domingo, 4 de marzo de 2012

Domingo 2º de Cuaresma, ciclo B: la montaña donde Abraham pensaba ofrecer a Isaac en sacrificio es la que Jesús subirá para entregar su vida; la Trans

Domingo 2º de Cuaresma, ciclo B: la montaña donde Abraham pensaba ofrecer a Isaac en sacrificio es la que Jesús subirá para entregar su vida; la Transfiguración es preludio de la gloria de la Resurrección, de la suya y la nuestra.

Del libro del Génesis 22,1-2. 9a. 15-18. En aquel tiempo Dios puso a prueba a Abrahán llamándole: -¡Abrahán! El respondió: -Aquí me tienes. Dios le dijo: -Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor gritó desde el cielo: -¡Abrahán, Abrahán! El contestó: -Aquí me tienes. Dios le ordenó: -No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo. Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo. El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: -Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho eso, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.

Salmo 115,10.15-19: R/. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando dije: «Qué desgraciado soy.» Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. / Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. -Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. / Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.

Carta de San Pablo a los Romanos 8,31b-34. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo quemurió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nostoros?

Evangelio según San Marcos 9,1-9. En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: -Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: -Este es mi Hijo amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

Comentario: 1. Gn 22.1-2.9a.15-18 (ver 2ª lectura de la vigilia pascual). El domingo pasado veíamos cómo establecía Dios, a través de Noé, un pacto con toda la creación, y hoy constatamos que, por medio del pacto con Abrahán, Dios establece una alianza con los hombres. Con el episodio del sacrificio de Abrahán se muestra que el Dios de Israel abomina de los sacrificios humanos, quiere que cese esa práctica común hasta entonces. Con eso, se pone de manifiesto el "valor absoluto" de la vida humana, que no ha de ser sacrificada por nada. El respeto por el mundo natural de que hablábamos el domingo pasado tiene una consecuencia ineludible en el respeto absoluto por el hombre, por toda vida humana, por pequeña o insignificante que pueda parecer. Dios ha establecido una alianza con toda la humanidad, y no hay ningún hombre ni ninguna mujer que quede excluido de ella. Por voluntad del mismo Dios, toda vida humana es sagrada (J. Llopis).
La promesa al patriarca abarca la posesión de una tierra y el anuncio del nacimiento de un niño a través del cual la descendencia de Abraham será numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. La bendición a través de Abraham se parece al comienzo de nuestra salvación en Lc 1-2: promesa y nacimiento de un niño que, en la plenitud de su vida, deben ser ofrecidos en sacrificio (A. Gil).
Antes de comenzar su narración, el autor nos advierte que se trata únicamente de una "prueba". Dios quiere ver hasta dónde llega la fidelidad de Abraham y su obediencia, pero no entra en sus planes el que éste sacrifique a su hijo Isaac. Abraham había sido probado por Dios en otras ocasiones; por ejemplo, cuando se le ordenó abandonar su tierra y su parentela, y más tarde, cuando se le anunció que engendraría un hijo de su mujer, Sara, no obstante haber alcanzado ambos una edad avanzada; pero nunca se le había pedido tanto como ahora. Si antes se le exigió renunciar a su pasado, abandonar su tierra y su familia para salir en busca de la tierra prometida, ahora se le exige renunciar a su futuro, y no comprende cómo van a cumplirse las promesas de llegar a ser padre de un pueblo numeroso si ahora ha de sacrificar a su único hijo. Abrahán, sin hacer cuestión de la palabra de Dios, se dispone a cumplirla hasta las últimas consecuencias. Ha superado la prueba. La intervención divina en el momento preciso descubre una segunda intención muy importante de este relato. Es la señal para todos los tiempos de que Dios abomina de los sacrificios humanos. Esto se comprende, sobre todo, si tenemos en cuenta la práctica de tales sacrificios en el contexto histórico-religioso del pueblo de Israel. El sacrificio de los primogénitos era considerado por los cananeos como acto supremo de culto (2 R 3. 27; Mi 6. 6s.). Así pues, el presente relato tiene sin duda una intención polémica: Dios exige ciertamente que el hombre esté dispuesto a los mayores sacrificios y no se reserve nada cuando es él quien se lo pide; pero no quiere que el hombre exprese tal disposición de ánimo con la tremenda crueldad de los sacrificios humanos, pues él es un Dios misericordioso. No es la destrucción del hombre lo que enaltece la grandeza de Dios, sino todo lo contrario: la salvación del hombre. El paralelismo entre lo sucedido en el monte Moria y lo que sucedería más tarde en el monte Calvario no se funda en detalles exteriores (Isaac lleva sobre sus hombros el fajo de leña y Jesús llevará sobre los suyos la cruz), sino en la obediencia de Abrahán y en la confianza de Isaac que encontrarían en Jesús la más perfecta realización (“Eucaristía 1988”). Dios prefiere el sacrificio interno de la fe y obediencia al de animales. "Llegará el día en que Dios aceptará el sacrificio humano..., el Padre no se reserva a su Hijo único, sino que lo entrega por la salvación del mundo. La tradición unánime de la Iglesia ha visto en Isaac un tipo de Cristo" (Alonso Schökel).
