viernes, 29 de diciembre de 2017

Feria 30-XII

Feria del día 30-XII

No tengaís miedo
“Vivía entonces una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta era ya de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años desde su virginidad; y habíase mantenido viuda hasta los ochenta y cuatro de su edad, no saliendo del templo, y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones. Esta, pues, viniendo a la misma hora, alababa igualmente al Señor, y hablaba de El a todos los que esperaban la redención de Israel” (Lucas 2,36-38).

I. La historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María (Lucas 1, 30). Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas (Mateo 1, 20). A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No tengáis miedo (Lucas 2, 10). Más tarde, cuando atravesaba el pequeño mar de Galilea ya acompañado por sus discípulos, se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca (Mateo 8, 24) mientras el Señor dormía rendido por el cansancio. Los discípulos lo despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Porqué teméis, hombres de poca fe? (Mateo 8, 25-26). ¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. Olvidamos que Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. Debemos aumentar nuestra confianza en Él y poner los medios humanos que están a nuestro alcance. Jesús no se olvida de nosotros: “nunca falló a sus amigos”(SANTA TERESA, Vida), nunca.
II. Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos; siempre llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad en todas las circunstancias. “Si no le dejas, Él no te dejará” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino). Y nosotros le decimos que no queremos dejarle. “ Cuando imaginamos que todos se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Salmos 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio. En cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente” (IDEM, Amigos de Dios) Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades.
III. En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro “descanso” nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo hombre, hasta tal punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser (Suma Teológica). Dios es un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y ha puesto un Ángel para que nos guarde en todos los caminos. En la tribulación acudamos siempre al Sagrario, y no perderemos la serenidad. Nuestra Madre nos enseñará a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas.


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Feria del 29-XII

Feria del día 29-XII

Hacer un mundo más justo
“Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2,22-35).

I. El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del mundo y de cada hombre. Más tarde, durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que éste sufre por parte de los romanos. Manifiesta que no quiere ser un Mesías político. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, libertad de la muerte eterna, libertad del dominio del demonio, y libertad de la vida según la carne que se opone a la vida sobrenatural. El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el final de los tiempos. Es a nosotros los cristianos a quien nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación- contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal (PAULO VI, Enc. Populorum progressio). Hoy podemos preguntarnos si conocemos bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, y si procuramos que las leyes y costumbres de nuestro país reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a la familia, educación salarios, derecho al trabajo, etc.
II. Si nos esforzamos por los medios que están a nuestro alcance, en hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en más humano. Y, al mismo tiempo, si el mundo es más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido y amado. Además de pedir cada día por los responsables del bien común, -pues de ellos dependen en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos-, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal y sin inhibiciones, y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos urge la Iglesia. ¿Se puede decir de nosotros que verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, estamos haciendo un mundo más justo, más humano?
III. Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres. La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. La justicia y la misericordia se fortalecen mutuamente. Con la justicia a secas, la gente puede quedar herida, la caridad sin justicia sería un simple intento de tranquilizar la conciencia. La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. El Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.


