodia, le haremos saber desde la intimidad de nuestro corazón lo mucho que representa para nosotros...«Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él». En ese trono de nuestro corazón Jesús está más alegre que en la Custodia más espléndida.
II. El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre, nos recuerda la Antífona de entrada de la Misa.
Durante años el Señor alimentó con el maná al pueblo de Israel errante por el desierto. Aquello era imagen y símbolo de la Iglesia peregrina y de cada hombre que va camino de su patria definitiva, el Cielo; aquel alimento del desierto es figura del verdadero alimento, la Sagrada Eucaristía. «Éste es el sacramento de la peregrinación humana (...). Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Alianza en el desierto». Moisés recordará con frecuencia a los israelitas estos hechos prodigiosos de Dios con su Pueblo: No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud....
Hoy es un día de acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con nosotros para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. La Sagrada Eucaristía es el viático, el alimento para el largo caminar de la vida hacia la verdadera Vida. Jesús nos acompaña y fortalece aquí en la tierra, que es como una sombra comparada con la realidad que nos espera; y el alimento terreno es una pálida imagen del alimento que recibimos en la Comunión. La Sagrada Eucaristía abre nuestro corazón a una realidad totalmente nueva.
Aunque celebramos una vez al año esta fiesta, en realidad la Iglesia proclama cada día esta dichosísima verdad: Él se nos da diariamente como alimento y se queda en nuestros Sagrarios para ser la fortaleza y la esperanza de una vida nueva, sin fin y sin término. Es un misterio siempre vivo y actual.
Señor, gracias por haberte quedado. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Ti? ¿Dónde íbamos a ir a restaurar fuerzas, a pedir alivio? ¡Qué fácil nos haces el camino desde el Sagrario!
III. Un día que Jesús dejaba ya la ciudad de Jericó para proseguir su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego que pedía limosna junto al camino. Y éste, al oír el ruido de la pequeña comitiva que acompañaba al Maestro, preguntó qué era aquello. Y quienes le rodeaban le contestaron: Es Jesús de Nazaret que pasa.
Si hoy, en tantas ciudades y aldeas donde se tiene esa antiquísima costumbre de llevar en procesión a Jesús Sacramentado, alguien preguntara al oír también el rumor de las gentes: «¿qué es?», «¿qué ocurre?», se le podría contestar con las mismas palabras que le dijeron a Bartimeo: es Jesús de Nazaret que pasa. Es Él mismo, que recorre las calles recibiendo el homenaje de nuestra fe y de nuestro amor. ¡Es Él mismo! Y, como a Bartimeo, también se nos debería encender el corazón para gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Y el Señor, que pasa bendiciendo y haciendo el bien, tendrá compasión de nuestra ceguera y de tantos males como a veces pesan en el alma. Porque la fiesta que hoy celebramos, con una exuberancia de fe y de amor, «quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa el muro de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra». Y esto nos llena el corazón de alegría. Es lógico que los cantos que acompañen a Jesús Sacramentado, especialmente este día, sean cantos de adoración, de amor, de gozo profundo. Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor; Dios está aquí, venid, adoremos a Cristo Redentor... Pange, lingua, gloriosi... Canta, lengua, el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo... La procesión solemne que se celebra en tantos pueblos y ciudades de tradición cristiana es de origen muy antiguo y es expresión con la que el pueblo cristiano da testimonio público de su piedad hacia el Santísimo Sacramento. En este día el Señor toma posesión de nuestras calles y plazas, que la piedad alfombra en muchos lugares con flores y ramos; para esta fiesta se proyectaron magníficas Custodias, que se hacen más ricas cuanto más cerca de la Forma consagrada están los elementos decorativos. Muchos serán los cristianos que hoy acompañen en procesión al Señor, que sale al paso de los que quieren verle, «haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro? (...).
»La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra (...).
»Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32)».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Carlos Luanga y compañeros, mártires

SAN CARLOS LUANGA Y COMPAÑEROS MáRTIRES
Mártires de Uganda
(† 1886)
Memoria
Verdes colinas, frescos valles, feraces llanuras, una vegetación opulenta de variadas hierbas y árboles gigantescos, corrientes de agua bordeadas de sotos y praderas, hacen de Uganda una de las regiones más pintorescas que se extienden en el áfrica tropical. Más acá, Zanzíbar; más allá, el lago de Nyanza; arriba, un cielo claro, que nunca se olvida de dar la lluvia en el tiempo oportuno; abajo, el banano, don de Kintou, el rey fabuloso, fundador y legislador del reino de Uganda; el banano, que sirve a los hombres de la tierra, a los baganda, para construir sus chozas, para preparar su bebida y para recoger su mejor alimento.
El sucesor de Kintou en 1885 se llamaba Muanga. Su corte estaba en Mengo. Allí vive con sus pajes y sus guerreros; allí descansa después de sus partidas de caza y sus excursiones bélicas en reinos circundantes; allí da audiencia, en un salón rodeado de patios y jardines, recostado sobre un lecho deslumbrante de sedas y tapices, y sin más vestido que un manto de algodón galonado de oro y plata.
Es un joven de veinte años, que acaba de suceder a su padre, Mutesa, el que visitó Stanley en sus exploraciones africanas. Belleza negra, instintos sanguinarios y alma salvaje. Adora a los loubaté, les sacrifica sus cautivos de guerra, y consulta a los adivinos, vestidos de pieles de mono y de gato montés. Pero tanto como a los hechiceros admira a los Padres Blancos, que unos años antes llegaron de Europa. Les consulta en los problemas difíciles, acude a su ciencia para buscar remedio contra las enfermedades, escucha con curiosidad la exposición de su doctrina y hasta dice a sus gentes que no hay mejor oración que el Padrenuestro. A favor de la benevolencia real, el cristianismo se extiende en torno suyo: muchos de sus pajes acaban de abrazar el cristianismo y son ya miles los bagandas que han abandonado el culto sangriento de los espíritus invisibles.
No tarda en surgir la reacción, representada por los adivinos y un grupo numeroso de los grandes del reino. Unos y otros tienen interés en mantener las tradiciones patrias. Conjuran; resuelven suprimir al rey y poner en su lugar a un hermano suyo. Al frente de la conspiración se pone el primer ministro, Katikiro. Pero los cristianos velan por la vida de su señor. Dos de ellos, José Makasa y Andrés Kagwa, advierten a Muanga del peligro y ponen a su disposición un cuerpo de dos mil guerreros para defenderle. Al primer rumor, Katikiro corre al palacio, cae a los pies del rey, se echa a llorar como un niño y protesta de su fidelidad. Muanga le cree, le perdona y le mantiene en su puesto; y él comprende que la ruina de los cristianos es para él cuestión de vida o muerte. Sus pérfidas insinuaciones fueron transformando poco a poco el ánimo del soberano. La benevolencia da lugar al recelo, el recelo al odio. Con motivo de una indisposición, el rey toma una píldora que le receta el misionero, y poco después se siente peor. «Los extranjeros le han querido envenenar», se dice entre los grupos de la oposición pagana, y el primer ministro consigue explotar el rumor con toda la finura de un hombre civilizado. Además, aquella religión que condenaba los sacrificios humanos; la poligamia, la injusticia y la crueldad, se iba haciendo demasiado molesta. Muanga había advertido que algunos de sus pajes se negaban a satisfacer sus instintos bestiales, y eran precisamente los cristianos.
