viernes, 15 de junio de 2012

Sagrado Corazón de Jesús B

Solemnidad del Sagrado Corazón

Profeta Oseas 11,1b. 3-4. 8c-9. Esto dice el Señor: Cuando Israel era joven lo amé, desde Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a andar a Efraím, lo alzaba en brazos, y él no comprendía que yo lo curaba. Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía; era para ellos como el que levanta el yugo de la cerviz, me inclinaba y lo daba de comer. Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti, y no enemigo a la puerta.

Salmo responsorial: Is 12,2-3.4bcd.5-6 R/. Sacaréis aguas con gozo, de las fuentes de la salvación.

El Señor es mi Dios y Salvador: / confiaré y no temeré, / porque mi fuerza y mi poder es el Señor; / El fue mi salvación. / Y sacaréis aguas con gozo / de las fuentes de la salvación.

Dad gracias al Señor, / invocad su nombre; / contad a los pueblos sus hazañas,

proclamad que su nombre es excelso.

Tañed para el Señor que hizo proezas, / anunciadlas a toda la tierra; / gritad jubilosos, habitantes de Sión: / «qué grande es en medio de ti / el santo de Israel.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 3,8-12.14-19. Hermanos: A mí, el más insignificante de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo; e iluminar la realización del ministerio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo. Así, mediante la Iglesia, los Principados y Potestades en los cielos conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios; según el designio eterno, realizado en Cristo Jesús, Señor Nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a Dios por la fe en él. Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma -nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de, su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todo el pueblo de Dios, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la Plenitud total de Dios.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 19,31-37. En aquel tiempo los judíos, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atraversaron».

Comentario: Una persona con corazón es una persona profunda y a la vez cercana; entrañable y comprensiva, capaz de sentir emociones a la vez que de ir al fondo de las cosas y los acontecimientos. El corazón ha simbolizado para la gran mayoría de las culturas el centro de la persona, donde vuelve a la unidad y se fusiona la múltiple complejidad de sus facultades, dimensiones, niveles, estratos: lo espiritual. y lo material, lo afectivo y lo racional, lo instintivo y lo intelectual. Una persona con corazón es no la dominada por el sentimentalismo sino la que ha alcanzado una unidad y una coherencia, un equilibrio de madurez que le permite ser objetivo y cordial, lúcido y apasionado, instintivo y racional; la que nunca es fría sino siempre cordial, nunca ciega sino siempre realista. Tener corazón equivale para el hombre antiguo a ser una personalidad integrada. En fin, el corazón es el símbolo de la profundidad y de la hondura. Sólo quien ha llegado a una armonía consciente con el fondo de su ser, consigue alcanzar la unidad y la madurez personales. Jesús, el hombre para los demás, tiene corazón porque toda su vida es como un fruto logrado y pingüe, un fruto suculento de sabiduría y santidad. Su corazón no es de piedra sino de carne (Ez 11,19). Su vida es un signo del buen amar, del saber amar. Pero sobre todo, Jesús en su corazón es la profundidad misma del hombre. En él está la fuente del Espíritu que brota como agua fecunda hasta la vida eterna (Jn 7,37; 19,34).

1. Os 11. 1b.3-4.8c-9. Es tal la sencillez de esta lectura, tal su dramatismo interno, tan acusados y manifiestos los sentimientos paternales de Dios, que debería constituir la reflexión callada y reconocida su mejor comentario. Perdónesemos si, al pretender encuadrarla en su contexto histórico, aminoramos en lo más mínimo el delicado sentido de su interioridad. Esta lectura es única, no ya en el libro de Oseas sino en todo el Antiguo Testamento. Es, permítasenos la comparación, la perla preciosa escondida en el campo por la que hemos de venderlo todo para adquirirla; es una de las más altas cumbres de la revelación sobre la naturaleza de Dios en todo el Antiguo Testamento. Y, aunque parezca paradójico, el profeta llegó a ella a través de la sencilla vulgaridad de su vida matrimonial. Ni revelaciones especiales ni visiones ni éxtasis ni arrebatos. Esposo y padre cariñoso, le bastó tener un hijo entre sus brazos para comprender el amor de Dios. En su transición del amor humano al divino y en su comprensión de lo divino por lo humano, Oseas recuerda los primeros días de la existencia de Israel con la ternura y romance de aquellos momentos. Entonces había muchos pueblos, pueblos fuertes y poderosos, pueblos de historia y raigambre. Y Yahveh fue a fijarse en quien no era pueblo todavía, en un grupo de esclavos y emigrantes por tierras de Egipto, sin historia, sin tierra, sin civilización. Era la creación de algo de la nada. A esa nada Dios la amó y comenzó a existir, a ser hija predilecta suya; y su hija, libre. Y de Egipto Dios la sacó. Cada vez que Dios "le llamaba" e intentaba realizar en él y por él sus planes, Israel, voluble e incomprensivo, "se alejaba"; lo posponía a sus ídolos y baales, se prostituía y divorciaba de él rompiendo la Alianza que habían sellado en el Sinaí. Yahveh, su padre, no se rindió. Fue El y no los baales quien "le enseño a andar", quien siguió sus pasos con firmeza por la tierra de promisión hasta el esplendor de los tiempos davídicos; él le "alzaba en brazos", gozoso y salvífico a la vez, mostrándole todo su amor hacia él. Sin embargo, "él no comprendía que Yo le curaba". Quizás sea necesario ser padre para comprender el dolor por la incomprensión de un hijo a quien se mima con toda clase de ternuras. Podía, sin duda, forzarla. Era Dios. Pero prefiere respetar aquello que él ha dado al hombre como esencia de su ser, su libertad. ¡Ay de aquel que osare violar aquello que el mismo Dios respeta! Por eso se acercó a él, se inclinó hacia él para alimentarlo, intentó atraerlo hacia sí -sublime ejemplo de condescendencia divina-... pero "con cuerdas humanas". Es la más preciosa descripción del misterio de la libertad y la gracia. Nada consiguió y se vio forzado a castigarlo. Era justo. Pero nuestra lectura bíblica se salta el castigo, porque el castigo nunca es la última palabra de Dios, para tratar de explicar sicológica y humanamente el incomprensible y deconcertante misterio del amor de Dios. Se le "revuelven las entrañas" al tener que castigar. Es Dios y no hombre. Es santo y no enemigo al acecho. Por eso, "ni cederá a la cólera... ni volverá a destruir a Efraím". Ha querido corregirlo, no aniquilarlo. Es la misma enseñanza que se encierra en el término profético "Resto". La testimoniada por Cristo en la Cruz por amor. Quien tenga oídos para oir que oiga. Y como prueba, entonces imprecisa y hoy constatable históricamente, se les promete la vuelta del exilio con la misma seguridad que el rugido del león produce el pánico en quien lo escucha. Cuando Yahveh "ruja", eficaz imagen de la eficacia de su palabra, Israel volverá con la docilidad de un pájaro y la obediencia de la paloma a la voz de su amo. Así es Dios cuando castiga y corrige para poder salvar (Edic. Marova).

