jueves, 23 de febrero de 2012

Viernes después de Ceniza: el ayuno, necesario para la vida cristiana

Viernes después de Ceniza: el ayuno, necesario para la vida cristiana

Libro de Isaías 58,1-9. ¡Grita a voz en cuello, no te contengas, alza tu voz como una trompeta: denúnciale a mi pueblo su rebeldía y sus pecados a la casa de Jacob! Ellos me consultan día tras día y quieren conocer mis caminos, como lo haría una nación que practica la justicia y no abandona el derecho de su Dios; reclaman de mí sentencias justas, les gusta estar cerca de Dios: "¿Por qué ayunamos y tú no lo ves, nos afligimos y tú no lo reconoces?" Porque ustedes, el mismo día en que ayunan, se ocupan de negocios y maltratan a su servidumbre. Ayunan para entregarse a pleitos y querellas y para golpear perversamente con el puño. No ayunen como en esos días, si quieren hacer oír su voz en las alturas. ¿Es este acaso el ayuno que yo amo, el día en que el hombre se aflige a sí mismo? Doblar la cabeza como un junco, tenderse sobre el cilicio y la ceniza: ¿a eso lo llamas ayuno y día aceptable al Señor? Este es el ayuno que yo amo -oráculo del Señor-: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte de tu propia carne. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá: "¡Aquí estoy!". Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna.

Salmo 51,3-6.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos. Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable. Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Texto del Evangelio (Mt 9,14-15): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán».

Comentario: 1. Is. 58, 1-9. El camino del auténtico profeta no es sólo denunciar la maldad que hay en el mundo, sino proponer, además, caminos que lleven a dar solución a toda esta problemática. El profeta Isaías es enviado a clamar a voz en cuello y a alzar la voz como trompeta para denunciar los delitos y pecados del pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo se le envía a invitar al pueblo a romper los yugos opresores, a compartir el pan con los hambrientos, a abrir la casa al pobre sin techo, a vestir al desnudo y a no dar la espalda al propio hermano. El Señor nos hace un fuerte llamado a reconocer a profundidad nuestros propios pecados. Muchos hay que, en nombre de Dios, levantan la voz para hacernos recapacitar sobre nuestra propia maldad, especialmente en este tiempo de gracia. Pero no basta con reconocernos pecadores, y tal vez arrepentidos, o sólo por costumbre, acercarnos a confesar nuestros pecados para recibir el perdón de Dios. El camino de conversión, además de unirnos con Dios, debe unirnos a nuestro prójimo para rectificar, ante él, nuestras actitudes y dejar de causarle mal. Pero no basta dejar de causarle mal, hay que hacerle el bien, hay que extender hacia él nuestras manos para socorrerle en sus necesidades. Entonces seremos realmente imagen de Jesucristo para los demás, pues el Señor no vino a compadecerse de nosotros sólo con palabras, sino a remediar nuestros males, incluso a costa de la entrega de su propia vida. Ese es el mismo camino que ha de recorrer la Iglesia de Cristo.
En el Evangelio de hoy, Jesús insiste en que la «alegría» sea primero. Antes del «ayuno», antes del sacrificio, hay la alegría de estar «con el Esposo», con Dios. "Los compañeros del Esposo ¿deben ayunar mientras el Esposo está con ellos?" -Me buscan, según parece... Les agrada mi vecindad... Dicen: nosotros ayunamos y Tú, Señor, ¿no lo ves? Emocionante confesión de Dios: reconoce nuestras pobres tentativas humanas. Efectivamente, es verdad, la humanidad busca a Dios. Se le quisiera cercano y favorable a nuestros proyectos; y para ello uno es incluso capaz de ayunar, de hacer alguna penitencia.