El v. 6 dice que Abraham e Isaac caminaban juntos; no dice que caminaban en silencio, pero lo que sigue así lo hace suponer; en efecto, Isaac debe sacar a su padre de su meditación y rompe el silencio espeso que gravita entre los dos hombres: «Dijo Isaac a Abraham, su padre: Padre mío. ¿Qué quieres, hijo mío?, le contestó» (v. 7). «Curiosidad ingenua del niño que ignora; mutismo oprimente en el padre que sabe; patética subida según la fe». La palabra de Abraham: «Es Dios quien proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío», tiene un gran contenido profético; sabemos que solamente será agradable a Dios el sacrificio en el cual se ofrecerá aquel a quien Juan Bautista presentará como el Cordero de Dios (Jn 1,29). Este tema del Cordero inmolado, puesto en lugar de aquel que debería morir, es un tema, pues, que mantiene la conducta de Dios y recorre la Escritura que nos relata esta conducta después de 4.000 años. Esta misma idea se encuentra en el fondo de la novela de Francois Mauriac, titulada precisamente «El Cordero». La reflexión de Abraham: «Es Dios quien proveerá», justifica el apelativo dado a la montaña: «Yavé-yiré (Yahvé ve)» (v. 14). El sacrificio de Isaac y el de Jesús están unidos en el pensamiento como la figura y la realidad que anuncia. Esto es lo que ha llevado a identificar la montaña del sacrificio de Abraham y la de Jerusalén, en la cual Jesús ofrecerá su sacrificio. El segundo libro de las Crónicas hace esta identificación: «Salomón comenzó la construcción de la casa de Yahvé. Está en Jerusalén, sobre el monte Moriah» (el mismo nombre que en Gen 22, 2). «José nos recuerda que se veía desde este lugar aquel en el que Abraham habría sacrificado a Isaac. La tradición ha aceptado esta localización. Sin embargo, en el texto del Génesis se trata no de una montaña, sino de un país en el cual se encuentra un monte». El deseo de identificar los dos lugares manifiesta la íntima relación existente entre el sacrificio de Isaac y el de Jesús, entre la figura y la realidad.
