viernes, 18 de noviembre de 2011

Sábado de la 33ª semana de Tiempo Ordinario. La penitencia del rey asesino es parte de la justicia de la historia, y puede servir para su penitencia.

Sábado de la 33ª semana de Tiempo Ordinario. La penitencia del rey asesino es parte de la justicia de la historia, y puede servir para su penitencia. Jesús Rey de la historia nos abre la fe a la vida eterna, a un Dios que “no es Dios de muertos, sino de vivos”.

Lectura del primer libro de los Macabeos 6, 1-13. En aquellos días, el rey Antioco recorría las provincias del norte, cuando se enteró de que en Persia habla una ciudad llamada Elimaida, famosa por su riqueza en plata y oro, con un templo lleno de tesoros: escudos dorados, lorigas y armas dejadas allí por Alejandro, el de Filipo, rey de Macedonia, que habla sido el primer rey de Grecia. Antioco fue allá e intentó apoderarse de la ciudad y saquearla; pero no pudo, porque los de la ciudad, dándose cuenta de lo que pretendía, salieron a atacarle. Antioco tuvo que huir, y emprendió el viaje de vuelta a Babilonia, apesadumbrado. Entonces llegó a Persia un mensajero, con la noticia de que la expedición militar contra Judá había fracasado: Lisias, que había ido como caudillo de un ejército poderoso, habla huido ante el enemigo; los judíos, sintiéndose fuertes con las armas y pertrechos, y el enorme botín de los campamentos saqueados, habían derribado el arca sacrílega construida sobre el altar de Jerusalén, habían levantado en torno al santuario una muralla alta como la de antes, y lo mismo en Betsur, ciudad que pertenecía al rey. Al oír este informe, el rey se asustó y se impresionó de tal forma que cayó en cama con una gran depresión, porque no le hablan salido las cosas como quería. Allí pasó muchos días, cada vez más deprimido. Pensó que se moría, llamó a todos sus grandes y les dijo: -«El sueño ha huido de mis ojos; me siento abrumado de pena y me digo: " ¡A qué tribulación he llegado, en qué violento oleaje estoy metido, yo, feliz y querido cuando era poderoso! " Pero ahora me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando el ajuar de plata y oro que había allí, y enviando gente que exterminase a los habitantes de Judá, sin motivo. Reconozco que por eso me han venido estas desgracias. Ya veis, muero de tristeza en tierra extranjera. »

Salmo 9, 2-3.4 y 6.16 y 19. R. Gozaré, Señor, de tu salvación.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando todas tus maravillas; me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo.
Porque mis enemigos retrocedieron, cayeron y perecieron ante tu rostro. Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío y borraste para siempre su apellido.
Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron, su pie quedó prendido en la red que escondieron. Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 20, 27-40. En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: -«Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: -«En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.» Intervinieron unos escribas: -«Bien dicho, Maestro.» Y no se atrevían a hacerle más preguntas.
Comentario: Con este domingo finaliza el Año Litúrgico. Ha sido un largo recorrido que, durante el Adviento, nos puso en una actitud expectante ante un Cristo que quiere, cada día, venir a nuestra vida y cumplir nuestras esperanzas. En Navidad nos lo entregó hecho niño para que surgiera de nuestro corazón la fibra más sensible y le diéramos acogida tanto a El como al hermano necesitado. Durante el llamado Tiempo Ordinario la lectura del evangelio dominical nos hizo testigos de los hechos y palabras más relevantes de su vida pública. La liturgia del Triduo Pascual nos invitó a caminar con Cristo por su pascua de la muerte a la vida, y así, en la cincuentena pascual, hacernos vibrar con la certeza de que su vida de resucitado se nos ha entregado sacramentalmente para que, también en nosotros, ni la muerte ni el pecado tengan la última palabra. Si tenemos presente todo este acerbo de experiencia cristiana al celebrar hoy la Solemnidad de "Jesucristo, Rey del Universo" no caeremos en ninguna de las posibles falsas interpretaciones que se le puede dar a este título cristológico. No haremos de él un grito de reivindicación de supuestos derechos intramundanos en favor de la Iglesia, pues es el Jesús nacido en Belén, el predicador de Galilea que gustaba estar con los pobres, el Maestro que lavó los pies a sus discípulos y se dejó matar en la cruz y a quien le oímos decir: "Mi reino no es de este mundo". Ni tampoco hemos de sentir complejo vergonzante al recordar tal título pues el Padre, al resucitar a Cristo, lo constituyó "Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra" (Antonio Luis Martínez).
1.- 1M 6,1-13. a) Acabamos la lectura de la historia de los Macabeos con el relato de la muerte de Antíoco, el impío rey que les había perseguido. Es otro ejemplo de cómo en el AT los autores sagrados leían la historia desde la perspectiva de la fe. Aquí ponen en labios del mismo Antíoco, moribundo y abandonado de todos, unas confesiones que servirán de lección y escarmiento a todo aquél que quiera arrogarse el protagonismo, rebelándose contra la voluntad de Dios. Son palabras patéticas: "el sueño ha huido de mis ojos, me siento abrumado de pena... ahora me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando todo el ajuar de plata y oro que había allí... reconozco que por eso me han venido estas desgracias".
