domingo, 5 de octubre de 2014

Lunes semana 27 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 27 de tiempo ordinario; año par

La clave de la vida eterna es amar, en esta vida, a los demás, como nos recuerda la parábola del buen samaritano
“Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva." ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas, 10,25-37).
1. La parábola del buen samaritano, que hoy leemos, sólo nos cuenta Lucas. Es una de las más bonitas.
-“En esto, un Doctor de la Ley le preguntó a Jesús: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?"” Pregunta similar a la del “joven rico”. Jesús se dirige a las más profundas opciones humanas, aquellas que compartimos con Dios. ¿Me hago yo también esa misma pregunta? ¿Qué respuesta personal y espontánea daría yo a esa pregunta? Lo trágico de la "condición humana" es cerrar los ojos a esa pregunta. Siempre los hombres han esperado "otra vida". Jesús también habló a menudo de ella, y aun decía que esa vida eterna ya ha comenzado, está en camino, si bien inacabada, naturalmente. ¿La deseo? ¿Pienso en ella? ¿Comienzo a vivirla? También es bueno considerar qué respuesta doy, pues podemos reducir la vida cristiana a cumplir obligaciones piadosas, pero Jesús dice más…
-“Jesús le pregunto: "¿Qué está escrito en la Ley?"” Jesús, le remites a unas palabras que los judíos repetían cada día: amar a Dios y amar al prójimo como a ti mismo. Haces que el letrado llegue por su cuenta a la conclusión del mandamiento fundamental del amor. Eso es fundamental en el diálogo, no “vencer” con la respuesta buena, sino ayudar a que la descubra el que pregunta, pensando…
-“El jurista contestó: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda la mente... Y a tu prójimo como a ti mismo"... Jesús le dijo: "Bien contestado. Haz eso y tendrás la vida"”. El Doctor de la Ley citó el Deuteronomio 6,5 y el Levítico 19,18. Amar, amar a Dios y al prójimo. No es pues algo nuevo. No es original. Todas las grandes religiones tienen en común esa base esencial. Esto forma ya parte del Antiguo Testamento. El mensaje de Jesús se basa primero en esa gran actitud, eminentemente humana.
-¿Quién es mi prójimo?” Sigue preguntando el letrado, y es ahí donde empieza toda la novedad ciertamente revolucionaria del evangelio. Y tú, Jesús, nos concretas:
-“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó... Lo asaltaron unos bandidos y lo dejaron medio muerto, al borde del camino... Pasó un sacerdote y luego un levita que lo vieron y pasaron de largo... Pero un samaritano...” Hemos visto en Lucas 9,52-55 cuán detestados eran los samaritanos. “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo...?” Jesús da completamente la vuelta a la noción de prójimo. El legista había preguntado "quién es mi prójimo" -en sentido pasivo-: en este sentido los demás son mi prójimo. Jesús le contesta: ¿"de quién te muestras tú ser el prójimo"? -en el sentido activo-: en este sentido somos nosotros los que estamos o no próximos a los demás. El prójimo soy "yo" cuando me acerco con amor a los demás. No debo preguntarme: ¿"quién es mi prójimo"?, sino "¿cómo seré yo el prójimo del otro, de cualquier otro hombre?" Cerca de mí, ¿quiénes son los despreciados, mal considerados, difíciles de amar?
-“El samaritano al verlo le dio lástima, se acercó a él y le vendó las heridas, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada... ¡Anda, haz tu lo mismo!” Amar no es, ante todo, un sentimiento; es un acto eficaz y concreto (Noel Quesson).
La clave es amar. Si buscamos la vida eterna, sabemos que «la fe y la esperanza pasarán, mientras que el amor no pasará nunca» (cf. 1Co 13,13). Cualquier proyecto de vida y cualquier espiritualidad cuyo centro no sea el amor nos aleja del sentido de la existencia. Un punto de referencia importante es el amor a uno mismo, a menudo olvidado. Solamente podemos amar a Dios y al prójimo desde nuestra propia identidad… La propuesta de Jesús es clara: «Vete y haz tú lo mismo». No es la conclusión teórica del debate, sino la invitación a vivir la realidad del amor, el cual es mucho más que un sentimiento etéreo, pues se trata de un comportamiento que vence las discriminaciones sociales y que brota del corazón de la persona. San Juan de la Cruz nos recuerda que «al atardecer de la vida te examinarán del amor» (Lluís Serra i Llansana).