Santo Tomás Becket, obispo y mártir

Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, ha muerto asesinado. Es el atardecer del 29 de diciembre de 1170. La noticia salta de caballo en caballo, de mar en tierra, y atraviesa la cristiandad sobrecogiéndola de estupor. Ha sucedido acaso—dirá luego la historia—el mayor acontecimiento de la época. Sólo dos años más con dos meses el 2 de febrero de 1173, y Tomás de Londres, por boca del papa Alejandro llI, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás Cantuariense. Otro año más julio de 1174. El enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima cae de rodillas. Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey. Indudablemente estamos en la Edad Media "enorme y delicada". A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, "el mártir de la disciplina", como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.
La crítica histórica se ha encargado de disipar cierta poesía legendaria trenzada en torno al origen de Tomás Becket. En realidad, no hay tal princesa sarracena enamorada que cruza Europa repitiendo las dos únicas palabras de su vocabulario inglés: "Londres", "Becket", hasta encontrar, por fin, al antiguo cruzado, hacerle su marido y darle más tarde un hijo santo: no. El niño nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense. A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano. Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático. El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.
En efecto, el 20 de noviembre de 1154 Enrique II es ungido rey en Westminster. Joven de veintiún años, de estatura corta, ancho de espaldas, la cabeza redonda, enérgico, hábil político, con talento organizador, temible en sus arrebatos de cólera. Tal era el monarca más poderoso entonces de toda la cristiandad, a quien la dote de su mujer, Leonor, heredera de Aquitania, había entregado casi la mitad del territorio francés. No le resulta difícil dar con un primer ministro de talla política poco común. Lo tiene a mano en el brillante arcediano de Canterbury, alto, delgado, pálido, de larga nariz y apostura noble. Tomás Becket comienza a ser, no sólo el canciller de Inglaterra, sino indiscutiblemente la primera figura del reino después del soberano. Le cuadran la solemnidad y el gesto príncipesco. Cuando acude a Francia con la misión de concertar un matrimonio regio, los franceses se quedan boquiabiertos ante el fastuoso cortejo y se preguntan: "Si éste es sólo el ministro, ¿cómo se presentará el rey?" Y el día en que Enrique se lanza a reconquistar el condado de Toulouse, allí está Tomás Becket al frente de sus caballeros, derrochando arrojo de soldado y pericia de estratega. Muy pronto deja de sorprender a los cortesanos la intimidad que media entre soberano y canciller. ¡Cuántas veces se presenta Enrique a la mesa de su ministro, sin previo aviso, mediada ya la comida! El pueblo les ve cabalgar juntos por la capital, y se regocija cuando cierto día el rey forcejea en chanza para arrancar la rica pelliza escarlata de Tomás y entregársela a un mendigo.
Nos cuesta reconocer al clérigo por detrás del gran señor, el árbitro del buen tono y el político inmerso en los negocios del reino, cuyo favor se disputan todos los personajes. Incluso su gran amigo y confidente, el pensador Juan de Salisbury, le echa en cara su desmedida entrega al deporte de la caza. Y otra vez es el prior de Leicester quien, al contemplar su atuendo, le increpa: "¿A qué viene esta manera de vestir? Más parecéis un halconero que un clérigo". Pero no es esto todo. Este mismo Tomás sabe recogerse a tiempos en el retiro espiritual de Merton y su cuerpo no olvida los golpes de la disciplina y las vigilias nocturnas en oración. La reputación de su moralidad salva intacta todos los riesgos de la corte.
Y llegamos a 1162. La sede primada de Canterbury aguarda desde hace varios meses el nombramiento de sucesor del fallecido Teobaldo. Enrique intuye la oportunidad que se le brinda de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al canciller y le anuncia su voluntad de elevarle a la dignidad arzobispal de Canterbury. La respuesta de Tomás está transida de gravedad y melancolía: "Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia". El rey insiste, pero Tomás no cede. Sólo la intervención del cardenal legado. Enrique de Pisa, acabará con la resistencia del canciller. Becket es ordenado sacerdote e inmediatamente recibe la consagración episcopal. Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia. Sobrecogido por la trascendencia de su nueva misión, va a acomodar a ella su vida entera, sujetándola a una regularidad monacal. al más riguroso ascetismo, a la pobreza para sí y el derroche limosnero con los indigentes.
Su renuncia al cargo de canciller ocasiona un disgusto al monarca y la primera fricción entre los dos amigos. La primera nada más. Becket, conocedor del carácter violento e insaciable del Plantagenet, presiente la dureza de futuros choques, que no tardan en llegar. Será el primero la injusta exacción de un tributo arbitrario, ante la cual el arzobispo anuncia de manera inequívoca que sus súbditos no pagarán ni un penique. Más adelante es la pretensión real de que los clérigos reos de crímenes sean sometidos a la justicia civil. En la reunión convocada por el monarca es el arzobispo de Canterbury quien se encarga de fortalecer y decidir a los débiles prelados, dispuestos a la componenda. Enrique, vencido e irritado, exige, por lo menos, la promesa de observar ciertas "antiguas costumbres" que no especifica. El primado está dispuesto a acceder, siempre que se añada la cláusula que deje a salvo los derechos de la Iglesia. La política del monarca se hace más dura y más sutil. Obliga al antiguo canciller a renunciar a ciertas posesiones y honores, y, por otra parte, le da a entender que la promesa pedida es meramente formularia, sin repercusión en la vida de la Iglesia. De esta manera obtiene que Tomás, quien no ve clara la actitud de Roma, otorgue su asentimiento en Claredon. Pero cuando más tarde le son presentados los dieciséis artículos que recogen aquellas "antiguas costumbres" y comprende que en ellos se juega nada menos que el enfeudamiento de la Iglesia por el Estado y, en última instancia, la segregación de Roma, Becket reacciona con firmeza y se niega rotundamente a estampar su sello en el documento.
La tremenda conciencia de su responsabilidad como cabeza de la Iglesia en Inglaterra le come de remordimientos por su momento de flaqueza en Claredon. Cuarenta días permanecerá alejado del altar, del que se considera indigno, mientras aguarda la absolución del Romano Pontífice. El rey, por su parte, redobla las represalias económicas y maneja hábilmente a lores y obispos, forzando así la soledad del primado. Se le abre proceso por gastos contraídos en su tiempo de canciller, a pesar de haberle sido todo condonado el día de su nombramiento como arzobispo. En la mañana del 13 de octubre de 1164, luego de celebrar la misa votiva del primer mártir, San Esteban, el arzobispo, llevando en su mano la cruz metropolitana, se dirige al castillo del rey y denuncia la ilegalidad de aquel proceso. "Después de Dios, mi único juez es el Papa". Y a la madrugada siguiente, en simple hábito de monje, escapa a los emisarios del rey y embarca en Sandwich rumbo a Francia, hacia un destierro que durará seis años. El monarca inglés moviliza una intensa batalla diplomática a fin de distanciar del arzobispo—"el que fue arzobispo", dirá él—a Luis VII, rey de Francia, y al papa, Alejandro III. Pero ambos acogen al exilado con admiración y cordialidad, y la palabra de Becket causa profunda sensación en el Papa y los cardenales reunidos en Sens. Presa todavía de sus remordimientos, Tomás pone su anillo en manos del Romano Pontífice y renuncia a la sede cantuariense; mas Alejandro le obliga a perseverar en su puesto.
Será ahora el monasterio cisterciense de Pontigny el marco de la vida más que nunca orante y sacrificada del ilustre prelado en exilio, y, al mismo tiempo, de su perseverancia en la lucha por los derechos de la Iglesia. De allí salen recias cartas a amigos y enemigos, reproches incluso al mismo Papa cuando Tomás estima su actitud demasiado condescendiente. Pero Enrique tampoco duerme, y pone en juego todos los recursos para rendir a su rival. Confisca sus bienes, destierra a parientes, amigos y siervos, previo juramento de que irán a visitarle a Pontigny. Pretende que el dolor de los suyos fuerce al arzobispo a modificar su actitud. Amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses en territorio inglés si la Orden sigue cobijando a su enemigo. Tomás se traslada ahora a una abadía benedictina y, nombrado legado a latere para Inglaterra, excomulga a varios obispos que se han puesto de parte del rey. Hierve un febril juego diplomático entre el Papa y los soberanos de Inglaterra y Francia. Dos entrevistas de Enrique con su antiguo canciller concluyen en fracaso. El Papa, que ha visto con claridad la mala fe del monarca británico, comienza a perder la paciencia, y se habla de poner en entredicho el reino de Inglaterra. Enrique, instigado por el temor, escenifica una reconciliación con el arzobispo, que tiene lugar en Normandía en julio de 1170. En realidad, nada ha cambiado, y la paz alcanzada es sólo aparente. Pero con ella se presenta a Tomás la oportunidad de regresar a su sede cantuariense
El camino desde Sandwich, en donde desembarca el 1 de diciembre, hasta Canterbury se ve cercado por el júbilo desbordante del pueblo, El pueblo fiel, sí. Pero no los otros. El príncipe heredero se niega a recibirle en audiencia, el hidalgo a quien Tomás reclama unas posesiones responde con el desplante y el insulto, los obispos exigen que les sea levantada la excomunión y por fin, despechados, apelan directamente al rey. Faltan pocas horas para la Nochebuena. En el Consejo real, reunido cerca de Bayeux la atmósfera está cargada de electricidad, mientras se acumulan los cargos calumniosos contra el arzobispo. Enrique II, en el colmo de su cólera, grita las palabras fatales: "¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese cura insolente?" Amanece el día de Navidad. Mientras el arzobispo predica de Jesús que nace para morir y recuerda a San Elfegio, arzobispo de Canterbury y mártir, insinuando que el drama puede repetirse, cuatro caballeros del rey que han creído ver una orden en la airada queja de Enrique, navegan hacia Inglaterra, hacia Canterbury, por un mar con rumores de tragedia.
El arzobispo recibe noticia del inminente peligro. La noche del 28 a 29 será para él noche de vigilia y oración de oración del huerto. A las tres de la tarde los cuatro caballeros piden ser recibidos por el primado. Exigencias, acusaciones y amenazas tropiezan una vez más con la inquebrantable conciencia del deber de Tomás Becket. Los caballeros se retiran. Comienza a sonar el toque de vísperas y el arzobispo se encamina a la catedral como siempre, como si tal cosa. Pero todo Canterbury tiembla con siniestros presagios. Cuando el pequeño cortejo, con cruz alzada, penetra en el templo, se adivinan en la penumbra del claustro figuras de hombres armados. Los monjes cierran nerviosamente las puertas de la catedral, mas el arzobispo, increpándoles: "¡Fuera, cobardes! La iglesia no es un castillo", vuelve a abrirlas con sus propias manos. Luego comienza a subir pausadamente hacia el coro acompañado tan sólo de su anciano confesor, un monje y un clérigo de su servidumbre. En aquel instante irrumpen los caballeros del rey. "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "Aquí estoy--es la serena respuesta—. No traidor, sino arzobispo y sacerdote de Dios." Y desciende con grave lentitud hasta quedar entre los altares de la Virgen y San Benito. Intentan arrastrarle hacia la puerta, pero Becket los rechaza. Golpes sordos de espada y sangre en el rostro del arzobispo. Otro golpe, y Tomás cae de rodillas. En las bóvedas cuajadas de espanto resuenan sus últimas palabras: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia". Un golpe postrero le destroza el cráneo. Los asesinos, invocando el nombre del rey, escapan precipitadamente. Pocos minutos han bastado para el sacrilegio. Al punto, grupos de fieles, consternados ante la magnitud del crimen, corren a la catedral y rodean silenciosos el cadáver que yace en el suelo, sin atreverse a tocarlo. Cuentan que en aquel instante una pavorosa tormenta descargó sobre Canterbury.
JORGE BLAJOT, S. I.
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Tomado de ewtn
Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes aunque fueran por caminos muy difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía: "En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie". Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: "Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten".
Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo". Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento". Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de "Delegado del Sumo Pontífice". El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
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Tomás Becket, San
Obispo y mártir
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Ángel Amo.

