domingo, 18 de marzo de 2012

Domingo 4º de Cuaresma, B: domingo laetare, de alegría por la venida del Señor, que con su Cruz es salvación, el nuevo árbol de la Vida, para darnos a

Domingo 4º de Cuaresma, B: domingo laetare, de alegría por la venida del Señor, que con su Cruz es salvación, el nuevo árbol de la Vida, para darnos alimento y entrar en la nueva Jerusalén que es su Cuerpo, con la luz de la fe y las buenas obras

Lectura del segundo libro de las Crónicas 36,14-16. 19-23.

En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la Casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén.

El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio.

Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del Profeta Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, / descansará todos los días de la desolación, / hasta que se cumplan los setenta años.»

En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: / El Señor, el Dios de los cielos, / me ha dado todos los reinos de la tierra. / Él me ha encargado / que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. / Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, / sea su Dios con él y suba!

Salmo 136,1-2.3.4.5.6: R/. Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti.
Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; / en los sauces de sus orillas / colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron / nos invitaban a cantar, / nuestros opresores, a divertirlos: / «Cantadnos un cantar de Sión.»
¡Cómo cantar un cántico del Señor / en tierra extranjera! / Si me olvido de ti, Jerusalén, / que se me paralice la mano derecha.
Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti, / si no pongo a Jerusalén / en la cumbre de mis alegrías.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 2,4-10: Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.
Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.
Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él determinó practicásemos.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 3,14-21. En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
El que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

Comentario: 1. 2 Cro 36,14-16.19-23: También el autor de 2 R 25 narra el final del reino de Judá, pero sólo enumera los hechos históricos renunciando a cualquier interpretación teológica. El cronista nos deja este sumario teológico (36.12-16.21) en el que da su juicio sobre el final del reino del Sur. La vida y el futuro de la nación elegida -nos dirá- depende de la actitud que adopten ante el Señor. Un día, David dijo a su hijo Salomón: "Si lo buscas (al Señor), se dejará encontrar; si lo abandonas, te rechazará definitivamente" (1Cr 28,29). Y estas palabras davídicas continúan siendo válidas para el rey, para las autoridades, para cualquier miembro del pueblo. La conducta tanto del rey Sedecías (vv. 11-13) como de las autoridades y del pueblo (vv. 14-16) no ha podido ser peor. Todos los males acaecidos sobre el reino y sus habitantes (caída del reino y deportación del pueblo: vv. 17-20) son la lógica consecuencia de no haber escuchado a Dios y a sus profetas (cf. vv. 12-21). Sedecías -elevado al rango de rey por Nabucodonosor al reprimir una rebelión de Joaquín- no es malo, pero carece de personalidad. Consulta y cree al profeta Jeremías, pero no se atreve a ser consecuente por miedo a sus ministros, partidarios de Egipto. Estos le incitan a la rebelión, se niega a pagar el tributo a Babilonia y así provoca el asedio de Jerusalén del año 587 (cf. Jr 27-28). Me parece interesante que aparece siempre Egipto como signo de escapar de un Dios exigente, cuando el pueblo prefiere esa esclavitud que tiene comodidades… A Jeremías le toca vivir la última etapa de su vida. Es ya hombre curtido en la aflicción; a través del oprobio y mofa de sus paisanos, de la persecución del pérfido dictador Joaquín, el profeta ha llegado a su madurez humana y profética… muchas veces encarcelado (en orden cronológico, ver Jr 34.1-7; 37.3-16,17-21; 38,24-28; 38,1-13; 39,15-18; 38,14-23). El rey es el eterno indeciso… la clase dirigente, y el pueblo, han profanado el templo con cultos paganos. Dios es misericordioso y no les castiga, sino que les envía a los profetas para amonestarles. Su misión es inútil, ya que no les escuchan y llegan a despreciar incluso sus palabras (vv. 14-16). La última palabra de Dios no es destruir, sino edificar (cf. Jr 1). Con el destierro, el Señor intenta construir un nuevo pueblo; los vv. 22-23 (cf. Esdras 1,1-3) nos presentan un final optimista: el primer año de Ciro surge una nueva comunidad. Los que se marcharon al destierro, y no los que quedaron en Judá, constituirán el auténtico Israel, la verdadera comunidad en torno al templo de Jerusalén y que luchará con todas sus fuerzas para no caer en las atrocidades de los vv. 14-16. Este recuerdo del pasado va dirigido a la comunidad actual, para