sábado, 9 de abril de 2016

Domingo de la semana 3 de Pascua; ciclo C

Domingo de la semana 3 de Pascua; ciclo C

Meditaciones de la semana
en Word y en PDB
Jesús se aparece a los discípulos y come con ellos: sigue presente en nuestro mundo, nos acompaña con los Sacramentos, dándonos el alimento de su vida
«Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades.  Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.  Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”.  Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros”.  Salieron y subieron a la barca.  Pero esa noche no pescaron nada.Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él.  Jesús les dijo: “Muchachos, ¿tienen algo para comer?”.  Ellos respondieron: “No”.  Él les dijo: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán”.  Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.  El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”.  Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua.  Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas, y pan.  Jesús les dijo: “Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar”.  Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.  Jesús les dijo: “Vengan a comer”.  Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque sabían que era el Señor.  Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.  Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos»  (Juan 21,1-19).
1. El evangelio de este domingo nos relata una escena sorprendente. Los discípulos han vuelto a su quehacer de cada día, porque también ellos tienen que trabajar para vivir. Pedro dice a sus amigos: "Voy a pescar" y éstos le responden: "Vamos nosotros contigo". La presencia del Señor da un sentido nuevo a su actividad, y ahora bregando sin descanso les acompañará siempre la memoria de Jesús; y allí está Jesús en su lugar de trabajo, en la incertidumbre de su pesca, en la angustia de su fracaso y en sus cavilaciones de no poder llevar nada a casa. Está Jesús irreconocible, como un espectador indiferente, pero está, y está pendiente de ellos. Les anima a intentarlo otra vez, a volver a echar la red una vez más. Los pescadores están cansados, rendidos, desanimados: los esfuerzos de toda la noche han sido un fracaso. Pero dan gusto al desconocido, y sucede lo inesperado, lo que parecía imposible se hace posible y realidad. Ahí está la red llena del peso de tantos peces. Y de repente una luz, una corazonada: ¡Es el Señor! No ha sido el azar. Las cosas no siempre suceden por casualidad. Y la casualidad no es más que la ignorancia de una causalidad compleja (“Eucaristía 1989”).
La pesca milagrosa tiene muchos símbolos: la obediencia de echar las redes por donde indica Jesús, que en la orilla recoge los peces, los frutos. La imagen de la unidad de la Iglesia expresada en que la red esta vez no se rompe, lo mismo que lo era la túnica inconsútil de Jesús en la cruz.
Es encantador ver a Jesús preparando unas tostadas, un desayuno con peces asados, para ofrecer a los discípulos. Esta comida matinal de la resurrección con los peces, es también símbolo del pez como imagen de Cristo, ya que el nombre griego de "pez", “Ichthys”, tenía las letras iniciales griegas de "Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador”. Para saciarnos nos da "Pan del cielo", el alimento de los ángeles; divina presencia que, para ellos, está al descubierto, pero que no por eso deja de estar para nosotros bajo el velo de la figura simbólica. Desde la orilla eterna, desde el altar del sacrificio nos llama la voz del glorificado: "¡Venid y comed!"; y tanto para nosotros como para los discípulos no quiere decir esto sino: "Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo". Pues "comer" con Cristo resucitado es participar del manjar sacrificial de su santa carne y sangre; "reinar" con El "ya en vida". Es no permanecer en el mar del error, sino estar con Él en la orilla de la Galilea de Dios. Galilea es el lugar de la revelación, la tierra de la resurrección e inmortalidad; en este país es donde nos introduce Cristo. País a un mismo tiempo presente y futuro. Galilea es donde los discípulos se reunieron después de la resurrección del Señor y donde lo reconocieron al compartir con Él la comida. Galilea es la Iglesia; allí, en el sacrificio y en los Sacramentos, en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, resplandece el "añorado rostro" de Cristo en su glorificación pascual. Galilea es la Eternidad, donde nosotros podremos contemplar gloriosamente a Aquel que ahora vemos encubierto en el santo sacrificio eucarístico; pero de quien tenemos una certeza tal, que nadie se atreve a preguntar: "¿Tú, quién eres?", ya que todos sabemos muy bien "que es el Señor" (Emiliana Löhr).