Una de las más adivinadas elecciones del gran soberano inglés, Enrique II, fue la de su canciller en la persona de Tomás Becket. Había nacido en Londres en 1118 de padre normando, y fue ordenado archidiácono y colaborador del arzobispo de Cantorbery, Teobaldo. Como canciller del reino, Tomás se sentía perfectamente a sus anchas: tenía ambición, audacia, belleza y un destacado gusto por la magnificencia. Cuando era necesario sabía ser valiente, sobre todo cuando se trataba de defender los buenos derechos de su príncipe, de quien era íntimo amigo y compañero en los momentos de descanso y de diversión.
El arzobispo Teobaldo murió en 1161, y Enrique II, gracias al privilegio que le había concedido el Papa, pudo elegir a Tomás como sucesor para la sede primada de Cantorbery. Nadie, y mucho menos el rey, se imaginaba que un personaje tan “mencionado” se iba a transformar inmediatamente en un gran defensor de los derechos de la Iglesia y en un celoso pastor de almas. Pero Tomás le había advertido a su rey: “Señor, si Dios permite que yo sea arzobispo de Cantorbery, perderé la amistad de Vuestra Majestad”.
Ordenado sacerdote el 3 de junio de 1162 y consagrado obispo al día siguiente, Tomás Becket no tardó en enemistarse con el soberano. Las “Constituciones” de 1164 habían restablecido ciertos derechos abusivos del rey caídos en desuso. Por eso Tomás Becket no quiso reconocer las nuevas leyes y escapó a las iras del rey huyendo a Francia, en donde pasó seis años de destierro, llevando una vida ascética en un monasterio cisterciense.
Restablecida con el rey una paz formal, gracias a los consejos de moderación del Papa Alejandro III, con quien se encontró, Tomás pudo regresar a Cantorbery y fue recibido triunfalmente por los fieles, a quienes él saludó con estas palabras: “He regresado para morir entre ustedes”. Como primer acto desautorizó a los obispos que habían hecho pactos con el rey, aceptando las “Constituciones”, y esta vez el rey perdió la paciencia y se dejó escapar esta frase imprudente: “¿Quién me quitará de entre los pies a este cura intrigante?”.
Hubo quien se encargó de eso. Cuatro caballeros armados salieron para Cantorbery. Se le avisó al arzobispo, pero él permaneció en su puesto: “El miedo a la muerte no puede hacernos perder de vista la justicia”. Recibió a los sicarios del rey en la catedral, revestido con los ornamentos sagrados. Se dejó apuñalar sin oponer resistencia, murmurando: “Acepto la muerte por el nombre de Jesús y por la Iglesia”. Era el 23 de diciembre de 1170. Tres años después el Papa Alejandro III lo inscribió en la lista de los santos.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Los Santos Inocentes