b) En la ruina de Antíoco seguramente intervinieron otros factores de ineptitud humana y estratégica. Pero también le pasó factura la arrogancia con que se portó con Dios y con todos los demás. Se cumple, una vez más, lo de que Dios "derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes". María de Nazaret lo dijo, en su Magnificat, precisamente hablando de la historia de su pueblo. La lección no es sólo para los poderosos de la tierra que se han burlado de todos y se dedican al pillaje y la corrupción, para luego pagar las consecuencias. En nuestra vida personal, en una escala mucho más reducida, ¿no tenemos que pagar a veces nuestros propios caprichos, que, a la corta o a la larga, pasan factura? Nos permitimos cosas fáciles y de resultados brillantes, pero que no van en la dirección justa, sino por caminos equivocados. No parece que pase nada. Pero luego vienen las consecuencias: sinsabor de boca, sensación de vaciedad, y el miedo a presentarnos delante de Dios con las manos vacías. Como decía Martín Descalzo, sería una lástima presentarnos delante de Dios con una cesta llena de nueces, pero todas vacías. Entonces ¿para qué hemos vivido?
Es una invitación a ir trabajando con perseverancia, con una fidelidad hecha de detalles pequeños pero llenos de amor. Sin buscar glorias falaces ni dejarnos llevar por nuestros caprichos. El que ha sido fiel en lo poco será premiado con mucho. Y podrá decir con serena alegría el salmo de hoy: "te doy gracias, Señor, de todo corazón, me alegro y exulto contigo... porque mis enemigos retrocedieron... reprendiste a los pueblos, destruiste al impío... los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron... y yo gozaré, Señor, de tu salvación".
Varios detalles del relato de la muerte de Antíoco Epifanes, perseguidor de los judíos, son ciertamente históricos. Las biografías de este rey han relatado el recuerdo de los «pillajes de templos» que llevó a cabo para sacar a flote su tesoro. Su enfermedad y su muerte han sido interpretadas como un castigo divino. Nadie se ríe de Dios, impunemente. -Al conocer las derrotas de sus ejércitos, quedó el rey consternado, presa de intensa agitación y cayó en cama, enfermo de pesadumbre. ¡Este es el perseguidor! ¡Este es el verdugo que sin escrúpulo ordenaba degollar a siete hijos en presencia de su madre! Hay una especie de sabiduría elemental popular que estima que el malo pagará su culpa. Esta actitud no es demasiado limpia, un sentimiento de venganza se mezcla en ella. Purifícanos, Señor. Sin embargo, no podemos pedirte que no hagas justicia. Que el misterio de tu misericordia se concilie con el de tu justicia.
-El rey sintió que iba a morir: llamó a sus amigos y les dijo: «Huye el sueño de mis ojos... He sido bueno y amado mientras fui poderoso... Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén.» Esta es la misericordia de Dios. El hombre malo paga su deuda, pero este pago lo purifica y hace que sea mejor. ¡Cuán emocionante es esa confesión del perseguidor! ¿Sabemos dar a todos una oportunidad de conversión, en lugar de encerrarles para siempre en su mal? Danos, Señor, a nosotros también ser conscientes de nuestro mal. Pienso en los responsables de los juicios sumarísimos y de todos los campos de concentración. Escucho la confesión de Antíoco.
-«Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los males presentes y muero de profunda pesadumbre en tierra extraña.» Es una especie de «confesión». «Preparémonos a la celebración de la eucaristía reconociendo que somos pecadores.» Lo reconozco, Señor. ¡No nos agrada meditar sobre la «justicia» de Dios! Somos, sin embargo, muy exigentes desde el punto de vista de la justicia, cuando se trata de nosotros, o de lo que nos atañe más directamente. Jesús nos ha pedido no "juzgar" a los demás. Pero en cambio nos pide que «nos» juzguemos a nosotros mismos. No se trata de condenar a cualquiera ni a fulminarle con la justicia de Dios: sería esto todo lo contrario al evangelio. Hay que desear la conversión de todos, incluso de los peores. En cambio puede ser saludable ponernos, nosotros mismos, seriamente, frente a la justicia de Dios. «Reconozco» que soy pecador, Señor. Pero sé todo cuanto Tú has hecho para salvarnos. Y cuento con tu amor misericordioso. Este es el sentido del Purgatorio. Es inútil querer imaginar el Purgatorio como un «lugar». Es más bien como «una maravillosa y última oportunidad dada» por Dios para una purificación total... para una toma de conciencia: reconozco que soy pecador, sáname. Que las almas de los fieles difuntos descansen en paz (Noel Quesson).
Antíoco IV había hecho una expedición a Oriente para conseguir dinero (3,37) pero no pudo realizar su propósito. Conocedor del tesoro de un templo de Elimaida -que no era una ciudad, como dice el autor o al menos el traductor griego de nuestro libro, sino la región montañosa de Elam, al norte del golfo Pérsico-, intentó inútilmente apoderarse de él. De este hecho hablan también otros autores extrabíblicos, sin ponerse de acuerdo en el nombre del templo; 2 Mac 9, 2 lo pone en Persépolis. Durante el viaje de regreso a Babilonia le llegan noticias de los acontecimientos de Palestina; tampoco allí las cosas, ni militar ni políticamente, iban bien. El ejército había sufrido diversas derrotas y la helenización de Jerusalén había fracasado. Nuestro autor, no sin exageración, hace de estas noticias la causa principal, si no la única, de que Antíoco IV Epífanes, al final de su vida, fuera más que antes "epimames" (loco). Siguiendo la costumbre de los historiadores de la época, antes de morir pone un discurso en boca del rey que es un examen de conciencia, reducido, sin embargo, a las ofensas hechas a los judíos, y que expresa la opinión judía que veía en la muerte del tirano un castigo divino. Esto mismo piensa Polibio, cambiando únicamente la divinidad; según él, fue la diosa a la que había intentado robar el tesoro quien le causó la muerte.