De pronto, empezó una de aquellas horribles matanzas tan frecuentes en las tierras africanas. En ella el heroísmo de aquellos pobres negros, que a veces despreciamos, rayó a tal altura, que no tienen nada que envidiar a los generosos martirios cosechados por la religión cristiana entre los pueblos civilizados. La primera víctima fue José Makasa, el que había descubierto la conspiración de los paganos. Era uno de los primeros oficiales del palacio; durante algún tiempo, Muanga había tenido tal confianza en él, que le mandó morar al lado de su misma habitación. Ahora, en cambio, aparecía como el primero de los envenenadores, y tenía, sobre todo, el crimen de impedir que los pajes se convirtiesen para el rey en instrumentos de placer. «En adelante—dijo Muanga—no habrá ya dos reyes en mi corte.» Y añadió, dirigiéndose a Mukajanga, que era el jefe de los verdugos: «Corre al tribunal, que se encuentra a la puerta de la villa, y haz reunir la leña necesaria para quemarlo.» Mkasa caminó sonriente al suplicio, limitándose a decir mientras le ataban las manos: «Advertid a Muanga que me ha condenado injustamente, pero que le perdono, y que estoy contento porque muero por la religión.»
El 25 de mayo, al anochecer, volvía Muanga de cazar junto al lago de Nyanza, cuando se le ocurrió preguntar por uno de los muchachos que vivían en la corte, Mwafu, hijo del primer ministro.
—Lo vi en la calle principal con Sebugwawo—dijo uno de los circunstantes.
—Entiendo—murmuró Muanga—; han ido a casa de mi armero Kisulé para aprender la religión.
Y habiendo visto que los dos entraban poco después en el palacio, tuvo con ellos este interrogatorio:
—¿Eres tú, Sebugwawo, el que lleva a Mwafu a aprender la religión?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
Y, sin aguardar respuesta, tomó una lanza que había a su diestra, se arrojó sobre el cristiano y le dejó sangrante y palpitante a sus pies. Así murió el segundo mártir. Dionisio Sebugwawo era un adolescente de naturaleza delicada y enfermiza, que estaba emparentado con el primer ministro y contaba apenas diecisiete años.
Unas horas después, Muanga celebra Consejo con sus dignatarios. Está nervioso y congestionado; ruge, y sus grandes ojos lanzan llamas de venganza.
—Esto no se puede consentir—dice a sus magnates—; vuestros hijos son unos traidores, se han rebelado contra mí.
Humillados y confusos, aquellos hombres abyectos, acostumbrados a la servidumbre y a la adulación, responden:
—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
Alegre al oír estas palabras, seguro de que no peligra su trono, Muanga ordena entonces una matanza general de cuantos profesan la religión de los Padres Blancos. Ante todo, necesita vengar su autoridad ultrajada, castigar a sus pajes o ponerlos en razón. Un testimonio dirá más tarde: «El rey empezó a odiar a los cristianos porque algunos de ellos se opusieron a sus vergonzosas solicitaciones.» El grupo de aquellos jóvenes generosos tenía un jefe llamado Carlos Luanga. Bello y fuerte, Luanga era el maestro de ceremonias de la corte, y a pesar de sus veinte años, la guardia real obedecía a sus órdenes. Los mismos paganos le amaban por su bondad, y los fieles encontraban en él un dechado, un sostén y un consejero. Gracias a su entereza digna y respetuosa, logró salvar muchas veces la inocencia de los pajes de las agresiones del rey. Fue, sobre todo, el ángel de un niño que se llamaba Kizito y era hijo de uno de los más nobles señores de Uganda. Nunca en el jardín real se había abierto una flor tan graciosa. Kizito contaba trece años, era de una exquisita delicadeza y de costumbres purísimas. Simple catecúmeno, nada deseaba tanto en el mundo como recibir las aguas del bautismo. «Quiero ser hijo de Dios», decía con frecuencia. La vida del palacio le tenía en una inquietud continua. Cuando le invitaban a entrar en el departamento privado del monarca, se estremecía como una hoja, e iba a echarse en brazos de su protector.