El profeta, sirviéndose aún del procedimiento acusatorio, presenta una de las más bellas y profundas síntesis del amor de Dios, negativamente más destacado aún por la ingratitud de Israel: «Cuando Israel era niño, lo amé; y desde Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los baales...» (vv 1 2). El amor es presentado como la causa del nacimiento de Israel, la clave de la elección. Todo el amor tierno, pero educador, de Dios se resume en la imagen del padre que levanta a su hijo hasta sus mejillas y le ayuda a comer. Todas estas imágenes intentan traducir la realidad vital del compromiso de Dios a favor del hombre. Pero Israel ha despreciado el don del amor. Pecar, opción de esclavitud, de retorno a Egipto, es para Oseas obligar a Dios, el más amoroso de los padres, a castigar. Sin embargo, el castigo no es la última palabra del Señor. En el corazón de Dios hay una especie de «conversión». Oseas la describe con una afirmación única en toda la literatura profética: "No desencadenaré todo el furor de mi ira, no destruiré del todo a Efraín, que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti" (9).

No, el estilo de Dios no es el estilo vengativo del hombre. La apelación sorprendente a su santidad, a su radical distinción de todo y de todos es la más fuerte garantía de un amor sin retroceso. Toda la predicación de Oseas prepara esta afirmación, que hallará eco en otros profetas: «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara yo no te olvidaría» (Is 49, 15) La proclamación de Oseas sobre el amor de Dios que sale al encuentro del hombre en la doble relación de matrimonio y filiación, de un Dios que ama simplemente porque es Dios, constituye uno de los capítulos más ricos de la teologia veterotestamentaria. Es una anticipación de aquella doctrina joánica que considera el amor como la esencia y realidad de Dios. Sólo quien tiene experiencia de amor puede tener experiencia de este Dios que es el primero en amar. Amar creadoramente significa estar presente a favor de los hombres. Dios es amor, se compromete personalmente en favor de los hombres, pero, como el amor, jamás es del todo asequible, sino que siempre precede al hombre. En la medida en que el amor nunca está plenamente realizado, abre siempre un futuro nuevo. Amor es camino hacia Dios y camino hacia la propia realización (F. Raurell).

2. Is 12, 2-3.4bcd. 5-6. El nombre de Isaías («Dios-salva») simboliza y localiza la fuente salvadora de Israel. Catequesis del Papa: “Constituye una especie de culminación de algunas páginas del libro de Isaías que se han hecho célebres por su lectura mesiánica. Se trata de los capítulos 6-12, que se suelen denominar "el libro del Emmanuel". En efecto, en el centro de esos oráculos proféticos resalta la figura de un soberano que, aun formando parte de la histórica dinastía davídica, tiene perfiles transfigurados y recibe títulos gloriosos: "Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz" (Is 9, 5). La figura concreta del rey de Judá que Isaías promete como hijo y sucesor de Ajaz, el soberano de entonces, que estaba muy lejos de los ideales davídicos, es el signo de una promesa más elevada: la del rey Mesías que realizará en plenitud el nombre de "Emmanuel", es decir, "Dios con nosotros", convirtiéndose en la perfecta presencia divina en la historia humana. Así pues, es fácilmente comprensible que el Nuevo Testamento y el cristianismo hayan intuido en esa figura regia la fisonomía de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre solidario con nosotros.