No sabemos el motivo por el cual la regencia, que había sido conferida a Lisias (3,33), pasa en el último momento a Filipo, el hermano de leche del rey, a quien da las insignias reales, símbolo de la autoridad. En el año 163 a.C., Lisias, sin embargo, probablemente para conservar la regencia, una vez enterado de la muerte de Antíoco IV en Persia, hace proclamar inmediatamente, en Antioquía, sucesor al hijo del rey, que tenía nueve años, dándole el nombre de Antíoco (V) Eupátor («de buen padre»).
Para el autor de 1 Macabeos la historia no es un fin, sino un medio. En el texto de hoy lo comprobamos al ver cómo interpreta algunos acontecimientos y la falta de exactitud en otros. No quiere darnos una fotografía de lo que ha pasado, sino pintarnos un cuadro en el que resalta la visión religiosa de la historia. Visión que con frecuencia los hombres olvidamos (J. Aragonés Llebaria).
El asesino no puede sentarse a comer con la víctima, como si no hubiera pasado nada, es necesario un juicio en la historia… La conciencia no puede dejar tranquilos a quienes hicieron el mal a los inocentes. Tal vez uno pueda dedicarse de un modo inconsciente a "disfrutar la vida" a costa de hacer sufrir a otras personas. Al final se volverán, incluso los sueños, contra uno mismo; más aún, la conciencia hará que el sueño desaparezca y que la vida se sienta oprimida por los atropellos cometidos, de tal forma que el nerviosismo, e incluso la locura, podrían afectar a esas mentes depravadas. De todas formas, puede haber algo mágico… En medio de todo, y a pesar de todo, Dios dará a esa persona una oportunidad a reconocer su propio pecado. Pero no puede quedarse ahí; si quiere que la salvación llegue a ella, debe pedir perdón, y Dios, rico en misericordia, tendrá compasión de él, pues Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Si nos sabemos pecadores, sepamos pedir a Dios perdón a tiempo. Y pedir perdón no sólo consiste en confesar nuestros pecados, sino en iniciar un nuevo camino, con un nuevo rumbo, donde, guiados por el Espíritu Santo, dejemos de obrar el mal y pasemos haciendo el bien a todos.

2. Sal. 9. Juan Pablo II nos decía que el contenido esencial del salmo 92 se halla expresado sugestivamente en algunos versículos del himno que la Liturgia de las Horas propone para las Vísperas del lunes: "Oh inmenso creador, que al torbellino de las aguas marcaste un curso y un límite en la armonía del cosmos, tú a las ásperas soledades de la tierra sedienta le diste el refrigerio de los torrentes y los mares". “Antes de abordar el contenido central del Salmo, dominado por la imagen de las aguas, queremos captar la tonalidad de fondo, el género literario en que está escrito. En efecto, los estudiosos de la Biblia definen este salmo, al igual que los siguientes (95-98), como "canto del Señor rey". En él se exalta el reino de Dios, fuente de paz, de verdad y de amor, que invocamos en el "Padre nuestro" cuando pedimos: "Venga tu reino".
En efecto, el salmo 92 comienza precisamente con la siguiente exclamación de júbilo: "El Señor reina" (v. 1). El salmista celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y salvífica, creadora del mundo y redentora del hombre. El Señor no es un emperador impasible, relegado en su cielo lejano, sino que está presente en medio de su pueblo como Salvador poderoso y grande en el amor.
En la primera parte del himno de alabanza domina el Señor rey. Como un soberano, se halla sentado en su trono de gloria, un trono indestructible y eterno (cf. v. 2). Su manto es el esplendor de la trascendencia, y el cinturón de su vestido es la omnipotencia (cf. v. 1). Precisamente la soberanía omnipotente de Dios se revela en el centro del Salmo, caracterizado por una imagen impresionante, la de las aguas caudalosas. El salmista alude más en particular a la "voz" de los ríos, es decir, al estruendo de sus aguas. Efectivamente, el fragor de grandes cascadas produce, en quienes quedan aturdidos por el ruido y estremecidos, una sensación de fuerza tremenda. El salmo 41 evoca esta sensación cuando dice: "Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado" (v. 8). Frente a esta fuerza de la naturaleza el ser humano se siente pequeño. Sin embargo, el salmista la toma como trampolín para exaltar la potencia, mucho más grande aún, del Señor. A la triple repetición de la expresión "levantan los ríos su voz" (v 3), corresponde la triple afirmación de la potencia superior de Dios.
Los Padres de la Iglesia suelen comentar este salmo aplicándolo a Cristo: "Señor y Salvador". Orígenes, traducido por san Jerónimo al latín, afirma: "El Señor reina, vestido de esplendor. Es decir, el que antes había temblado en la miseria de la carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad". Para Orígenes, los ríos y las aguas que levantan su voz representan a las "figuras autorizadas de los profetas y los apóstoles", que "proclaman la alabanza y la gloria del Señor, y anuncian sus juicios para todo el mundo". San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo de los torrentes y los mares. Como ríos llenos de aguas caudalosas, es decir, llenos de Espíritu Santo y fortalecidos, los Apóstoles ya no tienen miedo y levantan finalmente su voz. Pero "cuando Cristo comenzó a ser anunciado por tantas voces, el mar inició a agitarse". Al alterarse el mar del mundo -explica san Agustín-, la barca de la Iglesia parecía fluctuar peligrosamente, agitada por amenazas y persecuciones, pero "el Señor domina desde las alturas": "camina sobre el mar y aplaca las olas".