Conociendo el peligro que se cernía sobre sus cabezas, los pajes cristianos fueron a consultar sobre la conducta que debían seguir al más respetado de todos los convertidos de Uganda, el armero Matías Kisulé. «Podéis huir—les dijo el anciano—y ocultaros entre vuestras familias; pero si tenéis valor para morir por nuestra santa religión cristiana, yo os aconsejo que volváis al lado del rey.» Y todos aquellos pequeños héroes, prefiriendo el sacrificio a la fuga, se reunieron en torno a su jefe y juraron morir con él. Al llegar la noche, Luanga los reunió a todos en una de las salas del palacio, los arengó y los preparó al combate con la oración. Kizito se acercó a él y le dijo que quería recibir el bautismo antes de morir; y el mismo ruego le hicieron otros tres catecúmenos. Carlos tomó un poco de agua y la derramó sobre las cabezas de sus compañeros, pronunciando las palabras rituales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Parecía una escena de las catacumbas, y, efectivamente, de allí iban a salir aquellos campeones para renovar las gestas gloriosas de los primeros héroes cristianos.
Al amanecer se corrió la noticia por la residencia real, y tras ella vino una orden inquietante: todos los pajes debían ser conducidos a presencia del rey. «Nosotros, los cristianos—dice uno de los que habían asistido a la ceremonia de aquella noche—, nos presentamos con Carlos Luanga a la cabeza. El rey estaba sentado sobre un trono, y a su lado estaba la princesa Nassiwa. Antes de sentarnos saludamos al monarca, diciéndole: « ¿Cómo estáis, señor?» Él se burlaba de nosotros, nos insultaba y decía: «Vaya con los cristianos. Mis perros valen más que vosotros.» Después de unos momentos, el rey preguntó: « ¿Han llegado todos?» «Todos», le respondieron. Entonces mandó que cerrasen todas las puertas, y añadió: «Bueno, que los que rezan vayan a aquel rincón, para que sepa a quiénes tengo que matar.» Al instante, Carlos Luanga se levantó y se dirigió al punto designado; los demás nos levantamos también y le seguimos con alegría. Nadie iba triste. Luego el rey dijo; «¿Han marchado ya todos los que rezan?» Y los que se habían quedado en su puesto, gritaron: «Aquí no reza nadie.» Desconfiando de esta respuesta, el rey dijo a uno de sus oficiales: «Mira a ver si queda alguno todavía.» El oficial descubrió entre ellos a Wasiva, y le dijo: «¿No eres tú también de los que rezan?» «Lo era—contestó él—, pero ya no lo soy.» «Ese engañador miente—gritó el rey desde su silla—. Matadlo; que no llegue vivo a la noche.» Inmediatamente el verdugo se arrojó sobre él y lo llevó. Nosotros nos reímos en nuestro rincón y decíamos: « ¡Desgraciado! ¿Qué cosa le habrá movido a renunciar a la fe?» Después el rey pronunció la sentencia y dijo: «Que todos los que rezan, que todos los que han abrazado la religión, sean atados y quemados.» Los verdugos nos ataron a todos. Serían las once de la mañana.»
Poco después se desarrollaba en el palacio real otra escena no menos admirable. Llamado por el rey, entró en su cámara uno de sus capitanes, Santiago Buzabaliawo, cristiano fervoroso, que en el entusiasmo de su celo propagandista había hecho esfuerzos para convertir a su señor. ¿Eres tú—le dijo Muanga—el jefe de los cristianos? «Soy cristiano—respondió él con dignidad—; pero ese título de jefe no me corresponde a mí.» «Este joven—replicó el rey—quiere hacerse el valiente; al verle, creeríamos que es el mismo Kintou.» «Muchas gracias por el honor que me haces.» «Este es el que se esforzaba por hacerme abrazar su religión.... Verdugos: llevadle de aquí y matadle.» «Adiós —dijo el soldado sin inmutarse—. Me voy al paraíso para rezar a Dios por ti.» Una carcajada inmensa acogió las últimas palabras: «Se ve—dijo el rey—que estos pobres cristianos han perdido la razón.»
