viernes, 2 de octubre de 2015

Sábado de la semana 26 de tiempo ordinario; año impar

Sábado de la semana 26 de tiempo ordinario; año impar

En medio de las penas el Señor enciende la esperanza de la salvación. En el nombre de Jesús nos Dios nos concede todo
“En aquel tiempo, regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos».En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lucas 10,17-24).
1. Los setenta y dos discípulos volvieron muy alegres de la "misión". La maldición de las ciudades hostiles no debe hacernos olvidar este otro aspecto: junto al fracaso, también muchos se abren al reino de Dios: se les escuchó y su trabajo apostólico dio mucho fruto. ¡Y regresaron muy alegres!
-“Y contaron: "Señor, hasta los demonios se nos someten por tu nombre"”. Les impresiona sobre todo esto… y cuentan a Jesús sus correrías apostólicas: ¿lo hago yo también, "contar" a Jesús mis empresas apostólicas?
-“Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás que caía del cielo como un rayo..."” Mientras trabajaban en los pueblos y aldeas, Jesús estaba en oración, y "veía"... el amor intuye lo invisible, lo que está a distancia, pues el amor hace estar en el otro, la persona amiga, que se ama. Pero además, cuando se trata de Dios, que conoce lo más íntimo de mí mismo… Contemplaba su victoria espiritual. ¿Estoy yo también convencido de que Jesús "ve" lo que estoy tratando de hacer? ¿Y de que Él trabaja conmigo?
-“Os he dado poder sobre toda fuerza enemiga, y nada podrá haceros daño”. Escucho y me repito estas palabras.
-"Sin embargo, no os regocijéis porque se os someten los espíritus; más bien regocijaos porque vuestros nombres están escritos en el cielo". Somos como instrumentos en manos del artista, como una flauta que se deja sonar por el gran músico, y así quiero estar, Señor, en tus manos como un instrumento que se deja hacer. Sentir también tus palabras: "Vuestros nombres están escritos en el cielo".
-“Entonces se llenó de gozo en el Espíritu Santo”. Trato de contemplar detenidamente ese estremecimiento, esa alegría expresada, esa felicidad que se traduce corporalmente... y que florecerá también en oración.
-“Se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: "Bendito seas Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque si has ocultado esas cosas a los sabios y entendidos se las has revelado a la gente sencilla, a los pequeñuelos..."” Qué pena dan esos cristianos tristes, o esa película de Passolini sobre “El Evangelio de San Mateo”, donde se ve uno que interpreta a Jesús muy serio… Me alegra verte feliz, Señor, y dar de tu alegría a los demás. La alegría de Jesús se transforma en "Acción de gracias" al Padre. Su júbilo pasa a ser "eucaristía". El trabajo misionero de sus amigos fue también una participación a la obra del Padre. Y, ¿de qué se alegra Jesús? De que los "pequeños" los pobres entienden los misterios de Dios, en tanto que los doctores de la Ley, los intelectuales de la época, los que figuraban... ellos, se cierran a la revelación. Esta experiencia de la misteriosa predilección de Dios era muy corriente en la Iglesia primitiva.
-“Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien. Mi Padre me lo ha enseñado todo; quien es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quien es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar... ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis!” Dichosos los que aceptan dejarse introducir en ese misterio de las relaciones de amor entre el Padre y el Hijo... relaciones absolutamente perfectas, símbolos y modelos de todos nuestros propios amores (Noel Quesson).
Este “himno de júbilo” del Señor al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios nos recuerda las palabras de Teresita de Jesús: “los niños no reflexionan sobre el alcance de sus padres. Sin embargo, sus padres cuando ocupan un trono y poseen inmensas riquezas, no vacilan en satisfacer los deseos de sus pequeñuelos (…). No son las riquezas ni la gloria (ni siquiera la gloria del cielo) lo que reclama el corazón del niñito (…). Lo que pide es el amor… No puede hacer más que una cosa: ¡amarte, oh Jesús!”
Dar gracias a Dios nos da un buen corazón, nos hace mejores… Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: ‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y, tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades (Josep Vall i Mundó).
2. –“¡Animo, pueblo mío!...” El mismo profeta que ayer hizo que fuesen conscientes de su propia participación al pecado del mundo a las comunidades judías dispersas en el paganismo, les envía ahora un mensaje de esperanza.
-“Habéis sido vendidos a las naciones paganas, pero no para vuestra destrucción; por haber provocado la ira de Dios, habéis sido entregados a los enemigos. Pues irritasteis a vuestro Creador”. Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos. Cómo hablar de Dios de otro modo que con nuestras palabras y nuestras experiencias corrientes... Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para «destruirlos», sino para conducirlos a la felicidad verdadera.
