sábado, 13 de enero de 2018

Domingo 2 de tiempo ordinario; ciclo B

Domingo de la semana 2 de tiempo ordinario; ciclo B

Encontrar a Jesús y seguirle, es la respuesta a la vocación para la que nos ha creado Dios
«Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y; fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y viendo que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Les respondió: Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era alrededor de la hora décima.Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y siguieron a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo). Y lo llevó a Jesús. Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Piedra)» (Juan 1,35-42)
1. Juan presenta a Jesús a dos discípulos:: “he ahí el cordero de Dios”. Jesús morirá en las horas en que eran sacrificados los corderos que iban a ser comidos en la cena de pascua. No nos dice dónde están, pero sí la hora: “serían las cuatro de la tarde”. Las horas del sacrificio de los corderos. El Nacimiento –Navidad- queda así unido a la Cruz, la Pascua…
Los dos discípulos encuentran a Jesús: “Maestro, ¿dónde vives?” Parece que son ellos quienes toman la iniciativa. “Venid y veréis”, les responde el Maestro. Fueron y se quedaron con él aquel día. Van a buscar a sus hermanos: “Hemos encontrado al Mesías”, dice Andrés a su hermano Simón. Ya son cuatro los que le siguen, pero nos quedamos aquí con el tercero, Pedro, para darle más importancia (no se habla de Juan que llama a su hermano Santiago. Al día siguiente, Felipe llevó también a su amigo Natanael).
2. Vemos en la primera lectura al joven Samuel hablar con Dios, en el silencio de la noche. Estamos hoy en un mundo en el que oímos demasiadas cosas, el hombre moderno no sabe estar sin algo que oír: el televisor, los nuevos aparatos de comunicación…
Por tercera vez llamó el Señor a Samuel y él se fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado. Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: —Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha.» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como antes: —¡Samuel, Samuel! El respondió: —Habla, Señor, que tu siervo te escucha”.
El hombre es un ser a la escucha, con la posibilidad de abrirse a la voz divina, al Padre que habla, que nos habla, con carácter personal y que exige también el esfuerzo de escuchar, Dios que nos llama por nuestro nombre para darnos el encargo máximo de nuestra vida, para descubrirnos, ni más ni menos, que nuestra vocación: ese modo especial de realizarnos, esa manera irrepetible de ser. Dios que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y quiere que lo conozcamos. Pero escuchar a Dios supone esfuerzo, requiere cierto silencio interior, cierta serenidad de espíritu y, sobre todo, un gran deseo de oírlo. Ser cristiano es ser discípulo de Cristo… Pero escuchar, cuesta ciertamente. Hay que pararse, aquietar el ánimo, esforzarse. Pero de ahí surge el enriquecimiento: el diálogo lleva a la comprensión y al amor (“Dabar 1976”).
Samuel es el último juez, de gran autoridad, y a la vez el instaurador de la monarquía. Vemos en él sencillez y sublimidad; serenidad y dramatismo; silencio y elocuencia; quietud y dinamismo. Tiene la iluminación divina, tendrá que dar un alumbramiento a una etapa nueva.
Eran tiempos de una cierta “ausencia de Dios” (indigno comportamiento de la casta sacerdotal, etc.) pero "la lámpara de Dios que ardía en el santuario no estaba totalmente apagada". Samuel oye voces tres veces, y a la cuarta comprenden, él y Elí, que es Dios quien le habla.
El Salmista nos anima a rezar: “Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito: me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios”.
Después de ese lamento, viene la iluminación: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: ‘Aquí estoy—como está escrito en mi libro—para hacer tu voluntad’”.
Y acaba con el descubrimiento de la misión a la que Dios llama: “Dios mío lo quiero y llevo tu ley en las entrañas. He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes”.
3. Pablo aprovecha la ocasión para recordar los principios fundamentales de la ética cristiana del cuerpo.
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él (…) ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” El hombre es el templo del Espíritu Santo. El cuerpo del cristiano está consagrado en el interior, que colabora con el Espíritu.
Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseáis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros”. Jesús nos rescata. Pasa de la esclavitud a la libertad.
Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!” La resurrección prometida es anunciada en esa ciudad, Corinto, de vida licenciosa. Puntualiza el Apóstol: "todo está permitido, pero no todo conviene". "Ser en Cristo" es el fundamento de la conducta moral del cristiano y su motivación. A Pablo le interesa poner de relieve que el fundamento decisivo y el motivo último de la conducta moral es la unión personal con Cristo. No es una ética de normas abstractas sino una vida desde la fe, la esperanza y el amor. "Ser en Cristo" abarca toda la realidad del hombre, alma y cuerpo, todo lo que es y todo lo que hace (P. Franquesa).
Llucià Pou Sabaté  
San Juan de Ribera, obispo

«Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo.
«Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando, que os améis los unos a los otros.» (Juan 15, 9-17)

1º. Jesús, me amas con amor infinito: «Como el Padre me amó, así os he amado yo.»
Me amas, Jesús, con amor de Dios, con amor divino.
¿Qué he hecho yo para merecer tanto amor?
¿Cómo no voy a estar seguro, sereno, lleno de paz y de alegría, cuando Tú me proteges y me mimas con mil cuidados, cuando eres capaz de dar tu vida por mí?
Esta combinación de confianza en tus conocimientos de Creador, y confianza en tus buenas intenciones de Padre, deberían dejarme bien claro que la mejor opción para mi decisión libre, la opción más inteligente, es la obediencia a tus mandatos, el seguimiento de tu voluntad.
«Permaneced en mi amor.»
Por eso, Jesús, sólo me pides que no te abandone, que no traicione a ese amor tan grande que me tienes, que te devuelva amor por Amor: que te quiera sobre todas las cosas.
Y ¿cómo?
Guardando tus mandamientos.
«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor.»
Jesús, ayúdame a guardar tus mandamientos, a estar siempre en gracia, a permanecer en tu amor.
Es justo que te ame así, porque Tú me has amado primero.
Jesús, Tú quieres que mi alegría sea completa, máxima, y para eso me das este consejo: permanece en Mí, permanece en estado de gracia, porque entonces Yo estoy en tu alma y mi gozo está en Ti.
Que me dé cuenta de una vez, Jesús.
No vale la pena nada que pueda apartarme de Ti.
Ayúdame Tú, Jesús.
Yo, por mi parte, te prometo poner todos los medios a mi alcance: cuidar la vista; no ir a  -o dejar de ver- ciertos espectáculos o películas; ser sobrio en las comidas; aprovechar bien el tiempo; trabajar con perfección; acudir con regularidad a los sacramentos; no dejar suelta la imaginación; aconsejarme sobre los libros que leo; ser sincero en la dirección espiritual; tener devoción a la Virgen, etc.
Si me ves empeñado en guardar tus mandamientos, te volcarás y me harás saborear -ya en este mundo y, después, en la vida eterna- esa alegría profunda que hoy me prometes: «para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo.»
2º. Jesús, me llamas amigo.
A mí, que te he vuelto tantas veces la espalda, o que he pasado de largo con indiferencia cuando me pedías algo.
Pagas bien por mal.
Gracias.
Que sepa responder a tu amistad tratando de cumplir tu voluntad, que está bien clara: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.»
Jesús, ¿cómo me has amado?
«Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos.»
Tú me has amado con el amor más grande posible: dando tu vida por mí; y ahora me pides que te imite.
Ayúdame a pensar en los demás, a servir a los que me rodean: mi familia, mis compañeros, mis amigos, mis vecinos.
«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros.»
Jesús, me has elegido Tú: te has puesto a mi alcance, me has llenado de gracias.
No es mérito mío el ser cristiano; es un don tuyo, un talento valiosísimo que me has prestado para que lo haga rendir.
Porque no quieres que entierre mis talentos -los dones que me das-, sino que los haga fructificar: «el treinta por uno, el sesenta por uno, y el ciento por uno» (Mateo 4,8).
«Si el Señor te ha llamado «amigo», has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios! De otro modo, corres el riesgo de quedarte en simple espectador» (Surco.-629).
Jesús, eres Tú el que me has llamado, el que te has metido en mi vida, casi sin darme cuenta.
No soy yo el que te he elegido: Tú has querido contar conmigo.
Por eso, no tengo derecho a dejarte; no puedo quedarme en una posición cómoda, de simple espectador, cuando Tú me estás pidiendo más: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.»
Jesús, me pides que dé fruto.
¿Pero qué fruto?
Fruto de santidad, fruto de apostolado,  fruto de trabajo bien hecho, fruto de servicio a los demás.
Este es el fruto que me pides después de decirme que has dado tu vida por mí y que ya no puedes mostrarme más el amor que me tienes; después de llamarme amigo «porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.»
¿Cómo no voy a responder a tu llamada?
¿Cómo no voy a intentar ir a paso rápido, al paso de Dios?
Pero necesito ayuda, y por eso me aseguras que «todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá.»
Padre, te pido más corazón, para corresponder al amor que me tienes; te pido más fortaleza, para no conformarme con «ir tirando», sino que me ponga a luchar en serio en el camino de la santidad; te pido más generosidad, para saber dar la vida por Ti y por los demás como ha hecho Jesús; te pido más lealtad, para no traicionar la amistad que Jesús me ha dado, rechazando el pecado con todas mis fuerzas; te pido más vibración apostólica, para que sepa dar ejemplo y hablar de Ti a mis familiares y amigos: para dar fruto, y que ese fruto permanezca.

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