Los estudiosos consideran que el himno al que nos estamos refiriendo (cf. Is 12, 1-6), tanto por su calidad literaria como por su tono general, es una composición posterior al profeta Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo. Casi es una cita, un texto de estilo sálmico, tal vez para uso litúrgico, que se incrusta en este punto para servir de conclusión del "libro del Emmanuel". En efecto, evoca algunos temas referentes a él: la salvación, la confianza, la alegría, la acción divina, la presencia entre el pueblo del "Santo de Israel", expresión que indica tanto la trascendente "santidad" de Dios como su cercanía amorosa y activa, con la que el pueblo de Israel puede contar. El cantor es una persona que ha vivido una experiencia amarga, sentida como un acto del juicio divino. Pero ahora la prueba ha pasado, la purificación ya se ha producido; la cólera del Señor ha dado paso a la sonrisa y a la disponibilidad para salvar y consolar.

Las dos estrofas del himno marcan casi dos momentos. En el primero (cf. vv. 1-3), que comienza con la invitación a orar: "Dirás aquel día", domina la palabra "salvación", repetida tres veces y aplicada al Señor: "Dios es mi salvación... Él fue mi salvación... las fuentes de la salvación". Recordemos, por lo demás, que el nombre de Isaías -como el de Jesús- contiene la raíz del verbo hebreo ylsa", que alude a la "salvación". Por eso, nuestro orante tiene la certeza inquebrantable de que en la raíz de la liberación y de la esperanza está la gracia divina. Es significativo notar que hace referencia implícita al gran acontecimiento salvífico del éxodo de la esclavitud de Egipto, porque cita las palabras del canto de liberación entonado por Moisés: "Mi fuerza y mi canto es el Señor" (Ex 15, 2).

La salvación dada por Dios, capaz de suscitar la alegría y la confianza incluso en el día oscuro de la prueba, se presenta con la imagen, clásica en la Biblia, del agua: "Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación" (Is 12, 3). El pensamiento se dirige idealmente a la escena de la mujer samaritana, cuando Jesús le ofrece la posibilidad de tener en ella misma una "fuente de agua que salta para la vida eterna" (Jn 4, 14). Al respecto, san Cirilo de Alejandría comenta de modo sugestivo: "Jesús llama agua viva al don vivificante del Espíritu, por medio del cual sólo la humanidad, aunque abandonada completamente, como los troncos en los montes, y seca, y privada por las insidias del diablo de toda especie de virtud, es restituida a la antigua belleza de la naturaleza... El Salvador llama agua a la gracia del Espíritu Santo, y si uno participa de él, tendrá en sí mismo la fuente de las enseñanzas divinas, de forma que ya no tendrá necesidad de consejos de los demás, y podrá exhortar a quienes tengan sed de la palabra de Dios. Eso es lo que eran, mientras se encontraban en esta vida y en la tierra, los santos profetas y los Apóstoles y sus sucesores en su ministerio. De ellos está escrito: Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación". Por desgracia, la humanidad con frecuencia abandona esta fuente que sacia a todo el ser de la persona, como afirma con amargura el profeta Jeremías: "Me abandonaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2, 13). También Isaías, pocas páginas antes, había exaltado "las aguas de Siloé, que corren mansamente", símbolo del Señor presente en Sión, y había amenazado el castigo de la inundación de "las aguas del río -es decir, el Éufrates- impetuosas y copiosas" (Is 8, 6-7), símbolo del poder militar y económico, así como de la idolatría, aguas que fascinaban entonces a Judá, pero que la anegarían.

La segunda estrofa (cf. Is 12, 4-6) comienza con otra invitación -"Aquel día diréis"-, que es una llamada continua a la alabanza gozosa en honor del Señor. Se multiplican los imperativos para cantar: "dad gracias, invocad, contad, proclamad, tañed, anunciad, gritad". En el centro de la alabanza hay una única profesión de fe en Dios salvador, que actúa en la historia y está al lado de su criatura, compartiendo sus vicisitudes: "El Señor hizo proezas... ¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!" (vv. 5-6). Esta profesión de fe tiene también una función misionera: "Contad a los pueblos sus hazañas... Anunciadlas a toda la tierra" (vv. 4-5). La salvación obtenida debe ser testimoniada al mundo, de forma que la humanidad entera acuda a esas fuentes de paz, de alegría y de libertad.

3. Ef 3,8-12.14-19: El tema del designio de Dios. Los cristianos son depositarios de un secreto, pero la mayoría de las veces se comportan como si lo ignoraran. Tienen acceso al misterio "escondido desde los siglos, en Dios" (Ef 3, 9)… los cristianos no tienen medios concretos para comprender que su condición normal es la de "estar dispersos" entre los demás hombres, no se ven empujados por las circunstancias a percibir en su interior aquello que es lo específico del cristianismo. Muchas veces, sin darse cuenta, reducen fácilmente esto a algunas exigencias evangélicas, perdiendo de vista que el Evangelio es ante todo una Persona, Alguien. Y entonces se imaginan que el cristiano se distingue del no cristiano por diversas actitudes que le son propias, tales como el desinterés, el amor a los más pobres, etc. Esto, evidentemente, no es falso, pero es incompleto. Hoy, que la Iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no cristianos se codean a diario.

