martes, 1 de mayo de 2012


MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA: el apostolado, en la primitiva Iglesia, guiada por Jesús, luz que nos guía en el Espíritu Santo, y la intercesión de la Virgen

1ª Lectura, He 12,24-26-13,1-5: 24 Mientras tanto la palabra del Señor crecía y se multiplicaba. 25 Bernabé y Saulo, después de haber cumplido su misión, volvieron de Jerusalén, llevando consigo a Juan Marcos.
1 En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé y Simón, apodado el Negro; Lucio de Cirene; Manahén, hermano de leche de Herodes el virrey, y Saulo. 2 Mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo dijo: «Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado». 3 Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron. 4 Con esta misión del Espíritu Santo fueron a Seleucia, desde donde se embarcaron hacia Chipre. 5 Al llegar a Salamina, se pusieron a anunciar la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan como auxiliar.

Salmo Responsorial 67,2-3,5-6.8: 2 Que Dios tenga piedad y nos bendiga, haga brillar su rostro entre nosotros 3 para que en la tierra se conozca su camino y su salvación en todas las naciones. 5 Que canten de alegría las naciones, pues tú juzgas al mundo con justicia y gobiernas los pueblos de la tierra. 6 Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. 8 Que Dios nos bendiga y que le rinda honor el mundo entero.

Evangelio Jn 12,44-50: 44 Jesús proclamó: «El que cree en mí no cree en mí, sino en el que me ha enviado; 45 y el que me ve a mí ve al que me ha enviado. 46 Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que crea en mí no quede en tinieblas. 47 Yo no condeno al que oye mis palabras y no las guarda, pues no he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo. 48 El que me rechaza y no acepta mi doctrina ya tiene quien lo juzgue; la doctrina que yo he enseñado lo condenará en el último día, 49 porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me ha enviado me ha ordenado lo que tengo que decir y enseñar, 50 y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso lo que yo os digo, lo digo tal y como me lo ha dicho el Padre».

Comentario: 1. –El relato se centra ahora en la iglesia en Antioquia, donde había profetas y doctores, estructurada con responsabilidades diferentes, determinados sin duda por carismas diversificados. Los profetas eran cristianos especialmente capaces de discernir la voluntad de Dios en los acontecimientos concretos de la vida humana y de la historia. ¡Ayúdanos, Señor, a saber leer los signos de tu Palabra, en los signos de los tiempos! Tú nos hablas a través de lo que va sucediendo. Pensando en un acontecimiento que acaba de producirse o que está a punto de ocurrir, trato humildemente de descubrir lo que Tú, Señor, quieres decir al mundo... Los doctores discernían las Escrituras, comentando el antiguo Testamento y el Nuevo, que se estaba elaborando entonces. Enseñaban a los catecúmenos y a los demás cristianos, eran maestros, sin ser sacerdotes tenían lugar importante por lo delicado de su misión educadora, doctrinal y moral (cf 1 Tim 4,7;6,20; Tit 2,1, cf. Biblia de Navarra). La Carta a Diogneto enuncia el ideal de esas personas: “no hablo de cosas peregrinas ni voy a la búsqueda de lo novedoso, sino, como discípulo que he sido de los Apóstoles, me puedo convertir en maestro de pueblos. Yo no hago otra cosa que transmitir lo que me ha sido entregado a quienes se han hecho discípulos dignos de la verdad”. Ayúdanos, Señor, a comprender inteligentemente lo que quieres decirnos a través de las palabras de tu evangelio y de los demás textos sagrados.
-“Un día, mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo”... Culto, ayuno, Espíritu... "Celebran el culto del Señor". La Eucaristía, centro del culto cristiano, se pone en paralelo con el culto sacrificial de la ley mosaica, y es lógico, pues era el referente de la época, diríamos que el contexto cultural obligaba a ello y además hay un motivo más profundo: la Eucaristía, que “edifica y hace crecer la Iglesia de Dios” (Unitatis redintegratio 15, cf Ecclesia de Eucaristía), está enraizada en el culto al Dios de Israel, y vemos aquí como marca el crecimiento de la Iglesia. Pero la cita añade ¡«y ayunando»! El «ayuno» es decir «la libre privación de alimento» es un gesto de todas las religiones -Judaísmo, Islamismo, Hinduísmo, Fetichismo, etc...- Los primeros cristianos también hacían regularmente ese gesto, signo de sacrificio y penitencia por sus pecados (en Cuaresma hemos hablado de su necesidad, descuidada en la Iglesia actual). Un día, durante esa «celebración» -de culto y ayuno- el Espíritu Santo les dijo... sorprende ver el papel importante del Espíritu Santo como "actor" que anima a los cristianos. Esa comunidad cristiana no es una agrupación ordinaria. Es un grupo consciente de poseer en su seno al Señor Jesucristo, vivo, resucitado, glorificado, actuando y animando a su comunidad, la Iglesia, por el poder de su Espíritu. Son hombres, ciertamente semejantes a todos los demás, con los que se codean por las calles de Antioquía. Pero, esos hombres son portadores de Dios, están a la escucha de Dios y movidos por El. Son hombres conscientes de que ¡«el Espíritu Santo les habla»! y les pide que hagan ciertas cosas.