Los Santos Inocentes

El martirio de los Inocentes
“Después que los magos se retiraron, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen» (Mateo 2,13-18).
I. En el Evangelio de la Misa leemos el relato del sacrificio de los niños de Belén ordenado por Herodes. No hay explicación fácil para el sufrimiento, y mucho menos para el de los inocentes. El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta ante muchos como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito por los hombres. ¿Porqué no evita Dios todopoderoso tanto dolor aparentemente inútil? El dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano con fe sabe descubrir en la oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano amorosa y providente de su Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y entiende de alguna manera las palabras de San Pablo: para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien (Romanos 8, 28), también aquellas que nos resultan dolorosamente inexplicables o incomprensibles.
II. La Cruz, el dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el Señor para redimirnos. Desde entonces el dolor tiene un nuevo sentido, sólo comprensible junto a Él. El Señor no modificó las leyes de la creación: quiso ser un hombre como nosotros. Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a sí mismo. Él quiso pasar hambre, y compartió nuestras fatigas y penas. Su alma experimentó todas la amarguras: la indiferencia, la ingratitud, la traición, la calumnia, la infamante muerte de cruz, y cargó con los pecados de la humanidad. Los Apóstoles serían enviados al mundo entero para dar a conocer los beneficios de la Cruz. El Señor quiere que luchemos contra la enfermedad, pero también quiere que demos un sentido redentor y de purificación personal a nuestros sufrimientos. No les santifica el dolor a aquellos que sufren a causa de su orgullo herido, de la envidia y de los celos porque esta cruz no es la de Jesús, sino nuestra, y es pesada y estéril. El dolor –pequeño o grande-, aceptado y ofrecido al Señor, produce paz y serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y rebelde, y se manifiesta en forma de tristeza y mal humor.
III. La esperanza del Cielo es una fuente inagotable de paciencia y energía para el momento del sufrimiento fuerte. Nuestro Padre Dios está siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, pero especialmente cuando sufren. La fraternidad entre los hombres nos mueve a ejercer unos con otros este misterio de consolación y ayuda. Pidamos hoy a la Virgen y a los Santos Inocentes que nos ayuden a amar la mortificación y el sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y a compadecernos de quienes sufren.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

martes, 26 de diciembre de 2017

San Juan Evangelista

San Juan Evangelista

El discípulo a quien amaba
El primer día de la semana, María Magdalena fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó” (Juan 20,2-8).
1. Mientras contemplamos al Niño de Belén, somos invitados a vivir esta misma fe plena que vivió el apóstol Juan.

I. Sabemos de San Juan que desde que conoció al Señor, no le abandonó jamás. Cuando ya anciano escribe su Evangelio, no deja de anotar la hora en la que se produjo el primer encuentro con Jesús: Era alrededor de la hora décima (Juan 1, 39), las cuatro de la tarde. No tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del señor (Santos Evangelios, EUNSA), y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo. Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los demás habían desaparecido. Así ha de ser nuestra vida: Jesús espera de cada uno de nosotros una fidelidad alegre y firme, como fue la del Apóstol Juan. También en los momentos difíciles.
II. Junto con Pedro, San Juan recibió del Señor particulares muestras de amistad y de confianza. El Evangelista se cita discretamente a sí mismo como el discípulo a quien Jesús amaba (Juan 13, 23; 19, 26 etc.). La suprema expresión de confianza en el discípulo amado tiene lugar cuando, desde la Cruz, el Señor le hace entrega del amor más grande que tuvo en la tierra: su santísima Madre (Juan 19, 26-27). Hoy, en su festividad, miramos a San Juan con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, y a la vez hemos de agradecer los cuidados que con Ella tuvo hasta el final de sus días aquí en la tierra. Hemos de aprender de él a tratar a nuestra Madre con confianza: Juan recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. El Evangelio, al relatarnos la vida de Juan, nos invita a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestra vida.
III. Hemos de pedirle a San Juan que nos enseñe a distinguir el rostro de Jesús en medio de las realidades en las que nos movemos, porque Él está muy cerca de nosotros y es el único que puede darle sentido a lo que hacemos. San Juan nos insiste en mantener la pureza de la fe y la fidelidad del amor fraterno (Santos Evangelios, EUNSA). Ya anciano repetía a sus discípulos continuamente: “Hijitos, amaos los unos a los otros” Le preguntaron por su insistencia en repetir lo mismo, y respondía: “Este es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo basta”. Le pedimos a San Juan que nos enseñe a tratar a la Virgen y a los que están a nuestro alrededor, con el mismo amor que él trató a los que estaban cerca de él.


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

lunes, 25 de diciembre de 2017

San Esteban Protomartir

San Esteban protomártir

San Esteban, protomártir
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Más cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará»” (Mateo 10,17-22).

I. Apenas hemos celebrado el Nacimiento del Señor y ya la liturgia nos propone la fiesta de San Esteban, el primero que dio su vida por ese Niño que acaba de nacer. La Iglesia quiere recordar que la Cruz está siempre muy cerca de Jesús y de los suyos. En la lucha por la santidad el cristiano se encuentra con situaciones difíciles y acometidas de los enemigos del mundo: Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí... (Juan 15, 18-20). La sangre de Esteban (Hechos 7, 54-60), derramada por Cristo, fue la primera, y ya no ha cesado hasta nuestros días. Cuando Pablo llegó a Roma, los Cristianos ya eran conocidos por el signo inconfundible de la Cruz y de la contradicción. Nada nos debe extrañar si alguna vez en nuestro andar hacia la santidad hemos de sufrir alguna tribulación, por ser fieles a nuestro camino en un mundo con perfiles paganos. El Señor siempre nos ayudará con Su gracia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo (Juan 16, 33)
II. No siempre la persecución ha sido de la misma forma. Durante los primeros siglos se pretendió destruir la fe de los cristianos con la violencia física. En otras ocasiones, sin que ésta desapareciera, los cristianos se han visto –se ven- oprimidos en sus derechos más elementales: sufren campañas dirigidas para minar su fe, dificultades para educar cristianamente a sus hijos, o se les priva de las justas oportunidades profesionales. Otras veces es la persecución solapada: ironía por ridiculizar los valores cristianos, presión ambiental que amedrenta a los más débiles, calumnia y maledicencia. Más doloroso es cuando la persecución viene de los propios hermanos en la fe movidos por envidias, celotipias y faltas de rectitud de intención, piensan que hacen un servicio a Dios (Juan 16. 2). Todas las contradicciones hay que sobrellevarlas junto al Señor en el Sagrario; allí adquiriremos fecundidad en el apostolado, y saldremos de esas pruebas con el alma más humilde y purificada.
III. El cristiano que padece persecución por seguir a Jesús sacará de esta experiencia una gran capacidad de comprensión y el propósito firme de no herir, de no agraviar, de no maltratar. El Señor nos pide, además, que oremos por quienes nos persiguen: debemos enseñar la doctrina del Evangelio sin faltar a la caridad de Jesucristo. En momentos de contrariedades es de gran ayuda fomentar la esperanza del Cielo. Nuestra Madre está cerca de nosotros especialmente en los momentos difíciles.