que escarmentemos en cabeza ajena (1 Co 10,1-13), para la salvación del hombre; por eso le invitan a una penitencia auténtica, a una conversión sincera (cf. 2 Cro 30,6-9), a un desechar el mal y practicar el bien (A. Gil Modrego). Evoquemos también nuestro propio exilio. No vivimos la plenitud que anhelamos. Sentimos nuestra limitación, la debilidad de nuestra condición humana, y sentimos también el pecado que hay en nosotros (muy probablemente no estamos en situación de pecado definitivo, de ruptura con Dios; pero sí sentimos la distancia entre nosotros y aquél que es Amor Total). Sentirnos así, darnos cuenta de esta realidad, es nuestro "castigo", nuestra condición exiliada. Y ahí revivimos nuestro anhelo de retorno, sentimos que sólo este anhelo nos puede dar vida. Y escuchamos el anuncio: no es un rey extranjero, es el propio Hijo de Dios quien nos llama al retorno, quien cotidianamente nos hace regresar. En la Pascua celebramos el gran momento del regreso, pero cada día lo volvemos a celebrar (J. Lligadas). Como continuando las lecturas de los últimos domingos (alianza con Noé, Abraham, Moisés y la ley), aquí se nos dice que pese a la culpa y al castigo, Dios sigue siendo fiel a sus promesas. Y lo que era consecuencia del pecado del pueblo pasa a ser purificación religiosa y causa de mayor libertad: a la vuelta del exilio, tras la intervención de Ciro, los judíos se dedicarán a una restauración del sentido religioso de su vocación como pueblo de Dios (ver los libros de Esdras y Nehemías). No hay mal que por bien no venga…
La actualización de esta lección de la historia de Israel puede tomar un doble sentido. Primero: el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, está continuamente expuesto a apartarse del amor y de la alianza de Dios a través de las múltiples infidelidades individuales y colectivas que cometemos los cristianos. Hay que reconocer este hecho con sinceridad y realismo. Pero, al mismo tiempo, hay que tener una visión esperanzada y optimista, porque estamos seguros de que la fidelidad de Dios es más fuerte que nuestras faltas, y que su amor supera todos nuestros egoísmos. Segundo: la purificación religiosa del pueblo de Israel tuvo lugar debido a unos acontecimientos políticos producidos por ingerencias extranjeras y no causados por una especie de evolución interior y pacífica. De un modo parecido, la Iglesia normalmente es purificada por medio de acontecimientos que no siempre han sido planificados o controlados por ella, sino que provienen del exterior, a veces con toda la potencia adversa del odio y la persecución. La comunidad cristiana debe vivir atenta a los acontecimientos del "mundo", tanto si a primera vista le parecen favorables como si le parecen adversos, sabiendo que sólo de este contacto real con la historia -y no a través de un "splendid isolement"- vendrá la purificación necesaria para la salvación. Vistas desde este ángulo, las llamadas "crisis" actuales de la Iglesia son absolutamente necesarias para su crecimiento (J. Llopis).
v. 14: Cf. Jr 7., en donde encontramos la famosa diatriba de Jeremías contra los sacerdotes y los poderosos (año 608 a.C.) que expolian a los pobres y confían vanamente en el Templo, al que han convertido en un refugio de bandoleros. El Templo santificado por la presencia de Yahvé (1 Rom. 8, 10 s.) podía parecer indestructible, y el fracaso de Senaquerib (año 701) frente a las murallas de Jerusalén había puesto en claro la protección de Yahvé dispensada a la Ciudad Santa (II Rom. 19, 32-34). De ahí que se presumiera una seguridad falsa, olvidándose de que la única seguridad de Judá sólo podía estar en cumplir los mandatos del Señor. Las palabras de Jeremías provocaron un alboroto en el pueblo, que trató de asesinarlo por amenazar al Templo (cf. cap. 26). Sin embargo, pocos años después el Templo fue destruido y los habitantes de Jerusalén deportados a Babilonia. En este pasaje se ve hasta dónde había llegado la corrupción moral y religiosa y qué profunda era la obcecación de Judá ante las advertencias de los profetas. Yahvé obligó a caminar hacia el destierro a un pueblo que no quiso andar por los caminos de la Ley.
v. 16: Alusión a Jr 27. 7, en donde se dice que la cautividad duraría todo el tiempo del reinado de Nabucodonosor, de su hijo y de su nieto, es decir, mientras dure su dinastía y Babilonia fuera dominada por "pueblos fuertes y grandes reyes". Asimismo se alude a Jr 51. 44-50, en donde ya se anuncia la liberación de los cautivos. Ciro, rey de los persas, conquistó Babilonia el año 539 antes de Cristo.
v. 21: Entre las transgresiones de la Ley por las que fueron castigados los judíos está la profanación del descanso sabático.
Por eso la tierra descansaría después necesariamente y no podrían cultivarla durante setenta años, cumpliéndose lo que había anunciado Jeremías (25. 11) y la pena establecida en estos casos por el Levítico (26. 34 ss.; “Eucaristía 1970”).