En su parábola, tan expresiva, quedan muy mal parados el sacerdote y el levita, ambos judíos, ambos considerados como "oficialmente buenos". Y por el contrario queda muy bien el samaritano, un extranjero. En la película “Las sandalias del pescador” en su discurso final, el protagonista que hace de Papa recién elegido habla de esta atención a los necesitados… repartir los bienes. Quizá unas formas nuevas de repartirlos sea el hacerlos fructificar con buenas inversiones, puestos de trabajo… pero la clave está en hacer de buen samaritano. ¿Dónde quedamos retratados nosotros?, ¿en los que pasan de largo o en el que se detiene y emplea su tiempo y su dinero para ayudar al necesitado? ¡Cuántas ocasiones tenemos de atender o no a los que encontramos en el camino: familiares enfermos, ancianos que se sienten solos, pobres, jóvenes parados o drogadictos que buscan redención! Muchos no necesitan ayuda económica, sino nuestro tiempo, una mano tendida, una palabra amiga. Al que encontramos en nuestro camino es, por ejemplo, un hijo en edad difícil, un amigo con problemas, un familiar menos afortunado, un enfermo a quien nadie visita.
Claro que resulta más cómodo seguir nuestro camino y hacer como que no hemos visto, porque seguro que tenemos cosas muy importantes que hacer. Eso les pasaba al sacerdote y al levita, pero también al samaritano: y éste se paró y los primeros, no. Los primeros sabían muchas cosas. Pero no había amor en su corazón. El buen samaritano por excelencia fue Jesús: él no pasó nunca al lado de uno que le necesitaba sin dedicarle su atención y ayudarle eficazmente. Ahora va camino de la cruz, para entregarse por todos, y nos enseña que también nuestro camino debe ser como el suyo, el de la entrega generosa, sobre todo a los pobres y marginados. Al final de la historia el examen será sobre eso: "me disteis de comer... me visitasteis".
La voz de Jesús suena hoy claramente para mí: "anda, haz tú lo mismo". También podríamos añadir: "acuérdate de Jesucristo, el buen samaritano, y actúa como él" (J. Aldazábal).
No es válido hablar de más allá, de cielo, de vida eterna, si esta historia de ahora, si este más acá, si esta tierra, está tan desordenada y tan deshumanizada por las estructuras perversas que se han impuesto sobre la creación, obra de Dios. Jesús coloca un ejemplo concreto y aclara que lo más importante es hacer de esta historia una verdadera experiencia de "vida eterna".
Frente a la realidad del hermano que sufre, Jesús acusa a los hombres de religión de pasar por alto y no importarle el sufrimiento del otro. Lucas, en el relato, deja bien en claro que solamente los que experimentan en su propia vida la marginación y la exclusión, sienten compasión del sufrimiento y miseria que viven sus hermanos en la historia. No podemos seguir pensando en el más allá, para zafarnos del compromiso de hacer de esta historia un lugar donde quepamos todos. El cristiano tienen la tarea de dejar este mundo un poquito mejor de como lo encontró (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)
2. Volveremos a una Carta de san Pablo, la epístola a los Gálatas. La Ley no da la salvación, es la novedad de Cristo Hijo de Dios que nos hace hijos de Dios. Atacan a Pablo los judaizantes, diciendo que no es Apóstol, de los Doce.
-“Hay entre vosotros algunos que os perturban y que quieren deformar el evangelio de Cristo”. “Evangelio”, buena nueva, siete veces leemos hoy esta palabra, y sesenta y una vez en san Pablo.
-“Si alguien, nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!”¿Amo yo a Cristo con este afán, con esta vehemencia?
-“Hermanos, es preciso que lo sepáis: el evangelio que proclamo no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo”. Pablo ha recibido la «revelación» -apocalipsis, en griego- de Cristo. Su enseñanza está unida a los demás Apóstoles. ¿Procuro tener tiempo de recibir el Evangelio? ¿Acepto que el Evangelio me interrogue y reproche mis modos de pensar y de obrar? o bien ¿me he fabricado a mi gusto un pequeño evangelio para mi uso particular en lugar de aceptarlo entero y tal cual es?
