sábado, 11 de noviembre de 2017

Domingo 32 de tiempo ordinario; ciclo A

Domingo de la semana 32 de tiempo ordinario; ciclo A

Parábola de las diez vírgenes
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco, de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz:-«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.Y las necias dijeron a las sensatas: -«Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.»Pero las sensatas contestaron: -«Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.»Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:-«Señor, señor, ábrenos.»Pero él respondió: -«Os lo aseguro: no os conozco.»Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mateo 25,1-13).
I. La parábola que leemos en el Evangelio de la Misa se refiere a una escena ya familiar al auditorio que escucha a Jesús, porque de una manera o de otra todos la habían presenciado o habían sido protagonistas del suceso. El Señor no se detiene, por este motivo, en explicaciones secundarias, conocidas por todos. Entre los hebreos, la mujer permanecía aún unos meses en la casa de sus padres después de celebrados los desposorios. Más tarde, el esposo se dirigía a la casa de la mujer, donde tenía lugar una segunda ceremonia, más festiva y solemne; desde allí se dirigían al nuevo hogar. En casa de la esposa, ésta esperaba al esposo acompañada por otras jóvenes no casadas. Cuando llegaba el esposo, las que habían acompañado a la novia, junto con los demás invitados, entraban con ellos y, cerradas las puertas, comenzaba la fiesta.
La parábola, y la liturgia de la Misa de hoy, se centra en el esposo que llega a medianoche, en un momento inesperado, y en la disposición con que encuentra a quienes han de participar con él en el banquete de bodas. El esposo es Cristo, que llega a una hora desconocida; las vírgenes representan a toda la humanidad: unos se encontrarán vigilantes, con buenas obras; otros, descuidados, sin aceite. Lo anterior es la vida; lo posterior ‑la llegada del esposo y la fiesta de bodas‑, la bienaventuranza compartida con Cristo. La parábola se centra, pues, en el instante en que llega Dios para cada alma: el momento de la muerte. Después del juicio, unos entran con Él en la bienaventuranza eterna y otros quedan tras una puerta para siempre cerrada, que denota una situación definitiva, como Jesús había revelado también en otras ocasiones. Ya el Antiguo Testamento señala, a propósito de la muerte: Si un árbol cae al sur o al norte, permanece en el lugar en que ha caído. La muerte fija al alma para la eternidad en sus buenas o malas disposiciones.
Las diez vírgenes habían recibido un encargo de confianza: aguardar al esposo, que podía llegar de un momento a otro. Cinco de ellas fijaron todo su interés en lo importante, en la espera, y emplearon los medios necesarios para no fallar: las lámparas encendidas con el aceite necesario. Las otras cinco estuvieron quizá ajetreadas en otras cosas, pero se olvidaron de lo principal que tenían que hacer aquella tarde, o lo dejaron en segundo término. Para nosotros lo primero en la vida, lo verdaderamente importante, es entrar en el banquete de bodas que Dios mismo nos ha preparado. Todo lo demás es relativo y secundario: el éxito, la fama, la pobreza o la riqueza, la salud o la enfermedad... Todo eso será bueno si nos ayuda a mantener la lámpara encendida con una buena provisión de aceite, que son las buenas obras, especialmente la caridad.
No debemos olvidarnos de lo esencial, de lo que hace referencia al Señor, por lo secundario, que tiene menor importancia e incluso, en ocasiones, ninguna. Como solía decir el Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer, «hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor»; significan más bien descuido y tibieza, apegamiento a lo temporal y terreno, y desprecio, quizá no explícitamente formulado, de las cosas de Dios. «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor. Si hemos sido ricos o pobres, si nos hemos ilustrado o no, si hemos sido dichosos o desgraciados, si hemos estado enfermos o sanos, si hemos tenido buen nombre o malo». Examinemos en la presencia del Señor qué es realmente lo principal de nuestra vida en estos momentos. ¿Buscamos al Señor en todo lo que hacemos, o nos buscamos a nosotros mismos? Si Cristo viniera hoy a nuestro encuentro, ¿nos encontraría vigilantes, esperándole con las manos llenas de buenas obras?