Sin embargo, el Dios soberano de todo, omnipotente e invencible, está siempre cerca de su pueblo, al que da sus enseñanzas. Esta es la idea que el salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono altísimo de los cielos sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz cósmica sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: "Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término" (v. 5). Así concluye un himno breve pero profundamente impregnado de oración. Es una plegaria que engendra confianza y esperanza en los fieles, los cuales a menudo se sienten agitados y temen ser arrollados por las tempestades de la historia y golpeados por fuerzas oscuras y amenazadoras. Un eco de este salmo puede verse en el Apocalipsis de san Juan, cuando el autor inspirado, describiendo la gran asamblea celestial que celebra la derrota de la Babilonia opresora, afirma: "Oí el ruido de muchedumbre inmensa como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: "¡Aleluya!, porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo"" (Ap 19,6).
Concluimos nuestra reflexión sobre el salmo 92 dejando la palabra a san Gregorio Nacianceno, el "teólogo" por excelencia entre los santos Padres. Lo hacemos con una de sus hermosas poesías, en la que la alabanza a Dios, soberano y creador, asume una dimensión trinitaria: "Tú (Padre) has creado el universo, dando a cada cosa el puesto que le compete y manteniéndola en virtud de tu providencia... Tu Palabra es Dios-Hijo: en efecto, es consustancial al Padre, igual a él en honor. Él ha constituido armoniosamente el universo, para reinar sobre todo. Y, abrazándolo todo, el Espíritu Santo, Dios, lo cuida y protege todo. A ti, Trinidad viva, te proclamaré solo y único monarca, (...) fuerza inquebrantable que gobierna los cielos, mirada inaccesible a la vista pero que contempla todo el universo y conoce todas las profundidades secretas de la tierra hasta los abismos. Oh Padre, sé benigno conmigo: que encuentre misericordia y gracia, porque a ti corresponde la gloria y la gracia por los siglos de los siglos"”.
Dios está siempre a nuestro lado. Él es el Dios-con-nosotros. Y con Él a nuestro lado jamás temeremos aunque al abismo caigan los montes. Mientras estamos de camino por esta vida, Dios se nos manifiesta como Padre, lleno de amor, de ternura y de misericordia para con nosotros. Esperamos, al final de nuestra vida, encontrarlo así, para disfrutar de su presencia eternamente. No queramos, por nuestras malas obras y por nuestra falta de arrepentimiento, encontrarlo, al final, como juez, pues nos haría correr la misma suerte de los desleales. Vivamos como hijos suyos, sabiendo que Él jamás olvida al pobre, y que la esperanza del humilde jamás quedará defraudada.

3.- Lc 20,27-40 (ver domingo 32C). a) Se suele llamar "trampa saducea" a las preguntas que no están hechas con sincera voluntad de saber, sino para tender una "emboscada" para que el otro quede mal, responda lo que responda. Los saduceos pertenecían a las clases altas de la sociedad. Eran liberales en algunos aspectos sociales -eran conciliadores con los romanos-, pero se mostraban muy conservadores en otros. Por ejemplo, de los libros del AT sólo aceptaban los libros del Pentateuco (la Torá), y no las tradiciones de los rabinos. No creían en la existencia de los ángeles y los demonios, y tampoco en la resurrección. Al contrario de los fariseos, que sí creían en todo esto y se oponían a la ocupación romana. Por tanto, no nos extraña que cuando Jesús confunde con su respuesta a los saduceos, unos letrados le aplauden: "bien dicho, Maestro". El caso que los saduceos presentan a Jesús, un tanto extremado y ridículo, está basado en la "ley del levirato" (cf Dt 25), por la que si una mujer queda viuda sin descendencia, el hermano del esposo difunto se tiene que casar con ella para darle hijos y perpetuar así el apellido de su hermano.
b) La respuesta de Jesús es un prodigio de habilidad en sortear trampas. Lo primero que afirma es la resurrección de los muertos, su destino de vida, cosa que negaban los saduceos: Dios nos tiene destinados a la vida, no a la muerte, a los que "sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos". "No es Dios de muertos, sino de vivos". Pero la vida futura será muy distinta de la actual. Es vida nueva, en la que no hará falta casarse, "pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección". Ya no hará falta esa maravillosa fuerza de la procreación, porque la vida y el amor y la alegría no tendrán fin. Aunque la "otra vida", que es la transformación de ésta, siga siendo también para nosotros misteriosa, nuestra visión está ayudada por la luz que nos viene de Cristo. Él no nos explica el "cómo" sucederán las cosas, pero sí nos asegura que la muerte no es la última palabra, que Dios nos quiere comunicar su misma vida, para siempre, que estamos destinados a "ser hijos de Dios y a participar en la resurrección" (J. Aldazábal).
-Unos saduceos, -los que negaban la resurrección- se acercaron a Jesús. Los saduceos formaban una especie de movimiento o asociación, de la que formaban parte las familias de la nobleza sacerdotal. Desde el punto de vista teológico eran conservadores... rechazaban toda evolución del judaísmo. Po ejemplo permanecían anclados en las viejas concepciones de los patriarcas que no creían en la resurrección... y no admitían algunos libros recientes de la Biblia, como el libro de Daniel.
