lunes, 4 de marzo de 2013


Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la misericordia divina

“En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»” (Mateo 18,21-35).

1. Pedro preguntó a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Y nos cuentas esta parábola del perdón de las deudas. Y quien no quiere, recibirá ya el castigo en esa falta de amor, “si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».
Está claro: hemos de saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador. Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas?
Se cuenta de Ramón Narváez, un primer ministro de la España del siglo diecinueve, que firmó la sentencia de muerte de 35.000 enemigos. Cuando él estaba muriéndose, en 1886, le preguntó el sacerdote si estaba dispuesto a perdonar a todos sus enemigos. Él contestó:
-“¿Enemigos? Padre, yo no tengo enemigos. Los he fusilado a todos”.
La manera cristiana de no tener enemigos no es fusilarles. Si supiésemos mirar a todos como amigos, no tendríamos enemigos. A las personas, en buena manera, las convertimos en lo que vemos en ellas cuando las miramos. Parafraseando el Evangelio: “Mira a los demás, a cada uno, como quieres que ellos te miren a ti”.
A veces no nos gusta algo de los demás: ¿y qué vamos a hacer, matarlos? No: quererles como son. Fallar y equivocarse es propio de la criatura. Pedir perdón es profundamente humano. Perdonar es lo más divino. Cuando perdonamos, de verdad, es, quizás, cuando más nos parecemos a Dios. Nos cuesta perdonar cualquier cosilla que nos hacen o que creemos nos hacen. Y aún cuando perdonamos, no somos capaces de olvidar. Impresiona que todo un Dios, incluso antes de que le ofendamos, ya está inventando la manera de concedernos su perdón. Y, además, de hacernos saber que estamos perdonados. Quiere perdonarnos y que podamos quedar tranquilos. Eso es la confesión. Un buen hombre desembarca en San Francisco y se va a confesar a la primera iglesia que encuentra. -“¿Cómo tarda usted dos años - le pregunta el cura- en venir a confesarse?”
-“Mire usted -explica el hombre, buscando una excusa- yo vivo en tal isla, que, como sabe, está perdida en el Pacífico. Este es el puerto más cercano. Cuando puedo, aprovecho para venir al continente con algún  amigo pescador”.
El cura recuerda que en esta isla hace escala semanalmente una mala línea de aviones. Y le dice: -“Comprendo. Pero todos los lunes tiene usted un servicio de avión”.
-“También yo he pensado en eso -replica el buen hombre, buscando otra excusa-. Pero póngase en mi lugar: tomar ese avión por pecados veniales, es demasiado caro. Y tomarlo con pecados mortales, es demasiado peligroso (Agustín Filgueiras Pita).
Pues no: sabemos que con un acto de contrición tenemos la gracia de Dios, aunque el sacramento nos da la seguridad del perdón. Porque conviene enseguida pedir perdón a Dios, ya un solo día en pecado mortal “es demasiado peligroso”.
Cuaresma es tiempo de perdón, reconciliación con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz. Es como la prueba del nueve que se hace para ver si una división está bien hecha, así el padrenuestro se reza bien si se cumple ese colofón, como condición, o petición para que nos quede bien grabado que si perdonamos, nuestro corazón puede abrirse al perdón divino: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división.
2. Daniel y sus amigos prefirieron el suplicio que renegar de Dios. Echados al fuego, el emperador que miraba dijo: "yo veo cuatro hombres que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses". Daniel pedía a Dios en aquel destierro que sufrían, que dejaran de ser esclavos de los dominadores, oración que podemos hacer nuestra: -«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados”.
Qué bonito cuando ofrecemos a Dios nuestro corazón. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. “En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde... Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»
Sigue pidiendo a Dios que el sacrificio “sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados”. Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro: “Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia”. «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Rostro misericordioso… Gracias por inspirarnos esta oración, Señor, estos sentimientos (Noel Quesson).
         ¿Qué significa misericordia? La alianza con Dios fue rota muchas veces. Israel fue infiel. Pero siempre Dios en lugar de castigar mostraba su misericordia, con imágenes como el amor de esposo que supera las traiciones. El Señor ve la miseria de su pueblo y quiere liberarlo. Ese amor y compasión demostrado por Dios, es fuente de seguridad y esperanza para Israel, sustenta a todos. “La misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella”, dice Juan Pablo II indicando que la justicia es servidora de la caridad: “La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia”.
3. Cuando Dios perdona, olvida nuestros pecados (algo que nosotros no podemos, cuando nos han ofendido), lo  que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
Llucià Pou Sabaté

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