Es necesario reconocer que el texto del Génesis, por sí mismo, es extraordinariamente sugestivo y que, al leerlo, no se puede negar que evoca sin cesar todo aquello que misteriosamente se aplica a Cristo: Isaac nace milagrosamente, como consecuencia de una promesa de Yahvé (21,2); su nombre significa gozo y exultación (21,6); recibe la herencia con exclusión de Ismael, su hermano mayor, nacido de la esclava (21,12); él lleva la leña del sacrificio (22,6). La tradición judía, sin duda posterior al principio de nuestra era e influenciada por la doctrina cristiana, da del sacrificio de Isaac una interpretación muy interesante para nosotros: «Un rasgo particularmente interesante es la relación establecida entre el sacrificio de Isaac y la salida de Egipto. El cordero pascual aparece como el memorial de este acontecimiento, como la Eucaristía lo es de la Cruz... Esta interpretación del sacrificio de Isaac como expiatorio para el pueblo de Israel, la relación entre la salida de Egipto y el sacrificio del monte Moriah, la concepción del cordero pascual como memorial del sacrificio de Isaac..., todos estos temas evocan la doctrina cristiana de la redención mediante el sacrificio del Calvario». Resulta extraño que se haga del cordero pascual la figura, el tipo de un acontecimiento pasado: el sacrificio de Isaac; ahí tenemos una visión que se aproxima a nuestra doctrina sacramentaria; por sí misma, resulta inusitada en la tipología judía. Esta anomalía proviene de que «el sacrificio de Isaac es considerado como si contuviese un poder meritorio que es la fuente de las gracias obtenidas posteriormente por sus descendientes». El canon de la misa coloca el sacrificio de Abraham entre las figuras del sacrificio de Cristo en el Antiguo Testamento. Santo Tomás en el Lauda Sion coloca el sacrificio de Isaac entre las figuras eminentes, junto al cordero pascual y al maná. También hemos visto como la Carta a los Hebreos concede al sacrificio de Isaac todo el valor de figura con relación al de Cristo (Hb 11,17-19). "La fe de Abraham, obteniendo el triunfo sobre la muerte al merecer la salvación de Isaac, es un símbolo, literalmente: una parábola. Esta palabra significa comparación, aproximación. Es decir, que Isaac, escapando a la inmolación, prefigura la resurrección general y, al mismo tiempo, según una tradición exegética constante (Orígenes, Clemente de Alejandría, San Juan Crisóstomo...), la Pasión y la Resurrección de Cristo: Isaac, el hijo único sacrificado y salvado milagrosamente, es como un resucitado, el tipo de la resurrección del Señor" (L. Heuschen).
En el segundo domingo de Cuaresma se puede encontrar un elemento que une las distintas líneas de las lecturas: la cruz en el horizonte, el anuncio de la muerte salvadora de Jesús… La segunda lectura recoge el tema con otras imágenes: como Abrahán no dudó en entregar a su hijo, Dios ha amado tanto al mundo que tampoco ha dudado en entregar a su Hijo (cf. d. IV de Cuaresma). La bendición que tenía como mensajero a Abrahán, ahora tendrá como mensajero al propio Dios: será una bendición absoluta. Y el evangelio de la transfiguración es un anuncio de que la muerte de JC será gloriosa. La escena se sitúa después de que Pedro confiese (entendiéndolo mal) a JC como Mesías, y que JC anuncie la pasión. La transfiguración será entonces una experiencia profunda de JC, compartida con los discípulos, de que aquel camino de muerte es el camino de Dios: aquel que camina hacia la muerte es el Hijo amado de Dios. Su camino es el único camino que hay que escuchar y seguir. El prefacio propio de este domingo glosa adecuadamente este contenido, que este año, en Marcos, presenta un elemento peculiar: los discípulos no entienden lo que pudiera significar "resucitar de entre los muertos": como no podían imaginarse que JC tuviera que morir, no podían encontrarle sentido hablar de resurrección. La reflexión puede ser hoy: ¿hacia dónde va nuestro camino cuaresmal?: hacia la cruz, hacia el ser capaces de reconocer en la cruz de Jesús salvación y vida. Por una parte, habría que presentar el realismo de la entrega de Jesús: la angustia de Getsemaní, y la disponibilidad para seguir hasta el fin el camino de Dios que él descubría entre oscuridades, como había hecho también Abrahán. En la escena de la transfiguración aparece un JC que domina bien la situación (la escena quiere mostrar la gloria de la cruz), pero ello no quita que la cruz sea totalmente real y dramática. Y a partir de ahí habría que invitar a la fe en esa muerte que es luminosa. La muerte, el dolor, el mal, están presentes en la vida de los hombres. No los produce Dios: no quiso que Isaac muriera, aunque Abrahán creía que esa muerte era voluntad divina. Lo que Dios ha hecho ante esto ha sido vivir toda la situación de debilidad humana con un amor total, con una entrega total: ha atravesado las oscuridades de nuestra condición iluminándolas con lo único que realmente produce luz: el amor. Y la cruz, que culmina esa entrega amorosa, es la mayor oscuridad iluminada por la luz más grande. Así, Dios ha destruido el maleficio que destruía la historia humana, y ha abierto un camino. La salvación, para nosotros, será creer muy firmemente que ése que muere en la cruz es realmente el Hijo amado de Dios, y al mismo tiempo escucharlo, es decir, vivir muy intensamente nuestra debilidad humana buscando sólo la fuerza del amor y de la entrega servicial (y cada uno sabrá cómo se lo concreta personalmente). El sacrificio de JC será, en definitiva el momento culminante de esa fidelidad a la vida: JC dedica toda su existencia a dar vida, amor, solidaridad; y, si tiene que llegar hasta la muerte, no es porque la desee, o porque Dios le mande que muera, sino porque no quiere echarse atrás en este proyecto vital; serán los que quieran destruir ese proyecto, los que van a matarlo (J. Lligadas).