-"Maestro, Moisés nos dio esta Ley: Si un hombre tiene un hermano casado que muere dejando mujer pero no hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano... Resultó que eran siete hermanos... Pues bien, a la resurrección esa mujer ¿de quién será la esposa...?" Para atacar la creencia en la resurrección, los Saduceos tratan de ridiculizarla ¡aportando una cuestión doctrinal que las Escuelas discutían! Quieren demostrar con ello que la resurrección no tiene ningún sentido. Análogamente nosotros nos entretenemos también a veces en cuestiones insignificantes o insólitas que no tienen salida.
-Jesús responde: En esta vida los hombres y las mujeres se casan; en cambio los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección, no se casarán porque ya no pueden morir: Son como ángeles y son hijos de Dios siendo hijos de la resurrección. Los judíos del tiempo de Jesús -los Fariseos en particular en oposición a los Saduceos- se representaban la vida de los resucitados como simple continuación de su vida terrestre. Jesús, por una fórmula, de otra parte, bastante enigmática, no tiene ese mismo punto de vista: según El, en la resurrección hay un cambio radical. Opone «este mundo», y «el mundo futuro»... un mundo en el que la gente se muere y un mundo en el que no se muere más, y por lo tanto donde no es necesario engendrar nuevos seres.
-En cuanto a decir que los muertos deben resucitar, lo indicó el mismo Moisés... cuando llama al Señor: el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». No es un Dios de muertos sino de vivos, porque para El todos viven. Para contestar a los Saduceos, Jesús se vale de uno de los libros de la Biblia más antiguos, cuya autenticidad reconocían (Éxodo 3, 6).
Es la afirmación clara y neta de la certeza de la resurrección. Si Abraham, Isaac y Jacob estuviesen muertos definitivamente, esas fórmulas serían irrisorias. Hay algo exultante en esa frase de Jesús: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos tienen la vida por El». Nuestros difuntos son unos «vivientes», viven «por Dios» . Efectivamente, para tener esa fe, es preciso creer en Dios. Es preciso creer que es Dios quien ha querido que existiésemos, quien nos ha dado la vida. Que es Dios quien ha inventado la maravilla de la «vida»; quien llama a la vida a todos los seres que El quiere ver vivos. Dios no desea encontrarse un día solamente ante cadáveres y cementerios. ¿De qué modo, en concreto, se realizará todo esto? Es preciso confiar. ¡Hay tantas maravillas inexplicadas en la creación!
-Intervinieron algunos escribas: «Bien dicho, Maestro». Porque no se atrevían a hacerle más preguntas. Son unos doctores de la ley los que le rinden ese testimonio: lo que creemos los cristianos viene directamente, en prioridad, del pensamiento mismo de Jesús, el gran doctor. Quiero creerte, Señor (Noel Quesson).
Lo que más preocupaba a los saduceos, que no creían en la resurrección, era la repartición de los bienes el día de la resurrección. Para ellos, el sentido de la vida futura se reducía a saber quién se quedaba con las propiedades y a quién le correspondían las ventajas conyugales. Para ellos la vida humana, no existe más allá de las implicaciones económicas y legales de la historia. Con estas preocupaciones en mente, se acercan a Jesús y le piden la opinión sobre un problema hipotético. Problema que sólo revelaba una mentalidad demasiado cristalizada y sin espacio para la novedad. Jesús, antes de responderles con una frase lapidaria, como era su costumbre, les advierte que la resurrección es un asunto abierto al futuro y no sólo atado al presente. La vida que Dios da a los justos va más allá de el aseguramiento de una propiedad o una finca. La resurrección es una vida nueva, completamente transformada por Dios. Por esto, Jesús, con la frase "Dios no es Dios de muertos, sino de vivos", les cuestiona la falsedad de su fe. Pues, los saduceos, con esta manera de pensar, evidenciaban que su confianza no estaba puesta en Dios, sino en la seguridad que ofrecen las cosas de este mundo. Una herencia, una propiedad, un pedazo de tierra era todo lo que ocupaba la mentalidad de los que se oponían a la resurrección. Pero, con esta manera de pensar, ¿para qué la resurrección? Este episodio afirma, una vez más, de qué manera la mentalidad de la época estaba atada al dios Manmón, al dios del dinero, del prestigio y del poder, y qué lejos estaba de las tradiciones populares que realmente servían al Dios vivo. Jesús es muy claro en sus aseveraciones y con ellas pone en evidencia el enfrentamiento entre dos proyectos totalmente opuestos: de un lado el Dios de la Vida con su proyecto solidario; de la otra, el dios del dinero, con su proyecto mercantil. Jesús, entonces, se prepara a dar la lucha definitiva por su Padre, por el Dios que le ha dado la vida a los seres humanos (servicio bíblico latinoamericano).
La burla sobre el tema de la resurrección, que nos brindan lo saduceos en el texto de Lucas de hoy, abre la perspectiva de una nueva forma de imaginar la vida después de esta vida. Por supuesto, la novedad viene de Jesús. No se trata de una prolongación de esta vida. No se trata de conseguir una prórroga para remediar entuertos. La resurrección abre las puertas de una vida distinta. De una plenitud difícil de comprender, pero fácil de intuir. Una plenitud que nos hace creer en un Dios de vivos. Nuestro Dios destierra la ideología de la muerte, de cualquier muerte.
