viernes, 20 de abril de 2012


SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA: Jesús se muestra en las tempestades de la vida, para darnos su presencia y con ella fuerza y esperanza.

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 6,1-7: 1 En aquellos días, debido a que el grupo de los discípulos era muy grande, los creyentes de origen helenista murmuraron contra los de origen judío, porque sus viudas no eran bien atendidas en el suministro cotidiano. 2 Los Doce convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron:
— No está bien que nosotros dejemos de anunciar la Palabra de Dios para dedicarnos al servicio de las mesas. 3 Por tanto, elegid de entre vosotros, hermanos, siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encomendaremos este servicio 4 para que nosotros podamos dedicarnos a la oración y al ministerio de la Palabra.
5 La proposición agradó a todos, y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, y a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. 6 Los presentaron ante los apóstoles, y ellos, después de orar, les impusieron las manos.
7 La Palabra de Dios se extendía, el número de discípulos aumentaba mucho en Jerusalén e incluso muchos sacerdotes se adherían a la fe.

Salmo Responsorial: 32,1-2, 4-5, 18-19: 1 Justos, alabad al Señor, la alabanza es propia de los rectos; 2 dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor con el arpa de diez cuerdas; 4 pues la palabra del Señor es eficaz, y sus obras demuestran su lealtad; 5 Él ama la justicia y el derecho, la tierra está llena del amor del Señor.  18 Pero el Señor se cuida de sus fieles, de los que confían en su misericordia, 19 para librarlos de la muerte y sostenerlos en tiempos de hambre.
"Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti."

Evangelio: Juan 6,16-21 (también se lee en el 5º domingo de Pascua (A)): 16 A la caída de la tarde, los discípulos bajaron al lago, 17 subieron a una barca y emprendieron la travesía hacia Cafarnaum. Era ya de noche y Jesús no había llegado. 18 De pronto se levantó un viento fuerte que alborotó el lago. 19 Habían avanzado unos cinco kilómetros cuando vieron a Jesús, que se acercaba a la barca caminando sobre el lago, y les entró mucho miedo. 20 Jesús les dijo:
- Soy yo. No tengáis miedo.
21 Entonces quisieron subirlo a bordo y, al instante, la barca tocó tierra en el lugar al que se dirigían.

Comentario: 1. Los recién llegados, los de una cultura nueva, se sentían cristianos de segunda clase respecto a los judíos «de origen». Son problemas humanos, que también vemos en la Iglesia: los “antiguos” y sus “privilegios”, ante la actitud que ha de ser siempre abierta y acogedora a los recién llegados. Tensiones que en diversas épocas pueden ser distintas, estar más a gusto con unos u otros, o de acuerdo.
a) -“No conviene que abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas”. Había banquete, es una idea que sugiere regocijo, fiesta, comunión humana que termina con la comunión del mismo Cristo.
-“Buscad entre vosotros unos hermanos... y los pondremos al frente de este cargo. Mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra”. De este incidente humano, sale una nueva organización de la Iglesia. La Iglesia “inventa” este «ministerio» nuevo, porque hay de él necesidad; de la necesidad surgen cosas nuevas (Noel Quesson). Son siete los elegidos, un número que recuerda los 70 jueces que elige Moisés para que le ayuden a administrar justicia (Ex 18, 13-27; Nm 11, 16-17) o los 70 miembros del Sanedrín. La elección de los siete abre un nuevo apartado de los Hechos de los Apóstoles, en el que ocupan el primer plano cristianos procedentes de mundo griego. A partir de ahora, los cristianos se llamarán “discípulos” en los Hechos. Veremos, de entre los escogidos, destacar Esteban. Los Apóstoles dicen: «nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra». Es todo un programa de apostolado. Sin vida interior, sin oración, no es posible una verdadera evangelización. Así lo ve San Agustín: «Al hablar haga cuanto esté de su parte, para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad. Pero no dude de que, si logra algo y en la medida en que lo logre, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto, orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración, que de peroración y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzar a proferir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó». Y también: «Si no arde el ministro de la Palabra, no enciende al que predica».