Luego, el diálogo con Pedro, y Jesús no dice “apacienta tus ovejas”, sino “apacienta mis ovejas”: son de Jesús, los ministros son vicarios de Cristo, que es el único pastor de las ovejas. Vemos aquí no sólo el encargo de Pedro sino cómo el Señor le busca para que pueda afirmar abiertamente su adhesión al Señor después de las tres negaciones: acude más humildemente al conocimiento que Cristo puede tener al respecto ("Tú sabes que te amo"). En griego se ven matices, como que Pedro no habla del mismo amor que Cristo. Jesús le pregunta por dos veces si siente hacia Él amor ("agapê"), pero Pedro responde diciendo que siente apego hacia su Maestro ("filia”). Pedro no quiere pronunciarse sobre el amor profundo, de donación, el amor religioso que Jesús le pide, y se limita a manifestar su amistad. Todo el afecto y la adhesión encerrados en la idea de "filia" se encuentran ciertamente en la de "agape", pero no se atreve a decir que tiene un amor de caridad. La tercera le pregunta Jesús por esa amistad, si tiene “filia”. La revelación del amor ("agapê") hecha por Cristo es el mandamiento cristiano (Maertens-Frisque).
"DICHO ESTO, AÑADIÓ: -SÍGUEME". Según los evangelios, Jesús, repetidamente, durante sus breves años de predicación por las tierras de Palestina, dijo esta palabra, hizo esta invitación a hombres del pueblo: "Sígueme". Pero lo curioso, lo que hoy quisiera subrayar al iniciar este comentario es que -según el evangelio que acabamos de leer- la hizo también -lo dijo también- ya resucitado. A nosotros nos continúa diciendo "SÍGUEME" cuando pasa a nuestro lado, en nuestro trabajo de pesca… después de preguntarnos como a Pedro si le amamos, si le queremos, nos dice también: "Sígueme". Y espera nuestra respuesta.
2. Hechos (5,27b-32.40b-41) nos muestra a los apóstoles contentos aunque sean llevados a la cárcel: “Azotaron a los Apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los Apóstoles salieron del Consejo, contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”. Los sacerdotes judíos tienen miedo de ser culpados de la muerte de Jesús. San Pedro evoca la crucifixión de Jesús y su resurrección por obra de Dios; la vida de Jesús es como una continuación de la alianza; es el "Señor" que nos hace una invitación a la salvación, y para eso vivir el arrepentimiento. La predicación que se atiene a lo esencial, que va derecha al asunto: fundamentar la vida cristiana en la fe. Este es el mensaje central del suceso pascual. La respuesta de Pedro da razón del valor que anima al apóstol. Este es el principio básico de todo el que proclama con verdad el nombre de Dios: el hombre tiene que estar siempre orientado hacia Dios. La respuesta del apóstol es una denuncia, ya que obliga a tomar posición ante el mensaje.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí”. El Salmo 28 nos muestra el peligro de una tempestad, imagen de toda zozobra, y se canta la protección divina, las maravillas que Dios hace en la creación, y se intuye la redención que Jesús ha operado en la Cruz: “Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”. San Basilio escribe: "Tal vez, más místicamente, "la voz del Señor sobre las aguas" resonó cuando vino una voz de las alturas en el bautismo de Jesús y dijo: "Este es mi Hijo amado". En efecto, entonces el Señor aleteaba sobre muchas aguas, santificándolas con el bautismo. El Dios de la gloria tronó desde las alturas con la voz alta de su testimonio (...). Y también se puede entender por "trueno" el cambio que, después del bautismo, se realiza a través de la gran "voz" del Evangelio".
