domingo, 6 de noviembre de 2011

Domingo XXXII, año A: Lectura del libro de la Sabiduría 6,13-17. Radiante e inmarcesible es la sabiduría; / fácilmente la ven los que la aman / y la e

Domingo XXXII, año A:
Lectura del libro de la Sabiduría 6,13-17. Radiante e inmarcesible es la sabiduría; / fácilmente la ven los que la aman / y la encuentran los que la buscan.
Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. / Quien temprano la busca no se fatigará, / pues a su puerta la hallará sentada.
Pensar en ella es prudencia consumada, / y quien vela por ella, pronto se verá sin afanes.
Ella misma busca por todas partes / a los que son dignos de ella; / en los caminos se les muestra benévola / y les sale al encuentro en todos sus pensamientos.

Salmo 62,2. 3-4. 5-6. 7-8: R/. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, / mi alma está sedienta de ti; / mi carne tiene ansia de ti, / como tierra reseca, agotada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario / viendo tu fuerza y tu gloria! / Tu gracia vale más que la vida, / te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré / y alzaré las manos invocándote. / Me saciaré como de enjundia y de manteca / y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti / y velando medito en ti, / porque fuiste mi auxilio, / y a la sombra de tus alas canto con júbilo.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 4,12-17 (El texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). Hermanos: No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él. [Esto es lo que os decimos como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivimos y quedamos para su venid, no aventajaremos a los difuntos. Pues él mismo, el Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.]

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 25,1-13. En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos esta parábola: -El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco, de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz:
-«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas: -«Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.»
Pero las sensatas contestaron: -«Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.»
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:
-«Señor, señor, ábrenos.»
Pero él respondió: -«Os lo aseguro: no os conozco.»
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.
Comentario: La seguridad es uno de los tópicos de nuestro tiempo. Queremos vivir seguros (¿para vivir tan tranquilos?). Le preguntaron a Woody Allen, una vez, si él creía que había vida después de la muerte. Allen contestó que no sabía, que estaba muy ocupado tratando de saber si podía vivir un poco antes de morir; en realidad es un neurótico obsesionado por la salud y se reconoce hipocondríaco. En una de sus películas le hacen una prueba de cáncer y cuando sale negativa se deprime, en lugar de alegrarse de tener vida, piensa en que no puede controlar lo más importante. Quizá porque nunca como hasta ahora, cuando nos creemos tener tanto, nos hemos dado cuenta de lo poco que tenemos y de lo perentoriamente que lo tenemos. Precisamente hoy, cuando nos acucia el deseo de una vida segura, experimentamos con mayor brutalidad la inseguridad de la vida: un accidente de trabajo, un accidente de coche, un terrorista... Se vigila la tasa de crecimiento de la población, los índices de producción, el grado de contaminación, el alza de los precios, los fraudes de los productos, los movimientos en la universidad, en los trabajadores, en los eclesiásticos, en los intelectuales... Se vigila la producción literaria, se controlan los medios de comunicación, se potencian las organizaciones de seguridad y defensa, se vuelven más rígidas las leyes y mas duras las sanciones... Y tanto afán de seguridad, tanta vigilancia, está llevando a los pueblos a sistemas políticos cada vez más autoritarios. Cada día es más profunda la división entre los que acaparan el poder de decisión y los que no tienen más alternativa que ejecutar lo que otros deciden. El poder se centraliza, se concentra y crece desmesuradamente hasta oprimir a los hombres. Ya estamos seguros, sí; pero a costa de la libertad, de la iniciativa, de la dignidad. Estamos seguros como en un fanal: sin libertad de movimiento. La política se interfiere cada vez más en todos los campos y difícilmente se puede ya dar un paso sin que sea política (“Eucaristía 1972”).
1. v. 13-14: Se presenta aquí la Sabiduría de Dios personificada por una joven hermosa que solicita a su amante para un encuentro feliz. La Sabiduría no se comporta como una mujer esquiva; todo lo contrario: se hace la encontradiza para los que la aman, para los que la desean y la buscan. El verdadero conocimiento de Dios no es el resultado de una laboriosa operación intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a cuantos se disponen a recibirlo con un corazón abierto.
v. 15:La Sabiduría de Dios madruga más que quienes la desean. Cuando éstos despiertan y empiezan a buscarla, he aquí que la encuentran esperando a la puerta. No necesitan andar detrás de ella todo el día. Dios se presenta al hombre que le busca y se anticipa a sus deseos.
v. 17: De manera que la primera iniciativa para el encuentro la lleva la Sabiduría de Dios. Es decir, el mismo Dios busca a los que se muestran dignos de conocerlo. Más aún, el hombre no buscaría a Dios, si Dios no lo hubiera alcanzado antes. En todas las preguntas y deseos, en todas las búsquedas y pensamientos, ya está la Sabiduría de Dios haciendo que pregunten por ella, que la deseen y la busquen. Así que no es difícil conocer a Dios si no estamos interesados en ignorarle (“Eucaristía 1987”), y esto entonces sólo produce amargor, desilusión y vaciedad. El hombre ha de vigilar y estar atento a ese salir del Señor a su encuentro: "dichoso el hombre que me escucha, velando en mi portal cada día..." (Pr 8, 34). Sólo el que se abre a la sabiduría, a la divinidad..., obtiene la alegría, la paz, la tranquilidad..., y además todos los otros bienes (A. Gil Modrego), éste es el árbol de la ciencia del que depende todo, el árbol de la Vida.