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

domingo, 24 de diciembre de 2017

La Natividad del Señor.Misa del Gallo

La Natividad del Señor

Misa del gallo
Dejar nacer a Jesús en nuestro corazón
 En aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era gobernador de Siria, y todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba en cinta. Y sucedió que estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada.En la misma región había pastores que estaban en el campo, cuidando sus rebaños durante las vigilias de la noche.  Y un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el ángel les dijo: No temáis, porque he aquí, os traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.Y de repente apareció con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace.Y aconteció que cuando los ángeles se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos, pues, hasta Belén y veamos esto que ha sucedido, que el Señor nos ha dado a saber.  Fueron a toda prisa, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Y cuando lo vieron, dieron a saber lo que se les había dicho acerca de este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de las cosas que les fueron dichas por los pastores.Pero María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón.Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho” (Lucas 2,1-14).
1. El Pregón de Navidad reza así: “Os anunciamos, hermanos, una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo; escuchadla con corazón gozoso: Habían pasado miles y miles de años desde que, al principio, Dios creó el cielo y la tierra y, asignándoles un progreso continuo a través de los tiempos, quiso que las aguas produjeran un pulular de vivientes y pájaros que volaran sobre la tierra. Miles y miles de años, desde el momento en que Dios quiso que apareciera en la tierra el hombre, hecho a su imagen y semejanza, para que dominara las maravillas del mundo y, al contemplar la grandeza de la creación, alabara en todo momento al Creador”. Sigue con los caminos torcidos de tantos, y aquellas cosas que llamamos diluvio. “Hacía unos 2.000 años que Abraham, el padre de nuestra fe, obediente a la voz de Dios, se dirigió hacia una tierra desconocida para dar origen al pueblo elegido. Hacía unos 1.250 años que Moisés hizo pasar a pie enjuto por el Mar Rojo a los hijos de Abraham, para que aquel pueblo, liberado de la esclavitud del Faraón, fuera imagen de la familia de los bautizados. Hacía unos 1.000 años que David, un sencillo pastor que guardaba los rebaños de su padre Jesé, fue ungido por el profeta Samuel, como el gran rey de Israel. Hacía unos 700 años que Israel, que había reincidido continuamente en las infidelidades de sus padres y por no hacer caso de los mensajeros que Dios le enviaba, fue deportado por los caldeos a Babilonia; fue entonces, en medio de los sufrimientos del destierro, cuando aprendió a esperar un Salvador que lo librara de su esclavitud, y a desear aquel Mesías que los profetas le habían anunciado, y que había de instaurar un nuevo orden de paz y de justicia, de amor y de libertad. Finalmente, durante la olimpíada 94, el año 752 de la fundación de Roma, el año 14 del reinado del emperador Augusto, cuando en el mundo entero reinaba una paz universal, hace algo más de 2000 años, en Belén de Judá, pueblo humilde de Israel, ocupado entonces por los romanos, en un pesebre, porque no tenía sitio en la posada, de María virgen, esposa de José, de la casa y familia de David, nació Jesús, Dios eterno, Hijo del Eterno Padre, y hombre verdadero, llamado Mesías y Cristo, que es el Salvador que los hombres esperaban. Él es la Palabra que ilumina a todo hombre; por él fueron creadas al principio todas las cosas; él, que es el camino, la verdad y la vida, ha acampado, pues, entre nosotros. Nosotros, los que creemos en él, nos hemos reunido hoy, o mejor dicho, Dios nos ha reunido, para celebrar con alegría la solemnidad de Navidad, y proclamar nuestra fe en Cristo, Salvador del mundo. Hermanos, alegraos, haced fiesta y celebrad la mejor NOTICIA de toda la historia de la humanidad”. Es como un resumen de la historia.
"De mis entrañas te engendré antes  que el lucero de la mañana" (Ant. entrada). Es la noche santa, como la otra Pascua, de la resurrección. La fiesta de Navidad es para los que se complace el Señor, como hemos leído en la voz de los ángeles. Recuerda Benedicto XVI que Dios se complace en su hijo, como dicen las teofanías: “en ti me he complacido”. Nosotros, por el bautismo, por acoger al Señor, podemos ser también hijos de Dios, Cristo, y sentir la voz del Padre dirigida a mí: "Tú eres mi hijo, yo te  engendré hoy… en ti me he complacido".
Hablaba Ratzinger del árbol de navidad de la iglesia del Christkindl (del Niño Jesús), situada en las afueras de la ciudad de Steyr, en el norte de Austria. Por 1694, había un campanero y director de coro que sufría de epilepsia, la «enfermedad de las caídas». Tenía veneración del Niño Jesús. Colocó en la cavidad de un abeto una imagen de la Sagrada Familia y luego puso ahí un Niño Jesús de cera que sostiene en una mano la cruz y en la otra la corona de espinas, copia de una imagen milagrosa. Se formaron peregrinaciones en torno al Niño Jesús del árbol. En torno al árbol se construyó una iglesia al estilo de Santa Maria Rotonda de Roma. Es una preciosa envoltura del árbol, del cual surgen el altar y el sagrario: en el árbol sigue estando el Niño Jesús sanador. Ese árbol se levanta como el árbol de la vida del paraíso, que ha sido reencontrado: «el querubín no está ya vedando la entrada». Ese árbol es María con el fruto bendito de su vientre, Jesús. Jesús ahí nos invita, nos sana de la «enfermedad de las caídas». Porque caemos y nos desanimamos. En ese templo en forma de iglesia bautismal, en forma de seno materno, vivimos el misterio del nacimiento.
Se dice que mientras no seas independiente, no serás libre sino dependiente. Se pone el amor como falta de libertad, puesto que el amor implica que necesito del otro y de su gracia. Dios necesita mi amor. Es dependencia mutua de las Personas, y de mí. Yo también soy así, a imagen suya. Señor, que sepa ser aceptado y dejarme aceptar. Que transforme mi dependencia en amor y, así, llegar a ser libre. Nacer de nuevo, deponer el orgullo, llegar a ser niño: eso es Navidad, Belén (“casa de pan”): pan de la vida, salvación.  Y termina así Ratzinger: “El verdadero árbol de la vida no está lejos de nosotros, en algún paraje de un mundo perdido. Ha sido erigido en medio de nosotros, no sólo como imagen y signo, sino en la realidad. Jesús, que es el fruto del árbol de la vida, la vida misma, se ha hecho tan pequeño que nuestras manos pueden contenerlo. Se hace dependiente de nosotros para hacernos libres, para recuperarnos de nuestra «enfermedad de las caídas». No defraudemos su confianza. Depositémonos en sus manos tal como él se ha depositado en las nuestras”.