-«Separadme ya a Bernabé y a Pablo para la obra a la que los he llamado». Es el inicio de la gran «misión» de san Pablo, de la que saldrá la evangelización de toda la cuenca del Mediterráneo: Chipre, Salamina, Grecia, el Imperio Romano... El Espíritu Santo está en el origen de todo esfuerzo misionero (cf. Ad gentes 5, Gal 1,15-16). –“Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos...” Con el ayuno y oración, hay una buena preparación apostólica, y el Señor no dejará “caer en tierra ninguna de sus palabras” (1 Sam 3,19). Es también la Iglesia la que envía a misión. La «comunidad» acepta la responsabilidad de aquellos a los que envía, «se sacrifica y ora» por ellos... les da un «signo» -sacramento- que se halla en el origen de la ordenación de los obispos y de los sacerdotes: la imposición de las manos. ¿Es misionera la comunidad a la cual pertenezco? ¿Sostiene, por la oración y el esfuerzo, a los que ha enviado a ponerse «en contacto con los paganos»?
-“Enviados por el Espíritu Santo... anunciaban la Palabra de Dios”. Todo cristiano, -sacerdote, laico, o religioso- debe ser «misionero». Ayúdame, Señor, a ver de qué modo «soy enviado» yo también. Y de cómo, yo también, he de «anunciar la Palabra de Dios» (Noel Quesson / Biblia de Navarra).
Y así comienza el primero de los tres grandes viajes misioneros de Pablo, que llevará al Apóstol a evangelizar primero la isla de Chipre y después algunas regiones del sur de Asia Menor: Panfilia, Pisidia y Licaonia (años 44-49). El Espíritu Santo deja oir su voz en la Iglesia de Cristo. Oigamos a Nicetas de Remecían: «¿Quién puede, pues, silenciar aquella dignidad del Espíritu Santo? Pues los antiguos profetas clamaban: “Esto dice el Señor” (Ez 22,28). En su venida Cristo aplicó esta expresión a su persona diciendo: “Y yo os digo” (Mt 5,22,43). Y los nuevos profetas ¿qué clamaban? Como Agabo que profetiza y dice en los Hechos de los Apóstoles: “Esto dice el Espíritu Santo” (21,11). Y el mismo Pablo en la Carta a Timoteo: “El Espíritu Santo dice claramente” (1 Ti 4,1). Y Pablo dice que él ha sido llamado por Dios Padre y por Cristo: “Pablo, dice, apóstol no por los hombres, ni por medio de un hombre, sino por medio de Jesucristo y Dios Padre” (Gál 1,1). Y en los Hechos de los Apóstoles se lee que fue segregado y enviado por el Espíritu Santo. En efecto, así está escrito (13,2)». Le pedimos en la Postcomunión: «Ven, Señor, en ayuda de tu pueblo y, ya que nos has iniciado en los misterios de tu Reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».
            2. Sal. 66. El Señor ha tenido piedad de nosotros y nos ha bendecido al enviarnos a su propio Hijo como Salvador nuestro. Quienes hemos sido beneficiados con el Don de Dios debemos convertir toda nuestra vida en una continua alabanza de su Nombre. Agradecidos, alabamos al Señor: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros…” deseo bendición a Dios por los designios salvíficos (eco de la bendicion señalada en Nm 6,24-26 sobre la fecundidad de la tierra: Gn 1,28 y la protección ante los enemigos: Sal 4,7; 13,2), deseo de salvación que se cumple en Jesús, la predicación de los Apóstoles (cf. Lc 12,47; Hch 2,9-12.47). Si queremos que el mundo entero vuelva al Señor y bendiga su Nombre y le rinda honor, debemos anunciarlo desde una vida que se convierta en testimonio creíble de la eficacia de la salvación que Dios ofrece a todos, pues si vivimos sujetos a la maldad ¿cómo creerá el mundo que el Dios que les ofrecemos en verdad los librará del pecado y los llevará sanos y salvos a su Reino celestial? “¡Oh bienaventurada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su realización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del  Señor difundida ya hasta los confines del orbe” (S. Agustín). La Iglesia emplea este salmo el día de la Maternidad de la Virgen María, pues por su intercesión maternal hemos recibido la mayor bendición, Jesús.
