sábado, 18 de junio de 2016

Domingo XII de tiempo ordinario; ciclo C

Domingo de la semana 12 de tiempo ordinario; ciclo C

«Y sucedió que, cuando estaba haciendo oración, se hallaban con él los discípulos y les preguntó: ¿Quién dicen las gentes que soy yo? Ellos respondieron: Juan el Bautista; otros que Elías, y otros que ha resucitado un profeta de los antiguos. Pero él les dijo: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro dijo: El Cristo de Dios. Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie. Y añadió: Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea condenado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que sea muerto y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí ése la salvará.» (Lucas 9, 18-24)
1º. Jesús, estabas haciendo oración, hablando con tu Padre. ¿Qué le estarías diciendo? Seguramente le hablarías de la pregunta que ibas a hacer a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Le pedirías al Padre que tus apóstoles entendieran quién eras. Por eso, cuando Pedro te reconoce como el Cristo de Dios, le contestas:«Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16, 17-18).
Jesús, éste es un momento importante en tu vida pública: vas a nombrar a Pedro como cabeza visible de los apóstoles, como sucesor tuyo, roca firme sobre la que se apoyará para siempre la unidad de tu Iglesia.
Y como haces antes de los momentos importantes, te diriges a tu Padre, te recoges en oración. ¿Es ésta mi actitud cuando me enfrento a una circunstancia más especial? ¿Me apoyo en la oración a la hora de tomar una decisión importante o cuando algo me preocupa?
En esos momentos delicados, Tú me ayudas, me das la luz y la fortaleza que necesito, y me haces comprender el verdadero valor sobrenatural de las dificultades (Pablo Cardona). Descubres a los discípulos el programa de tu vida: "El hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día". Jesús, realizarás paso a paso, al pie de la letra, este programa, hasta el colmo de la cruz, en donde todo se habrá cumplido; más aún, lejos de apartarse de tu camino, dices claramente a tus discípulos que es preciso que cada uno tome su cruz y te siga, corriendo tu misma suerte: "El que quiera salvar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mi causa la salvará". Vivir es elegir, optar y, consiguientemente, en todo momento un riesgo. Cuando uno no está dispuesto a poner en juego su vida es ya un hombre muerto para la libertad. No puede elegir. Su elección estará ya siempre condicionada por el temor a perder la vida. Inevitablemente, llegará un momento en que tendrá que hacer traición a sus mejores proyectos, a sus más sanas intenciones, a lo que él más desearía hacer. Su verdadera vocación quedará bloqueada por ese temor a perder la vida. Sólo el que está dispuesto a decir no, incluso cuando éste no puede costarle la vida, es realmente un hombre libre, es un hombre vivo. Así, pues, vivir es siempre estar dispuesto a dar la vida. Pero sólo dará la vida quien tiene esperanza en el más allá.
Para el creyente esta vida que se ejerce precisamente arriesgándola es una vida con esperanza, pues es una vida que se arriesga por la causa de Cristo. La causa de Cristo es la salvación del hombre porque esta es la voluntad del Padre, para esto vino Jesús al mundo, para que "tengamos vida y la tengamos abundante". Jesús no defendió su vida, es impresionante el silencio que guardó ante los tribunales y no lo es menos el que sostuvo en la cruz cuando le decían: "Si eres Hijo de Dios baja de la cruz y creeremos en ti". No era ésta la señal que Cristo quiso darnos sino muy otra.
Precisamente, quedándose en la cruz dando su vida por los hombres es como demostró que era no solamente más hombre que nadie, sino también el mismo Hijo de Dios, capaz de superar la muerte y entrar en la gloria de la Resurrección. Esta es nuestra esperanza. La vida cristiana sólo es vida cuando se entrega por los hombres, por la causa de Cristo y esto vale también para la Iglesia. También la Iglesia es para los hombres, amar a la Iglesia es transmitir la esperanza a los hombres. El Papa Francisco habla mucho de ese universalismo, de no encerrarnos en una salvación individual, pues la esperanza está precisamente en este continuo dar la vida siguiendo la suerte de Cristo (Eucaristía 1971/38).