Hasta las tinieblas desciende María y el fruto de su vientre, cuando tienen que refugiarse en la gruta abandonada, cuando tienen que someterse a las órdenes de un gobernador impuesto por potencias extranjeras y abandonar la propia casa. Hasta aquí ha descendido Israel, país pequeño, su patria chica, ocupado durante siglos por países más poderosos. En medio de esa noche oscura nace Jesús, como niño inefable que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Dios ha suscitado del corazón de la noche la aparición luminosa y real de un hombre hijo de Dios, que nos invita a serlo también nosotros: "a los que le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios", que es el fruto  de una Navidad bien celebrada: nacer con Cristo y ser hijos con él  (J. Aldazábal).
Recordemos las palabras del poeta místico: "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén,  mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano" (Angelus Silesius).
San Josemaría Escrivá cuenta: “Se ha promulgado un edicto de César Augusto, y manda empadronar a todo el mundo. Cada cual ha de ir, para esto, al pueblo de donde arranca su estirpe. —Como es José de la casa y familia de David, va con la Virgen María desde Nazaret a la ciudad llamada Belén, en Judea (Lc 2,1-5). Y en Belén nace nuestro Dios: ¡Jesucristo! —No hay lugar en la posada: en un establo. —Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre. (Lc 2,7). / Frío. —Pobreza. —Soy un esclavito de José. —¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...Y le beso —bésale tú—, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...! (…) Los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazareth. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia?
”Entre las muchas consideraciones que podríamos hacer, una sobre todo quiero comentar ahora. El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos”.
Como fruto de esta misa del nacimiento del Señor, de la Navidad, queremos tratar a Jesús con sencillez, con una intimidad que no disminuya, con cariño, una presencia especial, con mucho cariño en los detalles pequeños, sabiendo que allí, nos acompaña el Señor. Y queremos tener una conversación íntima con Él, tener una presencia de Jesús constante, queremos que sea nuestro Rey, que ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios.  Decirle a una persona: "eres mi Rey", significa decirle que: "estoy a tus órdenes", significa que “tus deseos son órdenes”; significa, que “quiero hacer lo que Tú quieras”...., eso es lo que decimos hoy a Jesús, en su cátedra de Belén, donde es también nuestro médico y se nos muestra en la Eucaristía. Belén es una imagen eucarística, que ahí Jesús nace cada vez que viene sobre el altar y a nuestro corazón. Vamos al médico divino, maestro y amigo, y mostrarnos sin escondernos en el anonimato, y abrir nuestro corazón sin esconder los síntomas, mostrando nuestras debilidades, y mostrándonos sin esta especie de querer escondernos, y dejarle hacer, dejarle que como médico actúe en nuestra alma: “¡Señor!, que me pasa esto”...
Este encuentro sincero, de reconocer nuestras limitaciones, es la oración. Es la oración de esa desnudez espiritual, este ir directamente al Señor; este no tener miedo a sabernos como somos, porque en el fondo se identifica con mostrarnos a nosotros mismos. Decirle: “¡Señor, me pasa esto!”, significa decir: no tengo miedo a reconocerme como soy, porque tenemos esta plenitud de aceptación, saber que el Señor nos quiere como somos, y así nos encontramos muy bien, muy a gusto; por eso, queremos mostrarnos como somos. Es nuestro Maestro, una ciencia que sólo Él posee; dar un amor sin límites a Dios, todos los días.
2. -"El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande": Las tinieblas, signo del caos y de la muerte, nos indican la situación de opresión y también de infidelidad del pueblo. La luz, signo de nueva creación y de vida, nos indica la liberación y la restauración. Este paso es motivo del gozo, comparable al de una buena cosecha o al de una victoria sobre los enemigos. La posesión de la tierra y su fecundidad están siempre en el centro de atención del pueblo de Israel.
-"...los quebrantaste como el día de Madián": La liberación y la iluminación es una acción de Dios, que se compara a la victoria de Gedeón sobre los madianitas (Jc 7, 16-23): en medio de la noche, los israelitas con antorchas encendidas y tocando los cuernos ahuyentan a los enemigos. La luz y la palabra liberan en medio de la noche.
-"Porque un niño nos ha nacido...": ¿En qué consiste esta acción de Dios? Aparentemente las palabras del profeta se mueven a nivel de una historia concreta: la continuidad de la dinastía de David. Pero los mismos términos de la profecía se abren en un sentido que va más allá de la historia menuda. Cuatro nombres de uso cortesano definen, en principio, al niño: consejero, guerrero, padre, príncipe. Pero cada uno de ellos va acompañado de un calificativo que lo sitúa en un ámbito y en una amplitud que va más allá de las realidades humanas: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero. Padre perpetuo, Príncipe de la paz".
-"... con una paz sin límites sobre el trono de David...": la profecía de Isaías reasume la profecía de Natán, con una insistencia en su perpetuidad que desborda las posibilidades históricas: "por siempre". Su fundamento es el mismo Dios: el celo de Dios, que se puede manifestar en el castigo, se manifestará "desde ahora y por siempre" en el amor por su pueblo a través del Mesías (J. Naspleda).
El salmo nos invita a cantar con los "ángeles de Navidad" que "cantaron aquella noche": "Gloria a Dios, paz a los hombres". Nosotros junto con ellos cantemos también "alegría en el cielo, fiesta en la tierra"... "¡El cielo se alegra, la tierra exulta!" "¡Gloria a Dios!" "¡Adorad a Dios!" "¡El Señor es rey! Que nuestra oración jamás olvide esta actitud. La adoración, el sentimiento de anonadamiento, es el fundamento de todo primer descubrimiento de Dios. Dios es el "totalmente Otro", el trascendente, aquel que supera toda imaginación. Y la revelación de la proximidad de Dios que se hizo "uno de nosotros", que se hizo "niño" en Navidad "no disminuye en nada este sentimiento de adoración: paradójicamente la infinidad de Dios brilla hasta en el exceso de amor que lo hizo nacer en un pesebre de animales" (Noel Quesson).
"Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos". Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal…
3. -"Ha aparecido la gracia de Dios...": La gracia de Dios se ha manifestado ya en JC, pero se manifestará en plenitud cuando vuelva glorioso al fin del mundo. Esta revelación histórica del plan de Dios en la persona de Jesús tiene siempre en el pensamiento de Pablo una finalidad: la salvación de todos los hombres. Por eso congrega a un pueblo que renuncia "a la impiedad y a los deseos mundanos" y vive en la expectativa del cumplimiento de esta salvación universal.