-“Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta. Contristasteis a Jerusalén, la que os crió...” En efecto, se trata de la experiencia maternal. Este lenguaje nos anuncia ya lo que el evangelio nos repetirá en términos inolvidables. Dios sufre más que nosotros de nuestros pecados.
-“Con gozo los había yo criado. Los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios”. Es con «lágrimas y duelo» también que el padre del hijo pródigo verá «partir» a su hijo. Otro antropomorfismo emocionante: ¡mis pecados hacen «sufrir» a Dios! Y Jerusalén, personificada como una viuda dolorosa, es la imagen del sufrimiento de Dios. Esas imágenes concretas son más elocuentes que todos los tratados de teología. Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hijos... Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, ¡es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien! ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!
-“¡Animo hijos! clamad a Dios. El que os infligió la prueba se acordará de vosotros.” Una infracción a una Ley permanece ineluctablemente: ¡el mal está hecho! Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dramático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el perdón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor (Lucas 7,36-50.)
-“Vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios. Una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor”. Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apoyarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez veces más a ese Dios que nos ha perdonado.
-“Pues el que trajo sobre vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación”. ¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para nosotros, y más aún que nosotros (Noel Quesson).
El destierro ayudó al pueblo israelita a madurar en su fe. Las pruebas de la vida nos templan, nos van puliendo, nos hacen revisar nuestros caminos y reorientar la dirección de nuestras vidas. A Ignacio de Loyola la herida de Pamplona le resultó providencial para encontrar cuál era la voluntad de Dios sobre su futuro. A nosotros, los diversos acontecimientos de la vida, también las desgracias y hasta nuestros propios fallos y pecados, nos recuerdan que somos frágiles y nos urgen a adoptar una actitud, ante Dios y ante los demás, no de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad. Se nos invita también a nosotros a aprovechar lo malo para que de ahí salga un bien.
3. "Buscad al Señor y vivirá vuestro corazón", nos anima el salmo, y si lo hacemos experimentaremos que "el Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá y los que aman su nombre vivirán en ella". Se refiere a Cristo, es ésta “una plegaria del Salvador, pronunciada en función de su humanidad, y recoge también las causas por las que fue conducido a la muerte en la cruz. Además, cuenta claramente sus sufrimientos, así como las desgracias que tenían que acaecerles a los judíos después de su Pasión. En cuanto a que el Señor ha presentado esta plegaria en función de su naturaleza humana, esto está indicado al final del salmo cuando dice: el Señor escucha a los necesitados, no desdeña a sus cautivos” (S. Atanasio).
Llucià Pou Sabaté
San Francisco de Borja, presbítero

La familia Borja, alcanzó fama mundial cuando Alfonso Borja (Torreta de Canals, actual barrio de Canals, Valencia, 31 de diciembre de 1378 – Roma, Estados Pontificios, 6 de agosto de 1458) fue elegido Papa con el nombre de Calixto III. A fines del mismo siglo, hubo otro Papa Borja, Rodrigo Borja (Játiva, Valencia, 1 de enero de 1431 – Roma, 18 de agosto de 1503) después Alejandro VI, quien tenía cuatro ahijados cuando fue elevado al Pontificado. Para dotar a Pedro, compró el ducado de Gandía. Pedro, a su vez lo legó a su hijo Juan, quien fue asesinado poco después de su matrimonio. Su hijo, el tercer duque de Gandía, se casó con la hija natural de un hijo de Fernando V de Aragón. De este matrimonio nació el 28 de octubre de 1510 Francisco de Borja y Aragón, nuestro santo, quien era descendiente de un Papa (Alejandro VI) y de un rey (Fernando) y además, primo del emperador Carlos V.
Una vez que hubo terminado sus estudios, a los dieciocho años, Francisco ingresó en la corte de este último. Por entonces, ocurrió un incidente cuya importancia no había de verse sino más tarde. En Alcalá de Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de un hombre a quien se conducía a la prisión de la Inquisición: ese hombre era Ignacio de Loyola.
Padre de familia y Virrey de Cataluña
Se casó a los 19 años con Leonor de Castro y tuvo ocho hijos. Al año siguiente recibió del emperador el título de marqués de Llombay (Valencia).  A los 29 años, Carlos V le nombró virrey de Cataluña (1539-1543). Años después, Francisco solía decir: "Dios me preparó en ese cargo para ser general de la Compañía de Jesús. Ahí aprendí a tomar decisiones importantes, a mediar en las disputas, a considerar las cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese sido virrey, nunca lo hubiese aprendido".
