lunes, 28 de abril de 2014

Martes de la semana 2 de Pascua

El amor es lo que une la familia de hijos de Dios.
«No te sorprendas de que te haya dicho que os es preciso nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu. Respondió Nicodemo y le dijo: ¿Cómo puede ser esto? Contestó Jesús: ¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al Cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él» (Juan 3, 7-15)
1. Sigue el diálogo de ayer de Jesús con Nicodemo, sobre el don de la vida eterna para todo el que cree en Jesús como enviado e Hijo de Dios. Nicodemo le preguntó algo parecido a lo que pregunta la Virgen, y que es señal de estar atentos a lo que Dios quiere, para obedecer: -«¿Cómo puede suceder eso?» Le contestó Jesús: - «…nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna.»” Estas palabra adquieren nueva perspectiva desde la Pasión y Resurrección: Jesús sube al monte de la cruz, para atraernos hacia arriba, hacia el cielo. Cuentan de hace muchos años, cuando un voluntario del Hospital de Stanford, conoció a una niñita llamada Liz quien sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, quien había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana. Dudó por solo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: Si, lo hare, si eso salva a Liz. Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros lo asistíamos a él y a su hermana, viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. Él miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: ¿A qué hora empezare a morirme? Siendo solo un niño, no había comprendido al doctor; pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aún así, se la daba. Es lo que ha venido a hacer Jesús. Nos ha dado toda su vida, su sangre redentora, para que nosotros tuviéramos vida en Él.
Es esa vida nueva como hijos de Dios, lo que Jesús nos da en el Evangelio; es la vida de la Nueva Alianza del Amor, que se puede resumir en tres cosas, que expresan toda su esencia:
a) todo lo que necesitamos y rezamos está en la oración que Jesús rezó, que nos enseñó: el “Padre nuestro”. Es lo que expresa nuestra FE. Jesús como Verdad; es nuestra filiación divina;
b) todo lo que enseñó con esta vida como Camino para vivir auténticamente está en las Bienaventuranzas, es la ESPERANZA; y
c) todo lo que es Jesús, Él mismo, vivo, nos lo da en la Eucaristía, que es la Vida, la CARIDAD; así vemos estas tres formas en que es Camino (Bienaventuranzas), Verdad (Padrenuestro, somos hijos de Dios) y Vida (Eucaristía, nos da la Vida allí); y también las tres virtudes teologales: Fe (en que somos hijos de Dios Padre), Esperanza (en el camino de la Cruz, las Bienaventuranzas, encontramos la felicidad, el Cielo), y Caridad (el Amor hecho Eucaristía, que nos enseña a amar).
Es entrar en el misterio de sentirnos hijos de un Padre que nos quiere con locura. Es entrar en el misterio del amor de Jesús con su Padre. Hace poco en el colegio un niño pequeño me pidió un caramelo y le dije que se lo daría si me respondía una pregunta; y le dije: “-Explícame el misterio de la santísima Trinidad”. Cuál fue mi sorpresa cuando el niño contestó: “Esto lo sabrás en el cielo”. Se ganó el caramelo.
En Jesús tenemos la plenitud de la vida, que no está tanto en hacer cosas sino en amar, pues no consiste tanto en hacer todo perfecto sino en dejarse amar por ese Dios encarnado que ha muerto y resucitado por nosotros. Así, también nosotros tenemos esa Vida cuando hacemos vida la suya, pues no consiste tanto esa nueva vida en cumplir todas las leyes, sino que “al caer la tarde, seremos juzgados en el amor” (S. Juan de la Cruz); al atardecer de la vida, no se nos mirará como al niño que va a cenar “a ver si tienes las manos limpias”, sino sobre todo “a ver si tienes las manos llenas” de amor, ahí está la auténtica ley. Pues la salvación es un don abierto a todos a manos llenas, que Dios nos envía, y todo depende de que queramos dilatar el corazón, por el amor que damos, para que quepa el Amor que Dios nos quiere dar. Pedimos a la Santísima Virgen que con ella estemos todos unidos, como los primeros cristianos en el Cenáculo (en la Eucaristía): con “un solo corazón y una sola alma”.
2. Leemos hoy un nuevo resumen de la vida de la primera Iglesia, la familia de Jesús, y vemos cómo se busca la concordia entre los hermanos, el perdón y la armonía: “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno. José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa Consolado, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles”. Ese amor entre los hermanos hace ver la unidad de la Iglesia. Es el “mirad cómo se aman” que se decía de los primeros cristianos, o como cantamos en el Ubi caritas: “cesen las disputas malvadas y los conflictos, para que viva entre nosotros Cristo Dios”, y también dirá san Pablo: “un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo” (Ef 4,5), así como Dios es uno en la Iglesia hemos de estar todos unidos en el Amor, tal como pidió Jesús al Padre en la última Cena: “que todos sean uno, como Tú Padre en mí, y yo en ti, que así ellos estén en nosotros” (Jn 17,21), así nos quería Jesús bien metidos en la relación de Jesús y el Padre.
La renuncia de las riquezas de Bernabé y otros hablan del desprendimiento y sencillez de corazón, y se intuye ahí un sistema organizado de ayuda a los necesitados: amor y desprendimiento van unidos. Jesús decía que no se puede amar a Dios y a las riquezas, y podríamos añadir que si uno pone el corazón en las cosas, éstas ejercen un poder de atracción como el anillo de “El Señor de los anillos”, que va tomando nuestra voluntad hasta ser esclavo de esa idolatría, el “dios don dinero”, que es como un cáncer, y entonces no cabe el amor en el corazón pues el cáncer se ha hecho con todo el espacio. Jesús nos habló de esto en el «monte de las Bienaventuranzas», este monte está en realidad en el corazón de los que tienen a Jesús, que nos trae la paz y belleza, la libertad para servir, para la misión, la confianza total en Dios, que se ocupa de las flores del campo, pero sobre todo de sus hijos. Estas crisis actuales son de egoísmo, y se vencen con la generosidad, con la solidaridad, y así “el hermano ayudado por el hermano es una ciudad amurallada” (Prov 18,19), estamos todos seguros.
3. El Salmo canta la realeza de Dios, que reina sobre todo y su trono es firme y eterno:“El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder. / Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. / Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término”.
Llucià Pou Sabaté


Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia

«En aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Y te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Si, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo». (Mateo 11, 25-27)
1º. Hoy se habla mucho de ciencia.
Parece que la ciencia puede explicarlo todo, y que sólo lo que se comprueba científicamente puede ser creído.
El problema es que las ciencias experimentales sólo pueden medir lo que es material, no lo que es espiritual.
Por eso «ocultas estas cosas a los sabios.»
No a los sabios de verdad, que saben distinguir hasta dónde llega la ciencia, sino a los que se creen sabios sin serlo, o a los soberbios que creen que su limitada razón es capaz de entenderlo todo.
También dices que Dios ha ocultado estas cosas a los «prudentes.»
Aquí te refieres, Jesús, a aquellas personas que no quieren arriesgar, que no quieren dar nada antes de haber recibido ya la recompensa.
Esas personas no te pueden conocer ni amar, porque Tú me das en proporción a lo que yo te entrego.
Es una proporción «desproporcionada»: «el ciento por uno y la vida eterna» (Marcos 10,30).
Pero el prudente da cero; y el ciento por cero, es cero.
Por eso me recuerdas: «Dad y se os dará» (Lucas 6,39-45) y no al revés.
«Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños.»
«De la misma manera que los padres y las madres ven con gran gusto a sus hijos, también el Padre del universo recibe gustosamente a los que se acogen a él. Cuando los ha regenerado por su Espíritu y adoptado como hijos, aprecia su dulzura, los ama, la ayuda, combate por ellos y por eso, los llama sus «hijos pequeños» (San Clemente de Alejandría).
Jesús, quieres que me haga niño en la vida espiritual.
El niño pequeño confía en su padre, se apoya en él, le busca cuando se encuentra en necesidad.
Esa debe ser mi conducta espiritual: que confíe en Ti, que me apoye en Ti, que te busque en todo momento.
Entonces te iré descubriendo, conociendo y amando más y más.
2º. «¡Qué buena cosa es ser niño! -Cuando un hombre solicita un favor, es menester que a la solicitud acompañe la hoja de sus méritos.
Cuando el que pide es un chiquitín -como los niños no tienen méritos-, basta con que diga: soy hijo de Fulano.
¡Ah, Señor! -díselo ¡con toda tu alma!-, yo soy... ¡hijo de Dios!» (Camino.-892).
Jesús, Tú conoces al Padre porque eres su Hijo: «nadie conoce al Padre sino el Hijo.»
Yo también voy a conocer a Dios en la medida en que me comporte como hijo de Dios: en la medida en que le trate como Padre en la oración, o que me apoye en Él cuando tengo una dificultad, o que le ofrezca todo lo que hago.
Por eso, ¡qué buena cosa es ser niño!
El que se cree maduro y virtuoso no reconoce sus errores, ni aprende, ni se deja ayudar.
Pero el niño busca enseguida los brazos fuertes de su padre cuando se encuentra en peligro.
Y por eso su padre le coge con más cariño, y le conforta con toda clase de mimos.
Jesús, por ser cristiano, mi objetivo es parecerme a Ti lo más posible.
Y uno de los aspectos más importantes en los que te he de imitar         -porque incluye a todos los demás- es en la filiación divina: el vivir como hijo de Dios.
Por eso es bueno considerar cada día, y varias veces al día, esta realidad: yo soy... ¡hijo de Dios!
¿Cómo me tendré que comportar en el trabajo y en el descanso, en casa y en la calle, ante aquella situación o aquella otra?
Jesús, quieres que me haga pequeño, humilde; que te imite en ese vivir como hijo de Dios.
El sabio y el prudente se encierran en su soberbia o egoísmo, y todo lo espiritual se les oculta.
Pero a mí me has «querido revelar» el secreto de la vida sobrenatural: la filiación divina que me has conseguido muriendo en la cruz.

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