Estamos demasiado rodeados de muerte y, a veces, podemos engañarnos pensando que "no hay salida". No hay salida en la búsqueda de la paz. Gana la violencia. No hay salida en la instauración de la justicia. Es complicado desmantelar las estructuras de injusticia. No hay salida en el problema de la corrupción política. Todos son iguales. No hay salida en el deterioro ambiental. Y no nos interesa demasiado. No hay salida en la resolución del problema del hambre. Que siempre vemos en fotografías...
El Dios de Jesús nos impulsa a creer en la vida, a luchar por ella y a esperar en ella. Nuestro Dios es el Autor de "sí hay salida". Por eso nuestra Iglesia es un lugar de vivos. Por eso nuestra Iglesia anuncia al Dios Vivo. Y nuestra Iglesia tiene que responder al mismo test fidedigno que pasó su Señor: predicación, ignominia, muerte y resurrección. Igual que responden los dos testigos-profetas de la lectura del Apocalipsis. Decididamente tenemos que leer más al Autor de "sí hay salida" y creer, más todavía. Al final, la última palabra es del Dios de la vida. Y su palabra siempre es palabra de vida. Sí hay salida (Luis Ángel de las Heras).
La casuística típica de una religión de muertos. Una vez que Jesús ha hecho enmudecer a los fariseos, los saduceos se envalentonan y tratan, también ellos, de atraparlo en las redes de su casuística. Los saduceos representan la casta sacerdotal privilegiada, a la que pertenece la mayoría de los sumos sacerdotes. Los saduceos constituían un partido aristocrático y conservador, siendo casi todos ellos de la casta sacerdotal, a la que dominaban. Negaban la vida en el más allá y sobre todo negaban la resurrección. Llegan donde Jesús con un caso contemplado por la ley, pero reducido ahora a lo ridículo y absurdo. Llama la atención la calma y dignidad de Jesús para contestarles. Jesús contesta más bien como un maestro sabio de la ley que como un profeta indignado y airado. Jesús cita las Escrituras como un buen rabino judío. En Mt 22, 29, a propósito de esta misma discusión, Jesús les responde con más dureza: "Están en un error por no entender las Escrituras y el Poder de Dios". Ésa era la situación exacta de los saduceos, que realmente no han entendido las Escrituras y no creen en el poder de Dios. Jesús en la respuesta a los saduceos da testimonio de su fe en la vida futura y en la resurrección. Los que resucitan son solamente los que son dignos de la resurrección, es decir, se trata de la resurrección de los justos. Estos vivirán como ángeles y serán hijos de Dios. Aquí Jesús, al decir que serán como ángeles, no está negando la condición corporal de los resucitados. En primer lugar no sabemos cómo son los ángeles, pero aquí el acento está en que no morirán. Los santos son amigos de Dios. Dios es un Dios de vivos y no de muertos, por eso Dios nunca pierda a sus amigos, éstos están vivos para siempre.
Dentro del entramado social del judaísmo, son los portavoces de las grandes familias ricas, que viven y disfrutan de los copiosos donativos de los peregrinos y del pro ducto de los sacrificios ofrecidos en el templo. El tesoro del templo, que ellos custodian y administran, venía a ser como la Banca nacional. No hay que confundirlos con la casta formada por los simples sacerdotes, muy numerosa y más bien pobre. A los saduceos no les interesa en absoluto que se hable de una retribución en la otra vida, puesto que ya se la han asegurado en la presente. Por eso Lucas precisa: «Los que niegan que haya resurrección» (20,27). Son unos materialistas dialécticos, pues contradicen la expectación farisea de una vida futura donde se realice el reino de Dios prometido a Israel. Quieren ridiculizar la enseñanza de Jesús, que, en parte, coincide con la creencias de los fariseos sobre la resurrección de los justos (cf. 14,14), inventándose un caso irreal. La respuesta de Jesús sigue dos caminos. Por un lado, no acepta que el estado del hombre resucitado sea un calco del estado presente. La procreación es necesaria en este mundo, a fin de que la creación vaya tomando conciencia, a través de la multiplicación de la raza humana, de las inmensas posibilidades que lleva en su seno: es el momento de la individualización, con nombre y apellido, de los que han de construir el reino de Dios. No existiendo la muerte, en el siglo futuro, no será ya necesario asegurar la continuidad de la especie humana mediante la pro creación. Las relaciones humanas serán elevadas a un nivel distinto, propio de ángeles («serán como ángeles»), en el que dejarán de tener vigencia las limitaciones inherentes a la creación presente. Por ejemplo, suelen preguntar los matrimonios que se quieren: “¿Será que sólo estaremos juntos hasta que la muerte nos separe”? y hay que decirles: “no os preocupéis, que en el cielo los amores continúan por toda la eternidad, estaréis siempre unidos, también en el cielo, como marido y mujer”. Pero algún matrimonio, que lo pasa muy mal en su cruz, preguntan: “¿esta cruz que llevo en el matrimonio, será por toda la eternidad, o sólo hasta que la muerte nos separe?” “-no te preocupes, hay que contestarles, será sólo hasta que la muerte os separe, pues ninguna pena de este mundo pasa al otro, allí solo quedan los amores auténticos, sólo éstos perduran”. No se trata, por tanto, de un estado parecido a seres extraterrestres o galácticos, sino a una condición nueva, la del Espíritu, imposible de enmarcar dentro de las coordenadas de espacio y de tiempo: «por haber nacido de la resurrección, serán hijos de Dios» (20,36).