En el ejercicio de su cargo consagraba a la oración todo el tiempo que le dejaban libres los negocios públicos y los asuntos de su familia. Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente la frecuencia con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea, muy diferente de la de los primeros cristianos, de que un laico envuelto en los negocios del mundo cometía un pecado de presunción si recibía con demasiada frecuencia el sacramento del Cuerpo de Cristo. En una palabra, el virrey de Cataluña "veía con otros ojos y oía con otras orejas que antes; hablaba con otra lengua, porque su corazón había cambiado."
En Barcelona se encontró con San Pedro de Alcántara y con el beato jesuita Pedro Favre. Este último encuentro, veremos después, fue decisivo para Francisco .
Francisco era un modelo de hombre cristiano
En 1543, a la muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el rey Juan de Portugal se negó a aceptarle como principal personaje de la corte de Felipe II, quien iba a contraer matrimonio con su hija, Francisco renunció al virreinato y se retiró con su familia a Gandía. Ello constituyó un duro golpe, para su carrera pública, y desde entonces el duque empezó a preocuparse más de sus asuntos personales.
En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para protegerla contra los piratas berberiscos, construyó un convento de dominicos en Llombay y reparó un hospital. Por entonces, el obispo de Cartagena escribió a un amigo suyo: "Durante mi reciente estancia en Gandía pude darme cuenta de que Don Francisco es un modelo de duques y un espejo de caballeros cristianos. Es un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra... Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada tanto como la compañía de los sacerdotes y religiosos..."

El encuentro con la muerte le da nueva vida
He aquí la historia:
El mismo año que fue nombrado Virrey de Cataluña,  Francisco recibió la misión de conducir a la sepultura real de Granada los restos mortales de la emperatriz Isabel. El la había visto muchas veces rodeada de aduladores y de todas las riquezas de la corte. Al abrir el ataúd para reconocer el cuerpo, la cara de la difunta estaba ya en proceso de descomposición. Francisco entonces tomó su famosa resolución: « ¡no servir nunca más a un señor que pudiese morir!"»  Comprendió profundamente la caducidad de la vida terrena.
Algunos años más tarde, estando enferma su esposa, pidió a Dios su curación y una voz celestial le dijo: «Tú puedes escoger para tu esposa la vida o la muerte, pero si tú prefieres la vida, ésta no será ni para tu beneficio ni para el suyo.» Derramando lágrimas, respondió: «Que se haga vuestra voluntad y no la mía.»
La muerte de Doña Leonor, su esposa, ocurrida en 1546 fue un gran dolor para Francisco.  El más joven de sus ocho hijos tenía apenas ocho años cuando murió Doña Leonor.
El mismo año, el Beato Pedro Favre se detuvo unos días en Gandía y Francisco hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. El 2 de Junio hizo los votos de castidad, de obediencia y de entrar en la Compañía de Jesús.  El Beato Favre partió de ahí a Roma, llevando un mensaje del duque a San Ignacio, comunicando al fundador de la Compañía de Jesús que había hecho voto de ingresar en la orden. San Ignacio se alegró mucho de la noticia; sin embargo, aconsejó al duque que difiriese la ejecución de sus proyectos hasta que terminase la educación de sus hijos y que, mientras tanto, tratase de obtener el grado de doctor en teología en la Universidad de Gandía, que acababa de fundar. También le aconsejaba que no divulgase su propósito, pues "el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo."
Francisco obedeció puntualmente. Pero al año siguiente, fue convocado a asistir a las cortes de Aragón, lo cual estorbaba el cumplimiento de sus propósitos. En vista de ello, San Ignacio le dio permiso de que hiciese en privado la profesión.  Tres años después, el 31 de agosto de 1550, cuando todos los hijos del duque estaban ya colocados, partió éste para Roma, se encontró con San Ignacio y, después de renunciar al ducado de Gandía, ingresó en la Compañía de Jesús a la edad de treinta y nueve.
Cuatro meses más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de Oñate, en las cercanías de Loyola. Desde ahí obtuvo el permiso del emperador para traspasar sus títulos y posesiones a su hijo Carlos. En seguida se rasuró la cabeza y la barba, tomó el hábito clerical, y recibió la ordenación sacerdotal en la semana de Pentecostés, el 26 de mayo de 1551. "El duque que se había hecho jesuita se convirtió en la sensación de la época. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos asistiesen a su primera misa en Vergara, y la multitud que congregó fue tan grande que hubo que poner el altar al aire libre.