2. Salmo 136: lamentaciones de la supresión de Jerusalén, canto que complementa la primera lectura. Juan Casiano, para explicar los sentidos de las Escrituras, ponía el ejemplo de Jerusalén: en sentido histórico o literal es aquella ciudad de Judea, en sentido espiritual es la Iglesia de la tierra; en sentido anagógico (escatológico) es la gloriosa ciudad celestial (Ap 21); en sentido moral e individual es el alma, y entonces las torres y almenas son las virtudes, y los ejércitos asaltantes son las tentaciones o pecados. En los cuatro sentidos, este salmo canta la nostalgia de Jerusalén, la tristeza por ella, el amor y fidelidad a ella, y a la vez la certeza de que -aunque parezca derruida- tiene un futuro espléndido, mientras Babilonia, pese a su momentáneo esplendor, ha de desaparecer del todo. El cristiano se sabe desterrado "mientras peregrina lejos del Señor" (2 Co 5,6). Todos los santos, sin perder el gozo espiritual y la paz profunda, han experimentado el anhelo de la santidad no alcanzada y el ardiente deseo del cielo. Tristeza y alegría son en el cristiano, a menudo, inversas de las del mundo. Hay una «tristeza según Dios» (2 Co 7,10). Los judíos que lloran y rezan junto al Muro de las Lamentaciones son un emocionante ejemplo actual de la fidelidad que respira este salmo. Los judíos eran de una Jerusalén que en unas épocas era espléndida y en otras estaba destruida. Nosotros somos de una Jerusalén que, según como se mire, es maravillosa, pero según cómo nos parece desastrosa. Tiene la belleza y la santidad que ha puesto en ella Jesucristo al purificarla con su sangre, y la miseria y el barro que le echamos nosotros con nuestros pecados. Pero tenemos la certeza de que al fin prevalecerá la santidad. En la liturgia, y particularmente en la Eucaristía, pregustamos este término escatológico: ...et futurae gloriae nobis pignus datur (antífona O sacrum convivium, del oficio de Corpus). Jerusalén es la Iglesia universal, pero también es la particular o local: diócesis, parroquia, comunidad religiosa, grupo apostólico. Hay que cantar el salmo 121 y el 136. Si sólo cantáramos el 121, seríamos triunfalistas; si sólo cantáramos el 136, seríamos derrotistas. Junto a los canales de Babilonia nos sentamos para reflexionar sobre los males que aquejan a la Iglesia, o a nuestra comunidad. En los sauces de sus orillas dejamos colgados el optimismo ingenuo y el vano triunfalismo, y la hemos mirado con realismo. Los ciudadanos de Babilonia querían que participáramos de su alegría superficial y que les dedicáramos los cantos que sólo pueden decirse de Jerusalén. Pero no se pueden confundir las dos ciudades y nuestra distinta relación con cada una de ellas: aunque estemos en Babilonia, nosotros somos de Jerusalén. Babilonia nos tienta con sus muros, sus jardines, sus palacios, su riqueza y sus placeres. Contrasta con las ruinas de Jerusalén. Pero hemos de anteponer los dolores de Jerusalén a los gozos de Babilonia. Porque estas dos ciudades, más que dos lugares geográficos, son dos estilos de vida o sistemas de valores: el del mundo y el del evangelio. Si yo me olvido de Jerusalén y del evangelio, que se me pegue la lengua al paladar y se me paralice la diestra, hasta que me dé cuenta de cuán equivocado es mi camino. Las ruinas de Jerusalén me han de ser más preciosas que todo el esplendor de Babilonia (Hilari Raguer).
Un poema de “Nostalgia de Cristo” actualiza el canto: Junto a los canales de Babilonia, / junto a las riberas del Sena / y las playas del Mediterráneo, / por las avenidas de New York, / entre escaparates y rascacielos, / en los bares y museos, / cines y salas de fiesta, / máquinas de ganancia y diversión, / sentíamos ganas de llorar. // La gente nos miraba estupefacta / y no entendía el por qué de nuestras lágrimas. / Era gente superficial, sin fe, / que se mueve a los dictados del consumo. // La gente nos exigía / que hiciéramos como ella: / que hay que vivir la vida y disfrutarla, / que las rosas sólo duran un momento / y los sentidos deben ser acariciados. // Festejad a la vida que explosiona, / nos decían, con nosotros; / cantad al amor que embriaga los sentidos; / cambiad vuestros tristes cantos gregorianos / por ritmos alegres y desenfadados; / que ya pasaron los dioses inhumanos, / y somos enteramente libres. // Pero ¿qué sabrá esa gente / lo que es alegría y libertad? / Son esclavos e infelices, / siempre insatisfechos, / vendidos a la droga de cada día. // ¿Y qué sabrán de amor? / Confunden el amor con el deseo, / reducen el amor a las alcobas. // Nosotros cantaremos, sí, el amor y libertad; / nuestra alegría será un manantial inagotable, / desde Cristo. // Que se paralice mi cerebro, / si yo me olvido de Cristo. / Que se me pare el corazón, / si no amo al ritmo de Cristo. / Que todas mis alegrías se vuelvan penas, / si no brotan del Espíritu de Cristo. / Que me convierta en esclavo, / si no soy libre para servir como Cristo. // Y a los ídolos del consumo, / voraces, venales e insaciables, / los desenmascaramos y los mostraremos / como son ante la faz del mundo: / vacíos, sin entrañas (Caritas).