"El Hijo del hombre tiene que padecer mucho": constituye un punto esencial en la revelación de la identidad y misión de Jesús. Las ideas de la gente al respecto son tan vagas e imperfectas que él no puede seguir callando; la afirmación de Pedro: tú eres «el Mesías de Dios», pero la verdadera misión del Mesías es ser desechado, morir, resucitar. Y para que todo esto no sea percibido como un acontecimiento incomprensible, en cierto modo mitológico, se saca enseguida la consecuencia para todo el que quiera ser su discípulo: que «cargue con su cruz cada día y se venga conmigo»; eso es seguir al Mesías. La fe exigida incluye la acción que implica: seguir a Jesús no por una especie de ganancia ventajosa, sino mediante la pérdida incondicional: «El que pierda su vida por mi causa...» (H. von Balthasar).
“¿No sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro: «quien no toma su Cruz «cotidie» cada día, no es digno de Mí». Y más adelante: «no os dejaré huérfanos...». El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en El, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres» (J. Escrivá, Surco 149). Jesús, a veces permites que experimente esa cruz de la aridezesa falta de ganas para rezar. Que me acuerde entonces de tu oración y de tu cruz, y me decida, una vez más, a hacer la voluntad de Dios, y no la mía (Pablo Cardona).
2. «Harán llanto como llanto por el hijo único». Ciertamente la primera lectura (del profeta Zacarías), por su proximidad a la cruz de Cristo, seguirá estando siempre rodeada de misterio y nunca podrá explicarse del todo. Quizá ni siquiera el propio profeta sabe quién es este «hijo único», por el que se entona un lamento tan grande como el luto de los sirios paganos por su dios Hadad-Rimón, que muere y resucita; del que se dice que los mismos que se lamentan lo han matado, «traspasado». Además este gran llanto está suscitado por «un espíritu de gracia y de clemencia» que es derramado por Dios, y con motivo de tan gran lamentación se alumbrará en la ciudad santa «un manantial contra los pecados e impurezas». ¿Tuvo realmente el profeta un presentimiento de que todo esto sucedería: el Hijo de Dios traspasado, el manantial (que en último término brota de él mismo) y el espíritu de oración que por la muerte del traspasado se derrama sobre el pueblo? Resulta casi obligado suponer que aquí aparece un oscuro barrunto de lo que se dice claramente en el evangelio: el Mesías tendrá que padecer mucho y morir, y el espíritu de oración y purificación hará posible una com-pasión interior (H. von Balthasar).
El salmo sigue los anhelos de nuestro corazón, hasta el Señor, que fundamenta nuestra esperanza: “Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua. Como cuando en el santuario te veía, al contemplar tu poder y tu gloria, -pues tu amor es mejor que la vida, mis labios te glorificaban-, así quiero en mi vida bendecirte, levantar mis manos en tu nombre; como de grasa y médula se empapará mi alma, y alabará mi boca con labios jubilosos. porque tú eres mi socorro, y yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene”.
3. «Hijos de Dios en Cristo Jesús». La segunda lectura cierra el abismo que parece abrirse entre el destino del Mesías traspasado y el llamamiento a seguirle que se hace en el evangelio a hombres completamente normales. Si éstos «pierden su vida por mi causa», entran en la esfera del que padece originariamente y por sustitución vicaria, se convierten en «Hijos de Dios» en él, no en el sentido de los misterios paganos de Hadad-Rimón, sino en el sentido que Pablo desvela cuando muestra cómo el creyente por el bautismo «se reviste de Cristo». Se sobrentiende que no se trata de algo externo como el vestido, que permanece fuera del cuerpo, sino de una realidad dentro de la cual el hombre se pierde (hacerse a su forma, meterse en su piel, participar de su vida y sus sentimientos). Por eso los cristianos no llevan cada uno su vestido personal, sino el vestido de Cristo, el Cristo vivo que acoge a todos en sí para que todos sean «uno» en él y puedan así participar interiormente en su destino único («cargar con su cruz cada día») (H. von Balthasar).
Llucià Pou Sabaté
San Romualdo, abad

San Romualdo, como fundador de la Orden contemplativa de los Camaldulenses, es uno de los mejores representantes de la tendencia reformadora de fines del siglo X y del siglo XI, como reacción contra el deplorable estado de relajación en que se hallaba la Iglesia católica y gran parte de la vida monástica del tiempo. El movimiento renovador más conocido y más eficaz para toda la Iglesia en este tiempo fue el cluniacense, iniciado a principios del siglo x en el monasterio de Cluny. Pero en Italia tuvo manifestaciones características de un ascetismo más intenso, que tendía a una vida mixta, en que se unía la más absoluta soledad y contemplación con la obediencia y vida de comunidad cenobítica. El resultado fueron las nuevas Ordenes de Valleumbrosa y de los Camaldulenses y los núcleos organizados por San Nilo y San Pedro Damiano.