-“¿O es que intento agradar a los hombres? En este caso ya no sería «siervo de Cristo»”. Se trata de una “intransigencia” que no admite ser «tolerantes» con la doctrina, sí con los demás (Noel Quesson).
3. No podemos inventarnos el evangelio según nuestros gustos, algo "light" al gusto de todos… El salmo nos orienta en ese discernimiento según el Espíritu: "doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea... todos sus preceptos merecen confianza, son estables para siempre jamás, se han de cumplir con verdad y rectitud".
Llucià Pou Sabaté


San Bruno, presbítero

Bruno de Hartenfaust, el «Maestro Bruno», como le llaman los antiguos documentos, había nacido en Colonia. Joven aún, deja su patria atraído por la curiosidad de la ciencia y la fama de las escuelas francesas. De ciudad en ciudad, llega a la de Tours, donde entonces enseñaba Berengario, el heresiarca, famoso algo más tarde por sus polémicas sobre la Eucaristía. También Bruno se dejó cautivar algún tiempo por su continente majestuoso, por su gesto teatral, por su afectada brillantez y por las modulaciones presuntuosas de su palabra. Aún en la flor de la vida, abre también él una cátedra en Reims, donde medio siglo antes había resonado la maravillosa elocuencia de Gelberto. Pronto adquiere fama de profesor erudito y brillante. Se alaba, sobre todo, la seguridad de su doctrina. La fortuna le sonríe, la iglesia de Reims le nombra su preboste, las juventudes le rodean admirándole y aplaudiéndole, como poco antes al monje de Aurillac, como algo más tarde a Pedro Abelardo. Entre sus discípulos están un futuro santo y un futuro Papa: San Hugo, obispo de Grenoble, y Urbano II.
Pero Maestro Bruno es un hombre austero y grave. No sonríe ante los aplausos, ni parece tener en gran estima su renombre de sabio. En su ademán y en su palabra hay un dejo de desengaño, que no puede encubrir con el brillo de todos sus éxitos. La corrupción de la época le entristece, la simonía le asquea, la herejía le irrita. La Iglesia arde con el incendio suscitado por su antiguo maestro. Se conservan versos de su juventud, impregnados de aquella preocupación superior que acabará por alejarle del mundo. Entre otras cosas, decía: «Feliz el hombre que tiene su mente fija en el Cielo y evita el mal con vigilancia continua; feliz también aquel que, habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero, ¡ay!, viven los hombres como si la muerte no existiese y como si el infierno fuese una pura fábula.» Los críticos no dan mucha fe a la leyenda, inmortalizada por el pincel de Lesueur, de aquel doctor que en el momento de cantarse, con motivo de sus funerales, las palabras de Job: Responde mihi, quantas habeo iniquitates, se había levantado del féretro, declarando haber sido condenado en el juicio divino. De todas suertes, el relato refleja crudamente las preocupaciones de Bruno en aquellos días de sus triunfos escolares. «Vivamos de tal modo—decía—que no tengamos que temer las lagunas del infierno.» Estas eran las ideas que solía revolver en sus meditaciones y discutir en las charlas con sus amigos. Más tarde, ya en el puerto de la soledad, escribía a uno de ellos: «¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos un día con Fulcio en el jardín contiguo a la casa que él habitaba? Hablábamos, si mal no recuerdo, de las seducciones del mundo, de sus bienes perecederos y de los goces de la vida eterna; impulsados por el divino Amor, prometimos abandonar este mundo de sombras fugaces y consagrarnos únicamente a las cosas que duran.»