2. El salmo 115 resume perfectamente el sentimiento de Israel en la situación dolorosa de la esclavitud, anterior a la pascua. Horriblemente oprimido ("he sufrido mucho"), obtuvo del Faraón el permiso para salir de la hoguera. Pero de inmediato siente que le pisa los talones el ejército egipcio ("en mi confusión yo decía: ¡el hombre es sólo mentira!"). Experiencia profunda de la duplicidad humana. Morirían aprisionados entre el Mar Rojo a la espalda y los terribles carruajes del Faraón por delante... En ese momento se abre el mar ("mucho le cuesta al Señor ver morir a los suyos"). Con inmensa emoción, el salmista pasa de pronto, a la segunda persona: "yo soy, Señor, tu siervo, Tú has roto las cadenas que me ataban. Te ofreceré el sacrificio de alabanza, levantaré la copa de salvación... " La comida de Pascua era pues un inmenso grito de alegría y de acción de gracias "al Dios salvador", que salva de la desgracia y de la muerte. Esa fue la comida que Jesús vivió, aquella tarde, la última que comió antes de morir y resucitar.
Entrando en la oración de su pueblo, recitando este salmo, Jesús le infundió una dimensión "universal". El drama de Israel "desgraciado", oprimido, es el de todo hombre, bajo el peso de su "condición humana"... La acción de gracias de Israel "ante el bien que Dios le ha hecho" es la de todo hombre ante la resurrección prometida. Sí, mañana Jesús morirá. El lo sabe. Judas, durante la comida, abandonó el grupo y se fue a urdir el proceso final. Lejos de hacer un drama de su condición humana, Jesús la afronta libremente, erguida la cabeza: hace un anticipo de su muerte. Tomando el "pan de miseria sin levadura" que está ante El, Jesús dice: "este es mi cuerpo entregado por ¡vosotros!". Luego, tomando la copa de vino dice: "esta es la copa de mi sangre derramada por ¡vosotros y por muchos!" Imaginémonos a Jesús, cantando, no abstractamente, sino en el contexto de esta "vigilia" de su propia muerte "estas palabras admirables: mucho le cuesta el Señor ver morir a los suyos" ¡No! Dios no goza viendo la muerte" Esta hace parte de la condición humana, hace parte de "todo lo que no es Dios"... Por esto es inevitable. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios es perfecto. Sólo Dios es eterno. No obstante, la nota dominante en este salmo, y en el alma de Jesús aquella tarde, es la acción de gracias. "¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré la copa de la salvación... Ofreceré el sacrificio de alabanza..." ¿Por qué? Porque Jesús sabe con certeza absoluta que su Padre lo ama: "Mucho le cuesta al Señor ver morir a sus hijos". Y este amor, Jesús lo sabe, será eficaz. Dios no quiere la muerte. Dios salvará de la muerte a los que ama. ¡Sí! Jesús sabe que su muerte, mañana, no será la siniestra zambullida en la nada de que hablan los ateos sino "la entrada en la Casa del Señor" para la eterna alabanza y acción de gracias.
La experiencia mortal de Jesús, es la nuestra, es la de todos los hombres. Toda ideología, toda concepción de la existencia humana que "descuide" este hecho evidente de la muerte (las civilizaciones también ¡son mortales! ¡todo lo que construimos es mortal! ¡Todo lo que hacemos en este mundo está destinado a morir!)... no es una concepción válida para el hombre. El hombre ateo de hoy, lúcidamente, saca esta conclusión inevitable: el mundo es absurdo... Y añadimos: "Si Dios no existe, el hombre tampoco tiene esperanza de vivir..." Vayamos con lucidez hasta las últimas consecuencias. Pero con Israel, con Jesús, somos de los pocos que "creen en Dios". Estamos felices de creer. Y nos atrevemos a pensar que es la única posibilidad de supervivencia que tiene el hombre. Podemos pues con alegría entonar este canto (Noel Quesson).