-"Él se entregó por nosotros para rescatarnos...": Dios realiza su plan salvador en la persona de JC, "gran Dios y Salvador nuestro". Así como en la antigua alianza, Dios congregó a un pueblo suyo, ahora Cristo con su muerte sacrificial reúne un nuevo pueblo, liberado del pecado y "dedicado a las buenas obras (J. Naspleda).
Misa del día
Hemos de hacernos sencillos para acoger a Jesús y ser hijos de Dios, entrar en el Portal es hacerse humilde
“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al inundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,1-18).
1. El Evangelio de Juan nos dice: “en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”.
Es un himno solemne que se va elevando en círculos y va bajando, del cielo a la tierra, del principio del mundo hasta el día a día y el final de los tiempos. Luz-tinieblas; Dios-mundo; fe-incredulidad. Juan Bautista-nosotros. -Dios no es un ser lejano. Es un Dios que habla, y su Palabra es entrañablemente cercana. Se ha hecho un niño y ha nacido en Belén. Antes, durante siglos, había hablado por medio de profetas y había enviado Ángeles como mensajeros. Pero ahora nos ha hablado de otra manera: nos ha enviado a su Hijo.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió”. Navidad es algo más que un estado de ánimo de fiesta. En este día, en esta santa  noche, se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su  nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión. Navidad  quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra  oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una  noche de Dios, una santa noche.
“La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al inundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios”.
Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto  sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta  fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu. "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén,  mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano" (Angelus Silesius). “Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
2. Isaías nos habla de un pueblo que sufre y será liberado, pero en el fondo nos dice cómo será hermoso Jesús: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»!
Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión.
Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios”.
El Salmo proclama: “cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.
Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor”. Es la alegría por la Resurrección del Señor, el Reino de Dios,  que comienza en la humildad más grande: “No rechaza el pesebre, ni dormir sobre unas pajas; tan solo se conforma con un poco de leche, el mismo que, en su providencia, impide que los pájaros sientan hambre." Venidos desde los confines de la tierra, los Magos conocieron al Niño Dios. Ellos son los primeros, de entre todas las naciones, a quienes se les revela la misericordia divina: la primera epifanía del Unigénito a los gentiles, que nace de una madre Virgen para salvar al mundo. El Amor-fidelidad de Dios llena la tierra.
Se decía que el 25 de diciembre era una fiesta mágica, del sol, y que se había hecho coincidir con la Navidad, pero ahora –explica Ratzinger- se está descubriendo que coincide con la fiesta del Templo que cantan este Salmo, y aunque la Navidad se celebró en un segundo momento, pues primero se centró todo en la Pascua de resurrección, ya san Hipólito de Roma en su comentario al libro de Daniel, escrito aproximadamente en el año 204 habla de que Jesús nació este día del sol, que en aquel tiempo la fiesta de la consagración del templo, instituida por Judas Macabeo en el año 164 a. C. Así, la fecha del nacimiento de Jesús significaría al mismo tiempo que, con él, que amaneció como la luz de Dios en la noche invernal, aconteció verdaderamente una consagración del templo: él es el nuevo Templo, y el nuevo Sol.
Luego, san Francisco de Asís en su Misa de por la noche adornó la fiesta con el Belén, en nochebuena de 1223 en el bosque de Greccio, donde puso también el buey y el asno que conocen a su Señor: Francisco había dicho: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (la mula). En Isaías 1,3 dice: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo; Israel no conoce, mi pueblo no entiende». Ante Dios, todos los hombres, judíos y paganos, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les abrió los ojos de modo que, ahora, entienden la voz del dueño, la voz de su Señor. En las figuras medievales de la Navidad llama siempre la atención que las dos bestias tienen rostros casi humanos al encontrarse e inclinarse con reconocimiento y veneración ante el misterio del Niño. Era lógico, pues ambos animales fueron considerados como representantes nuestros… ¿Quién lo reconoció y quién no?¿lo reconocemos realmente? Y seguía Ratzinger: El buey y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no entiende». “El que no lo reconoció fue Herodes, que no entendió nada cuando le contaron acerca del niño, sino que se encegueció aún más por sus ansias de poder y el correspondiente delirio de persecución (Mt 2,3). La que no lo reconoció fue «toda Jerusalén con él». Los que no lo reconocieron fueron los hombres vestidos con refinamiento (Mt 11,8), la gente fina. Los que no entendieron fueron los eruditos, los conocedores de la Biblia, los especialistas en exégesis de la Escritura, que sabían exactamente cuál era el versículo que correspondía, pero, a pesar de ello, no comprendieron nada (Mt 2,6).
Los que sí lo reconocieron —a diferencia de toda esa gente de renombre- fueron «el buey y el asno»: los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podía ser de otro modo? En el establo donde está el Niño Jesús no vive la gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno.
Pero ¿y nosotros? ¿Estamos tan lejos del establo porque somos demasiado finos y sesudos para estar en él? ¿No nos enredamos también nosotros… al punto de quedarnos ciegos para el mismo Niño y no captar nada de él? ¿No estamos también nosotros demasiado en «Jerusalén», en el palacio, afincados en nosotros mismos, en nuestra arrogancia, en nuestra manía persecutoria, como para poder escuchar por la noche la voz de los ángeles, acudir al pesebre y adorar?
Así pues, esta noche los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes tú la voz de tu Señor? Al colocar en el pesebre estas figuras tan familiares deberíamos pedir a Dios que le regale a nuestro corazón la sencillez que descubre en el niño al Señor, como en su día Francisco en Greccio. Entonces podría sucedemos también a nosotros lo que Celano, siguiendo muy de cerca las palabras de san Lucas sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2,20), narra acerca de los que participaron en la Nochebuena de Greccio: «todos retornaron a sus casas colmados de alegría»”.
«Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado -algo que nunca antes se había escuchado-. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Es lo que dice Orígenes, que continúa: “¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo»”.