Veamos el comentario de Juan Pablo II: “Acaba de resonar la voz del antiguo salmista que elevó al Señor un gozoso canto de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que abarca un inmenso horizonte hasta alcanzar a todos los pueblos de la tierra. Esta apertura universal refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al exilio en Babilonia, cuando se auspiciaba el que incluso los extranjeros fueran guiados por Dios a su monte santo para ser colmados de alegría. Sus sacrificios y holocaustos habrían sido gratos, pues el templo del Señor se convertiría en «casa de oración para todos los pueblos» (Isaías 56,7). También en nuestro Salmo, el 67, el coro universal de las naciones es invitado a asociarse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En dos ocasiones, de hecho, se pronuncia la antífona: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (versículos 4.6).
Incluso los que no pertenecen a la comunidad escogida por Dios reciben de Él una vocación: están llamados a conocer el «camino» revelado a Israel. El «camino» es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya actuación quedan asociados también los paganos, a quienes se les invita a escuchar la voz de Yahvé (cf v. 3). El resultado de esta escucha obediente es el temor del Señor «hasta los confines del orbe» (v. 8), expresión que no evoca el miedo sino más bien el respeto adorante del misterio trascendente y glorioso de Dios.
Al inicio y en la conclusión del Salmo, se expresa un insistente deseo de bendición divina: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros... Nos bendice el Señor, nuestro Dios. Que Dios nos bendiga» (versículos 2.7-8). Es fácil escuchar en estas palabras el eco de la famosa bendición sacerdotal enseñada, en nombre de Dios, por Moisés y Aarón a los descendientes de la tribu sacerdotal: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Num 6, 24-26). Pues bien, según el Salmista, esta bendición sobre Israel será como una semilla de gracia y de salvación que será enterrada en el mundo entero y en la historia, dispuesta a germinar y a convertirse en un árbol frondoso. El pensamiento recuerda también la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: «De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición... Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gen 12, 2-3)”. “Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá experimentar «la vida» y «la salvación» del Señor (cf v. 3), es decir, su proyecto salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a los pueblos y a las naciones de todas las partes de la tierra, guiando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (cf. v. 5). Es el gran ideal hacia el que estamos orientados, es el anuncio más apremiante que surge del Salmo 67 y de muchas páginas proféticas (cf Is 2,1-5;60,1-22;Jonás 4,1-11; Sofonías 3,9-10; Mal 1, 11). Esta será también la proclamación cristiana que delineará san Pablo al recordar que la salvación de todos los pueblos es el centro del «misterio», es decir, del designio salvífico divino: «los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Efesios 3, 6).
Ahora Israel puede pedir a Dios que todas las naciones participen en su alabanza; será un coro universal: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben», se repite en el Salmo (Cf. Salmo 66, 4.6). El auspicio del Salmo precede al acontecimiento descrito por la Carta a los Efesios, cuando parece hacer alusión al muro que en el templo de Jerusalén separaba a los judíos de los paganos: «En Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 13-14.19). Hay aquí un mensaje para nosotros: tenemos que abatir los muros de las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de Dios se vuelva a encontrar en armonía en la única mesa, para bendecir y alabar al Creador para los dones que él imparte a todos, sin distinción (cf Mt 5,43-48).
La tradición cristiana ha interpretado el Salmo 67 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia, «la tierra que ha dado su fruto» es la virgen María que da a luz a Jesucristo. De este modo, por ejemplo, san Gregorio Magno, en el «Comentario al primer Libro de los Reyes», glosa este versículo, comparándolo a otros muchos pasajes de la Escritura: «María es llamada y con razón "monte rico de frutos", pues de ella ha nacido un óptimo fruto, es decir, un hombre nuevo. Y al ver su belleza, adornada en la gloria de su fecundidad, el profeta exclama: "Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará" (Is 11,1). David, al exultar por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel a quien engendró la Virgen no fue concebido por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo extendió sobre ella su sombra. Por este motivo, el Señor dice al rey y profeta David: "El fruto de tu seno asentaré en tu trono" (Sal 131,11). De este modo, Isaías afirma: "el germen del Señor será magnífico" (Is 4,2). De hecho, aquel a quien la Virgen engendró no sólo ha sido un "hombre santo", sino también "Dios poderoso" (Is 9,5)».