Benedicto XVI recuerda que s. Pablo cita estas palabras: «teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Cor 4,13): “El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Rom 3,4). La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio (Cf. Orígenes) a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (Sal 115,15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (v.13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (11,25; Lc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía”.
El Salmo 115, con el 114, “constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte. En nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha mantenido alta la llama de la fe, incluso cuando en sus labios surgía la amargura de la desesperación y de la infelicidad (v.10). Alrededor se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se demostraba falso e infiel (v.11). Ahora, sin embargo, la súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro de la mentira (v.12). El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (v.13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador. De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante cumple su voto y testimonia su fe (v.14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (v.16). El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava, bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad. Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (vv.17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida”. San Basilio Magno comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».
3. Rm 8,31b-34. En todo el cap. Pablo va desarrollando progresivamente el tema de la vida en el Espíritu, hasta estas palabras en las que se nos dice que si ante nuestro pecado deberíamos temer a Dios, en realidad el Padre y Cristo están muy lejos de condenar, quitar todo miedo de nosotros, no con palabras, sino con obras: la redención obrada por la muerte de Jesús. No es un Dios que va espiando los fallos humanos para aplicar rápidamente un castigo: ¡Dios, puesto a salvar, es mucho, infinitamente más fuerte, que el hombre puesto a pecar! Aunque nunca nos quitará la libertad, pero su amor siempre supera nuestro pecado (Federico Pastor). Los hombres siempre andamos exigiéndonos "pruebas de amor". Pero ninguna prueba nos satisface porque no existe ninguna definitiva. Dios se sintió satisfecho de la prueba de Abrahán, porque no se puede pedir más. El Cristo crucificado es prueba de tal calibre que dudar luego de que Dios nos ama sería el colmo de la estupidez. Estamos seguros de muy pocas cosas. De una debemos estarlo del todo: Dios nos ama. Ningún misterio, ningún desconcierto, ni el dolor ni la muerte, deben hacernos dudar de ese amor misterioso. Quien es capaz de morir literalmente por nosotros tiene derecho a nuestra confianza. Y cuando esa confianza encuentre misterios, paredes de oscuridad, no puede cuartearse porque quien lo dio todo no puede dedicarse ahora a jugar al escondite de los olvidos o las negativas. "El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?", dice san Pablo.
4. Mc 9,2-10 (paralelos: Mt 17,1-8; Lc 9,28-36). Como cada año, el evangelio de este domingo nos describe la transfiguración del Señor, orientada a preparar nuestros espíritus para una comprensión más profunda del misterio pascual. Mc es más breve, contiene como elemento propio (aparte del detalle del blanco que nadie puede imitar) la insistencia en el hecho de que los apóstoles no entendieron del todo qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. La descripción poética y llena de imágenes de la transfiguración, experiencia profunda de fe tenida por los amigos más íntimos de Jesús, refleja un momento de comunicación profunda, tuvieron la impresión de percibir a Jesús en su verdadera identidad y se quedaron pasmados. Fue un instante de éxtasis, que les hizo entrever la realidad gloriosa de Jesús, pero que aún no les mostró toda la profundidad de su misterio. Para llegar a entenderlo, de algún modo, fue necesario el contacto real con la vida, fue necesario que, a través de los sufrimientos y muerte de Jesús -y a través de sus propios sufrimientos y, más adelante, de su propia muerte-, comprendieran que hay que pasar por la muerte para llegar a la vida (cf. el prefacio propio de este domingo), médula de la realidad del misterio pascual. Tampoco nosotros entenderemos qué significa "resucitar" si nos quedamos sólo en el terreno de la fe contemplativa -y es muy posible que, en el nivel teórico, se nos presenten grandes dificultades para aceptar este misterio-. En cambio, si descendemos de la montaña de las ideas a la tierra firme de las realidades diarias, experimentaremos en carne viva lo que significa morir a nosotros mismos y vivir hacia Dios y hacia los hermanos; entenderemos qué es la resurrección (J. Llopis).