II. A medianoche se oyó la voz: ¡Ya está ahí el esposo! ¡Salid a su encuentro!
Inmediatamente después de la muerte tendrá lugar el juicio llamado particular, en el que el alma, con una luz recibida de Dios, verá en un instante y con toda profundidad los méritos y las culpas de su vida en la tierra, sus obras buenas y sus pecados. ¡Qué alegría nos darán entonces las jaculatorias que hemos rezado al encontrar un Sagrario camino del trabajo, las genuflexiones ‑verdaderos actos de adoración y de amor ante Jesús presente en aquel Altar‑, las horas de trabajo ofrecidas a Dios, la sonrisa que tanto nos costó la tarde en que nos hallábamos tan cansados, los esfuerzos por acercar a este amigo al sacramento de la Confesión, las obras de misericordia, la ayuda económica y el tiempo empleado para sacar adelante aquella obra buena, la prontitud con que nos arrepentimos de nuestros pecados y flaquezas, la sinceridad en la Confesión... ¡Qué dolor por las veces que ofendimos a Dios, las horas de estudio o de trabajo que no merecieron llegar hasta el Señor, las oportunidades perdidas para hablar de Dios en aquella visita a unos amigos, en aquel viaje...! ¡Qué pena por tanta falta de generosidad y de correspondencia a la gracia!, ¡qué pena por tanta omisión!
Será Cristo quien nos juzgue. Él ha sido constituido por Dios como juez de vivos y muertos. San Pablo recordaba esta verdad de fe a los primeros cristianos de Corinto: Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, bueno o malo. Siendo fieles cada día en lo pequeño, utilizando las obras más corrientes para amar y servir a Cristo, no nos dará temor presentarnos ante Él; por el contrario, tendremos un inmenso gozo y mucha paz: «Será gran cosa a la hora de la muerte ‑escribía Santa Teresa de Jesús‑ ver que vamos a ser juzgadas por quien hemos amado sobre todas las cosas. Seguras podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia; pues es a la de quien tanto amamos y nos ama».
Inmediatamente después de la muerte, el alma entrará al banquete de bodas o se encontrará con las puertas cerradas para siempre. Los méritos o la falta de ellos (los pecados, las omisiones, las manchas que han quedado sin purificar...) son para las almas ‑enseña Santo Tomás de Aquino‑ lo que la ligereza y el peso para los cuerpos, que les hace ocupar inmediatamente su lugar propio.
Meditemos hoy sobre el estado de nuestra alma y el sentido que le estamos dando a los días, al trabajo..., y repitamos, rectificando la intención de lo que no vaya según Dios, la oración que nos propone el Salmo responsorial de la Misa: Mi alma está sedienta de Ti, Señor, Dios mío // Oh Dios, Tú eres mi Dios, por Ti madrugo, // mi alma está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de ti, // como tierra reseca, agostada, sin agua. Sé bien, Señor, que nada de lo que hago tiene sentido, si no me acerca a Ti.
III. «Hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor». La persona que ama no se olvida de la persona amada. Cuando el Señor es lo primero no nos olvidamos de Él. Estamos entonces en actitud vigilante, no adormecidos, como nos pide Jesús al final de la parábola: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora.
Para disponernos a ese encuentro con el Señor y no experimentar sorpresas de última hora, debemos ir adquiriendo un conocimiento más profundo de nosotros mismos, ahora que es tiempo de merecimiento y de perdón. Porque si entrásemos en cuenta con nosotros mismos ‑escribe San Pablo a los de Corinto‑, ciertamente no seríamos juzgados: no se descubriría, con sorpresa, nada que ya antes no hubiésemos conocido y reparado. Para eso necesitamos hacer bien el examen diario de conciencia, que ponga ante nuestros ojos, con la luz divina, los motivos últimos de nuestros pensamientos, obras y palabras, y poder aplicar con prontitud los remedios oportunos. Cada día de nuestra vida es como una página en blanco que el Señor nos concede para escribir algo bello que perdure en la eternidad: «a veces recorro velozmente todas las hojas escritas y dejo volar también las páginas blancas, ésas sobre las cuales nada he escrito aún, porque todavía no ha llegado el momento. Y siempre, misteriosamente, se me quedan algunas entre las manos, esas mismas que no sé si llegaré a escribir, porque no sé cuándo me pondrá el Señor por última vez ese libro ante los ojos».