Su propósito de renunciar a los honores se vio también probado en la vida religiosa. Carlos V lo propuso como cardenal, pero Francisco no aceptó.
Los superiores de la casa de Oñate le nombraron ayudante del cocinero: su oficio consistía en acarrear agua y leña, en encender la estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía a la mesa y cometía algún error el santo duque tenía que pedir perdón de rodillas a la comunidad por servirla con torpeza.
Inmediatamente después de su ordenación, empezó a predicar en la provincia de Guipúzcoa y recorría los pueblos haciendo sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la instrucción. Por su parte, el superior de Francisco le trataba con la severidad que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente que el santo sufrió mucho en aquella época, pero jamás dio la menor muestra de impaciencia.
En cierta ocasión en que se había abierto una herida en la cabeza, el médico le dijo al vendársela: "Temo, señor que voy a hacer algún daño a vuestra gracia". Francisco respondió: "Nada puede herirme más que ese tratamiento de dignidad que me dais". Después de su conversión, el duque empezó a practicar penitencias extraordinarias; era un hombre muy gordo, pero su talle empezó a estrecharse rápidamente. Aunque sus superiores pusieron coto a sus excesos, San Francisco se las ingeniaba para inventar nuevas penitencias. Más tarde, admitía que, sobre todo antes de ingresar en la Compañía de Jesús, había mortificado su cuerpo con demasiada severidad
Durante algunos meses predicó fuera de Oñate. El éxito de su predicación fue inmenso. Numerosas personas le tomaron por director espiritual. Él fue de los primeros en reconocer el valor grandísimo de Santa Teresa de Jesús. Después de obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se sobrepasó a sí mismo en Portugal.
San Ignacio le da el cargo de provincial
San Ignacio le nombró  provincial de la Compañía de Jesús en España. San Francisco de Borja dio muestras de su celo y, en toda ocasión expresaba su esperanza de que la Compañía de Jesús se distinguiese en el servicio de Dios por tres normas: la oración y los sacramentos, la oposición a la mentalidad del mundo y la perfecta obediencia. Esas eran las características del alma del santo.
Dios utilizó a San Francisco de Borja para establecer la nueva orden en España. Fundó una multitud de casas y colegios durante sus años de  general. Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse por su familia y por los asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los últimos momentos de Juana la Loca, quien había perdido la razón cincuenta años antes, a raíz de la muerte de su esposo y, desde entonces, había experimentado una extraña aversión por el clero.
Al año siguiente, poco después de la muerte de San Ignacio, Carlos V abdicó, se enclaustró en el monasterio de Yuste y mandó llamar a San Francisco. El emperador nunca había sentido predilección por la Compañía de Jesús y declaró al santo que no estaba contento de que hubiese escogido esa orden. Éste confesó los motivos por los que se había hecho jesuita y afirmó que Dios le había llamado a un estado el que se uniese la acción a la contemplación y en el que se viese libre de dignidades que le habían acosado en el mundo.
Aclaró que, por cierto la Compañía de Jesús era una orden nueva, pero el fervor de sus miembros valía más que la antigüedad, ya que "la antigüedad no es una garantía de fervor". Con eso quedaron disipados los prejuicios de Carlos V.
Lo eligen Superior general y desempeña una gran labor
San Francisco no era partidario de la Inquisición y este tribunal no le veía con buenos ojos, por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de una vez las calumnias que los envidiosos levantaban contra el santo duque. Éste permaneció en Portugal hasta 1561, cuando el Papa Pío IV le llamó a Roma a instancias del P. Laínez, general de los jesuitas.
En Roma se le acogió cordialmente. Entre los que asistían regularmente a sus sermones se contaban el cardenal Carlos Borromeo y el cardenal Ghislieri, quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V. Ahí se interiorizó más de los asuntos de la Compañía y empezó a desempeñar cargos de importancia. En 1566, a la muerte del P. Laínez, fue elegido general, cargo que ejerció hasta su muerte.
Durante los siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su orden en todo el mundo, que puede llamársele el segundo fundador. El celo con que propagó las misiones y la evangelización del mundo pagano inmortalizó su nombre. Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus súbditos en Europa para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado fue establecer un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese otro tanto en las diferentes provincias.
Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince años antes, se había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio Romano y había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica. Como general de la Compañía, se ocupó personalmente de dirigir el Colegio y de precisar el programa de estudios. Prácticamente fue él, quien fundó el Colegio Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador, que se da ordinariamente a Gregorio XIII, quien lo restableció con el nombre de Universidad Gregoriana.
