lunes, 23 de julio de 2012

Lunes de la semana 16 de tiempo ordinario

Dios protege a su pueblo y lo guía a través de la historia, y nos pide correspondencia a su amor.

“En aquel tiempo, algunos de los escribas y fariseos dijeron a Jesús: -«Maestro, queremos ver un signo tuyo.» Él les contestó: -«Esta generación perversa y adúltera exige un signo; pero no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo; pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra. Cuando juzguen a esta generación, los hombres de Nínive se alzarán y harán que la condenen, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás. Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón»” (Mateo 12,38-42).

1. Algunos escribas y fariseos interpelaron a Jesús: "Maestro, queremos ver un signo hecho por ti". Siempre estamos tentados de hacer a Dios esta pregunta: ¿por qué, no escribes claramente tu Nombre en el cielo?, ¿por qué no nos das una prueba manifiesta de tu existencia... de manera que la duda resulte imposible? ¡Los ateos y los paganos se verían entonces obligados a inclinarse! ¡Y los fieles se tranquilizarían! ¿Por qué Dios no hace este signo? Sencillamente, porque Dios no es lo que pensamos a veces, está muy allá de nuestra capacidad. Dios, sé que eres servidor de los hombres para merecer tu amor, y me fío de ti. Sé que no quieres obligar al hombre a fuerza de poder y de maravillas. Que respetas la libertad con sus riesgos y su grandeza. Que has elegido ganarte el amor del hombre, muriendo, en Cristo, por él.

Jesús responde: “-No se os dará otra señal que la de Jonás”. Jonás estuvo retenido tres días "en la muerte", luego fue salvado por Dios y enviado a Nínive para que predicase la conversión. He ahí la única "señal" que Dios quiere dar: -“Así también el Hijo del hombre estará tres días en el seno de la tierra”. La "señal de Dios es: la muerte de Jesús... la resurrección de Jesús... la conversión y la salvación de los paganos. Es decir, el misterio pascual. (Jonás es un libro más bien sapiencial, con una narración más bien de enseñanza moral, y además es fundamento sólido para este significado cristológico).

-“En el Juicio se alzarán los habitantes de Nínive... Y la reina de Saba... al mismo tiempo que esta generación, y harán que la condenen, pues ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás, y hay algo más que Jonás aquí”. Nínive, capital de Asiria, era el símbolo de la ciudad pagana, llena de orgullo y corrupción. Jesús la pone como ejemplo a los fariseos que se tienen por justos y seguros de sí mismos: sí, algunos paganos están más cerca de Dios que ciertos fieles... Jesús, anuncias que los paganos, al convertirse, ocuparán el lugar de los hijos de Israel, e incluso participarán en la sentencia final del Juicio. Este signo de salvación que Dios ofrece a todos los hombres, a todas las razas, a todos aquellos que todavía no lo han oído... ¿somos capaces de reconocerlo a nuestro alrededor? Pedimos "signos" a Dios. Nos los da; pero no sabemos verlos. No sabemos interpretarlos. Quisiéramos nuestra clase de signos, que nosotros pudiéramos juzgar e interpretar, signos que correspondan a nuestras referencias y a nuestros deseos. Sin embargo el mundo y la historia están llenos de signos de Dios. Uno de los objetivos del examen de conciencia, de la oración, de la "revisión de vida", es el de aprender los unos de los otros a ver y "leer los signos de Dios en los acontecimientos": Dios trabaja en el mundo... en el que el misterio pascual continúa realizándose. Dios nos da signos; pero son signos discretos: se puede fácilmente pasar junto a ellos y no verlos. ¡Danos, Señor, ojos nuevos! (Noel Quesson).

Jesús, parece que no te gustaba que te pidieran milagros. Los hacías con frecuencia, por compasión con los que sufrían y para mostrar que eras el enviado de Dios y el vencedor de todo mal. Pero no querías que la fe de las personas se basara únicamente en las cosas maravillosas, sino, más bien, en tu Palabra y tu Persona: «si no véis signos, no creéis» (Jn 4,48), recriminas a los letrados y fariseos que te piden un milagro ya habían visto muchos y no estaban dispuestos a creer en Él, porque cuando uno no quiere oír el mensaje, no acepta al mensajero. Te interpretaban todo mal, incluso los milagros: los hacía «apoyado en el poder del demonio». No hay peor ciego que el que no quiere ver. Jesús apela, esta vez, al signo de Jonás, que se puede entender de dos maneras. Ante todo, por lo de los tres días: como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días, así estará Jesús en «el seno de la tierra» y luego resucitará. Ese va a ser el gran signo con que Dios revelará al mundo quién es Jesús. Pero la alusión a Jonás le sirve a Jesús para deducir otra consecuencia: al profeta le creyeron los habitantes de una ciudad pagana, Nínive, y se convirtieron, mientras que a Él no le acaban de creer, y eso que «aquí hay uno que es más que Jonás» y «uno que es más que Salomón», al que vino a visitar la reina de Sabá atraída por su fama.