Nosotros no sabemos por cuánto tiempo aún podremos repasar, corregir y rectificar las páginas que ya hemos escrito, y cada noche nuestro examen de conciencia personal ‑valiente, sincero, delicado, profundo‑ nos servirá para pedir perdón por lo que en ese día no hemos hecho según el querer divino, y procuraremos encontrar los remedios para el futuro. Con frecuencia este examen diario nos permitirá preparar con hondura la Confesión. La consideración de las verdades eternas nos ayudará a que el examen sea sincero, sin engañarnos a nosotros mismos, sin ocultar o disimular lo que nos avergüenza o humilla nuestra soberbia y nuestra vanidad.
El examen de conciencia bien hecho en la presencia del Señor «te dará un gran conocimiento de ti mismo, y de tu carácter y de tu vida. Te enseñará a amar a Dios y a concretar en propósitos claros y eficaces el deseo de aprovechar bien tus días... Amigo, coge en tus manos el libro de tu vida y vuelve cada día sus páginas, para que no te sorprenda su lectura el día del juicio particular y no hayas de avergonzarte de su publicación el día del juicio universal». El Señor llama necias a estas vírgenes que no supieron preparar su llegada. No hay una necedad mayor.
Acudamos, al terminar este rato de oración, a Nuestra Señora, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra, para que nos ayude a purificar nuestra vida y a llenarla de frutos. Acudamos también al Angel Custodio, quien «nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Angel presentará aquellas corazonadas íntimas ‑quizá olvidadas por ti mismo‑, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.
»Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Josafat, obispo y mártir

Nace en Vladimir de Volhinia por el año 1580 de padres ortodoxos; se convirtió a la fe católica e ingresó en la Orden de san Basilio.
Ordenado sacerdote en el rito bizantino en 1609. Ordenado obispo de Vitebsk 1617, meses mas tarde, Arzobispo de Polotzk, Lituania.
Trabajó infatigablemente por la unidad de la Iglesia. Perseguido a muerte por sus enemigos, sufrió el martirio el año 1623.
Protomártir de la re-unificación de la cristiandad. Canonizado en 1867.
En Octubre de 1595, el metropolitano de los ortodoxos disidentes de Kiev y otros cinco obispos, que representaban a millones de rutenos (hoy llamados ucranios), hallándose reunidos en Brest-Litovsk, ciudad de Lituania, decidieron someterse al Papa y estar en comunión con la Iglesia católica. Se trata de la histórica Unión de Brest. Esta unificación dio lugar a grandes controversias llegándose hasta la violencia. San Josafat por aquel tiempo era muy jovencito, pero aquellos eventos tendrían un profundo impacto en su vida ya que el mismo daría su vida por la unidad de la Iglesia.
Su nombre de bautismo era Juan Kunsevich. Su padre, que era un católico de buena familia, puso a su hijo en la escuela de su pueblo natal. Después Juan entró a trabajar como aprendiz en una tienda de Vilna, pero en vista de que el comercio no estaba en su corazón, empleaba sus tiempos libres aprendiendo el eslavo eclesiástico para comprender mejor los divinos oficios y poder recitar diariamente el oficio bizantino. Juan conoció por entones a Pedro Arcudius, rector del colegio oriental de Vilna, así como a los jesuitas Valentín Fabricio y Gregorio Gruzevsky, quienes se interesaron por él y le alentaron a seguir adelante. Al principio, el amo de Juan no veía con muy buenos ojos sus inquietudes religiosas, pero el joven supo cumplir tan bien con sus obligaciones, que el comerciante acabó por ofrecerle que se asociase con él y tomase por esposa a una de sus hijas. Juan rehusó ambas proposiciones, pues estaba decidido a hacerse monje.
En 1601 ingresó en el monasterio de la Santísima Trinidad de Vilna. El santo indujo también a seguir su ejemplo a José Benjamín Rutsky, un hombre muy culto, convertido del calvinismo. Los dos jóvenes monjes empezaron juntos a trazar planes para promover la unión y reformar la observancia en los monasterios rutenos. Desde entonces se llamó Josafat, recibió el diaconado, después el sacerdocio y pronto adquirió fama por sus sermones sobre la unión con Roma.
Su vida personal era muy austera, ya que añadía a las penitencias acostumbradas en las reglas monásticas del oriente, otras mortificaciones tan severas, que en más de una ocasión le criticaron los mismos monjes. En el proceso de beatificación el burgomaestre de Vilna declaró que "no había en el pueblo ningún religioso más bueno que el P. Josafat."