También hoy día, muchos temen el fin del mundo ante signos de la naturaleza. Este salmo nos ayuda, en medio de los "miedos" y de los terrores humanos, a permanecer en paz en manos de Dios. Cuando todo tiembla alrededor, el pueblo creyente, "canta serenamente la "gloria de Dios", se encuentra tranquilo bajo las "bendiciones de un Dios" que lo colma de beneficios": “Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida”. Son palabras que  nos llenan de paz, ante el miedo atómico, el miedo por el futuro, la degradación de la naturaleza, los terrores sociales de toda clase, fuerzas nuevas difícilmente controlables, la huelga, la inflación, los desequilibrios económicos, etc. Recitar este salmo hoy día es erguirse arrogantemente, valientemente, y pensar que el hombre de fe no tiene miedo, no tiene miedo de nada, pues sabe que todo está en manos de Dios (Noel Quesson).
“Escucha, Señor, y ten piedad de mí.  Señor, socórreme”. El salmo nos anima a buscar el rostro de Dios: el que se descubre en la intimidad de la oración done se siente la paz, la protección que la Providencia nos ofrece. En la oración se conoce que el Señor desea verdaderamente dar la paz: “Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre”.
3. Yo, Juan, miré y escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.»” El apocalipsis (5,11-14) nos muestra la alabanza a Dios como tal, reconocimiento y proclamación de él mismo. Es una actitud de adoración, de reconocimiento y entrega, propio de nuestro ser de creaturas. El cristiano es más que una simple creatura, porque también es hijo, pero no deja de ser lo primero y no está mal que imite esta actitud presentada aquí, por lo menos en algunas ocasiones. Se trata de la gratuidad en nuestras relaciones con Dios.
 “Y oí a todas las creaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar -todo lo que hay en ellos- que decían: «Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos.»” En la visión, el autor del Apocalipsis no sólo ve lo que está sucediendo (persecución actual de la iglesia por un poder concreto), sino también lo que va a suceder en el futuro. La lucha entre imperio romano e Iglesia nos evoca y es sólo reflejo de esa gran lucha entablada entre Dios y Satán a lo largo de toda la historia de la iglesia, historia erizada de dificultades, de luchas en las que las nuevas fieras y prostitutas parecen llevar la mejor parte. La Iglesia, según las apariencias, está abocada al caos, a la destrucción. En realidad no es así. La desarmonía, luchas, persecuciones y catástrofes cósmicas que nos encontramos a lo largo de todo el libro del Apocalipsis y que son fruto del poder humano actual contrasta con la armonía que reina en el cielo y que es fruto del poder divino. Este es el fin de la historia humana representada en los veinticuatro ancianos que evocan, quizá, a las doce tribus de Israel y a los doce apóstoles. Es el nuevo pueblo de Dios triunfante que contrasta con el actual pueblo de Dios que sufre.
“Y los cuatro vivientes respondían: Amén. Y los ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos”. El “Cordero” ocupa un lugar privilegiado junto al trono para indicarnos su filiación divina, pero además posee atributos humanos: es el "león de la tribu de Judá", título que se aplica al Mesías al igual que el de "retoño de David". El león es símbolo de poder y en este capítulo se le asocia a la conquista, ya que puede abrir el rollo y destruir a las dos fieras y a Satán hasta implantar en la tierra el reinado de Dios, la nueva sociedad de salvados, representada por la Jerusalén celeste. Pero en este texto el león es a la vez cordero; no triunfa por su violencia, sino por su sufrimiento y al ser degollado nos salva (Dabar 1977). La fe en Dios creador y en su Hijo salvador. La última palabra en esta alabanza cósmica la pronuncian los cuatro vivientes. Con su "Amén" se cierra esta maravillosa liturgia, inmediata cercanía de Dios, allí donde había comenzado; pero después de haber sido asociadas a la misma fiesta todas las criaturas (“Eucaristía 1989”).
Llucià Pou Sabaté

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