2. Samo 62: Comenta así S. Agustín: «Este salmo habla en persona de Cristo nuestro Señor, es decir de la cabeza y de los miembros. [...] El es nuestra cabeza, nosotros somos sus miembros. Toda su Iglesia, que se halla diseminada por el mundo entero es su cuerpo, del cual él es la cabeza. Todos los fieles, no sólo los actuales, sino también los que existieron antes que nosotros y los que después de nosotros han de existir [...] pertenecen a su cuerpo. [...] Cuando oímos su voz, debemos entenderla como procediendo de la cabeza y del cuerpo, porque todo cuanto padeció, también lo padecimos nosotros en él, y, asimismo, lo que padecemos nosotros, él lo padece en nosotros. [...] Luego con razón su voz es nuestra voz, y la nuestra, la de él. Oigamos ya el salmo, y en él entendamos a Cristo que habla.» Después de esta introducción cristológica habla de la sed del cristiano, y estar en vela: «No velarías en ti si no apareciese la luz que te despertase del sueño. Cristo ilumina las almas y las hace estar en vigilia; si aparta su luz, se entregan al sueño… Si vigiláis, debéis cotidianamente decir a éstos [los que se hallan en el sueño del alma]: Tú que duermes, despierta y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará (Ef 5, 14). Vuestra vida y vuestras costumbres deben estar despiertas en Cristo para que las perciban otros, los dormidos paganos, y así, al ruido de vuestra vigilia, se exciten y desperecen del sueño y comiencen a decir con vosotros: “¡Oh Dios! tú eres mi Dios, por ti madrugo!”… Hay algunos que tienen sed, pero no de Dios. Todo el que pretende conseguir algo para sí, se halla en el ardor del deseo. Este deseo es la sed del alma [...]. Todos los hombres arden en deseos y apenas se encuentra quien diga: “Mi alma está sedienta de Ti”. Sienten los hombres sed del mundo, y no comprenden que [...] debe el alma sentir sed de Dios. Digamos nosotros: “De ti tuvo sed mi alma”. Digámoslo todos, porque en la unión con Cristo todos somos una sola alma.
“Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote”. La expresión salmista de las manos levantadas le sugiere las manos de Jesús extendidas en la cruz «para que nosotros extendiéramos las nuestras en las buenas obras… Al levantar él sus manos y ofrecerse por nosotros en sacrificio a Dios [...] se borraron todos nuestros pecados». También el cristiano debe, pues, levantar sus manos a Dios en la oración, pero debe hacerlo acompañado de las buenas obras. Es decir, la oración debe ser lo más coherente posible con la vida (n. 14). Luego se extiende a exponer qué es lo que se debe pedir en la oración. No debemos pedir nimiedades, ni simplemente cosas materiales. Por encima de todo debemos pedir cosas espirituales: la sabiduría para hacer obras buenas, la hartura del cielo (significada simbólicamente por la enjundia y la manteca de que habla el v. 6 del salmo), que Dios mismo sea nuestra riqueza. Debemos orar mientras tenemos «sed», es decir, mientras estamos en esta vida. Luego, una vez pase la sed, pasará también la oración y le sucederá la alabanza: mis labios te alabarán jubilosos.
-La vida en Dios (vv. 7-8): “En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti porque fuiste mi auxilio”. Con un gran conocimiento de la vida espiritual, insiste en que cuando uno descanse no se disipe y se acuerde de Dios, porque «aquel que no piensa en Dios cuando está en el descanso, en sus actividades no podrá pensar en él». Y quien se acuerda de Dios, puede realizar las buenas obras que enseña Cristo, gracias al auxilio que él le ofrece para que no desfallezca por debilidad. Las buenas obras son las obras propias de la luz y de los hijos de la luz. A esto lo llama Agustín «obrar de madrugada» y equivale a "obrar en Cristo". Para ello, Cristo nos ampara con sus alas, según su afirmación: ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, y no quisiste! (Mt 23,37). Debemos hacernos pequeños para que el Señor nos cubra y así paradójicamente nos haremos grandes: «Queramos estar siempre protegidos por él, porque podremos ser siempre grandes en él si siempre permanecemos parvulitos debajo de él. Y a la sombra de tus alas canto con júbilo. Ahí está el tema de la humildad cristiana; cuanto más humildes («parvulitos») más grandes ante Dios. Y más alegría interior. El salmista sediento se adhiere a Dios (“Oración de las horas 1993”).