El salmo 136 es uno de los más bellos poemas de la literatura universal: quizá jamás el amor apasionado por la patria haya sido cantado con acentos de tanta nostalgia y tanta violencia. Lo confesamos abiertamente: este salmo nos desconcierta, hasta tal punto que quisiéramos suavizarlo y conservar tan sólo las cuatro primeras estrofas. El deseo salvaje de represalia que alientan las dos últimas estrofas es a menudo puesto entre paréntesis, cuando se canta este salmo en público: es difícil "orar" con estas dos últimas estrofas... Por esto, para no impresionar, se suprime. Se reconoce en ellas la ley del Talión: "ojo por ojo, diente por diente" (Gn 4,23-Ex 21,23-25-Lev 24,18-21). Este salmo es una forma de súplica, utilizada probablemente cada año, el día del "duelo nacional" que Israel celebraba con ocasión del aniversario de la destrucción de Jerusalén por los ejércitos de Nabucodonosor, en el 587. El profeta Jeremías, que vivió en carne propia el sitio de 18 meses, lo describe en todo su horror, fechando minuciosamente el comienzo y el fin del drama (Jr 39,1-10). La catástrofe nacional estaba presente en todas las mentes cuando se cantaba este salmo: el Templo incendiado a la par que los palacios reales y las casas de las ciudades... Destrucción sistemática, a golpe de pico, de todas las murallas (como se puede ver hoy en los bajos relieves caldeos en el museo de Louvre)... "El rey de Babilonia hizo degollar a los hijos de Sedecías en presencia de éste y luego les arrancó los ojos..." (Jer 39,6-7)... Finalmente, deportación masiva de toda la población... Un exilio que duró más de 50 años y durante el cual Jerusalén fue tan sólo un montón de ruinas. Estos son los hechos que dieron origen a este salmo candente y violento. La plegaria anual de Israel era una súplica para que esto no se reprodujera "jamás". Y en este contexto, se pedía a Dios se "acordara del día de la destrucción de Jerusalén". "Acuérdate, Señor". Según la psicología religiosa de la época, se trata de una real execración cultual, destinada a lanzar una maldición contra Babilonia, para que nunca más en el futuro volviera a profanar el Templo de Dios. No olvidemos, por otra parte, que el odio que se expresa en este salmo es el anverso de un amor apasionado: en cada estrofa se repite amorosamente la palabra "Sión" o "Jerusalén". El meollo positivo de este salmo, es en el fondo, una fantástica y enérgica protesta de fidelidad: "¡Si te olvido, Jerusalén, que la maldición caiga sobre mí!". Antes de extirpar el "mal" de los otros, se pide que primero lo sea del propio corazón .
¿Podemos imaginar que Jesús recitara este salmo? Sin duda alguna, pero lo hacía a su manera. Y ésta es, para nosotros hoy día, la única forma de recitarlo con Él. ¡Jamás pactar con el mal! Jesús profirió palabras violentas para recordarnos la fidelidad a toda prueba: "A cualquiera que haga caer en pecado uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello" (Mt 18,6). "Si tu mano o tu pie te inducen al pecado, córtalos y arrójalos lejos de ti" (18,8). Perdonar a aquellos que nos hacen el mal. Jesús mismo pidió estas dos cosas, que no son contradictorias... Aunque difíciles de vivir al mismo tiempo. "Yo os digo: amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen... (Mt 5,44). "Si no perdonáis, vuestro Padre tampoco perdonará vuestros pecados..." (Mateo 6,14). Amar nuestra ciudad, nuestro país, pero sobre todo la "fidelidad de Dios". Jesús lloró cuando previó la segunda destrucción de Jerusalén por su rechazo a la visita de Dios: "Cuando llegó cerca de la ciudad y la vio, Jesús lloró por ella diciendo: ¡Si tú supieras! Vendrán días en que tus enemigos te arrasarán y no dejarán de ti piedra sobre piedra porque no reconociste el día en que Dios vino a visitarte" (Lc 41,44). Ser fiel sin compromiso. Un día pidieron también a Jesús que "entonara un cántico de Sión". Estaba "encadenado", prisionero. Hubiera podido, a lo mejor, congraciarse con Herodes, "haciendo algún milagro", tal como éste le pedía (Lc 23,8-9). Jesús se resistió a este juego de Herodes. "No hay que echar las perlas a los puercos", había dicho un día (Mt 7,6).
Querer apasionadamente la destrucción del mal. So pretexto de tolerancia, nos quedamos mudos. Babel, el nombre peyorativo de Babilonia, es la "anti-ciudad", la "anti-paz", símbolo de violencia, de dominación y de opresión injusta por la fuerza... En tanto que Sión, el nombre amoroso de Jerusalén, es "la ciudad-tipo", el lugar de la paz, el símbolo de la comunión entre los hombres... En nuestro mundo actual, existen "Babilonias" de impiedad contra Dios y de injusticia contra los hombres: este salmo nos alienta a orar y actuar para que el mal sea extirpado de la humanidad y ante todo de nuestro propio corazón. Jamás olvidarse de "Jerusalén". San Juan nos ha revelado que la verdadera Jerusalén es "la de arriba". Jamás debe olvidar el cristiano que vive como un desterrado y que su verdadera patria es el cielo. Satanás querría que cantáramos las canciones de la alegría mundana. Y los compromisos con el ambiente pagano son siempre actuales: hacer como todo el mundo... Adaptarse por inercia a la opinión circundante... Adoptar la mentalidad pagana del medio... Olvidar a Dios... Perder la fe... ¡Tentaciones permanentes y muy actuales! No, no me instalaré en el exilio. La mayor tentación de los judíos deportados, fue la de plegarse al paganismo babilónico e instalarse en el exilio. La gran tentación del hombre es instalarse aquí abajo (N. Quesson).