La primera comunidad de Jerusalén, al crecer, también conoció dificultades internas, además de las externas: problemas en la convivencia. La razonable descentralización y división de funciones entre los apóstoles y los diáconos surgió de la necesidad, de la vida: así las leyes surgen de la experiencia. Nos puede ayudar esta manera positiva de resolver problemas, cuando en nuestra comunidad, ya sea la familiar o eclesial o social, aparezcan problemas de convivencia y casos de discriminación, que pueden dar lugar a momentos de tensión y contestación entre unos y otros (hombres y mujeres, jóvenes y mayores, nativos y emigrantes). No pararse en lo que divide, y dedicarse a la expansión del Reino: «la Palabra de Dios iba cundiendo, y en Jerusalén crecía mucho el número de discípulos». La unidad fraterna es la que posibilita el trabajo misionero. El signo que más creíble hace lo que se predica, es la caridad: la caridad hacia dentro y hacia fuera. ¿Resolvemos en nuestra comunidad los problemas que van surgiendo con este espíritu de diálogo y sinceridad?; ¿no podría ser la falta de unidad interna la razón de la poca eficacia en nuestro apostolado hacia fuera? (J. Aldazábal).
2. –Jesús resucitado es signo manifiesto de que Dios quiere salvarnos de todo lo que es negativo en nuestra vida. Se nos exige una confianza absoluta en la misericordia del Señor. Así nos lo dice el Salmo 32: «Que la misericordia del Señor venga sobre nosotros, como lo esperamos de Él». Es un himno a la providencia de Dios: “dividido en 22 versículos, tantos cuantas letras hay en el alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: "Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones" (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern'ah) va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es "nuevo", no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa” (Juan Pablo II). Nuevo por la alegría y que las palabras sirvan para expresar lo que lleva el corazón (s. Agustín). "Habitualmente se llama "nuevo" a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e insólito" (San Basilio). Y sigue diciendo el Papa: “En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación del salmista, que dice: "Cantad al Señor un cántico nuevo", para los creyentes en Cristo significa: "Honrad a Dios, no según la costumbre antigua de la "letra", sino según la novedad del "espíritu". En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino que reconoce su "espíritu", canta un "cántico nuevo"" (ib.)…
En el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: "Muchos proyectos hay en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza" (Pr 19, 21). De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios, desde el cielo, su morada trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los insensatos y absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.
"Dondequiera que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el ojo de Dios te mira", comenta san Basilio. Feliz será el pueblo que, acogiendo la revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando por sus senderos en el camino de la historia. Al final sólo queda una cosa: "El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad" (Sal 32, 11)”.  
Es el señorío de Dios sobre la historia humana. Los ojos de Dios velan por los que le son fieles (v. 18); a su divino auxilio debemos la vida y la fidelidad y la misericordia divinas nos cuidan (vv. 4-5). "La humildad de los que sirven a Dios -explica también san Basilio- muestra que esperan en su misericordia. En efecto, quien no confía en sus grandes empresas, ni espera ser justificado por sus obras, tiene como única esperanza de salvación la misericordia de Dios". El Salmo concluye con una antífona que es también el final del conocido himno Te Deum: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti" (v. 22). “La gracia divina y la esperanza humana se encuentran y se abrazan. Más aún, la fidelidad amorosa de Dios (según el valor del vocablo hebraico original usado aquí, hésed), como un manto, nos envuelve, calienta y protege, ofreciéndonos serenidad y proporcionando un fundamento seguro a nuestra fe y a nuestra esperanza”.
3. Narra el Evangelio de la Misa que los Apóstoles navegaban hacia Cafarnaum cuando ya había oscurecido. El mar estaba agitado por el fuerte viento, y la barca estaba batida por las olas. La tradición ha visto en esta barca la imagen de la Iglesia, zarandeada a lo largo de los siglos por el oleaje de las persecuciones, de las herejías y de las infidelidades. Siempre, desde el principio sufrió contradicciones, y hoy como ayer se sigue combatiendo a la Iglesia. Eso nos hace sufrir, pero a la vez nos da una inmensa seguridad y una gran paz, que Cristo mismo esté dentro de la barca; vive para siempre en la Iglesia, y por eso, las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella (Mateo 16, 18); durará hasta el final de los tiempos. No nos dejemos impresionar porque ha arreciado la tempestad contra nuestra Madre, porque perderíamos la paz, la serenidad y la visión sobrenatural. Cristo está siempre cerca de nosotros, de cada uno, y nos pide confianza.