El salmista entra impetuosamente. Irrumpe en el escenario con una fuerza vehemente: «Oh, Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». Es difícil encontrar figuras poéticas que expresen de manera tan gráfica y potente lo que el salmista entiende como sed de Dios. Pareciera que estuviéramos ante una sed fisiológica o animal, simbolizada en esos terrenos baldíos que, durante el verano, son de tal manera afectados por la sequía que se abren en ellos por todas partes grietas profundas, como bocas sedientas reclamando ardientemente la lluvia. Otro salmo, para describir el mismo fenómeno, acude a la comparación de los ciervos que, luego de recorrer abruptas montañas y encaramarse en los riscos más altos, descienden vertiginosamente a las quebradas y los valles, devorados por la sed, en busca de las frescas corrientes de agua (Sal 42). Esta sed corresponde a una sensación general, de carácter afectivo, cuajada de nostalgia, anhelo, atracción y seducción (Jer 20,7). El hombre es un pozo infinito, cavado según una medida infinita; por eso, infinitos finitos nunca podrán colmarlo, sino tan sólo un Infinito. ¡Criatura singular el hombre, que lleva reflejada en lo más profundo de sus aguas la imagen de un Dios! Y, por esta impronta eterna, somos, inevitablemente, buscadores instintivos del Eterno, caminantes que, en un movimiento de retorno, navegamos río arriba en busca de la Fuente Primordial. En suma, ¡peregrinos de lo Absoluto! Esta sed, o esta sensibilidad divina, en muchas personas es invencible; en otras, fuerte, y en otras, débil, de acuerdo con el don recibido. Hay también quienes no la recibieron en ningún grado. Otros -muchos- la dejaron atrofiarse por falta de cuidado y atención, o se les acabó extinguiendo -y éste es el caso más común- en el remolino de la desventura humana. En el fondo, el salmo 62 es una radiografía antropológica en la que queda al descubierto la estructura trascendente y fundamental del corazón humano. Y así se explica el hecho siguiente: ciertos fenómenos trágicos del alma humana no son otra cosa sino la otra cara de la sed de Dios. La insatisfacción humana, en toda su grandeza y amplitud, el tedio de la vida, ese no saber para qué está uno en el mundo, la sensación de vacío, el desencanto general.... no son otra cosa que la otra cara del Infinito. En el principio, Dios depositó en el suelo humano una semilla de sí mismo: lo creó a su medida, según su propia «estructura», le hizo por El y para El. Cuando el corazón humano intente centrarse en las criaturas, cuyas medidas no le corresponden, el hombre entero se sentirá desajustado y sus huesos crujirán. Y, como dice San Agustín, el hombre se sentirá entonces desasosegado e inquieto, hasta afirmarse finalmente y descansar en Dios. Tiene, pues, este salmo un profundo alcance antropológico, bellísimo, por ejemplo en este: «Al despertar, me saciaré de tu semblante» (Sal 17,15). Se advierte en estas palabras una experiencia inefable del hombre que, al despertar por la mañana, en lugar de ser asaltado y vencido por los recuerdos tristes o por preocupaciones obsesivas, se siente invadido por el recuerdo vivo del Señor, cuya Presencia (semblante) le inunda de seguridad y alegría para abordar animosamente el quehacer del nuevo día. Dios no es una abstracción mental, es cosa de vida, es una persona, y a una persona no se la «conoce» reduciéndola a un conjunto de ideas lógicas, sino tratándola. Una cosa es la idea de Dios, y otra Dios mismo. Una cosa es la idea (fórmula química) del vino, y otra cosa el vino mismo. Nadie se embriaga con la palabra «vino», ni con su fórmula química. Una cosa es la palabra «fuego», y otra el fuego mismo. Nadie se abrasa con la palabra «fuego». Nadie se sacia con la consabida fórmula del agua: H2O. Hay que beberla. Dios es el agua fresca, el vino ardiente, pero hay que beberlo. Quienes no lo prueben, no pueden ser «catadores» de ese Vino, no saben nada de ese Vino, porque no lo han saboreado. Por eso, el salmista invita, desafía, a «saborear» al Señor. Y es así como, lleno de ternura, sigue explayándose el salmista: «En el lecho me acuerdo de Ti, y velando medito en Ti.» Un hombre así jamás será acosado por el miedo. Avanzará noche adentro, y nunca le rondarán los fantasmas; y mientras trabaja, y camina y se relaciona con los demás, la seguridad y la alegría le acompañarán como dos ángeles tutelares, porque «Tú estás conmigo». Para significar este estado interior de liberación, sale de la boca del salmista uno de los versos más espléndidos: «A la sombra de tus alas canto con júbilo» Jubilo: la palabra más alta entre los sinónimos de alegría. Canto: cuando espontáneo, es siempre una vía de escape; cuando alguien desborda de gozo, necesita estallar, y el canto es un estallido. Ala: en la Biblia, es frecuentemente símbolo del poder protector de Dios. Sombra: en una tarde calurosa de estío, el regalo más apetecible. Júntense ahora las cuatro palabras y nos encontraremos con que el salmista consigue la «hazaña» de describir lo indescriptible en un solo y corto verso; y nos encontramos con un panorama humano envidiable: un hombre precedido por la seguridad, seguido por la paz, custodiado por la libertad y respirando alegría por todos sus poros. ¿Quién impedirá que un hombre así sea para todos amor y salvación? (Larrañaga)