Así lo recordaba Juan Pablo II: “El texto evoca la tragedia vivida por el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, que tuvo lugar en el año 586 a. C., y el sucesivo exilio en Babilonia. Nos encontramos ante un canto nacional de dolor, caracterizado por una seca nostalgia de lo que se perdió. Esta sentida invocación al Señor para que libere a sus fieles de la esclavitud de Babilonia expresa también sentimientos de esperanza y de espera en la salvación con los que hemos comenzado el camino del Adviento. La primera parte del Salmo (1-4) tiene como telón de fondo la tierra del exilio, con sus ríos y canales, que regaban la llanura de Babilonia, sede de los judíos deportados. Es como una anticipación simbólica de los campos de exterminio en los que el pueblo judío -en el siglo que acabamos de concluir- fue conducido hacia una operación infame de muerte, que ha quedado como una vergüenza indeleble en la historia de la humanidad. La segunda parte del Salmo (5-6) está llena del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida, pero que sigue estando viva en el corazón de los deportados. En las palabras del salmista quedan involucrados la mano, la lengua, el paladar, la voz, las lágrimas. La mano es indispensable para quien toca la cítara: pero ha quedado paralizada (5) por el dolor, porque además las cítaras han sido colgadas en los sauces. El cantor necesita la lengua, pero ahora se encuentra pegada al paladar (6). Los cantares de Sión son cánticos del Señor (3-4), no son canciones folklóricas y de espectáculo. Sólo en la liturgia y en la libertad de un pueblo pueden subir al cielo.
Dios, que es el último árbitro de la historia, sabrá comprender y acoger, según su justicia, el grito de las víctimas, más allá de los tonos ásperos que a veces adquiere. Queremos encomendar a san Agustín una ulterior meditación sobre nuestro salmo. “Si somos ciudadanos de Jerusalén… y tenemos que vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en la Babilonia presente, donde no vivimos como ciudadanos sino que somos prisioneros, es necesario que lo que dice el Salmo no sólo lo cantemos, sino que lo vivamos: esto se hace con una aspiración profunda del corazón, deseoso plena y religiosamente de la ciudad eterna”. Y haciendo referencia a la «ciudad terrestre llamada Babilonia» añade: en ella «hay personas que, movidas por el amor a ella, se las ingenian para garantizar la paz -paz temporal-, sin nutrir otra esperanza en el corazón que la alegría de trabajar por la paz. Y nosotros les vemos hacer todo esfuerzo para ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en estas tareas, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al haberles predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén: a condición, sin embargo, de que viviendo en Babilonia, no busquen la soberbia, los fastos caducos y la arrogancia... Él ve su servicio y les mostrará la otra ciudad, hacia la que tienen que suspirar verdaderamente y orientar todo esfuerzo». Pidamos al Señor que en todos nosotros despierte este deseo, esta apertura hacia Dios, y que también los que no conocen a Cristo puedan quedar tocados por su amor, de manera que todos juntos peregrinemos hacia la Ciudad definitiva y la luz de esta Ciudad pueda brillar también en nuestro tiempo y en nuestro mundo.
3. Ef 2, 4-10: El autor de la carta expone el cambio operado en el hombre al pasar a la fe. Dios, rico en misericordia, nos ha hecho vivir con Cristo y nos ha salvado por pura gracia; nos dice que incluso nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Pero entenderíamos mal estas palabras si, desconociendo todo lo que en ellas hay aún de promesa, respondiéramos con una fe triunfalista. Así lo entendieron, por ejemplo, los corintios, y San Pablo los reprende severamente y con cierta gracia: "¡Ya estáis hartos! ¡Ya sois ricos! ¡Os habéis hecho reyes sin nosotros!" (I Cor. 4, 8). Los corintios se comportan como si ya estuvieran en el Reino de Dios, por eso sigue San Pablo: "¡Y ojalá reinaseis, para que también nosotros (los apóstoles) reináramos con vosotros!". Los corintios se habían constituido ya en reyes, pero sin los apóstoles, lo cual es imposible. Por eso, San Pablo trata de hacerles volver los ojos a la realidad cristiana y ésta no es otra que la cruz. El necio entusiasmo de los corintios no puede ser auténtico, su triunfalismo exaltado no encaja bien con los sufrimientos que todavía soporta, en su propia carne, el Apóstol. Así pues, las palabras que hoy hemos escuchado de San Pablo no podemos interpretarlas en este sentido triunfalista. "Dios ya nos ha sentado en el cielo con Cristo", pero todo esto por gracia y mediante la fe; es decir, en la medida en que no la convirtamos en una especie de propiedad privada para descansar acá en la tierra, sino en la medida en que al caminar vayamos realizando esta salvación que graciosamente hemos recibido. Porque sólo el que realiza la verdad se acerca a la luz. Hemos sido salvados en Cristo. Él es uno de nosotros. Más aún: es Él nuestra cabeza, a Él estamos unidos por la fe, por la esperanza y por la caridad, y si Dios corona nuestra Cabeza, todos en Él hemos sido coronados. Figuraos que un pueblo recibe la noticia de una victoria decisiva sobre sus enemigos. El pueblo ya ha sido salvado, pero la guerra todavía sigue y a veces puede resultar muy peligroso, aunque ya se haya decidido la victoria. Algo así ocurre en nuestro caso. Con la muerte de Cristo, el Hijo de Dios, todos hemos sido ya salvados, pero sería prematuro el cruzarnos de brazos para celebrar la victoria (“Eucaristía 1970”).