La indefectibilidad de la Iglesia significa que ésta tiene carácter imperecedero, es decir, que durará hasta el fin del mundo, e igualmente que no habrá cambio sustancial en su doctrina, en su constitución o en su culto. La razón de la permanencia de la Iglesia está en su íntima unión con Cristo, que es su Cabeza y Señor. Después de subir a los cielos envió a los suyos el Espíritu Santo para que les enseñe toda la verdad (Juan 14, 16), y cuando les encargó predicar el Evangelio a todas las gentes, les aseguró que Él estaría siempre con ellos hasta el final del mundo (Mateo 28, 20). La fe nos atestigua que esta firmeza en su constitución y en su doctrina durará siempre, hasta que Él venga. Los ataques a la Iglesia, los malos ejemplos, los escándalos, nos llevarán a amarla más, a rezar por esas personas y a desagraviar. Permanezcamos siempre en comunión con Ella, fieles a su doctrina, unidos a sus sacramentos, y dóciles a la jerarquía.
Inmediatamente después de la multiplicación de los panes, san Juan nos trae este relato de una acción misteriosa de Jesús: alcanza a sus discípulos, a media noche, caminando sobre las aguas del lago en medio de las cuales ellos bregan contra la tempestad. En el momento de alcanzarlos, cuando ellos, asustados, quieren hacerlo subir a bordo, la barca toca tierra. Es uno de los llamados “milagros sobre la naturaleza”, diferentes de las curaciones y los exorcismos y mucho menos numerosos. Jesús acaba de manifestarse como el Profeta, como Moisés o Eliseo, que alimenta al pueblo en el desierto (Ex 16, 9-16; 2Re 4, 42-44), de forma generosa y milagrosa. Ahora, caminando sobre las aguas del lago, no puede ser otro que el Señor del universo, creador y ordenador de las fuerzas del mundo que, como tantas veces es descrito en el AT, domina las aguas del caos (Gn 1, 6-10), envía la lluvia a la tierra (Sal 65, 10-11), hace pasar a su pueblo, sin mojarse los pies, a través del Mar Rojo (Ex 14, 15-31). El mismo que se sienta por encima de la tormenta (Sal 29, 10) y cuyos caballos pisotean el océano sin dejar rastro de sus huellas (Sal 77, 17-20). Por eso la palabra de Jesús para calmar a sus discípulos es muy significativa: “Yo soy, no tengan miedo”. El “Yo soy” nos remite al nombre mismo de Dios tal y como lo reveló a Moisés al pie de la zarza (Ex 3, 13-14). Esto significa que los cristianos entre los cuales se formó y difundió inicialmente el evangelio de san Juan, afirmaban la divinidad de Jesucristo, parangonable a Dios, el Padre, partícipe de sus atributos. Y esto gracias a la fe en la resurrección por la cual Dios había exaltado a Jesús manifestándolo como su hijo muy amado.
Jesús llega inesperadamente caminando sobre las aguas, para auxiliar a los Apóstoles que se encontraban llenos de pavor, para robustecer su fe débil y para darles ánimos en medio de la tempestad. En nuestra vida personal no faltarán tempestades. Con el Señor, mediante la oración y los sacramentos, las tormentas interiores se tornan en ocasiones de crecer en fe, en esperanza, en caridad y fortaleza. Con el tiempo comprenderemos el sentido de estas dificultades. Siempre contaremos con la ayuda de nuestra Madre del Cielo, especialmente cuando lo pasamos mal. No dejemos de acudir a Ella” (Francisco Fernández Carvajal-Tere Correa).
b) "No tengáis miedo... Soy Yo". Juan Pablo II comentó mucho esta expresión del Señor: “Cristo dirigió muchas veces esta invitación a los hombres con que se encontraba. Esto dijo el Ángel a María: "No tengas miedo" (cfr. Lucas 1,30). Y esto mismo a José: "No tengas miedo" (cfr. Mateo 1,20). Cristo lo dijo a los Apóstoles, y a Pedro, en varias ocasiones, y especialmente después de su Resurrección, e insistía: "¡No tengáis miedo!"; se daba cuenta de que tenían miedo porque no estaban seguros de si Aquel que veían era el mismo Cristo que ellos habían conocido. Tuvieron miedo cuando fue apresado, y tuvieron aún más miedo cuando, Resucitado, se les apareció. Esas palabras pronunciadas por Cristo las repite la Iglesia. Y con la Iglesia las repite también el Papa. Lo ha hecho desde la primera homilía en la plaza de San Pedro: "¡No tengáis miedo!" No son palabras dichas porque sí, están profundamente enraizadas en el Evangelio; son, sencillamente, las palabras del mismo Cristo.