San Romualdo, de la familia de los Onesti, duques de Ravena, nació probablemente en torno al año 950 y murió en 1027. Es cierto que su biógrafo San Pedro Diamiano atestigua que murió a la edad de ciento veinte años; pero ya los bolandistas corrigieron este testimonio, que, como resultado de modernos estudios, no puede mantenerse. Educado conforme a las máximas del mundo, su vida fue durante algunos años bastante libre y descuidada, dejándose llevar de los placeres y siendo víctima de sus pasiones. Sin embargo, según parece, aun en este tiempo, experimentaba fuertes inquietudes, a las que seguían aspiraciones y propósitos de alta perfección. Así se refiere que, yendo cierto día de caza, mientras perseguía una pieza, se paró en medio del bosque y exclamó: "¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por completo del mundo!"
Un hecho trágico le dió ocasión para abandonar el mundo. En efecto, su padre, llamado Sergio y hombre imbuído en los principios mundanos, se lanzó a un duelo con un pariente, obligando a Romualdo a asistir como testigo. Terminado el duelo con la muerte del adversario, Romualdo sintió tal remordimiento por aquella muerte y tal repugnancia por el mundo, que se retiró al monasterio benedictino de Classe, cerca de Ravena, con el fin de hacer penitencia. Tres años pasó allí entregado a las mayores austeridades, y al fin se decidió a suplicar su admisión en el monasterio. El abad tuvo especial dificultad por no contrariar a su padre Sergio; mas, por intercesión del arzobispo de Ravena, antiguo abad de Classe, le permitió al fin vestir el hábito benedictino, en aquel célebre monasterio.
Pero entonces comenzó un nuevo género de dificultades. La vida de observancia y penitencia del nuevo monje constituía una tácita reprensión para muchos religiosos de aquel monasterio, más o menos relajados. Por esto, se fue formando tal oposición contra Romualdo que, en inteligencia con el abad, se vió obligado a retirarse a un lugar solitario cerca de Venecia, donde se puso bajo la dirección de un tal Marino. Este, con sus formas rudas y su austera ascética, contribuyó eficazmente al adelantamiento de Romualdo en la perfección religiosa, y tal fue el ascendiente de santidad que ambos llegaron a alcanzar, que el mismo dux de Venecia, San Pedro Orseolo, se sintió impulsado a abandonar el mundo y entregarse a la vida solitaria. Así pues, ambos, juntamente con Pedro Orseolo, se dirigieran a San Miguel de Cusan, donde se entregaron a las más rigurosa vida solitaria. Movido por el ejemplo de su hijo, también el duque Sergio se retiró al monasterio de San Severo, cerca de Ravena, para expiar sus pecados. Sin embargo, después de algún tiempo, vencido por la tentación, intentaba volver a su antigua vida; pero entonces su hijo Romualdo, abandonando su retiro, acudió a su lado y consiguió mantenerlo en aquella vida de penitencia, en la que perseveró hasta su muerte.
La vida de San Romualdo durante los treinta años siguientes constituye un verdadero prodigio de ascetismo cristiano. En el monasterio de Cusan se puso bajo la dirección del abad Guérin, de quien obtuvo el permiso de retirarse a un lugar solitario, próximo a la abadía, donde se entregó durante tres años a las mayores austeridades.
Ponía ante sus ojos la vida de los santos y procuraba imitar los excesos de penitencia que ellos habían practicado. Como los antiguos anacoretas del desierto se habían impuesto ayunos rigurosísimos, Romualdo quiso también seguir su ejemplo. Durante estos años, Romualdo no comía más que el domingo, y aun entonces, una comida sumamente frugal.
En medio de todo esto, lo acometió el enemigo con las más molestas tentaciones. Poníale ante los ojos con la mayor viveza los atractivos de la vida del mundo, mientras, por otra parte, la representaba la inutilidad de los esfuerzos que realizaba y de la vida que llevaba. Frente a los repetidos asaltos del enemigo, Romualdo se entregó más de lleno a la oración, de donde sacaba la fuerza necesaria para mantenerse firme en la lucha. Según se refiere, el enemigo llegó a maltratar cruelmente su cuerpo, con el objeto de apartarlo de aquella vida de austeridad. Más aún, excitando en su imaginación durante la noche imágenes feas y espantosas, trataba de amedrentarlo con el ejercicio de la vida de perfección.