El alma sedienta de Dios. Comenta Juan Pablo II: “El salmo 62, sobre el que reflexionaremos hoy, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica el alma y el cuerpo. Como escribe santa Teresa de Ávila, "sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata" (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir "físico". De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él. Ya el profeta Jeremías había proclamado: el Señor es "manantial de aguas vivas", y había reprendido al pueblo por haber construido "cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí" (Jn 7, 37-38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana: "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14). Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, "el alma" se expresa con el término nefesh, que en algunos textos designa la "garganta" y en muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión con Dios: "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). También en el salmo 72 el salmista repite al Señor: "Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (...) Para mí, mi bien es estar junto a Dios" (vv. 25-28). Después del canto de la sed, las palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del "gran banquete" y de la saciedad, el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sion: el llamado "de comunión", o sea, un banquete sagrado en el que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3; cf. Mt 4, 4). Aquí el cristiano piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 55-56). A través del alimento místico de la comunión con Dios "el alma se une a él", como dice el salmista. Una vez más, la palabra "alma" evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática de la alegría: "A la sombra de tus alas canto con júbilo" (Sal 62, 8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62, 9). En una lectura de ese salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene. Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las palabras de san Juan: de su costado "salió sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), afirma: "Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de los misterios", es decir, de la Eucaristía. Y concluye: "¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos. En efecto, como la mujer alimenta al hijo que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado".
3. 1 Ts 4, 12-17. Este mes de los difuntos encuadra muy bien esta lectura, como explica S. Agustín: recuerda que el Apóstol nos exhorta a no entristecernos. “Nos amonesta el Apóstol a no entristecernos por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, como hacen los que no tienen esperanza, es decir, esperanza en la resurrección e incorrupción eterna. También la costumbre de la Escritura los denomina en verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos la esperanza de que hemos de volver al estado de vigilia. Por ello se canta también en el salmo: ¿Acaso no volverá a levantarse el que duerme? (Sal 40,9). Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Pero la muerte no habría llegado al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena. En consecuencia, si hasta los animales, que han sido creados para morir a su debido tiempo, huyen de la muerte y aman la vida, ¡cuánto más el hombre, que había sido creado de forma que, si hubiera querido vivir sin pecado, hubiera vivido sin término! De aquí surge el que necesariamente estemos tristes cuando nos abandonan aquellos a los que amamos, pues aunque sabemos que no nos abandonan para siempre a los que quedamos aquí, sino que nos preceden por algún tiempo a quienes hemos de seguirles, sin embargo, la misma muerte de la que huye la naturaleza, cuando se adueña del ser amado, contrista en nosotros hasta el afecto de la amistad. Por eso no nos exhortó el Apóstol a no entristecernos, sino a no hacerlo como los que no tienen esperanza (1 Tes 4,12). En la muerte de los nuestros, pues, nos entristecemos ante su pérdida necesaria, pero con la esperanza de recuperarlos. Nos angustia lo primero, nos consuela lo segundo; allí nos abate la debilidad, aquí nos levanta la fe; de aquéllo se duele la naturaleza humana, de esto nos sana la promesa divina. Por lo tanto, las pompas fúnebres, los cortejos funerarios, la suntuosa diligencia frente a la sepultura, la lujosa construcción de los panteones significan un cierto consuelo para los vivos, nunca una ayuda para los muertos. En cambio, no se puede dudar de que se les ayuda con las oraciones de la santa Iglesia, con el sacrificio salvador y con las limosnas que se otorgan en favor de sus almas, para que el Señor los trate con más misericordia que la merecida por sus pecados. Esa costumbre, trasmitida por los padres, la observa la Iglesia entera por aquellos que murieron en la comunión del cuerpo y sangre de Cristo, y de modo que, al mencionar sus nombres en el momento oportuno del sacrificio eucarístico; ora y recuerda que se ofrece también por ellos. Si estas obras