Josafat, al notar que su superior, Samuel, el abad del monasterio de la Santísima Trinidad, manifestaba  tendencia a separarse de Roma, se lo advirtió a sus superiores. El arzobispo de Kiev sustituyó a Samuel por Josafat.  Bajo su gobierno, el monasterio se repobló. Ello movió a sus superiores a retirarle del estudio de los Padres orientales para que fundase otros monasterios en Polonia.
En 1614, Rutsky fue elegido metropolitano de Kiev y Josafat Ie sucedió en el cargo de abad de Vilna. Cuando el nuevo metropolitano fue a tomar posesión de su catedral, Juan le acompañó en el viaje y aprovechó la ocasión para visitar el famoso monasterio de las Cuevas de Kiev. Pero la comunidad de dicho monasterio, que se componía de más de 200 monjes, estaba relajada y el reformador católico estuvo a punto de ser arrojado al río Dnieper. Aunque sus esfuerzos por hacer volver a la unidad a la comunidad fracasaron, su ejemplo y sus exhortaciones consiguieron hacer cambiar un tanto la actitud de los monjes.
Obispo ejemplar
En 1617, el P. Josafat fue consagrado obispo de Vitebsk con derecho de sucesión a la sede de Polotsk. Pocos meses después murió el anciano arzobispo de esa sede y Josafat se halló al frente de una eparquía  extensa pero poco fervorosa. Muchos se inclinaban al cisma porque temían que Roma interfiriese en sus ritos y costumbres. Las iglesias estaban en ruinas y se hallaban manos de los laicos. Muchos miembros del clero secular habían contraído matrimonio, algunos varias veces. La vida monástica estaba en decadencia. Josafat pidió ayuda a algunos de sus hermanos de Vilna y emprendió la tarea: reunió sínodos en las ciudades principales, publicó e impuso un texto de catecismo, redactó una serie de ordenaciones sobre la conducta del clero y combatió la interferencia de los "señores" en los asuntos de las iglesias locales. A todo ello añadió el ejemplo de su vida, su celo en la instrucción, la predicación, la administración de sacramentos y la visita a los pobres, a los enfermos, a los prisioneros y a las aldeas más remotas.
Hacia 1620, prácticamente toda la eparquía era ya sólidamente católica, el orden estaba restaurado y el ejemplo de aquel puñado de hombres buenos había producido un renacimiento de la vida cristiana. Pero en ese mismo año, disidentes en la región que se había unido a Roma, establecieron obispos paralelos, contrarios a Roma. Así, un tal Melecio Smotritsky fue nombrado arzobispo de Polotsk, sede de San Josafat, y se dedicó enérgicamente a destruir la obra del arzobispo católico, diciendo que Josafat se había "convertido al latinismo", que iba a obligar a sus fieles a seguir su ejemplo y que el catolicismo no era la forma tradicional del cristianismo ruteno. La nobleza y la mayoría del pueblo estaban por la unión, pero habían zonas disidentes. Un monje llamado Silvestre Smotritsky recorrió las poblaciones de Vitebsk, Mogilev y Orcha sublevando a la gente contra el catolicismo. Cuando el rey de Polonia proclamó un decreto afirmando que Josafat era el único arzobispo legítimo de Polotsk, se produjeron desórdenes no sólo en Vitebsk, sino en la misma Vilna. El decreto fue leído públicamente en presencia del santo y éste estuvo a punto de perder la vida.
El canciller de Lituania, León Sapieha, que era católico, temeroso de los resultados políticos de la inquietud general, prestó oídos a los rumores esparcidos por los disidentes que, fuera de Polonia, acusaban a San Josafat de haber sido el causante de los desórdenes con su política. Así pues, en 1622, Sapieha escribió al santo acusándole de emplear la violencia para mantener la unión, de exponer el reino al peligro de una invasión de los cosacos, de sembrar la discordia entre el pueblo, de haber clausurado por la fuerza ciertas iglesias no católicas y de otras cosas por el estilo. Tan solo era cierto que Josafat había pedido el auxilio del gobierno para recobrar la iglesia de Mogilev, de la que se habían apoderado los disidentes. El arzobispo tuvo que hacer frente también a la oposición, las críticas y la falta de comprensión de algunos católicos. Una de las razones por la que que una parte del pueblo fácilmente se dejó llevar por las falsas acusaciones era para evitar la disciplina y las exigencias morales del renacimiento católico.