Pero Romualdo, fiel a la oración y puesta su confianza en Dios, salió victorioso de todas estas batallas. Hacia el año 999 volvió a Italia y se incorporó de nuevo al monasterio de Classe, donde, en una celda solitaria, continuó la vida de penitencia y de retiro que había comenzado. Allí se renovaron los asaltos del enemigo. Las crónicas antiguas refieren que, habiéndolo el demonio fiagelado cruelmente un día en el interior de su celda, Romualdo se dirigió al Señor con estas palabras: "Dulcísimo Jesús mío, ¿me habéis abandonado por completo en manos de mis enemigos?" Al oír el demonio el nombre de Jesús, huyó rápidamente, a lo que siguió una gran tranquilidad y dulzura del alma.
Pero Romualdo tuvo que superar otras muchas dificultades, con las que se fue purificando su alma y aquilatando su virtud, hasta disponerlo definitivamente a la fundación de la nueva Orden de los Camaldulenses. Estas dificultades le vinieron de sus mismos monjes. Viviendo él en su retiro, no lejos del monasterio de Classe, un rico caballero le envió una limosna de siete libras para que las distribuyera entre los monjes pobres. Así lo hizo él inmediatamente, repartiéndolo entre otros monasterios más pobres que el suyo, por lo cual los de su monasterio se enfurecieron contra él, y como ya estaban resentidos por sus grandes austeridades, lo tomaron aparte y, después de azotarlo bárbaramente, le obligaron a retirarse.
Pero, precisamente entonces, quiso el Señor valerse de él para la reforma de aquel monasterio de Classe. En efecto, hallándose a la sazón en Ravena el emperador Otón III, lleno siempre de los más elevados ideales de reforma eclesiástica, trabajó eficazmente para la reforma del monasterio de Classe, y para ello obtuvo de sus monjes que eligieran como abad a Romualdo. El mismo en persona fue en busca del solitario y lo introdujo como abad y reformador en la célebre abadía. Efectivamente, durante dos años entregóse con toda su alma a la importante obra de la reforma del monasterio; pero, viendo que no lograba su intento, acudió al arzobispo de Ravena y al mismo Otón III, y puso en sus manos su báculo, renunciando a la dignidad de abad.
Tal fue el momento preparado por la Providencia para que iniciara su obra de fundador. En efecto, con toda la experiencia adquirida durante los largos años dedicados a la vida solitaria, e impulsado siempre por sus ansias de vida. contemplativa y de la más absoluta soledad, pidió entonces a Otón III le concediera los terrenos y los medios para la construcción de un monasterio, donde pudieran entregarse a una vida mixta de contemplación, soledad y obediencia, y, efectivamente, el emperador le hizo construir uno en el lugar denominado Isla de Perea dedicado a San Adalberto, a donde se retiró Romualdo con algunos caballeros del séquito de Otón III, que se decidieron a seguirle. Poco después organizó otros centros de vida eremítica en Italia y en la Istria, y concibió el plan de construir uno en Val de Castro, consistente en un conjunto de celdas separadas, cuyos moradores debían llevar una vida de rigurosa soledad, entregados a la oración y penitencia, pero manteniendo la unión y vida de comunidad. Con esto debía realizarse su ideal de consagración a Dios.
Entre tanto, movido del ansia de derramar la sangre por Cristo, que siempre había sentido, obtuvo del Papa el permiso de predicar el Evangelio en Hungría. Púsose, en efecto, en marcha; pero, cuando estaba a punto de llegar a la meta de sus aspiraciones, se sintió atacado por una enfermedad, y como esto se repitiera cada vez que intentaba continuar su empresa, comprendió que no era aquélla la Voluntad de Dios, y así volvió a Italia.
Entonces, pues, se entregó con toda su alma a la realización definitiva de su ideal monástico. Afianzóse la fundación de Val de Castro; continuó organizando otros centros semejantes. Llamado a Roma por el Romano Pontífice, dedicóse algún tiempo al apostolado y, con la santidad de su vida y sus ardientes exhortaciones, logró la conversión de muchos pecadores; mas, volviendo a su ideal monástico, fundó diversos centros en las proximidades de Roma, entre los que sobresale el de Sasso Ferrato, donde permaneció algún tiempo. Precisamente en este lugar quiso el Señor que resplandecieran de un modo especial sus virtudes. En efecto, según refieren sus biógrafos, un señor, a quien Romualdo había tratado de convertir de su desordenada vida de impureza, lanzó contra Romualdo la más inicua calumnia. Dios permitió que los monjes, demasiado crédulos, se dejaran convencer, y así, impusieron al Santo una severa penitencia y le prohibieron celebrar la santa misa. Romualdo sobrellevó aquella deshonra con el más absoluto silencio durante seis meses; pero, transcurrido este tiempo, Dios mismo le ordenó que no se sometiera por más tiempo a una sentencia abiertamente injusta, pronunciada contra él sin autoridad y sin ninguna sombra de verdad. La primera vez que celebró la santa misa después de esta prueba apareció, según se refiere, arrobado en éxtasis.