de misericordia se celebran como recomendación por ellos, ¿quién dudará de que han de serles útiles a aquellos por quienes se presentan súplicas ante Dios de ningún modo inútiles? No quepa la menor duda de que todas estas cosas son de provecho para los difuntos, pero sólo para quienes vivieron antes de su muerte de forma tal que puedan serles útiles después de ella. Pues respecto a quienes emigraron de sus cuerpos sin la fe que actúa por la caridad (Gál 5,6) y sin los sacramentos de esa fe, en vano cumplen los suyos con los sacramentos de la piedad, de cuya prenda carecieron mientras vivían aquí, o porque no recibieron o porque recibieron en vano la gracia de Dios y atesoraron para sí su ira y no su misericordia. Cuando los suyos realizan alguna acción buena por ellos, no por eso adquieren nuevos méritos los difuntos, pero se les añade a los propios de antes. Solamente en esta vida existe la posibilidad de obrar de modo que estas cosas les sean de alguna ayuda una vez que hayan dejado de existir. Y, por tanto, al llegar al término de esta vida, nadie podrá tener después más de lo merecido en ella”
4. Mt 25, 1-13: Ya no vivimos en una sociedad “cristiana”, ahora toca a los de Jesús ser fermento en la masa de un modo especial, por eso –con formación y vida espirtual- han de ser sal de la tierra, luz del mundo. Hay decepción en unos, desencanto, pero hemos de querer vivir en este mundo en que Dios nos ha puesto, y amarlo, y llevar a Jesús a él. La fe mira hacia delante. La fe es conversión al Señor que viene, que está viniendo. Porque la fe es éxodo de la antigua esclavitud y salida hacia la tierra prometida. (...). El miedo ante lo desconocido nos lleva a refugiarnos en la costumbre y en la rutina, a recelar del cambio, a rechazar incluso lo nuevo por el simple hecho de serlo. "Mas vale malo conocido que bueno por conocer". Sin embargo, el evangelio es noticia, anuncio y proclamación de lo nunca visto. Por eso lo propio de los que escuchan el evangelio es abrirse y dejarse sorprender confiadamente y no juzgarlo todo y condenarlo desde los prejuicios y costumbres en las que uno se siente seguro. Para los cristianos, a fin de cuentas y después de todo, el que viene no es el coco sino el Señor. Él nos ha invitado a las bodas eternas. Jesús dice a sus discípulos que vigilen o que velen, porque no conocen el día y la hora de su visita. Pero hay muchas maneras de vigilar. Las grandes potencias vigilan o se vigilan las unas a las otras. Los banqueros también vigilan y, para guardar sus caudales, instalan sofisticados sistemas de seguridad. En este mundo todos los que "tienen una viña", aprenden a vigilar desde su torre, y la torre crece cada vez más conforme se extiende su propiedad o su viña. El miedo no les deja dormir, y "el miedo -se dice- guarda la viña". Este miedo les mantiene con los ojos abiertos, tan abiertos que llegan a ver con frecuencia hasta lo que no existe: brujas y fantasmas, herejes y enemigos ocultos por todas partes. Es un miedo que les quita la paz interior y que crea, necesariamente, una atmósfera enrarecida que acaba con la confianza. Otra manera de vigilar es la de los que no tienen nada y lo esperan todo. Estos vigilan porque tienen esperanza. Pero hay que entenderlo bien. De una parte, la esperanza nos hace soñar. Sin embargo, estos sueños son de los que no le dejan dormir a uno. Son los sueños que nos ponen en vilo y que nos enfrentan con la realidad, para comprometernos con ella y preparar los caminos del gran advenimiento. Sueños que nos cambian la vida y que ayudan a transformar el mundo. El que vigila así, porque tiene esperanza, tiene también paz y construye la paz a su alrededor. Por lo tanto, no se trata de estar a la espera o de llevar una vida tranquila y sin problemas (“Eucaristía 1981”). “Yo tuve un sueño. Soñé que un día en las rojas colinas de Grecia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de sus amos se sentaban juntos en mesa de hermandad. Soñé que un día mis cuatro hijos negros no eran juzgados por el color negro de su piel, sino por el contenido de su responsabilidad. Hoy he tenido un sueño. He soñado que un día los valles serán rellenados, las montañas serán aplanadas, los caminos tortuosos serán enderezados y la gloria del Señor se revelará y todos la contemplaremos juntos. Esta es nuestra esperanza” (Martin Luther-King).
Comenzamos a leer hoy el cap. 25 de Mt, que terminaremos dentro de 15 días, en la solemnidad de Xto Rey. Para situar la parábola de hoy en su ambiente, citamos estas palabras de J. Jeremías: "Después de que el día se ha pasado en bailes y otras diversiones, tiene lugar la cena de la boda después de la caída de la noche. A la luz de las antorchas es conducida luego la novia a la casa del esposo. Finalmente un mensajero anuncia la llegada del esposo, que hasta entonces ha tenido que permanecer fuera de la casa; las mujeres dejan a la novia y van con antorchas al encuentro del esposo... La demora está ocasionada por el regateo sobre los regalos a los parientes más cercanos a la novia... El punto cumbre de las fiestas de la boda es la entrada del novio en la casa" (Las parábolas de Jesús, pag. 210-211).