3. Este pasaje, en el evangelio de san Juan, sigue a la resurrección de Lázaro y a la unción en Betania. Es una colección de palabras muy características de Jesús que parecen haber sido agrupadas aquí para concluir la primera parte del evangelio, antes de abordar la segunda, que es la Pasión y la Resurrección. –“El que cree en mí, no es en mí en quien cree”, Jesús no atrae a sí, remite a otro: “-Sino en el que me ha enviado”. Jesús se define a menudo como "el enviado" = missus, en latín... apóstoles, en griego... Jesús, misionero del Padre. Jesús, "apóstol" del Padre, "enviado" por el Padre. Humildad profunda del misionero: no es nada por sí mismo... esta allí en nombre de otro... quiere conducir a los demás a descubrir a este otro. Conducir a Dios. Llevar a nuestros amigos a experimentar su relación con Dios. Pero en primer lugar tener nosotros esta experiencia: ¿cómo pretender ser misionero si uno mismo no vive su profunda relación con Dios? La "misión" no es ante todo una empresa, ni una cuestión de métodos... es un "envío"
-“El que me ve, ve al que me ha enviado”. Sin palabras, sin "empresas", el verdadero misionero "hace que vean" a Dios... así sencillamente, a través de su propia persona. ¡Quien ve a Jesús, ve al Padre! ¡Qué exigencia extraordinaria y maravillosa! ¡Qué Gracia! Oh, Señor, hazme transparente, como Tú lo eras.
"Vosotros sois el Cuerpo de Cristo" traducirá san Pablo. Debo ser el rostro de Cristo, como Jesús era el rostro del Padre. A través de mi vida, hacer ver a Dios.
-“Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas”. Transparencia... luz... belleza... seguridad... Opacidad... tinieblas... miedo... Evocar imagen de sol... de día... e imágenes de noche...
-“Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no le condeno, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo... El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien le juzgue: La palabra que Yo he hablado, esa le juzgará en el último día”. Jesús sabe que llega el fin de su vida: es una especie de balance negativo. Los hombres no han querido la luz, no han escuchado sus palabras. Es el fracaso, globalmente... aparte el pequeño núcleo de discípulos, unos pocos en número. Pues bien, ¡Jesús reafirma que no condena! Que ha venido para salvar. Son solamente los hombres los que se condenan, cuando rehúsan escuchar. La condenación no es obra de Dios. La "salvación" ofrecida se transforma en "juicio", no por voluntad de Dios, sino por las opciones negativas de los hombres. Todo está ahora a punto para la Pasión.
-“Las palabras que Yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho”. Siempre la profunda dependencia y humildad del misionero. Jesús no ha inventado lo que nos ha dicho. ¿Y yo? ¿Digo las palabras del Padre, o las mías? (Noel Quesson).
Son las últimas palabras de la predicación pública de Jesús, y recopila temas fundamentales: la fe en Él (v. 44), unidad y distinción entre Padre e Hijo (v. 45), Jesús como Luz y Vida del mundo (vv. 46.50), juicio de los hombres según la aceptación de Cristo (vv. 47-49); es el relato previo a la oración sacerdotal y relatos Pascuales. Es el signo de la luz. Es la misma imagen que aparecía en el prólogo del evangelio: «la Palabra era la luz verdadera» (Jn 1,9) y en otras ocasiones solemnes: «yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, l 2; 9, 5). Pero siempre sucede lo mismo: algunos no quieren ver esa luz, porque «los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,19). Cristo como luz sigue dividiendo a la humanidad. También ahora hay quien prefiere la oscuridad o la penumbra: y es que la luz siempre compromete, porque pone en evidencia lo que hay, tanto si es bueno como defectuoso. Nosotros, seguidores de Jesús, ¿aceptamos plenamente en nuestra vida su luz, que nos viene por ejemplo a través de su Palabra que escuchamos tantas veces? ¿somos «hijos de la luz», o también en nuestra vida hay zonas que permanecen en la penumbra, por miedo a que la luz de Cristo nos obligue a reformarlas? Ser hijos de la luz significa caminar en la verdad, sin trampas, sin subterfugios. Significa caminar en el amor, sin odios o rencores («quien ama a su hermano permanece en la luz» (I Jn 2,10). La «tiniebla» es tanto dejarnos manipular por el error, como encerrarnos en nuestro egoísmo y no amar. Durante la Cincuentena Pascual, después de haber entonado solemnemente en la Vigilia la aclamación «Luz de Cristo», encendemos en nuestras celebraciones el Cirio Pascual, cerca del libro de la