El misterio oculto desde la eternidad en Dios (Ef 3, 9): Desde toda la eternidad, Dios tuvo el designio de crear por amor y de llamar a los hombres a la filiación adoptiva en unión de vida con el Verbo encarnado, con Cristo recapitulador, a fin de que por su don mutuo, que es el don del Espíritu Santo, se edifique la Familia del Padre. Este designio es, en primer lugar, un designio de salvación, puesto que el hombre no puede dar por sí mismo una respuesta a Dios que tenga la cualidad de ser una respuesta "filial", y el amor divino que le anima es lo suficientemente grande como para alcanzar al hombre, incluso cuando le rechaza e incluso en su pecado… por parte de Dios todo se ha cumplido desde el principio: la iniciativa divina de la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifestará en Jesús de Nazaret. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios no es extraña a la acción del Verbo eterno, imagen perfecta del Padre, y la Historia de la humanidad no se puede comprender sin la acción del Espíritu Santo, que es el que reúne a los hombres y da unidad en el amor, porque El es el don mutuo del Padre y del Hijo. Si el misterio de la salvación, que tiene toda su consistencia en Dios, ha permanecido, sin embargo, oculto a los ojos de los hombres durante tanto tiempo, esto no ha podido ser más que por una razón esencial, relativa a la naturaleza misma de este misterio. La explicación de que la Encarnación tardara tanto tiempo se basa en lo siguiente: la salvación de la humanidad es un misterio de amor y, por consiguiente, un misterio de reciprocidad. A la iniciativa de Dios debe corresponder la respuesta del hombre. Inspirado por el amor, el gesto creador de Dios es infinitamente respetuoso para con el hombre. Este no sale ya completamente fabricado de las manos de Dios, sino que recibe el poder de construirse a sí mismo, de irse elaborando lentamente a través de los años. ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que la humanidad aprenda a hablar y después a escribir! ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que un pueblo llegue al descubrimiento del Dios Todo-Otro, a través de los acontecimientos de su propia historia! Sin duda alguna, el pecado del hombre ha frenado la marcha de la humanidad, invitándola sin cesar a seguir unos caminos que no tenían salida. Pero, de todos modos, se necesitaba mucho tiempo para que la historia humana desembocara en esta mujer humilde, la Virgen María, que es la que ha vivido con toda verdad y con toda lucidez la religión de la Espera o del Adviento. María es la mujer en quien la libertad espiritual del hombre ha producido los más abundantes frutos; la que nos ha manifestado, en el más alto grado, hasta dónde el gesto creador del Amor ha querido manifestar el respeto por el hombre, su criatura. Desde ahora en adelante, la religión de la Espera puede dar lugar a la religión de la Realización. La Encarnación del Hijo de Dios no entrañará para la humanidad ninguna secreta alienación. Jesús, en cuanto hombre, ha sido engendrado por una mujer y preparado por ella para su misión de mediador de la salvación.

El designio eterno engendrado en Cristo Jesús nuestro Señor (Ef 3, 11): La iniciativa divina de gracia en los designios de salvación, que ha estado obrando constantemente durante el período de la historia humana anterior a la venida del Hijo, desemboca en el misterio de la Encarnación. Esta iniciativa divina nos descubre el significado final de la larga marcha de la humanidad hasta llegar a Cristo. Ya desde el principio el llamamiento divino a la filiación adoptiva está grabado, en cierta manera, en el corazón de la libertad humana, impidiendo al hombre el contentarse definitivamente con la posesión de los bienes creados, haciéndole acceder con Israel al plano de la fe, embarcándole en esta extraordinaria aventura espiritual que es la esperanza mesiánica, esta esperanza humana que va a salvar al hombre, ajustándole perfectamente a la iniciativa divina. Pero este plan de Dios desemboca necesariamente en la Encarnación, porque solo el Hombre-Dios puede dar a Dios una respuesta verdaderamente filial, sin dejar por eso un solo momento de ser criatura. Solo el Hombre-Dios puede cerrar de una manera adecuada el lazo de reciprocidad perfecta entre Dios y la humanidad. O, dicho de otro modo: el momento preciso en que la humanidad ha alcanzado en uno de sus miembros su propia cima, es también el momento en que Dios le ha dado el testimonio supremo de su amor: el envío de su Hijo eterno. El misterio oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor. Esto, que es revelado, no es una doctrina, sino la salvación que se ha hecho efectiva. Es el reencuentro del hombre con Dios, que se ha realizado al fin. La iniciativa gratuita del Padre encuentra en Jesús una respuesta perfecta, y la historia de la salvación se manifiesta como una empresa convergente de Dios y el hombre. El Hombre-Dios, el Hombre de entre los hombres que supera con éxito la aventura humana, concilia en su Persona la paradoja esencial de la vocación del hombre: su obediencia de criatura hasta morir en la Cruz es una obediencia filial: la del Unigénito del Padre. En Cristo, la adopción filial se ofrece a todos los hombres, cuya aspiración más íntima ha sido colmada así por encima de toda medida. Todos podrán decir al Padre común un "sí" verdaderamente filial, siendo únicamente, pero de una manera total, fieles a su condición de criatura. Finalmente, el envío del Hijo entraña el envío del Espíritu Santo, que es común al Padre y al Hijo; el Espíritu de amor que sella la unidad de sus relaciones personales. Porque habiéndose asociado en Cristo la humanidad en estas relaciones inefables, el mismo Espíritu que está obrando en la creación desde sus orígenes, también puede ser enviado desde ahora a toda la humanidad, para significar con ello que ha adquirido la adopción filial en el Hijo unigénito y, al mismo tiempo, para sellar en la unidad del amor el reencuentro efectivo de Dios y el hombre.