Así comentaba S. Agustín: “Hermanos, si queréis eructar gracia, bebed gracia. ¿Qué significa «bebed gracia»? Conoced la gracia, comprendedla. Antes de existir, nosotros no existíamos en absoluto; con todo, fuimos hechos hombres, siendo así que antes no éramos nada. Después, hechos hombres del vástago de aquel pecador, éramos malvados y, por naturaleza, hijos de la ira como todos los demás (Ef 2,3). Centremos, pues, nuestra atención en la gracia de Dios, no sólo en aquella por la que nos hizo, sino también en la otra por la que nos rehizo. Al mismo a quien debemos el ser debemos también el ser justos. Nadie atribuya a Dios su ser, y a sí mismo el ser justo, pues es mejor lo que pretendes atribuirte a ti mismo que lo que atribuyes a Dios. Eres mejor en cuanto eres justo que en cuanto eres hombre. Por tanto, es inferior lo que atribuyes a Dios que lo que te atribuyes a ti. Atribúyele a él todo y alábale en todo; no te apartes de la mano del artífice. ¿Quién hizo que existieses? ¿No está escrito que Dios tomó limo de la tierra y formó al hombre? Antes de ser hombre eras barro, y antes de ser barro no eras nada. Pero no des gracias a tu artífice únicamente por esta hechura; considera otra obra suya por la que te hizo: No por las obras -dice el apóstol- para que nadie se engría. El que eso dijo, ¿qué más había recordado antes? Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto no es obra vuestra. Son palabras del Apóstol, no mías: Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto -el ser salvados mediante la fe- no es obra vuestra. Ya había dicho por gracia y, por tanto, no es obra vuestra; mas, para que nadie lo interpretase de modo distinto, se dignó exponerlo más claramente. Preséntame un buen entendedor; para él lo ha dicho todo: Por gracia habéis sido salvados. Al oír la palabra gracia, has de entender gratuitamente. Luego, si se trata de algo gratuito, tú nada aportaste, nada mereciste, porque si se dio algo en virtud de los méritos, es recompensa, no gracia. Dice: Por gracia habéis sido salvados mediante la fe. Explícanos esto más claramente en consideración a los soberbios, a los que se agradan a sí, a los que ignoran la justicia de Dios y pretenden establecer la propia. Escucha lo mismo con mayor claridad. Y esto, es decir, que por gracia habéis sido salvados, no es obra vuestra sino don de Dios. Pero quizá hicimos nosotros algo para merecer los dones de Dios. Dice: No por las obras, para que nadie se engría. Entonces ¿qué? ¿No somos nosotros quienes obramos el bien? Es cierto que lo obramos. Pero ¿cómo? Con la fuerza de aquel que obra en nosotros, puesto que por la fe damos cabida en nuestro corazón a quien obra en nosotros y por nosotros el bien. Escucha de dónde te viene el obrar el bien: Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para las obras buenas a fin de que caminemos en ellas (Ef 2,10). Ésta es la abundante suavidad que deriva del hecho de que Él se acuerde de nosotros. Eructando esta suavidad, sus predicadores exultarán por su justicia, no por la propia. ¿Qué hiciste con nosotros, Señor, a quien alabamos, para que existamos, te alabemos, exultemos en tu justicia y eructemos el recuerdo de tu abundante suavidad? Digámoslo y el decirlo sea nuestra alabanza”.
4. Jn 3,14-21 (tb. en la Solemnidad de la S. Trinidad, ciclo A: Jn 3, 16-18): El domingo pasado decíamos que Juan entendía la expulsión de vendedores y cambistas como eliminación-sustitución del Templo por Jesús. En el texto de hoy el autor profundiza en el significado de este Jesús que sustituye al Templo. Lo hace sirviéndose de un diálogo entre el propio Jesús y Nicodemo, autoridad religiosa. El diálogo de hoy presupone el texto de Nm 21,9: "Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte". Fue una medida salvadora. "Cuando una serpiente mordía a uno, éste miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado". El correlativo de la serpiente de bronce en el estandarte es Jesús en la cruz (por eso se lee este Evangelio en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz); el correlativo de mirar es creer. Jesús tiene que ser levantado en alto. ¡Honda y misteriosa necesidad! Para que al levantar la vista hacia esa altura quedemos salvados. El autor habla en perspectiva de presente. Vida eterna no significa lo que nosotros solemos llamar vida después de la muerte. En la expresión de Juan, eterno no se contrapone a temporal. Vida eterna es sinónimo de calidad de vida; eterno designa plenitud, totalidad. Vida eterna es la vida propia de una existencia feliz, de un tiempo y un mundo nuevo. Jesús levantado en alto hace posible este tipo de existencia para todo el que levanta sus ojos hacia él, para todo el que cree en él. El designio del Padre, continúa Juan, su voluntad es que tengamos una existencia así. Parece un sueño. Sólo con pensarlo un indescriptible relajamiento se apodera de uno. Jesús levantado en alto acaba con toda situación y sensación de existencia echada a perder. Existencia echada a perder es lo contrario de vida eterna.