Por otro lado, apoya el hecho de la resurrección de los muertos en los mismos escritos de Moisés de donde sacaban sus adversarios sus argumentos capciosos: «Y que resuciten los muertos lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama Señor "al Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob" (Ex 3,6). Y Dios no lo es de muertos, sino de vivos; es decir, para él todos ellos están vivos» (Lc 20,37-38). La pro mesa hecha a los Patriarcas sigue vigente, de lo contrario Moisés no habría llamado 'Señor' de la vida al Dios de los Patriarcas si éstos estuviesen realmente muertos. Para Jesús no tiene sentido una religión de muertos («y Dios no lo es de muertos, sino de vivos»), tal y como hemos reducido frecuentemente el cristianis mo. Los primeros cristianos eran tildados de ateos ('sin Dios') por la sociedad romana, porque no profesaban una religión ba sada en el culto a los muertos, en sacrificios expiatorios, en ídolos insensibles.
Muchas veces la memoria de nuestros muertos nos puede hacer olvidar nuestras tareas frente a los hombres y mujeres que viven a nuestro alrededor. A veces el llanto por nuestros difuntos nos lleva al olvido de los seres vivos.
La reafirmación de la fe en la resurrección, por el contrario, nos debe conducir a una conciencia solidaria que se expresa tanto hacia los muertos como hacia los vivientes. La fe en la resurreción se abrió paso en medio de los mártires en tiempos de los Macabeos. Es interesante observar que esta revelación divina ha sido reservada a través de los hombres y mujeres que perdían la vida por el compromiso de Dios y de su fe, que en su intuición abrían la doctrina… podemos decir que es curioso que no lo digan el Papa en su encíclica de la esperanza o los obispos españoles en su último documento sobre el tema, pero no hace falta, pues ahí está la fe de la Iglesia: “lex orandi lex credendi”, nuestra fe es lo que rezamos, y lo que la liturgia nos propone antes del final escatológico, del año litúrgico, son los mártires representados en los Macabeos y la profecía de Daniel con sus jóvenes también mártires que dan la vida por la fe (aunque estos no mueren), y con sus vidas muestran por primera vez lo que Jesús luego enseña, también con su vida y su doctrina: la resurrección de la carne. Es más, me atrevo a decir sin gran miedo a equivocarme que una gran prueba de la resurrección, de la vida eterna, es ver cómo gente da la vida, consciente de que hay algo más importante que la vida, ver que creen, esta esperanza viva es fuente viva de esperanza para todos, de la participación de los bienes de Dios al final de los tiempos.
La ley del levirato debe ser entendida como expresión de esa solidaridad con los muertos y de su participación en los bienes futuros. En la respuesta de Jesús, se pone de relieve la amistad con los patriarcas del pueblo elegido. Su memoria en tiempos de Moisés de las generaciones sucesivas atestigua la presencia de la vida divina inextinguible para todos los que se colocan en el ámbito del influjo divino.
Dios como fuente de vida también para los muertos invita de este modo a un compromiso renovado con la vida desde la fe en la resurrección. La búsqueda de posesión, referida a bienes o a la propia familia, no puede asegurar la supervivencia propia. Esta sólo puede encontrarse gracias a la condición de la filiación divina y, gracias a ella, de la herencia del mundo nuevo y de su vida (Josep Rius-Camps, y comentarios míos).
En controversia con los saduceos acerca de la resurrección de los muertos, Jesús habla del Dios de la tradición bíblica como un Dios de vivos, "porque para él todos están vivos". Como es sabido, los saduceos y los fariseos mantenían posturas diferentes sobre la resurrección. Los saduceos -que, por cierto, aparecen aquí por vez primera en el evangelio de Lucas-, basándose en que en el AT prácticamente no se alude a ella, la negaban. Los fariseos, por el contrario, basándose en textos recientes del AT (cf Dn 12,1-3; S Mac 7,14), la afirmaban. Los saduceos quieren saber cómo aborda Jesús esta cuestión. Para ello eligen una vía indirecta: le preguntan primero sobre el levirato (es decir, sobre esa norma que preveía que un varón pudiera dar descendencia a su hermano muerto casándose con su viuda (cf Rut 4,1-12). Jesús resuelve el asunto de una manera inesperada. El relato lucano depende claramente de Marcos, aunque Lucas ha mejorado estilísticamente la redacción y ha hecho varias modificaciones. A la pregunta de los saduceos sobre de cuál de todos los sucesivos hermanos muertos será esposa la mujer, la primera respuesta de Jesús insiste en presentar el matrimonio como una institución de "esta vida", con el objetivo de propagarla. Pero en la "otra vida", cuando ésta ya no tenga fin, no será necesario el matrimonio. En apoyo de su tesis Jesús añade una argumento del AT (cf Ex 3,2) sobre la resurrección que Lucas convierte en argumento en favor de la inmortalidad.