Palabra. Quiere ser un símbolo de que a Cristo Resucitado lo seguimos porque es la auténtica luz del mundo, y que queremos vivir según esa luz, sin tinieblas en nuestra vida. Y además, siendo luz para los demás, porque ya nos dijo Jesús: «vosotros sois la luz del mundo... brille así vuestra luz delante de los hombres» (Mt 5, 1416)” (J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «No les dijo: “Vosotros sois la luz, habéis venido al mundo para que quien crea en vosotros no permanezca en las tinieblas”. Yo os aseguro que no leeréis esto en ningún lugar. Candelas son todos los Santos. Pero la Luz aquella que les da la luz no puede separarse de sí misma, porque es inconmutable. Creemos, pues, a las candelas encendidas, como son los profetas y los apóstoles, pero de tal modo les damos fe, que no creemos en la misma candela iluminada, sino que por medio de ella creemos en aquella Luz que las ilumina, para que nosotros seamos también iluminados, no por ellas, sino con ellas, por aquella Luz de quien ellas reciben la suya. Y al decir que vino “para que todo aquel que crea en Mí no permanezca en tinieblas”, claramente manifiesta que a todos encontró envueltos en las tinieblas; pero para que no permanezcan en las tinieblas en que fueron hallados deben creer en la Luz que vino al mundo, porque por Ella fue hecho el mundo». San Juan de la Cruz señala que en Jesús el Padre lo ha dicho todo: «[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...). Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad».
«Dice el Señor: “Yo os he escogido sacándoos del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”. Aleluya» (cf. Jn 15,16.19; comunión). Y le respondemos: «Te daré gracias entre las naciones Señor; contaré tu fama a mis hermanos. Aleluya» (Sal 17,50;12,23: Entrada). «Señor, Tú que eres la vida de los fieles, la gloria de los humildes y la felicidad de los santos, escucha nuestras súplicas, y sacia con la abundancia de tus dones a los que tienen sed de tus promesas» (Colecta). Es la petición que los frutos pascuales nos aprovechen y conviertan: «¡Oh Dios!, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos» (Ofertorio).
Por si esto fuera poco, contamos con otro auxilio luminoso, María (que significa “estrella”). San Bernardo intuyó muy bien al invocar a María como “Estrella de los mares”. San Bernardo exhortaba así a los cristianos: “Si alguna vez te alejas del camino de la luz y las tinieblas te impiden ver el Faro, mira la Estrella, invoca a María. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a María. (...) Que nunca se cierre tu boca al nombre de María, que no se ausente de tu corazón”. No dudemos ni un sólo instante de pedir su maternal cariño y protección. Si la sigues, no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si Ella te sostiene, no vendrás abajo. Nada temerás si te protege; con su favor llegarás a puerto. Jesús vino como Salvador de la humanidad entera. En Él conocemos el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. Por eso podemos decir que quien ve a Jesús está viendo al Padre Dios que se ha hecho cercanía a nosotros para perdonarnos, para darnos su vida y para concedernos todo aquello que le pidamos en Nombre de Jesús, su Hijo, para salvación nuestra. Y Jesús se ha desposado con su Iglesia y le ha confiado la misión, no de condenar, sino de salvar. En el cumplimiento de esa vocación estamos involucrados todos. Por eso podemos decir que quien contemple a la Iglesia estará contemplando y experimentando desde ella el amor que el Padre Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús. No podemos, por tanto, vivir condenando a los demás, sino que hemos de buscar al pecador tratando, en nombre de Cristo, de salvar todo lo que se había perdido. Dios nos quiere apóstoles suyos, sin importar lo que haya sido nuestra vida pasada, pues Él sólo tiene en cuenta nuestro retorno a Él para dejarnos revestir de su propio Hijo, y para calzarnos con sandalias nuevas para enviarnos a dar testimonio de lo misericordioso que es Dios para con todos. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser discípulos fieles del Señor para que su Palabra sea sembrada en nuestros corazones, y, como en un buen terreno, produzca abundantes frutos de salvación, que hagan que nosotros mismos seamos como un alimento que fortalezca a quienes hemos de conducir por el camino del bien, hasta lograr juntos la salvación eterna. Amén (www.homiliacatolica.com).

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