¿De qué no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de nosotros mismos. Pedro tuvo conciencia de ella, un día, con especial viveza, y dijo a Jesús: "¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!" (Lucas 5,8). Pienso que no fue sólo Pedro quien tuvo conciencia de esta verdad. Todo hombre la advierte. La advierte todo Sucesor de Pedro. La advierte de modo particularmente claro el que, ahora, le está respondiendo. Todos nosotros le estamos agradecidos a Pedro por lo que dijo aquel día: "¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!" Cristo le respondió: "No temas; desde ahora serás pescador de hombres" (Lucas 5,10). ¡No tengas miedo de los hombres! El hombre es siempre igual; los sistemas que crea son siempre imperfectos, y tanto más imperfectos cuanto más seguro está de sí mismo. ¿Y esto de dónde proviene? Esto viene del corazón del hombre, nuestro corazón está inquieto; Cristo mismo conoce mejor que nadie su angustia, porque "Él sabe lo que hay dentro de cada hombre" (cfr. Juan 2,25)”. Así lo decía también en el último encuentro de los jóvenes: “¡Queridos jóvenes! Cada vez más me doy más cuenta de cómo fue providencial y profético el que este día, Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor, se convirtiera en vuestra jornada. Esta fiesta contiene una gracia especial, la de la alegría unida a la Cruz, sintetiza el misterio cristiano. Os digo hoy: continuad sin cansaros el camino emprendido el camino emprendido para ser por doquier testigos de la Cruz gloriosa de Cristo. ¡No tengáis miedo! Que la alegría del Señor, crucificado y resucitado, sea vuestra fuerza, y que María Santísima esté siempre a vuestro lado”.
¡Qué poca fe la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. Olvidamos que Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. Debemos aumentar nuestra confianza en Él y poner los medios humanos que están a nuestro alcance. Jesús no se olvida de nosotros: “nunca falló a sus amigos” (Santa Teresa). Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos; siempre llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad en todas las circunstancias. “Si no le dejas, Él no te dejará” (J. Escrivà). Y nosotros le decimos que no queremos dejarle. “ Cuando imaginamos que todos se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Salmos 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio. En cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente” (Id.) Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades. En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro “descanso”, nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo hombre, hasta tal punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser. Dios es un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y ha puesto un Ángel para que nos guarde en todos los caminos. En la tribulación acudamos siempre al Sagrario, y no perderemos la serenidad. Nuestra Madre nos enseñará a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas.
“Soy yo, no tengáis miedo”, hemos de sentir esa palabra de Jesús que nos da confianza. “¿Quién no ha pasado por una situación idéntica? Se ha cerrado la noche, el viento nos es contrario, el mar de la vida se encrespa y todo parecen ser dificultades, y cuando aparece el fantasma resulta que el susto se transforma en el encuentro esperado, que nos descubre que todo está en su sitio, y que ya llegamos a la meta de la que nos parecía estar tan lejos... Situaciones de noche cerrada y mar contrario… El ser humano es un ser que no puede caminar por la vida a la fuerza, contra el viento y contra el mar, en noche cerrada... Eso sólo en algunos momentos. No se puede convivir con los fantasmas de la noche... Confianza en la vida, en la gente, en sí mismo (autoestima) y también en Él, el único fantasma que nos puede decir insinuantemente: «Soy yo»... Cuando el sinsentido, la mala suerte, el absurdo, o la culpa nos cierran el paso y nos parece estar perdidos, como aquellos discípulos, es bueno descubrir que tras esos fantasmas muchas veces es Dios mismo quien nos prueba, y quien llegado el momento nos mira con amor y nos dice «Soy yo, no temas» (Juan Mateos-Jesús Peláez; “Diario Bíblico”).