Tenía Bruno cuarenta años cuando acabó de resolver la crisis de su vocación. Sin embargo, le vemos vacilar algún tiempo sobre el camino que debía tomar. Primero se refugia en Molesmes, tomando el hábito benedictino bajo la dirección de San Roberto, el futuro fundador de los cistercienses. Aquella soledad no le parece aún bastante profunda; dirígese a Grenoble, acompañado de seis discípulos españoles y aquitanos, y con ayuda de San Hugo, obispo de la diócesis, fija su residencia en un lugar que llaman la Cartuja. Es un desierto bravío y casi inaccesible. Para entrar en él había que descolgarse por unas rocas escarpadas, cuyas cimas se tocaban en la altura. En el interior, las montañas formaban un estrecho valle, casi una prisión, donde resonaba el fragor de las aguas, que se despeñaban de precipicio en precipicio. Allí se alzó el primer monasterio de la Orden de San Bruno, el que debía dar nombre a todos los demás. El aislamiento y la aridez del sitio favorecían el ideal contemplativo que guiaba al jefe de aquellos fugitivos. Si los otros fundadores o reformadores habían adoptado una aptitud más o menos militante, haciendo salir a sus religiosos de las celdas para emplearlos en la predicación, en la polémica y hasta en las negociaciones diplomáticas con los potentados, él se desentendía de la vida activa para consagrarse, en cuanto lo permite la naturaleza humana, a la pura contemplación. Su anhelo era aproximarse a la existencia de los eremitas, primera forma de la vida religiosa en Oriente. Mas para evitar los inconvenientes que no permitieron a la obra de San Antonio permanecer largo tiempo en su primera forma, quiso moderar la vida solitaria de la celda mediante cierta participación en la vida de comunidad; de suerte que, como dirá más tarde el piadoso Lanspergio, el cartujo reúne la vida cenobítica y la eremítica, despojando una y otra de cuanto pudiera tener de peligroso.

Así, engendrada por el doble pensamiento de la muerte y del infierno, nació una de las Órdenes más austeras de la Iglesia, la única que ha conservado a través de los siglos todo el fervor primitivo, sin eclipse ni desfallecimiento. Los discípulos de San Bruno fueron la admiración de sus contemporáneos. Uno de ellos, Pedro el Venerable, describía con entusiasmo sus austeridades: ásperos cilicios, largas vigilias, ayunos continuos, silencio perpetuo con los hombres y conversación incesante con Dios. Nunca comen carne, su pan es un pan negro de cebada; admiten peces, si se los ofrecen, pero no los compran jamás. El queso y los huevos, únicamente los jueves y domingos llegan a su mesa. Los martes y los sábados se alimentan de legumbres cocidas; los lunes, miércoles y viernes ayunan a pan y agua. No tienen más que una comida diaria. En la puerta de su celda mueren los rumores del mundo externo. Rezan, transcriben códices o trabajan el jardincito circundante. San Bruno ha querido que sus hijos tengan cada uno un huerto, tal vez en memoria de aquel huerto donde un riego abundante de gracia le impulsó a tomar la resolución definitiva. Sólo se reúnen en la iglesia para rezar maitines a medianoche, y, durante el día, para misa y vísperas. Fuera de esto, viven solos, «levantando a Dios sus oraciones, con los ojos fijos en la tierra y los corazones clavados en el Cielo; con el hombre así interior como exterior, en el hábito, en la voz, en el semblante, sublimado por encima de las cosas visibles.» Tal es la forma de vida que Bruno dio a sus discípulos. No tuvo necesidad de escribir regla alguna, porque todos la veían viva en el maestro; pero uno de sus sucesores recogió por escrito las costumbres primitivas, formando así unas constituciones que, en su conjunto, no se pueden relacionar ni con la regla de San Basilio, ni con la de San Agustín, ni con la de San Benito, aunque sea cierto que el fundador se aprovechó de todas ellas.