En octubre de 1623, sabedor de que Vitebsk era todavía el centro de la oposición, decidió ir allá personalmente. Sus amigos no lograron disuadirle ni convencerle de que llevase una escolta militar. "Si Dios me juzga digno de merecer el martirio, no temo morir'", respondió San Josafat. Así pues, durante dos semanas predicó en las iglesias de Vitebsk y visitó a los fieles sin distinción alguna. Sus enemigos le amenazaban continuamente y provocaban a sus acompañantes para poder asesinarle aprovechando el desorden. El día de la fiesta de San Demetrio, una turba enfurecida rodeó al mártir, el cual les dijo:
"Sé que queréis matarme y que me acecháis en todas partes: en las calles, en los puentes, en los caminos, en la plaza central. Pero yo estoy entre vosotros como vuestro pastor y quiero que sepáis que me consideraría muy feliz de dar la vida por vosotros. Estoy pronto a morir por la sagrada unión, por la
supremacía de San Pedro y del Romano Pontífice."
Martirio
Smotritsky, fomentador de la agitación, probablemente solo pretendía obligar al santo a salir de la ciudad. Pero sus partidarios empezaron a tramar una conspiración para asesinar a Josafat el 12 de noviembre, a no ser que se excusase ante ellos por haber empleado la violencia. Un sacerdote llamado Elías fue el encargado de penetrar en el patio de la casa del arzobispo e insultar a sus criados por su religión y al amo
a quien servían. Como la escena se repitiese varias veces, San Josafat dio permiso a sus criados de arrestar al sacerdote, si volvía a presentarse. En la mañana del 12 de noviembre, cuando el arzobispo se dirigía a la iglesia para el rezo del oficio de la aurora, Elías le salió al encuentro y comenzó a insultarle. El santo dio entonces permiso a su diácono para que mandase encerrar al agresor en un aposento de la casa. Eso era precisamente lo que deseaban sus enemigos que buscaban pretexto para atacarle. Al punto, echaron a vuelo las campanas, y la multitud empezó a clamar que se pusiese en libertad a Elías y se castigase al arzobispo. Después del oficio, San Josafat volvió a su casa y devolvió la libertad a Elías, no sin antes haberle amonestado. A pesar de ello, el pueblo penetró en la casa, exigiendo la muerte de Josafat y golpeando a sus criados. El santo salió al encuentro de la turba y preguntó: "¿Por qué golpeáis a mis criados, hijos míos?   Si tenéis algo contra mí, aquí estoy; dejadlos a ellos en paz." (Palabras muy parecidas a las de Santo Tomás Becket en ocasión semejante). La turba comenzó entonces a gritar: "¡Muera el Papista!", y San Josafat cayó atravesado por una alabarda y herido por una bala. Su cuerpo fue arrastrado por las calles y arrojado al río Divna.
El martirio del santo produjo como resultado inmediato un movimiento en favor de la unidad católica. Desgraciadamente, la controversia se prolongó con violencia y los disidentes tuvieron también un mártir, el abad Anastasio de Brest, quien fue ejecutado en 1648. Por otra parte, el arzobispo Melecio Smotritsky se reconcilió más tarde con la Santa Sede.
La gran reunión rutena existió, con altos y bajos, hasta que, después de la repartición de Polonia, los soberanos rusos obligaron por la fuerza a los rutenos católicos a unirse con la Iglesia Ortodoxa de Rusia. El  comunismo favoreció la opresión de la fe católica. Hoy como ayer es necesaria la intercesión y el ejemplo de San Josafat a favor de la unión en la verdad y el amor.
San Josafat Kunsevich fue canonizado en 1867 por el Papa Pío IX. Fue el primer santo de la Iglesia de oriente canonizado con proceso formal de la Sagrada Congregación de Ritos. Quince años más tarde, León XIII fijó el 14 de noviembre como fecha de la celebración de su fiesta en toda la Iglesia de occidente. La reforma litúrgica movió la fiesta al 12 de noviembre.
El Papa Pío XI declaró a San Josafat Patrón de la Reunión entre Ortodoxos y Católicos el 12 de noviembre de 1923, III centenario de su martirio.
El 25 de Noviembre de 1963, durante el Concilio Vaticano II y por petición del Papa Juan XXIII, quién estaba muy interesado en la unidad, el cuerpo de San Josafat finalmente encontró su descanso en el altar de San Basilio en la Basílica de San Pedro.
Bibliografía:
-Vida de los Santos de Butler, Vol IV.

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