c) Esta noche fatídica del pánico por la mar encrespada y, además, por la visión de Jesús que se les acerca caminando sobre las aguas, es motivo para pensar en nuestros miedos y oír las palabras tranquilizadoras: «soy yo, no temáis». Como en el caso de las pescas milagrosas, cuando no está Jesús con ellos, es inútil su esfuerzo y no tienen paz. Cuando se acerca Jesús, vuelve la calma y el trabajo resulta plenamente eficaz. Cuando se hace de noche en todos los sentidos, cuando arrecia el viento contrario y se encrespan los acontecimientos, cuando se nos junta todo en contra y perdemos los ánimos y a Jesús no lo tenemos a bordo -porque estamos nosotros distraídos o porque Él nos esconde su presencia- no es extraño que perdamos la paz y el rumbo de la travesía. Si a pesar de todo, supiéramos reconocer la cercanía del Señor en nuestra historia, sea pacífica o turbulenta, nos resultaría bastante más fácil mantener o recobrar la calma. Cada vez que celebramos la Eucaristía, el Resucitado se nos hace presente en la comunidad reunida, se nos da como Palabra salvadora, y -lo que es el colmo de la cercanía y de la donación- Él mismo se nos da como alimento para nuestro camino. Es verdad que su presencia es siempre misteriosa, inaferrable, como para los discípulos de entonces. Pero por la fe tenemos que saber oír la frase que tantas veces se repite con sus variaciones en la Biblia: «soy yo, no temáis». Llegaríamos a la playa con tranquilidad, y de cada Misa sacaríamos ánimos y convicción para el resto de la jornada, porque el Señor nos acompaña, aunque no le veamos con los ojos humanos (J. Aldazábal).
d) «Tú has querido hacernos hijos tuyos: míranos siempre con amor de padre”, para que “alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna» (oración), y «que esta Eucaristía nos haga progresar en el amor» (comunión), en medio de la oscuridad de la noche: "En el mar trazaste tu camino, tu paso en las aguas profundas, y nadie pudo reconocer tus huellas" (Sal 77, 20). El mar, símbolo de las potencias malignas, es vencido por Jesús, como fue vencido antes por Dios en la creación (Is 51, 9s), en el éxodo (Ex 14-15), en el combate escatológico (Dan 7, 2-7; León-Dufour). Él nos hará llegar rápida y seguramente al puerto” (“Diario Bíblico”). Este es el motivo de los milagros que Jesús realiza, afianzar nuestra fe: «Mas Jesús llevaba, por los milagros que hacía, a los que contemplaban aquel hermoso espectáculo a que mejorasen en sus costumbres. ¿Cómo no pensar entonces en que se ofrecía a sí mismo como ejemplo de la vida más santa, no sólo ante sus auténticos discípulos, sino también ante los otros? Ante sus discípulos, para moverlos a enseñar a los hombres conforme a la voluntad de Dios; ante los otros, para que enseñados a la par por la doctrina, vida y  milagros cómo habían de vivir, todo lo hicieran con intención de agradar a Dios sumo» (Orígenes). “El miedo llamó a mi puerta; / la fe fue a abrir / y no había nadie” (Juan Carlos Martos). “Jesús no es un fantasma, ni la figura de un Dios que venga a causarnos terror. Él es el Dios que se hace cercanía a nosotros siempre; y en los momentos más difíciles de nuestra vida no podemos espantarnos pensando que el Señor se nos ha acercado para castigarnos a causa de nuestros pecados. Dios se acerca constantemente a nosotros, especialmente, de un modo culminante, en la Eucaristía. Su paz es nuestra paz; ojalá no perdamos la paz a causa de volver a desviar nuestros caminos de Él. El Señor nos alimenta con su Palabra y con su Pan de Vida eterna. Nosotros nos alegramos porque, a pesar de que muchas veces vivimos lejos de Él, ahora nos recibe en su casa para perdonarnos y para sentarnos a su mesa. Pero el Señor al llenarnos de su Vida y al hacernos partícipes de su salvación, nos quiere comprometidos con nuestro mundo para manifestarle el rostro amoroso de Dios, que se acerca para socorrer a los necesitados y para remediar los males de los que sufren. Por eso nuestra Eucaristía se convierte para nosotros en un auténtico compromiso que nos ha de llevar a cumplir con la misma Misión que el Padre Dios encomendó a su Hijo y que el Hijo nos encomendó a nosotros. También nosotros hemos de llevar esta presencia. Nosotros, por voluntad de Dios, hemos de ser la cercanía amorosa de Dios para nuestro prójimo (www.homiliacatolica.com).

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