Después de esto, ya iniciado el siglo XI, pasó seis años en Monte-Sitrio, donde había organizado un nuevo centro de vida ascética conforme a su ideal. El mismo era un ejemplo viviente de la vida de consagración a Dios: guardaba el más absoluto silencio; observaba las más rigurosas austeridades; rehusaba a sus sentidos todo lo que pudiera darles alguna satisfacción. El emperador Enrique I, sucesor de Otón III, en su primer viaje a Italia, quiso visitar a Romualdo, de cuya santidad y austeridades estaba ínformado. El resultado de la entrevista fue entregarle el monasterio de Monte-Amiato, en Toscana, para que introdujera en él algunos de sus discípulos. Así lo realizó él, en efecto, durante los años siguientes. A este tiempo se refieren diversos hechos milagrosos, que las crónicas le atribuyen; pero estas mismas observan que Romualdo procuraba siempre obrar los milagros de tal manera que no se le pudieran atribuir a él. Así se refiere que, cuando enviaba a sus discípulos a alguna misión, les daba pan y diversos frutos benditos, con los que Dios quiso obrar algunos milagros. Durante un sueño que tuvo por este tiempo al pie de los Apeninos, mientras andaba en busca de un lugar apropiado para sus monjes, según refieren las crónicas, vió en sueños una escala que subía de la tierra al cielo, por donde subían muchos religiosos en hábitos blancos.
Con esto, dió la forma definitiva a sus fundaciones. Así, al fundar en 1012 el monasterio de Campo Maldoli (que se abreviaba Camaldoli) puso en práctica el ideal de vida en celdas independientes, del más riguroso silencio, gran austeridad de vida, pero bajo la obediencia a su superior, vida común y demás obligaciones impuestas por la regla, a lo que se añadió el hábito blanco. En realidad, pues, la obra del fundador de los Camaldulenses, San Romualdo, no comienza en 1012 con el establecimiento del monasterio de Campo Maldolo o Camaldolo. Esta fundación, significa más bien el complemento final de San Romualdo. Su obra se prepara con la práctica de sus largos años de vida sol¡taria en los monasterios de Classe, Cusan y otros lugares en que vivió vida solitaria, y se realiza, desde principios del siglo XI, en la Isla de Perea, en Val de Castro, Sasso Ferrato, Monte-Sitrio, Monte-Amiato y, finalmente, en Camaldolo.
El motivo de haber tomado la Orden por él fundada el nombre de Camaldulense fue, como se interpreta comúnmente en nuestros días, porque en Camaldolo se realizó plenamente el ideal de San Romualdo. Por lo demás, es conocida la explicación que se ha dado tradicionalmente a esta denominación. Se supone que aquel monasterio se llamó Campo Maldolo por ser donativo de un caballero llamado Maldoli. Pero frente a esta explicación, se ha averiguado que la donación fue hecha por Teobaldo, obispo de Arezzo. En todo caso, consta que el nombre del monasterio fue Campo Maldolo o Camaldolo.
Tal fue la obra de San Romualdo, que halló en este monasterio su más perfecta realización, con lo cual se consolidó definitivamente este nuevo tipo de vida, mezcla ideal de la vida anacorética y cenobítica, que luego imitaron los cartujos y otras órdenes. Una vez establecido y bien organizado este monasterio, Romualdo volvió a su vida ambulante, visitando y afianzando los demás centros por él fundados. Finalmente, sintiendo que se aproximaba su fin, se retiró a Val de Castro, donde expiró el 7 de febrero de 1027, estando enteramente solo en su celda. Según se atestigua, veinte años antes había profetizado que moriría en este lugar, en esta fecha y en esta forma en que moría,
La Orden de los Camaldulenses fue aprobada definitivamente por Alejandro II (1061-1073) en 1072. Contaba entonces solamente nueve monasterios. El cuarto General, Beato Rodolfo, redactó en 1102 las constituciones definitivas, en las que se mitiga un poco el extremado rigor primitivo.
BERNARDINO LLORCA, S. I.

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