martes, 1 de noviembre de 2011

Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de l

Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de la muerte, hasta la vida de amor del Cielo

Del libro de la Sabiduría 3, 1-9: Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgará a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.

Salmo responsorial (26,1.4.7-8b-9ª.13-14): R. Espero ver la bondad del Señor .
El señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo.
La bondad del Señor espero ver en esta misma vida. Armate de valor y fortaleza y en el Señor confía.

Primera Carta del apóstol San Juan 3, 14-16: Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Palabra de Dios. A. Te alabamos, Señor.

Evangelio según San Mateo 25, 31-46: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vénga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “vengan benditos de mi padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. Los justos le contestarán entonces:”Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: ”Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.

Comentario: La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios. Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y que habrá que mirar para escoger una del Antiguo Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo Testamento y un evangelio. Hoy ofrecemos la Misa por los difuntos, los sufragios van dirigidos a ellos. “El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema. Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
¿Pero no podemos dar a este convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta transformación, el fuego, que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. ¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo. El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona, sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos humanos, depender precisamente también de que indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay demasiado pequeño ni nadie demasiado grande” (Joseph Ratzinger).
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural. Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido. Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección. Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir. La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir eternamente con Cristo. Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida (Rafael del Olmo Veros).
Vemos respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
A veces vemos un aspecto digamos negativo: que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Pero San Pablo lo lleva al lado positivo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo... Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos!... Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor (CE de Liturgia Perú).
El Arzobispo Antonio Montero comentaba: “Hermano, morir tenemos… No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora. Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino. Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa de estos conciudadanos. O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y, con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno como la muerte propia, con su carga de misterio, estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso? ¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre". Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino. Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino. Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15). En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad nada más y nada menos que el sentido de la propia existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los materialistas, los que han de justificarse ante la propia conciencia. Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos: sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su desesperanza o más bien desesperación. Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55). ¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de Dios? Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón. Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16)”.
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en el infierno. Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe". Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales. Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se transforma", por nuestra participación en la resurrección de Jesucristo. Esa es la redención que celebramos como realidad y esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de Todos los Santos, que nos recuerda que estos han encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos” (Amadeo Rodríguez).
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando: "Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya".Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
1. Sb 3,1-9. Para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto" (v 6). Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.
El caer de las hojas nos recuerda la muerte… Este tiempo de otoño está cargado de emociones, parece que la naturaleza llora con el caerse las hojas de los árboles, que aparecen en toda su desnudez. Los paisajes adquieren un tono melancólico, lleno de colorido que hace pensar, como se ha comentado en estos días en el Diari de Terrassa, que la gente se muere. Para quien piensa que el fallecer es el fin de trayecto, es un tema tabú del que no se habla, pues todo consiste en gozar de los placeres de la vida y la distracción del trabajo para no pensar en este final que suena a fracaso, pues todo acaba unos palmos bajo el suelo. Para quien está abierto al más allá, hay un sabor de victoria, después de consumar una carrera. Lo diré con una historieta sobre un sabiondo que subió a una barca que cruzaba la gente de una parte a otra de un ancho río. Le dice al barquero: “-¿sabes matemáticas?”
-“No. ¿Es grave?
-“Es muy grave. Has malgastado al menos una cuarta parte de tu vida. ¿Conoces por lo menos la astronomía?”
-“¿Esto es algo que se come o que?
-“¡Tonto! Has perdido al menos la mitad de tu vida. ¿Y la astrología, la conoces?”
-“Tampoco...”
-“Eres un pobre perdedor. Has desperdiciado las tres cuartas partes de tu vida”.
En aquel momento, el barco golpeó unas rocas y se hundió. El barquero, viendo al sabiondo que se lo llevaba la corriente, le gritó:
-“¡Eh, sabio, ¿sabes nadar?!”
-“¡No!”, contestó medio ahogándose...
-“Entonces acabas de perder las cuatro cuartas partes de tu vida... ¡toda tu vida!”.
Es bueno conocer lo esencial. Para quien va en un barco, saber nadar es esencial. Y para quien está en el camino de la vida esencial es preguntarse ¿qué sentido tiene todo y qué pinto yo en la vida? ¿y después, qué?
Este mes que comienza con “panellets” (dulce de Cataluña), castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, yo diría que con noviembre comienza un tiempo anual que invita a leer cosas serias, como los grandes novelistas... y así como los piñones y almendra picada, azucar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de “penellets”, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor. Y es necesario incluir todo en este sentido o proyecto de vida, pues sólo a la luz de él tiene explicación la muerte, la gran misteriosa (“en la vida todo es amor o muerte”, dirá Gertrud, la protagonista de la gran película de Dreyer). Y el sentido del dolor, que como decía “Héroes del silencio” es un ensayo de la muerte.
No es masoquismo sufrir, si el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. En el diálogo de la película de “El Rey león” cuando el hijo le pregunta si estarán siempre juntos, le dice el padre: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran... cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré...”
Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
2. El salmo enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. Delante de un sufrimiento te emocionas, te compadeces. En este momento quiero contemplar la emoción que embarga tu corazón; y quiero escuchar las palabras que dices a esa madre: "¡No llores!". Delante de todos los muertos de la tierra tienes siempre los mismos sentimientos; y tu intención es siempre la misma: quieres resucitarles a todos... quieres suprimir todas las lágrimas (Ap 21. 4) porque tu opción es la vida, porque eres el Dios de los vivos y no el de los muertos. Yo avanzo, lo sé, hacia mi propia muerte. Pero creo en tu promesa: creo que mi muerte no sera el último acto sino el penúltimo. Antes de acusar a Dios, como se oye tan a menudo -"¡Si existiera Dios, no tendríamos todas esas desgracias!"- se debería comenzar por no parar la historia humana con esa penúltimo acto. El proyecto final de Dios es la "vida eterna". Pero hay que creer en ella. "Jesús dijo: Muchacho...levántate..." Es muy importante caer en la cuenta de que ese tipo de resurrección, por muy notable que sea como signo, no nos muestra más que una pequeña parte de las posibilidades de Jesús y de su mensaje real sobre la resurrección: ciertamente aquí Jesús reanima a un muchacho, pero no es más que una recuperación temporal de la vida -¡ese muchacho volverá a morir cuando sea!-; Jesús, por su propia resurrección nos revelará otro tipo de VIDA RESUCITADA: una vida nunca más sometida a la muerte, un modo de vida completamente nuevo que sobrepasa todos los marcos humanos (Noel Quesson).
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro», en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro». He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense hablaba así de la contemplación de Dios que busca este v.: “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab 5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto”.
3. La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos ("por Adán murieron todos"). Jesús, también. "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a "los cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).
4. El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”.
La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).
Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena, la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.
Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.
Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).

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