La sabiduría de Dios en su diversidad inmensa, revelada por medio de la Iglesia (Ef 3, 10): La resurrección de Cristo marca el final del primer acto de la historia de la salvación. Se ha edificado el Templo del reencuentro perfecto de Dios y del hombre. Sus sólidos cimientos se han colocado ya de una manera definitiva. El Cuerpo resucitado de Cristo es ya para siempre el "sacramento" primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad. Pero habiéndose dado ya el primer paso, todavía continúa la historia de la salvación. La piedra angular ha sido colocada ya de una manera sólida, y el templo del diálogo de Dios y el hombre va adquiriendo forma de una manera progresiva, hasta que todas las piedras hayan sido colocadas en su sitio. La historia de la salvación es la historia de la Iglesia. Familia del Padre y Cuerpo de Cristo.

Anunciar a los paganos la incomparable riqueza de Cristo (Ef 3, 8): Los miembros del Cuerpo de Cristo, esos hombres que han tenido acceso a la revelación del misterio oculto en Dios desde los siglos, se ven empujados por el dinamismo irresistible de su fe a anunciar a sus hermanos la Buena Nueva de la salvación, que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de la Buena Nueva con estas palabras: es la incomparable riqueza de Cristo.

S. Agustín: “Cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad (Ef 3,16-18). La palabra altitudo tiene un doble significado en la lengua latina: significa tanto la dirección hacia arriba como hacia abajo. Por tanto, estuvo acertado el traductor al poner altura: lo que va hacia arriba, y profundidad: lo que va hacia abajo.

Os voy a exponer qué significa esto... Las palabras del Apóstol nos han puesto delante en cierto modo la cruz. Tiene, en efecto, su anchura sobre la que se clavan las manos; su longitud: lo que va hasta la tierra desde aquélla; tiene también su altura: lo que sobrepasa el madero transversal sobre el que clavan las manos, donde se sitúa la cabeza del crucificado; tiene igualmente su profundidad, es decir, lo que se clava en la tierra y no se ve. Contempla el gran misterio: de la profundidad que no ves surge todo cuanto ves.

¿Dónde está la anchura? Acomoda tu vida a la vida y costumbres de los santos, que dicen: lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. En sus costumbres percibimos la anchura de la caridad, razón por la que los exhorta el mismo Apóstol con estas palabras: Ensanchaos, para no uniros en yunta con los infieles. Y como también él, que invitaba a la anchura, era ancho, ved lo que les dice: Os abrimos, ¡oh corintios!, nuestra boca; nuestro corazón se ha ensanchado (2 Cor 6,14.11). La anchura es, por lo tanto, la caridad; sólo ella obra el bien. La anchura hace que Dios ame al que da con alegría. En efecto, si ha pasado estrechez, dará con tristeza; y si da con tristeza, perece lo que da. Necesitas, pues, la anchura de la caridad, para que no perezca nada del bien que haces.

Mas, puesto que son también del Señor estas palabras: Donde abunde la iniquidad se enfriará la caridad de muchos, dame también la longitud. ¿Qué es la longitud? Quien persevere hasta el final, ése se salvará (Mt 24,12-13). Tal es la longitud de la cruz sobre la que se extiende todo el cuerpo, en el que en cierta manera está fijo y, estando fijo, persevera. Tú que te glorías en la cruz, si buscas la anchura de la cruz, ten la fuerza para obrar el bien. Si quieres poseer su longitud, ten la longanimidad de la perseverancia. Pero si quieres poseer la altura de la cruz, reconoce lo que escuchas y dónde lo escuchas: «¡En alto el corazón!». ¿Qué significa eso? Pon allí tu esperanza y tu amor; busca allí la fuerza, espera de allí la recompensa. Pues si obras el bien y das con alegría, te encontrarás en posesión de la anchura. Y si perseveras hasta el fin en esas buenas obras, te hallarás en posesión de la longitud.

Pero si todas esas cosas no las haces con vistas a la recompensa celeste, carecerás de altura y desaparecerá tanto la anchura como la longitud. ¿Qué otra cosa es tener altura, sino pensar en Dios y amarle a él? Amar gratuitamente a ese Dios que nos ayuda, que nos contempla, nos corona y otorga el premio, y, finalmente, considerarle a él mismo como el premio y no esperar de él otra cosa que él mismo. Si amas, ama gratuitamente; si amas en verdad, sea él la recompensa que amas. ¿O acaso consideras todo valioso, y, en cambio, te parece vil quien hizo todas las cosas?