Mirar a la serpiente levantada en alto suponía la curación. Lo contrario es igualmente válido: dejar de mirar a la serpiente suponía no curarse. Es decir, excluirse uno a sí mismo de ser curado. Esto es exactamente lo que dice Juan cuando escribe que los hombres han preferido la tiniebla a la luz. Lo cual significa que el hombre es el único responsable de su destino y que Dios no es ni su contrincante ni su juez. Dios es sencillamente un padre, cuyo hijo único ha sido levantado en lo alto de una cruz. Pero para fortuna nuestra, al mirar a este hijo quedamos salvados (A. Benito).
El mejor comentario a este texto lo hace Juan en su primera carta (4, 9s). Se contrapone aquí "perdición" (o muerte) y "vida", lo mismo que en el versillo siguiente "condenación" (o juicio) y "salvación". El hombre sólo puede escapar de la perdición y de la condena, si, creyendo en Jesucristo, recibe la vida y la salvación. Dios envía a su hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, Dios quiere la salvación de todos los hombres, y Jesús es, como afirma la Samaritana, el "salvador del mundo" (4, 42). Frente a cualquier dualismo de buenos y malos, Dios ofrece a todos la salvación y no sólo a una minoría privilegiada. El nombre del Hijo único de Dios es "Jesús", que significa "Dios salva". Creer en el "nombre", es creer en la misión salvadora de Jesús. Dios quiere la salvación de todos; si, no obstante, algunos se condenan es porque no creen en el nombre de su hijo y rechazan la salvación. Es característico de Juan lo que se ha llamado "escatología presente", esto es, el considerar el juicio de Dios como algo que acontece ya cuando el hombre resiste al Evangelio con su incredulidad; pues el que no cree, a sí mismo se condena y se priva de la última oportunidad de alcanzar la vida. Según esto, lo que llamamos "juicio final" no sería otra cosa que la confirmación divina de aquella sentencia a la perdición y a la muerte. Frente a las "tinieblas", que se presentan aquí como una personificación del mal, se alza la "luz" que es el mismo Hijo de Dios en persona (1, 4s). La venida de la "luz" al mundo denuncia la existencia de las "tinieblas" y, aunque el hijo de Dios no viene a juzgar a nadie, su presencia establece inevitablemente un juicio. La "luz" -y, por lo tanto, la proclamación del evangelio- cuestiona a los hombres y les obliga a decidir entre la fe y la salvación, o la incredulidad y la perdición. Muchos se deciden por la incredulidad, porque sus obras no son buenas. Se habla aquí de "hacer la verdad"; pues para Juan la verdad, lo mismo que la mentira, no son dos teorías opuestas, sino dos modos contradictorios de vivir. Los que obran perversamente se oponen a la verdad con la mentira de su vida y esconden sus malas obras huyendo de la luz. En cambio, los que hacen la verdad buscan la luz, para que se vean sus obras buenas (“Eucaristía”).
"Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito". ¡Profundas palabras, en las que el alma debe abismarse! Dios da. Este es el hecho fundamental de nuestra fe; sobre él descansa la revelación. De Dios sólo sabemos que da; se nos da a Sí mismo. Pues Dios no tiene algo, sino que Él lo es todo. Si da, sólo puede darse a Sí mismo; y con Él se nos da ciertamente todo. En todo lo que recibimos como don de la naturaleza o regalo de la gracia se da Dios a Sí mismo. Y sólo en la medida en que lo reconocemos, poseemos lo que nos es dado. Todo lo que nos es dado puede sernos arrebatado de nuevo. Pero somos poseedores del don en tanto que reconocemos a Dios como la fuente de lo que nos da. Dios se convierte en don. Primero, dentro de su mismo Ser; pues al engendrar a su Hijo, se da a Sí mismo. Y el Hijo, al reconocer y amar a su causa generatriz, se vuelve a dar al Padre. La tercera persona divina, el Espíritu vital que sopla y fluye por doquier, el Espíritu Santo, es don entre Padre e Hijo. Pero el amor generoso de Dios sale de Sí mismo; en el Hijo se entrega al mundo. El Padre "da al Hijo" para la encarnación, la pasión y la muerte; para que su muerte borre los pecados del mundo, dejando en él lugar para Dios, que se entrega al mundo. Pero esto no basta; es preciso que los recipientes estén vacíos. Cuando Dios se da, es demasiado grande para que un hombre pueda comprenderle y poseerle. Es un don de tal categoría, que el mismo don nos concede la gracia de recibirlo. Nuestra naturaleza, aunque creada a imagen de Dios, no puede llegar a eso. Dios ha de dilatarla, elevarla. Más aún; ha de crearnos de nuevo, ha de darnos parte en su propia vida divina, en su Espíritu, para que nosotros podamos comprender y recibir lo que sobrepasa nuestra naturaleza. Con los dones divinos nos otorga la fuerza, también divina, para comprenderlos y guardarlos; la "virtus divina" que corresponde al "donum Dei". Esta fuerza para recibir y guardar los dones, es ya parte del don mismo, es un principio de la vida divina que ha de sernos dada; en una palabra, es la fe, que se nos da como comienzo de la vida divina en nosotros y cuya plenitud atrae sobre nosotros (Emiliana Löhr).