-Pero mientras ayunáis sabéis buscar vuestro negocio, explotáis a vuestros trabajadores, continuáis las querellas, las disputas, los puñetazos. Ayunar es bueno, dice Dios, pero no es lo esencial. Lo esencial es respetar al prójimo, no explotarle, no considerarlo como un objeto que ponemos a nuestro provecho. Ayúdanos, Señor, a no buscar con avidez nuestra ventaja y menos si hay detrimento para los demás. ¡Ayuda a cada hombre a no explotar a otro hombre! En nuestras vidas de familia, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones, ayúdanos a no ser exigentes ni duros, ni atropelladores, ni tajantes; que renunciemos a las «disputas y a las querellas» y, como dice el Señor, que nuestro ayuno sea «desatar los lazos de maldad». Privarse de suscitar disputas y atropellos es más necesario que privarse de alimento o de golosinas. La Cuaresma que me agrada es: -Aflojar las cadenas injustas... -Liberar a los oprimidos... -Compartir el pan con el hambriento... -Dar acogida al desgraciado... -Cubrir al que veas sin vestido... -No esquivar a tu semejante... Esas frases deberían pasar sin comentario. Es preciso llevar a la oración esas palabras que nos queman como brasas. Eso es lo que Tú esperas de mí, Señor. ¡Ah, si todos los cristianos pudieran oír esas llamadas. Si tu pueblo aceptara dejarse interrogar sobre esas cuestiones, durante cuarenta días al año! ¡Cuál sería la renovación de la sociedad humana, con esa levadura! ¡Qué revolución sin violencia sería la Iglesia en medio del mundo! Pero, cuidado, no he de aplicar esas palabras a mis vecinos. Van dirigidas a mí. Concédeme, Señor, no andar soñando en sacrificios y en «ayunos» excepcionales; te pido saber aceptar francamente los que me imponen mis relaciones humanas, cotidianas. «¡Comparte!» «¡Acoge!» «¡Da!».
-Un día agradable al Señor... Lo significativo de ese día no es el «ayuno», sino el amor a los semejantes.
-Entonces brotará tu luz como la aurora. Entonces clamarás al Señor y te contestará: "Aquí estoy". Si la búsqueda de Dios, el deseo de su cercanía parece a menudo tan inoperante, es porque no ponemos los medios adecuados. El encuentro con Dios está condicionado por nuestras conductas humanas fraternas o no (Noel Quesson).
La denuncia del profeta Isaías contra un ayuno mal entendido es enérgica . El pueblo de Israel -o sus dirigentes- cree poder aplacar a Dios y reparar sus pecados con un ayuno que el profeta tacha de falso e hipócrita. El fallo está en que la abstinencia de alimentos no va acompañada de lo que Dios considera prioritario, el amor, la justicia, la misericordia con los demás: «el día del ayuno buscáis vuestro interés... ayunáis entre riñas y disputas». El ayuno se queda en unos formalismos exteriores: «os mortificáis elevando vuestras voces... movéis la cabeza como un junco... os acostáis sobre saco y ceniza: ¿a eso le llamáis ayuno?». Lo que quiere Dios, el día del ayuno -que no se desautoriza, naturalmente-, es «abrir las prisiones injustas... partir el pan con el hambriento... no cerrarte a tu propia carne (a tu familia)». Entonces sí escuchará Dios las oraciones y ofrendas.
Dice la Colecta: «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón». Y la antífona de Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4). Y la Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad». Y refiriéndose a este ayuno que el Señor desea, principalmente en no cometer pecados y hacer actos de caridad, dice San León Magno: «No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que, aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno... El que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en el afecto con que la hacen». Y San Agustín: «Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue».