Entre aquellas rocas, coronadas de sabinas raquíticas, Bruno había encontrado el paraíso que soñara confusamente en las aulas. El profesor elocuente se había convertido en maestro silencioso. Fue el legislador y el más ilustre de los cartujos. Resumiendo el objeto de su nueva existencia, exclamaba: «¡Quiera Dios curar las enfermedades de mi alma y saciar esta sed devoradora de los bienes del Cielo!» La soledad era su delicia, y al hacer su elogio volvía a acordarse de su antigua elocuencia. Escribiendo a un amigo, le decía: «Sólo los que lo han experimentado pueden comprender las íntimas alegrías que hay en el silencio del desierto. Allí es donde uno puede penetrar a su sabor en el interior del alma; allí es donde es posible vivir con libertad enfrente de sí mismo, desarrollar en el corazón los gérmenes más sutiles de la virtud, recoger los frutos que aseguran los goces del paraíso. Allí es también donde se obtiene aquella mirada pura y casta que permite contemplar al esposo divino, cuyo amor sólo a los corazones puros se revela, y levantarse hasta la adorable Trinidad. Allí igualmente se gusta ese reposo tan activo y esa acción tan reposada de la contemplación. Es la vida representada por la Sulamitis, la más bella de todas las hijas de Israel; es la parte que escogió la Magdalena, y que nadie le puede arrebatar.»
Bruno, sin embargo, estuvo a punto de perder aquella felicidad. Un día llegó hasta él un correo del Papa Urbano II. Era seis años después de haberse escondido en la cárcel de aquellos montes, a fines de 1089. Su antiguo discípulo le mandaba ir a Roma. Fue, efectivamente, y tuvo que presenciar las intrigas, las ambiciones y las codicias de aquella corte, que Pedro Damiano acababa de anatematizar con toda la violencia de su genio intemperante. Designáronle para ocupar el arzobispado de Reggio. Era ya demasiado: Bruno cayó suplicante a los pies del Papa, descubriendo todo el horror que le causaba el monstruo engañador de los hombres. Hubo que dejarle ir; mas para que no le buscasen en su antiguo refugio, buscó otro en un valle de la Calabria, que fue el asiento de la segunda Cartuja. Allí pasó los últimos años de su vida orando, haciendo penitencia e hilvanando sus comentarios de los salmos y de las epístolas de San Pablo. El recuerdo de sus discípulos de Francia venía a turbar algunas veces la serenidad de su alma. Escribíales para animarles en la vía emprendida, y, una vez, recordando acaso su dolorosa aventura cortesana, les decía: «¡Oh hermanos míos muy amados!, regocijaos de haber entrado en el solitario retiro de un puerto tranquilo y seguro. Muchas almas ambicionan esta felicidad y se esfuerzan por conseguirla, pero no pueden; otras la pierden después de haberla conseguido. Es que no habían sido llamados por la voluntad de Dios. Y no dudéis, hermanos míos, de que quien llegue a perder este tesoro después de haber gozado de él, deplorará esa pérdida hasta la muerte.»
Pero he aquí que este hombre austero, que parece haber pasado por la tierra indiferente a todas sus alegrías, cercano ya a la muerte, nos abre su alma apasionada por las bellezas de la naturaleza. «¿Cómo ponderar—decía, hablando de su nueva residencia—los encantos, de este amable retiro, la blandura del aire que en él se goza, la espaciosa y deliciosa llanura que se extiende en medio de las montañas circundantes? ¿Qué decir de estas verdes campiñas y de estos prados floridos? ¿Cómo describir la belleza con que se elevan en suaves pendientes, allá en la lejanía, los recodos apacibles que forman los repliegues de los valles, el encanto que esparce el dulce murmullo de las fuentes y el claro correr de los arroyuelos, la abundante vegetación de los jardines y la variedad de los árboles que les dan grata sombra?» Por un momento, el grave asceta, el padre de los monjes más penitentes que tiene la Iglesia, llega a sospechar que la pluma le está haciendo traición. ¿Acaso un fiel servidor puede gozarse en otras alegrías que las que vienen de sus relaciones con Dios? No tarda en reaccionar: «Cuando el espíritu, aplicado tenazmente a los ejercicios religiosos, llega a fatigarse, estas distracciones le recrean y fortifican. El arco siempre tendido se afloja y no sirve para nada.»
Es el proceso, siempre humano, de la santidad. En el primer momento de su reacción espiritual, Bruno busca el lugar más sombrío de la tierra; cuando ha llegado a las alturas de la visión mística, aspira con fruición el deleite de las bellezas naturales. Un místico alemán ha dicho: «Nadie alcanza un verdadero amor a la Creación sin haber renunciado antes a ella, por el amor de Dios, de tal modo, que las cosas todas hayan estado como muertas para él y para ellas.»

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