El Apóstol dobló sus rodillas por nosotros para que seamos capaces de todo esto; más aún, para que se nos conceda. También el evangelio nos atemoriza: A vosotros se os ha dado conocer los misterios del reino, pero no a ellos. A quien tiene se le dará. ¿Quién tiene para que se le dé, sino aquel a quien se le ha dado? En cambio, a quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene (Mt 13,11-12). ¿Quién es el que no tiene sino aquel a quien no se le ha dado? ¿Por qué pues a uno se la ha dado y a otro no? No temo decirlo: esta es la profundidad de la cruz. Todo lo que podemos procede de no sé qué profundidad del juicio de Dios, que no puede escrutarse ni contemplarse. Veo lo que puedo, pero no por qué o de dónde me viene el poderlo, a no ser lo que he llegado a ver hasta el presente: sé que es don de Dios. ¿Por qué a éste sí y a aquél no? Es demasiado para mí, es un abismo, es la profundidad de la cruz. Puedo exclamar admirado, pero no puedo demostrarlo con palabras.

4. Los dirigentes judíos, como era Preparación -para que no se quedasen en la cruz los cuerpos durante el día de descanso, pues era solemne el día de aquel descanso-, le rogaron a Pilato que les quebrasen las piernas y los quitasen. Reaparecen los dirigentes judíos (19,20), los que han conseguido dar muerte a Jesús, entre los cuales se encuentran los sumos sacerdotes (cf. 19,14.15). Desde la primera entrevista con Pilato, «los Judíos» tenían presente la pureza legal requerida por la Pascua que se avecinaba (18,28). Ahora siguen preocupados; se consideraba que una ejecución capital profanaba el sábado o la fiesta. No quieren que nada impida la celebración. Era Preparación; ellos creen que están preparando su propia Pascua, cuando en realidad ha sido sustituida por la de Jesús (11,55a; 12,1 Lects.). La mención de los cuerpos expresa la solidaridad de Jesús con los que están crucificados con él y con todo hombre, como la había expresado «la carne» (1,14; 17,2). «El cuerpo», que iguala a Jesús con los hombres, es el santuario de Dios (2,21). Los cuerpos están en su misma cruz (en la cruz), ésta es la de todos los suyos, como lo será su sepulcro (19,41). No debían quedar en la cruz el día de descanso, porque el día de fiesta que imponía aquel descanso era muy solemne. Hay que distinguir aquí dos puntos de vista, el de los judíos y el de Jesús. Desde el punto de vista de los judíos, es la preparación de su Pascua, que no llegará a celebrarse (cf. 19,42). Su fiesta quedará vacía. Desde el punto de vista de Dios y de Jesús, terminada el día sexto la obra de la creación (19,30), comienza el sábado, el descanso. La frase el día era solemne está en paralelo con 7,37: El último día, el [más] solemne de la fiesta, puesto en relación con la manifestación de la gloria (7,39). Este día sexto de la muerte de Jesús, en que el hombre queda creado, es «el último día»; en él se acaba la obra de Dios, pero al mismo tiempo se inicia. El día último es al mismo tiempo el día primero (20,1) que abre la marcha de la nueva historia. La nueva pareja en el huerto-jardín dará comienzo a la nueva humanidad (20,11ss).

«Los Judíos» van a rogar a Pilato. Le hacen peticiones concretas: que les quiebren las piernas, para acelerar la muerte, y que los quiten. Ni una ni otra se verificarán con Jesús; los soldados no le quebrarán las piernas; tampoco serán ellos los que lo quiten de la cruz, esto será motivo de otra petición de un discípulo (19,38). Quieren acelerar la muerte, para que no estén vivos en la fiesta. La presencia de Jesús y la de sus compañeros crucificados es incompatible con ella, pues produciría una impureza según la Ley. No consideran que el crimen los impurifique, pero sí la violación de una prescripción legal. Para ellos, pueden rompérsele las piernas a Jesús. No saben que es el Cordero de la nueva Pascua (1,36).

32-33 Fueron, pues, los soldados, y les quebraron las piernas, primero a uno y luego al otro de los que estaban crucificados con él. Pero, al llegar a Jesús, viendo que estaba ya muerto, no le quebraron las piernas. Los soldados comienzan por los compañeros de Jesús. Estos estaban aún vivos; ahora, una vez que él ha muerto, pueden morir ellos. El ha abierto el camino hacia el Padre y pueden seguirlo. Nadie puede quitarle la vida, la ha dado por propia iniciativa (10, 17s; 19,30). Al afirmar que no le quebraron las piernas prepara Jn la cita del texto sobre el cordero pascual (19,36). Jesús, como Lázaro, está muerto (11,44; 12,1 nota); para los soldados, es una muerte definitiva, como las demás. 34 Sin embargo, uno de los soldados, con una lanza, le traspasó el costado, y salió inmediatamente sangre y agua. Como el vinagre representaba el odio (19,29s), así la lanza. La acción del soldado era innecesaria, pero la hostilidad sigue. Ahora es el pagano quien la expresa. Los soldados se habían burlado de la realeza de Jesús y lo habían escarnecido. (19,1-3), se habían repartido su ropa (19,23-24). Ahora, la punta de la lanza quiere destruirlo definitivamente. La expresión de odio permite la del amor que produce vida. Lo mismo que al vinagre del odio respondió Jesús con su muerte aceptada por amor (19, 30: reclinando la cabeza), cuyo fruto fue la entrega del Espíritu, así ahora, a la herida de la lanza, sucede la efusión de la sangre y el agua.