2. Lo dice también el salmo 50, el «Miserere», que se vuelve a cantar hoy como responsorial. Cuando la conversión es interior y se muestra en obras, no sólo en ritos o palabras, es cuando agrada a Dios. No valen los ritos exteriores si no van acompañados de un amor desde dentro: «los sacrificios no te satisfacen... mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». El tema del corazón contrito, de la conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma. Es el tema que debería recorrer toda nuestra preparación para la Pascua. La liturgia nos insiste que son importantes las formas externas, pero más importantes son los contenidos del corazón. La Iglesia nos pide en este tiempo de Cuaresma, que tengamos una serie de formas externas que manifiesten al mundo lo que hay en nuestro corazón, y nos pide que el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo hagamos ayuno, y que todos los viernes de Cuaresma sacrifiquemos el comer carne. Pero esta forma externa no puede ir sola, necesita para tener valor, ir acompañada con un corazón también pleno. Así explicaba Juan Pablo II en su catequesis: “La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta Isaías- "blancos como la nieve" y "como la lana" los pecados, en sí mismos "como la grana", "rojos como la púrpura" (cf. Is 1, 18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: "Reconozco mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces" (Sal 50, 5-6). Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel "reconocer", un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados". Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y "psicológica", sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. "Contra ti, contra ti solo pequé" (Sal 50, 6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sm 11-12). Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y "confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas", es decir, "llamando bien al mal y mal al bien" (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: "Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti" (Lc 15,21).
En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original: "Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original. En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación… La confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación. En efecto, Dios nos salva "no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3, 5-6)”. Y el salmo expresa de maravilla nuestra súplica de perdón, como dice San León Magno: «Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la Redención».
3. Estos días de Cuaresma rezamos especialmente por la paz, que falta en tantas partes del mundo. Podemos poner esta intención sobre todo la Misa, y también con el rezo del Rosario: la paz, tanto en la vida de las naciones como también en las conciencias.
Jesús aparece como el esposo que perfecciona el alma, preparándola para esta unión esponsal. "Todos los fieles... son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40). Nos dice el Catecismo (n. 2015): "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: "El que asciende nunca cesa de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa)".
El miércoles escuchamos cuáles son las condiciones para seguir a Jesús, y nos damos cuenta que no son fáciles: “Negarse a sí mismo”, es decir renunciar a nuestros gustos, deseos y aficiones para acomodarse a las de Jesús y su evangelio; y “tomar la cruz de cada día”, lo cual implica hacer con amor todo lo que se nos presente a lo largo de la jornada: Lo bueno y lo que no nos agrada. El ejercicio de la renuncia será muy difícil que logremos renunciar a nosotros mismos, si no somos capaces de renunciar a un poco de comida, a una golosina, a un rato de televisión. Pensemos bien de que manera utilizaremos nuestra Cuaresma para que la Pascua sea verdaderamente una “Pascua de Resurrección” (Ernesto María).
"Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios; tú también debes estar dispuesto a negarte a ti mismo. Por lo tanto, sean cuales fueren las circunstancias concretas por las que atravesemos, ni tú ni yo podemos llevar una conducta egoísta, aburguesada, cómoda, disipada..., -perdóname mi sinceridad- ¡necia! (...). Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos creca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... No debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de la mortificación. Y desecha esa idea de que estás, entonces, reducido a ser un desgraciado. Pobre felicidad será la tuya, si no aprendes a vencerte a ti mismo, si te dejas aplastar y dominar por tus pasiones y veleidades, en vez de tomar tu cruz gallardamente" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n.129).
La Cuaresma es tiempo que la Iglesia dedica a la purificación y a la penitencia, recordando los cuarenta días de oración y ayuno con que Jesucristo se preparó para su ministerio público. Es decir, la oración y el ayuno preparan para la caridad. En un mundo que se olvida a Dios y el destino eterno, en el que una ola de hedonismo se extiende entre pobres y ricos, nuestro testimonio y sacrificios importa y mucho para influir, con el ejemplo y por la comunión de los santos, en la nueva evangelización: a través del cultivo la templanza, de la mortificación de los sentidos como por ejemplo la vista, con naturalidad; contra la tendencia a la comodidad; evitando crearme necesidades; en el comer: poniendo el “ingrediente” de la mortificación. Es además un modo de vivir el “bonus odor Christi” –el buen olor de Cristo, que atrae a gente con afán noble, con corazón sincero, con deseos de generosidad.
2. Sal. 50. Sabemos que somos pecadores; ante el Señor nos tapamos la boca, pues Él conoce lo más profundo de nuestro corazón y sabe que hemos fallado a la Alianza que pactó con nosotros, de que Él sería nuestro Padre siempre fiel en el amor, y nosotros sus hijos, también siempre fieles en el amor. Pero nuestros caminos se desviaron de esa Alianza nueva y eterna. Por eso, citados a juicio, ¿quién podrá permanecer de pie ante el Señor? Que Él tenga compasión y misericordia de nosotros; que Él lave nuestros delitos y nos purifique de nuestros pecados mediante la Sangre de su Hijo, derramada por nosotros. Entonces, libres de la maldad y perdonados de nuestros pecados, no sólo le ofreceremos al Señor un sacrificio agradable, sino que nosotros mismos nos ofreceremos como ofrenda de suave aroma al Señor. Que Él tenga compasión de nosotros, pecadores, que con humildad volvemos hacia Él.
