sábado, 3 de mayo de 2014

Domingo de la semana 3 de Pascua; ciclo A

Meditaciones de la semana
en Word
 y en PDB

«El mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversaban entre sí de todo lo que había acontecido. Y sucedió que, mientras comentaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos; pero sus ojos estaban incapacitados para reconocerle. Y les dijo: ¿Qué conversación lleváis entre los dos mientras vais caminando y por qué estáis tristes? Uno de ellos, de nombre Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días? El les dijo: ¿Qué ha pasado? Y le contestaron: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado porque fueron al sepulcro de madrugada y, al no encontrar su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, los cuales les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le encontraron. Entonces Jesús les dijo: ¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretaba en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca del pueblo a donde iban y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole: Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día. Y entró con ellos. Y estando juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, y partiéndolo se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaban lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.» (Lucas 24, 13-35)

1º. Jesús, ¡quédate conmigo!
¿No es verdad que cuando me acompañas en mi camino; cuando te acercas a mí y me hablas, cuando me doy cuenta de que me quieres sin medida, arde mi corazón, y tengo la necesidad de contar a otros esta dicha?
Pero a veces Tú me tienes que decir: «¡necio y tardo de corazón!» ¡No te enteras! Me tienes aquí, a tu lado, caminando contigo, y tú haces tu vida, vas a la tuya.
Jesús, eres Tú entonces quien me dices: ¡quédate conmigo!
Búscame durante el día, trátame en la oración, venme a ver al sagrario, tenme presente mientras estudies o trabajes; porque Yo estoy allí, junto a Ti.
¿Qué vas a contar a los demás, si no me descubres tú primero?
«Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con todo libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sabiduría 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a él, se anticipa cuando deseáis su amor: y se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Sólo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros» (San Alfonso María de Ligorio).
Jesús, te puedo encontrar especialmente en la Misa.
Sobre la mesa del altar, te haces presente en las especies eucarísticas del pan y del vino.
Cada día podemos experimentar lo que vivieron aquellos dos discípulos en Emaús: «Y estando juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron.»
La Eucaristía es el sacramento de nuestra fe, como decimos después de la consagración.
Aumenta mi fe para que te sepa reconocer en cada Misa, en cada comunión, y para que tu amor me encienda.
2º. « Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y va ya el día de caída, se hace de noche.
Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume.
Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de El, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra» (Amigos de Dios. 314).

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