Entre tanto, los valientes pajes eran conducidos desde la residencia del rey a la capital del reino, y de aquí a Namugongo. Llegaron al ponerse el sol, precedidos siempre por el prefecto de los suplicios, Mukajanga, que caminaba al son de los tambores, «íbamos uno tras otro—dice uno de los presos que luego salió con vida—. En el camino apalearon y alancearon a uno de nuestros compañeros. Atanasio Badzekuketta, cuyo cadáver abandonaron a las aves. Nosotros nos decíamos unos a otros: Nuestro amigo ha sido un héroe; no ha temido morir por la causa de Dios. Seamos nosotros fuertes como él. Después empezamos a hablar de Dios, manifestando nuestros sentimientos con estas palabras: Hacer la ofrenda de nuestra persona por cumplir una bella acción, y retirarla luego es cosa de cobardes. Para nosotros ha llegado el momento de cumplir lo que habíamos prometido; muramos por Dios.»
Antes de entrar en la cárcel se les juntaron otros dos condenados, el capitán Buzabaliawo y el soldado Bruno Serunkuma. Este último, fuerte muchacho de veinticinco años, había pasado durante el viaje por una granja de su hermano. Devorado por la sed y el calor, no pudo contenerse y gritó en dirección a la cabaña: « ¡Bosa, Bosa, tráeme un poco de vino de banano!» Y al verle venir, añadía: «Ya ves, nos llevan a la muerte; pero vamos al Cielo a coger puesto para vosotros. Una fuente que tiene muchos manantiales no puede agotarse; cuando nosotros hayamos desaparecido, otros rezarán en lugar nuestro.» Bosa, entre tanto, le alargaba el vaso, diciendo: «Toma el vino que pediste.» Entonces Bruno miró fijamente a su hermano, y volviéndose luego hacia el verdugo, le dijo: «Vamos.» Había recordado que Cristo no quiso beber en la cruz, y súbitamente le vino el deseo de imitarle. Y pasó adelante sin beber.
Durante una semana los héroes permanecieron en la cárcel, rezando desde la mañana hasta la noche y dirigiéndose unos a otros palabras de aliento: «Estemos firmes—se decían—; muramos por Jesucristo. Nuestro dolor será momentáneo. No moriremos dos veces.» Llegó, finalmente, el día 2 de junio. Por la tarde los verdugos se reunieron al son de los tambores y al canto de la melodía, que es el distintivo de su respectiva circunscripción. «Cuando vimos que se reunían—dice Dionisio Kamyuka—comprendimos que se acercaba nuestra última hora. No obstante, dormimos muy bien aquella noche. Y si alguno se despertaba, miraba al vecino y le decía: ¿Duermes? Ya sabes; el combate será mañana. Seamos fuertes. Y rezábamos el Padrenuestro y saludábamos a la Virgen.» Al amanecer del día siguiente se presentaron los verdugos, teñidos de arcilla roja y de carbón. Para inspirar más miedo, llevaban en la cabeza y en todo el cuerpo toda suerte de objetos extraños, como collares de azabache, pieles de pequeños animales, plumas de pájaros y amuletos. Los presos caminaban al lugar del suplicio con las manos sujetas a la espalda. Eran dieciséis. Sus conductores danzaban en torno de una manera vertiginosa, tocando panderetas y cantando canciones sanguinarias. Era un rito macabro. El estribillo decía: «Hoy, día de llanto para las madres que han parido a sus hijos.» No pudiendo abrazarse, los presos se miraban, sonreían y se dirigían las dulces palabras que les dictaba la comunidad en la fe y en el sacrificio. La hoguera estaba preparada en el fondo de un valle. Al llegar a ella, el prefecto de los verdugos se acercó a los reos y empezó a golpearles dulcemente la cabeza con un bastón. Este rito tenía por objeto impedir que las sombras de los ajusticiados molestasen al espíritu del rey. De los dieciséis, sólo trece fueron golpeados. Esto quería decir que a tres de ellos se les conservaba la vida. Así lo comprendieron, por lo cual se echaron a llorar, diciendo casi desesperados: « ¿Por qué no nos matáis? También nosotros somos cristianos. Ni hemos renunciado a nuestra religión, ni renunciaremos jamás.» Sordo a sus gritos, el verdugo dio las órdenes para proceder al suplicio de los demás. Entre los perdonados figuraba Dionisio Kamyuka, por quien conocemos muchos de los detalles de aquel drama sublime.