«Salió sangre y agua» (Jn 19, 34): San Juan concede gran importancia a la lanzada que siguió a la muerte de Cristo en la Cruz: "Llegados a Jesús (los soldados), le encontraron muerto, y no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 33-34). Para el evangelista, toda la economía sacramental de la Iglesia ha brotado, en cierta manera, de Cristo en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. O, dicho de otro modo, el desarrollo de la historia de la salvación va unido al desarrollo de la sacramentalidad. El templo del reencuentro perfecto de Dios y de la humanidad debe crecer, y los momentos privilegiados de este crecimiento están marcados por la celebración del bautismo y de la Eucaristía. Pero, tanto el significado del bautismo como el de la Eucaristía se refieren al sacrificio de la cruz. Es decir, que hay que conceder gran importancia en cada uno de ellos a la proclamación de la Palabra de Dios. Ella es la que, poco a poco, va labrando el corazón y el espíritu de los creyentes, para que se conviertan en compañeros de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación. Ella es la que los prepara para el descubrimiento de las incomparables riquezas de Cristo.

El hecho es de una importancia excepcional, como aparece por el solemne testimonio que de él da a continuación el evangelista. Hay que esperar, por tanto, una gran riqueza de significado. La sangre que sale del costado de Jesús figura su muerte, que él acepta para salvar a la humanidad (cf. 18,11). Es la expresión de su gloria, su amor hasta el extremo (1,14; 13,1), el del pastor que se entrega por las ovejas (10,11), del amigo que da la vida por sus amigos (15,13). Esta prueba máxima de amor, que no se detiene ante la muerte, es objeto de contemplación para la comunidad de Jn (1,14: hemos contemplado su gloria). Es así. Jesús, en la cruz, la Tienda del Encuentro del nuevo Éxodo p (2,21). En ella se verifica la suprema manifestación de la gloria, según la petición de Jesús al Padre (17,1; cf. 7,39; 12,23; 13,31s). De su costado fluye el amor, que es al mismo tiempo e inseparablemente suyo y del Padre. El agua que brota representa, a su vez, el Espíritu, principio de vida que todos podrían recibir cuando manifestase su gloria, según la invitación que hizo Jesús el gran día de la fiesta (7,37-39). Se anunciaba allí el cumplimiento de la profecía de Ezequiel. En aquella escena, Jesús, puesto de pie, postura que anunciaba la de la cruz, invitaba a acercarse a él el último día para beber el agua que había de brotar de su entraña. Es Jesús en la cruz el nuevo templo de donde brotan los ríos del Espíritu (7,38; cf. Ez 47,1.12 ), el agua que se convertirá en el hombre en un manantial que salta dando vida sin término (4,14). Puede cumplirse así lo anunciado en el prólogo (1,16): de su plenitud todos nosotros hemos recibido, un amor (el agua-Espíritu) que responde a su amor (la sangre-muerte aceptada). La sangre simboliza, pues, su amor demostrado; el agua, su amor comunicado.

La alusión a la frase del prólogo es tan clara que existe posiblemente un juego de palabras entre 1,14: plérés; 1,16: pléróma (lleno, plenitud), y 19,34: pleura (costado): «de su plenitud todos nosotros hemos recibido», «de su costado salió sangre y agua». Aparece aquí ahora la señal permanente, el Hombre levantado en alto, cuyo tipo había sido la serpiente levantada por Moisés en el desierto, para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva (3,14s). De él baja el agua del Espíritu (3,5), para que el hombre nazca de nuevo y de arriba (3,3) y comience la vida propia de la creación terminada, siendo «espíritu» (3,6; cf. 7,39), amor y lealtad (1,17). Se ha sacrificado el Cordero de la nueva Pascua, el que libera al hombre de la opresión, quitando así el pecado del mundo (1,29; 8,21.23). Según los textos de Zacarías a que se aludirá más tarde (19,37), la fuente de agua que aquí se abre, la del Espíritu, será la que purifique del pecado (1,33). Esta purificación se prometió en Caná, combinando los símbolos de agua y vino (2,7) y se opone a la que vanamente buscaban en el recinto del templo los peregrinos que habían acudido a Jerusalén para la Pascua (11,55b). La nueva Pascua significa la nueva alianza, anunciada en Caná (2,4). Ha llegado la hora en que Jesús da el vino de su amor. Empieza la boda definitiva. Como antiguamente Moisés, está ahora Jesús de pie promulgando la Ley (7,37 nota). Es la del amor leal (1,17) que él manifiesta en la cruz, expresa en su mandamiento (13,34: Igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros, cf. 15,12) e infunde con el Espíritu, que identifica con él. El proyecto divino ha quedado terminado en Jesús (19,28-30); ahora se prepara su terminación en los hombres. El Espíritu que brota será el que transforme al hombre dándole la capacidad de amar y hacerse hijo de Dios (1,12). Con estos hombres nuevos se formará la comunidad mesiánica. La descripción de la muerte de Jesús como un sueño (19,30: reclinando la cabeza; cf. 11,11-13) y el uso del término pleura (costado) relacionan este pasaje con el de la creación de la mujer en Gn 2,21s: «Él Señor Dios echó sobre el hombre un letargo y el hombre se durmió. Le sacó una costilla (LXX: mian ton pleurón autou) ... de la costilla ... formó una mujer». Del costado de Jesús, el Hombre terminado (cf. 19,30), el Hombre-Dios, procede el agua del Espíritu que completará al hombre de carne (9,6). Por este nacimiento de agua-Espíritu (3,5) se formará la comunidad de Jesús, representada en figura de mujer-esposa (cf. 20, 13.15) por María Magdalena (19,25). El encuentro de la nueva pareja primordial tendrá lugar en el huerto/jardín el primer día de la nueva creación (20,16). La primera mujer era carne de la carne de Adán y hueso de sus huesos (Gn 2,23); la nueva esposa del Hombre es espíritu del Espíritu de Jesús (1,16: de su plenitud todos nosotros hemos recibido; 3,6: del Espíritu nace espíritu; cf. 7,39: aún no había espíritu, porque la gloria de Jesús aún no se había manifestado). En este último día, el de la creación terminada (19,30), Jesús da al hombre con el Espíritu la vida que vence la muerte: ésta es la resurrección prometida (6,39.40.44.54; cf. 11,25).