Nuestro Señor Jesucristo para liberarnos del pecado eligió el camino del calvario que conduce a la Cruz en la que entregó su vida por nosotros. La liturgia nos invita a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo. “Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro porque es compasivo y misericordioso” (Joel 2, 12). Nos dirige una invitación imperiosa, porque le apremia la salvación eterna de sus hijos: “Renovémonos y reparemos los males que por ignorancia hemos cometido; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos, sin poder encontrarlo, tiempo de hacer penitencia” (Bendición cenizas, cf. Bar 3, 2)”. La práctica penitencial se hace especialmente viva en los momentos fuertes como la Cuaresma. El Catecismo nos dice (n. 1438): “Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras)”. Por eso, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo se observa el ayuno y la abstinencia de carne. Obliga el ayuno a los mayores de 18 años hasta los 59 años cumplidos; la abstinencia a los mayores de 14 años. Los demás viernes del año que no coincidan con una solemnidad, los fieles mayores de 14 años pueden cumplir el precepto de la abstinencia privándose de carne o de otro alimento habitual de especial agrado para la persona; la abstinencia puede suplirse, con excepción de los Viernes de Cuaresma, por un acto determinado de mortificación, de piedad, de caridad, de limosna o de apostolado (Ordo 1998, p. 91).
3. Mt. 9, 14. 15. El ayuno era para entristecerse, llorar, gemir. Pero cuando está Cristo el Esposo los invitados de bodas no podían estar tristes, sino alegres, era un tiempo de regocijo de alegría. Cristo el Mesías había llegado y el reino de Dios se había acercado. Pero vendrán días cuando el esposo será quitado de ellos y entonces ayunarán. ¿A qué se refiere el Señor? Hemos visto como la Iglesia concreta los ayunos en determinados tiempos, pero Jesús más bien hizo lo contrario en su tiempo: simplificar la multiplicidad de ayunos que hacían los judíos. Da el auténtico sentido al ayuno, como muestra de penitencia: “En el Antiguo Testamento se descubre el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término de amor el abandono en Dios” (Pablo VI). Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios (Levítico, 16, 29-31): el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y abandono totales. En la Sagrada escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil (Jueces 20, 26; Ester 4, 16), para implorar el perdón de una culpa (1 Reyes 21, 27), obtener el cese de una calamidad (Judit 4, 9-13), conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión (Hechos 13, 2). La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús, y siempre ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, recomendando esta práctica piadosa.
Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Son especialmente importantes para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía y procurando convertirlo en diálogo con Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento, y rindiendo el juicio para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. Podemos vivir la compañía del Señor en estos días, de la mano de la Virgen, que espiritualmente estaba unida como nadie a Jesús (F. Fernández Carvajal).
Dios ha concertado con la humanidad una Alianza Nueva y definitiva, eterna. Cristo entregó su vida para poder presentar la humanidad ante su Padre Dios como a su esposa inmaculada, bella y resplandeciente con la Gloria del mismo Dios. Esto ciertamente nos llena de alegría y nos hace gozar constantemente de este magnífico don. Pero sabemos que muchas veces hemos sido infieles a esa Alianza que Dios pactó con nosotros. Por eso, habiendo perdido al Esposo, hemos de reconocernos pecadores, ayunar y pedir perdón, sabiendo que Dios siempre está dispuesto a perdonar a quienes se acerquen a Él con un corazón sincero. Por eso, este tiempo especial de gracia, debe ayudarnos a reflexionar en el gran amor que Dios nos ha tenido para que volvamos a Él y podamos, algún día, sentarnos en el banquete eterno, donde ya no habrá ni luto, ni llanto, sino alegría y gozo eternos. El Señor se ha manifestado a nosotros con todo su amor. Él no es primero un sí y luego un no. Lo que Él nos ha dado jamás nos lo quitará. Su amor por nosotros es un amor eterno. La celebración de la Eucaristía nos habla del Señor, tres veces Santo, que se ha acercado a nosotros, no para castigarnos por nuestras culpas, sino para perdonarnos y hacernos partícipes de su propia Vida, de su dignidad de Hijo de Dios y de la Gloria que, como a Hijo unigénito del Padre, le corresponde. Nuestra oración se eleva como un cántico lleno de nostalgia por Aquel que nos ha amado y que esperamos vuelva, lleno de Gloria, al final del tiempo. ¡Ven, Señor Jesús! Mientras, llenos de fe, celebramos este Memorial de su Pascua, sabiendo que Él viene a nosotros, lleno de misericordia, para renovarnos y convertirnos en un signo de su amor salvador en el mundo. Por eso, quienes hemos unido nuestra vida a Jesucristo, no podemos continuar viviendo bajo el signo del pecado. No podemos llamarnos auténticamente personas de fe en Cristo cuando oprimimos a los demás, o cuando cerramos nuestro corazón ante las necesidades de nuestro prójimo. Con humildad hemos de reconocer nuestros pecados y saber pedir perdón a Dios. Este tiempo especial de gracia, mediante el cual nos encaminamos a la celebración de la Pascua de Cristo, debe llevarnos a celebrar nuestra propia pascua, muriendo al pecado y resucitando a una vida nueva. El Señor hoy nos ha dado un auténtico programa de vida por medio del profeta Isaías. Él nos quiere fraternalmente unidos; Él quiere que no sólo busquemos nuestro propio bien y nuestros propios intereses, sino que abramos los ojos ante el dolor, el sufrimiento y la pobreza de quienes nos rodean y que no les demos la espalda. Quien se preocupa de su prójimo y vela por Él podrá experimentar el perdón de Dios. Entonces, siendo justos ya desde este mundo, al final de nuestra marcha nos encontraremos con la Gloria de Dios para disfrutar de Él eternamente. Pero esto no será posible mientras no reconozcamos que, a causa del pecado, hemos perdido de vista al Señor de nuestra vida, y que necesitamos arrepentirnos, orar, ayunar para tener el corazón dispuesto a recibirlo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de buscar, con un corazón sincero, al Señor, para poder realizar nuestra vida a imagen del Buen Samaritano que se detuvo ante el hombre golpeado y dejado medio muerto por los salteadores, y que se ocupó de él hasta verlo libre de sus males. Que ese sea el camino de nosotros, que somos su Iglesia, de tal forma que, por medio nuestro, el Señor continúe haciendo el bien a todos. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos de estos textos encontrados en mercaba.org).

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