Nosotros tenemos la suerte del don de la fe. Para creer en Cristo Jesús no necesitamos milagros nuevos. Los que nos cuenta el Evangelio, sobre todo el de la resurrección del Señor, justifican plenamente nuestra fe y nos hacen alegrarnos de que Dios haya querido intervenir en nuestra historia enviándonos a su Hijo. No somos, como los fariseos, racionalistas que exigen demostraciones y, cuando las reciben, tampoco creen, porque las pedían más por curiosidad que para creer. No somos como Tomás: «si no lo veo, no lo creo». La fe no es cosa de pruebas exactas, ni se apoya en nuevas apariciones ni en milagros espectaculares o en revelaciones personales. Jesús ya nos alabó hace tiempo: «dichosos los que crean sin haber visto». Nuestra fe es confianza en Dios, alimentada continuamente por esa comunidad eclesial a la que pertenecemos y que, desde hace dos mil años, nos transmite el testimonio del Señor Resucitado. La fe, como la describe el Catecismo, «es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a Él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (26). El gran signo que Dios ha hecho a la humanidad, de una vez por todas, se llama Cristo Jesús. Lo que ahora sucede es que cada día, en el ámbito de la Iglesia de Cristo, estamos recibiendo la gracia de su Palabra y de sus Sacramentos, y, sobre todo, estamos siendo invitados a la mesa eucarística, donde el mismo Señor Resucitado se nos da como alimento de vida verdadera y alegría para seguir su camino (J. Aldazábal).

2. Miqueas (6,1-8) nos profetiza: “-Escuchad ahora lo que dice el Señor: «¡Levántate! Pleitea con los montes. Escuchad, colinas, la querella del Señor.» En este tiempo en que muchos sitios gozamos de vacaciones podemos tener ocasión de ir a la "montaña". En la Biblia, los montes son uno de los lugares elegidos para los encuentros con Dios: el Sinaí, Nebó, Garizim, Sión, el Carmelo. Todas las montañas de Palestina han desempeñado un papel en el simbolismo del encuentro con Dios.

Dejémonos sobrecoger, sobre todo si contemplamos el espectáculo, por ese simbolismo. La montaña es: -la cumbre, cerca del cielo... el lugar hacia el cual hay que «subir»;

-el aire más puro, más vivificante, el silencio de los grandes espacios...

-la impresión de inmutabilidad, de solidez, de fortaleza, de un vigor superior a la fragilidad humana...

El primer sufrimiento de Dios, es la ingratitud de su pueblo: -“¿Es porque te hice subir del país de Egipto, porque te rescaté de la casa de los esclavos?” Señor, dame un corazón que sepa decir "gracias" y tener en cuenta los beneficios recibidos.

-“Se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor reclama de ti”, esto es: “practicar la justicia... -mensaje que vimos en Amós-, amar la misericordia... -mensaje de Oseas-, caminar humildemente con tu Dios... -mensaje de Isaías-” (Noel Quesson).

3. El salmo insiste en la misma idea: «no te reprocho tus sacrificios, pero no aceptaré un becerro de tu casa... ¿Por qué tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?».

Este pleito de Dios contra su pueblo recuerda las «lamentaciones» que cantamos el Viernes Santo mientras vamos pasando a adorar la Cruz: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!». No tenemos que pensar solo en el pueblo judío y su ingratitud, sino en hoy, en nosotros mismos, que hemos sido favorecidos aun más que ellos y podemos merecer la queja de Dios. Tal vez necesitamos que nos recuerden que ser misericordiosos con los demás y humildes en la presencia de Dios es la mejor actitud que se nos pide como personas creyentes (J. Aldazábal). Se lo pedimos a la Santísima Virgen.

Llucià Pou Sabaté

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