Pues si creemos que Jesús ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Así argumenta Pablo en la segunda lectura. Por lo tanto, no podemos vivir como los que no tienen esperanza y como si nuestro último destino fuera la muerte. La fe en JC resucitado levanta en nosotros una esperanza que es como la brisa que viene de la tierra prometida. Ese es nuestro consuelo. Ese es el viento favorable para navegar, la ventaja de los creyentes. Pero el que espera ha de saber que todavía no ha llegado a puerto. En consecuencia, su esperanza debe acreditarse en la ruta y no en la tranquilidad. Esperar no es simplemente estar a la espera, con los brazos cruzados. Debemos cuidarnos mucho de no desalentar a los otros con una falsa esperanza del cielo que se desentiende de las necesidades de la tierra y deja insatisfechos a los que sufren hambre de pan y de justicia. Vigilemos. Vivamos como las vírgenes sabias y prudentes de la parábola, atentos y preparados. Soñemos para estar bien despiertos, en vez de dormir para poder soñar. Porque los sueños verdaderos son los que no nos dejan dormir, los que movilizan todas nuestras fuerzas hacia el reinado de Dios. En cambio, aquellos sueños de los que están profundamente dormidos en su irresponsabilidad son sueños criminales que nos quitan la vida auténtica. Sueños que nos alejan del prójimo, de nosotros mismos, de Dios y de la realidad. Sueños que acaban con el hombre. Contra esta manera de soñar, de morir, está la vigilancia de la vida cristiana. EUCAristía 1978/52
Las cinco jóvenes poco previsoras reciben una dura sentencia condenatoria sin haber hecho nada malo. Ni siquiera maltrataron a los criados, como el mayordomo infiel. Tropezamos aquí con el tema clásico de la omisión y la neutralidad. El teórico "no hacer nada malo" es también una manera de hacer el mal. Algo así como el negar auxilio en carretera. Es no dar de comer al hambriento, es no vestir al desnudo. La neutralidad no existe. Todos estamos siempre comprometidos. Lo importante es saber con qué o con quién (“Eucaristía 1990”).
La primera impresión que produce la lectura de la parábola de las vírgenes prudentes y necias es un interrogante: ¿qué pasaría si las prudentes hubieran prestado el aceite y todas tuvieran las lámparas encendidas?, ¿castigaría el Buen Dios a las que compartieron el aceite? Si Jesús quisiera decir eso que pensamos a primera vista habría que hablar de una contradicción y constatar inmediatamente que el mismo Jesús nos manda multitud de veces repartir nuestro aceite. La conclusión es fácil: Jesús está hablando de alguna exigencia que no se puede resolver con aceite prestado. Tanto en el mundo de la fe como en el de la realidad humana hay multitud de valores que son ardua adquisición o no se tienen. El aceite y la lámpara encendida significan aquí algo personal e intransferible, que forma parte de la propia identidad, que está o no está en toda la biografía personal. Sin eso que aquí se significa, el hombre no es hombre, el hombre es irreconocible incluso para Dios: "no os conozco". ¿Qué significa tener aceite y tener lámparas encendidas? La liturgia sugiere una cierta identidad entre el aceite de la parábola y la Sabiduría (Sb 6. 13-17), y entre las lámparas apagadas y la aflicción desesperada ante la muerte (1 T 4. 13-17). Según esto, Dios no podría hacer nada por un hombre sin luz y sin esperanza, y esto no porque a Dios le falte misericordia, sino por la imposibilidad radical de poder llamar hombre a una vida sin luz y sin sentido. Sólo nos queda una salida: o afirmamos que no hay hombres sin luz, aunque sea mínima, o aceptar que si nos faltara ese mínimo estaríamos inevitablemente excluidos de la fiesta del Padre. De vigilar esa seria posibilidad que pesa sobre cada uno de nosotros nos habla la liturgia de estos domingos. ¿Se puede ser optimista? Parece que sí; no por lo fácil que pueda parecer tener luz, sino porque Dios nos hizo heridos y marcados por ella. Lo leemos hoy: "La sabiduría se anticipa a darse a conocer a los que la desean...", "ella busca por todas partes a los que son dignos de ella" (Jaime Ceide).
El hecho de que las sensatas no den parte de su aceite significa que la actitud que ellas representan no puede adquirirse sin preparación, sino que tiene su precio. El hecho de que el Señor no les abra la puerta significa que las necias no pueden en realidad entrar en la sala del banquete; es algo parecido a lo que sucede con un profano en música, que no puede "entrar" en una sinfonía, sino que siempre se quedará fuera de ella, a pesar de lo que puedan desear los músicos (Mt 11, 17) (San Agustín).
Mt 25,1-13: estos tres últimos domingos del año tienen en sus lecturas un claro tono de "escatología": apuntan, cada uno a su modo, a la Venida de Cristo. Hoy, con la parábola de las vírgenes, el próximo, con la de los talentos, y el último, con la solemnidad de Cristo Rey. Luego, el Adviento, seguirá también en esa clave de mirada al futuro y de invitación a la vigilancia. Es la temporada del año en que los cristianos somos interpelados por la Palabra respecto a nuestra esperanza y preparación hacia esa venida. Hoy la homilía podría tener este matiz: la sabiduría verdadera está en saber estar atentos y vigilantes ante la presencia del Señor en nuestras vidas y su vuelta final.