3. Hebreos nos cuenta que “en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado»? O: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios»”. La palabra hecha carne se convierte en voz que suplica al Padre, en boca de nuestra naturaleza, para gritar a Dios la necesidad que el hombre tiene de salvación Jesús, la suprema y definitiva Palabra que Dios pronuncia, su “plan” para salvarnos, viene hoy al mundo, es nuestro hermano.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Domingo 4º de Adviento; ciclo B

Domingo 4º de Adviento; ciclo B

Adviento, tiempo de esperanza
«En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel departe de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.María dijo al ángel: ¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios (...). Dijo entonces Maria: He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia». (Lucas 1, 26-38)

I. El espíritu del Adviento consiste en buena parte en vivir cerca de la Virgen en este tiempo en el que Ella lleva en su seno a Jesús. La vida nuestra es también un adviento un poco más largo, una espera de ese momento definitivo en el que nos encontraremos por fin con el Señor para siempre. El cristiano sabe que este adviento ha de vivirlo junto a la Virgen todos los días de su vida si quiere acertar con seguridad en lo único verdaderamente importante de su existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y después en la eternidad.
Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más confianza.
Nuestra Señora fomenta en el alma la alegría, porque con su trato nos lleva a Cristo. Ella es «Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento - Judit, Ester, Débora - consiguieron ya en la tierra una gloria humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza».
No cae en desaliento quien padece dificultades y dolor, sino el que no aspira a la santidad y a la vida eterna, y el que desespera de alcanzarlas. La primera postura viene determinada por la incredulidad, por el aburguesamiento, la tibieza y el excesivo apegamiento a los bienes de la tierra, a los que considera como los únicos verdaderos. El desaliento, si no se le pone remedio, paraliza los esfuerzos para hacer el bien y superar las dificultades. En ocasiones, el desánimo en la propia santidad está determinado por la debilidad del querer, por miedo al esfuerzo que comporta la lucha ascética y tener que renunciar a apegamientos y desórdenes de los sentidos. Tampoco los aparentes fracasos de nuestra lucha interior o de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos: quien hace las cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca: «Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo -ahora y en esto- era fracasar. -Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!». «No has fracasado: has adquirido experiencia- .¡Adelante!».
Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos decir: «En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada más que Él, en la inmensidad blanca. No dice nada, pero está ahí...Él es Dios amándome». Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza de encontrarle si Él me busca a mí? Alejemos todo posible desaliento; ni las dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante la alegría de la Navidad que ya se acerca.
II. La esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las características más esenciales del verdadero pueblo de Dios. Todos los ojos están puestos en la lejanía de los tiempos, por donde un día llegaría el Mesías: «los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación, en la que, paso a paso, se prepara la venida de Cristo al mundo».
En el Génesis se habla ya de la victoria de la Mujer sobre los poderes del mal, de un mundo nuevo.
El profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y florecerá en el amor antiguo. Isaías, en medio de las decepciones del reinado de Ezequiel, anuncia la venida del Mesías, Miqueas señalará a Belén de Judá como el lugar de su nacimiento.
Faltan pocos días para que veamos en el belén a Nuestro Señor, a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza.
Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es nuestra única esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la gruta de Belén, «en vigilante espera», y comprendemos que sólo con Él nos podemos acercar confiadamente a Dios Padre.
El Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban, sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la felicidad suprema de la posesión eterna de Dios.
Esperamos confiadamente que un día nos conceda la eterna bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia. Como una consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios necesarios para alcanzar ese fin. Desde este aspecto particular, también los bienes terrenales pueden caer en el ámbito de la esperanza, pero sólo en la medida y en la manera con que Dios los ordena a nuestra salvación.
Vamos a luchar, estos días y siempre, con todas nuestras fuerzas contra esas formas menores de desesperación que son el desánimo, el desaliento y el estar preocupados casi exclusivamente por los bienes materiales.
La esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos los medios a nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y pacientes en la adversidad, a tener una visión más sobrenatural de la vida y de sus acontecimientos. «En la medida en que el mundo se canse de su esperanza cristiana, la alternativa que le queda es el materialismo, del tipo que ya conocemos; estoy nada más. Su experiencia del cristianismo ha sido como la experiencia de un gran amor, el amor de toda una vida...Ninguna voz nueva (...) tendrá ningún atractivo para nosotros si no nos devuelve a la gruta de Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la visión de una pureza deslumbradora».
III. Escuchadme, los desanimados, que os creéis lejos de la victoria. Yo acerco mi victoria; no está lejos, mi salvación no tardará.
Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades. En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San Lucas que todos estaban esperándole. En medio de aquella multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo que era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija: se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra pública de humildad y de fe en Él.
Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se ponen en movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años, hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando. Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del manto del Señor. Es también una mujer llena de una profunda humildad.
Jairo había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa para que el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto.
Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega la comitiva, después del retraso sufrido en el trayecto, haya muerto.
Durante el suceso con la hemorroísa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al Maestro. Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo.
Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita al desaliento, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural.
Jesús no llega nunca tarde. Sólo se precisa una fe mayor. Jesús ha esperado a que se hiciese «demasiado tarde» , para enseñarnos que la esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las ruinas del esperar humano y que sólo es necesario una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento.
Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a éstas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sean los elementos en que humanamente nos podamos apoyar.
La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. María es verdaderamente «puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos». Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas. «Ella precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Pdr 3, 10)».


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Colaborar en Reyes para los residentes de las Hermanitas de los pobres de Granada

Hola!
   Te invitamos a colaborar con un regalo para un anciano (o una parte de regalo, o varios) que son residentes en las Hermanitas de los pobres de Granada. Adjunto una foto y enlace para ver un power point con más fotos: https://es.slideshare.net/llucia/reyes-magos-en-granada. También mando un video del año pasado: https://youtu.be/dPD2FRhUpvc

   Han escrito la carta, y cada patrocinador recibirá su carta de Reyes de la persona que atiende. 

   Los que podamos vamos a entregar los regalos el día 3 de enero a las 5 de la tarde. Es en el Zaidín, en la calle Félix Rodríguez de la Fuente n. 8.

   Si te animas, no tienes más que decírmelo.

   Muchas gracias! 
   Saludos!