Uno de los símbolos preferidos de Juan: Cristo es la Luz, el que le sigue no anda en tinieblas. Este motivo de la luz -como también el otro, la serpiente/cruz- lo tenemos que relacionar decididamente con la celebración de la Vigilia Pascual, donde la luz va a ser uno de los gestos simbólicos fundamentales para comprender y celebrar el Misterio de la Pascua. La progresiva iluminación a partir del Cirio Pascual, y la presencia de este símbolo a lo largo de toda la cincuentena, es un modo expresivo de significar la Nueva Vida de Cristo, comunicada esa noche a los cristianos. Pero también hay que aterrizar en la otra vertiente del símbolo: no sólo Cristo es "Luz Pascual", sino que todos los cristianos somos invitados a convertirnos en "hijos de la luz". Pablo nos ha dicho que Dios nos hace nacer con Cristo en la Pascua para que nos dediquemos a las buenas obras. Un cristiano es el que no sólo está bautizado (y ya en la celebración del Bautismo juega un papel importante el simbolismo de la vela y la luz), sino que intenta vivir asociado a Cristo Resucitado, en su nuevo modo y estilo de vida. En medio de un mundo desorientado, medio en tinieblas, el cristiano -la comunidad entera- se compromete en cada Pascua a ser luz. Y las "obras de la luz" pueden ser muy bien entre nosotros, con más urgencia que nunca, el amor, la fraternidad, la verdad, la lucha contra la injusticia... (J. Aldazábal).
Todavía no hace mucho tiempo que leíamos en los catecismos -y lo aprendíamos- que los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Nada cabría objetar a tan feliz simplificación de algo tan terriblemente complejo como es el pecado del mundo. Pero ocurre que, en ocasiones, las simplificaciones van desplazando progresivamente a lo simplificado y se viene a caer en tergiversaciones y equívocos. Así parece haber ocurrido. Con la fórmula antedicha llegamos a reducir la carne al sexo. Del demonio hemos creado un personajillo, muy malo, eso sí, pero ridículo. Y en cuanto al mundo, casi siempre lo reducimos al mundo de los espectáculos y frivolidades, o a un mundo tan maravilloso que "podría distraernos" de nuestro ser cristianos. De ahí ha surgido, sin duda alguna, esa actitud de miedo secular por parte de los creyentes, que les empuja a huir del mundo o a protegerse contra el mundo. Por eso resulta sorprendente releer en el Evangelio que Dios ama al mundo hasta el punto de haberle entregado su propio Hijo. Es cierto que, al decir esto, el Evangelio se refiere al mundo humano. Pero, por otra parte, esto tampoco significa que se refiera sólo a los hombres, sino al mundo creado por Dios y entregados al quehacer de la razón y sentimientos humanos. O sea que, de este mundo -todo lo malo y peligroso que se quiera- se dice que es objeto del amor de Dios. Por eso mismo precisamente nos consta que también el mundo es objeto de salvación. El amor de Dios es el que cambia y transforma, el que santifica cuanto ama. Y es de suponer que sólo una actitud de acercamiento y de amor al mundo -por parte de los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Porque los que odian y desprecian al mundo sólo pueden contribuir a su destrucción y perversión. Sin embargo, el que ama al mundo es capaz, por amor, de reconstruirlo, de purificarlo, de santificarlo. Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo más que para apropiárnoslo y mejor que para explotarlo) es posible que descubriésemos cómo este mundo tan malo -tan enrarecido y empecatado, tan hostil y cubierto de injusticias- empezaba a ser mejor. A ser como Dios quiere. Si Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no? (“Eucaristía 1988”).
Dividir a los hombres en dos grandes grupos o clases y al mundo en dos mitades, o bloques, y decir: aquí está la luz y allí las tinieblas, éstos son los buenos y aquellos los malos, es por supuesto una simplicidad, una ofuscación de la mente y del corazón, un tremendo error maniqueo. Pero es, sobre todo y en demasiadas ocasiones, una ideología para la guerra. En efecto, el esquema amigo-enemigo y el choque frontal hasta la destrucción física de una de las partes, trata de justificarse diciendo que unos son los buenos sin tacha y otros malos sin remedio.
Cristo en la Cruz es para nosotros cátedra de sabiduría, lección magistral para nuestra vida, medicina y remedio para nuestros males. Ahí, en la Cruz de Cristo, es donde entendemos qué significa el amor de Dios y qué respuesta espera de nosotros. Y también de ahí proviene la Luz, que es Cristo, que quiere iluminar nuestra existencia. En la Vigilia Pascual encenderemos la luz del Cirio Pascual que es imagen de Cristo, y nosotros mismos, con cirios más pequeños, iremos recibiendo participación de esa luz. Es todo un símbolo de lo que la Pascua quiere producir en nosotros: que reedifiquemos nuestra vida, que nos dejemos iluminar por Cristo, que renovemos nuestra Alianza, y que vivamos pascualmente, como hijos de la luz. En medio de un mundo en muchos aspectos desorientado, los cristianos reorientamos nuestra vida según la Alianza de Dios en Cristo Jesús (J. Aldazábal).

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