San Francisco construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal y fundó el noviciado en la residencia contigua; además, empezó a construir el Gesu y amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los misioneros destinados a predicar en aquellas regiones del norte de Europa en las que el protestantismo había hecho estragos.
San Pío V tenía mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran admiración por su general, de suerte que San Francisco de Borja podía moverse con gran libertad. A él se debe la extensión de la Compañía de Jesús más allá de los Alpes, así como el establecimiento de la provincia de Polonia. Valiéndose de su influencia en la corte de Francia, consiguió que los jesuitas fuesen bien recibidos en ese país y fundasen varios colegios. Por otra parte reformó las misiones de la India, las del Extremo Oriente y dio comienzo a las misiones de América.
Entre su obra legislativa hay que contar una nueva edición de las reglas de la Compañía y una serie de directivas para los jesuitas dedicados a trabajos particulares. A pesar del extraordinario trabajo que desempeñó durante sus siete años de generalato, jamás se desvió un ápice de la meta que se había fijado, ni descuidó su vida interior.
Un siglo más tarde escribió el P. Verjus: "Se puede decir con verdad que la Compañía debe a San Francisco de Borja su forma característica y su perfección. San Ignacio de Loyola proyectó el edificio y echó los cimientos; el P. Laínez construyó los muros; San Francisco de Borja techó el edificio y arregló el interior y, de esta suerte, concluyó la gran obra que Dios había revelado a San Ignacio".
No obstante sus muchas ocupaciones, San Francisco encontraba tiempo todavía para encargarse de otros asuntos. Por ejemplo, cuando la peste causó estragos en Roma,1566, el santo reunió limosnas para asistir a los pobres y envió a sus súbditos, por parejas, a cuidar a los enfermos de la ciudad, no obstante el peligro al que los exponía.
Se le ofreció el cargo de cardenal y tenía posibilidades de llegar a ser Papa, pero no lo aceptó.
En 1571, el Papa envió al cardenal Bonelli con una embajada a España, Portugal y Francia, y San Francisco de Borja le acompañó. Aunque la embajada fue un fracaso desde el punto de vista político, constituyó un triunfo personal de Francisco. En todas partes se reunían multitudes para "ver al santo duque" y oírle predicar; Felipe II, olvidando las antiguas animosidades, le recibió tan cordialmente como sus súbditos.
Pero la fatiga del viaje apresuró el fin de San Francisco. Su primo el duque Alfonso, alarmado por el estado de su salud, le envió desde Ferrara a Roma en una litera. Sólo le quedaban ya dos días de vida. Por intermedio de su hermano Tomás, San Francisco envió sus bendiciones a cada uno sus hijos y nietos y, a medida que su hermano le repetía los nombres de cada uno, oraba por ellos.
Tenía una profunda devoción a la Eucaristía y a la Virgen Santísima. Gravemente enfermo, cuando solo le quedaban dos días de vida, quiso visitar el Santuario Mariano de Loreto.
Cuando el santo perdió el habla, un pintor entró a retratarle. Al ver al pintor, San Francisco manifestó su desaprobación con la mirada y el gesto y no se dejó pintar. Murió a la media noche del 30 de septiembre de 1572. Según la expresión del P. Brodrick fue "uno de los hombres más buenos, amables y nobles que había pisado nuestro pobre mundo."
La humildad
Desde el momento de su "conversión", San Francisco de Borja, canonizado en 1671, cayó en la cuenta de la importancia y de la dificultad de alcanzar la verdadera humildad y se impuso toda clase de humillaciones a los ojos de Dios y de los hombres. Cierto día, en Valladolid, donde el pueblo recibió al santo en triunfo, el P. Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía más humilde que de ordinario y le preguntó la razón de su actitud. El replicó: "Esta mañana, durante la meditación, caí en la cuenta de que mi verdadero sitio está en el infierno y tengo la impresión de que todos los hombres, aun los más tontos, deberían gritarme: ‘¡Ve a ocupar tu sitio en el infierno!’".
Un día confesó a los novicios que, durante los seis años que llevaba meditando la vida de Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los pies de Judas; pero que recientemente había caído en la cuenta de que Cristo había lavado los pies del traidor y por ese motivo ya no se sentía digno de acercarse ni siquiera a Judas. 
Francisco no se dejó engañar por el mundo. Sabiéndose nada confió todo en Jesucristo y logró la santidad.
Canonizado en 1671 .
En mayo de 1931, su cuerpo, venerado en la casa religiosa de Madrid, fue quemado en el incendio que causaron los revolucionarios.

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