La fe en "la otra vida" no cuenta con demasiados adeptos, incluso entre los creyentes. Las encuestas religiosas han demostrado que éste es uno de los artículos "duros" del credo. Curiosamente, en ciertos sectores se ha ido abriendo camino la idea budista de la reencarnación. Según ella, de acuerdo a como se haya vivido en el curso de la existencia precedente, se llegaría a vivir una nueva existencia más noble o más humilde. Y así repetidamente hasta lograr la purificación plena. En su carta sobre el tercer milenio, el mismo Juan Pablo II se hace eco de esta postura cada vez más difundida en Occidente. Después de reconocer que es una manifestación de que el ser humano no quiere resignarse a una muerte irrevocable, añade que "la revelación cristiana excluye la reencarnación, y habla de un cumplimiento que la peersona está llamada a realizarse en el curso de una única existencia sobre la tierra" (TMA 9).
Jesús nos ha enseñado a ver a Dios como un "Dios de vivos". Él quiere que disfrutemos del don de la vida. Ya en el siglo II, San Ireneo afirmaba que "la gloria de Dios es que el ser humano viva". Sobre cada ser humano que viene a este mundo, Dios pronuncia una palabra de amor irrevocable: "Yo quiero que tú vivas". La vida eterna es la culminación de este proyecto de Dios que ya disfrutamos en el presente. Por eso, todas las formas de muerte (la violencia, la tortura, la persecución, el hambre) son desfiguraciones de la voluntad de Dios.
La certeza de la vida eterna alimenta nuestro caminar diario con la esperanza: "La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios (TMA 46: Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
¿Qué caso tendría morir para revivir a una vida igual a la que hemos llevado en este mundo, y, más aún, complicada con todo lo que se hubiese convertido en un compromiso terreno? Nosotros, al final, no reviviremos; seremos resucitados, elevados como los ángeles e hijos de Dios. Entonces quedaremos libres del sufrimiento, del llanto, del dolor, de la muerte, y de todo lo que nos angustiaba aquí en la tierra. Ya no seremos dominados por nuestras pasiones; ni la sexualidad seguirá influyendo sobre nosotros. Quienes se hicieron una sola cosa, porque Dios los unió mediante el Sacramento del Matrimonio, gozarán eternamente del Señor en esa unidad que los hará vivir eternamente felices, en plenitud, ante Dios. Quienes unieron su vida al Señor y a su Iglesia, junto con esa Comunidad, por la que lucharon y se esforzaron con gran amor, vivirán eternamente felices ante su Dios y Padre. Quienes vivieron una soltería fecunda, tal vez incluso Consagrada al Señor, vivirán unidos a esa Iglesia, por la que renunciaron a todo para vivir con un corazón indiviso al Señor y un servicio amoroso a su Iglesia. Nuestra meta final es el Señor. Gozar de Él es nuestra vocación. No queramos trasladar a la eternidad las categorías terrenas, sino que, más bien, vivamos con amor y con una gran responsabilidad la misión que cada uno de nosotros tiene mientras peregrina, como hijo de Dios, por este mundo hasta llegar a gozar de los bienes definitivos que el mismo Dios quiere que sean nuestros eternamente.
El Señor nos ha llamado para fortalecer su unión con nosotros mediante la Eucaristía que estamos celebrando. El Señor es nuestro; y nosotros somos del Señor. Que su amor llegue en nosotros a su plenitud. Al recibir la Eucaristía no sólo recibimos un trozo de pan consagrado; recibimos al mismo Cristo que viene a hacerse uno con nosotros y a transformarnos de tal manera que, siendo uno con Él, Él transparente su vida llena de amor por todos a través nuestro. La Iglesia, así, se convierte en un Sacramento, signo de unión entre Dios y los hombres, y signo de unión de los hombres entre sí por el amor fraterno. Cristo ha dado su vida por nosotros, para que nosotros tengamos vida. Así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos, para que todos participemos de los dones de amor, de vida y de salvación que el Señor nos ofrece. Dios nos quiere tan santos como Él es santo. Mas no por eso nos quiere desligados del mundo; sino que más bien nos quiere en el mundo santificándolo y dándole su auténtica dimensión: no convertido en nuestro dios, sino en un espacio en el que vivimos comprometidos para convertirlo en una digna morada en la que, ya desde ahora, comienza a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.
Mientras vamos por el mundo, llevando una vida normal como la de todos los hombres, quienes creemos en Cristo no olvidamos que tenemos puesta la mirada en llegar a donde ya el Señor nos ha precedido. Por eso no podemos vivir como quienes no conocen a Dios. No podemos pasar la vida cometiendo atropellos o destruyendo a las personas. Dios nos llama no para que nos convirtamos en salteadores que roban los tesoros del amor, de la verdad y de la paz con que el mismo Señor ha enriquecido los corazones de sus hijos, que Él ha creado. Pues quien destruya el templo santo de Dios será destruido por el mismo Dios. El Señor nos ha llamado para que seamos consuelo de los tristes, socorro de los pobres y salvación para los pecadores. Cumplir con esta misión no es llevar adelante nuestros proyectos personales, sino el proyecto de amor y de salvación que Dios mismo ha confiado a su Iglesia. Por eso nunca vayamos a proclamar su Nombre sin antes habernos sentado a sus pies para escuchar su Palabra, y para pedirle la fortaleza de su Espíritu Santo para ser los primeros en vivir el Evangelio, y poder así proclamarlo desde la inspiración de Dios, y desde nuestra propia experiencia personal.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, ser testigos de su Evangelio, como discípulos fieles que saben escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica; amando a Dios y amando al prójimo; viviendo nuestra comunión con Dios y nuestra comunión con el prójimo para que el mundo crea. Amén (www.homiliacatolica.com).

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