La virginidad del cuerpo la poseen pocos; la del corazón han de poseerla todos. Aquellas vírgenes simbolizan a las almas. En realidad no eran sólo cinco, pues eran símbolo de millares de ellas. Además, ese número cinco comprende tanto varones como mujeres, pues ambos sexos están representados por una mujer, es decir, por la Iglesia. Y a ambos sexos, estos es, a la Iglesia, se la llama virgen: Os he desposado con un único varón para presentaron a Cristo cual virgen casta (2 Cor 11,2). Pocos poseen la virginidad de la carne, pero todos deben poseer la del corazón. La virginidad de la carne consiste en la pureza del cuerpo; la del corazón en la incorruptibilidad de la fe. A la Iglesia entera, pues, se la denomina virgen y, con nombre masculino, pueblo de Dios; uno y otro sexo es pueblo de Dios, un solo pueblo, el único pueblo; y una única Iglesia, una única paloma. Y en esta virginidad se incluyen muchos miles de santos. Luego las cinco vírgenes simbolizan a todas las almas que han de entrar en el reino de Dios. Y no carece de motivo el que se haya elegido el número cinco, porque cinco son los sentidos del cuerpo conocidísimos de todos. Cinco son las puertas por las que las cosas entran al alma mediante el cuerpo: o por los ojos, o por el oído, o por el olfato, o por el gusto, o por el tacto; por uno de ellos entra cualquier cosa que apetezcas desordenadamente. Quien no admita corrupción alguna por ninguna de estas puertas ha de ser contado entre las vírgenes. Se da paso a la corrupción también por los deseos ilícitos. Qué sea lícito y qué ilícito, aparece en cada página de los libros de las Escrituras. Es preciso, pues, que te encuentres dentro de aquellas cinco vírgenes. Entonces no temerás las palabras: «Que nadie entre». Así se dirá y se hará, pero una vez que hayas entrado tú. Nadie cerrará la puerta ante tus narices; mas cuando hayas entrado, se cerrarán las puertas de Jerusalén y se asegurarán sus cerrojos. Pero si tú quieres o bien no ser virgen, o bien virgen necia, quedarás fuera y en vano llamarás. ¿Quiénes son las vírgenes necias? También ellas son cinco. Son las almas que conservan la continencia de la carne, evitando toda corrupción, procedente de los sentidos, que acabo de mencionar. Evitan ciertamente la corrupción, venga de donde venga, pero no presentan el bien que hacen a los ojos de Dios en la propia conciencia, sino que intentan agradar con él a los hombres, siguiendo el parecer ajeno. Van a la caza de los favores del populacho y, por lo mismo, se hacen viles, cuando no les basta su conciencia y buscan ser estimadas por quienes las contemplan. Evidentemente no llevan el aceite consigo, aceite que es el hecho de gloriarse, en cuanto que procura brillo y esplendor. Pero ¿qué dice el Apóstol? Observa a las vírgenes prudentes que llevan consigo el aceite: Cada uno examine su obra, y entonces hallará el motivo de gloria en sí mismo, no en otro (Gál 6,4). Éstas son las vírgenes prudentes. Las necias encienden ciertamente sus lámparas; parece que lucen sus obras, pero decaen en su llama y se apagan, porque no se alimentan con el aceite interior. Como el esposo se retrase, quedan dormidas todas, en cuanto que todos los hombres, de una y otra categoría, se duermen en el momento de la muerte. Al retrasarse la venida del Señor sobreviene, tanto a las necias como a las sabias, la muerte de la vida corporal y visible, a la que la Escritura llama sueño, como saben todos los cristianos. Hablando de ciertos enfermos, dice el Apóstol: Porque hay entre vosotros muchos débiles y enfermos y muchos duermen. Dice duermen, en lugar de «mueren». Mas he aquí que el esposo ha de venir; todas se levantarán, pero no todas han de entrar. Faltarán las obras a las vírgenes necias, por no tener el aceite de la conciencia, y no encontrarán a quién comprar lo que solían venderles los aduladores. Las palabras: Id a comprarlo para vosotras las pronuncia una boca burlona, no un corazón envidioso. Las vírgenes necias se lo habían pedido a las prudentes, diciéndoles: Dadnos aceite, pues nuestras lámparas se apagan. Y qué les dijeron las vírgenes prudentes? Id más bien a quienes lo venden y compradlo para vosotras, no sea que no haya bastante para nosotras y vosotras. Era como decirles: ¿De qué os sirven ahora todos aquellos a quienes solíais comprar la adulación? Y mientras ellas fueron a comprarlo, entraron las prudentes y se cerró la puerta (Mt 25,1-13). Cuando se alejan con el corazón, cuando piensan en tales cosas, cuando dejan de mirar a la meta y volviéndose atrás recuerdan sus méritos pasados, es como si fueran a los vendedores; pero entonces ya no encuentran a los protectores, ya no encuentran a quienes las alababan entonces y las estimulaban a hacer el bien, no por la fortaleza de la buena conciencia, sino por el estímulo de la lengua ajena.
