domingo, 13 de abril de 2014

Lunes Santo

Meditaciones de la semana
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La unción de María, el amor que acompaña a Jesús en su pasión de amor por nosotros
“Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: "¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?". Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella. Jesús le respondió: "Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre". Entre tanto, una gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado. Entonces los sumos sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos se apartaban de ellos y creían en Jesús, a causa de él” (Juan 12,1-11).
1. Los nardos que María de Betania derrama hoy sobre Jesús son imagen y símbolo de aquel óleo celestial e invisible, de la fuerza vital divina de la que se nos dice proféticamente en el salmo: "Dios, tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría por encima de tus compañeros" (Sal 44,8). Es el que Dios Padre ha derramado sobre la cabeza sangrienta y coronada de espinas del Hijo crucificado; de aquí que lleve el nombre de: Cristo, el Ungido. Y como el camino que conduce a esta unción pasa a través de su muerte y sepultura, puede Jesús decir también con doble sentido: "Dejadla que lo conserve para el día de mi sepultura". La unción de María indica ya de antemano la muerte y sepultura de Jesús, así como la gloria de su sacerdocio y reino. La "despilfarradora", por tanto, se muestra como verdadera creyente cristiana.
Los gladiadores de la arena ungían su cuerpo antes de la lucha. También Cristo se enfrenta con su pasión como un luchador. Es el gran combate, la lucha hasta la muerte con el enemigo de Dios, Satanás. La unción que había de reforzar y dar agilidad a su naturaleza humana, fortaleciéndola como a un luchador en la arena, la fuerza de Dios, la recibió el Señor en el monte de los Olivos de manos del Padre: otro motivo para poder atribuir a la unción de Betania el carácter de imagen y símbolo prefigurativo. Los nardos de María exhalan el gozoso aroma de la vida, de la próxima gloria real y de la dignidad del sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo sirven de aviso para la lucha y la muerte, la sepultura y el amortajamiento.
El milagro que obró Eliseo con el aceite nos recuerda que Cristo mismo es este perfume, Él es el bálsamo que baja del cielo y que, según el plan amoroso del Padre, habrá de salvar a toda la Humanidad, siempre que ésta crea en Él, elevándola a la dignidad de sacerdotes y reyes. El recipiente del bálsamo -el cuerpo humano de Jesús- había de destruirse en la muerte para que se esparciese el nardo y desde la cabeza- desde Cristo resucitado- empapase a todo el cuerpo de la Iglesia, haciéndola así apta para ser ungida y consagrada como cuerpo real y sacerdotal de Cristo. Había de romperse este vaso de alabastro para que el ungüento celestial pudiese llenar los recipientes vacíos de la Iglesia; su aroma debía llenar toda la casa y enriquecer a los "pobres". Este es, en realidad, el misterio oculto de la unción de Betania. No lo puede sufrir el traidor, pero fue ese ungüento riqueza de los pobres, vida divina. Se comunica, primero al Hijo, y de sus heridas, a "los pobres", desposeídos de la gracia y destinados a morir. En Noé esta reconciliación de Dios fue anunciada por la paloma del ramito de olivo en el pico. Por el milagro que hizo el profeta con el aceite, y más aún, por la unción de María. Realidad litúrgica en la consagración de los santos óleos del Jueves Santo, y en la unción de los neófitos del Sábado Santo cuando se dice: "El Dios Todopoderoso, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo... te unja con el crisma de la salud en este mismo Cristo Jesús, Nuestro Señor, para la vida eterna", es el momento en que la unción de la amante María alcanza su realidad, y la divina paloma vuela entonces hacia el arpa de la Iglesia llevando en el pico el ramito de olivo, es decir, la vida nacida de la muerte. Se llenan los recipientes vacíos de la Iglesia sin jamás llegarse a agotar el aceite, ya que a diario nacen a la vida terrena innumerables personas que han de alimentarse de esa vida divina. María de Betania contribuye, en verdad, a la sepultura de Cristo cuando los que son bautizados -enterrados con Cristo- reciben de manos de la Iglesia la santa unción bautismal. El "buen olor de Cristo" (2 Co 2, 15) se expande entonces por toda la casa de la Iglesia y la voz del odio tiene que enmudecer porque la pobreza, rica ya ahora, se regocija del despilfarro del amor (Emiliana Löhr).
Al meditar esto, cada uno podría decir: ¿en dónde estoy? ¿Estoy con Simón, preocupado por retener a Jesús? ¿Con Judas, preocupado por cualquier iniciativa que debe seguir adelante a toda costa? ¿O digo con María de Betania y con María de Nazaret: "Haz Tú, Señor, gracias? ¿Digo: "Señor, déjame obrar a mi" o "Señor, te doy gracias porque obras Tú"? (Carlo M. Martini).