Cuando se encendía la leña, dijo el verdugo a los mártires: «Declarad simplemente que no volveréis a rezar y Muanga os perdonará.» « ¡Oh, no—respondieron ellos—, rezaremos mientras vivamos!» Y continuó el siniestro preparativo. Carlos Luanga fue quemado aparte, a fuego lento. Cuando le llevaban, se despidió de los demás con estas palabras: «Amigos, hasta más ver; nos encontraremos en el Cielo.» Empezaron a aplicarle el fuego en los pies, y poco a poco pasaban a las demás partes del cuerpo. Al mismo tiempo el verdugo le decía: «¡Que tu Dios venga a sacarte de las brasas!» « ¡Pobre insensato—respondía él—; no sabes lo que dices! Ahora no haces más que echar agua sobre mis miembros; cuida de que el Dios a quien insultas no te sumerja un día en el verdadero fuego.» Y añadía con un valor heroico: «Suéltame las manos para que yo mismo pueda atizar la llama.» Entre tanto, sus compañeros cantaban en medio de las llamas. «El fuego—decía Dionisio—se levantó como un torbellino, como cuando se quema una casa. Y cuando empezaron a alzarse las llamas yo oía salir de en medio de ellas el murmullo de las oraciones de los cristianos, que morían invocando a Dios.» El pequeño Kizito, el más joven de aquellos adolescentes, fue uno de los más valerosos. Cuando le arrojaron a la hoguera, seguía sonriendo y hablando a los ejecutores con la gracia de un apóstol y la altivez de un héroe. A sus palabras respondía el que le llevaba al suplicio: «Tú me llamas demonio; tu me dices que el fuego con que fumo el tabaco me abrasará. Ahora es a mí a quien toca quemarte a ti.» El pequeño atleta seguía sonriendo y provocando a sus asesinos.
Quedaba una víctima todavía: era el propio hijo de Mukajanga, el jefe de los verdugos. Se llamaba Mubaga Tuzindé, uno de los que habían recibido el bautismo la noche antes de la prisión. Desde aquel día se habían puesto en juego todos los medios para hacerle apostatar. Pero él respondía siempre: «No es posible; yo soy cristiano y permaneceré cristiano.» Y sus compañeros rezaban por él, para que no les abandonase en la última hora. El padre había esperado que la vista de los preparativos del suplicio quebrantaría su valor. Pero el muchacho permanecía firme. Él mismo se echó a las llamas, y cuando quedó rodeado de ellas: «Ueraba—dijo—; adiós, padre.» «Hijo mío—suplicó entonces el feroz verdugo—, ven, yo te ocultaré en mi choza; nadie pasa por allí y no te encontrarán.» «Padre—contestó él—, yo no quiero esconderme; yo quiero ser fiel a la oración. Por otra parte, tú eres esclavo del rey; si me escondes te matarán a ti; pero, padre mío, tengo miedo al fuego; mátame antes que se encienda más». Mukajanga hizo señas a uno de sus subalternos y volvió la vista. El ayudante levantó al niño y le rompió la nuca con un mazo. Entre los siniestros chisporroteos se oían aún las plegarias de los demás. ¡Ni un grito, ni una lágrima, ni un gemido! Tal fue la muerte de aquellos negros admirables. De repente, el salvaje se levantaba a la más alta gloria del hombre civilizado. No es menos noble la actitud de estos jóvenes africanos que la de los mártires civilizados del Imperio romano. Pertenecen a la misma familia de los mártires de Cristo, y en el Cielo llevan la misma corona. En pocos años el catecismo había despertado entre la barbarie el anhelo de todas las grandezas.

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