EL SABIO Y EL NECIO. Ya la primera lectura nos ha presentado la urgencia de encontrarnos con la verdadera sabiduría, que el autor ha descrito como una persona que nos sale al encuentro y quiere que la busquemos: el que está con los ojos abiertos y sabe acogerla, ése será en verdad afortunado. Y, según este texto, es fácil poseer la sabiduría. No hace falta mucha ciencia o cultura: muchas personas sencillas han tenido ese don de la sabiduría, han sabido ver lo que valía la pena en la vida, mientras que otros muchos que se creen muy sabios, no han dado en la clave de este saber según Dios y han malgastado sus energías y su vida. La descripción de Cristo en su parábola, llena de vivacidad, nos vuelve a poner ante el dilema. Las cinco muchachas necias no supieron estar atentas y preparadas para la venida del novio, y así no pudieron entrar a la fiesta de bodas. Aquí la invitación es muy clara: "velad, porque no sabéis el día ni la hora".
-¿A QUÉ VIGILANCIA SE NOS INVITA?a) Ante todo hay que presentar a la comunidad eclesial como esencialmente "escatológica", o sea, como un pueblo en marcha, peregrino, que mira hacia adelante, que espera la Venida última de su Señor y Esposo. Esta perspectiva se irá repitiendo en los próximos domingos, hasta la Navidad. Y es una actitud fundamental para todo cristiano: además de la fe y de la caridad, un cristiano es una persona que espera, que está en vela mirando al futuro. El cristiano vive entre el recuerdo del gran acontecimiento de Cristo y la tensión hacia su vuelta final.
b) La vigilancia del cristiano es vivir en esta atención despierta. Los judíos no supieron estar atentos a la llegada del Esposo. Pero también nosotros corremos el peligro de adormecernos y dejar pasar el momento de gracia una y otra vez. Podemos pasar los días y los años distraídos; o bien locos tras otros valores (tras el anuncio de otros esposos y otras fiestas). Y luego, cuando llega el verdadero esposo, estamos desprevenidos. Y eso que una y otra vez Cristo nos ha avisado de que llegará en el momento menos esperado. Las comparaciones del ladrón que realiza su atraco, o del amo que vuelve del viaje, o del esposo que viene a poner en marcha su séquito de muchachas, son muy significativas.
c) Pero esto no sólo se refiere a la Vuelta final de Cristo, ni tampoco sólo al momento de nuestra propia muerte, aunque son los dos momentos culminantes de la historia comunitaria y personal. Se cumple aquello de nuestra literatura clásica: "que al final de la jornada, aquél que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada". Pero hay otras "venidas" de Cristo, el Esposo, a las que también debemos estar preparados y con los ojos bien abiertos. TODA LA VIDA ESTA LLENA DE MOMENTOS IMPORTANTES, IRREPETIBLES. Entre la venida primera y la última de Cristo, está su venida continuada, diaria, a nuestra vida personal y eclesial: "yo estoy con vosotros todos los días..." El cristiano sabio es el que está atento a esta presencia (Ver poesía "Dios nos habla a todas horas..."), el que sabe descubrir la cercanía de Cristo y de Dios en su vida, el que ve todas las cosas con los ojos de la fe, el que orienta su vida desde la perspectiva de Cristo. La verdadera vigilancia es una actitud continua de atención, de espera gozosa. Como dice Pablo en la 2a. lectura, a un cristiano la vida se le llena de esperanza porque está convencido de una cosa: así como Cristo ya ha resucitado de entre los muertos, así todos estamos destinados a resucitar también a la nueva vida. Y esto ilumina y da un color de sabiduría a cada uno de nuestros días.
d) "Vigilar" no es estar siempre con miedo, ni dejarnos atenazar por la angustia. Un cristiano no deja de vivir, y de gozar la vida, y de incorporarse seriamente a las tareas de la sociedad y de la Iglesia. Lo que pasa es que lo hace con responsabilidad, con la atención puesta en los verdaderos valores, los que valen en verdad la pena, sin dejarse amodorrar por las innumerables drogas de este mundo, o por la pereza y la inercia. Vivir en tensión gozosa. Los pocos años que vive quiere vivirlos de modo que acierte en la clave fundamental de su existencia. La presencia -invisible- del Esposo y su vuelta -visible y gloriosa- le sirven de focos que iluminan cada uno de sus pasos.
Sería hoy una buena ocasión -aunque tendremos más en domingos sucesivos- para destacar aquellos aspectos de nuestra celebración dominical que "miran al futuro": el canto del Sanctus, "bendito el que viene"; la aclamación "ven, Señor Jesús"; las palabras de la Plegaria Eucarística, "mientras esperamos su venida gloriosa...". Pero todo ello en medio de una celebración que no sólo espera la venida futura, sino que se goza ya en la presencia actual, porque comulga con el Cristo ya presente, que nos invita a su cena de bodas (J. Aldazábal).

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