Testimonio del evangelista y de la Escritura: 35 El que lo ha visto personalmente deja testimonio -y este testimonio suyo es verdadero, y él sabe que dice la verdad- para que también vosotros lleguéis a creer. El testimonio que da el evangelista ante el espectáculo de Jesús traspasado en la cruz es el más solemne del evangelio. Éste testimonio cierra el arco abierto por el de Juan Bautista (1,34: Yo en persona lo he visto y dejo testimonio de que éste es el Hijo de Dios) sobre la bajada y presencia del Espíritu en Jesús, su unción mesiánica, que lo constituye en Hijo de Dios y lo anuncia como el que va a bautizar con Espíritu Santo (1,32-34). Juan Bautista describía con estas palabras la misión de Jesús, antes que comenzase su actividad; ahora, el evangelista ve la obra terminada (cf. 19,30). Juan Bautista preparaba la manifestación a Israel (1,31), el evangelista da su testimonio para que todos los que lo escuchen lleguen a creer. Como en Caná, donde la primera manifestación de la gloria fue la que llevó a los discípulos a darle su adhesión (2,11), esta manifestación definitiva y suprema será el fundamento de la fe de los discípulos futuros. Es la primera vez que el evangelista se dirige a sus lectores: vosotros, correlativo al «nosotros» del prólogo (1,14.16). El testimonio se refiere directamente a la sangre y el agua que salen del costado; pero, al identificar sangre con muerte y agua con Espíritu, se remonta a lo narrado en 19,28-30.

36 Pues estas cosas sucedieron para que se cumpliese aquel pasaje: «No se le romperá ni un hueso». El evangelista ve en lo sucedido el cumplimiento de dos textos de la Escritura. El primero está tomado de Ex 12,46: «Cada cordero se ha de comer ... y no le romperéis ni un hueso» (cf. Nm 9,12) 1. Vuelve a aparecer Jesús como Cordero de Dios, cuya figura fue el cordero pascual (1,29) de la antigua alianza. El texto del Éxodo se refiere a la comida del cordero. Jesús ha sido preparado como alimento de los que se sumen a su éxodo. Serán discípulos suyos los que coman la carne de este cordero y beban su sangre (6,53-58), es decir, los que se identifican con este amor de Jesús expresado en su vida y culminado en su muerte. Éstos tienen la vida definitiva (6,54) según el designio del Padre (6,39-40). Está presente el pan bajado del cielo, que dará vida al mundo (6,51). 37 Y todavía otro pasaje dice: «Mirarán al que traspasaron».

Jn utiliza el pasaje de Zac 12,10. En él, según el texto hebreo, habla en primera persona uno que ha sido traspasado: «Me mirarán a mí, traspasado por ellos mismos, harán duelo como por un hijo único, llorarán como se llora a un primogénito». El texto expone uno de los acontecimientos de «aquel día», el día del Señor. Está, pues, en relación con Zac 13,1: «Aquel día se alumbrará un manantial contra los pecados e impurezas»; 14,8: «Aquel día brotará un manantial en Jerusalén: la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno. Él Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único». A la luz de los textos de Zacarías, la figura del Traspasado, del que brota el manantial de sangre y agua, significa, pues, la universalidad del don del Espíritu, que se extenderá hacia oriente y occidente. Así será el Señor rey del mundo entero; el Rey de los judíos (19,19) admitirá a su reino a todos los que escuchen su voz y reconozcan su verdad (18,37).

En Jerusalén se alumbra el manantial contra los pecados e impurezas; es el amor lo único que purifica (15,3), y es el Espíritu el que comunica el amor de Jesús. Es a este nuevo templo adonde hay que venir a purificarse (cf. 11,55; 7,37-39: J. Mateos-J. Barreto).

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