Pablo dijo: «Porque somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor 2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con su buen olor, se halla aquí transformada: el buen aroma de Cristo y la atmósfera de la verdadera vida se difunde en el mundo. María, la servidora de la vida, y Judas, cómplice de la muerte que se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura utilidad. Pero, detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva concepción de la salvación del mundo y de Israel. Él había acudido a Jesús con una esperanza bien llena de cálculo, frente al desinterés del amor, y con la incapacidad de escuchar, de oír y obedecer frente a la humildad que se deja conducir incluso a donde no quiere. «La casa se llenó del aroma del perfume»: ¿ocurre así con nosotros? ¿Exhalamos el olor del egoísmo, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la vida, que procede de la fe y lleva al amor?” (Joseph Ratzinger). “Traición y amor se cierran como un broche / en torno a Ti, Jesús. María y Judas / en la cena, son mutuo reproche: / rompe ella un frasco entre palabras mudas. / “Son trescientos denarios, ¡qué derroche!”, / él le reprocha con palabras rudas. / Junto a la luz, le traga ya la noche. / Junto al amor, ya cuelga de sus dudas. / El amor que te tuvo está marchito, / y su beso, Jesús, de muerte es sello. / María y Judas, siento en mí. Repito, / solo, el drama de dos, trágico y bello. / Y pues que soy los dos, yo necesito, / morir de amor, colgado de tu cuello” (Rafael M. Serra)
2. “Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones”. El libro de Isaías tiene cuatro poemas que las más bellas profecías sobre Jesús: un mesías pobre, humilde, manso, perseguido, salva a su pueblo con su muerte. Es un perfecto siervo de Dios. Jesús, tú dirás: "No he venido para ser servido sino para servir". Tomaste la condición de siervo, cuando lavaste los pies de tus discípulos y, sobre todo, en la cruz con tu muerte por nosotros... Quiero contemplar detenidamente esa actitud: Jesús, siervo... ¿Qué sentimientos implica? ¿Cuáles eran tus pensamientos? Ayúdanos a ser «servidores»... de Dios... de nuestros hermanos… ¿Qué servicio será HOY el mío?
-“No gritará, ni alzará el tono, no aplastará la caña quebrada, ni apagará la mecha mortecina”. Son unas dulces imágenes de ti, Jesús. Imágenes de tu bondad. Tú eras así. Delicadeza total respecto a los demás. «¡Felices los que construyen la paz, nos decías. Serán llamados hijos de Dios!» «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y en mí hallaréis descanso.» Es una profecía de la  justicia que nos traes, Jesús, y cómo te esperan todos: “Expondrá el derecho con fidelidad; no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra, y las costas lejanas esperarán su Ley”. Eres, Señor, la nueva y definitiva alianza: “Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas”.
3. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré?” La ciudad de Sión está serena, confiada en Dios en ante el asalto de los malvados: “Cuando se alzaron contra mí los malvados para devorar mi carne, fueron ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropezaron y cayeron”. Imagen de caza feroz: los malvados son como fieras que avanzan para agarrar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan y caen. Y asalto de toda una armada sembrando terror y muerte: “Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá; aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la confianza”, pues «el Señor es mi luz y mi salvación» (Salmo 26,1). «¿A quién temeré?... ¿quién me hará temblar?... mi corazón no tiembla... me siento tranquilo», eco de: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). “La tranquilidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria” (Juan Pablo II).
 “Yo creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes. / Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor”. El rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible, la de poder «gozar de la dicha del Señor». Intimidad del templo, de la oración. Intuir ese rostro que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena. Rostro revelado en Cristo, y luego «le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2), «entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13,12). Orígenes escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá la gloria del Señor de manera desvelada y, al hacerse igual que los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos». Y san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de este modo la oración del salmista: «No he buscado en ti algún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; no buscaré otra cosa insignificante, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso...”.

Llucià Pou Sabaté

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