Ratzinger comentaba: “En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra”. Hay una relación entre la declaración de Pedro a Jesús como hijo de Dios vivo, la Transfiguración y los 8 días de la fiesta de las tiendas (o chozas), que también se pone en relación con la ascensión de Moisés al monte, a su encuentro con Dios.
“Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel. / De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia. / En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9,2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17,2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9,29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo. / Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34,29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz. / Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7,9.13; 19,14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7,14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15,22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas. / Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría. / En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9,9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías. / Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9,13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso... también él debe sufrir la muerte» (Pesch). / De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5). / Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria…” la fiesta de las tiendas o chozas tiene un significado escatológico, y tiene relación también con la encarnación, cuando Dios “planta su tienda”. Además, hace relación con la cruz… “Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.
«Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: "Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios"» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.
La tentación de "hacer tres tiendas" está siempre presente. Es curioso que el hombre se preocupe siempre por construirle una casa a Dios, cuando el mismo Dios ha bajado a la tierra para vivir en las casas de los hombres. Dios no tiene tanta necesidad de metros cuadrados para iglesias como de acogida en el corazón humano. Dios no quiere vivir en un "hotel para dioses" relegado como nuestros ancianos, en una especie de parkings. Dios quiere vivir en familia con los hombres, andar entre sus pucheros. Por ambientados que estén nuestros templos, siempre le resultarán fríos a un Dios que busca el cobijo de los hombres. El Dios-con-nosotros no puede quedar en una especie de producto situado en un mercado al que se acude cuando se necesitan servicios religiosos. Dios no es un objeto de consumo. Él es la vida misma del hombre, pero nosotros nos empeñamos en confinarlo en su casa en lugar de tenerlo como compañero continuo en el camino de la vida. El Dios de Jesús no se mantiene en alturas celestiales, sino que nos señala en dirección al mundo y quiere que como él nos encarnemos -valga la expresión- en nuestra propia carne. Además de nuestra condición de hombres, hay algo que refuerza nuestro interés por el mundo: nuestra fe. "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo" (G.S. núm. 1; “Eucaristía 1985”).
Cristo, en el Tabor, realiza una denuncia y un anuncio. Denuncia de cualquier realización humana que se entiende a si misma como definitiva. "Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mc. 9, 5). Anuncio de un futuro que todavía no ha llegado, pero que se hace presente en la esperanza, anticipándose como motivo del quehacer humano en la historia. Anuncio del misterio pascual: muerte y resurrección. Esta esperanza, en la que se vive el futuro, nos mueve a la responsabilidad y compromiso en el mundo, porque este mundo no está acabado, no está plenamente realizado, ya que "esta" realización concreta -personal o social- no es la salvación definitiva, aunque está sometida al señorío de Dios en Jesús. Se habrá llegado al fin, cuando acontezca la victoria definitiva de Jesús, el Señor, sobre los poderes de este mundo.
El mensaje de la transfiguración de Cristo cierra el paso a todo inmovilismo, a todo triunfalismo satisfecho por lo ya conseguido, a toda consecución paralizante de la dinamicidad que lleva consigo la esperanza de lo definitivo, y desafiante del señorío de Dios en Cristo.
No acepta el señorío de Dios el hombre que, complacido en sus consecuciones y realizaciones, cualesquiera que éstas sean, se considera plenamente acabado, cerrando así todo futuro posible como enriquecedor de su persona, porque absolutiza el fruto de su quehacer. Rechaza el señorío de Dios la sociedad que, habiendo alcanzado una situación determinada de desarrollo económico, de orden, paz y tranquilidad, mejores que en etapas anteriores de su existencia, se sitúa como perfecta y definitiva, provocando el inmovilismo e impidiendo toda consecución ulterior, por considerarla "desordenada", peligrosa y mala. Esta sociedad se ha divinizado, y ha olvidado la obediencia al "único" Señor, como exigencia básica de la fe. No puede ni llamarse, ni hacerse llamar cristiana (“Eucaristía 1973”).
Como Abraham, como los apóstoles y como Jesús, ascendamos hoy a la montaña que nos levanta por encima de la vida rutinaria, para descubrir, día a día, nuevos destellos del Reino de Dios (Santos Benetti).

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